21

Nordfjord, verano de 1941

A Enar le costaba superar la muerte de su madre. De puertas para fuera apenas había cambiado: hacía su trabajo como de costumbre, los domingos acudía a misa, luego conversaba con sus conocidos y oía con regularidad las noticias de la BBC para informarse sobre el transcurso de la guerra. Sin embargo, su familia notaba que se mostraba más parco en palabras e introvertido que antes. Durante las comidas en común a menudo se quedaba con la mirada fija, sumido en pensamientos tristes. Lisbet le confesó a su hija que Enar volvía a dormir mal y que lo acosaban las pesadillas.

A Mari le daba mucha lástima su padre. Ella también echaba de menos a la abuela Agna, pero no imaginaba que su muerte afectaría de tal manera a Enar. Mantenían una buena relación, pero él no daba muestras de que fuera muy estrecha. Mari comprendió una vez más hasta qué punto era difícil profundizar en los sentimientos de su padre.

Sin embargo, no cabía duda sobre lo que opinaba acerca de los alemanes y todo lo que tuviera que ver con ellos. Cuando se enteró de que se había formado una unidad de seguridad, las SS Norges, y que había sido incorporada en Oslo el 25 de mayo personalmente por Heinrich Himmler como «parte de las SS alemanas» en su «orden negra», Enar estuvo a punto de tirar la radio de la estantería de la pared de puro asco y rabia, pues todos aquellos nuevos miembros de las SS se habían presentado voluntarios. ¿Cómo se podía traicionar de esa manera a la patria?

Enar no quería tener nada que ver con los alemanes después de la brusca irrupción del capitán Knopke en el entierro de Agna. A Joachim, que en una visita posterior a la granja de los Karlssen se había disculpado por las molestias en el funeral, no le guardaba rencor, pero desde el incidente se distanció claramente de él y lo evitaba todo lo posible. La esperanza de Mari de que en poco tiempo su padre vería a su novio como una persona y no como a un soldado enemigo se había frustrado. Ole, en cambio, seguía confiando en que era posible que Enar se ablandara solo con ese alemán.

Los dos hermanos estaban arrancando malas hierbas un día de principios de junio en el pequeño cultivo de patatas que se encontraba detrás del huerto de hortalizas cuando Mari sacó a colación el tema que más la inquietaba.

—¿Crees que algún día podré tener una relación normal con Joachim? —preguntó.

Ole se incorporó.

—Ten paciencia con padre —dijo—. Sé que todo este secretismo es un incordio, pero estoy seguro de que llegará el momento en que ya no será necesario. —Le sonrió.

Mari se esforzó por devolverle la sonrisa y se inclinó de nuevo sobre las plantas. Esperaba con todas sus fuerzas que la visión optimista de Ole fuera correcta.

Mari intentaba consolarse pensando que por lo menos su padre no había echado a Joachim de la granja. Tal vez fuera cierto que solo había que esperar con un poco de paciencia. Reprimió un suspiro. La paciencia no era uno de sus puntos fuertes, y para Ole era muy fácil hablar. Su amor por Nilla había sido muy bien recibido por todo el mundo. Cuando unas semanas antes la llevó a casa y anunció que estaban enamorados y que se querían casar en septiembre, le robó una sonrisa poco habitual en el rostro de Enar.

Los temores de Mari de que los planes de boda de Ole incitaran a su padre a intentar de nuevo casarla a ella no se confirmaron. Al contrario, Enar no ocultaba que le gustaba la idea de que Mari se quedara en la granja en un futuro próximo. Trabajaban mucho juntos. Desde que Finn estudiaba en Oslo, Mari se había hecho cargo de algunas de sus tareas. Pero no era su capacidad de trabajo lo que Enar apreciaba, se trataba más bien de su compañía, aunque hablaran poco.

—Vete, ya me las arreglaré sola —dijo Lisbet cuando Mari asomó la cabeza en el salón, donde su madre estaba limpiando las ventanas. En realidad Mari tenía que quitar el polvo, pero Enar la había llamado porque la necesitaba en el huerto—. Le haces bien —afirmó Lisbet. Mari la miró confusa—. Seguro que es porque te pareces mucho a su madre —le explicó Lisbet, y le enseñó una fotografía antigua colgada en la pared, junto a otras. Mari miró con más detenimiento la imagen color sepia tomada a principios de siglo. Por entonces Agna estaba en la mitad de la treintena—. Tú solo la has conocido como anciana, pero antes tenía los mismos labios gruesos y arqueados que tú. Y los ojos azul oscuro también son de ella. —Mari sonrió—. Y ahora corre —dijo Lisbet, y sonrió con cariño a su hija.

—En realidad tendrías que haber sido tú el chico —gruñó Enar, mientras Mari metía una rama puntiaguda en el tronco cortado de un arbolito y lo sujetaba con fibra vegetal—. Tu hermano Finn hace tiempo que no es tan hábil.

Padre e hija injertaron juntos un joven manzano para que progresara. Enar agarró un pequeño cubo metálico de una pequeña hoguera que había atizado cerca y vertió cera líquida donde se unía la hilaza.

—Así se sella la superficie de corte y se evita que se seque —explicó.

Mari asintió y cogió la cesta con los injertos, mientras su padre elaboraba la siguiente capa en el tronco del árbol. Trabajaban mano a mano y en silencio. Mari se sumía en sus pensamientos, que invariablemente desembocaban en Joachim. Miró de reojo a su padre. Parecía concentrado y tranquilo. En momentos así a veces Mari sentía la tentación de jugárselo todo a una carta y contarle su historia de amor. Sin embargo, aquel día las voces de alarma también la instaron a tener paciencia. Era demasiado pronto. Aún no había llegado el momento adecuado.

Aquel año Mari se alegró sobremanera de que llegara la fiesta de San Juan. Aprovecharía una vez más la oferta de Nilla de servirle de coartada siempre que lo necesitara para poder ver a Joachim. Esta vez Mari solo mintió a medias, ya que después de su cita realmente quería ir a casa de Nilla, pasar allí la noche y desayunar con ella al día siguiente. Hacía mucho tiempo que no lo hacían.

Aún quedaban dos horas hasta la puesta de sol, pero la fiesta ya estaba en pleno apogeo. La pista de baile estaba llena de parejas que daban vueltas, los largos bancos estaban repletos, las risas y cantos impregnaban el ambiente. A Mari no le costó salir a hurtadillas del prado de la fiesta. De camino al río siempre miraba alrededor, pero nunca veía a nadie. Aceleró el paso y cruzó corriendo el prado: estaba ansiosa por celebrar el primer aniversario de su amor con Joachim.

Él la estaba esperando debajo del sauce cuando llegó. Sin embargo, no había extendido una manta ni llevaba una cesta de picnic. Mari pensó que no tenía el día libre, e intentó que no se le notara la desilusión. Joachim la estrechó entre sus brazos y le dio un largo beso.

—Ven —dijo, y la cogió de la mano.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mari sorprendida. Joachim le señaló los matorrales de la orilla.

Entonces fue cuando Mari vio el barco de remos amarrado. Joachim la ayudó a subir, la siguió y con un remo separó el bote de la pendiente. Se puso a remar con todas sus fuerzas río arriba por el Eidselva. Mari le sonrió aliviada, feliz de disponer de las siguientes horas solo para ellos.

Los bosques y prados ribeteaban la orilla del ancho río como una cinta verde, y el lecho transcurría por amplios meandros curvos en la llanura del valle. Mari veía el fondo a través del agua cristalina, en la que nadaban multitud de peces. Al cabo de un rato Joachim se dirigió a una zona boscosa de la orilla y allí bajaron. Escondió el bote en el montículo y la adentró en el bosque oscuro. Pasados diez minutos se detuvo de repente. Mari miró alrededor: solo había árboles y arbustos.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Joachim sacó un pañuelo del bolsillo.

—Déjate sorprender —le dijo él, y le vendó los ojos. La cogió de la mano, la acompañó con cuidado durante unos pasos más y se detuvo de nuevo—. Espera un momento —dijo.

Mari oyó que se alejaba de ella.

—Ya puedes mirar —dijo Joachim poco después.

Mari se quitó el pañuelo y parpadeó. Se encontraba frente a un pequeño claro, aún iluminado por el sol. En medio había un armazón de cuatro palos de madera con un toldo encima que ofrecía una buena protección para el viento vespertino. Los postes delanteros estaban decorados con guirnaldaas de flores, y en el suelo había una manta. Ni rastro de Joachim. Intrigada, se acercó al refugio. En la manta había un gran corazón formado con pétalos de flores, y en el medio un signo de interrogación. Mari sintió que se le aceleraba el corazón. Se dio la vuelta: detrás estaba Joachim de rodillas, mirándola muy serio. El sol resaltaba el brillo dorado de sus ojos. Le cogió la mano y se la besó.

—¿Quieres estar conmigo para siempre y pasar la vida conmigo? —preguntó.

Mari se quedó callada. No era capaz de pronunciar palabra. Asintió en silencio.

Joachim se puso en pie y le dijo en voz baja:

Jeg elsker deg. —Para Mari fue como si aquellas palabras antiquísimas se pronunciaran por primera vez aquel día, como si Joachim fuera el primer hombre del mundo en confesar su amor. Ella sonrió y contestó:

—Yo también te quiero.

—Pero ¿eso puede ser? —preguntó Nilla—. ¿Los soldados alemanes pueden casarse con noruegas? ¿Y qué dirán tus padres?

Mari y su amiga estaban sentadas a altas horas de la noche en camisón en la habitación de Nilla, en su cama. Pronto volvería a salir el sol, pero las dos chicas estaban demasiado exaltadas para pensar en dormir. Cuando le contó la propuesta de matrimonio de Joachim, Nilla hizo las dos preguntas que también atormentaban a Mari desde dos horas antes.

Mari miró a Nilla con una sonrisa triste.

—Para empezar por la segunda pregunta: ya conoces a mi padre. Jamás dará su consentimiento. Y mi madre no podrá hacer mucho para evitarlo, tal vez lo hubiera conseguido la abuela.

Nilla apretó la mano de Mari.

—No puedes perder la esperanza.

Mari se encogió de hombros.

—Y en el ejército alemán no es fácil conseguir el permiso para un enlace así. Pero Joachim tiene un superior muy amable.

Nilla levantó las cejas.

—¿Perdona? Pensaba que ese capitán de caballería Knopke era un desgraciado desagradable.

Mari sacudió la cabeza.

—Por suerte el capitán de caballería no es el superior de Joachim, solo tiene que acompañarle con frecuencia como intérprete y cuidador de caballos. No, me refiero al coronel Helmstedt —aclaró—. Joachim le ha contado que quiere casarse conmigo. El coronel le ha prometido interceder por él, y confía en que pronto podamos celebrar la boda. Pero primero tenemos que preparar todos los papeles, documentos y certificados y presentarlos.

Nilla sonrió a Mari.

—Me alegro mucho por ti y… —Se detuvo y exclamó—: Se me acaba de ocurrir una idea fantástica. ¿Qué te parece una boda doble en septiembre? —preguntó, y esperó en tensión la reacción de Mari.

—Sería maravilloso —contestó Mari, y sonrió. Se imaginó la iglesia decorada con flores, llena hasta la bandera. Las dos parejas avanzando al ritmo de una música alegre por el pasillo central hasta el altar, donde el pastor Hurdal les esperaría con una sonrisa benévola. Centenares de miradas se posarían en Nilla y Ole, Mari y Joachim. Todos llevarían bunader festivos. Solo Joachim llevaría el uniforme puesto.

Enseguida se oscureció la idílica imagen. Mari dejó caer los hombros.

—No creo que sea buena idea —dijo—. A casi nadie le parecerá bien mi enlace con Joachim, y no me gustaría que eso eclipsara vuestra boda.

Nilla lanzó una mirada combativa a Mari.

—No voy a dejar que esos idiotas me arruinen el día. Y a Ole no le importa la opinión de esos pequeñoburgueses superficiales.

Mari sonrió al pensar en Ole reaccionando con comentarios sarcásticos a las insinuaciones hostiles y cómo después se burlaría de esos santurrones hipócritas.

—Es muy amable por tu parte, pero me temo que yo no tendré una boda con la familia y los amigos. Solo ocurriría si mi padre aceptara a Joachim como yerno, y para eso se necesita un milagro.

Nilla miró a Mari pensativa.

—Bueno, no lo sé. ¿No crees que cambiará de opinión cuando vea lo feliz que eres con Joachim? Al fin y al cabo quiere que estés bien.

Mari cerró los ojos por un instante.

—Es lo que más deseo en el mundo. Me parecería horrible que me negara su bendición.

Nilla apretó el brazo de Mari.

—No creo que llegue tan lejos. Te quiere demasiado para eso.

A finales de julio Mari comprendió que no podía esperar el momento ideal para contarle a su padre su historia de amor y sus planes de boda, ya que de todos modos se enteraría. Debió de ocurrir la noche del solsticio de verano, durante las dulces horas posteriores a la petición de matrimonio de Joachim en su nido de amor decorado con flores. Desde entonces Mari tenía faltas. Al principio no lo pensó porque tenía ciclos irregulares, pero ya habían pasado casi cuatro semanas de retraso.

—¿Estás segura? —preguntó Nilla, y miró a Mari preocupada.

Las dos amigas estaban sentadas en un banco bajo el sol vespertino en el paseo marítimo de Nordfjordeid. Una leve brisa empujaba el agua formando pequeñas olas. Unos cuantos barcos de pescadores se dirigían hacia el puerto, seguidos por gaviotas que esperaban la descarga de pescado. Mari tenía que comprar pescado fresco y había aprovechado la ocasión para ir a dar un paseo con Nilla.

Mari se encogió de hombros.

—No estoy segura del todo.

Nilla se sonrojó y preguntó:

—Pero ¿qué hicisteis para evitarlo?

Mari también se puso roja y bajó la voz.

—Joachim utiliza… bueno, ya sabes… —Nilla asintió—. Quizá la última vez algo fue mal —añadió Mari.

—Puede pasar —confirmó Nilla.

—En todo caso nunca me había retrasado tanto —continuó Mari.

—¿Sientes mareos? —preguntó Nilla.

Mari sacudió la cabeza.

—No, por suerte no. Pero eso no significa nada. Mi madre me contó una vez que ella apenas notó los embarazos y que nunca había sufrido mareos.

—¿Ya se lo has dicho a Joachim? —inquirió Nilla.

—No, antes quiero estar segura. Y, además… —Mari se detuvo y miró al suelo—. ¿Es necesario que lo tenga? Hay posibilidades… —murmuró.

Nilla reprimió un grito y miró a Mari atónita.

—¿No pretenderás…? ¡No te desgracies la vida! ¡Está prohibido!

Mari se llevó las manos a la cara y rompió a llorar.

—¿Y qué hago? ¿No es mejor que el niño ni siquiera llegue al mundo? ¿Qué le espera? Un abuelo que le odiará solo porque Joachim es alemán. Y padre no será el único que lo tratará como un tyskebarn no deseado.

Nilla posó la mano en el hombro de Mari.

—Te conozco. Jamás lo superarías si le hicieras algo a tu hijo. ¿Por qué no confías en tu madre? Estoy segura de que te aconsejará y no te dejará en la estacada.

Mari dejó caer los hombros.

—Ya lo sé. Y créeme, me encantaría contárselo, pero entonces tendría un secreto con mi padre, y no quiero ni puedo hacerle eso.

Nilla sacudió la cabeza con escepticismo.

—Perdona que sea tan directa, pero no te queda mucho tiempo para que ya no sea un secreto —dijo, al tiempo que miraba la barriga de Mari.

Mari se estremeció sin querer y soltó un fuerte suspiro.

—Antes peco y acabo en el infierno que pasar por lo mismo que Berit.

Sintió un escalofrío al pensar en su antigua compañera de clase, expulsada de la boda de Gorun un año antes. Unos meses atrás quedó patente que su amor por un soldado alemán había tenido consecuencias. Finalmente abandonó su ciudad natal en un estado avanzado de embarazo.

Corría el rumor de que Berit había ido a dar a luz a un hogar de maternidad de la organización nazi Lebensborn que los alemanes habían instaurado en Noruega. Las noruegas que habían tenido relaciones con soldados del ejército alemán podían ir a tener sus hijos allí, como sabían las dos amigas. Como miembros de una «raza superior» eran consideradas buenas madres de una generación aria. Si no podían o no querían mantener a sus hijos, se daban en adopción en la Alemania nazi a padres que desearan y no pudieran tener hijos.

Berit se decidió por ese camino, pues unas semanas antes había regresado a casa sin el niño. Sus padres no soportaron la deshonra y se mudaron de Nordfjordeid con ella a algún lugar donde nadie conociera el destino de su hija caída en desgracia.

Nilla rodeó a Mari con el brazo y le dio un achuchón.

—Lo de Berit era distinto, su soldado alemán la abandonó. Joachim jamás lo haría —dijo.

La convicción con la que hablaba Nilla consoló un poco a Mari.

—Tienes razón —dijo—. No es momento de perder los nervios.

Nilla le dio otro achuchón.

—Habla con Joachim. Juntos encontraréis una solución.

Mari sonrió agradecida a Nilla y se levantó.

—¿Vienes conmigo al puerto? —preguntó.

Nilla asintió.

—Hace mucho tiempo que no comemos pescado en casa. Madre se alegrará si le traigo un poco.

Aquella tarde, de camino de regreso del puerto, Mari dejó una nota a Joachim en el viejo abedul en la que le solicitaba con urgencia un encuentro. Sabía que en ese momento Joachim no disponía de muchas ocasiones de abandonar la caserna y verla. La recién iniciada campaña de Rusia del ejército alemán hacía que muchos de los jóvenes soldados destinados en Noruega se prepararan para ser trasladados al este. También una parte de la unidad de Joachim estaba siendo formada con prácticas de tiro y otros ejercicios para su uso en el frente. Joachim no había recibido aún la notificación de traslado, pero como instructor tenía que transmitir conocimientos básicos de veterinaria de caballos.

Mari no tuvo que esperar mucho para la respuesta de Joachim, en la que proponía un breve encuentro al cabo de dos días por la tarde junto a las colmenas. Por lo visto Mari se había adelantado con su petición, pues él también quería verla lo antes posible porque tenía novedades.

—¿Voy a ser padre? —Joachim miró a Mari atónito.

Mari se quedó muda. No se había imaginado aquella reacción a la noticia, esperaba alegría o emoción. Se dejó caer sin fuerzas en el banco junto a las colmenas. Joachim se sentó a su lado y le agarró la mano.

—Perdona, cariño, no creas que no me alegro. Al contrario, nada podría hacerme más feliz.

Mari le miró a los ojos y supo que estaba diciendo la verdad.

—¿Pero? —preguntó—. ¿Qué te preocupa? ¿Tiene algo que ver con el motivo por el que querías verme?

Joachim asintió y respiró hondo.

—No voy a quedarme mucho tiempo aquí —anunció—. En otoño también me envían a Rusia.

Mari se quedó perpleja. Poco a poco fue penetrando en su conciencia la trascendencia de aquellas palabras.

—¿Tienes que irte de Noruega? ¿A la guerra? Por el amor de Dios, ¿y si te hieren? ¿O te matan?

Joachim agarró las manos de Mari y la acercó al pecho.

—Es muy poco probable que tenga que ir al frente. Como veterinario estaré en la retaguardia, con la unidad de asistencia y no tendré que luchar —intentó calmar a Mari.

A Mari se le inundaron los ojos de lágrimas.

—Aun así correrás peligro de muerte —sollozó—. ¡Y tan lejos!

Joachim le acarició las mejillas.

—Por favor, no llores, Mari. No desapareceré de tu vida. Por supuesto que preferiría quedarme aquí contigo. Y más ahora —dijo, y le acarició la barriga con ternura—. Pero espero que pronto amaine la tormenta. Mucha gente cree que la campaña concluirá con éxito antes del invierno.

Mari le miró: tenía ganas de pegarse a Joachim y no soltarlo jamás. Bajó la cabeza y recobró la compostura. Joachim le levantó la barbilla y la besó en las dos mejillas.

—No te entristezcas tanto —le rogó—. Haré todo lo posible por hacerte feliz.

—Esta vez ese megalómano se ha excedido —dijo Enar con una perversa satisfacción en la voz, al tiempo que señalaba la radio de la estantería de la cocina. En las noticias de la BBC estaban informando de que los alemanes, tras la victoriosa batalla en la zona cercada de Smolensk a principios de agosto, no avanzaban hacia Moscú sino hacia Ucrania. Mari, que estaba preparando patatas con requesón para la cena, miró a su padre intrigada. Ya en las primeras informaciones radiofónicas sobre la entrada de los alemanes en la Unión Soviética el 22 de junio había manifestado su esperanza de que una guerra entre los dos frentes pusiera fin al avance imparable de los alemanes. Sin embargo, no lo parecía. El Ejército Rojo encajaba una derrota tras otra y no paraba de retroceder ante la presión.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Mari al ver que Enar no hacía amago de argumentar su afirmación.

Enar se levantó del banco rinconero y se dirigió a la puerta.

—Espera un momento y te lo enseñaré. —Poco después regresó con un atlas, lo dejó sobre la mesa y desplegó un mapa de Rusia. Señaló un punto—. Aquí está Smolensk. No está muy lejos de Moscú. Si Hitler hiciera que sus tropas marcharan de nuevo hacia allí, probablemente podría tomar la ciudad antes de que empezara el invierno.

Mari miró confusa a su padre.

—¿Y por qué no lo hace? —preguntó.

Enar arrugó la frente.

—Buena pregunta. Tal vez sea por los yacimientos petrolíferos de Ucrania. Un ejército así necesita una gran cantidad de combustible para todos los tanques, aviones y vehículos de carga. En todo caso con esa decisión demora la llegada al frente —explicó Enar, y señaló la zona de Ucrania, que se encontraba muy lejos de Moscú—. Los alemanes corren el peligro de quedarse cortos de abastecimientos. Además, así le dan la oportunidad a los rusos de ampliar sus posiciones de defensa en Moscú y enviar refuerzos.

—Qué gran estratega se han perdido contigo.

Enar y Mari se volvieron hacia la puerta, donde Ole hacía un gesto de aprobación con la cabeza a su padre. Se acercó a la mesa y echó un vistazo al mapa.

—Sí, creo que esta decisión se les va a indigestar —dijo—. ¿Cómo puede pensar alguien en conquistar un país tan enorme en solo unos meses? Napoleón ya fracasó en el intento —añadió, sacudiendo la cabeza.

Enar gruñó:

—Es lo bueno de esos majaderos, no aprenden de los errores de los demás y hacen oídos sordos a los consejos sensatos. Solo hay que ver a Hitler.

Ole miró a su padre pensativo.

—Seguro que es verdad. Lo único malo es que no se va a hundir solo.

Enar gruñó algo que sonaba a «eso tendrían que haberlo pensado antes de haberlos elegido a ellos», y se fue de la cocina.

Mari sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Pronto Joachim tendría que trasladarse a esa guerra horrible. Su esperanza de que terminara antes del invierno parecía de repente más que una utopía. Mari se había aferrado a esa idea para soportar el hecho de la separación. Sintió que el pánico se apoderaba de ella. ¿Sobreviviría Joachim? ¿O sería uno de los innumerables caídos que se han quedado en el campo de batalla y son enterrados a miles de kilómetros de sus países? ¿Por qué un criminal como Hitler podía enviar a miles de jóvenes a batallas sin sentido? Vio que Ole la miraba compasivo.

Intentó esbozar media sonrisa y le dijo:

—Todo esto tiene su lado positivo: padre ha salido por fin de su caparazón.

Realmente la perspectiva de que la suerte de los alemanes en la guerra se truncara había mejorado el ánimo de Enar.

—Ya lo veréis —murmuró, y no dio lugar a objeciones—. Ahora aún pueden presumir de sus victorias, pero pronto se les acabará. Más adelante, cuando llegue el invierno ruso.

Por un lado Mari estaba contenta de que su padre ya no estuviera sumido en su tristeza y hubiera salido de su ensimismamiento. Por el otro, sus comentarios sobre los alemanes le mostraban cada vez más el profundo rechazo que sentía hacia ellos.

Al cabo de dos días Mari estaba recogiendo los huevos a primera hora de la mañana en el corral cuando oyó un fuerte timbre. Intrigada, asomó la cabeza por la puerta. Su padre y Ole, que estaban enganchando a dos caballos delante del carro grande para poner el heno segado, salieron del granero. Delante de la casa estaba Joachim con su bicicleta. Debía de haber corrido mucho, pues estaba sin aliento y acalorado. Enar torció el gesto. Joachim vio a padre e hijo y se dirigió hacia ellos. Mari cerró la puerta del corral y les siguió.

—Ayer por la tarde llegó la orden —estaba diciendo Joachim cuando Mari llegó hasta los tres hombres—. Como casi nadie respeta la prohibición y todo el mundo escucha la emisora británica, ahora van a requisar los aparatos de radio. En una hora saldrán algunas unidades para iniciar la acción.

Enar miró a Joachim con recelo.

—¿Por qué nos avisa justamente a nosotros?

Joachim miró a Enar a los ojos.

—En primer lugar, no daba importancia a la prohibición. Todo el mundo tenía acceso a las fuentes de información y podría forjarse una idea de la situación. Y, en segundo lugar, porque le tengo un gran aprecio a esta granja.

Mari vio cómo reaccionaba su padre. La sencilla explicación de Joachim pareció impresionarle contra su voluntad.

Ole asintió a Joachim.

—Muchas gracias. —Se volvió hacia Mari—. En la sala de herramientas aún está la vieja radio que el año pasado se estropeó. ¿Puedes ir a buscarla, por favor? Entretanto yo esconderé la radio de la cocina. —Ole sonrió a Joachim—. No queremos que los requisadores se vayan con las manos vacías. —Joachim le devolvió la sonrisa.

Ole se puso serio.

—Pero ahora tienes que irte lo antes posible. Ya has corrido un gran riesgo por nosotros al salir de la caserna sin permiso y avisarnos.

Enar se irguió y murmuró algo que se podía interpretar como un agradecimiento. Ole guiñó el ojo a Mari a escondidas. Joachim levantó la mano a modo de saludo y volvió a su bicicleta.

Mari lo siguió con la mirada y vio que su madre había salido de la casa y los estaba observando. Pese a que era imposible que hubiera oído la conversación, tenía una expresión inquieta, pero no por la aparición imprevista de Joachim. Tampoco miraba a Ole, que subía a zancadas los escalones de la entrada de la casa, ni a su marido, que sacaba a los caballos del pajar. Buscaba la mirada de Mari, que sintió que se acaloraba. Se dio la vuelta al instante y se fue corriendo al granero, donde estaba la sala de herramientas.

La radio desechada se encontraba arriba del todo de una estantería. Mari colocó un taburete delante para acercarse a ella. Cuando quiso bajarla, un movimiento que percibió por el rabillo del ojo hizo que se estremeciera del susto. Se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio.

—Perdona, no quería asustarte. —Oyó que decía su madre.

Mari se dio la vuelta despacio y bajó del taburete. Lisbet estaba en la puerta y la miraba muy seria.

—Le quieres mucho, ¿verdad? —Era más una afirmación que una pregunta. Mari tragó saliva y asintió con la cabeza en un gesto apenas perceptible.

Su madre suspiró.

—Ya suponía que estabas enamorada, pero precisamente de un alemán… —Sacudió la cabeza. Mari se puso tiesa, levantó la barbilla y se dispuso a contestar, pero Lisbet la detuvo con un gesto—. No me malinterpretes. Joachim me parece muy simpático y comprendo que te hayas enamorado de él. Pero también tienes que entender que me preocupe.

Mari dejó caer los hombros.

—Por supuesto que lo entiendo —dijo en voz baja—. He intentado luchar contra ello para no herir los sentimientos de padre. Pero nunca había sentido algo tan fuerte por alguien. —Mari miró a su madre a los ojos—. No puedo vivir sin él.

Lisbet asintió.

—Ya lo sé. Conozco a mi veslepus —dijo con una sonrisa.

Mari suspiró aliviada. Se sentía liberada de una carga pesada. Le sentó muy bien por lo menos poder manifestar sus sentimientos abiertamente a su madre, y por fin no tener secretos con ella.

—¿Por qué no me has contado nada? —preguntó Lisbet con un ligero reproche en la voz—. Hace tiempo que noto que algo te preocupa. ¿Tienes algo más que decirme?

Mari sacudió la cabeza con rotundidad.

—¡Claro que no, cómo se te ocurre! No quería que tuvieras que ocultarle algo a padre, por eso no te dije nada. He necesitado tus consejos muy a menudo.

Lisbet asintió y le puso una mano en la barriga de Mari, que la miró atónita. ¿Cómo lo sabía? Lisbet sonrió.

—Como te he dicho, te conozco. —Lanzó una mirada inquisitoria a su hija—. ¿Va en serio contigo?

Mari asintió.

—El día del solsticio de verano me propuso matrimonio y… —Para su sorpresa de pronto se apoderó de ella un llanto compulsivo. Dijo entre sollozos—: ¿Qué voy a hacer? Padre nunca aceptará a Joachim como yerno. Y tengo mucho miedo por Joachim. Tiene que ir a Rusia a la guerra. Si le pasa algo… ¡no seré capaz de soportarlo!

—Tranquila —exclamó Lisbet, y abrazó a su hija. La meció un poco a los lados, como cuando de pequeña estaba inquieta. Mari cerró los ojos y se dejó invadir por el agradable calor de su madre.

—En el fondo no cambia mucho —dijo Ole—. Tú vas a seguir viviendo aquí, y padre apenas verá a Joachim si es que va a Rusia.

Mari miró dudosa a su hermano. Los hermanos estaban sentados con Nilla y Lisbet junto a la casa alrededor de la mesa bajo la sombra del manzano. Aquel domingo Enar había ido a una reunión de la asociación de criadores de caballos después de la misa, una buena ocasión para que los cuatro pudieran urdir un plan. A pesar de que el sol de agosto aún brillaba alto en el cielo, ya había algo otoñal en el aire y las primeras hojas estaban cambiando de color en los árboles frondosos. Lisbet había hecho un pastel y café de verdad que Joachim le había regalado a Mari en su último encuentro.

—Por supuesto que para ti es horrible que Joachim esté tan lejos y corra semejante peligro —continuó Ole—. Pero así padre podrá acostumbrarse mejor a la nueva situación, ya que si Joachim se quedara en Noruega tendrías que irte del país.

Nilla miró a Ole sorprendida.

—¿Por qué? Es absurdo.

Mari sacudió la cabeza.

—No, Ole tiene razón. Las esposas de los soldados del ejército alemán no pueden quedarse en el país donde están destinados sus maridos.

—¿Y qué pasará cuando haya terminado la guerra? —preguntó Nilla—. Ya no durará mucho, ¿no? Los alemanes parecen invencibles —añadió.

Ole se encogió de hombros, confuso.

—Yo no estaría tan seguro… —empezó.

Mari le tomó la palabra.

—Da igual si dura poco o mucho, para mí solo cuenta que Joachim vuelva de Rusia sano y salvo. Y que padre acepte a nuestro hijo en la familia.

Lisbet asintió.

—Tienes razón. Realmente es lo más importante.

—¿Cuándo volverá a tener el día libre Joachim? —preguntó Ole.

—Estará fuera hasta principios de septiembre porque tiene que acompañar a un transporte de caballos al norte —contestó Mari—. A finales de la semana que viene habrá vuelto y casi con toda seguridad nos veremos el sábado por la tarde.

Ole asintió.

—Bien. Pues empecemos a tomar decisiones: Joachim tiene que venir aquí el sábado. He pensado que Nilla y yo deberíamos estar presentes cuando le pida a padre la mano de Mari. Como apoyo moral, por así decirlo. ¿Qué os parece? —preguntó al grupo.

Lisbet hizo un gesto, pensativa.

—Realmente no es mala idea. Si Enar ve lo bien que os entendéis vosotros cuatro, tal vez le resulte más fácil superar sus prejuicios —dijo tras un breve silencio—. Y cuando Joachim le haya demostrado que no es un nazi convencido y que ha corrido un riesgo para avisarnos, estoy bastante convencida de que Enar os dará su bendición —continuó, dirigiéndose a Mari.