Nordfjord, primavera de 1941
Ole había comentado que tenía una idea para convencer a Enar de que Joachim era el hombre ideal para Mari. Pasadas unas semanas de la excursión a la montaña se le presentó la ocasión de llevar a cabo su plan. No quería contarle a Mari qué pretendía hacer.
—Para que no te desilusiones si no funciona.
Mari que se quedó perpleja cuando un día entró en el establo y encontró allí a su padre, Ole y Joachim.
Se acercó al trío, vacilante y esforzándose por respirar tranquila y que no se le notaran los nervios.
—Ah, Mari, tú seguro que sabrás cómo está Bjelle —dijo Enar al verla. Mari asintió y sintió un gran alivio al tocar un tema tan inofensivo. Dos días antes había advertido que la yegua tenía los ojos hinchados. Como los enjuagues con camomila no prosperaban, su padre envió a Ole a buscar al veterinario.
—¿Dónde está el doctor? —preguntó Mari.
—No estaba —contestó Enar—. Pero por suerte Ole cayó en la cuenta de que este joven también es veterinario. Tal vez le conozcas, el año pasado vivió aquí durante unas semanas.
Mari apenas se atrevía a mirar a Joachim, le daba demasiado miedo delatarse. Joachim en cambio actuaba con una naturalidad y una relajación admirables. Solo la saludó con la cabeza y luego se volvió de nuevo hacia su padre.
—Le daré un antibiótico ahora mismo. Es una conjuntivitis bacteriana grave —dijo.
Enar asintió con el semblante serio.
—No es ninguna broma, sin duda. Espero que no se quede ciega. —Mari lo miró asustada.
—No hay de qué preocuparse —dijo Joachim con tranquilidad—. Si la tratamos inmediatamente no pasará nada.
Enar y Ole acompañaron a Joachim fuera del establo. Mari se quedó con Bjelle, que no paraba de piafar inquieta.
—Pobrecita, ¿te duele? —murmuró Mari, y acarició a la yegua. ¡Qué curioso que justamente fuera Bjelle la que hubiera provocado la visita de Joachim! Rememoró con nitidez la noche en que un año antes Joachim la ayudó en el difícil parto de Virvelvind, el potro de Bjelle.
—Bueno, ¿qué te parece? —le interrumpió Ole sus cavilaciones—. ¿No es un plan genial?
Mari se volvió hacia su hermano.
—Ya veremos. Padre no tiene nada especial en contra de Joachim. El problema es el papel que cumple aquí, aunque ni él mismo lo quiera.
Ole le dio un codazo en el costado.
—¡Levanta la cabeza! Gota a gota se llena la bota, ya lo verás.
El refrán de Ole parecía confirmarse. Había dado en el clavo al suponer que Joachim conseguiría ganarse a su padre con su amor común hacia los caballos. Cuando Joachim apareció por tercera vez en la granja para examinar los ojos de Bjelle, Enar lo saludó con un apretón de manos y elogió la rápida recuperación de la yegua. Como Joachim se negó a que le pagaran por su ayuda, Enar le regaló una botella de su ginebra casera y le dio a entender que era bienvenido en la granja, no solo cuando hubiera que ocuparse de un caballo enfermo.
Mari, que no estuvo presente en aquel encuentro, no se cansaba de escuchar cómo se lo contaba Joachim. Apenas podía creer que su padre fuera tan abierto, y por primera vez se atrevió a ilusionarse con la idea de que su amor tuviera alguna posibilidad.
—Aun así, tenemos que ir con cuidado. Sería terrible que por una tontería lo echáramos todo a perder —dijo Joachim.
Mari asintió. Estaban sentados acurrucados en el banco del refugio junto a los panales de la linde del bosque. En los prados aún se veían los últimos restos de nieve, y hacía fresco. Sin embargo, la fuerza del viento se había roto, y mayo estaba al caer.
—¿Ya has solicitado el certificado de viaje? —preguntó Joachim.
—No, hasta hoy no he salido de día de la granja —contestó Mari—. Había mucho trabajo. Pero mañana tengo que hacer algunos encargos en el centro, quedaré con Nilla e iremos juntas al ayuntamiento.
Joachim asintió, le dio un beso en la boca a Mari con ternura y se levantó. Hoy también su breve encuentro había pasado demasiado rápido. Solo la perspectiva de la excursión que tenían planeada con Nilla y Ole la semana siguiente mitigaba un poco el dolor de la despedida. Joachim tenía que acompañar de nuevo al capitán de caballería Knopke y comprar caballos para el ejército alemán. El año anterior Enar ya había expresado su sospecha de que Hitler planeaba un ataque a Rusia, y ahora cada vez era más probable. En la caserna de Joachim corrían rumores de que los preparativos para la llamada «Operación Barbarroja» progresaban a toda velocidad. Por eso casi todos los caballos que los alemanes reclutaban eran enviados al extremo norte. Joachim estaba convencido de que no era casualidad.
Mari comprobó de primera mano, gracias a una carta de Finn, la creciente resistencia de sus compatriotas contra los invasores. El 9 de abril, el primer aniversario de la invasión alemana de Noruega, se dejaría el trabajo durante media hora en todo el país. Y el intento de los alemanes de coordinar y controlar las asociaciones profesionales había fracasado estrepitosamente, pues casi todos los afectados habían seguido la consigna de «fuera de las confederaciones».
—Imagínate, ayer me besó —susurró Nilla.
Mari reprimió el «¡por fin!» que tenía en la punta de la lengua. En cambio le dio un apretón en el brazo a Nilla y dijo:
—Ni siquiera sabía que Ole quedó ayer contigo.
—Calla, no hables tan alto —susurró Nilla, y miró si les escuchaba alguien. Cuando hubieron recibido en el ayuntamiento los permisos de viaje que necesitaban para la excursión de la semana siguiente, Nilla le sugirió a su amiga pasear junto a la orilla, lo que a Mari le pareció un tanto extraño teniendo en cuenta el mal tiempo.
—Bueno, aquí seguro que no nos escucha nadie. No veo ni gaviotas. No me extraña, con este tiempo —dijo—. Además, ¿qué tendría de malo si alguien se enterara?
Nilla miró a un lado, cohibida.
—No lo sé, aún es muy reciente. A veces creo que solo lo he soñado. ¿Y si ha cambiado de opinión?
Mari comprendía a Nilla. Recordaba muy bien sus propias dudas e inseguridades al principio de su relación con Joachim.
—Bueno, estoy convencida de que Ole va en serio. En las cosas que son importantes para él se toma su tiempo para decidirse hasta que está seguro de lo que quiere —dijo Mari. Nilla le sonrió—. Me alegro mucho por ti —prosiguió—. Y ahora cuéntamelo de una vez. ¡Quiero saber todos los detalles!
Nilla sonrió embelesada.
—¡Ah, fue tan romántico! —empezó, y le contó a su amiga la declaración de amor de Ole. Mari tenía la sensación de conocer una faceta de su hermano hasta entonces desconocida. Le parecía increíble que Ole, normalmente tan despreocupado y seguro de sí mismo, se mostrara con Nilla casi tímido y vulnerable. A decir verdad, le llenaba de satisfacción que su hermano mayor pudiera sentirse inseguro, aunque no tuviera ni el más mínimo motivo para ello, porque Nilla recibió su declaración de amor con los brazos abiertos.
Enar, que no imaginaba que Joachim también formaría parte del grupo, había dado encantado un fin de semana libre a Mari y Ole para que pudieran ir a caminar con Nilla. Desde que había vuelto cambiada de la excursión a la montaña, su padre fomentaba esas salidas. Parecía tener mala conciencia por la larga enfermedad de Mari, de la que se sentía culpable. Desde entonces le preocupaba especialmente hacer feliz a su hija.
El tiempo lluvioso persistió hasta bien entrado el mes de mayo, pero a finales de la segunda semana se despejó. Cuando Ole y Mari partieron hacia el puerto de Nordfjordeid el sábado por la mañana, apenas se veían nubes en el cielo. Nilla ya estaba en el muelle, y sonrió feliz al ver a Ole. Por primera vez Mari vio a su hermano besar a una mujer, una imagen insólita que al mismo tiempo le resultaba de lo más coherente. Desde que sabía que Nilla estaba enamorada, se los imaginaba a los dos de pareja: ella delicada, una sílfide, y Ole, desgarbado y con su encanto de pilluelo, parecían a primera vista muy distintos, pero se complementaban en un todo armónico. A Mari la invadió una sensación cálida. Se alegraba de ver a dos personas tan queridas para ella felices juntas.
Por lo visto Ole no mentía cuando afirmaba que de vez en cuando le echaba una mano al viejo Nylund para pescar. No solo había superado su aversión a los viajes en barca y su propensión al mareo, sino que incluso sabía llevar él una balandra. Con movimientos hábiles desató la soga con la que estaba amarrada la barca de pescador al muelle y arrancó el motor.
—El viejo Nylund debe de tenerte mucho aprecio si te confía su barca —dijo Mari.
Ole sonrió.
—Bueno, no lo ha hecho por iniciativa propia. Le he sobornado con algunos cigarrillos.
Tras un trayecto de diez minutos se detuvo en un pequeño embarcadero en la orilla de la derecha. Allí debía unirse Joachim. Poco después de amarrar sonó el timbre de la bicicleta y apareció Joachim.
—Disculpad el retraso —dijo, sin aliento—. Primero tenía que quitarme de encima a dos compañeros que querían dar una vuelta en bicicleta conmigo a toda costa.
Ole cogió la mochila de Joachim y comentó:
—Nosotros también acabamos de llegar.
Joachim saludó a Nilla, abrazó a Mari y preguntó a Ole:
—¿Nos vas a desvelar ya adónde vamos?
Ole sacudió la cabeza.
—Entonces ya no sería una sorpresa.
Joachim estuvo a punto de replicar algo. Nilla y Mari intercambiaron una mirada: ¡Ole y sus sorpresas! Sonrieron para sus adentros.
Mari se volvió hacia Joachim:
—Ni lo intentes. Sería una pérdida de tiempo. Ole es y seguirá siendo un secretista.
Joachim sonrió.
—Bueno, entonces dejemos que nos sorprenda.
Ole señaló un fardo que se encontraba en el pequeño camarote.
—Pensaba que tal vez querrías cambiarte. Esto debería irte bien.
Joachim lo miró contento y desapareció en el camarote. Poco después Mari vio por primera vez a su novio vestido de civil. Ole le había buscado a Joachim unos bombachos y un jersey de cuello de cisne azul que le iban bien. Joachim sonrió encantado.
—Es fantástico volver a parecer una persona normal y deshacerme de ese uniforme eterno.
Ole sonrió.
Mari arrugó la frente.
—¿No tenéis prohibido vestir de civiles bajo pena de multa? —preguntó.
Joachim se encogió de hombros.
—Sí, pero es muy poco probable que nos encontremos a alguien que me conozca —dijo, y atrajo a Mari hacia sí—. No te preocupes tanto. Disfrutemos de este maravilloso día.
Tras una hora de trayecto llegaron a la desembocadura del Nordfjord. Ole dirigió la barca en dirección sudoeste entre dos grandes islas y puso rumbo a la orilla de la isla Bermangerlandet, que estaba dominada por un acantilado escarpado.
Ole señaló la roca y dijo:
—Ese es nuestro destino.
Mari sonrió a Ole.
—El Hornelen. Siempre he querido subir allí.
—Ya lo sé. Por eso lo he elegido para nuestra excursión —contestó Ole.
—También lo llaman la roca de las brujas —dijo Mari—. Se dice que la noche del solsticio de verano las brujas se reúnen ahí para bailar con el diablo.
Nilla hizo una mueca de disgusto.
Ole sonrió y la abrazó.
—Un poco de superstición no hace daño a nadie.
Nilla se encogió de hombros y dijo:
—Lo que tú digas. Yo prefiero las leyendas sobre el rey Olav Tryggvason, por lo menos en ellas hay algo de verdad.
Navegaron junto a la costa de la isla hasta un pequeño pueblo de pescadores que había a la vista.
—Eso es Berle —dijo Ole—. Podríamos atracar ahí.
Poco después los cuatro llevaban las mochilas puestas y empezaron a andar. Joachim le preguntó a Nilla por el rey que había mencionado, y ella le informó con gran entusiasmo. Mari y Ole se lanzaron un guiño: Nilla estaba en su salsa. Desde el colegio prácticamente absorbía todos los cuentos y leyendas que versaban sobre la historia de su país.
Mientras Nilla, que caminaba por delante con Joachim, le dibujaba una imagen clara del primer rey cristiano de Noruega, que también tuvo que subir el Hornelen en una ocasión, Mari aprovechó el momento para tomarle el pulso un poco a su hermano.
—Sé que no te gustan las preguntas de hermanas curiosas —empezó. En los ojos de Ole se reflejó un brillo divertido—. Pero tal vez podrías contarme por qué has tardado tanto en confesarle a Nilla tu amor —continuó Mari.
Ole sintió la tentación de rehuir la pregunta de Mari con un comentario jocoso, pero cuando la miró a los ojos, se puso serio.
—Sé que puede haber parecido raro. Y que a ti te preocupaba que pudiera herir los sentimientos de tu amiga. —Mari asintió—. Pero créeme cuando te digo que no he esperado tanto por distracción —continuó Ole.
—¿Entonces? —repuso Mari cuando Ole enmudeció.
—No estaba seguro de tener derecho a hacerlo —dijo tras una breve pausa. Mari puso cara de sorpresa. ¡Qué respuesta tan misteriosa!—. Pero luego me pareció aún peor hacer creer a Nilla que no significaba nada para mí. A eso todavía tenía menos derecho —prosiguió. Antes de que Mari pudiera preguntar a qué se refería, Ole dijo—: En todo caso soy muy feliz con ella.
Mari le lanzó una mirada confusa. Sabía que no tenía sentido seguir indagando en ese momento. Le creyó cuando dijo que era feliz. Sin embargo, había algo oscuro en aquella felicidad, una amenaza indefinida que a Mari le provocó un escalofrío.
Pasadas cinco horas estaban en lo alto del acantilado, tras una ascensión escarpada. Las amplias vistas de la multitud de islas hasta mar abierto hacían que la dura marcha valiera la pena.
—Ahí abajo está Vågsøy. —Ole señaló con el brazo hacia el oeste.
Joachim miró con interés la gran isla.
—¿Hay algo de especial? —preguntó.
—En la isla viven mis primos con su familia —contestó Nilla—. ¡Mirad! —gritó, al tiempo que señalaba un pequeño barco de vapor con rayas negras, rojas y blancas—. Por ahí va un barco de correo.
Mari siguió su mirada hacia el barco que se abría camino entre la maraña de islas de la desembocadura del fiordo.
—¡Vaya, me encantaría viajar en uno alguna vez! —suspiró Nilla.
Mari tuvo que confesar para sus adentros que a ella le bastaba con observar el barco de Hurtigruten desde aquí. No compartía las ganas de conocer otros países de Nilla.
—Cruzar el Círculo Polar y ver el cabo del Norte —dijo Nilla, nostálgica.
Ole la rodeó con un brazo.
—Lo haremos, te lo prometo. En cuanto Noruega vuelva a ser libre —dijo, y se volvió hacia Joachim con una sonrisa de disculpa—. No te lo tomes mal.
Joachim le quitó importancia con un gesto.
—Créeme, daría cualquier cosa por estar aquí de turista y no como soldado.
Una vez recuperadas las fuerzas con unos bocadillos, emprendieron el camino de regreso. Cuando por fin llegaron a la barca, el sol ya había desaparecido detrás de las montañas.
—Vamos a la orilla de enfrente —propuso Ole—. Así mañana podríamos contemplar las vistas de los acantilados justo al amanecer.
A Joachim se le iluminó la mirada.
—¿Allí está el Vingenfelt?
Ole asintió.
—He leído sobre él y siempre he querido verlo con mis propios ojos —dijo Joachim—. Realmente es una sorpresa fantástica.
Aquella tarde los acantilados en los que los cazadores del Neolítico habían grabado dibujos de ciervos y otros animales miles de años antes ya estaban envueltos en la oscuridad. La luna incipiente iluminaba la estrecha playa cubierta de gravilla blanca y arrojaba suficiente luz para que los chicos pudieran recoger madera flotante. Enseguida encendieron una hoguera alrededor de la cual se colocaron los cuatro. Nilla hizo té en una tetera de metal y tostó unas rebanadas de pan.
—Yo también tengo una sorpresa —anunció Mari, y sacó un paquetito de la mochila—. Me lo ha dado mi abuela Agna —dijo, y desenrolló varias salchichas.
Después de saborear las salchichas asadas, Joachim sacó la armónica del petate y tocó una canción. Algunas de las melodías también las conocían Mari, Ole y Nilla, y cantaron la letra. Más tarde las dos parejas se sentaron en silencio juntas y contemplaron el cielo estrellado. El fuego casi se había extinguido, ya solo ardían los leños más gruesos. Solo el grito ocasional de una lechuza rompía de vez en cuando el silencio de la noche.
Mari sintió una profunda paz. Vio que Ole la miraba y sonrió.
—Gracias por este maravilloso día —dijo.
Ole levantó su taza de esmalte.
—Por nosotros. Y las excursiones que nos quedan por hacer juntos. —Los cuatro brindaron con las tazas—. Ahora solo tenemos que esperar el momento adecuado para contarle a padre vuestro amor —dijo Ole.
—¿Puedes ir a buscar a la abuela, por favor? El desayuno está listo —dijo Lisbet dos días después de la excursión a su hija. Mari acababa de salir del establo, donde había ordeñado las vacas, y quería sentarse a la mesa.
—¿Todavía no se ha levantado? —preguntó, extrañada.
Lisbet sacudió la cabeza.
—Probablemente se ha vuelto a quedar dormida.
Mari salió corriendo de la cocina y subió deprisa la escalera a la primera planta, donde se encontraba la habitación de la abuela Agna. Llamó a la puerta, la abrió y asomó la cabeza al cuarto, que estaba en la penumbra. Los postigos estaban cerrados, pero por las rendijas se colaban algunos rayos de luz.
—Abuela, ¿estás dormida? —preguntó Mari, y se acercó unos pasos a la cama, que se encontraba en la pared de la derecha. Como todos los muebles en el cuarto de Agna, estaba decorada con rosas de colores y procedían del ajuar que había aportado al matrimonio y a la granja de los Karlssen cuando se casó con el padre de Enar. Agna estaba tumbada de espaldas a la puerta bajo la manta y no se movía. Mari sintió que se le erizaba el vello de los antebrazos. Se detuvo y dudó de acercarse más a la cama. Un temor inexplicable se había apoderado de ella, parecía que algo extraño había penetrado en la habitación.
Mari se mordió el labio inferior e hizo de tripas corazón. Tocó con cuidado el hombro de su abuela, que no reaccionó. Mari le acarició con suavidad la mejilla y contuvo un grito. Tenía la piel fría. Puso a Agna boca arriba y la miró a la cara. No tuvo que tomarle el pulso ni comprobar si respiraba. Sabía que ya no estaba. La expresión del rostro era relajada, y al mismo tiempo parecía contenida y seria. Mari no se atrevió a tocarla otra vez, parecía estar muy lejos. Se dio la vuelta y salió de la habitación.
En el funeral de Agna Karlssen se congregó casi todo el pueblo, como suele ocurrir en semejantes ocasiones. En la calle, delante del cementerio, había varios coches en los que habían llegado parientes de Agna de su pueblo natal. En el mástil de delante de la iglesia la bandera noruega ondeaba a media asta. El sencillo ataúd blanco se encontraba frente al altar, cubierto de flores y coronas. Mari estaba sentada al lado de sus padres y Ole en primera fila. Como el entierro se produjo dos días después de la muerte de Agna, Finn no asistió, no había conseguido una autorización para viajar con tan poco tiempo.
Cuando el coro entonó el Ave maris stella, de Edvard Grieg, Mari ya no pudo contener las lágrimas. Era la canción preferida de la abuela Agna por su sencilla emotividad y la expresiva melodía. Mari miró a su padre por el rabillo del ojo. Tenía el mismo semblante rígido que durante los últimos días. La muerte de su madre lo había paralizado.
—Está impresionado —opinaba Ole. Mari lo entendía. Ella misma no podía creer que a Agna simplemente se le hubiera parado el corazón mientras dormía. El doctor Kjelde también se había mostrado sorprendido. Hacía poco que le había hecho una revisión a la abuela y a pesar de la edad había certificado que estaba fuerte como un roble.
El pastor Hurdal despidió a la difunta, a la que consideraba un pilar importante de su pequeña comunidad, con sincero agradecimiento y palabras cariñosas. Finalmente salieron Enar, Ole y dos sobrinos de Agna que cargaron sobre los hombros el féretro y la llevaron al cementerio. La comunidad los siguió a paso lento.
Mari se inclinó hacia su madre y susurró:
—Me preocupa padre.
Lisbet asintió.
—A mí también, pero no consigo acercarme a él. No ha llorado ni una sola vez. Y tampoco quiere hablar con el pastor Hurdal.
Los portadores del féretro habían llegado a la tumba abierta y dejaron con cuidado la carga a un lado. El pastor levantó la mano para empezar con la última bendición cuando un vehículo militar se detuvo delante del cementerio. Se abrió la puerta y entraron dos soldados alemanes. El pastor Hurdal dejó caer los brazos y los asistentes al funeral volvieron la cabeza hacia los que entraban. Mari contuvo la respiración del susto: uno de los soldados era el capitán de caballería Knopke, acompañado de Joachim. A Mari le flaquearon las rodillas. Vio que Ole le lanzaba una mirada de alerta y bajó la mirada. «No pierdas la compostura ahora —se dijo—. Nadie debe notar lo que significa para ti».
Mientras Joachim, que se sentía obviamente incómodo, se quedaba en la entrada, el capitán avanzó directamente hacia ella, se plantó delante del pastor Hurdal, hizo con arrogancia el saludo de Hitler y rugió:
—Sabe perfectamente que no se puede enarbolar esa bandera. ¡Hace tiempo que viene incordiándome con su conducta irrespetuosa!
El pastor miró al capitán de caballería con una media sonrisa.
—Estoy enterrando a una de mis fieles. Hace siglos que nuestra bandera ondea a media asta en los entierros. Le agradecería que lo respetara.
El capitán lo fulminó con la mirada y refunfuñó:
—No me va a engañar con esa afectación de santurrón. Y no crea que ese hábito le va a proteger. —El capitán de caballería se volvió hacia Joachim y gritó—: ¿A qué demonios espera? ¡Retire ese harapo! —Se oyó un murmullo involuntario entre la comunidad de fieles.
Mari vio que Joachim palidecía. Evitó mirar a nadie y se acercó con la cabeza gacha al mástil. Cuando empezó a arriar la bandera, los fieles reunidos entonaron el himno nacional, y enseguida se unió toda la comunidad: «Ja, vi elsker dette lander», «sí, amamos este país».
El capitán rugió algo, pero el canto ahogó sus palabras. Furioso, amenazó con el puño al pastor Hurdal y salió a zancadas del cementerio. Entretanto Joachim había bajado la bandera, la había doblado con cuidado y la había dejado en los escalones de enfrente de la iglesia. Luego siguió a paso ligero al capitán de caballería, y poco después el todoterreno arrancó con un rugido, mientras la comunidad de fieles pasaba directamente de la primera estrofa a la quinta, como si se hubieran puesto de acuerdo:
Hemos pasado tiempos difíciles,
hasta el último bastión;
pero seguro que en la peor de las miserias
la libertad resurgirá en nosotros.
Nuestros padres tuvieron fuerza para soportar
hambrunas y guerra,
la muerte, el honor,
y se produjo la unión.