Nordfjord, mayo de 2010
A las seis sonó el despertador. Cuando Lisa se dio la vuelta en la cama para apagarlo, tuvo la tentación de no hacer caso y seguir durmiendo. Aunque la tarde anterior había tomado un baño caliente para relajar los músculos en tensión, sentía cada fibra de su cuerpo. Y además tenía que echar una mano a Amund. Se encargaba de la mayoría de trabajos del establo y el granero desde la ausencia de Faste y Mikael, pero aquel día iba el herrero a herrar los caballos. Amund tendría que ayudarle y no podía ocuparse de las tareas diarias.
No, no iba a mostrar su punto débil y darle a Amund, que por lo visto la había colocado la etiquera de «las urbanitas fifis», otra ocasión para esbozar una sonrisa de desdén. Se puso enseguida los tejanos y una sudadera, cogió un chubasquero y atravesó el prado hasta el patio. De nuevo unas nubes negras pendían por encima de las montañas, y ráfagas de tempestad atraían fuertes chubascos contra las pendientes.
Por primera vez Lisa entró en el moderno y espacioso establo al aire libre. En su primer paseo por la granja Tekla solo le enseñó los antiguos establos de caballos, donde había una sala para las sillas y un trineo, así como un coche de caballos antiguo. Ahora solo se utilizaba para alojar a los animales enfermos que necesitaban cuidados y observación especiales. Normalmente los caballos pasaban la mayor parte del tiempo al aire libre. Solo cuando el tiempo era extremadamente malo buscaban cobijo en el establo nuevo, al que se accedía desde el pasto.
Lisa hasta entonces había preferido observar los caballos desde lejos. Le parecían tranquilos, pero le infundían respeto. Por el tamaño no llegaban a ser pura sangre, pero eran mucho más fuertes que una persona. Cuando cerró tras de sí la puerta, Lisa buscó con la mirada. En un pasillo ancho, a la derecha estaba el establo propiamente dicho. Siempre había pensado que los caballos se guardaban en boxes individuales, pero allí habían renunciado a ellos. En cambio había varias zonas amplias distintas. En algunas había pesebres que podían cerrarse. Las demás áreas se confundían y parecían cumplir diferentes funciones. En una había dispensadores de agua en la pared, una estaba cubierta de arena, la más grande con astillas de madera. De ahí salían al exterior. Lisa vio un pequeño corral vallado que daba a la zona de monta, y detrás empezaban los pastos.
El lado izquierdo del pasillo servía de almacén. En un rincón se amontonaban sacos de comida, pacas de paja y heno. Allí vio a Amund, que llenaba unos cubos de alimento de distintas cajas y sacos.
Lisa se acercó a él y le dijo:
—Hola, ¿qué hago?
Estaba decidida a tratar a Amund con la misma aspereza que utilizaba con ella. Los comentarios amables o los intentos de entablar conversación con él eran una pérdida de tiempo. Amund se volvió hacia ella y la observó. Al ver sus zapatos sacudió la cabeza y le señaló un rincón donde había varios pares de botas de goma. Lisa reprimió el impulso de desobedecer su orden silenciosa, pues habría sido una tontería estropear los zapatos solo por demostrar independencia.
Con las botas de goma adecuadas puestas, Amund le puso dos cubos de alimento en la mano y le señaló los boxes más pequeños. Lisa se alegró de poder llenar los pesebres desde fuera, Amund se llevó fuera a dos caballos y los llevó a los comederos, donde enseguida dieron buena cuenta de sus raciones.
—¿Por qué esos caballos se separan de los demás? —A Lisa se le escapó la pregunta sin querer. Para su sorpresa, obtuvo su respuesta.
—Baldur toma una comida especial enriquecida. Ahora mismo estoy entrenando mucho con él —dijo Amund, y le señaló el potente semental con la piel clara y la crin en forma de cepillo recién cortada—. Y Erle tenía una infección y necesitaba un complemento.
Lisa observó con más atención los caballos.
—Tiene dos potros, ¿verdad? —preguntó.
Amund levantó las cejas, asombrado, y asintió. Lisa señaló el remolino de pelo en la frente de Erle.
—Los he visto hace poco en un prado, por eso los he reconocido —explicó Lisa.
—Cuando haya terminado de comer, hay que cepillarla —dijo Amund, y le dio a Lisa una almohaza y un cepillo blando. Lisa se lo quedó mirando atónita.
»¿Te da miedo matarte a trabajar? —preguntó Amund con sorna.
Lisa sacudió la cabeza, enfadada.
—No, por supuesto que no. Pero no estoy familiarizada con los caballos. Me da miedo equivocarme y hacerle daño a Erle sin querer —aclaró. Le daba mucho más miedo que le mordiera o le diera una coz, pero por lo visto él no compartía su opinión.
Amund abrió en silencio la puerta del pasillo del establo, condujo a la yegua por el cabestro y la ató.
—Primero pasas en círculos la almohaza por el cuello, el pecho, la barriga y las posaderas para quitar la suciedad más gruesa —dijo, y le enseñó a Lisa a qué se refería—. Las partes del cuerpo sensibles, es decir, la cabeza y las piernas, las dejas. —Amund le puso la almohaza en la mano. Lisa la pasó con cuidado por el cuello de la yegua—. No con tanta suavidad —dijo Amund—. Puedes frotar de verdad, para los caballos es como un masaje. Cuando termines, pasas al cepillo blando —continuó, y le enseñó cómo hacerlo—. Bueno, creo que ahora os entenderéis. Yo tengo que ocuparme del herrero —anunció Amund, y se dirigió a la puerta del establo. Antes de que Lisa pudiera contestar algo, le señaló una hoja clavada en la pared—. Cuando termines con Erle, puedes pasar a eso de ahí.
Erle miraba a Lisa con atención, que le tendió una mano para que pudiera olisquearla. Era lo que siempre hacía con perros desconocidos, pero ¿también tenía sentido con los caballos?
—Bueno, Erle —dijo Lisa—. Voy a intentar hacerlo todo bien. Por favor, no me muerdas.
La yegua resopló y levantó las orejas, y Lisa lo interpretó como una buena señal. Por lo menos sabía que los caballos miedosos o agresivos tenían las orejas gachas. Cuando Lisa empezó a almohazar a Erle con energía siguiendo las instrucciones de Amund, la yegua se quedó tranquila. Al cabo de un rato Lisa se relajó. Le resultaba muy agradable cepillarle la piel suave y notar el cuerpo cálido. Pronto descubrió que lo que más le gustaba a Erle era que le cepillara la crucera: hacía un movimiento con el labio superior y giraba el cuello de gusto.
La hoja que le había escrito Amund resultó ser una extensa lista de tareas que Lisa acometió durante las siguientes horas, con la sospecha de que la estaba sobrecargando de trabajo para quitársela de en medio.
—Puedes esperar sentado —murmuró en voz baja, y agarró la lista. Barrió y fregó los pasillos del establo, clasificó y amontonó los sacos de comida recién comprada y llenó los montones de heno. Finalmente todas las tareas fuera del establo en sí estuvieron terminadas, y Lisa ya no pudo aplazar más la tarea que más miedo le daba. «No seas tonta», se dijo, se apartó un mechón del rostro acalorado y entró en la zona de descanso, donde había troncos esparcidos, para recoger el estiércol de los caballos.
La fuerte lluvia había hecho que muchos caballos se refugiaran en el establo, donde dormitaban de pie, comían de los montones de heno, se revolcaban en la arena o se tumbaban en la zona de descanso. Lisa se vio obligada a pasar entre los animales. La inseguridad que le provocaba tener tan cerca a tantos caballos le resultaba mucho más desagradable que arrastrar sacos pesados. Evitaba en la medida de lo posible acercarse por detrás a los animales y no paraba de susurrar palabras tranquilizadoras.
Lisa dio un respingo al sentir un empujoncito en la espalda. Se dio la vuelta con cuidado, esperando encontrarse con un caballo agresivo. Pero era Erle, que la olisqueaba con cariño. A su lado estaban sus dos potros. Lisa respiró aliviada y acarició a la yegua.
—Lisa, ¿estás ahí? —Oyó la voz de Tekla. Lisa se asomó a la puerta del establo donde estaba Tekla.
La voz de Amund respondió desde fuera algo en noruego que Lisa entendió a medias. Por lo visto estaba convencido de que se había amedrentado ante la cantidad de trabajo y hacía tiempo que se había largado.
—Pues no es lo que parece —dijo Tekla. Lisa fue al pasillo del establo, dejó la pala y el cubo con el estiércol y le guiñó el ojo a Tekla.
—Me preocupaba que no vinieras a desayunar —dijo Tekla.
Lisa miró el reloj de pulsera y comprobó que ya era casi mediodía. Tekla se volvió hacia Amund, que entró con ella en el establo y miraba alrededor perplejo.
—Qué cantidad de trabajo. ¿Cómo se te ocurre encargarle algo así a Lisa? —preguntó Tekla, y miró a Amund con severidad.
—Déjalo —dijo Lisa—. Ya estoy acostumbrada a que me tome por una debilucha. —Se volvió hacia Amund—. Luego me haré cargo de los dos caballos que quedan por cepillar. Ahora voy a hacer una pausa para desayunar.
Sin esperar una respuesta, Lisa salió del establo.
Al día siguiente por la mañana a las siete sonaron tres disparos en el fiordo que anunciaba el inicio del día festivo. El tiempo había mejorado respecto el día anterior. Hacía viento y fresco, pero ya no llovía. Lisa quiso acompañar a Tekla al centro después de desayunar y ayudarle a preparar el picnic que tendría lugar después de la misa familiar.
—Así no puedes ir —dijo Tekla cuando Lisa entró en la cocina de la casa.
Lisa se miró de arriba abajo, molesta. Llevaba unos tejanos negros limpios y su jersey rojo preferido.
Tekla sonrió.
—Te queda estupendo, pero para celebrar el diecisiete de mayo nos arreglamos de una forma especial. La mayoría se pone su bunad, los demás van con vestidos de fiesta.
Lisa vio que Tekla llevaba un traje con un complejo bordado y delantal.
—Vaya —dijo—. Me temo que no tengo nada adecuado.
En la boda de las Lofoten vistió informal, y a nadie le molestó su indumentaria deportiva.
Tekla ladeó la cabeza.
—La ropa de Inger podría irte bien. Es un poco más baja que tú, pero también está delgada.
—¿Crees que a Inger le parecerá bien que me ponga ropa suya? —preguntó Lisa, insegura.
Tekla asintió.
—Me sorprendería que tuviera algo que objetar. No es una persona complicada para esas cosas.
Lisa se sentía un poco rara con la falda larga de seda granate con un brillo mate y el cuerpo negro muy ceñido que Tekla había elegido para ella.
—Te sienta como un guante —exclamó Tekla entusiasmada, le puso a Lisa una estola sobre los hombros y la empujó enfrente del espejo que había colgado de la puerta del armario ropero de Inger.
Lisa, que rara vez llevaba falda o vestido, se observó en silencio. Tenía la sensación de estar frente a una persona que le era conocida y ajena a la vez. Una experiencia interesante.
—Estás estupenda —dijo Tekla.
Lisa se quedó callada. Siempre se enorgullecía de no dar valor a esos cumplidos, pero aquel comentario cariñoso de Tekla la conmovió.
Cuando Lisa y Tekla llegaron al espacio de delante de la iglesia ya se encontraban algunos ayudantes. Habían colocado mesas grandes y bancos, cajas de bebidas, grandes neveras portátiles y cestas con bocadillos, guirnaldas con banderitas noruegas, encendieron una gran barbacoa de carbón y habían montado un escenario. Además del pastor, que la saludó amable con la cabeza, vio otra cara conocida: Liv, la artista que había conocido a través de Mikael. Estaba llevando una enorme olla a una mesa y amontonando platos de plástico al lado. Lisa se acercó a ella y la saludó.
Liv le sonrió, contenta.
—Qué sorpresa tan agradable —dijo—. Pensaba que hacía tiempo que habías vuelto a Alemania.
Lisa se encogió de hombros.
—Eso tenía pensado.
Liv observó a Lisa y dijo:
—Estás muy elegante, te queda genial.
Lisa sonrió cohibida y señaló el traje de Liv, muy parecido al de Tekla.
—Eso es un bunad, ¿verdad? —Liv asintió—. ¿Es el traje nacional de Noruega? —preguntó Lisa.
—Sí, pero hay aproximadamente cuatrocientas variantes. Cada región tiene su propio patrón, corte y colores. Así enseguida se sabe de dónde es la mujer que lo lleva —explicó Liv.
Buscó algo con la mirada.
—¿No ha venido Mikael contigo? Quería comprar mazas de malabares durante su estancia en Oslo. Las necesitaré luego para mi actuación. En realidad esperaba que me las trajera mucho antes.
—Lo siento, pero no está —contestó Lisa.
Liv arrugó la frente.
—Qué raro, debería haber vuelto hace tiempo.
—¿Qué iba a hacer a Oslo? —preguntó Lisa, y miró expectante a Liv.
—No lo sé exactamente. Solo dijo que tenía que arreglar algo importante allí. Supongo que tiene que ver con la galería.
Lisa quería hacerle más preguntas, pero Liv se despidió enseguida.
—Disculpa, luego hablamos. Ahora tengo que ir sin falta a casa a coger mis mazas viejas.
Lisa ayudó a Tekla a sacar del coche las fuentes con rømmegrøt que había preparado. El puré espeso cocido con nata agria era un plato festivo muy apreciado y se comía con canela y azúcar o con jarabe de fruta.
Lisa señaló una enorme montaña de salchichas plastificadas.
—¿Quién se va a comer todo eso?
Tekla se echó a reír.
—Sería impensable una fiesta nacional sin montones de pølser. Ya verás cómo desaparecen en un santiamén —dijo, y luego aguzó el oído—. ¡Ah, ya llegan! Vamos a la calle para que veas el desfile.
Lisa escuchó y oyó música de orquesta.
Las dos mujeres buscaron un sitio al final de Eidsgata y poco después vieron pasar la avanzadilla del desfile de niños, hombres robustos que llevaban pesadas banderas y los miembros del comité de fiesta desde la pendiente donde se encontraba la escuela y el hospital. Les seguían los niños, que desfilaban por clases y grupos de guardería y agitaban banderitas. Unos carteles hechos por ellos anunciaban de qué clase se trataba. Dos bandas de música acompañaron a la multitud vestida de fiesta. Lisa incluso vio a dos perros con lazos de los colores de la bandera noruega. Detrás de los niños caminaban jóvenes desenfadados con pantalones y jerséis rojos o azules con dibujos o lemas insolentes estampados, y gorros con los correspondientes colores. Silbaban con pitos o gritaban:
Chickelacke, chickelacke, show, show, show!
Bummelacke, bummelacke, bow, bow, bow!
Chickelacke, bummelacke, jazz bom bøh!
Julekake, julekake, hjembakt brød!
—Son los russ —le contó Tekla—. Hace poco que han terminado los estudios y celebran las últimas semanas. Hoy termina su época russ, así que es una especie de ritual de transición que marca la entrada a la edad adulta.
—¿Los colores significan algo? —preguntó Lisa.
—Sí, los rødruss son del bachillerato, los blåruss de la formación profesional —contestó Tekla.
Lisa sacó el teléfono móvil del bolso, hizo algunas fotografías del desfile y se las envió a Marco. Ya había dejado sin contestar dos de sus mensajes, así que ya era hora de volver a dar señales de vida: «Lástima que no estés aquí. Una pequeña muestra del día más importante de Noruega. Te llamo por la tarde. Un beso, L.»
Tras la misa en la iglesia abarrotada los asistentes y los espectadores del desfile se dirigieron a las mesas y bancos. Lisa ayudó a Tekla a llenar los cuencos de rømmegrøt y a cortar pasteles. Desde la barbacoa salían tentadores aromas, y la mesa de Liv, que no paraba de servir salchichas blancas vienesas calientes de una enorme montaña, también estaba rodeada de una multitud hambrienta. Lisa comprobó que nadie bebía alcohol, tampoco los adultos. Solo había limonada, llamada brus, o café. Estaba impresionada por el ambiente relajado y sereno que reinaba en todas partes y la cantidad de rostros sonrientes.
Por la tarde tuvo lugar el desfile de las asociaciones, los scouts y varias bandas de música, a los que se podía unir todo el que quisiera. Recorrieron la Eidsgata en dirección al río mientras entonaban varias canciones. El objetivo era llegar a un lugar más amplio, donde había una suerte de anfiteatro en un extremo. Allí se pronunciarían varios discursos por el aniversario de la constitución y otros temas patrióticos cuyo contenido Lisa casi no entendió. Al final Liv y algunas de sus compañeras de la escuela artística actuaron, y se organizaron distintos juegos para los niños, que volvieron a comer entusiasmados un montón de helado y de pasteles.
—Se parece un poco a una enorme fiesta infantil de cumpleaños —dijo Lisa, que contemplaba con Tekla la actuación de los malabaristas.
Tekla se echó a reír.
—El nombre no oficial de esta festividad es barnedag, es decir, el día de los niños. —Tekla señaló un edificio en el extremo de la plaza—. Por cierto, te encuentras en un terreno histórico interesante. Antes era una plaza de armas. Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes levantaron sus cuarteles aquí. Ahí detrás aún se erige una de las antiguas barracas, que ahora alberga un museo militar.
Lisa miró alrededor e intentó imaginar cómo debía de ser aquel lugar setenta años antes. Resultaba extraño saber que tal vez su abuelo estuvo en algún momento en aquel mismo lugar. Se percató de que hasta entonces en realidad apenas había pensado en él. Disponía de muchos menos indicios y pistas sobre él que sobre Mari. No lograba liberarlo de la nebulosa del pasado y forjarse una imagen de él.
—Mira, ahí está Amund —interrumpió Tekla sus pensamientos, al tiempo que le señalaba en una dirección.
El mozo de cuadras se encontraba a cierta distancia, y Lisa casi no lo reconocía, pues, como casi todo el mundo alrededor, también llevaba traje: bombachos negros, camisa blanca, chaleco bordado y chaqueta granate, que le sentaba muy bien. Como si notara su mirada, se volvió hacia Lisa. A él también pareció molestarle su aspecto inusual, pues aguzó la vista y la observó con detenimiento. Tekla le hizo un gesto y le dio a entender que se acercara a ellas, pero Amund hizo caso omiso y se fue en otra dirección.
—¿Qué problema tiene? —preguntó Lisa—. Siempre tengo la sensación de que le molesto.
Tekla la miró confusa.
—Sí, yo también me he dado cuenta de que te trata con mucha aspereza. No lo entiendo.
Lisa se encogió de hombros.
—No pasa nada.
Tekla arrugó la frente.
—Bueno, pero no me parece normal. La única explicación que le encuentro es que le recuerdes a su exnovia y por tanto le remuevas viejas heridas. La separación fue muy dolorosa para Amund. Fue antes de que viniera a trabajar a casa, hace cinco años.
—Debió de hacerle mucho daño si después de tanto tiempo aún no lo ha superado —opinó Lisa.
—Lo peor para él es que no puede ver a su hija. Uno no se sobrepone a eso.
Lisa miró a Tekla desconcertada.
—¿Por qué no puede verla?
—Por lo visto la madre es de Estados Unidos. Tras la separación de Amund regresó a su país y rompió el contacto.
Aquella noche Lisa también se acostó temprano, agotada por el trabajo físico al que no estaba acostumbrada en el establo y el huerto que la tenía hecha polvo, así como de la multitud de emociones del día de fiesta, que terminó hacia las diez arriando la bandera a modo de celebración. Se quedó dormida al instante. En sueños vio niños cantando que hacían malabares con salchichas. Tekla envolvía a Lisa en una enorme bandera noruega y le ordenaba que adoptara la pose de la estatua de la Libertad para que los niños bailaran alrededor. De pronto aparecía Amund vestido con el uniforme de las fuerzas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Le lanzaba una mirada incriminatoria y la culpaba de haberse propuesto atormentarle. Un grupo de estudiantes con todo el cuerpo pintado de azul y rojo y guerreras con flecos empezaron a dar golpes entre ellos con palos de madera siguiendo el ritmo, al tiempo que gritaban su nombre.
Lisa se despertó. Aún oía los golpes y cómo gritaban su nombre. Había alguien en la puerta. Aturdida, miró el reloj. Las once y media, había dormido una hora. Se levantó, agarró el camisón que yacía en una silla junto a la cama y salió del pequeño dormitorio al salón contiguo. La puerta estaba abierta, y una silueta oscura asomó la cabeza. Lisa se estremeció y se propuso cerrar la puerta a partir de entonces. La costumbre noruega, por lo menos en el campo, de dejar todo abierto a la buena de Dios de pronto ya no le parecía tan agradable, sino más bien insensata.
—Lisa, ¿puedo entrar? —¡La voz era conocida!
—¿Mikael? —preguntó Lisa sorprendida, y encendió la luz.
Mikael entró y cerró enseguida la puerta tras de sí. Lisa sintió un escalofrío al verlo. Estaba pálido y parecía no haber dormido durante días.
—Siento haberte asustado, pero no sabía adónde ir.
—¿Cómo sabías que aún estaba aquí? —preguntó Lisa.
—Nora me envió un correo electrónico. Estaba muy enfadada por no ponerme nunca al teléfono y haber desaparecido sin más. Luego me contó en pocas palabras lo que ocurrió en la boda, que las dos pertenecéis a la familia y habíais acompañado a Tekla hasta aquí —contestó Mikael—. No me he atrevido a ir a ver a los demás después de la que he armado —continuó con un gesto vago en dirección a la casa principal.
Lisa advirtió que el enfado con Mikael por su conducta irresponsable se disipaba al verlo tan perdido y desesperado. Le invitó con un gesto a sentarse en las butacas delante de la chimenea y le preguntó:
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?
Mikael la miró sorprendido.
—¿No me vas a echar?
—Por supuesto que no. Primero recupera las fuerzas y luego me lo cuentas todo —dijo, y fue a buscar pan, queso, manzanas y una caja de galletas a la diminuta cocina—. No tengo nada más.
—Será suficiente —dijo Mikael, y se abalanzó hambriento sobre la comida.
—Y ahora me gustaría saber para qué hiciste un préstamo de cuatro millones de coronas —dijo Lisa cuando el chico hubo tragado el último bocado.
Mikael respiró hondo y empezó a hablar:
—Como ya sabes, los caballos y el trabajo en la granja no me gustan especialmente. Después de los estudios hubiera preferido ir a una academia de bellas artes que a la escuela de agrónomos, pero por edad carecía de la fuerza necesaria para enfrentarme a mi padre. —Torció el gesto y se encogió de hombros—. Da igual. El caso es que el año pasado estuve unos días en Oslo, donde me invitaron a la inauguración de una exposición de arte. Allí conocí a Bori Eklund, un galerista. Me contó que estaba buscando talentos por descubrir y me animó a enseñarle cuadros míos. Pensé que era la típica conversación banal de una fiesta, pero le envié unas fotos. Para mi sorpresa, se puso en contacto conmigo al poco tiempo, me dijo que tenía un gran potencial y que él podía introducirme en el mercado del arte. Una buena ocasión sería la primera exposición de la galería que quería abrir en Oslo en breve. El núcleo serían las obras de un joven pintor prometedor cuyos cuadros empezaban a apreciarse. Ese debía ser el foco de atracción. Ya solo necesitaba el espacio adecuado para la galería. Y un socio.
—Y esa era tu función. Con los correspondientes costes, ¿me equivoco? —preguntó Lisa.
Mikael asintió.
—Exacto. Los alquileres en Oslo son caros, y en la mejor zona, que era lo que Eklund tenía en mente, astronómicos. —Miró a Lisa a los ojos—. Parecía un negocio a prueba de bombas —continuó—. Hice un estudio exhaustivo. Los cuadros del joven pintor realmente alcanzaban buenos precios, y la tendencia era ascendente. Estaba convencido de que podría devolver el crédito en muy poco tiempo. Nadie se daría cuenta de que había puesto la granja como garantía del préstamo. —Mikael se detuvo y se tocó la frente con ambas manos.
—¿Qué es lo que ha salido mal? —preguntó Lisa.
—Eklund encontró un espacio adecuado. Unas salas realmente fantásticas, yo mismo las vi, claro. Quería alquilarlo y hacer una reforma costosa —siguió explicando Mikael—. Dos días antes de la boda en las Lofoten debía tener lugar la gran inauguración. Por lo visto algunos interesados ya habían reservado algunas obras del joven pintor para comprarlas. El dinero para el primer pago del préstamo lo recibiría a tiempo. Así que me fui a Oslo, me dirigí a la galería… y vi las mismas salas sin reformas que había visitado dos meses antes. Estaban vacías, excepto un rincón, donde se encontraban mis cuadros empaquetados que había enviado dos semanas antes por correo urgente.
Lisa puso cara de incredulidad.
—Dios mío, es horrible. Déjame adivinar, ese Eklund ha desaparecido sin dejar rastro, y con él tu dinero. —Mikael asintió—. ¿Era galerista en realidad? —preguntó Lisa.
Mikael se encogió de hombros.
—Eso supuse. Tenía unas referencias excelentes. Además hablé con una galería de prestigio de Londres donde había expuesto unos años antes. No hicieron más que cubrirle de elogios.
—¿Y qué ocurre con el pintor prometedor, estaba confabulado con el timador? —inquirió Lisa.
—No, conocía a Eklund de refilón, pero no quería que le representara.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Lisa.
Mikael se restregó los ojos cansados.
—Esperaba seguir la pista de ese desgraciado en Oslo, pero, por supuesto, hace tiempo que se largó. Aun así, tuve suerte dentro de la desgracia. Un conocido que también estuvo en aquella fiesta de inauguración en la que conocía a Eklund lo vio anteayer por casualidad en el aeropuerto, donde embarcó hacia Buenos Aires. Supongo que el tipo quiere desaparecer allí y pegarse la vida padre con mi dinero. No puedo permitirlo.
Lisa inclinó la cabeza.
—Lo comprendo perfectamente, pero ¿cómo quieres obligarle a que te devuelva el dinero?
Mikael sacó una carpeta de la bolsa de viaje.
—Firmé un contrato con él —dijo, al tiempo que le pasaba a Lisa el documento—. Quiero contratar a un abogado y emprender acciones legales contra Eklund. También he estado investigando qué bufetes de Buenos Aires tienen buena fama. Pero claro, todo tiene su precio. Y ahora mismo ese es mi mayor problema.
Lisa asintió.
—Ya entiendo, necesitas dinero para el abogado… por eso has venido. —Mikael bajó la mirada, avergonzado.
Lisa reflexionó un instante. El plan de Mikael sonaba sensato, suponiendo que pudieran encontrar a ese Eklund.
—¿Y si Eklund ya no está en Buenos Aires y se ha ido a otro sitio desde allí? Podría estar en cualquier parte.
Mikael sacudió la cabeza.
—Enseguida busqué por internet un detective privado argentino y le encargué que siguiera a Eklund cuando aterrizara en Buenos Aires. Sé que sigue en la ciudad y que de momento no parece tener intención de irse. —Arrugó la frente y continuó, cohibido—: Para que el detective pueda continuar siguiéndolo, tengo que pagarle.
Miró a Lisa a los ojos.
—¿Puedes ayudarme? Sé que es mucho pedir, pero así no puedo volver a mirar a la cara a mis padres. Tengo que hacer todo lo posible por recuperar el dinero. —Apretó con suavidad el brazo de Lisa—. Te estaría agradecido eternamente si pudieras prestarme algo.
Lisa miró el reloj. En Argentina eran las siete de la tarde.
—Me gustaría estar segura de que de verdad encuentras un buen abogado. ¿Qué te parece si llamamos a la embajada noruega en Buenos Aires y les pedimos que nos recomienden a alguien?
—¡Muy buena idea! —contestó Mikael—. Seguro que tienen bufetes a los que contratar cuando un compatriota necesita asesoramiento jurídico.
Lisa asintió.
—Y también podría decirnos cuáles podrían ser los costes aproximadamente. —Acercó el portátil hacia sí y levantó la tapa.
»Voy a hacerte una transferencia ahora para que puedas pagar al detective.
Mikael sonrió a Lisa.
—Gracias —le dijo, muy serio—. Nunca lo olvidaré.
Lisa le devolvió la sonrisa. A pesar de que eran aproximadamente de la misma edad, para ella Mikael era como un hermano pequeño. Lisa reconoció para sus adentros que le gustaba la idea. De pequeña siempre quería tener hermanos, y se imaginaba cómo sería tener un hermano o hermana menor. Era una experiencia insólita pero interesante ver que le pidieran consejo y ayuda.