Nordfjord, mayo de 2010
Cuando Lisa se despertó a la mañana siguiente de la festividad nacional, estaba sola en la cabaña. Por un momento creyó que la visita de Mikael solo había sido un sueño. Sin embargo, en el sofá plegable que le había montado para dormir encontró una nota:
Querida Lisa:
Muchas gracias de nuevo por tu ayuda y tu confianza. He decidido irme a Argentina. No soporto estar aquí sin hacer nada. Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga novedades. Saludos a todos de mi parte y, por favor, diles cuánto siento todo esto.
Hasta pronto, Mikael.
Lisa frunció el entrecejo. ¿Cómo podía agradecerle la confianza y al mismo tiempo abusar de ella? ¿Largarse de esa manera, sin llegar a un acuerdo con ella? Se lo había montado muy bien. No le parecía correcto que desapareciera de nuevo y le pasara a ella la responsabilidad de explicarle a su familia por qué había puesto en juego la existencia de todos ellos. ¿Tendría que haberle obligado por lo menos a enfrentarse a Tekla personalmente? No, para qué. No imaginaba que se largaría. Ahora era demasiado tarde, no tenía sentido preocuparse innecesariamente.
Tekla había propuesto a Amund y Lisa reunirse brevemente a tomar un café en la cocina de la casa para planear juntos el día y repartir las tareas pendientes. Lisa aprovechó la ocasión para contarles la breve visita de Mikael. Amund escuchó sus explicaciones con gesto adusto, y Tekla no paraba de sacudir la cabeza, aturdida.
—Y por eso ahora quiere ir a Argentina, para seguirle la pista al galerista estafador y reclamarle el dinero —concluyó Lisa el relato.
Amund arrugó la frente. Tekla se llevó la mano a la boca, sobrecogida.
—Pero eso es muy peligroso —exclamó—. Ese galerista parece un tipo sin escrúpulos, quién sabe de qué es capaz.
Lisa se esforzó por sonar segura.
—Mikael ha prometido ser prudente y no hacer nada sin pensar —dijo.
Amund soltó un bufido y murmuró algo incomprensible. Preguntó en voz alta:
—¿De dónde ha sacado el dinero para el vuelo?
Lisa lo miró a los ojos.
—De mí.
Amund puso cara de sorpresa.
—¿Se puede saber cuál es el motivo de semejante generosidad?
—Ya te lo digo yo —dijo una voz frágil antes de que Lisa pudiera contestar. El viejo Finn apareció en la puerta de la cocina, apoyado con dificultad sobre el bastón. Estaba más canoso y encorvado que la última vez que lo vio Lisa. Sin duda el colapso sufrido por su hijo le había afectado mucho. La incipiente compasión que sentía se desvaneció al ver la mirada fulminante que le dedicó aquel hombre. La señaló con el brazo extendido y dijo—: Quiere deshacerse de Mikael para birlarle su parte de la granja.
Lisa necesitó un momento para comprender el sentido de sus palabras. Lo miró en silencio. Si no pareciera tan enfurecido, hubiera soltado una carcajada. ¿Cómo se le podía ocurrir una idea tan absurda?
Tekla se levantó y se acercó a su padre.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Lisa es de los nuestros. Para de una vez de suponerle malas intenciones —sentenció.
Finn aguzó la mirada.
—Ya lo veréis a quién os habéis metido en casa. De tal palo, tal astilla —masculló, se dio la vuelta con brusquedad y desapareció.
Tekla se volvió hacia Lisa.
—Lo siento. Esperaba que hubiera superado esa rabia inexplicable que siente hacia ti.
Lisa asintió y esbozó una media sonrisa.
—En cierto modo le entiendo. Supongo que para él es como si su hermana apareciera de repente después de tantos años. No sé qué ocurrió exactamente entre ellos, pero tuvo que herirle en lo más profundo. De lo contrario no sería tan intransigente.
Tekla apretó el brazo de Lisa.
—Me alegro de que lo veas así. De todos modos espero que entienda de una vez que no tienes la culpa de nada de lo que haya ocurrido en el pasado.
Amund había observado el ataque de Finn en silencio. Entonces se levantó y se dirigió a la puerta. Cuando cruzó su mirada con Lisa, le hizo un gesto con la cabeza y una sonrisa traviesa, ¿o eran imaginaciones suyas? Lisa lo siguió con la mirada, perpleja.
—Por lo menos uno va rompiendo el hielo poco a poco —comentó Tekla, que había visto el intercambio de miradas.
Lisa sintió un cosquilleo en el estómago. Entonces no eran imaginaciones suyas. Salió de la cocina muy contenta para hacerse cargo de las tareas del día.
Por la tarde la capa de nubes se fue disipando. Lisa aprovechó la luz del sol para tomar las primeras fotografías de la granja de los Karlssen para la página web y los folletos. Después de fotografiar los establos, el granero y la casa, se dirigió a las cabañas de madera. De camino pasó por la zona de montar en la que Amund estaba entrenando a su semental Baldur con una soga. Se puso a fotografiarlos de forma espontánea, oculta tras un arbusto muy espeso. De nuevo se quedó impresionada con la sensibilidad y calma con la que Amund trataba al caballo. Parecían formar un equipo bien avenido. Lisa se sorprendió poniendo el zoom sobre el rostro de Amund. Estaba concentrado y tranquilo, a Lisa le dio la impresión que era la primera vez que veía al auténtico Amund, liberado de su habitual pose a la defensiva.
Amund terminó el entrenamiento y llevó a Baldur por el cabestro a la salida de la zona de equitación, donde lo soltó en el prado colindante. Lisa guardó presurosa la cámara en la funda y abandonó su escondite. Saludó con la mano cuando Amund se acercó a ella.
—Perdona, ¿tienes un minuto? —preguntó. Amund asintió y se quedó quieto—. Creo que estaría bien hacer algunas fotos de niños montando para nuestra página web —dijo Lisa—. Además, me gustaría hacer fotos a los caballos que escojas para las clases de equitación y los paseos. Así la gente puede formarse una idea más concreta.
Amund lo pensó un momento.
—En cuanto a los niños será mejor que preguntemos arriba, en el centro de caballos. Por ejemplo a las niñas que montaron la cuadrilla hace poco en el concurso de sementales.
Lisa asintió.
—Sí, sería fantástico, es una buena idea.
Amund frunció el entrecejo.
—En cuanto a la selección de caballos, aún no lo he pensado —dijo—. Te informaré cuando lo haya decidido. —Le hizo un gesto con la cabeza a Lisa y se dirigió al establo.
—Suena como si estuvieras amansando al señor Gruñón de forma lenta pero segura —confirmó Susanne.
Lisa soltó una risita. Estaba sentada en su pequeño porche, con las piernas apoyadas en la barandilla, hablando por teléfono con su amiga, a la que ya había enviado por correo electrónico las primeras fotografías de la granja de los Karlssen. Antes de darle más detalles que necesitaba Susanne para crear la página web, Lisa le puso al día.
—Sí, parece que poco a poco Amund se va acostumbrando a mi presencia —admitió Lisa—. Me gustaría poder decir lo mismo de Finn, el padre de Tekla.
—Realmente es un tipo muy raro —dijo Susanne—. Parece que le molesta menos que su nieto haya metido la pata que el hecho de que te parezcas tanto a su hermana.
—Bueno, mucha gente mayor vive más en el pasado que en el presente —dijo Lisa—. Simplemente no trataré con él.
—Creo que ahora es un buen momento —dijo Amund al día siguiente.
Lisa le miró confusa. Acababan de limpiar juntos el estiércol, habían puesto paja en la zona de descanso del establo y habían llenado los pesebres de heno, una tarea que a Lisa le gustaba especialmente porque le encantaba el olor a heno. En general allí había muchos olores nuevos que le fascinaban: el matiz agrio del aire salado, la piel engrasada de las sillas, los propios caballos. Lisa tenía la sensación de descubrir un mundo nuevo sobre todo con el olfato, además de con los ojos.
Aún quedaban unas horas hasta la tarde, cuando esperaban a unas niñas del centro de equitación que estaban dispuestas a hacer de modelos de amazonas. Lisa quería aprovechar para estudiar su lección diaria de vocabulario noruego y enviarle de una vez a Marco el correo electrónico que le había prometido días antes. Parecía que les perseguía un maleficio cada vez que querían hablar por teléfono: o Marco estaba en una reunión cuando Lisa le llamaba, o solo conseguía contactar con el buzón de voz de Lisa porque estaba ocupada. Por la mañana lo había intentado de nuevo y le había dejado un mensaje diciendo que la echaba de menos, y ella se acordó de que quería escribirle.
Dos días antes habían hablado por teléfono a última hora de la tarde. Lisa estaba tan cansada que se estaba quedando dormida. Marco le hizo una broma al respecto, pero su desilusión era evidente. Lisa se sentía presionada, pero al mismo tiempo tenía remordimientos, así que salió del paso de momento prometiendo un correo electrónico extenso.
—¿Para qué es buen momento? —preguntó Lisa.
—Para tu primera hora de equitación —contestó Amund. Lisa tragó saliva. ¿Era broma?—. Será mejor que lo intentes primero con Erle —continuó Amund—. Os entendéis bien, tiene mucha paciencia y es muy serena. Ven, te enseñaré cómo se ensilla.
Lisa se aclaró la garganta.
—No sé, nunca he montado a caballo. ¿No es un poco tarde para empezar? —preguntó.
Amund lo negó con la cabeza.
—Claro que no, nunca es demasiado tarde para eso. Además, una persona que trabaja en una caballeriza debería saber montar, ¿no crees? —Lisa torció el gesto y se dispuso a replicar—: Te gustará —dijo Amund, con un convencimiento que la dejó sin palabras.
Al cabo de diez minutos Lisa estaba en la zona de montar junto a Erle colocando los estribos a la altura adecuada, siguiendo las indicaciones de Amund, colocando la correa desde la punta de los dedos hasta la axila a lo largo del brazo. Como la yegua se mantenía quieta como una estatua, no tuvo problemas para finalmente subir a la silla.
Amund, que sujetaba a Erle, levantó la mirada hacia Lisa y dijo:
—Ahora tienes que encontrar la posición. —Le señaló la curvatura delantera de la silla—. Agarra con las dos manos el pomo y métete del todo en la silla. Y ahora ponte erguida, reparte el peso por igual en los dos glúteos y apoya los pies en los estribos con los talones hacia abajo.
Lisa agradeció mucho que Amund le diera la primera clase con la yegua atada a la cuerda y no tuviera que preocuparse también del manejo de las riendas. Ya tenía suficiente con mantener el equilibrio sin encogerse, y con no mirar abajo y mantener la mirada entre las orejas del caballo. Mientras Erle daba su vuelta a paso lento alrededor de Amund, Lisa tuvo que hacer varios ejercicios de equilibrio. Amund le indicó que moviera los brazos en círculo, que volviera el torso desde la cadera o que sacara una pierna del estribo y la levantara.
Lisa se había imaginado una clase de equitación de otra manera, esperaba aprender cómo dar órdenes al caballo y hacer que cambiara el paso o modificara la dirección. Le parecía ridículo estar haciendo contorsiones gimnásticas a lomos de Erle. Se puso tensa sin querer y se agarró a la silla para no perder el equilibrio.
—Tienes que estar relajada —dijo de pronto Amund. Ella le lanzó una mirada molesta esperando ver un gesto de desdén, pero Amund observaba concentrado los movimientos de Erle y su amazona—. Solo si mantienes el equilibrio el caballo puede encontrar el suyo contigo encima y mantener su paso natural. Para poder trabajar juntas en confianza y armonía tenéis que relajaros las dos —le explicó—. Cuanto más tensa te pongas, más se tensará Erle.
Lisa asintió. Aquello le abrió los ojos: se irguió, se esforzó por dejar caer los hombros relajados y sintió los movimientos del caballo. Al cabo de un par de vueltas ya no tenía la sensación de estar sentada en la yegua como un cuerpo extraño y empezó a disfrutar.
Cuando Amund la hizo bajar al cabo de media hora, aquella sensación agradable se desvaneció en un santiamén: se sintió como si las piernas fueran de flan, y le dolía el trasero de estar sentada en la silla de montar, a la que no estaba acostumbrada. Amund le quitó la silla a Erle. Lisa advirtió que la observaba por el rabillo del ojo, y se esforzó por esbozar una sonrisa natural. Apareció un hoyuelo en la mejilla izquierda.
—Le pasa a todo el mundo la primera vez que monta a caballo —dijo—. No hay de qué avergonzarse.
Lisa le acarició el cuello a Erle, cohibida. A Amund no se le escapaba nada. Era extraño sentirse tan observada, no sabía si le resultaba agradable o incómodo.
Para distraerse dijo:
—Es como si montar a caballo estuviera relacionado con la meditación.
Amund hizo un gesto de sorpresa y miró a Lisa a los ojos.
—Es exactamente eso —admitió tras una breve pausa—. Se trata de relajarse, es decir, de una relajación física, espiritual y emocional. Es la base de una buena relación entre el jinete y el caballo, pues solo así se puede aprender de manera óptima.
Lisa sonrió.
—Entonces no es para personas impacientes, porque el verdadero reto de la relajación es que jamás debe considerarse un objetivo.
Amund asintió.
—Exacto. Cuando uno tiene objetivos se prepara y se aferra a ellos. Se trata de dejarse llevar por el momento, ser consciente de uno mismo y fundirse con el caballo. Solo entonces la atención se centra en las tareas que uno tiene al montar.
El resto del mes de mayo transcurrió con tranquilidad. Ella se acostumbró rápido al ritmo que seguían los días. Por las mañanas Lisa se encargaba de las tareas del establo y el huerto, ayudaba a Tekla con las compras grandes y a preparar las cabañas, aún sin alquilar. Por lo visto Finn había llegado a la misma conclusión que Lisa y evitaba encontrarse con ella. Tekla estaba convencida de que con el tiempo su padre se acostumbraría al nuevo miembro de la familia, y le pidió a Lisa que tuviera paciencia.
Por las tardes Amund le daba clases de equitación. Si hacía buen tiempo, Lisa tomaba prestado el coche de Tekla por unas horas y traqueteaba por la zona en busca de granjas antiguas que fotografiar para su reportaje. Había tanteado a una editorial de libros de viajes y habían mostrado un gran interés por su proyecto. A Lisa le llenaba de orgullo ver que cada vez tenía que recurrir menos al inglés en las fincas para conversar con sus habitantes. Casi todos reaccionaban con mucha amabilidad y muy abiertos cuando Lisa les planteaba su petición en noruego.
Aquello alimentaba sus ganas de aprender. Por las noches leía viejos libros infantiles que Tekla le había buscado y escuchaba mucho la radio para tener más idea de aquella lengua tan melódica. Si el tiempo lo permitía, le gustaba sentarse un rato en el porche antes de acostarse. Allí repasaba el día, se sumía en el silencio, respiraba el aroma de las flores del campo y acariciaba a Torolf, que de vez en cuando la iba a ver y se sentaba a sus pies.
Hacía tiempo que Lisa no experimentaba una cierta estabilidad. En el fondo desde que terminó sus estudios. Por mucho que hubiera disfrutado durante los últimos años del carácter imprevisible y espontáneo de su vida nómada, no la echaba de menos. Siempre había pensado que se aburriría y se sentiría oprimida si sentara la cabeza. También era uno de los motivos por los que se le hacían tan difíciles los planes de futuro con Marco.
La profunda satisfacción que sentía en la granja de los Karlssen cuando se iba a la cama después de un día de mucho trabajo, unido al hecho de que desde hacía unos días solo pensaba que echaba de menos a Marco porque era lo que cabía esperar. A decir verdad, no pensaba mucho en él. Antes a veces se angustiaba cuando solo podía hablar un momento por teléfono porque estaba en medio de un proyecto. Ahora incluso se alegraba de que estuviera tan ocupado. Él le recordaba con regularidad lo feliz que le haría si volviera, pero a veces a Lisa le asaltaba la sospecha de que la echaba de menos sobre todo como apoyo profesional. «No seas injusta —se reprendía—. Solo porque tengas remordimientos no significa que Marco no se tome en serio su relación contigo».
Amund acertó de pleno con su predicción de que a Lisa le gustaría montar a caballo. Gracias a sus claras instrucciones y a la paciencia de Erle, aprendió enseguida. Le atraía la idea de que no se trataba de obligar al caballo, sino de que Erle entendiera lo que quería de ella. Nunca le había gustado imponer su voluntad a otros seres, fueran personas o animales. Poco a poco fue conociendo los secretos de las distintas «ayudas», y aprendió a comunicarse con Erle con el desplazamiento del peso, la presión de los muslos y manejando las riendas. También le costaba mucho menos relajarse y sentarse bien a lomos de ella.
Hacía tiempo que Amund había soltado a Erle de la cuerda y le daba a Lisa sus órdenes y comentarios de pie en medio de la zona de montar. A su juicio, parecía contento con sus progresos, pues, aunque nunca la elogiaba, no paraba de confiarle nuevas tareas, algo que ella consideraba una señal positiva. El primer galope, que le daba un poco de miedo, fue para Lisa todo un descubrimiento. Aunque duró muy poco y Erle no era un caballo rápido, le pareció fascinante sentir la fuerza y la energía de la yegua y formar parte del movimiento rítmico.
—Ha llegado el momento de que tengas un equipo como es debido —dijo Amund después de aquella clase. Hasta entonces había utilizado el casco de montar de Inger y se ponía tejanos y botas de goma. De camino a la sala de las sillas se encontraron a Tekla, que salía del huerto.
—Vamos un momento al pueblo —dijo Amund—. Lisa necesita un equipo de montar. —Se volvió hacia Lisa—. ¿Salimos en diez minutos? —preguntó, y le indicó unas bicicletas que había apoyadas en la pared del granero.
Lisa asintió. Amund desapareció en dirección al viejo establo, donde vivía en una pequeña vivienda que se construyó como refugio en la primera planta.
Tekla hizo un gesto con la cabeza a Lisa y dijo:
—Enhorabuena, parece que te las arreglas muy bien como amazona. —Lisa la miró, confusa—. Si Amund considera que necesitas tu propio equipo es un gran elogio. Es muy exigente con los jinetes, no es fácil complacerle.
Lisa desvió la mirada, cohibida, se despidió presurosa y fue a cambiarse a su cabaña.
En la tienda de deportes donde fueron se probó primero las botas y el casco de montar. La dependienta y Amund intercambiaron comentarios de especialistas, de los que Lisa solo entendía la mitad. Se concentró en saber con qué cosas se sentía más a gusto y dejó lo demás a la experiencia de sus asesores.
—Ahora solo faltan los pantalones —dijo la dependienta con una sonrisa, y llevó a Lisa al departamento correspondiente, donde se amontonaba una enorme selección de modelos distintos.
Amund miró un momento alrededor, escogió con decisión unos pantalones y se los dio a Lisa.
—Pruébatelos, te irán bien.
Lisa desapareció en un probador y se puso los pantalones. Le iban estrechos, pero gracias al tejido elástico le daban mucha movilidad. Salió de la cabina.
La dependienta la observó un momento y miró con admiración a Amund:
—Tienes buena vista. Le van como un guante.
Lisa se colocó delante del espejo. La dependienta tenía razón, los pantalones le iban perfectos. Cuando alzó la vista vio que Amund paseaba la mirada por su figura. Ella se volvió enseguida y sintió un cosquilleo en la nuca.
Cuando al cabo de dos horas Lisa regresó a su cabaña con las compras, vio un correo electrónico de Susanne en el que le enviaba el primer esbozo de la página web y los folletos. Lisa cerró de un golpe el portátil y fue corriendo a la casa. Como suponía, encontró a Tekla en la cocina, preparando la cena.
—Espera, vamos a buscar a Amund —propuso Tekla cuando Lisa le quiso enseñar el esbozo. Cogió el teléfono inalámbrico que siempre llevaba encima desde que su hermano estaba en el hospital. Inger mantenía siempre al corriente a su cuñada de su estado, que iba mejorando muy despacio.
—¿Qué os parece? —preguntó Lisa. Miró a Tekla y a Amund, ansiosa por conocer su opinión sobre el diseño de Susanne y las fotos.
Tekla cogió las gafas de lectura y miró por encima del portátil hacia Lisa, que la miraba a ella y a Amund desde la mesa de la cocina.
—Estoy impresionada —dijo—. Tu amiga tiene un dominio exquisito de su oficio. Tiene mucho estilo. Me gusta la claridad y sencillez con que está expuesto todo. Muy profesional, ¿no es cierto, Amund?
Amund hizo un leve movimiento con la cabeza. ¿Estaba de acuerdo con Tekla? Parecía ausente y muy abstraído en sus pensamientos.
—Si queréis hacer modificaciones, no tenéis más que decirlo. Esto solo es un esbozo —dijo Lisa.
Tekla sacudió la cabeza.
—Así me gusta mucho. —Como Amund no hacía amago de expresarse, Tekla le dio un golpecito en el hombro y preguntó—: ¿Qué te parece?
Amund la miró irritado, se aclaró la garganta y contestó:
—Eh, no, quiero decir, sí. Está bien así.
Lisa se sintió decepcionada. Podría haber mostrado un poco más de entusiasmo. Pero ¿qué esperaba?, se reprendió. «Ya sabes que Amund no es persona de grandes palabras. Le parece bien, con eso tiene que bastarte».
—¿Entonces le puedo dar el visto bueno a Susanne? Así podríamos estar pronto en la red —dijo Lisa.
Tekla asintió y sonrió a Lisa.
—Tengo que admitir que al principio no tenía muchas esperanzas de conseguir mucho con una página web —confesó—. Soy un poco anticuada. Pero si lo veo aquí, me lo imagino mejor.
Lisa se alegraba de que Tekla mirara de nuevo con confianza hacia el futuro. Ella misma se mostraba escéptica. Seguro que más huéspedes y los aprendices de equitación aumentarían los ingresos de la granja, pero apenas alcanzaría para pagar la primera cuota de la deuda de Mikael. Pero ¿qué podían hacer para ganar más dinero? Lisa se propuso hablarlo lo antes posible con Nora, a más tardar cuando regresara en junio.
Con el cambio de mes terminó la apacible calma en la granja de los Karlssen. El festival anual de cultura nórdica que se celebraba durante dos días en Nordfjordeid atrajo a muchos visitantes forasteros a la localidad, y de ellos algunos aprovecharon la ocasión para pasar unos días de vacaciones en las caballerizas. Por lo visto Nora había tenido éxito con la propaganda en Oslo, pues la mayoría de huéspedes eran de la capital.
En el festival se reconstruía la época de los vikingos. El primer día Lisa aprovechó la pausa de mediodía para pasear por el pueblo. Se sintió como si estuviera en un mercado de la Edad Media al ver los puestos y casetas en las que gente disfrazada de antiguos «vikingos» ofrecían alimentos tradicionales, hacían demostraciones de viejas técnicas artesanales y tocaban música en instrumentos históricos.
Estuvo contemplando un rato a un grupo de constructores de barcas que estaban montando una típica embarcación delgada en forma de dragón. Para ello no utilizaban sierras, solo hachas, destrales, barrenas de mano, cepillos de carpintero y otras herramientas cuyos nombres Lisa no conocía. A continuación partieron troncos de árboles y los dividieron por la mitad hasta tener muchas tablas delgadas y por lo tanto estables de la misma longitud con un corte transversal en forma de cuña. Construían el barco desde fuera hacia dentro, es decir, primero las paredes en las que luego se colocaron las tablas. El forro exterior y las cuadernas se unieron con clavos de madera y jarcias amarradas.
—Eso le da al casco del barco una elasticidad especial —dijo una voz conocida junto a Lisa. Estaba tan absorta en la construcción del barco que no había advertido la presencia de Amund—. Mañana habrá regata de barcos de vikingos y barcas de remo tradicionales del oeste de Noruega —continuó—. No puedes perdértelo.
Lisa sonrió.
—Gracias por el consejo —dijo, y se volvió de nuevo hacia los trabajadores, que empezaban a calafatear las hendiduras entre las tablas. Para ello utilizaban lana empapada en brea líquida—. Es fascinante. Nunca había visto algo así. —Amund no contestó.
Tras un breve silencio, preguntó:
—¿Te apetece ir tras la pista de los verdaderos vikingos? Hay algunos túmulos y piedras rúnicas. —Lisa lo miró sorprendido—. Mejor dijo, ir a caballo —continuó Amund—. ¿Qué te parecería un pequeño paseo esta tarde?
Lisa abrió los ojos de par en par.
—Yo… eh, ¿no es un poco pronto? —balbució.
Un brillo travieso se reflejó en los ojos de Amund.
—Creo que Erle se está hartando de dar vueltas en la zona de equitación. Seguro que agradecería un cambio. —Le hizo un gesto con la cabeza a Lisa y dijo—: Bueno, entonces hasta luego. —Y se fue.
Lisa lo miró atónita. La ilusión por la inminente excursión se mezclaba con un leve enfado por la actitud paternalista de Amund. Siempre parecía muy seguro de lo que eran capaces los demás, y de que iban a plegarse a sus ideas y deseos. Lisa pensó por un momento en darle plantón, pero enseguida supo que sentía demasiada curiosidad por la excursión. Era su primer encuentro «en privado» con Amund. Se sorprendió al sentir un mariposeo en el estómago.
Tras las tareas de la tarde en el establo, Amund y Lisa ensillaron a sus caballos, Baldur y Erle. Luego fueron a trote ligero por el paseo marítimo hasta el puente que cruzaba el Eidselva. Desde ahí rodearon el pueblo dibujando una amplia curva a media altura de la ladera y finalmente llegaron a la mitad superior del Skulevegen, que Lisa conocía de su primer paseo a pie, a un pequeño prado dominado por un gran círculo de hierba. Lisa disfrutó del leve viento en el cabello y observó el mundo desde otra perspectiva. Como tantas otras veces, acabó pensando en Mari. ¿Su abuela había ido alguna vez a caballo allí? ¿Le interesaba la historia de la zona?
—Bueno, ya hemos llegado —dijo Amund.
Bajaron de los caballos y ataron a Baldur y Erle a un árbol.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lisa.
—En Myklebust —contestó Amund—. Antes había una granja que a principios de la Edad Media era el centro de poder de la región. —Señaló la colina—. Allí se encontraron restos de una pira funeraria que había tenido lugar hace más de mil años. Debió de ser un hombre de gran prestigio, tal vez incluso un rey.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lisa.
—Fue enterrado dentro de un gran barco. Y había muchas ofrendas funerarias muy valiosas.
Amund tendió su chaqueta en la hierba y la invitó a sentarse con un gesto. Se acomodaron y se dejaron llevar un rato en silencio por las vistas del fiordo que resplandecía debajo y las montañas boscosas.
—De niño ya me fascinaban estas sepulturas —dijo Amund al cabo de un rato—. En Vågsøy, una isla de la costa no muy lejos de aquí, donde crecí, hay varios túmulos. Iba a menudo en bicicleta y me imaginaba el mundo de los grandes guerreros que caían en la batalla tras una vida llena de aventuras emocionantes, no sin haber dado muerte antes a numerosos enemigos.
Lisa asintió.
—En el jardín de mis abuelos había un lugar parecido. Desde ahí se veían las ruinas de un precioso castillo. Me imaginaba cómo vivía la gente antes allí y cómo destruyeron la enorme torre de la pólvora.
Se quedaron de nuevo en silencio. Lisa percibía con mucha nitidez la cercanía de Amund, sentía su calor y su olor. Para vencer su repentina timidez, dijo:
—¿Qué tipo de ofrendas se encontraron en esta tumba? ¿Están expuestas en algún lugar?
—Sí, en el museo de Bergen —contestó él—. En aquella época querían hacer que la vida de los muertos fuera lo más agradable posible y por tanto los dotaban de todo lo que necesitaba un vikingo.
Lisa sonrió.
—Sobre todo armas y cuernos para beber, ¿me equivoco?
Amund se levantó de un salto, cogió un palo que estaba por allí, lo alzó hacia el cielo y exclamó:
—También en Walhalla la lucha con los dioses continúa frente a frente. —Lanzó una mirada tenebrosa a Lisa, la señaló con el dedo índice y dijo—: Pero nuestro difunto rey también debe divertirse. Mujer, prepárate para acompañar a nuestro señor como querida.
Lisa juntó las manos y se estiró hacia Amund con gesto suplicante.
—Oh, valiente guerrero, perdóneme la vida. ¿Quién se ocupará si no de mis cinco hijos?
Amund puso los brazos en jarra y se esforzó por adoptar una expresión grave, pero le costaba mantenerse serio.
—Tus mequetrefes también serán sacrificados. Deben ser sirvientes del rey. ¡Es un honor muy especial!
Lisa se levantó, agarró un cuchillo imaginario y exclamó:
—¡Jamás! ¡Ese honor se lo dejo a vos! —Y se abalanzó sobre el pecho de Amund.
Él le agarró la mano entre carcajadas. Al sentir su tacto, Lisa sintió una sensación cálida. Lo miró a los ojos.
Amund le devolvió la mirada un momento, antes de darse la vuelta y decir con toda tranquilidad:
—Vamos a seguir montando un poco más.
Lisa cerró los ojos un instante, por un momento creyó que Amund la estrecharía entre sus brazos. Se estremeció al comprender lo mucho que lo deseaba. Decepcionada y aliviada al mismo tiempo de haberle malinterpretado, respiró hondo. ¿Por qué le costaba tanto comprender a ese hombre? ¿Y por qué quería entenderlo?, le decía una voz crítica en su interior. Enseguida descartó la pregunta.
Para no verse tan pronto de nuevo en situaciones desagradables que confundieran sus sentimientos, Lisa decidió no ver más a Amund en privado. Cuando le propuso ir juntos a la regata y luego ir a un concierto al aire libre, reaccionó con una evasiva.
—Tal vez vendré más tarde —dijo cuando se lo preguntó al día siguiente por la tarde—. Espero durante las próximas horas una llamada de Susanne, que tiene algunas preguntas sobre la página web. —Hasta cierto punto, era cierto.
Amund se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, entonces tal vez hasta luego.
Aunque le molestara admitirlo, la reacción indiferente de Amund fue como una puñalada. «Deberías alegrarte —se dijo—. ¿Qué te pasa? Te comportas como una adolescente enamorada».
Lisa estaba sentada en su cabaña con un libro, pero no podía concentrarse en el texto. No tenía sentido seguir engañándose. Sus sentimientos por Marco habían cambiado completamente. ¿O tal vez nunca habían sido tan profundos como imaginaba? Como siempre, la idea de fundar con él una agencia le parecía absurda. Por no hablar de una familia. ¿En qué estaba pensando cuando aceptó su propuesta? Una voz interior le decía que era más interesante lo que le ocurría ahora. «Te sientes atraída por un hombre del que prácticamente no sabes nada y que a lo sumo te encuentra simpática. Y aun así estás a punto de mandar a paseo a Marco».
Lisa se preguntó, no por primera vez, si era de esas personas que no eran capaces de sentar la cabeza. ¿Es que era una negada para las relaciones? Se obligó a ser sincera consigo misma. ¿Era casualidad que dudara de sus sentimientos por Marco precisamente ahora, cuando le había dicho claramente que planeaba un futuro con ella? ¿No era por eso por lo que se imaginaba que de pronto encontraba interesante a otro hombre? ¿No le parecía Marco más atractivo cuando creía que solo quería una relación pasajera? ¿Es que solo podía relacionarse con tipos inaccesibles porque con ellos no corría peligro de terminar en una relación de verdad?