Bergen – Masuria, septiembre de 1941
Mari estaba poniendo la mesa para la cena cuando se abrió la puerta de la casa. Por lo visto Gunda hacía cerrado la tienda antes de lo normal. A Mari se le cayeron de las manos los cubiertos que estaba poniendo al reconocer la voz de Joachim. Salió corriendo al pasillo. Antes de poder verlo bien, sintió que le abrazaban unos brazos fuertes y la levantaban, mientras ella frotaba el rostro contra el áspero tejido del uniforme y respiraba hondo el aroma conocido. Todos los miedos y dudas que la habían asaltado durante los últimos días, sobre todo por la noche, se desvanecieron. Con Joachim a su lado se sentía fuerte y segura. Levantó la cabeza y sonrió feliz a Gunda.
Gunda le devolvió la sonrisa.
—No sé vosotros, pero yo tengo mucha hambre —dijo, y continuó, dirigiéndose a Joachim—: Me encantaría aceptar su invitación, pero no tenemos tiempo.
Mari la miró confusa.
—¿Tenemos?
Joachim asintió.
—Sí, siento cogerte tan desprevenida. Esta noche nos vamos a Alemania. —Mari se quedó callada. Joachim la rodeó con el brazo—. No hay otra opción. Solo me han concedido una semana de vacaciones, no tenemos tiempo que perder. Hoy sale un vehículo de transporte de tropas, así podríamos ir de un tirón hasta Dánzig. Si todo va bien, mañana por la mañana estaremos en casa de mis padres, en Nikolaiken.
Mari no tardó mucho en guardar sus cosas en la pequeña maleta. Joachim se disculpó de nuevo por las prisas y le agradeció a Gunda la hospitalidad que le había brindado a su novia. Mari trató de mantener la compostura cuando Gunda la abrazó: otra despedida en la que no estaba segura de si habría un reencuentro o cuándo se produciría. Mari abrazó a Gunda una vez más y siguió a Joachim, que ya estaba en la puerta con su maleta.
Caminaron presurosos, cogidos de la mano y en silencio, por las calles empapadas por la lluvia hasta el puerto. En los charcos se reflejaban las espesas nubes, arrastradas por el fuerte viento por el cielo. Aunque ya casi había oscurecido, las farolas no estaban encendidas. En las casas tampoco se veía apenas un rastro de luz, como consecuencia de la estricta orden de apagón que los alemanes introdujeron al principio de su ocupación. El enorme barco amarrado en el muelle tampoco estaba casi iluminado, parecía una sombra oscura y amenazadora. Joachim la llevó hasta la pasarela, donde un soldado guardaba vigilancia. Después de comprobar los papeles que Joachim le enseñó, hizo un gesto con la cabeza y les dejó pasar.
Joachim llevó a Mari a un gran camarote en la primera cubierta, donde debía dormir con un grupo de ayudantes del servicio de información. Él se alojaba con otros soldados en otra parte del barco. Mari miró alrededor intrigada mientras seguía a Joachim. Supuso que el barco transportaba pasajeros civiles antes de la guerra. Por una puerta que comunicaba el lateral con el interior vio un número dos en cifras romanas, que antes indicaba los camarotes de segunda clase del pasaje.
Mari oyó un alegre alboroto cuando finalmente se detuvieron en la primera cubierta delante de una puerta abierta.
—Te recogeré enseguida —le prometió Joachim—. Tengo que registrarme sin falta y asegurarme un sitio para dormir.
Mari asintió e intentó que no se notara su angustia. ¿Le recibirían con el saludo de Hitler y esperaban que ella correspondiera? ¿Qué ocurriría si no la aceptaban? Enderezó los hombros y entró en el espacioso camarote, en el que había unas ocho chicas jóvenes. Estaban sentadas o tumbadas, charlando entre risas en las literas que abarrotaban el espacio. En las mangas de sus elegantes trajes de color gris claro llevaban insignias redondas con emblemas festoneados que recordaban a un rayo.
Cuando vieron a Mari, saludaron a la recién llegada con amabilidad. Aliviada por no tener que decir «Heil Hitler», Mari sonrió a sus compañeras de habitación con timidez. Una chica morena de aproximadamente su edad se acercó a ella.
—No mordemos —la tranquilizó, y le guiñó el ojo—. Puedes dormir aquí —continuó, y le señaló la cama inferior de una litera.
Mari le dio las gracias con un gesto de la cabeza y metió la maleta debajo de la cama.
—¿Dónde te han destinado? —preguntó la morena—. Nosotras hemos estado los últimos seis meses en Trondheim de radiotelegrafistas. Nos lo hemos pasado genial, ¿verdad, chicas? Espero que allí donde vamos también haya chicos tan guapos —dijo, sonriendo al grupo.
Una rubia delicada sacudió la cabeza en un gesto de reproche.
—Te pasas el día pensando en coquetear, Gertrud. ¿Qué pensará de nosotras nuestra invitada? —A diferencia de su colega, ella enseguida había notado que Mari era noruega y no pertenecía a las fuerzas del ejército—. Yo soy Sieglinde —dijo, y observó a Mari con curiosidad.
—Me llamo Mari —contestó en voz baja, y se alegró de haber mejorado mucho su precario alemán durante los meses que llevaba con Joachim.
—¿Adónde vas? —preguntó Sieglinde.
Entretanto las demás chicas se habían agolpado alrededor de Mari, que se sentía muy incómoda siendo el centro de atención.
La aparición de Joachim la libró de contestar.
—Mi prometida me acompaña a casa de mis padres en Masuria, donde nos casaremos —explicó, esbozó una sonrisa seductora a las chicas, cogió a Mari de la mano y la sacó del camarote. Mari le siguió agradecida a la antigua cubierta solar.
—Esas son las chicas del rayo —afirmó Joachim.
Mari le miró sin comprender.
—¿Las chicas del rayo?
—Sí, así llamamos a nuestras compañeras del servicio de información.
—¿Por la insignia que llevan en el uniforme? —preguntó Mari.
Joachim asintió y la llevó a un banco situado en un rincón cubierto y protegido del viento. Se sentaron, Joachim puso su abrigo sobre los dos y Mari se acurrucó junto a él. Desde su sitio se veía el puerto de amarre. Las casitas de detrás solo se divisaban vagamente, pues había oscurecido del todo. Joachim observó el cielo: la capa de nubes había vuelto a cerrarse.
—Muy bien —dijo—, así los Tommies no podrán realizar ataques aéreos.
Mari le miró angustiada. Hasta entonces ni siquiera lo había pensado: estaban en un buque de guerra, de modo que era un posible objetivo de ataques enemigos. Aunque personalmente no considerara enemigos a los ingleses. Suspiró. Todo era muy complicado.
Joachim la abrazó con más fuerza.
—No tengas miedo, no pasará nada —la tranquilizó. Mari apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos.
Poco después el enorme barco zarpó del puerto, escoltado por dos pequeños buques de guerra que le recordaron el peligro que suponía su viaje. Se levantó y se acercó a la barandilla para echar un último vistazo a la ciudad. La lluvia incesante pronto hizo que volviera al banco. Joachim abrió la bolsa que Gunda les había dado.
—Tengo un hambre terrible —dijo.
Mari, que pensaba que no sería capaz de dar un solo bocado, sintió que se le hacía la boca agua al ver el tentempié preparado con tanto cariño. Gunda había hecho bocadillos de flatbrøte rellenos de geitost, un queso de cabra marrón, además de dos manzanas y una bolsa de galletas de avena hechas por ella. Mari miró pensativa el bocadillo de queso. Sabía que Joachim descubrió esta típica especialidad noruega allí. El intenso sabor ligeramente caramelizado de pronto le pareció una última despedida de su país, cuyas costas desaparecieron en la oscuridad.
Por lo visto Sieglinde y Gertrud habían decidido tomar a Mari bajo su protección. Cuando Joachim la acompañó de regreso a las dependencias femeninas, las dos amigas la incluyeron en la conversación con toda naturalidad, le explicaron la rutina a bordo y bromearon sobre su timidez. Mari se sintió muy agradecida por hacerle sentir que no estaba sola entre desconocidos.
En plena noche alguien sacudió a Mari por el hombro. Ella se incorporó, aturdida y vio a Sieglinde junto a su cama.
—Perdona que te despierte, pero es que si no te ibas a perder algo maravilloso —susurró.
Gertrud, la amiga de Sieglinde, también estaba levantada y se estaba poniendo el abrigo encima. Mari se apresuró a ponerse los zapatos, cogió su chal de lana grueso y salió con las dos alemanas del camarote.
Atravesaron varios pasillos y subieron una escalera, en cuyo final había una puerta que daba a la cubierta lateral a babor. Las tres jóvenes se vieron azotadas por un viento helado, pero la vista que se presentó ante ellas les hizo olvidar el frío. Hacía tiempo que el barco había dejado atrás el mar del Norte delante de Noruega, había pasado por el estrecho de Kattegat y ahora navegaba hacia el de Øresund, entre Dinamarca y Suecia. En tierra sueca brillaban las luces de una ciudad de tamaño medio.
Mari contuvo la respiración sin querer y contempló aquella maravilla de luces, que le pareció un mundo salido de otro mundo casi olvidado, un mundo en el que se podía encender la luz sin miedo, no había que cerrar del todo las ventanas y en él las farolas podían brillar. Un mundo en el que reinaba la paz. Sieglinde y Gertrud también se sumergieron con los ojos abiertos de par en par en aquella insólita imagen, impensable fuera de la Suecia neutral.
—Es Helsingborg —dijo Sieglinde—. Es el lugar más angosto del estrecho de Øresund, la ciudad danesa de Helsingør de enfrente se encuentra a solo cuatro kilómetros.
Unas voces masculinas sacaron a las chicas de sus ensoñaciones. No eran las únicas que habían sido atraídas hasta la cubierta lateral por el brillo de la luz. Había varios soldados reunidos en el pasillo intercambiando comentarios jocosos intercalados con comentarios reflexivos o nostálgicos.
—¿Cuándo volverán nuestras ciudades a brillar así? —Gestrud expresó en voz alta lo que muchos pensaban.
Cuando Mari despertó a la mañana siguiente, el barco ya había llegado al Báltico. Se vistió enseguida, se lavó la cara en el lavabo que había junto al camarote y acompañó a Sieglinde y Gertrud a una gran sala donde se daba el desayuno. Allí vio a Joachim, que le hizo una seña, contento. Mari les hizo un gesto con la cabeza a sus acompañantes y corrió hacia él.
—Ya he recogido tu ración —dijo él, y le dio un plato con dos gruesas rebanadas de pan untadas con mermelada de frutas. Mari le cogió el plato para que Joachim pudiera agarrar dos tazas de té.
Volvieron a sentarse en «su» banco con el desayuno en la antigua cubierta solar. Hacía un día despejado y sin viento. El cielo azul claro se abría sobre el mar en calma. Algunas gaviotas volaban en círculos sobre el barco, y Mari vio a estribor una orilla.
—¿Eso ya es Alemania? —preguntó.
Joachim asintió.
—Eso es la isla de Rügen. Mira, detrás está el cabo Arkona, la punta más septentrional. —Estiró el brazo y le indicó un lugar donde la costa era muy escarpada. La roca blanca brillaba sobre el agua oscura a los pies de los acantilados, cuya cresta estaba ocupada por frondosos bosques.
Mari vio también una torre alta.
—¿Eso es un faro? —preguntó.
—No, es un punto de orientación de la marina —respondió Joachim—. Pero también hay dos faros, aunque el más antiguo no está en funcionamiento. Desde aquí no se ven.
Joachim rodeó a Mari con el brazo y la atrajo hacia sí.
—No tengo palabras para decirte lo feliz que soy. Estar sentado aquí contigo… —La miró a los ojos y le dio un largo beso—. En tres días serás mi mujer —le susurró con ternura al oído.
Mari le sonrió embelesada.
—Mari Ansas —dijo—. Suena bien. Por suerte no tienes uno de esos apellidos impronunciables, como por ejemplo tu superior Wuhlker Hälmstä.
Joachim se echó a reír.
—Te refieres a mi superior Volker Helmstedt.
Mari hizo un gesto de impaciencia.
—¡Jamás lo aprenderé!
—No es necesario —replicó Joachim—. Tu pronunciación me parece muy atractiva.
Mari se arrimó a él. Se sentía curiosamente ligera y despreocupada. Solo le importaba la presencia de Joachim, su vida en común. El pasado y el futuro, los recuerdos y miedos que la abrumaban se desvanecieron por unos momentos.
—Ojalá pudiéramos seguir viajando así para siempre —dijo ella en voz baja. Joachim le apretó la mano.
Hacia el atardecer, a solo unas millas náuticas del puerto de destino de Dánzig, los motores se pararon y el imponente barco se quedó quieto. Mari miró inquieta a Gertrud y Sieglinde, que le estaban enseñando, sentadas en la cubierta solar, un juego de cartas cuyo nombre, Mau Mau, le sonaba gracioso. Joachim se había encontrado a un viejo conocido de la época de estudiante en Königsberg y estaba paseando con él por la cubierta. Las dos amigas se encogieron de hombros. Gertrud se levantó y abordó a un marinero que pasaba presuroso.
—Disculpe, ¿sabe por qué estamos parados?
El joven dijo con parquedad:
—Minas en el canal. —Y siguió caminando.
Al ver que Gertrud reaccionaba frunciendo el entrecejo a la noticia, Mari preguntó:
—¿Qué minas?
—Son explosivos que se colocan contra los barcos —le explicó Sieglinde—. Al entrar en contacto con el casco de la embarcación se enciende la mecha.
Mari se quedó perpleja. Sin querer le vinieron a la cabeza imágenes de barcos naufragados reventados y cadáveres flotando en el agua.
—¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja.
Gertrud volvió a sentarse con ellas.
—Ahora tenemos que esperar a que los buscaminas encuentren las bombas y las desactiven. —Señaló uno de los dos barcos de escolta, que pasaban junto a ellos hacia estribor—. Eso es un buscaminas.
Sieglinde volvió a coger sus cartas y dijo:
—Esos chicos normalmente son muy espabilados. Yo ya lo he vivido varias veces, seguro que pronto seguiremos avanzando.
Gertrud asintió y cogió también sus cartas. La tranquilidad con que ambas reaccionaron a la situación también calmó un poco a Mari.
—Te toca —le recordó Gertrud.
Mari asintió y miró sus cartas. Un leve zumbido hizo que se detuviera y levantara la cabeza. En el cielo, tras el barco, se aproximaba un punto negro.
Otras personas en la cubierta también habían visto el avión.
—¡Un Tommie! —gritó un joven soldado.
Al cabo de un segundo el barco se convirtió en un infierno. Como en una pesadilla en la que uno intenta avanzar desesperado y no puede moverse, Mari se quedó petrificada y entró en un estado parecido al trance en el que los acontecimientos de los segundos siguientes pasaban por delante a cámara lenta.
Vio que muchos soldados se tiraban al suelo, buscaban refugio tras la estructura de la cubierta y los bancos o corrían hacia las entradas al interior del barco. Sieglinde y Gertrud también desaparecieron de pronto. Ella seguía sentada en su silla como petrificada mirando cómo se acercaba el avión de combate que disparaba sin cesar con varias ametralladoras colocadas en el fuselaje y las alas. Cuando pasó por encima de ella atronando, Mari sintió que tenía los oídos llenos de algodón. Los ruidos penetraban amortiguados en su conciencia, todos los movimientos parecían ralentizados. Levantó la cabeza: en una pequeña cúpula de cristal que sobresalía del fuselaje en el asiento del piloto vio a un hombre. Por un momento sus miradas se cruzaron. Sin ser consciente, Mari levantó una mano y le saludó. Le pareció de lo más natural que él le devolviera el saludo.
El avión giró y se dirigió de nuevo al convoy. De pronto volvía a oír el ruido, oyó gritos y el fuego de los cañones de defensa. Miró alrededor. ¿Dónde estaba Joachim? La cubierta estaba repleta de impactos de bala, por todas partes había tablones de madera hechos trizas, uno de los botes salvavidas colgaba en su fijación, y encima de un pozo de ventilación se extendía una amplia tira de salpicaduras rojas. ¡Sangre!, pensó Mari. En ese momento fue consciente del peligro que corría. ¡Y su hijo! Buscó un refugio desesperada. «Tengo que proteger al niño», pensó, y se encorvó sobre la barriga como si así pudiera defender de la desgracia aquella vida no nata. El cazabombadero abrió fuego de nuevo.
Mari sintió que la tiraban al suelo y una mano presionaba su cabeza hacia abajo. Enseguida percibió un olor conocido cuando un torso se inclinó sobre ella. Era Joachim, que se había lanzado sobre ella para protegerla. Pasados unos segundos que parecieron una eternidad, el fuego de ametralladora enmudeció.
Joachim se incorporó y agarró a Mari por los hombros para darle la vuelta hacia sí.
—Amor mío, ¿estás bien? —le preguntó.
Mari se incorporó.
—Creo que sí —dijo. Posó la mirada en el brazo de Joachim. Tenía una mancha roja en la tela de la chaqueta del uniforme que enseguida aumentó de tamaño. Soltó un grito—. ¡Estás herido!
El socorrista que atendió a Joachim poco después le quitó un fragmento de metal de la herida.
—Has tenido suerte, compañero. Solo es una herida superficial. Los huesos y los tendones están intactos.
En la enfermería se agolpaban una docena de soldados con heridas entre leves y de gravedad media. Había sido un milagro que no hubiera que lamentar muertos ni heridos graves. El alivio y el susto que habían pasado generaban un estado de excitación extraña. Al lado de Mari había dos soldados que comentaban las ventajas y desventajas del avión de caza británico, el Bristol Beaufighter, en comparación con el alemán, el Messerschmitt ME 110; un fornido marinero soportaba las bromas de sus compañeros por un tiro de rebote le había dado en el trasero y un grupo de soldados mayores contaban historias de ataques parecidos.
Mari estaba apoyada en la pared, aturdida, intentando asimilar lo que acababa de suceder. ¿Qué habría pasado si Joachim no se hubiera lanzado encima de ella? Miró el antebrazo que le acababan de coser y se quedó petrificada. Comprendió que habría muerto. Con ese brazo le había protegido la cabeza y había amortiguado las esquirlas que si no habrían impactado en la sien de Mari. Joachim le hizo un gesto con la cabeza al enfermero y se acercó a ella.
—No pasa nada —dijo, y le puso el brazo sano sobre los hombros. Mari se echó a temblar al comprender lo cerca que había estado de la muerte. Joachim la atrajo hacia sí.
—Me has salvado la vida —susurró ella.
Al cabo de una hora se produjo el fin de la alarma y el barco pudo continuar su camino. Mari estaba quieta en la barandilla y miraba desconfiada al agua. Esperaba que se produjera una explosión en cualquier momento.
—Amor, no tengas miedo. Nuestros buscaminas son muy eficaces —dijo Joachim.
Mari lo miró indecisa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? No hay garantías de que no se les haya pasado algo por alto. —Joachim quiso replicar, pero sacudió la cabeza—. Por favor, nada de palabras vacías. No puedes prometerme que no ocurrirá nada.
Joachim asintió muy serio y abrazó a Mari por detrás.
—Tienes razón —le murmuró al oído—. Además, siempre me olvido de que es la primera vez que viajas por aguas no seguras.
«Aguas no seguras» era una expresión que a Mari le parecía muy adecuada, y no solo para la situación de aquel momento.
A última hora de la tarde por fin entraron en el puerto de la vieja ciudad alemana. Como no podían continuar el viaje enseguida, pasaron la noche a bordo. Mari no pudo dormir. No paraba de dar vueltas inquieta en su pequeño catre de un lado a otro. Pensaba angustiada en la vida incierta que le esperaba. ¿Cómo la aceptarían los padres de Joachim? ¿Se sentiría a gusto en ese nuevo país en el que Joachim tendría que dejarla sola en unos días cuando terminaran sus vacaciones? ¿Y cuándo volvería a verlo? El ataque de los cazabombarderos británicos había convertido una vaga idea de los peligros a los que se enfrentaría Joachim en Rusia en una imagen tangible, y había incrementado su miedo por él.
Un murmullo interrumpió el torrente de ideas de Mari.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —Mari alzó la mirada y reconoció la silueta de la cabellera rizada de Gertrud.
—No —le contestó en un susurro.
Gertrud bajó de su cama.
—Entonces podríamos hacernos compañía mutuamente, en vez de dar vueltas solas.
Había un matiz amargo en la voz de Gertrud que hizo que Mari se pusiera de lado de forma espontánea y abriera su manta. Gertrud se metió debajo y se sentó al lado de Mari, que estaba apoyada en la pared.
A Mari le sentó bien hablar de sus miedos y sentimientos confusos. Delante de Joachim intentaba mostrarse más segura de lo que se sentía en realidad.
—Ya tiene mala conciencia porque yo haya abandonado mi país para casarme con él —explicó Mari, y se disculpó mentalmente ante Joachim por aquella mentira piadosa. No se atrevía a mencionar el verdadero motivo de la pérdida de su hogar y hablar del enfado de su padre. Le parecía una deslealtad, aunque en realidad fuera él el que la había traicionado y rechazado—. Joachim no debería preocuparse más por mí —dijo en cambio.
—Lo entiendo —contestó Gertrud en voz baja—. A mí me despierta todas las noches el miedo por mis seres queridos. Viven en Colonia y no paran de ser bombardeados por los ingleses. Nuestra casa sigue en pie, pero ¿por cuánto tiempo? —Gertrud se acercó a Mari y bajó aún más la voz—. A veces me pregunto de qué nos sirve ganar a Rusia en una batalla tras otra si nuestras familias están continuamente en peligro de muerte y pueden perder sus casas en cualquier momento. Pero es mejor guardarse esas opiniones, no se consideran precisamente patrióticas —comentó con un deje irónico, y cambió de tema.
»Tienes que estar contenta de que tu Joachim sea de Prusia oriental, ahí no van los bombarderos.
—¿Entonces por qué se queda tu familia en Colonia si es tan peligroso? —preguntó Mari.
—Mi padre trabaja en una empresa de interés militar —explicó Gertrud—. Y mi madre y mi hermano menor no quieren irse del país sin él.
Mari intentó imaginar cómo era pasar todas las noches en un sótano de defensa antiaérea y ser bombardeado. Un amigo de su padre le habló de batallas intensas que había vivido en Molde. El ejército alemán bombardeó durante varios días esa ciudad situada en el Atlántico, al norte de Måløy, en abril de 1940, y la dejó reducida a escombros y cenizas porque había estado allí el último cuartel general del ejército noruego y el rey Håkon VII. Una experiencia horrible para la población civil desprotegida, pero ¿cómo debía de ser sufrir los bombardeos durante años y no durante unos días? Mari comprendía la preocupación de Gertrud. Ella estaría fuera de sí si su familia se encontrase en una situación parecida.
Pasadas unas horas, Mari y Joachim estaban sentados en el banco de madera en un vagón de tercera clase del tren oriental prusiano. El monótono traqueteo y el bamboleo hicieron que Mari se durmiera tras la noche en vela. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de Joachim. Pasaron por Marienburg, Deutsch Eylau y Allenstein mientras se adentraban en la Prusia oriental y finalmente llegaron a Masuria. Después de cinco horas llegaron al pueblecito de Rothfliess, donde tuvieron que subir a un ferrocarril secundario.
—Mari, despierta —dijo Joachim, y le dio un beso en la frente.
Mari tardó un momento en saber dónde se encontraba.
—Oh, no, me he dormido todo el camino —exclamó—. Quería ver todos los sitios de los que me habías hablado.
Joachim sonrió.
—Te los enseñaré más tarde con toda tranquilidad, de todas formas desde el tren no los habrías visto bien.
Tras una breve parada continuaron con un trayecto lento. La pequeña locomotora negra tiraba de los tres vagones del ferrocarril de vía estrecha por un paisaje repleto de cambios. Mari veía pasar por la ventana las amplias zonas boscosas, lagos, campos y tierras atravesados por canales y riachuelos, pueblos y pequeñas granjas solitarias. Al cabo de un rato se volvió hacia Joachim.
—No tenéis montañas —afirmó.
Joachim sonrió satisfecho y señaló los gruesos cúmulos blancos que se amontonaban en el cielo azul.
—Eso son las montañas de Masuria. —Mari esbozó media sonrisa. Joachim le cogió de la mano—. Por supuesto que esto es muy distinto que en Nordfjord, pero también verás cosas que te resultarán familiares. Como la gran cantidad de lagos. Y tus queridos abedules crecen preciosos en los suelos arenosos. Aquí incluso viven alces.
Mari arrugó la frente.
—¡Me tomas el pelo!
—No, en serio, en nuestros bosques hay mucha vida. Además de corzos, ciervos y jabalíes hay castores, linces y lobos. Y alces.
En la estación de Nikolaiken, situada en las afueras del pueblo, un coche estaba esperando a la joven pareja. En el pescante estaba sentado un anciano que les recibió con una gran sonrisa que dejó al descubierto varias mellas en la dentadura.
—Bienvenidos a casa —dijo, le estrechó la mano a Joachim e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Mari—: Así que esta es tu moza.
Mari lanzó una mirada confusa a Joachim, que soltó una carcajada.
—Sí, esta es mi chica. Se llama Mari.
Por lo visto el acento en la primera sílaba del nombre sonaba raro a oídos del cochero, pues puso cara de extrañeza un momento y luego dijo «Marie» con acento en la «i» larga y le tendió la mano.
Joachim hizo las presentaciones para Mari.
—Es Hugo Simoneit. Me llevaba en coche de caballos cuando apenas sabía caminar.
Hugo Simoneit se rio y dijo:
—Tu padre y yo apostamos a si primero aprenderías a montar o a llevar un coche de caballos. Quedó sin decidir.
Mientras Joachim colocaba su equipaje en el landó para cuatro abierto, Mari se acercó a los dos caballos de color marrón oscuro que llevaba atados y los observó con interés. Ese debía de ser un trakehner, del que tanto hablaba Joachim. Eran muy distintos de los caballos de los fiordos, robustos y de color leonado, que se criaban en la granja de los Karlssen. Mari estimó que aquellos dos ejemplares de delante del coche eran dos o tres palmos más altos. Los animales volvieron la cabeza intrigados hacia Mari y la miraron con sus ojos grandes y expresivos. Ella les tendió la mano y los animales la olfatearon antes de que ella los acariciara con cuidado.
Joachim se acercó a ella y le señaló la marca de fuego del muslo izquierdo de uno de los caballos.
—Bueno, ¿lo reconoces?
Mari observó el símbolo y levantó las cejas, sorprendida.
—¡Son unos cuernos de alce! —gritó, y se volvió hacia Joachim, que le guiñó el ojo.
—Ya te dije que aquí había muchas cosas que te recordarían a tu país.
Fueron junto al lago Nikolaiker en dirección al sudeste hacia el pago Spirding, en cuya orilla se encontraba la finca donde vivían los padres de Joachim y donde él había pasado su infancia. Atravesaron un hayedo luminoso en cuyo verde oscuro ya se mezclaban los primeros tonos ocres del otoño. Más adelante el suelo se volvió más arenoso y cubierto de brezo. Mari paseó la mirada por la cadena montañosa, donde divisaba pequeñas depresiones verdes.
Finalmente llegaron a la entrada de un camino. A la izquierda serpenteaba un sendero vecinal, y a la derecha salía una avenida bordeada de vetustos tilos, donde el cochero hizo que se desviaran los caballos. Joachim señaló el camino vecinal.
—Ahí detrás está el lago Lucknainer. Cuando lo veas no darás crédito. —Mari miró a Joachim ilusionada, pero él sacudió la cabeza—. No te voy a desvelar nada más, si no te arruinaría la sorpresa.
Antes de que Mari pudiera protestar, la distrajo la inesperada vista que apareció ante ella. Se abrió ante una enorme superficie de agua acariciada por una leve brisa. Mari vio multitud de patos, somormujos y fochas comunes que nadaban tras la amplia zona de cañas y juncos.
—Es el lago de Spirding —dijo Joachim.
Y el cochero Hugo añadió con orgullo:
—El mar de Masuria.
Joachim sonrió a Mari.
—¿Ves? Aquí hasta tenemos mar.
Desde la avenida salía una rampa hacia una mansión imponente. Hugo atravesó un arco con el coche hasta un enorme patio interior rectangular rodeado de los edificios de la finca.
—La granja de los tilos debe su nombre a este árbol —dijo Joachim, y le señaló un enorme tilo que crecía en medio del patio interior—. Y aquí, a la derecha, con vistas al lago, vive el conde.
Mari dejó vagar la mirada, impresionada. Tres escalones llevaban a un portal en medio de la casa de dos plantas, encima del cual había una marquesina situada sobre dos columnas. La fachada estaba limpia y pintada de un color amarillo ocre intenso que contrastaba con los marcos de las ventanas blancos. Un techo abuhardillado con unos grandes ventanales en una marquesina inclinada y una pequeña torre completaban el conjunto.
—¡Pero si es un castillo! —exclamó Mari.
—Bueno, tal vez, en comparación con vuestras casitas de madera. Pero cuando hayas visto las casas señoriales verdaderamente grandes que hay en Prusia oriental, Lindenhof te parecerá modesta —dijo Joachim satisfecho—. Ahí, enfrente de la casa condal, están los establos —continuó—. Ahí arriba está el granero y los establos pequeños para las aves de corral y los conejos. Y tras esa puerta están las dehesas caballares y el parque en la orilla del lago.
Mari observó con ternura a Joachim, que le enseñaba con un brillo en los ojos su hogar. Señaló dos sencillas casitas de piedra de una planta que flanqueaban la entrada.
—En la casa de la derecha vive el administrador, y la de la izquierda es la casa de mis padres.
Mientras Mari seguía mirando alrededor, Joachim había abierto la portezuela del coche y había bajado. Mari le señaló un enorme nido, colocado en el frontispicio del tejado del granero. Sobre el techo del establo también vio una estructura parecida.
—¿Es que aquí incuban águilas marinas?
El cochero Hugo miró sorprendido a Mari.
—¿Es que la moza no conoce las cigüeñas? —le preguntó a Joachim, que sacudió la cabeza.
—Tan al norte no llegan —le aclaró, y continuó dirigiéndose a Mari—. Es una lástima pero hemos llegado tarde, a mediados de agosto vuelven a irse hacia África. Pero a finales de marzo regresan para incubar aquí.
Hugo le guiñó el ojo con picardía a Mari.
—Tal vez os traigan algo pequeño.
Mari sonrió cohibida y se apresuró a darle a Joachim las maletas desde el coche. Cuando quiso bajar, él le ofreció los dos brazos, la agarró por la cintura y la bajó del coche. Le dio una vuelta antes de darle un fuerte abrazo.
—¡Bienvenida a tu nuevo hogar! —le susurró al oído.