Oslo, mayo de 2010
De camino a casa de Nora, Lisa se paró en una tienda de licores Vinmonopolet a comprar una botella de champán. Para su sorpresa comprobó que allí, a diferencia de Alemania, en los supermercados y otras tiendas de alimentación solo se vendía cerveza. Si querías comprar vino o alcoholes de mayor graduación, había que ir a unas tiendas especiales del Estado. Lisa se quedó de piedra al ver los precios desorbitados y dudó un momento. «Bueno, qué más da», pensó, y cogió una botella de champán, al fin y al cabo tenían algo especial que celebrar.
Nora aún no había llegado a casa cuando Lisa llamó a la puerta por la tarde. A pesar de que tenía llave, decidió esperarla en la puerta. No quería importunarla, entendía que Nora quisiera estar un rato a solas. Se sentó en el rellano de la escalera delante de la casa de Nora, sacó el teléfono móvil y leyó de nuevo el mensaje que le había escrito Marco unas horas antes: «Ahora me encantaría hacer una pausa contigo en el sofá, cara. Mille baci, M.»
Lisa sonrió y sintió un estremecimiento agradable al recordar en la última «pausa» que hicieron juntos con Marco en el despacho de la editorial. El peligro de que los descubrieran les había servido de estímulo. A Marco le encantaba ese tipo de adrenalina en situaciones comprometidas.
Lisa no tuvo que esperar mucho. Pasada media hora oyó pasos en la escalera.
—¿Qué haces aquí fuera? —preguntó Nora al ver a Lisa sentada en el rellano de la puerta—. ¿Por qué no has entrado?
Lisa se levantó.
—No sabía si te parecería bien que entrara en tu casa.
Nora sacudió la cabeza.
—Bueno, entonces no te habría dado una llave.
Lisa se encogió de hombros.
—Eso fue antes de que…
Nora le hizo un gesto para restarle importancia y abrió la puerta.
—Por favor, pasa. Me alegro de que estés aquí —dijo.
Lisa sonrió aliviada y la siguió.
—¡Por nosotras, las primas! —dijo Lisa, y brindó con Nora. Estaban sentadas en las butacas bajas en una espaciosa sala de estar-dormitorio con unos grandes ventanales enfrente. La cama y el armario estaban escondidos detrás de una librería que servía para distribuir espacios. En la zona del salón solo había las dos butacas y una cómoda con un equipo de música y una televisión pequeña. Algunas pieles de reno claras dispuestas en el suelo creaban un contraste precioso con los tablones de madera barnizados oscuros.
—He estado hablando con tu madre mucho rato —dijo Lisa, y le quiso contar la desgraciada historia de amor de Bente y Ánok, pero Nora le hizo un gesto para impedírselo.
—Por favor, ahora no. Primero tengo que digerirlo. Por hoy ya he tenido suficiente.
Lisa asintió, comprensiva. A ella también le costó un tiempo asimilar el inquietante secreto de su madre.
—Si en algún momento quieres hablar, yo siempre estaré ahí —dijo. Nora sonrió y brindó con ella.
—¿Y ahora qué tienes pensado? —preguntó Nora tras un breve silencio.
Lisa la miró pensativa.
—Para ser sincera, no tengo ni idea. Después de lo que me ha contado tu madre de Mari, ya no estoy segura de querer encontrarla.
—Comprendo que pienses así, pero no estarás tranquila —dijo Nora en voz baja.
Lisa sabía que tenía razón. Mejor tener certezas, aunque la verdad pudiera ser tan dolorosa o desagradable como especular.
—Bueno, entonces llamaré ahora a Tromsø —dijo, cogió su teléfono móvil y marcó el número de Kåre Nybol que había encontrado en la guía telefónica de Tromsø. Al oír un contestador puso la función manos libres para que Nora oyera el texto en noruego y pudiera traducírselo.
—Bueno, es imposible que sea el marido de Mari —afirmó Nora una vez finalizado el mensaje grabado.
—Sí, suena muy joven.
—Deberíamos llamar otra vez —propuso Nora—. Ha dado un número de móvil donde está localizable, pero tan rápido no he podido apuntarlo.
Kåre Nybol tampoco contestaba al móvil y la llamada fue desviada. Lisa le dio a Nora el teléfono al oír una voz de mujer que decía: «Universitet Tromsø. Institutt for arktisk og marin biologi». Nora habló un momento con la mujer y luego le devolvió el teléfono a Lisa.
—Tal vez mi madre tiene un hermano pequeño que trabaja de investigador ártico —dijo Nora—. De todos modos ahora mismo ese tal Kåre Nybol está en una expedición de varios meses en algún lugar con mucho hielo. De momento no está localizable, por eso las llamadas se desvían a su facultad. Esperan que vuelva a Tromsø a finales de verano.
Lisa se dejó caer en la butaca.
—Parece un mal de ojo —exclamó. La búsqueda de Mari o de alguien que pudiera darle información sobre ella se había convertido en una tarea ímproba. La predicción de Marco de que Lisa enseguida encontraría a su abuela había sido muy optimista. Pero, a decir verdad, aquella nueva demora le iba bien, aunque nunca lo admitiría delante de él.
—¿Volverás pronto a Alemania? —preguntó Nora—. No me malinterpretes, por favor —se apresuró a añadir al ver la mirada de Lisa—. Me parece fantástico si quieres quedarte aquí. Es agradable tener una prima. Me encantaría pasar más tiempo contigo y conocerte mejor, pero eso es muy egoísta por mi parte. Al fin y al cabo tú tienes tu vida.
—Es justo lo que estaba pensando —contestó Lisa emocionada, y sonrió a Nora. De pronto se le ocurrió una idea—. ¿Qué te parece si vamos juntas a esa boda en las islas Lofoten a la que me invitó Tekla? —propuso—. Así podríamos descubrir más cosas de ella. Ahora que hemos descubierto que es la sobrina de Mari, seguro que estará dispuesta a contarnos todo lo que sabe. No ha roto su promesa. Además, también son tus parientes. Es una buena ocasión para presentarse.
Nora soltó una risita.
—Quieres decir que ya da igual si aparecen uno o dos miembros de la familia desconocidos.
Lisa sonrió, pero enseguida se puso seria.
—Me encantaría no tener que ir sola —confesó.
Nora le agarró de la mano.
—No será necesario, iremos juntas. —Lisa le sonrió y le apretó la mano.
Más tarde Lisa llamó a Hamburgo. Nora le había hecho una propuesta que quería transmitirle enseguida a Marco. Después de ponerle al corriente de las novedades de su búsqueda, dijo:
—Me encantaría que pudieras venir unos días. Unos amigos de Nora tienen una pequeña cabaña junto al mar a solo una hora en coche de Oslo. Es un lugar paradisiaco, en medio del bosque, no hay ni un alma en kilómetros a la redonda. Podríamos alojarnos allí.
Marcos contestó vacilante.
—Suena muy tentador. Solo en medio de la naturaleza contigo… pero no puedo irme, tengo muchas cosas que hacer.
—¿No te quedan algunas vacaciones? —preguntó Lisa.
—En teoría sí —dijo Marco—, pero hay mucha gente que le ha pedido a mi jefe que no lo haga y me pague los días.
—Vaya. Lástima. Te echo de menos —dijo Lisa en voz baja—. Y me encantaría enseñarte este país maravilloso.
—Ya recuperaremos la idea —le prometió Marco.
—Nunca aprenderé —se quejó Lisa, y dejó el libro a un lado. Estaba sentada en la mesa de la cocina de Nora, repleta de hojas de ejercicios, un diccionario y coloridas fichas en las que escribía el vocabulario para aprendérselo. A través de la ventana brillaba el sol, que seguía alto en el cielo, aunque ya eran las siete de la tarde. Lisa aún no se había acostumbrado a que allí oscurecía hora y media más tarde que en Fráncfort.
Había decidido quedarse en Oslo y aprovechar los días que le quedaban hasta ir a las Lofoten para hacer un curso intensivo de noruego. Aun así, la mayoría de noruegos hablaba inglés, y muchos habían aprendido alemán en el colegio, pero Lisa quería presentarse ante sus nuevos parientes con algunas nociones básicas de su lengua. No era solo cuestión de educación: Lisa ya había experimentado en varias ocasiones durante su viaje que se accedía más rápido y con mayor intesidad a un país si se conocía la lengua.
Como muchas palabras en noruego sonaban parecidas al alemán, Lisa se puso manos a la obra esperanzada. Sin embargo, luego comprobó que había dos lenguas escritas oficiales, el bokmål y el nynorsk, que tenían infinidad de verbos irregulares y excepciones y sobre todo un montón de normas de pronunciación confusas que inducían a la locura.
—¿Por qué una ese a veces se pronuncia «s» y otras «sh»? No le veo la lógica —afirmó.
Nora, que estaba en los fogones preparando huevos revueltos con setas, se volvió hacia Lisa.
—No desesperes. Aunque existieran unas normas, no te ayudaría mucho. A los noruegos nos encantan nuestros dialectos, y suenan en parte muy, muy distintos.
Lisa dejó caer la cabeza en la mesa en señal de desesperación.
—Entonces aquí supongo que pasa lo mismo que a un extranjero en Alemania, que aprende alemán estándar y luego aterriza en un poblacho bávaro y no entiende ni una palabra.
Nora sacó dos platos de un armario.
—Tienes que coger fuerzas —dijo.
Lisa recogió sus cosas y ayudó a Nora a poner la mesa.
—¿Y qué, te han dado las vacaciones? —preguntó Lisa.
Nora asintió.
—Sí, sin problemas. Tengo tantas horas extra que mi jefa no puede decirme nada.
—Genial —dijo Lisa—. Entonces podríamos ir en el barco de correos.
—Me hace mucha ilusión. Aún no he viajado nunca con los Hurtigruten.
—¿Y cómo iremos a Bergen? —preguntó Lisa.
—Lo más rápido es ir en avión, pero es más bonito ir en tren —contestó Nora.
Nora no había exagerado. El trayecto de siete horas de Oslo por la costa oeste hasta Bergen fue uno de los viajes en tren más fascinantes que Lisa había realizado. Lo más impresionante era el tramo por Hardangervidda, la meseta montañosa más alta de Europa, con amplias extensiones, lagos poco profundos y unas pocas cumbres poco elevadas.
—¡Mira, renos! —gritó Lisa entusiasmada, y le pasó a Nora su cámara con teleobjetivo con la que había descubierto a lo lejos a una manada de renos que caminaban por los prados aún cubiertos de nieve. De nuevo Lisa quedó prendada de aquel paisaje agreste. No tenía palabras para expresar qué ejercía exactamente en ella esa atracción. ¿Tal vez los contrastes? En aquel entorno sentía un gran sosiego y al mismo tiempo se sentía intimidada. No había duda de que aquel paisaje le tocaba una fibra que antes no había sentido. No podía imaginar cómo se las arreglaba la gente cien años antes en aquella zona abrupta e intransitable para cavar docenas de túneles en la roca y construir unos trescientos puentes sobre desfiladeros y valles.
Cuando Nora le devolvió la cámara, Lisa advirtió que tenía lágrimas en los ojos. Le acarició el brazo con suavidad y la miró preocupada. Nora se sonó la nariz y esbozó una media sonrisa.
—Suena absurdo, pero al ver esta amplia meseta de pronto me he acordado de mi padre. Así me imagino yo el paisaje en el Círculo Polar. No tengo ni idea de si realmente es así. —Nora suspiró—. Pensaba que podría hacer como si no hubiera cambiado nada, pero es una tontería, claro. Hay una enorme diferencia en descubrir de repente quién es mi padre, aunque sea igual de inaccesible que el lío de una noche que se había inventado mi madre.
Lisa se alegraba de que por fin Nora hablara del tema. Cuando se fue corriendo de casa de su madre Bente, le dio a entender que no quería oír hablar de ello y desde entonces no había vuelto a sacarlo a colación. Ella lo había respetado, pero al mismo tiempo notaba que le corroía por dentro. Debía de ser horrible que tu madre te mienta durante tanto tiempo. ¿Bente habría contado la verdad por voluntad propia? La madre de Lisa, Simone, tampoco se atrevió nunca a revelarle su secreto a su hija, y en su caso era mucho menos grave que el de Nora.
—¿Quieres intentar encontrarle? —preguntó Lisa en voz baja.
Nora miró por la ventana. Estaban pasando junto a un gran lago cuya superficie de agua azul oscuro reflejaba las nubes que pasaban presurosas.
—No lo sé —dijo—. Parece que nunca tuvo la necesidad de conocerme.
—Tal vez ni siquiera sabía que existías —comentó Lisa—. Si lo he entendido bien, ni tu propia madre sabía que estaba embarazada cuando se fue de Tromsø.
Nora se volvió hacia Lisa.
—Ni siquiera lo había pensado —confesó, sorprendida—. Pero en el fondo eso no cambia nada. Ese Ánok se dejó sobornar y se largó sin despedirse. No creo que quiera conocer a alguien así.
Lisa la miró pensativa. Comprendía a Nora, a ella le ocurría algo parecido con su abuela. Por otra parte, solo podían averiguar toda la verdad conociendo la otra versión. Solo tenían la visión de Bente de los acontecimientos. No sabían a ciencia cierta lo que ocurrió exactamente treinta y cinco años antes, es decir, a mediados de los años setenta.
—Sería interesante saber de qué se enteró entonces el hermano menor de Bente —dijo Lisa.
Nora arrugó la frente.
—¿Por qué?
—Solo es una idea —contestó Lisa—. Me da la sensación de que la historia es más complicada de lo que creemos. Mejor dicho, de lo que tu madre cree.
Nora se encogió de hombros y cambió de tema.
Por la tarde llegaron a Bergen, la segunda ciudad más grande de Noruega. Su barco de Hurtigruten, el MS Nordkapp, salía a las ocho de la tarde, y dos horas antes se abrían las cabinas. Lisa y Nora decidieron aprovechar el tiempo restante para dar una vuelta por la ciudad.
—Vamos a observarlo todo desde arriba —propuso Nora, y señaló una montaña por la que subía un pequeño funicular. Lisa estuvo de acuerdo.
Poco después estaban sentadas en la terraza panorámica de Fløyen, que se elevaba unos trescientos metros por encima de Bergen, tomando un café y disfrutando de las vistas de la ciudad.
Lisa señaló una fila de casas de colores.
—¿Eso es el barrio antiguo germánico?
Nora asintió.
—Antiguamente era el centro comercial de los comerciantes alemanes, por eso hoy en día se sigue llemanado Tyske Brygge, «muelle alemán». Y al otro lado de la bahía se ve el casco antiguo con el mercado de pescado.
Para estirar un poco las piernas volvieron a la ciudad por un camino por el bosque ralo. Lisa se desilusionó al ver que no tenían tiempo de visitar el edificio gótico Håkonshalle o la antigua iglesia. En el muelle de Hurtigruten, una terminal muy moderna, ya se había congregado una gran multitud que esperaba a subir a bordo del enorme barco de vapor. Lisa y Nora recogieron el equipaje de la consigna donde lo habían dejado ese rato y se pusieron en la cola.
—¡Vaya, es enorme! —exclamó Lisa al observar el imponente barco con rayas negras, rojas y blancas—. No imaginaba que un barco de correo pudiera ser tan elegante. Parece un barco de crucero.
Nora asintió.
—En los años noventa se construyó una nueva generación de barcos en los que se ofrecía más comodidad, con salones enormes, zonas de descanso e incluso piscina.
—Es fantástico, claro —dijo Lisa—. Pero, a decir verdad, me parecería más romántico viajar en uno de los barcos antiguos pequeños.
Nora asintió.
—Yo también, pero prácticamente los han eliminado. Solo en invierno, cuando envían los barcos nuevos a hacer cruceros por los mares del mundo, algunos viejos barcos de correo entran en acción.
—Bueno, nos las arreglaremos con la versión lujosa —dijo Lisa con un guiño.
Cuando hubieron dejado las maletas en la cabina doble, aceptaron la invitación de la azafata a un pequeño tentempié que ofrecían para dar comienzo al viaje.
—¿Un pequeño tentempié? —se le escapó a Lisa.
Estaban en el restaurante en la cuarta planta ante un bufete repleto de las delicias más variopintas.
Nora le alcanzó a Lisa un plato.
—El aire del mar despierta el hambre.
Lisa sonrió.
—Pero si ni siquiera hemos zarpado.
Nora le devolvió la sonrisa, se sirvió unas lonchas de jamón de alce y diferentes ensaladas en el plato y se dirigió a una mesa junto a la ventana.
La bienvenida en varios idiomas por los altavoces en la borda y el anuncio de que estaban listos para zarpar hicieron que Lisa y Nora fueran a babor a una cubierta exterior donde se habían reunido muchos pasajeros para observar la salida. En el muelle soltaron los cabos, el barco empezó a vibrar y se puso en movimiento despacio. La ciudad rodeada de las siete montañas quedó atrás, mientras el MS Nordkapp emprendía su viaje al norte a quince nudos casi sin hacer ruido.
Más tarde solicitaron a los pasajeros que se dirigieran al salón panorámico acristalado de la cubierta superior. Lisa apenas tenía ojos y oídos para las demostraciones y explicaciones de las personas que informaban sobre las salidas de emergencia, normas de comportamiento en caso de emergencia y cómo ponerse los trajes térmicos y los chalecos salvavidas. La vista del paisaje costero que pasaba por delante bajo la luz de la puesta de sol la tenía fascinada.
—Vamos a hacer una rueda de reconocimiento antes de ir a dormir —propuso Nora.
Lisa asintió y sacó un folleto del bolso que incluía planos de las seis cubiertas de pasajeros. Señaló el dibujo esquemático y dijo:
—En estas tres cubiertas solo hay cabinas. Abajo del todo están las plazas de aparcamiento, una enfermería y salas de gimnasio.
Nora echó un vistazo al folleto.
—Aquí arriba hay un gran salón y la cubierta solar. La mayoría de las cosas están en la cuarta cubierta.
Lisa le sonrió.
—¿Te apetece tomar una copa en el bar?
Como todas las salas comunes, el bar, que se encontraba junto a la biblioteca, era muy distinguido, con mucha madera pulida y reluciente, latón y telas nobles. También vestían la sala grandes cuadros del artista noruego Karl Erik, al que le encargaron la decoración artística del barco. Por lo visto le entusiasmaban los motivos marineros y costeros. De camino al bar Nora y Lisa pasaron por delante de numerosas fotografías e imágenes que recordaban la historia centenaria de Hurtigruten.
—¿Crees que nuestra abuela viajó alguna vez en un barco de correos? —preguntó Lisa.
—Puede ser, por ejemplo cuando iba a visitar a sus parientes de las islas Lofoten.
Lisa miró a Nora.
—Tal vez finalmente descubramos algo concreto.
Nora se encogió de hombros.
—En realidad me sorprendería. Casi parece que sea un fantasma. Si es que está viva.
—Tienes razón —suspiró Lisa—, no tiene sentido hacerse falsas ilusiones.
Lisa se despertó sobresaltada en plena noche por un fuerte balanceo. Necesitó un momento para situarse y convencerse de que no estaba viviendo un terremoto. No, estaba en un camarote en el mar, que estaba muy revuelto. Notó que se mareaba, lo que le faltaba. Tal vez un poco de aire fresco la ayudaría. Se levantó con suavidad. Nora, cuya cama se encontraba al otro lado del pequeño pasillo, no parecía notar el balanceo del barco, pues no se movía.
Lisa se vistió y salió de la cabina. Estaban alojadas en la quinta cubierta, en la que se podía rodear todo el barco por fuera. Cuando Lisa salió una fuerte ráfaga de viento estuvo a punto de obligarla a volver a entrar. Se agarró a la barandilla y avanzó hasta la proa, donde encontró cobijo de la tormenta bajo el puente de mando. Miró el reloj. Las cuatro y algo. En media hora saldría el sol, pese a que, a juzgar por las nubes oscuras que cubrían el cielo, apenas era perceptible. Lisa cerró los ojos y respiró hondo.
—Tómate una pastilla, te ayudará.
Lisa dio un respingo. El rugido de la tormenta y el mar le había impedido oír los pasos de Nora.
—Yo ya me he tomado una —continuó, y le ofreció a Lisa la cajita de pastillas.
—¿Te he despertado? Lo siento —se disculpó Lisa.
Nora sacudió la cabeza.
—No, ya estaba despierta cuando te has ido. Pensaba que al quedarme inmóvil la muerte me ayudaría —dijo, y torció el gesto—. Pero mi estómago no opina lo mismo.
Lisa observó a Nora bajo la luz nocturna.
—¿Yo también estoy así de verde? —preguntó. Nora asintió.
»Lo que nos espera durante los próximos tres días —se lamentó Lisa.
—No te preocupes, la mayoría del tiempo navegaremos entre los archipiélagos protegidos justo bordeando la costa. Por suerte aquí hay pocos tramos de mar abierto —le informó Nora.
Lisa comprobó aliviada que el medicamento de Nora contra el mareo hizo efecto enseguida. Cuando el MS Nordkapp cambió de rumbo y se adentró en la bahía ya tenía el estómago calmado y pudo seguir la maniobra para atracar en el puerto de la pequeña población pesquera de Måløy, en la isla de Vågsøy, sin tener que contener las náuseas continuamente.
—Por cierto, desde aquí la granja de los Karlssen no queda muy lejos —dijo Nora. Lisa la miró sorprendida—. El Nordfjord desemboca aquí en el mar —le aclaró Nora. La mención de la granja afectó a Lisa más de lo que quería admitir. Se sorprendió al recordar un rostro en concreto.
Como si le leyera el pensamiento, Nora le dijo:
—De hecho Amund, el mozo de cuadras de la granja, es de esta isla. Es de una familia de pescadores.
¿Se lo parecía a Lisa, o realmente Nora la miró con una sonrisa de complicidad? Se esforzó por poner cara de indiferencia y dijo:
—Ah. ¿Y qué se le ha perdido en una caballeriza siendo pescador?
Nora se quedó callada un momento.
—Ni idea, nunca lo había pensado. No me imagino a Amund sin sus caballos.
—Sí, parece que tiene mano para los caballos —admitió Lisa, y se apresuró a cambiar de tema antes de que Nora pudiera replicar—. Creo que voy a intentar dormir un poco, ¿y tú? —preguntó.
—De acuerdo, volvamos —contestó Nora, sonriente.
Lisa vivió los días siguientes como una embriaguez de luz y colores. Pasó la mayor parte del tiempo haciendo fotografías en la cubierta de sol, no se cansaba de mirar las formaciones costeras en constante cambio. Jamás habría pensado que le podría fascinar de esa manera hacer fotos de paisajes. Hasta entonces apenas había tocado el tema, sus encargos tenían lugar casi sin excepción en grandes ciudades o edificios con conceptos arquitectónicos insólitos. En su portafolio no figuraban fotografías de la naturaleza.
Para Lisa el punto álgido provisional de su viaje por Noruega era el trayecto por el fiordo Geirangerfjord. Hacía unos años que los barcos de Hurtigruten daban una vuelta en verano por el fiordo más afamado de Noruega que, como le explicó Nora, incluso había sido incluido en la lista de patrimonio natural de la humanidad de la UNESCO. Entre escarpadas paredes de roca corría el tranquilo brazo de mar. Una infinidad de torrentes caían hacia el fiordo desde las cimas cubiertas de nieve, los glaciares y los lagos de montaña a través de bosques frondosos y de coníferas.
Lisa estaba al lado de Nora en la cubierta de sol. Le señaló una cabaña de madera situada en lo alto de una pendiente. Ya habían visto varias casas de campo y cabañas de montaña, la mayoría abandonadas.
—¿Te imaginas vivir ahí? —preguntó Lisa.
—No, eso no es para mí. Pero los campesinos no explotan nada mal sus tierras. El clima es bastante suave por la corriente del Golfo, ahí prosperan incluso los albaricoques.
—Pero ¿cómo se llega hasta ahí? —preguntó Lisa—. No veo caminos.
El guía noruego de un grupo de viajeros estadounidenses se detuvo a su lado e intervino en la conversación.
—A muchas de esas granjas solo se llegaba con escaleras —les explicó, y añadió con un guiño del ojo—: Se dice que antiguamente los campesinos simplemente quitaban la escalera cuando venía alguien de Hacienda y quería cobrar.
Lisa y Nora soltaron una risita. El guía señaló hacia delante un imponente despeñadero sobre el que caían siete cascadas.
—Os presento a las Siete Hermanas. Y allí se encuentra el Pretendiente —continuó, y señaló una amplia cascada enfrente.
El tercer día de viaje el MS Nordkapp atravesó el Círculo Polar. Nora y Lisa madrugaron más de lo normal, estaban desayunando cuando pasaron por la isla Hestmannøy, en la que se encontraba el monumento al Círculo Polar, un globo estilizado de metal que brillaba bajo el sol matutino. Por la tarde el barco abandonó la costa oeste. Desde Bodø pasó por el Vestfjord durante un trayecto de tres horas hacia las islas Lofoten, que se elevaban en el mar como una imponente pared. Durante la cena llegaron a Stamsund, el primer puerto del archipiélago, desde donde continuó hacia el norte. Lisa y Nora recogieron sus cosas y se prepararon para bajar, pues en Svolvær terminaba el viaje.
—Estoy bastante nerviosa —confesó Lisa cuando el barco ya había atracado y abrieron la pasarela para los pasajeros.
—Dímelo a mí —contestó Nora—. Preferiría seguir viajando.
Las dos chicas se miraron. Lisa vio reflejada en el rostro tenso de Nora su propia inquietud. Le sonrió.
—Me alegro de que hayamos hecho este crucero juntas.
Nora asintió.
—Yo también. Pero es una sensación rara plantarse de repente frente a un montón de parientes cuya existencia desconocías hasta hace poco.
—Mira, ¿esa no es Tekla? —preguntó Lisa, al tiempo que le señalaba a una de las personas que esperaban en el puerto.
Nora agudizó la vista.
—Sí, es verdad. Qué sorpresa tan agradable, no me lo esperaba.
A Lisa le ocurrió lo mismo, se alegraba mucho de que tuviera ese gesto. Cuando habló por teléfono unos días antes para decirle que iría a las Lofoten con Nora porque había descubierto que también pertenecía a la familia, la reacción de Tekla le pareció muy comedida. Al parecer esta vez también había necesitado un tiempo para asimilar la noticia.
Sin embargo, ahora parecía alegrarse de verdad de ver a las dos chicas. Después de abrazarlas a las dos con cariño, las llevó a su coche. De camino se volvió hacia Nora.
—¡No sabes cuánto me alegro de que por fin se haya terminado tanto secretismo!
—¿Por qué insistió Mari en mantener en secreto que mi madre es su hija? —preguntó Nora.
—Ya conocéis a Finn —contestó Tekla—. Es un cabezón y por desgracia puede llegar a ser muy rencoroso e intransigente. A Mari le daba miedo que culpara a Bente también por sus errores y le prohibiera la entrada en la granja como a ella, y quería evitarlo a toda costa. No quería hablar del motivo de la actitud tan vengativa por parte de su hermano gemelo. Yo tuve que aceptarlo, no quería correr el riesgo de romper mi promesa. Para mí era más importante introduciros hasta donde pudiera a ti y a tu madre.
Nora le dio un abrazo a Tekla.
—Lo hiciste estupendamente. En realidad jamás tuve la sensación de no pertenecer a ese lugar, siempre habéis sido mi familia.
Tras un breve trayecto en coche fueron de la capital de la isla, Svolvær, plagada de empresas de la industria pesquera, astilleros y un centro artístico, a una callecita costera en la pequeña población de Kabelvåg. Allí residían los Langlø, la familia de Lisbet, la madre de Mari, desde hacía varias generaciones. Como casi todos los habitantes de las islas Lofoten, los Langlø hasta hacía poco se ganaban la vida principalmente como pescadores. En la actualidad Kol, el novio de la boda inminente, continuaba con la tradición.
—Enseguida los conoceréis a todos —dijo Tekla, y giró en la calle hacia un terreno en la orilla que se encontraba fuera del centro de la población.
Una gran casa de madera pintada de blanco con la base de piedra se hallaba un tanto retirada en un prado, mientras que había varias casitas de madera de color granate sobre unos zancos construidas directamente en el agua.
—Antes las rorbuer servían de alojamiento sencillo para los pescadores de temporada, hoy en día a menudo los reforman con todas las comodidades modernas y en verano las alquilan a los turistas —explicó Tekla.
En el agua había también varios armazones de madera con multitud de peces encima.
—Vaya, qué olor tan fuerte —dijo Nora cuando volvieron a subir al coche.
Tekla soltó una carcajada.
—Te acostumbras rápido.
Lisa miró con interés los armazones y preguntó:
—¿Eso es el famoso bacalao seco?
Tekla se lo confirmó con un gesto.
—Exacto. Es de la temporada de pesca de este año, que ha durado hasta abril. Ahora el pescado tiene que secarse al aire salado del Atlántico antes de venderlo.
Nora hizo una mueca.
—¿Quién come pescado seco por voluntad propia?
Tekla sacudió la cabeza y sentenció en tono de suave reprimenda:
—Como si tú comieras algún tipo de pescado por voluntad propia. Pero para muchos es un delicado manjar, y no solo en Noruega. Los italianos, por ejemplo, importan toneladas de bacalao.
—Der er de! —gritó una aguda voz infantil. Una niña pequeña salió de la casa y fue corriendo hacia ella.
—Esta es Pernilla —anunció Tekla, y le revolvió el cabello a la niña—. El miembro más joven de la familia.
Pernilla observó intrigada a las recién llegadas. Sus gritos habían atraído a algunos adultos a la puerta, y poco después Lisa y Nora estaban rodeadas por un grupo de gente jovial que les estrechaban la mano y se presentaban. Lisa sintió un nudo en la garganta. Miró a Nora y vio que ella también tenía los ojos anegados en lágrimas. Jamás habrían esperado una bienvenida tan cariñosa y sencilla.