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Masuria, septiembre de 1941

—Y no te olvides, Mariechen: cuando os volváis a levantar en el altar y os deis la vuelta, tienes que ocuparte de que Joachim dé una vuelta alrededor tuyo —le susurró Auguste emocionada.

—Así bailará toda su vida alrededor de ti —dijo su hermana pequeña Annegret al oído entre risas.

Mari se puso roja y se volvió hacia las dos chicas que estaban sentadas detrás de ella en el coche. Eran las hijas del herrero de la finca, que como la mayoría de empleados habían sido enviados al servicio militar. Auguste y Annegret Rogalski, apodadas Gustchen y Gretchen, de quince y trece años, eran dos chicas muy alegres pero aún muy infantiles, con trenzas castañas, que normalmente llevaban recogidas.

Enseguida le cogieron cariño a Mari, a la que todos llamaban Mariechen, y ahora estaban henchidas de orgullo por ser sus damas de honor. Cuando vieron que casi no sabía nada de las costumbres de su nuevo país empezaron a explicárselo todo. Mari ya tenía la cabeza como un bombo. Los dos días que llevaba allí desde su llegada a la finca habían estado tan repletos de emociones que a veces se sentía como en un sueño que pasaba por delante de ella a cámara rápida.

Joachim la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Las risitas y cuchicheos continuaron a sus espaldas, pero Mari ya no los oía. Con un suspiro se entregó a la sensación de profunda seguridad que sentía en brazos de Joachim. Hacía media hora que era la señora Ansas. A diferencia de en Noruega, allí había que dar el consentimiento primero en el registro civil, en este caso en el despacho del alcalde, antes de celebrar la ceremonia religiosa. A la cita acudieron, aparte de Mari y Joachim, solo sus padres Karl y Edith Ansas, su abuelo Gustav y los dos testigos, el ama de llaves Irmgard Rogalski, la madre de Gutschen y Gretchen, y el cochero Hugo.

El alcalde los recibió con un orgulloso «Heil Hitler», y entregó a la pareja con un ademán ceremonioso un libro grueso y negro. Joachim lo aceptó con el rostro impertérrito, por lo que Mari dedujo que estaba conteniendo un comentario despectivo o burlón. El pequeño discurso que pronunció el alcalde en el que destacaba sobre todo las obligaciones del matrimonio a Joachim le pareció más bien divertido. Trataba de la familia como el elemento más importante del Estado, de la mujer como compañera de armas del hombre cuya misión era estar guapa y tener hijos. El hombre, por su parte, se ocupaba de los alimentos, montaba guardia y luchaba contra los enemigos.

En ese punto Gustav, el abuelo de Joachim, soltó un bufido de desdén y murmuró que solo eran falacias, lo que su nuera Edith intentó tapar con un ataque espontáneo de tos. Joachim le guiñó el ojo a Mari a escondidas cuando el alcalde, tras lanzar una mirada severa al aguafiestas, puso fin a la ceremonia. Antes de que la pareja saliera del despacho, el alcalde entregó a Mari su pasaporte alemán con gesto solemne y le dio la bienvenida como nuevo miembro del pueblo alemán. Mari sintió una punzada al ver que su pasaporte noruego desaparecía en un cajón del escritorio del alcalde, y con él el último documento oficial que la unía a su país.

Delante del ayuntamiento se habían congregado los invitados a la boda, a los que Joachim y Mari saludaron con alegría antes de dirigirse a la iglesia en varios coches y carros decorados con guirnaldas de flores de colores. El coche de los novios y las damas de honor lo llevaba Hugo, que para celebrar el día vestía de frac y llevaba sombrero de copa. Llegaron a la iglesia de la Santísima Trinidad los últimos, ya que las personas más importantes del día no podían esperar bajo ningún concepto, como les explicó Gretchen entusiasmada.

Delante de la puerta de la iglesia, que se encontraba en la elevada torre cuadrada terminada en un techo de bronce puntiagudo en la fachada anterior de la nave, se hallaban los invitados, que miraban a Joachim y Mari llenos de expectación. En la puerta apareció un cura vestido con sotana negra y les sonrió.

—Lástima que tu familia no pueda estar aquí —dijo Gretchen con sinceridad, y rompió el ensueño de felicidad de Mari. Justchen le dio un codazo a su hermana demasiado tarde y la fulminó con la mirada.

Mari se mostraba más relajada de lo que se sentía en realidad.

—Tiene razón. Daría cualquier cosa porque estuvieran aquí, pero ahora mismo no es posible.

Prefirió omitir que por lo menos su padre jamás habría asistido a aquella boda, aunque hubiera tenido lugar en Noruega. Joachim la miró compasivo y la abrazó con más fuerza.

—Lo siento mucho. Sé lo mucho que les echas de menos —dijo en voz baja.

Mari se quedó callada y desvió la mirada a un lado para que no viera las lágrimas que le asomaban en los ojos.

Hugo detuvo el coche y Joachim ayudó a Mari a bajar. Caminaron hacia la iglesia cogidos de la mano, y los invitados les abrieron paso y formaron una larga fila en el templo. La familia de Joachim formaba el grupo más pequeño, puesto que había invitado, aparte de sus padres y el abuelo, solo al tío Fritz, el hermano soltero de su padre. El hermano mayor de Joachim, Karl-Gustav, que estaba en la marina de guerra, no había conseguido vacaciones. Los dos hermanos de Edith Ansas se fueron de Masuria en los años veinte, como tanta otra gente, en busca de trabajo hacia la zona del Ruhr, y no podían hacer un viaje tan largo en tan poco tiempo. Además estaban presentes todos los empleados de la finca, así como muchos amigos y conocidos de la familia de las granjas y pueblos vecinos y de Nikolaiken, y las mujeres formaban una abrumadora mayoría. Hasta cierta edad, todos los hombres en edad militar habían sido enviados al frente o a uno de los países ocupados.

Con el corazón acelerado, Mari entró cogida del brazo de Joachim en la iglesia, que le pareció muy solemne. La luz que entraba por las ventanas laterales hacía brillar el interior, totalmente decorado de blanco. El pasillo central estaba bordeado de columnas que soportaban una especie de balcón que a media altura se extendía a lo largo de los laterales de la nave. Los novios avanzaron despacio hacia el altar. Al acercarse Mari vio detrás un gran lienzo con la adoración de los niños al Crucificado. Encima había una ventana semicircular decorada con colores llamativos en la pared.

Mari sintió de pronto un curioso temor y una sensación de extrañeza. Agachó la mirada, incómoda. En su país aquel día habría llevado su traje regional, el bunad festivo que su madre le había hecho y le había regalado unos días antes de la petición de mano oficial. Se había quedado en la granja, como tantas otras cosas, pues tras la precipitada marcha de Mari Lisbet solo pudo meter lo imprescindible en la pequeña maleta que Ole le llevó a su hermana al día siguiente por la mañana.

Con tan poco tiempo, en Lindenhof no había tenido ocasión de coser o incluso comprar un vestido de novia al uso. Mari llevaba un sencillo vestido azul. La madre de Joachim, que se dio cuenta de la desilusión de Mari, lo había decorado con un cuello blanco de encaje y una cinta ancha del mismo encaje precioso que le habían regalado a ella para su boda. Aquel gesto emocionó mucho a Mari y al mismo tiempo incrementó la añoranza de su madre. Agarró a escondidas el medallón que le había regalado Lisbet junto con el bunad. Aún estaba vacío, pero Joachim ya tenía cita en un estudio fotográfico de Nikolaiken para dejarle a su esposa antes de irse un retrato. El ramo de novia de Mari era todo blanco con olorosas rosas del jardín de la finca.

—Estás espléndida —le susurró Joachim cuando se arrodillaron juntos ante el altar.

Mari sintió que se sonrojaba de nuevo, pero esta vez de alegría. Joachim parecía saber exactamente lo que le pasaba por dentro y lo que tenía que hacer o decir para consolarla. Levantó la cabeza animada y vio al cura que se había acercado al altar. Se volvió hacia ellos, levantó la mano para bendecirlos e inició la ceremonia.

—El amor lo resiste todo, lo cree todo, espera todo, persevera ante todo. El amor nunca se acaba.

Con este discurso nupcial el cura finalmente llegó al verdadero enlace de la pareja. Les indicó con un gesto a Joachim y Mari que se levantaran. Mari se estremeció. Miró a los ojos a Joachim con timidez. Él también parecía cohibido.

—Ya habéis oído en la Biblia que Dios os guiará en vuestro matrimonio y os dará su bendición —empezó el cura—. Por eso os pregunto: ¿queréis vivir en vuestro matrimonio según la voluntad de Dios, confiar en su bondad, convivir en la alegría y la adversidad durante el resto de vuestra vida y servir a la paz juntos para los demás? Si es así, decid: Sí, con ayuda de Dios.

Joachim y Mari se agarraron de las manos, las apretaron un momento y dijeron al unísono:

—Sí, con ayuda de Dios.

—Aquí estás. —Edith Ansas sonaba preocupada—. ¿No te encuentras bien?

Mari se secó las lágrimas de las mejillas antes de darse la vuelta hacia su suegra. Había huido al huerto de detrás de los establos para estar un momento sola. El comentario de Gretchen en el coche le había afectado mucho más de lo que había querido admitir: echaba mucho de menos a su familia.

—No pasa nada —dijo con la voz ronca—. Solo necesito un poco de aire fresco.

Edith le acarició con suavidad el brazo y la miró con detenimiento.

—Cuando mi marido me tomó por esposa yo casi me dejé los ojos de tanto llorar. Mis padres vivían a solo cincuenta kilómetros, pero de todas formas todo era desconocido para mí. ¡Cómo debe de ser para ti! —dijo con poca soltura. Se esforzaba por hablar alemán estándar claro, pues enseguida se dio cuenta de lo mucho que le costaba a Mari entender el amplio dialecto de Prusia oriental.

Mari suspiró. Su suegra la agarró del brazo y la meció con suavidad. Empezó a tararear una melodía en voz baja. Mari apretó la cara contra el hombro de Edith: era agradable no tener que seguir ocultando su angustia. Después de dejar correr las lágrimas durante un rato, se separó de Edith y se sonó la nariz.

—Niña, sé que no puedo sustituir a tu madre, pero siempre quise tener una hija como tú. —Mari sonrió agradecida a su suegra.

El banquete seguía en pleno apogeo cuando las dos mujeres regresaron al granero decorado con flores, que aquel día servía de sala de fiestas. Estaban sirviendo bandejas de gallina y pato asado. Habían colocado mesas largas en forma de herradura, y los novios estaban colocados en la cabecera. Mari estaba sentada junto a Joachim, mirando a los invitados, a la derecha se había sentado el abuelo Gustav y en la esquina estaba sentada su suegra Edith. Joachim tenía al lado a su padre Karl, y en la esquina al tío Fritz.

El menú empezó con una sopa de calabaza, seguido de un delicioso pescado asado: esperlano, un pez que abundaba especialmente en las aguas de alrededor de Nikolaiken. Finalmente se sirvieron multitud de salchichas y jamón, para lo que un cerdo tuvo que perder la vida, además del autorizado oficialmente, en un sacrificio clandestino, como le confesó el abuelo Gustav a su nueva nieta política, además de montañas de patatas cocidas, tortitas y palitos de patatas, pepinos rellenos, verdura y compota. A juzgar por las historias de su suegra, antes de las guerras en las bodas las comidas eran mucho más abundantes, aunque Mari no podía ni imaginarlo por mucho que lo intentara.

Edith no paraba de repetir: «come, niña, coge» y «ese bocadito no es nada, espera que te voy a dar uno de verdad».

Mari miró a Joachim con una mueca de fingida desesperación que le hizo soltar una carcajada.

—Sí, así son nuestras celebraciones. No solo la comida tiene que ser abundante, tampoco debe faltar la insistencia —le explicó, y brindó con ella con la copa de aguardiente que enseguida le volvió a llenar su madre.

El aguardiente y la cerveza también corrían a raudales. Se oía un brindis tras otro, las mejillas de los invitados se iban sonrojando de forma evidente, y el ambiente era cada vez más festivo. Mari observó asombrada el alboroto relajado. Como mínimo podría soportar sin tener que beber alcohol hasta la copa de bienvenida que, teniendo en cuenta «las circunstancias especiales» aceptó en silencio.

También se iban pronunciando discursos. El primero lo hizo Karl, el padre de Joachim, que dio la bienvenida a la familia a su nuera, pero duró poco. Mari ya había comprobado que no era hombre de muchas palabras, excepto cuando hablaba de sus queridos caballos. Como jefe de cuadras de la caballeriza del conde era el responsable de los valiosos ejemplares de Lindenhof. El entusiasmo de Mari por los caballos estableció desde el principio un vínculo especial entre ellos.

Con su hermano mayor Fritz, en cambio, no se sentía tan a gusto. También la trataba con mucha amabilidad, pero por otros motivos que expuso en su discurso interminable. Para él la relación de su sobrino con la nórdica Mari representaba el ideal de un matrimonio germánico de gran calidad, que daría a luz a una descendencia de pura raza aria, con suerte numerosa, con la que la pareja bendecería al Führer y la patria.

No, Fritz Ansas no ocultaba su entusiasmo por la ideología nacionalsocialista y «su» Führer. Se sumó muy pronto al partido y llevaba con orgullo una esvástica en el antebrazo. Era obvio que su padre Gustav no lo soportaba, mientras que su hermano Karl evitaba hablar de política. Joachim le había insinuado lo diferentes que eran las opiniones de su familia respecto del régimen de Hitler, pero en ese momento Mari comprendió que existía una profunda grieta en la familia que aquel día disimulaban con esfuerzos.

Al final el abuelo Gustav ya no aguantó más. Se levantó de un salto, cogió su copa e instó a los presentes a brindar por su querida patria Masuria. Enseguida se levantaron todos y a Fritz, que había sido interrumpido de forma brusca, no le quedó otro remedio que cantar con los demás la canción que entonaron en ese momento.

Los alces se quedan quietos y escuchan

País de bosques oscuros

y lagos cristalinos,

en los anchos campos

yacen maravillas luminosas.

Los alces se quedan quietos y escuchan

Campesinos fuertes caminan

tras el caballo y el arado.

Por encima de los prados

pasa la migración de pájaros.

Los alces se quedan quietos y escuchan

El día ha comenzado

en la bahía y la ciénaga.

La luz ha brotado

y asciende al este.

Y los mares pasan veloces

por el coral del tiempo.

Los alces se quedan quietos y escuchan

la eternidad.

Los alces se quedan quietos y escuchan

Patria segura

entre la tierra y el agua,

florece hoy y mañana

bajo la cúpula de la paz.

En el momento de los alces de la penúltima estrofa Joachim sonrió a Mari, que estaba un poco desorientada y en silencio a su lado, pues no conocía ni la letra ni la melodía. En la siguiente canción, que empezaba con «el mar ruge con furia» y terminaba con «¡Viva Masovia, mi país!», Mari solo pudo escuchar. En realidad era el himno nacional de Masuria, como le explicó Gustav cuando todos se volvieron a sentar.

Mientras cantaban entró en el granero una mujer muy elegante vestida completamente de negro. Tenía el pelo negro, excepto por un mechón blanco en la sien derecha, recogido en un moño alto muy prieto. Mari supuso que rondaba los cuarenta años. Iba muy erguida y tenía una expresión inaccesible, un tanto severa, que intimidaba a Mari. Debía de ser la condesa Edelgard de Lötzendorff. Desde la defunción de su marido en un accidente grave a caballo tres años antes estaba al frente de la finca en sustitución de su hijo Heinrich, que estaba en la guerra. La acompañaba una mujer joven, aproximadamente de su edad. Edith confirmó con un gesto con la cabeza su sospecha de que la chica era Elfriede, la nuera de la condesa.

Joachim se levantó para saludar a las dos mujeres y recibir sus felicitaciones. La condesa observó satisfecha a Mari, que también se había levantado, y le hizo un gesto de aprobación a Joachim.

—Has escogido una buena chica —afirmó, y añadió tras escudriñar de nuevo con la mirada a Mari—. Un buen ejemplar.

Mari se estremeció. Así debía de sentirse un caballo en el mercado, pensó. Agachó la mirada, cohibida, mientras Joachim les ofrecía a la condesa y su nuera Elfriede un licor. Para sorpresa de Mari, la condesa se lo bebió de un trago sin vacilar, hizo un gesto a los novios con la cabeza y se dio media vuelta para marcharse. Elfriede, en cambio, solo dio un sorbo a su vaso y siguió a su suegra corriendo tras una presurosa despedida.

—Bueno, pues ya has conocido a los señores —refunfuñó Gustav cuando Mari volvió a sentarse—. Son de los de cien por cien —añadió en voz baja.

Mari puso cara de confusión.

—¿Cien por cien?

—Nazis —contestó Gustav con desprecio—. Por eso la condesa hizo de Fritz su vigilante cuando falleció el conde. Con él en vida jamás habría sucedido que uno de los empleados gestionara la finca. ¡Ese sí que estaba chapado a la antigua!

Mari decidió preguntarle más tarde a Joachim qué quería decir exactamente su abuelo, porque en ese momento apartaron las mesas para dejar sitio a los músicos que debían tocar para el baile.

Joachim se inclinó ante Mari, la agarró del brazo y la llevó a la pista de baile. Sonaron los primeros compases de un vals. Mari advirtió que todas las miradas de los invitados estaban clavadas en ella y sintió un fuerte escalofrío. ¿Cómo eran los pasos de baile? No lo recordaba. Bajó la cabeza abochornada y se miró los pies, que le parecían de plomo y ajenos. Joachim la agarró por la cintura y la guio con suavidad para dar la primera vuelta. Mari alzó la vista y se cruzó con su mirada. Sus inseguridades se desvanecieron: solo existía la música, daban vueltas en un continuo remolino. Y los brazos de Joachim que la sujetaban.

Para la familia de Joachim y sus amigos la boda de la joven pareja apenas merecía ese nombre, pues según los estándares de Masuria había sido pobre y demasiado corta. Sin embargo, como no podían aplazar la boda hasta finales de otoño, cuando más se celebraban este tipo de ceremonias, porque entonces se recogía la cosecha y se llevaban a cabo las tareas más importantes en las granjas, la mayoría de invitados tenían que irse al día siguiente o cumplir con sus obligaciones en la granja. Mari no lo lamentó en absoluto, al contrario, agradecía cada minuto que podía pasar a solas con Joachim. Al fin y al cabo pronto terminarían sus vacaciones, aunque Mari hacía lo posible por no pensarlo.

La mañana siguiente a su noche de bodas, que habían pasado en la habitación de Joachim de la infancia, él despertó a su joven esposa con un beso tierno. Mari parpadeó, medio dormida.

—Vamos, mi amor, tenemos muchas cosas que hacer —le dijo Joachim con cariño.

Mari se incorporó y le abrazó.

—Me daré prisa —prometió.

Poco después se encontraban delante del edificio alargado de las cuadras. Joachim quería dar un paseo a caballo por el entorno de Lindenhof, lo que a ella le provocaba sentimientos encontrados. Por un lado se alegraba mucho de volver a montar a caballo, pero por otro no estaba segura de si se iba a entender con esos caballos. No solo eran más grandes que los de los fiordos, también le parecían muy impetuosos.

Antes de entrar en el establo, Joachim puso una mano sobre la barriga de Mari y preguntó:

—¿De verdad estás segura de que montar a caballo no perjudicará al niño?

Mari se emocionó y le cogió de la mano.

—Ya hemos hablado de eso. El doctor Kjelde ha confirmado que soy de constitución muy fuerte. No tenía ninguna duda.

Joachim hizo un gesto de resignación.

—Y te prometo ir con cuidado y no forzar.

Joachim se echó a reír al ver la cara de buena que ponía Mari.

—De acuerdo. Entonces vamos allá.

En el establo se acercó a ellos el padre de Joachim.

—Te he ensillado a Rosa de té —anunció, dirigiéndose a Mari, y le señaló una yegua negra y marrón que estaba en el pasillo detrás de él.

—Buena elección —confirmó Joachim—. Es serena y con experiencia. Os entenderéis bien —le dijo a Mari.

—Por desgracia hemos tenido que deshacernos de Rufián —le dijo Karl a Joachim con un gesto lastimero.

Mari había oído hablar mucho de ese semental que había domado Joachim y que tanto quería.

—¿Rosa de té no es su madre? —preguntó ella.

Joachim asintió.

—Por eso su nombre también empieza por erre. A diferencia de la mayoría de crías caballares, el nombre de los potros trakehner se debe a la madre, y no al padre —le explicó.

Mari miró alrededor en el establo. Había muchos boxes vacíos y no estaban preparados. Sus habitantes no estaban fuera pastando en una de las dehesas, habían sido requisados por el ejército. Mari sintió un escalofrío.

—Espero que Rufián y los demás vuelvan sanos y salvos —dijo.

Karl y Joachim intercambiaron una mirada de escepticismo. Mari comprendía su inquietud. No inspiraba mucha confianza pensar en el destino que correrían los caballos en una guerra en la que se enfrentan desprotegidos a tanques pesados y cañones.

Poco después cruzó al trote la puerta de la granja al lado de Joachim, que montaba un caballo castrado pardo. A mano derecha se erigía un muro de piedra desnuda que rodeaba el parque de la casa señorial. A mano izquierda Mari vio varias casas de madera sencillas que le recordaron las cabañas de su país. Tras ellas había varios huertos.

—¿Quién vive ahí? —preguntó.

—Son las viviendas de los jornaleros y trabajadores de temporada de la finca. Desde que la mayoría están en la guerra las cabañas vacías están habitadas por los trabajadores forzados polacos —contestó Joachim.

Mari sabía por él que la mayoría de campesinos y terratenientes alemanes solo podían explotar sus propiedades gracias a la ayuda de prisioneros de guerra y civiles deportados de las zonas ocupadas. Para alivio de Mari, parecía que en general los trataban bien en Lindenhof. En parte era porque muchos de los empleados, igual que la mayoría de los oriundos de Masuria, seguían hablando el dialecto del polaco propio de la zona. A los nazis no les gustaba nada y no se cansaban de menospreciar el masurio y estigmatizarlo por ser eslavo. Pero a los campesinos y agricultores les importaba poco. Para la mayoría los polacos que ahora vivían y trabajaban en sus granjas eran como hermanos a los que aceptaban encantados.

El camino vecinal bordeado de setos condujo a Joachim y Mari junto a unas enormes dehesas caballares. El camino tenía la anchura suficiente para ir uno junto al otro. Joachim tenía razón: Rosa de té era un caballo maravilloso. Mari disfrutó de los movimientos fluidos y enérgicos del animal. Su miedo inicial se desvaneció enseguida y se sintió tranquila y relajada en la silla.

Joachim señaló un prado segado.

—¿Al galope?

Mari asintió y presionó el muslo contra la ijada de la yegua. Mari lanzó un grito de alegría, nunca había montado un caballo tan rápido. Ahora entendía el entusiasmo con el que Joachim le hablaba de «sus» caballos. Pese a todo su amor por los de los fiordos, a lomos de Rosa de té Mari descubrió una nueva dimensión desconocida de la velocidad. Se inclinó sobre el cuello de la yegua y la siguió acuciando. El animal aceleró sin esfuerzo, y el caballo de Joachim inició una carrera. Ambos galoparon uno junto a otro por los prados.

—¿Qué, había exagerado? —preguntó Joachim cuando finalmente se detuvieron en un pequeño cerro.

Mari le sonrió y sacudió la cabeza. Le ardían las mejillas, se le había soltado un mechón de pelo de la trenza y le brillaban los ojos. Joachim se inclinó hacia ella y la besó apasionadamente.

—Vamos a ver qué nos dan de desayunar —dijo él cuando se separaron de nuevo.

Mari torció el gesto de la desilusión. Aún no quería volver. Sin embargo, antes de que pudiera protestar, Joachim ya había dado la vuelta a su caballo y se fue al trote. Ella suspiró y le siguió.

No obstante, no tomaron el camino hacia Lindenhof como ella esperaba, sino que pasaron por el lado dibujando una gran curva hasta la bifurcación de caminos desde donde se veía el lago Lucknainer. El camino vecinal, que al principio era ancho, se fue estrechando cada vez más hasta formar un sendero angosto bordeado de cañas que les superaban en altura. Los caballos ahora tenían que ir en fila india. El susurro de los tallos secos se mezcló con unos crujidos, graznidos y silbidos que Mari no lograba identificar.

El sendero terminó de pronto en una zona de arena estrecha en la orilla donde una pasarela de madera llevaba a un pequeño lago. La superficie del agua color azul oscuro estaba cubierta de cientos de puntos blancos: cisnes, cuyos graznidos Mari había oído a lo lejos. Eran un poco más grandes que los cisnes comunes que Mari conocía de Noruega. Algunas de esas grandes aves volaban con lentos aleteos por encima de ella, provocando un peculiar zumbido metálico.

Mientras Mari observaba fascinada la enorme colonia de cisnes, Joachim ya había bajado del caballo y lo había atado a una estaca que estaba allí para eso. De un arbusto sacó una cesta con tapa y se dirigió a la pasarela de madera. Al ver que extendía una manta y empezaba a sacar un picnic, Mari le siguió presurosa.

Joachim siempre conseguía sorprenderla y darle alegrías inesperadas. Se sentó a su lado y le apretó la mano en silencio. Él la agarró, le dio la vuelta y le besó con ternura la palma de la mano.

—Y ahora vamos a ver qué nos ha preparado mi madre —dijo, y le dio a Mari un paquetito envuelto en papel de bocadillo.

Saborearon con apetito los bocadillos y la tarta de mantequilla que Edith Ansas les había preparado. Mari comprendió por qué la familia del conde la había contratado de cocinera. Con los ingredientes más sencillos hacía manjares deliciosos con los que no solo alimentaba a los señores, sino a todo el servicio de la finca. El banquete del día anterior también había salido principalmente de su cocina.

El padre de Joachim, que como encargado de las cuadras ocupaba un puesto importante, también se había ganado un gran respeto y aprecio. Y su hermano Fritz, como principal asesor de la condesa y nacionalsocialista convencido, era el que gozaba de una mayor confianza. Aun así, para Mari eso no era tan importante como ser dueño de uno mismo. Solo de pensar que su padre tuviera que servir a otra persona y rendir cuentas sacudió la cabeza sin querer.

—¿No te gusta? —le preguntó Joachim, sorprendido.

—Claro que sí, está muy bueno —se apresuró a contestar—. Solo me preguntaba cómo era vivir como empleado.

Joachim la miró pensativo.

—Antes de conocer a tu familia, nunca había puesto en tela de juicio nuestra vida. Simplemente siempre había sido así. Mi abuelo era el inspector del conde hasta su muerte, y antes mi bisabuelo gestionaba la finca. El tío Fritz no tiene hijos, y mi hermano mayor Karl-Gustav ocupará su lugar más adelante con gusto —explicó—. No sé exactamente a cuántas generaciones se remonta esta tradición.

—¿Y tú? —preguntó Mari—. ¿De verdad no seguirías los pasos de tu padre para ser el jefe de cuadras? ¿Por qué estudiaste veterinaria antes de enrolarte en el ejército?

—Yo no entro en la ecuación —dijo Joachim, y se echó a reír. Luego añadió más serio—: Siempre ha sido mi sueño, y cuando el viejo conde vio lo mucho que me gustaba y la destreza con la que ayudaba al veterinario de adolescente, decidió sin vacilar enviarme a estudiar a Königsberg después del bachillerato. Así luego tendría veterinario propio, que además podría atender a las granjas vecinas.

—Pero entonces llegó la guerra —continuó Mari por él—, y el destino quiso que te destinaran precisamente al país con el que soñabas de pequeño.

Joachim sonrió a Mari.

—Exacto. Y la realidad no ha destrozado ese sueño, al contrario. Desde mi primer día en Noruega supe que quería vivir allí. —Mari le devolvió la sonrisa—. Y eso que aún no te conocía. Ese fue el mayor regalo que me ha dado ese maravilloso país —continuó Joachim.

Mari sintió un cálido cosquilleo. Se arrimó a su marido completamente enamorada y se fundieron en un beso que encendió el deseo de ambos.

Al cabo de tres días llegó el momento que Mari se temía desde que sabía de su inminente traslado a Rusia: la despedida de Joachim. Aquel día tenía que presentarse en la guarnición de Insterburg, donde se uniría a su nueva división. El cochero Hugo le había llevado a primera hora de la mañana a la estación de Nikolaiken. Mari insistió en acompañar a Joachim, no quería perderse ni un minuto con él. Llegaron al pueblo demasiado rápido, la espera en las vías fue demasiado breve y demasiado pronto oyeron el pitido del tren que se acercaba.

—Amor, por favor, no llores —le susurró Joachim, y agarró a Mari con ternura del brazo.

Ella se separó de él y lo miró indignada.

—¡Es muy fácil decirlo! ¡Me da mucho miedo que te hieran! O incluso que no vuelvas… —Mari se echó a llorar desesperada y se dio la vuelta. Imaginar a Joachim en la guerra, donde estaría en constante peligro de muerte, le resultaba insoportable. Ya era suficiente con estar separados durante muchos meses hasta sus siguientes vacaciones.

—Pero no estás sola —le dijo Joachim a modo de consuelo—. Tienes a mis padres y a mi abuelo. Ya te han cogido mucho cariño.

Mari se volvió hacia él. Joachim le había leído el pensamiento de nuevo. Se encogió de hombros, resignada, y susurró:

—Pero todo es distinto aquí. Y si tú ya no estás conmigo, me sentiré en el exilio.