Nordfjordeid, invierno de 1940/1941
Mari se sentó en el trineo como si estuviera anestesiada. Unos conocidos de su familia, cuya granja se encontraba a unos kilómetros detrás de la caballeriza de los Karlssen, se ofrecieron a llevar a Enar, Ole y Mari, que se alegró de que su padre y Ole estuvieran enfrascados en una animada conversación y la dejaran tranquila. Atravesaron el paisaje blanco a trote ligero, pero Mari no estaba atenta a las figuras mágicas y brillantes que formaban en la nieve los árboles, arbustos y las rocas. Solo veía la mirada indiferente que Joachim le había dirigido, como si fuera una desconocida, y esa chica alemana a su lado con la que tan bien se entendía.
Mari se sentía como si la hubieran aplastado como a un insecto molesto. No era dolor, no sentía nada. Era como si Joachim la hubiera anulado simplemente con no prestarle atención. Antes de aquel encuentro, en el dolor de la separación, Mari encontraba cierto consuelo al pensar que Joachim también la echaba de menos y sufría por su ausencia. Pero ahora estaba sola y abandonada de verdad, y se divertía con otra. Seguramente en aquel momento se estaban burlando de la paleta noruega que se quedó haciendo señas en el borde de la calle. Cerró los ojos. Era insoportable.
Tras un breve trayecto llegaron a la granja. Mari tenía ganas de irse corriendo a su habitación para esconderse allí, pero no podía ausentarse de la comida conjunta el primer día de Navidad. Habría suscitado preguntas indiscretas, y no estaba en situación de hacerles frente.
—Mañana Mari y yo iremos a casa de los Hestmann —anunció Enar, que le guiñó el ojo a su hija con picardía.
Finn lanzó a Mari una mirada de perplejidad.
—No sabía que tenías tanta relación con ellos.
Antes de que Mari pudiera contestar, Enar dijo:
—No habías venido desde el verano. Tal vez recuerdes que nos encontramos con los Hestmann en la boda de Gorun, la amiga de Mari, y creo que desde entonces nuestra Mari y Mikel han estrechado la relación.
Mari miró horrorizada a Enar e hizo un gesto de disgusto.
—Pero Mikel te parece simpático, tú misma me lo dijiste —dijo Enar, y arrugó la frente.
Mari se levantó de un salto. Le fallaban las rodillas. Se agarró al respaldo de la silla para sujetarse.
—¿Qué he hecho para que te quieras deshacer de mí? ¿Por qué no puedo quedarme aquí? —exclamó, intentando respirar con normalidad.
Enar tragó saliva y se dispuso a responder. Su mujer le puso una mano en el brazo.
—Ya basta —dijo.
La abuela Agna se levantó y se acercó a Mari, a la que le temblaba todo el cuerpo. Le tocó la frente.
—Estás ardiendo —dijo, asustada. La agarró de la cadera y la llevó a la puerta—. La niña tiene que acostarse —explicó con rotundidad.
—¡Mira lo que has conseguido! —Oyó Mari que decía su madre al salir del salón con Agna—. ¡No, de verdad! No puedes presionarla de esa manera.
Enar murmuró algo ininteligible. Luego las voces se fueron desvaneciendo. Mari estaba empapada en sudor cuando subió la escalera que llevaba a su habitación. Agradecida, dejó que su abuela le ayudara a quitarse el bunad y le pusiera el camisón largo antes de acurrucarse bajo la manta y quedarse dormida al instante.
Durante los meses siguientes Mari percibió el entorno como a través de una niebla espesa que solo a veces se disipaba durante un rato. Entonces reconocía a las personas que estaban sentadas o de pie junto a su cama. A menudo era la abuela Agna que le ponía paños húmedos alrededor de las pantorrillas y le daba cucharadas de tisana. Su madre también se sentaba con frecuencia en un taburete junto a la cama, le refrescaba la frente y le leía en voz alta el viejo libro de cuentos. Algunas veces Mari oía voces desconocidas con las que conversaba su padre, preocupado. ¿Habían llamado al pastor para que rezara por ella? ¿O era el viejo doctor Kjelde, el que de pequeña siempre le hacía cosquillas con la barba para que no tuviera miedo? Solo comprendía que tenía una afección en los pulmones grave y que a todo el mundo le preocupaba que no sobreviviera. Sin embargo, la mayoría de las veces Mari no estaba consciente y tenía mucha fiebre. De vez en cuando le llegaban fragmentos de frases que se le confundían en la cabeza e intentaba en vano comprender su significado. Siempre que creía haber entendido un comentario se le escapaba y volvía a desaparecer en el vertiginoso tiovivo de palabras que también engullía las suyas y no las quería dejar salir.
No sabía cuánto tiempo llevaba acostada en su habitación cuando un día abrió los ojos y supo que ya no tenía fiebre. El tiovivo en su cabeza había desaparecido, la niebla se había disipado. Mari volvió la cabeza hacia la ventana. ¿Qué hora debía de ser? Atónita comprobó que aquel leve movimiento ya le costaba un esfuerzo. Levantó una mano a modo de prueba bajo la manta. Se sentía como si le hubieran cargado con pesos. Mari cerró los ojos, fatigada.
La siguiente vez que se despertó, la abuela Agna estaba sentada a su lado. Su sonrisa alegre se acentuó en el rostro y surcó más profundas las arrugas de los ojos.
—¡Niña, vuelves a estar con nosotros! —exclamó, y se secó una lágrima que le corría por la mejilla.
—¿He estado mucho tiempo ausente? —preguntó Mari. Su voz sonaba un poco extraña, ronca, como si estuviera oxidada.
Agna le acarició la mejilla.
—Sí, mucho tiempo. Casi un mes.
Mari miró al techo. Era imposible: un mes entero. Eso significaba que ya habían pasado tres semanas desde el Año Nuevo y que se había perdido la fiesta de San Silvestre y de los Reyes. Y el cumpleaños de la abuela a principios de enero.
—Siento no haber podido celebrar las fiestas —susurró.
Agna le apretó la mano.
—Para mí el mejor regalo de cumpleaños es que vuelvas a estar sana.
El alivio de Agna resultó ser precipitado. La afección de los pulmones estaba curada y la fiebre vencida, pero Mari apenas progresaba en su convalecencia, para gran preocupación de su familia y del doctor Kjelde. Simplemente no recuperaba las fuerzas. No se había sentido tan débil en toda su vida. Cualquier movimiento le suponía un esfuerzo titánico, no tenía apetito y las ganas de vivir se habían recluido en un rincón de lo más profundo de sus entrañas.
Ole la bajaba todas las mañanas a la habitación contigua al salón que en invierno utilizaban su madre y Agna como sala de labores. Acurrucada en una manta, Mari se sentaba junto a la estufa que se alimentaba de la gran chimenea del salón. A menudo Lisbet o Agna le hacían compañía, sin parar de remendar y zurcir, incansables, prendas de vestir, de tejer medias, confeccionar pañuelos en un pequeño telar o formar ovillos de lana infinitos con la rueca.
Mari antes odiaba las labores por encima de todo y siempre que podía las evitaba. Ahora se dejaba enseñar con paciencia cómo se tejía, y pronto empezó a gustarle. Le resultaba agradable el tableteo regular que provocaban las largas agujas con las que luego tejía bufandas antes de atreverse con los jerséis. Pronto las agujas parecían que cogían solas el punto y se unían con el hilo de lana.
Cuando tejía, Mari se sumía en un suave letargo en el que el dolor por el amor perdido devenía en un sentimiento vago. Había anidado en lo más profundo de su interior como un huésped al principio no deseado, pero al que al final le tienes confianza. Mari no quería hacer frente a la preocupación evidente con que su familia contemplaba su estado. Una parte de ella sabía que tenían razón, que era peligroso dejarse llevar por la indiferencia, pero esa voz de la razón ya no tenía autoridad, no conseguía penetrar con sus reprimendas. Mari respondía con una sonrisa cansada a todos los intentos de sacarla de su caparazón. Si eran demasiado exigentes con ella, rompía a llorar.
—No es físico. Es su espíritu, que ya no tiene ganas de vivir.
Mari salió de su ensimismamiento con un sobresalto. ¿De dónde procedía aquella voz? Estaba sola en la sala de labores, sentada como de costumbre junto a la estufa.
—¿Cómo podemos ayudarla? —preguntó otra voz, en la que Mari reconoció a su padre. Estaba claro que salía de la estufa. Se acercó a una tapa de ventilación que estaba abierta y escuchó la conversación con más claridad.
Su padre estaba en el salón con el doctor Kjelde, donde la chimenea comunicaba con la estufa de aquella sala. Hasta entonces Mari no se había dado cuenta de que por el tubo de la estufa se oía lo que decían allí.
—Me arrepiento tanto… —murmuró Enar, destrozado—. ¿Cómo pude presionarla tanto? Todo esto es culpa mía.
—Ten paciencia —dijo el doctor Kjelde—. Mari es una chica fuerte, lo superará.
Mari sintió como una puñalada el sentimiento de culpa de su padre. Fue como si le quitaran la venda de los ojos que le impedía ver el entorno y las personas que la rodeaban. El hecho de saber lo preocupado que estaba su padre, cuánto la quería, hizo que sintiera una gran ternura, mezclada con la mala conciencia. Enar se culpaba de algo que no tenía nada que ver con él. No debería estar sufriendo por su culpa, no podía permitirlo.
—Pappa —le llamó Mari al oír que Enar regresaba al pasillo después de acompañar al médico a la puerta.
—¿Sí, mi niña? —dijo, y entró en la habitación. Mari se esforzó por esbozar una sonrisa despreocupada.
—No te preocupes por mí —le rogó—. Ya me encuentro mucho mejor y estoy segura de que pronto volveré a estar fuera.
Su padre la miró vacilante.
—De verdad, papá —siguió mintiendo Mari con valentía—. ¡Ya lo verás!
Enar la miró emocionado, le acarició la cabeza y salió de la habitación alicaído.
A Mari no le resultó fácil encontrar de nuevo el camino a la vida, pero no quería preocupar más a su familia. Con gran afán de superación empezó a comer un poco, y al cabo de unos días notó que recuperaba las fuerzas. Pronto podría levantarse de nuevo sin ayuda y dar los primeros pasos tambaleándose. La alegría con la que sobre todo su padre seguía sus progresos la animaba. Aunque ella ya no pudiera gozar de la felicidad, era agradable hacer feliz a los demás.
Mari recordaba con frecuencia un proverbio que a la abuela Agna le gustaba citar: mira siempre el lado más brillante de la vida. ¿Y si no existe? Entonces frota el oscuro hasta que brille.
Por ejemplo, como cuando visitó a su yegua Fenna y el pequeño Frihet en el establo. Fenna recibió a Mari con fuertes relinchos y algunos mordiscos cariñosos tras su larga ausencia. El afecto incondicional de su caballo era un destello que alegraba el ánimo melancólico de Mari, así como el regreso de la luz, que anunciaba una primavera inminente que le sentaría bien a su alma herida.
Además, empezó a interesarse por los acontecimientos que se producían fuera de la granja y oía con regularidad con su padre las noticias de la BBC para informarse del transcurso de la guerra. A principios de marzo los ingleses consiguieron hundir diez buques de guerra alemanes delante de las islas noruegas Lofoten, y destrozaron algunas instalaciones de la industria pesquera, una noticia que llenaba de satisfacción a Enar y a su mujer de angustia. Lisbet era oriunda de las Lofoten, al norte, su hermano Kol vivía allí con su familia. Como la mayoría de habitantes de las Lofoten, era pescador y fuera de la temporada de pesca se ganaba la vida en una fábrica de pescado. Para gran alivio de Lisbet, pasados unos días del ataque recibió una carta en la que Kol tranquilizaba a su hermana: no les había pasado nada ni a él ni a los suyos.
—¿No me quieres explicar de una vez qué te atormenta de esa manera? —Ole y Mari estaban sentados en la sala de las sillas de montar, remendando los arreos que estaban estropeados. Ole acarició el brazo de su hermana—. No puedes seguir así —continuó—. ¿Dónde está mi Mari alegre? —Ella agachó la mirada—. Por favor, Mari, a lo mejor puedo ayudarte.
Mari sacudió la cabeza y dijo en voz baja:
—Gracias, eres muy amable, pero nadie puede ayudarme. —Y antes de que Ole pudiera insistir, preguntó—: ¿Has vuelto a ver a Nilla?
Ole se quedó confuso un instante, luego se le iluminó el rostro.
—Haces bien en recordármelo. Hace demasiado tiempo que no la veo —dijo, y le dio a Mari un beso en la mejilla.
Mari lo miró desconcertada. No le entendía. Si estaba enamorado de Nilla, ¿por qué necesitaba que se lo recordaran para quedar con ella? Por otra parte, su sonrisa era de felicidad al mencionar a Nilla. Mari se inclinó de nuevo sobre su estuche de costura y decidió ir a ver a su amiga lo antes posible. El sábado volvería a ir a misa y esperaba que luego Nilla tuviera tiempo para una larga charla. Realmente había llegado el momento de ponerse al día.
Mari no tuvo que esperar al domingo siguiente para ver a su amiga. Dos días después de su conversación con Ole, Nilla fue a la granja de los Karlssen por la tarde. Mari oyó su voz en el pasillo y salió corriendo de la cocina, donde estaba cortando la col a trozos. Las dos amigas se abrazaron sin decir nada. La madre de Mari, que había hecho pasar a Nilla, les sonrió y dijo:
—Poneos cómodas en el salón, seguro que tenéis muchas cosas que contaros. —Mari lanzó una mirada de agradecimiento a su madre, cogió a Nilla de la mano y la llevó al salón.
—¡Estaba tan preocupada por ti! —dijo Nilla, al tiempo que examinaba a Mari. Por su expresión de angustia Mari comprendió hasta qué punto tenía que haber cambiado a ojos de su amiga desde su último encuentro el primer día de Navidad. A ella también le impresionó verse en el espejo por primera vez después de la enfermedad: tenía las mejillas pálidas y hundidas, los ojos marcados por unas profundas ojeras y el pelo sin brillo y encrespado. Se sintió aliviada al ver que Nilla se ahorraba el comentario y se limitaba a decir:
—Estoy muy contenta de que te encuentres mejor. —Mari asintió y le preguntó a Nilla por las novedades del pueblo.
Nilla reflexionó un momento.
—No ha pasado gran cosa. Bueno, claro, cómo he podido olvidarlo: Gorun espera un niño —dijo, al tiempo que hacía una mueca de desprecio.
—Pues es muy bonito —dijo Mari, molesta.
—Seguro, pero Gorun actúa como si fuera la primera mujer del mundo que está esperando —explicó Nilla, y adoptó un tono melodramático—: «Nilla, no sabes lo que es llevar a un niño en tus entrañas y así cumplir el sagrado deber del matrimonio: regalar un heredero a tu marido».
Mari abrió los ojos de par en par.
—¿Eso dice Gorun?
—Puede estar así horas —dijo Nilla.
—Por lo menos te vuelve a hablar.
Nilla soltó un bufido.
—Supongo que es porque nadie la escucha.
Mari la miró pensativa.
—Pues no suena a mucha felicidad.
Nilla le devolvió la mirada.
—Me temo que tienes razón. Pero Gorun se aferra con todas sus fuerzas a su convicción de que su matrimonio es maravilloso. Aunque su marido esté siempre fuera con sus amigos y prácticamente nunca haga nada con ella. Ella se convence de que todo va bien, y yo me cuidaré muy mucho de decirle mi opinión sin que me lo pregunte.
Mari asintió. Nilla tenía razón, no tenía sentido entrometerse en la vida de Gorun. Solo cabía esperar que supiera quiénes eran sus amigos si en algún momento necesitaba ayuda o alguien que la escuchara.
Unos golpes interrumpieron su conversación. Lisbet asomó la cabeza y dijo:
—¿Venís a comer? —Se volvió hacia Nilla—: Te quedas, ¿no?
—Sí, con mucho gusto —respondió Nilla, que siguió a Mari y su madre a la cocina, donde Enar, la abuela Agna y Ole ya estaban sentados a la mesa. Mari advirtió que Nilla se revolvía inquieta en su silla. Miró con disimulo a Ole y vio que le hacía un gesto reconfortante con la cabeza a Nilla. ¿Entonces había algo entre ellos?
Antes de que pudiera seguir pensándolo, Nilla se aclaró la gargante y se dirigió a Enar:
—Quería preguntarle si podría llevarme a Mari unos días antes de que empiece de nuevo el trabajo de verdad en la granja. —Mari miró a su amiga sorprendida. ¿Qué estaba tramando? Nilla continuó—: Mis padres se compraron en verano una pequeña cabaña en la montaña. Me gustaría pasar unos días con ella allí y esquiar. —Nilla se calló y miró a Enar esperanzada.
—Eh, es buena idea —dijo el padre de Mari, y se volvió hacia su hija—. Seguro que te sentará bien un poco de movimiento al aire libre en la montaña. Pero ¿dos chicas solas en el bosque? No me gusta la idea. —Nilla y Mari se miraron decepcionadas.
—Pero Ole puede acompañarlas —propuso Lisbet. Mari vio que Nilla se sonrojaba y miraba fijamente su plato. Ole, en cambio, parecía muy contento cuando Enar anunció, tras pensarlo un poco:
—Eso suena sensato. Me las arreglaré con el trabajo durante tres días.
Enseguida se pusieron de acuerdo para irse al cabo de dos días, un sábado, y volver el lunes. Enar, que estaba resuelto a hacer cualquier cosa para ayudar a la completa recuperación de Mari, puso a disposición de los tres excursionistas un trineo y dos caballos y se ocupó personalmente de que llevaran suficientes mantas, comida y otras provisiones. Cuando Mari y Ole se fueron el sábado a primera hora de la mañana a recoger a Nilla para ir a la montaña, Enar le dio un abrazo a su hija y le dio una tableta de chocolate.
—Ve a la cabaña y enciende el fuego. Entretanto yo le enseñaré a Ole dónde están las provisiones de leña y dónde puede dejar los caballos —le dijo Nilla a Mari.
Mari asintió, se quitó de encima la manta y bajó de un salto del trineo en el que acababan de llegar a una pequeña cabaña. Estaba en el límite de un claro en medio de bosques de abedules y pinos. Mari sacó una cesta con provisiones del trineo y fue corriendo a la cabaña. Abrió la puerta, entró y se quedó de piedra.
En la chimenea que había en la pared de la izquierda, junto a la puerta de entrada, ardía un fuego que extendía un calor agradable. Mari miró alrededor. La cabaña tenía debajo una única sala, y un tragaluz en el techo llevaba al dormitorio bajo el tejado. Enfrente de la chimenea había una mesa puesta para cuatro personas. Una silueta salió de la oscuridad en un rincón: Joachim. Mari soltó un grito, dejó caer la cesta y retrocedió un paso hasta la puerta.
—Siento haberte asustado tanto —dijo Joachim.
Mari recobró la compostura. ¿Qué hacía allí?
Joachim le sonrió, le cogió de la mano y la llevó con suavidad a un banco. Mari estaba demasiado sorprendida para oponer resistencia. No paraba de mirarle sin decir nada, a la espera de una explicación.
—Hace unos días tu hermano me vino a ver y…
—¿Ole? —dijo Mari, incrédula—. ¿Cómo sabe…?
Joachim posó una mano sobre el brazo de Mari.
—Por tu amiga Nilla. Pero eso te lo explicará él. Yo solo quiero que sepas que nunca he dejado de quererte.
Mari se levantó de un salto y lo fulminó con la mirada.
—¡Un momento! Vi con mis propios ojos cómo te divertías con otra. Tanto que ni siquiera advertiste mi presencia y… —Mari se calló al notar que se le quebraba la voz y le asomaban lágrimas a los ojos. Se dio la vuelta.
Joachim se levantó.
—Quería protegerte —le explicó—. Por eso fingí no conocerte. Me dolía tanto que a punto estuve de no soportarlo. Tuve que luchar con todas mis fuerzas para no salir corriendo a buscarte y estrecharte entre mis brazos. —El dolor que reflejaba la voz de Joachim hizo que Mari escuchara con atención. Se volvió hacia él y lo miró a los ojos—. Y cuando me enteré ahora de que habías enfermado porque creías que te había olvidado, me odié a mí mismo —prosiguió Joachim.
Mari sacudió la cabeza y le puso un dedo sobre la boca. ¿Cómo podía haber dudado de su amor?
—Abrázame —le rogó, y se arrimó a él.
Al cabo de una hora Mari y Joachim estaban sentados con Nilla y Ole a la mesa, comiendo pan con queso y arenques en escabeche. Mari aún no podía creer que no estuviera soñando y que realmente estuviera sentada al lado de Joachim. No paraba de cogerle de la mano para asegurarse.
Ole, que la miraba de reojo, se inclinó hacia ella y le susurró:
—¿Ves como podía ayudar?
Mari sonrió y le miró suplicante.
—¿Me vas a contar de una vez cómo os las habéis arreglado?
Ole sonrió.
—En realidad tú diste el primer paso. —Mari puso cara de sorpresa—. Bueno, cuando me preguntaste de nuevo por Nilla, se me cayó la venda de los ojos —explicó Ole—. ¿Quién iba a conocer tu secreto si no tu mejor amiga?
Mari miró a Nilla, que levantó la mano para defenderse.
—Me cogió desprevenida y fingió que lo sabía todo.
Ole asintió.
—Nilla tiene razón. Jamás te traicionó, en realidad solo confirmó lo que yo ya me suponía.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Mari.
—Entonces tu hermano vino a verme y empezó a atormentarme —dijo Joachim—. Y le estaré siempre agradecido por ello —añadió, al ver la cara de susto de Mari.
—Nilla y yo estuvimos de acuerdo en que primero teníamos que averiguar si Joachim seguía sintiendo algo por ti. Y si era el caso, queríamos ocuparnos de que por lo menos pudierais hablar —dijo Ole.
Mari miró a su hermano y a Nilla.
—No sé cómo agradecéroslo —dijo.
—Sé feliz —contestó su hermano, lacónico, y le dio un mordisco al bocadillo de queso. Nilla le lanzó una mirada lánguida, pero enseguida apartó la vista al ver que Mari la estaba observando.
—¿Qué os parece si damos una vuelta con los esquís antes de que oscurezca? —preguntó Ole.
Todos estuvieron de acuerdo, y poco después recorrían el bosque claro con sus esquís de fondo. Reinaba la calma. Aparte de algunos pájaros que revoloteaban por las ramas de los árboles, apenas se oía nada. Los cuatro jóvenes fueron avanzando sin mediar palabra y pronto llegaron al borde del bosque. Ante ellos apareció una imagen majestuosa: el brillo del agua del Nordfjord. Con el cielo despejado parecía que podían tocar las cimas que se veían enfrente. El sol casi había desaparecido detrás del horizonte, y las primeras estrellas brillaban en el cielo.
Mari se sentía liviana como hacía mucho tiempo. Sonrió a Joachim, feliz. Para ella era como si nunca se hubieran separado, todo en él era muy familiar. ¿Cómo podía haber estado tanto tiempo sin él? Pero ¿qué sucedería a partir de ahora?, se interpuso la voz de la conciencia. La situación no había cambiado. Su padre jamás aceptaría a Joachim. Mari abandonó aquellos tristes pensamientos, ahora no quería saber nada de ellos.
Más tarde, mientras estaban sentados delante de la chimenea tomando un té caliente y las galletas de avena que Nilla había llevado, Ole sacó a colación el incómodo tema.
—Por desgracia, al principio tendréis que encontraros en secreto —dijo, dirigiéndose a Mari y Joachim.
—¿Qué quieres decir con «al principio»? —preguntó Mari.
—Bueno, hasta que convenzamos a padre de que Joachim es el hombre adecuado para ti —aclaró Ole.
Mari se lo quedó mirando, atónita. Parecía decirlo en serio.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? Ya lo conoces.
Ole irguió la cabeza.
—No estoy diciendo que sea fácil, pero tenemos que intentarlo. Yo ya tengo una idea —dijo, y le guiñó el ojo a Joachim.
Joachim rodeó a Mari con el brazo y dijo:
—Tiene razón. En todo caso tenemos que intentarlo.
Mari arrugó la frente.
—No sé, tengo un mal presentimiento.
Joachim la acercó hacia sí.
—Ahora no te rompas la cabeza con eso. Lo principal es que estamos juntos. Ya encontraremos una solución.
Mari apoyó la cabeza en su hombro. Quería creerle con todas sus fuerzas.
De mutuo acuerdo, Ole y Nilla se quedaron sentados frente al fuego cuando Joachim y Mari anunciaron poco después que estaban muy cansados. El dormitorio de encima del salón estaba preparado con colchones de paja. Joachim y Mari buscaron un lugar cerca de la salida de la chimenea, donde hacía calor. Joachim unió el saco de dormir de Mari con el suyo. Como si fuera un capullo, se acostaron uno junto al otro y se olvidaron de todo lo que ocurría alrededor.
—Te he echado tanto de menos… —susurró Mari—. Aunque consiguiera no pensar en ti, mi cuerpo no podía prescindir de ti ni un segundo.
Joachim selló sus labios con un beso y empezó a acariciarla. La intensidad de su deseo no dejaba lugar a dudas de que la había añorado por lo menos tanto como ella. Mari se sentía tan profundamente conmovida que ya no sabía si los gemidos de deseo salían de su boca o de la de Joachim, y ya no percibía dónde terminaba su cuerpo y empezaba el suyo.
Había nevado durante la noche. Cuando Mari salió de la cabaña por la mañana a alimentar a los caballos, se hundió en la nieve. Se divirtió atravesando la nieve blanca virgen y dejando atrás las primeras huellas. Los caballos estaban atados en un refugio al otro lado del claro, y se mostraron hambrientos ante el heno que Mari les había llevado. Cuando se dio la vuelta para regresar a la cabaña, vio que se acercaba una bola de nieve que le dio en la pierna.
—¡Ahora verás! —gritó, se agachó, formó una bola de nieve y apuntó hacia su atacante. Ole se agachó con una amplia sonrisa, pero al cabo de un segundo torció el gesto cuando un proyectil blanco que había lanzado Nilla le impactó en el pecho. Joachim había salido con ella de la cabaña y se sumó entusiasmado a la batalla.
Los cuatro se pelearon encantados en la nieve. Cuando se cansaron de la batalla de bolas de nieve, Nilla y Ole retaron a Mari y Joachim a un concurso de muñecos de nieve.
—Hecho —dijo Ole—. El equipo que en media hora haya formado el muñeco más grande será el ganador y hoy no tendrá que cocinar ni que lavar los platos.
Nilla fue corriendo a la cabaña y salió con un despertador.
—Así sabremos cuándo se termina el tiempo y nadie podrá hacer trampa —explicó, y lo puso en marcha.
Al principio parecía que Mari y Joachim iban por delante. Enseguida tuvieron una gran bola hecha, encima de la cual debían colocar la cabeza. Pero cuando Joachim la levantó para colocarla sobre el tronco, se le resbaló de las manos y se rompió. Mari soltó una sonora carcajada al ver su cara compungida y perdió más tiempo con un beso de consuelo.
Cuando sonó el despertador, Ole tenía a Nilla cogida de las caderas para levantarla y que pudiera poner dos trozos de madera carbonizados que hicieran de ojos. Mari miró a su amiga. La tez pálida de Nilla estaba teñida de un rojo suave, le brillaban los ojos y parecía irradiar luz. Mari la veía pletórica.
Ole dejó a Nilla enseguida en el suelo, se volvió con una sonrisa triunfal hacia Mari y Joachim, señaló su muñeco de nieve y exclamó:
—¿No es precioso? —Mari vio que a Nilla se le ensombrecía el semblante. Ella también se desilusionó. Y además estaba enfadada. ¿Es que Ole no se daba cuenta de lo enamorada que estaba Nilla?
—¿Tú qué crees, Ole siente algo por Nilla? —preguntó Mari mientras preparaba el desayuno con Joachim. Estaban solos en la cabaña. Ole estaba recogiendo leña, y Nilla estaba colgando los sacos de dormir delante de la puerta en una cuerda de tender para airearlos.
Joachim miró sorprendido a Mari.
—Para serte sincero, no lo había pensado —contestó—. Solo tengo ojos para ti.
Mari no pudo evitar sonreír y le dio un beso que él recibió con los labios fruncidos.
—No, en serio. A lo mejor tú, como hombre, puedes verlo mejor. Yo no le acabo de entender.
Joachim estuvo a punto de decir algo, pero Mari lo detuvo con un gesto y continuó:
—Ya sé que no es asunto mío, pero Nilla es mi mejor amiga. No quiero que Ole le haga daño. Si no siente nada por ella, sería mejor que se alejara de ella.
Joachim asintió.
—Te entiendo —dijo, y tras reflexionar un poco añadió—: Beuno, por lo que conozco a tu hermano, no me parece que sea un mujeriego inconsciente. Al contrario, da la impresión de ser responsable y atento. No creo que esté jugando con Nilla, aunque sin duda no le es indiferente. Tal vez no está seguro de sus sentimientos y por eso se reprime.
Mari quiso replicar, pero el regreso de Nilla y Ole la obligó a callarse.
El tiempo en la montaña pasó demasiado rápido, para Mari fueron los días más felices en mucho tiempo. Con el corazón en un puño, el lunes a mediodía se despidieron de la pequeña cabaña en la que ella y Joachim se habían hecho una idea de lo que podría haber sido su vida en otras circunstancias en paz.
—Cuando la guerra haya terminado, volveremos aquí —susurró Joachim cuando la ayudó a subir al trineo y la envolvió con una manta. Una vez más, había pensado lo mismo que ella. Mari le apretó la mano y asintió, sonriente.
Para asegurarse de que nadie los veía juntos, Joachim regresó a Nordfjordeid como había llegado: esquiando. Durante un rato fue al lado del trineo, hasta que giró por un camino escarpado que lo llevaría rápido al valle. El sendero era demasiado estrecho para el trineo. Mari se inclinó y siguió a Joachim con la mirada hasta que desapareció por detrás de los troncos de los árboles.
—Comprendo perfectamente que le quieras —dijo Nilla cuando Mari volvió a sentarse a su lado—. Es imposible que no te guste. No creo que tu padre le rechazara si le conociera mejor.
Mari la miró.
—No hay nada que desee más en este mundo.