Nordfjord, junio de 2010
El mismo día en que Lisa se propuso quitarse a Amund de la cabeza se enfrentó a una dura prueba. A primera hora de la tarde ya no aguantaba la soledad en el porche y se fue en bicicleta al pueblo, donde la fiesta de los vikingos seguía en pleno apogeo. Se había perdido la regata, pero de todos modos tampoco se dejó ver. No quería encontrarse a Amund bajo ningún concepto. Por ese mismo motivo evitó la antigua plaza de armas, pues en Eidsgata varios carteles anunciaban que allí tenía lugar el concierto al aire libre que Amund le había recomendado.
Lisa dejó la bicicleta y echó a andar por el paseo marítimo, donde caminaban muchos curiosos. La bahía estaba abarrotada de barcos de todo tipo. Lujosas reproducciones de grandes barcos de dragones o los Knorr, los barcos de carga de los vikingos, más anchos y con la borda más alta y otros barcos históricos estaban anclados o pasaban de un lado a otro por el fiordo. Aromas tentadores a productos asados impregnaban el ambiente y despertaron el apetito de Lisa. En un puesto compró un bocadillo de pescado recién asado, se sentó en un banco y observó la actividad alrededor.
Más tarde recorrió los puestos donde los artesanos ofrecían sus artículos. Al pasar delante de un escultor compró una figurita de un gato para Susanne y vio a cierta distancia a Amund, que deambulaba con la mirada perdida entre los paseantes. Se escondió de modo instintivo.
De un pequeño grupo de turistas ingleses que estaban delante de un puesto de salchichas salió un hombre bronceado que siguió a Amund y le gritó con alegría:
—¡Eh, Amund! —Al ver que no reaccionaba, el hombre gritó más fuerte—: ¡Hola Amund! ¡Amund Oppedal!
Lisa vio que Amund daba un respingo y se daba la vuelta sobresaltado. El inglés se acercó a él y a Amund se le ensombreció el semblante. Sacudió la cabeza, dijo algo que Lisa no comprendió a esa distancia y continuó su camino. El hombre lo miró visiblemente molesto y volvió con el grupo encogiéndose de hombros.
¿Por qué el inglés había llamado a Amund por el apellido Oppedal, y no Wålstrøm? Si Amund no hubiera reaccionado con tanta inquietud y rechazo, Lisa habría supuesto que el hombre lo había confundido, pero ahora sentía curiosidad. «No tiene nada que ver contigo», le advirtió la voz de la conciencia, pero Lisa sabía que no le iba a hacer caso: quería saber de una vez quién era ese hombre. ¿Cuál era su secreto? ¿Qué tenía que ocultar? Lisa ya no tenía dudas de que tenía una mancha en su pasado, ¿por qué si no iba a cambiar de apellido? Algo le decía que esa era la clave de su conducta a menudo tan contradictoria y brusca.
Lisa emprendió el camino de regreso a la granja de los Karlssen para iniciar en internet sus indagaciones sobre Amund Oppedal, alias Wålstrøm. Pese a que no encontró ninguna entrada sobre el segundo, lo que no le sorprendió, el buscador dio muchos enlaces a Amund Oppedal. ¡Tenía que ser él! Todos los enlaces tenían algo que ver con la equitación y métodos de entrenamiento de caballos. Por lo visto hasta cinco años antes Amund era profesor y entrenador de caballos de doma en una caballeriza inglesa de mucho prestigio que ganaba premios en torneos internacionales e ingresaba grandes sumas por la venta de caballos de cría.
La fiebre del cazador se había apoderado de Lisa. ¿Por qué había terminado la brillante carrera de Amund? ¿Qué ocurrió cinco años atrás? Abandonó un momento su sitio en la mesa, junto a la ventana para prepararse un café antes de seguir investigando. Le resultaron muy útiles distintos artículos de revistas especializadas en caballos y equitación.
Finalmente Lisa encontró una entrevista exhaustiva que Amund había concedido ocho años antes. Según decía, era del pueblo pesquero de Oppedal en la isla de Vågsøy, de ahí su apellido. Muchos noruegos llevaban el apellido del lugar donde su familia estaba instalada desde hacía generaciones, Lisa ya lo sabía. Muy pronto Amund comprendió que no iba a seguir los pasos de su padre para convertirse en pescador, pues desde pequeño le encantaban los caballos. Tras una formación en cría de caballos y preparador estuvo de aprendiz unos años con un afamado entrenador de caballos estadounidense, había trabajado en las caballerizas de varios países y finalmente recaló en Inglaterra.
Lisa bebió un sorbo de café y empezó a estudiar más recortes de prensa sobre Amund. Leyó sobre la fructífera colaboración de Amund con la amazona de adiestramiento estadounidense Cynthia Davies, que cosechó un éxito tras otro con un semental entrenado por él a principios del nuevo milenio en los torneos internacionales más importantes. Cinco años atrás un escándalo puso un abrupto fin a su exitosa carrera. Por lo que Lisa entendió, se trataba de métodos de doma no aprobados, la introducción de calmantes y otros métodos cuestionables, los que dañaron la fama de Amund.
Lisa se recostó en la silla y miró por la ventana. Faltaba poco para las once. El sol había desaparecido tras la cadena montañosa de enfrente, el paisaje estaba en la penumbra. En Fráncfort hacía tiempo que se había hecho de noche, pensó. Se volvió de nuevo hacia la pantalla y observó una fotografía de Amund de diez años antes en la que sonreía despreocupado a la cámara. «¿Qué ocurrió? —se preguntó en silencio—. ¿Por qué traicionaste tus principios y arruinaste tu carrera?».
Al día siguiente Amund no apareció en la reunión de todas las mañanas.
—Creo que ayer llegó tarde a casa —dijo Tekla, y le guiñó el ojo a Lisa—. Dejémosle dormir. ¿Te las arreglarás sola?
Lisa asintió. Estaba a punto de preguntarle a Tekla por Amund y contarle el incidente con el inglés, pero se despidió enseguida porque tenía hora en el dentista.
Por lo visto Amund seguía durmiendo, pues durante las horas siguientes no apareció en el establo. Lisa estaba contenta porque no sabía cómo tratarle. Hizo las tareas rutinarias, cepilló a los caballos que le tocaban ese día y anotó qué alimentos se debían reponer. Cuando entró en el establo grande, sin querer miró hacia el antiguo, donde se encontraba la vivienda de Amund. Los postigos de las ventanas seguían cerrados, Lisa miró el reloj: eran casi las once y media.
¿Y si Amund estaba enfermo? ¿Debía ir a comprobarlo o lo interpretaría como una intromisión? Lisa descartó la idea, se acercó al antiguo establo y llamó a la puerta de Amund. Dentro reinaba el silencio. Volvió a llamar. ¿Eran imaginaciones suyas o había oído un gemido? Bajó con cuidado el pomo y asomó la cabeza a la puerta. En la penumbra vio una sala grande con dos puertas que daban a más habitaciones. En un sofá situado en la pared de enfrente de la puerta estaba Amund acostado y durmiendo. Llevaba la misma ropa del día anterior.
Lisa se acercó a él de puntillas. En el suelo, delante del sofá, había una botella de whisky vacía junto a una fotografía enmarcada. Lisa la cogió: era la foto de una niña de unos cinco años, obviamente la hija de Amund. Había heredado de su padre los ojos grises y el hoyuelo en la mejilla izquierda. Se quedó de piedra. Tekla le había contado que la madre de la niña era estadounidense y se habían separado cinco años antes. ¿Era la amazona cuyo caballo entrenaba Amund en la caballeriza inglesa? ¿Tal vez Amund había traicionado sus principios por motivos personales? ¿Había puesto en peligro su prestigio por amor, para contribuir al éxito y la fama de Cynthia Davies? Un nuevo gemido interrumpió las cavilaciones de Lisa. Amund se puso de costado. Lisa dejó presurosa la foto y salió de la sala.
Al ver que Amund no aparecía por la tarde, Lisa hizo café fuerte, untó en aceite unos panecillos, le pidió a Tekla, que ya había regresado, pastillas para el dolor de cabeza y se fue a verle. No se dejó disuadir por el silencio que siguió cuando llamó a la puerta. Al fin y al cabo él había entrado en su cabaña cuando le quiso curar el tobillo torcido. Abrió la puerta con resolución, dejó la pastilla en una mesa baja delante del sofá y abrió las ventanas y los postigos para que entrara la luz y el aire fresco.
Amund seguía tumbado en el sofá. Cuando entró en la habitación se incorporó protestando, pero enseguida se dejó caer de nuevo y se llevó las manos a la cabeza con un gemido contenido. Estaba completamente destrozado: sin afeitar, pálido, con ojeras bajo los ojos rojos. Observó a Lisa con gesto adusto, pero ella no se dejó impresionar y le dio un vaso de agua con una pastilla sin decir nada. Acercó una silla al sofá, levantó la fotografía y dijo.
—Se parece mucho a ti. ¿Cómo se llama?
Amund hizo un movimiento como si quisiera arrebatarle la fotografía, pero dejó caer el brazo.
—Caroline —dijo en voz baja. Dijo el nombre con acento americano.
—Ahora tiene diez años, ¿no? —preguntó Lisa.
Amund asintió y apartó la mirada.
—Sé que no es asunto mío —continuó Lisa—. Pero ayer vi por casualidad cómo ese inglés hablaba contigo. Quería saber por qué te llamaba Oppedal y no Wålstrøm y te investigué un poco en internet. —Lisa señaló la foto—. ¿Caroline es hija de Cynthia Davies?
Amund se volvió hacia ella y la miró atónito.
—¿Cómo sabes…? —empezó, luego hizo un gesto en silencio y cerró los ojos por un instante.
Lisa cogió la cafetera de la bandeja y se la ofreció a Amund.
—No tengo ni idea de lo que ocurrió hace cinco años, pero por tu reacción al encuentro de ayer veo que aún duele mucho. A lo mejor te iría bien hablar de ello —dijo, al tiempo que empujaba con el pie la botella vacía—. Eso de ahí a la larga no es una solución.
Amund miró a Lisa a los ojos, y ella pensó que le pediría que se fuera. Para su sorpresa, aceptó la taza, bebió un par de sorbos y empezó a hablar con la voz entrecortada.
—Conocí a Cynthia en Estados Unidos, en un torneo. Tenía dificultades con su caballo Captain, que de pronto tuvo un ataque de pánico y no quería competir. Yo supe calmar al caballo, y los dos quedaron en primer lugar. Luego Cynthia me pidió que la acompañara a Inglaterra como entrenador, donde ya tenía un contrato con una caballeriza de prestigio. —Amund se detuvo un momento y levantó la cabeza—. La habría seguido a cualquier parte, estaba locamente enamorado de ella. —Torció el gesto y volvió a mirar a Lisa—. Suena a tópico, pero justo es así: estaba literalmente ciego de amor. De lo contrario me habría dado cuenta enseguida de lo miserable que era. Seguramente no quería verlo.
Lisa asintió.
—¿Y cuándo te diste cuenta? —preguntó.
—Al principio todo fue estupendo. La caballeriza inglesa era de primera categoría, y Cynthia cumplió con creces las expectativas puestas en ella. Cuando al cabo de un año nació nuestra hija, Cynthia apenas dejó de entrenar porque yo me ocupaba de Caroline. A su madre le costaba adaptarse a su nuevo papel, solo le importaba la equitación. Para mí Caroline era el regalo más precioso de mi vida. Jamás habría imaginado que un niño pudiera hacer tan feliz a alguien.
Amund se quedó callado. Lisa sintió un cosquilleo en el cuello. El dolor y la nostalgia que transmitían su voz la conmovieron. Levantó la mano para acariciarle el brazo, pero se contuvo. No quería arriesgarse a sacarle de aquel estado de ánimo y que perdiera las ganas de hablar.
Amund se aclaró la garganta y continuó:
—Pasaba mucho tiempo con Caroline, y la consecuencia fue que trabajaba menos con Cynthia y Captain. Me di cuenta demasiado tarde de que había cambiado los métodos de entrenamiento para conseguir éxitos más rápidos.
Lisa lo miró confusa.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Como sabes, para mí es importante enseñar a los caballos mediante la compenetración, con ejercicios basados en el equilibrio y la armonía para que cumplan contentos y a conciencia la voluntad del jinete —empezó Amund.
Lisa asintió y citó una frase de su profesor de equitación que le gustaba especialmente.
—La doma es a favor del caballo, y no al revés.
Amund esbozó media sonrisa.
—Exacto. En resumen, se trata de disminuir poco a poco el uso de los instrumentos de jinete. —La conversación sobre su tema favorito parecía animarle—. Es un proceso largo que exige un gran respeto hacia el caballo. En cuanto llega al nivel de preparación en el que es fácil que acuda a ti, tiene el morro y el lomo relajados, por un momento se dejan las ayudas de los muslos y las riendas en determinados ejercicios. El caballo seguirá moviéndose con el impulso, el ritmo y la cadencia y se sentirá estimulado para tener un mayor rendimiento.
—Ya entiendo —dijo Lisa—. Se siente compenetrado con el jinete y confía en él.
Amund asintió.
—Para Cynthia era demasiado tiempo, quería practicar más rápido series complicadas de movimientos. Por eso pasó a montar su caballo siguiendo un patrón fijo y a obligarle a hacer determinadas tareas con una exactitud mecánica. Así se puede disimular la tensión, pero el caballo parece que no tiene brío ni agilidad, es decir, no va solo. La mano del jinete se convierte en un apoyo, la «quinta pierna» del caballo, y ya no se puede conseguir una verdadera unión, sino una compresión entre la mano y el muslo… perdona, me estoy yendo por las ramas.
Lisa sacudió la cabeza.
—En absoluto, me parece muy interesante.
Amund la repasó con la mirada.
—Bueno, en todo caso no funcionó durante mucho tiempo. Captain estaba cada vez más nervioso, volvió a tener ataques de pánico y perdió la confianza en sí mismo. Le eché un sermón a Cynthia, le dije que tuviera más paciencia y que renunciara a algún torneo para reducir la presión en Captain.
Lisa se inclinó hacia delante.
—Déjame adivinar. No te hizo caso.
Amund asintió.
—Aunque durante un tiempo lo parecía. Captain se recuperaba, pero no era por la forma de montar de Cynthia, sino por los medicamentos que le daba para que se calmara.
Lisa abrió los ojos de par en par.
—Realmente no se amedrentaba ante nada.
Amund se encogió de hombros.
—Como te he dicho, debería haberme dado cuenta antes de que no estaba bien de la cabeza.
—¿Y cómo se produjo el escándalo que hizo estallar todo? —preguntó Lisa, intrigada.
—Como no podía convencerla por las buenas, amenacé a Cynthia con contarle a nuestros jefes sus tejemanejes. No me tomó en serio y fue al siguiente torneo. Pero esta vez llegó demasiado lejos. Captain sufrió un colapso circulatorio en medio de una competición y tuvo que retirarse. Cynthia aprovechó la ocasión, se hizo la inocente, me cargó la culpa y se ocupó de que me inculparan. —Amund hizo una pausa y continuó tras un breve gruñido—. La dirección de la caballeriza suponía que algo no encajaba, pero tenía las manos atadas. Para impedir que pudiera probar mi inocencia, Cynthia me amenazó con poner a Caroline en mi contra y convencerla de que su padre era un tipo irresponsable y sin escrúpulos. De golpe y porrazo se fue a Estados Unidos y desde entonces me niega el contacto con mi hija.
—¿Se largó con Caroline sin más? —Lisa miró a Amund atónita. No le extrañaba que se quedara hecho polvo y sin fuerzas para luchar por recuperar su prestigio. La pérdida de su hija le debió de parecer mucho peor que el final de la relación con su madre, algo que Amund le confirmó en la siguiente frase.
—De no ser por Caroline, me habría separado de Cynthia al cabo de dos años. Sabía que utilizaría a la niña en mi contra sin pensárselo dos veces para lograr sus objetivos, por eso no quise saber durante tanto tiempo lo que hacía. —Amund agachó la cabeza y añadió en voz baja—: Al final he perdido a Caroline de todas formas.
Lisa le puso una mano sobre el hombro y le dio un apretón.
—Seguro que no puedo ni imaginar lo horrible que tuvo que ser para ti esa repentina separación. Y para Caroline. Al fin y al cabo eras el que más se ocupaba de ella.
Amund se enderezó.
—Y quería seguir haciéndolo, por supuesto. Tras superar la primera impresión, las seguí hasta Virginia, donde vive la familia de Cynthia. Sin embargo, no conseguí entrar en la casa ni una sola vez, por no hablar de ver a Cynthia o a Caroline. Una empleada de la casa me dio la tarjeta del abogado de la familia, que me dio a entender sin rodeos que no tenía opción de acercarme a Caroline mientras Cynthia no lo permitiera.
Lisa se recostó en la silla y miró a Amund afectada.
—Y como no eres ciudadano de Estados Unidos ni estás casado con Cynthia, el abogado ni siquiera tuvo que esforzarse mucho por tomar otras medidas contra ti.
Amund asintió.
—Exacto. Incluso a él le daba lástima todo el asunto. Si por él fuera, Cynthia habría llegado a un acuerdo amistoso y me habría concedido un régimen de visitas con Caroline. Me dejó claro que la familia de Cynthia tiene una gran influencia en la zona y no le asustaba hacer uso de ella con los políticos de mayor rango para favorecer sus intereses. Y el enorme patrimonio de la familia Davies les permitía contratar a un ejército de los mejores abogados si tenían que acudir a los tribunales.
Amund bebió un sorbo de café y toció el gesto porque se había enfriado. Dejó la taza a un lado y continuó:
—Sin embargo, no me di por vencido y también me busqué un abogado. Aquel hombre arrimó el hombro, de buena fe, pero no consiguió nada, como era de esperar. Fue muy correcto al no implicarme en una lucha interminable en los tribunales de la que al final solo sacaría un montón de deudas, sin avanzar un solo paso en el asunto.
Tras una breve pausa, Lisa dijo:
—Realmente es increíble que uno pueda hacerle eso a un padre. Y que no le importe un comino si realmente el niño crecerá mejor con la madre. Todo el mundo se queja de los hombres que no hacen caso de sus hijos, pero nadie hace nada por los que quieren estar presentes en la vida de sus hijos.
Amund se encogió de hombros con resignación.
—Sí, desde el punto de vista legal estás bastante solo. En un momento dado ya no tuve fuerzas para continuar con esa lucha estéril. Tampoco quería arriesgarme a que Cynthia transmitiera a Caroline su odio hacia mí. De modo que regresé a Noruega e intenté empezar de cero aquí.
—¿Y desde entonces no has sabido nada de tu hija? —preguntó Lisa.
—No —contestó Amund, que se inclinó hacia delante y sacó una caja de debajo del sofá—. Lo he intentado —dijo, y le dio a Lisa la caja abierta, que estaba llena de sobres de carta.
—¿Escribiste a Caroline? —preguntó lisa.
Amund asintió.
—Todos los meses. Desde hace cinco años.
Lisa sacó un sobre. Estaba sin abrir, como los demás, dirigido a Caroline Davies. Junto a la dirección había un sello: «Rechazado. Devolver al remitente».
A Lisa no le habría sorprendido que Amund se sintiera incómodo después de haber confiado en ella en un momento de debilidad. Marco prefería morderse la lengua a hablar sobre esos temas. Para él era poco viril, pensaba que eran cosas que debía resolver cada uno. Fue consciente de nuevo de lo poco que conocía a Marco. ¿Cómo era realmente por dentro? ¿Y hasta qué punto le interesaba lo que le ocurría a ella?
Cuando Lisa salió de la cocina de la casa al día siguiente por la mañana, Amund ya estaba en la mesa con Tekla. Sonrió a Lisa relajado y le ofreció una taza de café.
—Con mucha leche, sin azúcar, ¿verdad?
Lisa asintió y se sentó y desvió la mirada hacia la ventana que daba al patio.
—¿Esperamos nuevos huéspedes hoy? —preguntó.
Tekla sacudió la cabeza.
—No, para el fin de semana. ¿Por qué lo preguntas?
Lisa señaló por la ventana a un hombre que buscaba algo con la vista.
—¿Lo conocéis?
Amund y Tekla miraron fuera.
—No —contestaron al unísono.
Amund se levantó.
—Voy a ver qué quiere.
—Me alegro de que os llevéis tan bien —dijo Tekla con una sonrisa. Lisa sintió que se sonrojaba y se escudó detrás de la taza de café. Por lo visto Tekla no advirtió que se ruborizaba, y continuó, reflexiva—: Por fin Amund está saliendo de su caparazón, después de tanto tiempo oculto en él.
Lisa dejó la taza sobre la mesa y preguntó:
—¿Sabías que se había cambiado de apellido?
Tekla asintió.
—Sí, cuando volvió a Noruega adoptó el apellido de soltera de su madre. Tal vez esperaba que al eliminar su apellido también conseguiría acabar con su dolor pasado. Pero por desgracia no es tan fácil. Por eso me alegro tanto de que vuelva a mostrarse accesible.
Lisa asintió.
—Creo que ha sido gracias al paso del tiempo. Y a vuestra hospitalidad, Amund no parece en absoluto un empleado, sino un miembro de la familia.
Tekla sonrió.
—Es que casi lo es. Hace mucho tiempo que su familia tiene relación con la nuestra.
La aparición de Amund interrumpió a Tekla. Entró en la cocina con cara de preocupación.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lisa.
—¿Quién era ese hombre? —inquirió Tekla.
—Un constructor —contestó Amund, y se sentó—. Quería hacerse una idea del terreno que quiere adquirir en la inminente subasta. —Lisa y Tekla intercambiaron una mirada de irritación.
—Pero ¿cómo se ha enterado? —preguntó Tekla.
—Un tal Bori Eklund le insinuó que la granja de los Karlssen tenía muchas deudas y que iba a salir a subasta —contestó Amund.
—¿Eklund? —exclamó Lisa—. Pero si es el galerista que timó a Mikael.
Tekla se puso pálida.
—Dios mío, pero ¿con qué tipo de personas trata Mikael?
—Deberíamos volver a estudiar con detenimiento el contrato del crédito —dijo Lisa, y se levantó—. Hay algo que huele mal.
Amund asintió.
—¿Sabes cómo fue a parar Mikael a esos usureros del crédito?
—No, eso no me lo contó. Pero tiene toda la pinta de que fuera Eklund quien se lo aconsejara. Probablemente esté confabulado con ese tiburón del dinero.
Amund arrugó la frente.
—Me temo que tienes razón. Parece un golpe amañado. Seguramente cuenta con que Mikael fracase ya con los primeros pagos. No podían imaginar que aparecerías tú.
Tekla lo miró temeroso.
—No lo entiendo. Aún nos quedan dos meses para que venza el plazo. ¿Por qué se habla de una subasta inminente?
La respuesta a esa pregunta llegó en una cláusula oculta en un párrafo del extenso contrato de crédito que Lisa fue a buscar al despacho y entregó a Amund. No se sentía tan segura de su noruego ni mucho menos para comprender un texto jurídico complejo.
—Creo que esto es la madre del cordero —dijo Amund al cabo de un rato—. El dador del crédito ofrece dos modalidades de pago: una variante rápida en la que hay que pagar en el plazo de seis meses la deuda total de cuatro millones de coronas, es decir, quinientos mil euros. Y una más lenta, según la cual hay que pagar cuatrocientas mil coronas cada tres meses. En esa modalidad entra en juego una cláusula que permite al acreedor cobrar la suma total en unas semanas.
Tekla reprimió un grito y se llevó la mano a la boca.
—¿Cómo pudo Mikael firmar algo así? —exclamó en voz baja.
—Supongo que no le pareció importante —dijo Lisa—. Estaba convencido de que iba a ganar mucho dinero en poco tiempo con los cuadros de ese supuesto pintor. Pensaba que en unas semanas ya no tendría deudas. —Se volvió hacia Amund—. Esa cláusula me parece como mínimo inmoral, estoy segura de que podríamos impugnarla. Será mejor que le enseñemos lo antes posible el contrato a un buen abogado.
Amund asintió.
—Tenemos que hacerlo sin falta.
—¡A lo mejor no es necesario llegar a ese extremo! —exclamó Tekla—. Tal vez nos dejen devolver la deuda poco a poco.
Lisa y Amund intercambiaron una mirada incómoda, pero no dijeron en voz alta lo que pensaban: ¿por qué iban a poner una cláusula así si no tenían intención de utilizarla?
El abogado que Lisa y Amund buscaron esa misma semana en un bufete de Eidsgata les confirmó su suposición de que la cláusula era impugnable. Sin embargo, también les dijo que un proceso judicial podía durar muchos meses. Aunque al final ganaran el caso, si el acreedor exigía su dinero en un futuro próximo tenían que pagar.
Durante los días siguientes Lisa tuvo la sensación de estar sobre un polvorín que podía estallar en cualquier momento. A pesar de que tras la aparición del constructor no se produjeron más incidentes inquietantes, era como la calma que precede a la tormenta. A eso se añadía que Mikael no daba señales de vida. El correo electrónico en el que le contaba la nueva y alarmante situación y le urgía a contestar había quedado sin respuesta hasta entonces.
Lisa cerró el portátil, abatida. En la pausa para comer había comprobado su correo electrónico, pero no había señales de vida de Mikael. Lisa cogió el teléfono móvil y le escribió un mensaje de texto: «¡Di algo de una vez! Lisa».
¿En qué estaba pensando? Sin él o como mínimo sin sus poderes no podían dar ni un solo paso legal. Lisa se mordió el labio inferior. ¿Se había dejado engañar por él? ¿Había sido demasiado crédula? ¿Estaba abusando de su confianza? El pitido del teléfono que indicaba un mensaje entrante la sacó de sus pensamientos.
De pronto se le iluminó el rostro.
—Vamos, por favor… —dijo a media voz, y abrió el SMS—. «Estoy ansioso por volver a sentirte por fin, cara» —leyó, y tiró el teléfono nerviosa sobre la mesa. Estaba furiosa. Con Mikael, que no le hacía caso. Con Marco, porque cada vez le crispaba más los nervios con sus mensajes claramente con doble sentido porque se sentía presionada. Pero sobre todo estaba enfadada consigo misma. Si de verdad se había equivocado tanto con Mikael, su intuición con las personas de la que tanto se enorgullecía no valía un pimiento.
Por lo menos había buenas noticias relacionadas con Faste. Había salido del hospital en Bodø y ahora tenía que recuperarse del todo del infarto con un tratamiento de varias semanas. Lisa y Tekla estaban en el huerto plantando zanahorias, pepinos y colinabos para la cosecha de verano cuando llamó Inger. Tekla sacó el teléfono móvil del bolsillo del delantal y se sentó en un banco que había en la valla del huerto. Lisa estaba cavando un bancal con un rastrillo. Le encantaba el intenso olor a tierra húmeda que se mezclaba con el aroma dulce de un rosal salvaje que crecía junto al banco.
—No, cariño —dijo Tekla al teléfono—, tienes que irte con Faste. Aquí nos las arreglamos bien, de verdad. —Tekla sonrió a Lisa—. Parece que Lisa haya crecido en una granja —continuó—. Nos es de gran ayuda.
Lisa se inclinó de nuevo sobre el bancal y cavó con una pequeña pala el primer agujero en el que metió un plantón de pepino. Los elogios de Tekla la hacían ruborizarse, pero también muy feliz. De nuevo, como tantas veces durante las últimas semanas, le parecía estar en el lugar adecuado después de tantos años dando tumbos. Antes utilizaba la palabra «casa» para cualquier alojamiento en el que estuviera viviendo, ni siquiera su piso de Fráncfort ocupaba un lugar especial. Sin embargo, en la granja de los Karlssen ese concepto adquiría un nuevo significado más profundo. Por primera vez en su vida Lisa tenía la sensación de estar en casa en un lugar.