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Nordfjord – Bergen, septiembre de 1941

—¿Qué se cree? —gritó Enar, furioso, y se levantó de un salto de su butaca de lectura, situada junto a la ventana en el salón—. ¿Se cree que como invasor puede coger sin más todo lo que le venga en gana? —Señaló la puerta con el brazo extendido—. ¡Váyase ahora mismo de mi casa!

Mari, que estaba frente a su padre cogida de la mano de Joachim, avanzó un paso hacia él.

—Pero, padre, Joachim no se apodera de nada que yo no le regale con todo mi corazón y…

Enmudeció cuando Enar se volvió hacia ella con un gesto de asco y le masculló:

—¡Traidora! ¡Si te vas con él, yo ya no tengo hija!

Mari se puso a temblar. Se sentía como dentro de una pesadilla que superaba con creces sus peores temores.

Lisbet, que estaba sentada en el asiento junto a la chimenea, había dejado caer sus útiles de costura del susto. Intercambió una mirada con Ole y Nilla, que habían entrado con Joachim y Mari y se habían quedado en el fondo.

Ole se acercó a su padre.

—Cálmate, por favor —empezó.

Enar lo fulminó con la mirada.

—No te atrevas a defenderlos. Ya es suficiente que lo hayáis ocultado todo y que hayáis urdido vuestro delicado plan a mis espaldas —dijo, y lanzó a su esposa una mirada sombría—. ¡Pero se ha acabado! —continuó. Agarró a Mari del brazo y la empujó hacia Joachim—. Llévatela y desaparece. ¡No quiero volverla a ver! —Miró a Ole y a Lisbet, que se había llevado la mano a la boca en silencio, horrorizada—. Ya no forma parte de esta familia. No quiero volver a oír jamás su nombre. —Lisbet soltó un fuerte suspiro e hizo un gesto fugaz en dirección a Enar—. Y vosotros no tendréis más contacto con ella, ¿entendido? —añadió en tono amenazador.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, Enar se acercó a la mesa, abrió el cajón, sacó la vieja Biblia familiar y la abrió por la página con los datos familiares. Con un lápiz tachó varias veces con energía la línea con la fecha de nacimiento de su hija. De pronto todo se oscureció para Mari. Se mareó, el suelo tembló bajo sus pies. Y luego llegó el silencio.

—Está volviendo en sí. —Oyó Mari que decía una voz que la llamaba a lo lejos. Se esforzó en abrir los ojos. Encima de ella ondeaban al viento las ramas del viejo manzano que había junto a la casa. La cara de Joachim apareció en el campo de visión.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó, preocupado—. Te has desmayado —explicó cuando Mari lo miró confusa.

Ella se incorporó en el banco de madera en el que la habían tumbado y vio a su madre, sentada a sus pies y llorando amargamente contra su delantal. Mari se estremeció. Jamás había visto a Lisbet tan desesperada. Por detrás distinguió a Ole, que hablaba exaltado con Nilla. Lisbet se volvió hacia Mari y se secó los ojos enrojecidos.

Mari bajó la cabeza y preguntó en voz baja:

—¿De verdad soy una traidora?

Lisbet acarició la barbilla a Mari y la miró muy seria a los ojos.

—¡No dejes que nadie te convenza de eso! Serías una traidora si no reconocieras tus sentimientos.

Mari se encogió de hombros, se sentía impotente.

—Pero yo quiero a padre. ¡Y ahora lo he perdido!

Su madre le dio un abrazo.

—Haré todo lo posible para que cambie de opinión —le prometió, y luego dijo con un suspiro—: ¡Ojalá Agna estuviera viva! Seguro que le habría hecho entrar en razón enseguida.

Mari asintió, pues ella también lo había pensado. La abuela siempre había sido la que mejor sabía romper la terquedad de Enar.

—Será mejor que te vayas una temporada —continuó Lisbet—. Ya conoces a tu padre, le cuesta admitir un error y reconocerlo. Pero lo hará, estoy segura.

—Pero ¿adónde voy? —preguntó Mari.

Joachim, que estaba junto a la mesa, se inclinó hacia ella.

—Ya lo hemos acordado todo —le dijo, al tiempo que miraba a Ole y Nilla, que se acercaron a ellos—. Esta noche dormirás en casa de Nilla. —Mari miró a su amiga, que le sonreía para animarla.

—Y mañana yo te recogeré —dijo Ole, al tiempo que le alcanzaba a su madre una libreta y un lápiz. Lisbet escribió unas líneas. Mari miró intrigada a su hermano—. Es un telegrama a vuestra antigua profesora Gunda Hallberg.

Lisbet levantó la cabeza.

—Le informo de tu llegada —explicó.

—No lo entiendo, ¿por qué tengo que ir a Bergen? —preguntó Mari.

Joachim se sentó a su lado en el banco y la abrazó.

—Allí me esperarás hasta que tenga vacaciones. Luego iremos juntos a casa de mis padres y nos casaremos.

Mari se quedó callada.

—¿Y si Gunda no quiere tenerme en su casa?

Lisbet sacudió la cabeza.

—Imposible, te recibirá con los brazos abiertos. —Mari quiso replicar, pero Lisbet la detuvo con un gesto—. De verdad, no te preocupes. Ya le he escrito contándole vuestra relación, y reaccionó con mucha alegría y comprensión.

—Ahora vámonos —la apremió Joachim.

Mari estaba paralizada. Todo iba demasiado rápido, tenía muchas preguntas. Buscó la mirada de su madre.

Lisbet abrió los brazos y le dio un fuerte abrazo.

—Sé feliz, mi veslepus —dijo en voz baja.

Cuando la pequeña barca de pesca pasó por delante de la granja de los Karlssen, Mari no pudo contener más las lágrimas que llevaban todo el tiempo asomando en los ojos. La imagen de la casa antigua que sus hermanos habían pintado ese verano, las cuadras y otras dependencias, se desdibujaron ante sus ojos. Al oír un relincho prolongado desde uno de los pastos, le costó mantener la compostura que tanto se había esforzado por conservar. Se lanzó a los brazos de Ole entre fuertes sollozos, y su hermano la abrazó y le acarició la cabeza.

—No tengas miedo, todo irá bien —murmuró a modo de consuelo, como si hablara con un caballo nervioso o asustado.

Sin embargo, sus palabras no sirvieron más que para aumentar la desesperación de Mari. La idea de perderlo todo le resultaba demasiado insoportable. «Nunca más», no paraba de darle vueltas a aquellas dos palabras desde el día anterior. Nunca más montaría en su querida yegua Fenna, no comería los deliciosos rømmevafler con frutos del bosque frescos, ni contemplaría la sobrecogedora puesta de sol en las cimas montañosas nevadas, nunca más bromearía con su hermano gemelo Finn, ni llevaría a su padre al pueblo en coche, ni se reiría con Nilla, nunca más…

Mari se deshizo del abrazo de Ole y se sonó la nariz con el pañuelo de cuadros que le dio su hermano.

—Tienes razón —dijo—, no sirve de nada llorar. —Se irguió y enderezó los hombros. Ahora no podía dejarse llevar por su tristeza. Necesitaba todas sus fuerzas, no solo por ella. Puso una mano en la barriga y habló mentalmente con su hijo: «Lo conseguiremos, te lo prometo». Para Mari fue como si el pequeño ser que crecía en su interior le contestara con una sensación esperanzadora que se apoderó de ella de forma inesperada.

Hacía un rato que la barca había dejado atrás la pasarela de Nordfjordeid. Mari lanzó una última mirada a las casas de madera de su ciudad natal y se volvió resuelta hacia delante. Los prados verdes y las laderas boscosas que rodeaban el fiordo resplandecían bajo la luz matutina. Sobre el agua pendía una leve bruma y soplaba un viento fresco que fue cobrando fuerza a medida que se acercaban al brazo principal del Nordfjord, donde desembocaba el Eidsfjord.

Ole se había ocupado de que el viejo Nylund les llevara con su barca a Måløy. El pescador no había hecho preguntas, se limitó a asentir sin decir palabra cuando Ole y Mari subieron a su barca y metió en el camarote la maleta de Mari que Ole le había llevado de casa. Mari estaba muy agradecida a Nylund, pues el autobús interurbano era muy irregular y a menudo se retrasaba. Por la estrecha carretera que discurría junto a la orilla del fiordo a menudo se veía obligado a parar en un aparcadero para dejar pasar a los colonos del ejército alemán. En barca, en cambio, llegaron a la costa oeste rápido y sin interrupciones.

En la zona de la desembocadura del Nordfjord el trayecto se volvió menos tranquilo, el viento hacía que las olas fueran altas, Mari sentía que la espuma le salpicaba en la cara. Ole la puso en un banco en la pared lateral de la barca, donde estaba algo más protegida. A la izquierda se encontraba el árido archipiélago de Bermangerlandet, con los imponentes acantilados Hornelen, las rocas de las brujas. Mari se volvió hacia Ole, que le devolvió la mirada.

—¿Te acuerdas del año pasado? —preguntó Mari. Ole sonrió.

—Cómo iba a olvidarlo. Tenía miedo de que acabaras con Joachim en una grieta. Realmente fue un milagro que salierais sanos y salvos, de tan acaramelados que estabais todo el tiempo.

Mari le dio un golpe juguetón a Ole.

—Ah, ¿sí? ¡Mira quién habla! —replicó—. ¿Y quién resbaló en el arroyo al querer trasladar a su Nilla al otro lado y no miró el camino entre tanto besuqueo?

Ole soltó una carcajada. Mari miró cohibida a Nylund, que seguía concentrado en el timón de la barca, ajeno a la riña de los hermanos. Ella miró hacia las islas. ¿De verdad había pasado un año desde que subieron esas rocas escarpadas? ¡Qué despreocupados estaban! Y qué ingenuos eran. Por aquel entonces Mari jamás habría imaginado que la expulsarían de su paraíso. Y encima su propio padre.

—¿Alguna vez podremos volver juntos? —preguntó, desconsolada.

—Por supuesto —contestó Ole.

Mari sacudió la cabeza.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? Ya oiste lo que me dijo padre ayer. —Mari se mordió el labio inferior para no romper a llorar de nuevo.

Ole se inclinó sobre ella.

—La cabeza bien alta, Mari. Se calmará. —Le apretó la ma-no—. Esta guerra no puede durar eternamente. Y entonces volveréis. Sé que a padre le gusta Joachim, aunque jamás lo admitiría.

Mari escuchó las palabras de Ole. Tenía tantas ganas de creele… Sonrió con ternura a su hermano y se levantó para mirar por la barandilla. La barca ya estaba entrando en el Ulvesund y se dirigió a la isla de Vågsøy, donde se encontraba su destino, el pueblo pesquero de Måløy.

Mari vio sorprendida que el viejo Nylund dejaba a la derecha la entrada a la bahía de Måløy y dirigía la barca por la costa sur de la isla hacia el oeste. Mari miró intrigada a Ole.

—¿Adónde vamos?

Ole le contestó con ligereza.

—He pensado que podríamos hacer una pequeña excursión a Kannesteinen. De pequeña te encantaba, y han pasado siglos desde la última vez que estuvimos.

Mari no salía de su asombro.

—Sí, bueno, pero ¿tenemos tiempo para eso? Ni siquiera sabemos cuándo sale el próximo barco para Bergen.

Antes de que Ole pudiera contestar a su hermana, intervino el viejo Nylund.

—No te preocupes, niña, esta mañana he llamado al jefe del puerto de Måløy. Esperan al próximo barco con dirección al sur esta tarde como muy pronto. Sería una lástima no aprovechar un día tan bonito. —Nylund le guiñó el ojo a Ole y se sumió de nuevo en su acostumbrado silencio.

La confusión de Mari fue en aumento. No era en absoluto propio de Nylund hacer una excursión por puro placer un día laboral. Sabía que los pescadores eran muy trabajadores que apenas se permitían momentos de ocio. Por eso había supuesto que la dejaría lo antes posible en Måløy para luego ir a pescar. Mari arrugó la frente. ¿Y por qué le había guiñado el ojo a Ole de esa manera?

Ole observaba los gestos de Mari con una sonrisa divertida, y le dio un golpecito en la frente.

—Pagaría por saber qué estás pensando.

Mari se inclinó hacia él y le susurró:

—¿No te parece un poco raro su comportamiento?

Ole sacudió la cabeza.

—De acuerdo, no es solo una excursión. Tenemos que hacer otra cosa. —Mari miró a su hermano ansiosa, pero Ole no tenía intención de explicarse mejor—. Ahora no. —Se limitó a decir.

Mari suspiró. No tenía sentido seguir indagando cuando Ole se cerraba en banda de esa manera.

Cuanto más avanzaba la barca al oeste hacia el mar abierto, más fuerte soplaba el viento. Mientras Mari y Ole se acurrucaban tiritando bajo una lona para protegerse de la fría espuma, el viejo Nylund permanecía impasible tras el timón, en apariencia ajeno a las impetuosas ráfagas. Al pasar por delante de un pueblecito pesquero cuyas casitas de madera se amontonaban en la estrecha orilla ante unas abruptas montañas ralas, finalmente se adentró en la ancha bahía de Oppedal.

En el centro emergía una piedra de unos cuatro metros de altura con una forma curiosa que a Mari le recordaba a una enorme seta: Kannesteinen. Se acordó de que su padre le explicó unos años antes que desde tiempos inmemoriales las mareas iban erosionando las rocas silíceas de los acantilados hasta redondearlas. Esas piedras sueltas habían ido socavando los acantilados y poco a poco habían formado hondonadas que se habían hecho más profundas hasta que también desaparecieron las paredes laterales y solo quedó la parte central. Así se logró la forma única de Kannesteinen.

Nylund paró el motor y dejó que la barca se meciera con suavidad hasta la orilla de piedras.

—Os recogeré cuando oscurezca —anunció.

Ole asintió.

—Sí, llamaríamos la atención si te quedaras aquí más tiempo.

Nylund soltó un bufido.

—Y sería una terrible pérdida de tiempo. Si vuelvo sin peces, mi Heidrun me cantará las cuarenta.

Mari soltó una risita. Se imaginó a la mujer de Nylund vociferando con las mejillas rojas de la ira. No le extrañaba que el pescador prefiriera estar en su barca y que lo prefiriera a estar en casa aunque hiciera muy mal tiempo.

—Además, sería muy sospechoso que una patrulla de control encontrara a Nylund sin pesca —explicó Ole, que saltó la barandilla y se metió chapoteando en el agua poco profunda. Le tendió los brazos a Mari y la ayudó a bajar de la barca. Mientras los hermanos corrían hacia la playa sobre los guijarros redondeados, Nylund dio media vuelta y salió de la bahía con la barca.

—¿Me vas a decir de una vez qué está pasando aquí? —le exigió Mari a su hermano—. ¡Y no me vengas con excusas! —añadió al ver que Ole hacía un gesto vago con los hombros. Mari se quedó quieta y lo fulminó con la mirada—. ¡Ya estás soltándolo todo! —Puso cara de pocos amigos—. ¿Estáis pasando algo de contrabando? —preguntó.

—Podríamos decirlo así —repuso Ole para su sorpresa—. Pero no es lo que piensas.

Un leve pitido interrumpió la conversación. Mari miró alrededor, pero estaban solos en aquel acantilado abrupto. En las pequeñas granjas del pueblecito de Oppedal, situadas a lo largo de la estrecha orilla, a los pies de una montaña empinada, tampoco se veía un alma. Dio un respingo del susto cuando de pronto apareció un chico por detrás de un peñasco. Debía de tener unos trece años, estaba moreno y tenía el pelo blanquecino del sol. Llevaba los pies descalzos en unos zuecos de madera, la ropa raída y con varios remiendos.

Se acercó unos pasos hacia ella y observó a Mari con el gesto torcido.

—¿Quién es esta? —gruñó a Ole.

Ole reprimió una sonrisa.

—No pasa nada, Peer. Es mi hermana Mari.

Aquella respuesta no eliminó los reparos del chico, al contrario, mostró aún más rechazo.

—¿La que está con el alemán? —preguntó.

Ole lanzó una mirada severa a Peer.

—Sí, con el alemán. Que, por cierto, es un buen amigo mío. Y ahora llévanos de una vez con Ingolf.

Peer puso mala cara sin querer, pero no dijo nada más. Se volvió hacia las casitas y salió corriendo. Ole y Mari le siguieron hasta una cabaña pintada de amarillo que se encontraba entre unos abetos bajos. Un buhund negro saltó hacia ellos. Peer le acarició la piel peluda y corta del imponente macho y pasó de largo de la casa para dirigirse a un pequeño cobertizo. Abrió la puerta y dejó pasar a Mari y a Ole. Él se quedó con el perro fuera.

—Está vigilando —le explicó Ole a su hermana.

Mari parpadeó varias veces hasta que acostumbró la vista a la penumbra que reinaba en el cobertizo. De la sombra apareció la figura de un hombre robusto. Ole avanzó un paso hacia él y lo agarró del brazo brevemente pero con decisión.

—Me alegro de verte —dijo. Se volvió hacia Mari y la atrajo hacia sí cogiéndola del brazo—. Ingolf, esta es mi hermana.

Ingolf sonrió con amabilidad y le tendió la mano a Mari. Debía de ser el hermano mayor de Peer, Mari enseguida se percató de lo mucho que se asemejaban. Por lo visto él también trabajaba la mayor parte del tiempo al aire libre, debía de ser pescador, como la mayoría de habitantes de la isla. Pensó que tendría veinte y tantos años, algo mayor que Ole.

—Mi prima Nilla me ha hablado mucho de ti. Me alegro de que por fin nos conozcamos —dijo Ingolf.

Mari se volvió hacia su hermano.

—No sabía que conocieras al primo de Nilla.

Ole no añadió nada y miró esperanzado a Ingolf.

—¿Y, lo habéis conseguido?

Ingolf asintió y señaló una gran caja de madera.

—Treinta.

Ole se acercó a la caja y levantó la tapa. Mari lo siguió intrigada, echó un vistazo a la caja y arrugó la nariz.

—¿Bacalao? —Miró a Ole sorprendida—. ¿Hacéis contrabando de bacalao? —Ole e Ingolf sonrieron.

—Eso es solo la tapadera —aclaró Ingolf. Sacó unos cuantos peces y debajo aparecieron unos pequeños aparatos de radio.

Mari contuvo la respiración. Hacía unas semanas que los invasores alemanes habían empezado a requisar todas las radios privadas para impedir que los noruegos oyeran la BBC «del enemigo», sobre todo los mensajes del gobierno en el exilio de Håkon VII desde Londres a su pueblo. La posesión e infiltración ilegal de receptores de radio se castigaban con largas penas de reclusión.

—¿Estáis en la resistencia? —preguntó Mari. Ole e Ingolf intercambiaron una mirada y asintieron. Mari miró a su hermano—. ¿Por qué no me lo has dicho nunca? ¿Es que no confías en mí?

Ole sacudió la cabeza.

—Claro que sí, no pienses eso. No quería ponerte en peligro.

Mari arrugó la frente.

—¿Te refieres a si te cogen?

—Jamás me perdonaría que nadie sufriera por mi culpa —dijo.

—Me temo que los alemanes pasan automáticamente la responsabilidad de los miembros de la resistencia a su familia, estén al corriente o no —contestó.

—Probablemente tengas razón —admitió Ole.

—Además, durante todo este tiempo he pensado que estabas metido en algo peligroso. La historia del viejo Nylund, al que supuestamente ayudabas a pescar, era simplemente absurda —dijo Mari.

—Lo siento —dijo Ole—. A veces no quiero darme cuenta de que hace tiempo que no eres una niña.

—¿Nilla lo sabe? —preguntó Mari. Ole sacudió la cabeza.

»Tienes que decírselo —le instó Mari—. Se dará cuenta de que le ocultas algo importante. Ahórrale a ella y a ti las elucubraciones.

Ingolf apretó el hombro de Ole.

—Realmente tienes una hermana muy lista. Escúchala —dijo, y esbozó una sonrisa de aprobación a Mari—. Además, si no fuera por Nilla ni siquiera estarías aquí. Le habló en secreto de mí y mis pequeños viajes de organización y le dio la idea —continuó, al tiempo que señalaba con la mirada la caja de las radios.

—¿Y luego te pusiste en contacto con Ingolf a espaldas de Nilla? —preguntó Mari. Ole evitó mirarla.

Ingolf reprimió una sonrisa y dijo:

—Exacto. Hace unas semanas conocí a Ole y al viejo Nylund por primera vez. Se lo agradezco mucho a Nilla, aunque no tenga ni idea de que Ole se haya puesto en contacto con nosotros.

Ole levantó las manos.

—Bueno, ya basta —dijo—. Se lo diré a Nilla la próxima vez que la vea.

Ingolf se puso serio.

—Ahora no nos veremos en una temporada —le dijo a Ole.

—¿Entonces está decidido? ¿Te vas a Londres? —preguntó Ole.

Ingolf asintió.

—El capitán Linge necesita con urgencia una persona de contacto en Inglaterra con la que poder acordar sus acciones.

Mari aguzó los oídos.

—¿El capitán Linge? ¿No era actor antes de meterse en el ejército? —preguntó.

Ingolf sonrió.

—Exacto.

Ole sonrió al ver la cara de sorpresa de Mari.

—Mi hermana es una gran admiradora de Linge —le explicó a su amigo—. Ha visto todas sus películas.

—Tú también —replicó ella, un tanto abochornada.

Ingolf sonrió satisfecho.

—Todos estamos muy orgullosos de poder trabajar con Linge. Además, es un dirigente fantástico. Le seguiría hasta el infierno.

Mari sintió un escalofrío al oír aquellas palabras. Esperaba que nunca se diera la ocasión.

Ya había oscurecido cuando el barco zarpó con lentitud del puerto de Måløy. Mari se quedó en la popa saludando con el pañuelo blanco, con la esperanza de que su hermano aún pudiera verla. Ella apenas distinguía ya las casitas del pueblo, por no hablar de la gente que había en el muelle de los vapores de Hurtigruten. Todo estaba sumido en la oscuridad debido a la orden de apagón. Mari jamás se había sentido tan desamparada. Le parecía como si al despedirse de Ole hubiera roto definitivamente todas las conexiones con la casa de sus padres.

Su tristeza se mezclaba con un miedo aterrador, no por su propio futuro incierto, esa inquietud ya la conocía. No, era una angustia nueva y penetrante, el presentimiento de que iba a suceder una desgracia horrible. Mari intentó en vano deshacerse de aquellos pensamientos lúgubres y pensó con todas sus fuerzas en las palabras de despedida de Ole: «No te preocupes por mí. No me pasará nada. Te prometo ir con cuidado. Por Nilla». Mari se echó a temblar. Se colocó mejor el chal de lana sobre los hombros, pero no era la fría brisa marina la que le hacía temblar. Apretaba con tanta fuerza los dedos, con los brazos cruzados sobre el pecho, que le dolía.

Sin duda estaba orgullosa de su hermano, que hacía frente a los invasores y no se dejaba amedrentar por sus amenazas. Pero Ole no podía prometerle que no le iba a pasar nada y que un día los alemanes no irían tras lo que él, el viejo Nylund, Ingolf y un grupo de simpatizantes llevaban haciendo durante semanas. A Mari se le secó la garganta y cerró los ojos. Lo detendrían y lo llevarían ante un tribunal. Luego lo meterían en un campo de concentración, si tenía suerte. Mari ni siquiera se atrevía a pensar en lo que le sucedería si no tenía suerte. Entonces jamás volvería a abrazarlo.

Y Nilla se convertiría en una joven viuda. Cuando Mari se lo dijo, Ole la miró con el semblante serio a los ojos y le preguntó:

—¿Entiendes ahora por qué estuve dudando tanto tiempo de confesarle mi amor?

Agotada, Mari se quedó dormida en la sala de estar del barco. Al cabo de unas horas la despertó la profunda sirena del bugle que anunciaba la inminente llegada al puerto de Bergen. Se levantó aturdida y se dirigió a la cubierta para seguir el amarre del barco. La preciosa ciudad costera, con sus casas pintadas de colores, ofrecía su mejor imagen. La célebre lluvia continua de Bergen hizo una pausa. El viento solo soplaba sobre unas nubecitas en el cielo azul, teñido de rosa por el sol que estaba saliendo.

Mari apenas hizo caso a la hermosa vista, pues solo tenía ojos para la gente que había en el muelle para subir a bordo o recibir a los viajeros. Sin querer buscó a Joachim con la mirada. «No seas tonta, es imposible que esté aquí», se dijo. Aunque sabía que Joachim iba a empezar las vacaciones en unos días, esperaba contra toda lógica encontrarse con él en Bergen. Lo echaba tanto de menos, sus ojos castaños con brillos dorados, su sonrisa pícara, sus manos fuertes y tiernas a la vez, su olor amargo, sus besos…

Una voz de mujer conocida que gritaba su nombre la sacó de sus ensoñaciones. Mari se inclinó sobre la barandilla y vio a una mujer menuda con un recio traje de tweed que le hacía señas. Mari le devolvió el saludo con alegría, no esperaba que Gunda Hallberg fuera a recogerla. Observó con impaciencia cómo el barco de vapor amarraba en el muelle y abrían la pasarela para los pasajeros, mientras se descargaban los primeros fardos y sacos postales con la grúa. Mari se abrió paso con su maleta entre la actividad comercial hasta llegar hasta su antigua profesora.

Gunda Hallberg, una mujer alegre en la cuarentena con el pelo castaño cortado a lo chico, había dejado la escuela de Nordfjordeid seis años antes para ocuparse de su padre y echarle una mano en su pequeño negocio de artículos de piel al fallecer su madre. Después de casi veinte años, su marcha de Nordfjordeid aún le resultaba difícil, pues no solo dejaba su profesión, también tuvo que despedirse de muchos amigos que había hecho con el tiempo.

Por encima de todos ellos estaba Lisbet Karlssen, a la que había conocido en el coro de la iglesia y se había convertido en una buena amiga. Las dos mujeres jamás perdieron el contacto y se ponían al día con regularidad con cartas sobre su vida actual. Lisbet esperaba ansiosa las novedades de la gran ciudad, que para ella eran como una puerta abierta al mundo, y Gunda Hallberg lo quería saber todo sobre la granja de los Karlssen y escuchar las habladurías del pueblo. Sobre todo le interesaba cómo estaban Ole y los gemelos, antiguos alumnos suyos.

Poco antes de que Mari llegara hasta su antigua profesora ralentizó el paso. ¿Gunda estaba dispuesta a que ella se quedara en su casa solo por amor a su madre? ¿Y si en realidad tenía otra opinión sobre su relación con un alemán de la que le había manifestado a su amiga? Mari apenas se atrevía a mirar a Gunda a los ojos. ¿Qué vería en ellos? ¿Desaprobación? O, aún peor, ¿desprecio? Agachó la mirada, insegura.

—No te preocupes. Tu madre está encantada con Joachim y está convencida de que serás feliz con él. ¿Por qué iba a pensar yo otra cosa? —dijo Gunda, y le dio un abrazo.

Mari respondió aliviada al abrazo de Gunda.

—Gracias —susurró.

—Pero ¿por qué, mi niña? —preguntó Gunda, y se separó de Mari—. Le tengo mucho aprecio a tu padre, pero en este caso no le entiendo en absoluto. Como si fuera una vergüenza estar enamorado —dijo, enfadada—. Solo espero que entre en razón pronto. Por lo que lo conzco, seguro que es el que más sufre con su ataque de ira. En el telegrama Lisbet solo daba indicios, pero puedo imaginar la escena. ¡Pero déjate que te vea! —Cogió a Mari de las manos y la observó sacudiendo la cabeza—. Pero ¿dónde está mi pequeño diablillo? Has crecido mucho desde la última vez que nos vimos. ¿Cuánto tiempo hace?

Mari sonrió.

—Cinco años.

—¿Tanto? —respondió Gunda, incrédula—. Tienes razón, la última vez estuve en Nordfjordeid para vuestra confirmación.

Agarró a Mari del brazo y la llevó por las casitas de madera multicolores del antiguo barrio alemán de Tyskebryggen que se amontonaban en la dársena. Por la lonja siguieron hasta Torgalmenningen, la principal calle comercial de Bergen. Las casas de piedra de entre tres y cuatro plantas con fachadas y arcadas clasicistas albergaban las tiendas más diversas. Una de ellas era la tienda de artículos de cuero del padre de Gunda. Llevó a su invitada a la casa situada encima, donde vivían él y Gunda.

Mari se dejó caer agradecida en el banco de la mesa de la cocina, que ya estaba puesta con lo necesario para el desayuno. Mientras sacaba del horno los lefse recién hechos, unas tortitas hechas con harina de patata y cereales, y servía café del día anterior, Mari abrió la maleta y puso sobre la mesa un bote de miel, otro de mermelada de grosella y un paquetito con tocino.

—Muchos recuerdos de mi madre —dijo.

Gunda sonrió.

—Muchas gracias, seguro que mi padre se alegra mucho. Nuestra dieta es muy monótona desde que los alemanes racionan los alimentos —dijo, y sirvió café a Mari—. Por desgracia no puedo hacerte compañía, tengo que bajar a la tienda. Pero en la pausa de mediodía podemos dar una vuelta por la ciudad. —Mari asintió y disimuló un bostezo—. Será mejor que te acuestes un rato y te tranquilices. Enseguida te enseño la habitación de invitados —añadió Gunda con una sonrisa.

Mari se despertó al cabo de tres horas y miró con curiosidad la habitación en la que Gunda le había preparado una cama. Normalmente era la sala de lectura, pues había librerías en dos paredes y un sillón de orejas muy cómodo con un escabel que invitaba a enfrascarse en un libro. Mari se levantó y se acercó a la ventana, que daba a Torgalmenningen. En ese momento fue consciente de que era la primera vez en su vida que estaba en una ciudad de verdad. Era una sensación emocionante que dejaba a un lado por un momento sus preocupaciones, miedos e inseguridades. Se puso enseguida la falda de lana negra y la chaqueta de punto de colores que se había quitado para dormir y se fue a ver a Gunda a la tienda.

Cuando entró en la parte trasera de la tienda, donde había un pequeño almacén y un escritorio, Mari se detuvo. Se oían voces acaloradas en la tienda.

—Mari es una chica decente. —Oyó que decía Gunda enfadada.

Mari sintió un escalofrío. Se acercó con cuidado al pasillo que daba a la tienda y espió. Gunda estaba con los brazos en jarra enfrente de su padre. Sander Hallberg, un señor rollizo con el pelo entrecano, estaba rojo.

—Tu madre jamás habría permitido que aceptaras a una chica así y la dejaras que esperara aquí a su amante —gritó él, furioso.

Mari sintió que le fallaban las rodillas. Al ver que su profesora la había recibido con tanta amabilidad y sin reservas había dado por hecho que Sander Hallberg compartía la opinión de su hija. Craso error, como comprobaba ahora Mari.

Gunda fulminó a su padre con la mirada y avanzó un paso hacia él, lo que le hizo retroceder por instinto.

—¡No metas a madre en esto! Le horrorizaría ver lo intransigente y estrecho de miras que te has vuelto. Ella jamás habría juzgado a nadie sin conocerle de nada.

Sander dejó caer los hombros y se dio la vuelta, molesto.

—Pero ¿qué dirá la gente?

Gunda hizo un gesto de desdén.

—¡La gente! Que se ocupen de sus asuntos. Estoy harta de que esas mujeres estén siempre incordiando. ¿Por qué los hombres pueden hacerse amigos de los soldados alemanes sin que nadie los juzgue por ello?

Gunda se dio media vuelta, furiosa, y vio a Mari, que se había quedado pálida en el pasillo y seguía la escena con los ojos desorbitados. Se dio media vuelta enseguida. Tenía que irse, lo antes posible, pensó Mari desesperada. Pero ¿adónde? Cegada por las lágrimas tropezó con el escritorio. Gunda fue corriendo hacia ella y la rodeó con elbrazo.

—Mira lo que has conseguido —le gritó a su padre, que lanzó una mirada turbada a Mari—. No hagas caso a ese viejo cascarrabias, no lo dice en serio —intentó consolar a Mari—. Vamos, te enseñaré la ciudad.

Pero Mari ya no tenía ganas de ir a ver la ciudad. Murmuró una disculpa y se fue corriendo, subió a su habitación y se acurrucó sollozando en el sillón de orejas, vencida por la tristeza de perder la casa familiar y la separación de su familia, la angustia por Ole y el miedo ante una vida desconocida en el extranjero. Y por la desesperación de que otras personas pensaran exactamente igual que su padre y la juzgaran por su amor.

Tardó un rato en oír las palabras de consuelo de Gunda, que había entrado en la habitación sin que se diera cuenta. Avergonzada por su estado, Mari tenía ganas de desaparecer en algún lugar.

—Perdona —dijo en voz baja.

Gunda sacudió la cabeza.

—No tienes por qué disculparte. No sé cómo me sentiría si estuviera en tu lugar, pero imagino que es de todo menos fácil para ti. Me parece admirable lo valiente que eres.

Mari se incorporó y se secó las lágrimas de las mejillas.

El timbre de la puerta interrumpió a Gunda. Salió corriendo de la habitación y poco después Mari oyó voces infantiles. Salió intrigada al estrecho pasillo, donde estaban las puertas de los dos dormitorios, el salón y la cocina. Gunda colgó la chaqueta de sus pequeñas visitas en el perchero y les presentó a Mari. Los hermanos Selma y Nil eran sus alumnos de repaso, que miraron a Mari con curiosidad y cierta timidez. Gunda le guiñó el ojo con picardía.

—Como ves, me resulta imposible dejar las clases.

A Mari no le extrañaba, pues siempre había considerado que Gunda era una profesora comprometida y entusiasta y no podía imaginarla a gusto detrás del mostrador de la tienda. Por lo visto había encontrado una manera de no dejar del todo su verdadera vocación.

Mari sonrió a los niños y dijo:

—Yo también fui alumna suya. —Y los dos reaccionaron con una mirada de admiración.

Gunda se volvió hacia Mari:

—Si te apetece puedes ayudar a Nil a escribir una redacción mientras yo hago con Selma los ejercicios de cuentas. —Mari aceptó encantada la propuesta, pues era una buena distracción de sus pensamientos sombríos.

Durante los días siguientes Gunda se esforzó porque Mari tuviera las mínimas ocasiones para pensar, y lo más fácil era que estuviera ocupada. Mari, que de todos modos no estaba acostumbrada a estar de brazos cruzados, se sumergió con toda su energía en el trabajo, contenta de por lo menos durante el día escapar del tormento de pensar en su futuro y las desavenencias con su padre, que a menudo la mantenían en vela por la noche.

Por la mañana, cuando Gunda estaba en la tienda, ella limpiaba la casa, tejía medias, les llevaba a Gunda y a su padre en la pausa de mediodía matpakke, unos bocadillos, y preparaba la comida principal del día que tomaban a última hora de la tarde. En resumen, se encargaba de las tareas domésticas que cuando estaba en casa solía evitar.

«Si me viera madre», pensaba Mari mientras planchaba camisas. Sonrió sin querer. Cuántas veces había huido de las tareas más odiadas al establo para quitar allí el estiércol, cepillar y alimentar a los caballos, cuidar las sillas y los arreos, hasta que su madre por fin comprendía que no valía para ser ama de casa. Ahora Mari agradecía que Lisbet, respaldada por la abuela Agna, hubiera insistido en que por lo menos adquiriera los conocimientos y habilidades necesarias para llevar una casa.

No paraba de dar vueltas con una cuchara de madera, ausente, la sopa de patata que poco a poco empezaba a hervir que había preparado cuando terminó de planchar. ¿Cómo se imaginaba Joachim su vida cuando esa horrible guerra hubiera terminado y vivieran juntos? ¿Esperaba una esposa perfecta que llevara la casa y dejara a un lado otros intereses? Nunca habían hablado de eso. En realidad no podía creer que él se la imaginara en ese papel, la conocía demasiado bien para eso ¿O tal vez no? ¿Y si se estaba engañando? Las dudas se apoderaron de ella. Estaba bien eso de ocuparse de una casa bonita y cocinar, incluso le gustaba. Pero ¿en eso tenía que consistir toda su vida?

Era lo que, por ejemplo, Sander Hallberg esperaba de una mujer «como Dios manda». Fue gracias a la implicación de Mari en el hogar de los Hallberg por lo que el padre de Gunda superó enseguida sus prejuicios iniciales. Una chica tan eficiente y trabajadora que no perdía el tiempo merecía su respeto y le llevó a admitir a regañadientes que Mari era una buena chica. Gunda comentó aquel cambio de opinión con un gesto de desesperación. Mari simplemente se alegraba de haber apaciguado a su anfitrión.

Aun así, lo evitaba en la medida de lo posible. En realidad evitaba a la gente en general. Aunque supiera que era una tontería, no lograba deshacerse de la sensación de que todo el mundo veía al instante lo que le había ocurrido, que se había enamorado de un «enemigo» y esperaba un niño de él. Solo estaba a gusto con los alumnos de repaso de Gunda, con los que trabajaba por las tardes. En su presencia Mari se sentía despreocupada y libre. Sobre todo el pequeño Nil estaba prendado de su nueva profesora y se esforzaba por impresionarla. Unos días antes les presentó a Mari y Gunda con mucho orgullo una redacción escolar por la que había recibido buena nota y elogios de su profesora, que se alegraba de sus progresos en ortografía.

¿Cómo sería su hijo?, se preguntó por primera vez Mari. Esperaba que naciera sano, era lo principal. Escuchó su interior. Hasta entonces apenas sentía el embarazo físicamente, sobre todo porque desde el principio no tuvo náuseas. En ocasiones le costaba creer que realmente iba a ser madre en unos meses. La idea del parto, al que se iba a enfrentar en el extranjero sin el apoyo de su madre, la aterrorizaba. Prefería imaginar cómo sería su hijo, y su existencia. Se acarició la barriga y sonrió ensimismada hasta que un leve olor a quemado la sacó de sus ensoñaciones. Sobresaltada, Mari sacó la olla del fuego, pues la sopa, que hervía con fuerza, ya estaba salpicando.

Después de casi una semana de su llegada a Bergen, Mari cada vez con más frecuencia se sorprendía mirando por la ventana a la calle, fijándose en todos los hombres con uniforme del ejército alemán. Enseguida desviaba la mirada, decepcionada, pues no veía al chico que tanto esperaba. Sin embargo, por mucho que Mari ansiara la llegada de Joachim, también le daba mucho miedo irse de Noruega. Dividida entre sentimientos contradictorios, le costaba mucho estar relajada. Dormía mal y tenía pesadillas horribles en las que vagaba sola por un paisaje desértico gritando el nombre de Joachim.