Nordfjordeid, invierno de 1940
Mari corría por el prado. Las largas briznas de hierba le golpeaban las piernas, los saltamontes buscaban espacio delante de sus pies y las abejas volaban zumbando de flor en flor. Mari se agachó, cogió una margarita y se la colocó en el pelo. Quería estar guapa. Para él. Saltó por encima de un pequeño arbusto, coqueta, y poco después llegó a la orilla del río. El sol brillaba en el agua, que corría homogénea. Miró alrededor buscando algo con la vista. ¿Había llegado demasiado pronto? No, ahí abajo estaba él, que le hizo una señal. Mari lanzó un grito de júbilo y quiso salir corriendo hacia él, pero por mucho que se esforzara parecía no avanzar ni un metro hacia él. Le gritó, desesperada. Él la saludaba, pero se alejaba sin freno cada vez más. Una fría ráfaga de viento acarició las piernas de Mari y le provocó un escalofrío.
Mari abrió los ojos. Estaba oscuro. Buscó con las manos la manta, que se había resbalado hacia un lado y le había dejado la pierna derecha desprotegida del aire helado. Volvió la cabeza hacia la pequeña ventana de su habitación: a través del vidrio cubierto de gruesas flores de escarcha penetraba una luz mortecina. Mari sabía que era por la nieve. El sol saldría unas horas más tarde, hacia las nueve y media. Ahora eran aproximadamente las cinco y media, a esa hora se despertaba todos los días. Cerró los ojos y evocó de nuevo la imagen del prado de flores que había visto en sueños. ¿Por qué no podía desaparecer para siempre en ese mundo onírico? Allí siempre hacía sol, no había guerra, y podía estar con Joachim libremente.
Joachim. Hacía tres meses que no lo veía, mucho más de lo que había durado su amor secreto. Mari tenía la esperanza de que el dolor fuera disminuyendo con el tiempo. Siempre se dice que el tiempo todo lo cura. No es cierto. Mari tenía la sensación de estar destrozada por dentro. Todo lo que recordara a Joachim, aunque fuera remotamente, abría aquellas heridas. No sabía que se podía sufrir semejante tortura. Antes pensaba que el dicho «morir de mal de amores» era puramente simbólico, ahora estaba convencida de que era completamente literal. Por desgracia su corazón no daba muestras de romperse o simplemente detenerse. Latía con fuerza y regularidad, ajeno a la pena de Mari.
Oyó ruidos y alboroto procedentes de la habitación de sus padres, situada debajo de su dormitorio. Probablemente su padre estaba enfadado de nuevo por la puerta atascada del viejo armario ropero, que con el frío y la humedad estaba aún más deformada. Mari se acurrucó aún más en su gruesa manta. No quería levantarse y forzarse a superar otro día de la interminable cadena de días grises que conformaba su vida actual. Cada vez le costaba más controlar su tristeza e intentar parecer «normal».
Llamaron a la puerta, la abuela Agna asomó la cabeza y dirigió la lámpara de petróleo hacia la cama.
—Mari, cariño, ¿aún estás durmiendo? —preguntó.
Mari reprimió un gemido y se esforzó por sonar animada.
—No, perdona, ahora bajo. —Apartó la manta y se levantó.
Agna le sonrió y se fue. Mari se apresuró a ponerse la ropa que había preparado antes de acostarse, tiritando de frío. El agua de la jofaina que se encontraba sobre un arcón de ropa pintado de colores estaba cubierta de una fina capa de hielo. Mari decidió recoger agua caliente más tarde en la cocina. Tenía que ir cuanto antes al establo a ordeñar las vacas. Se alegraba de que Agna hubiera ido. Si se hubiera quedado acostada más tiempo, habría tenido que aguantar sin duda los comentarios burlones de Ole y las miradas sombrías de su padre.
Había nevado mucho durante la noche. Mari se detuvo un momento delante del rellano de la escalera y miró alrededor. Los edificios de la granja habían perdido el contorno, parecían pequeñas protuberancias blancas que crecían en la pendiente. De los bordes de los tejados colgaban carámbanos de hielo. Por suerte Ole ya había abierto con la pala un estrecho pasillo que llevaba a los establos y el granero. Mari odiaba hundirse en la nieve y que le entrara en las botas. Cruzó los brazos en el torso para protegerse del viento cortante y fue corriendo al establo de las vacas, donde la recibieron varios mugidos.
A pesar de que en esa época del año apenas se podían hacer tareas al aire libre, en la casa estaban más ocupados. Las semanas antes de Navidad apenas les dejaban ratos de calma, Mari tenía la sensación de estar todo el día de aquí para allá. Cuando ya había ordeñado a las vacas se sentaba en la cocina, donde su madre le llenaba un cuenco de gachas de avena. Apenas había probado la primera cucharada cuando su padre entró y dijo:
—¿Cariño, puedes prescindir de Mari hoy?
Enar le hizo un guiño furtivo a su hija. Sabía perfectamente lo mucho que odiaba limpiar y ordenar, sobre todo la gran limpieza de Adviento.
—Es el momento perfecto para hacer juløl. Ole no me puede ayudar, tiene que llenar las provisiones de madera y más tarde ir a comprar.
Lisbet arrugó la frente un momento, pero luego dijo, para gran alivio de Mari:
—Bueno, nos las arreglaremos sin ella. En realidad la cerveza de Navidad debe hacerse muy despacio.
De camino al granero, donde Enar y Mari querían preparar la cerveza, se encontraron a la abuela Agna.
—¿Sabéis dónde se ha metido Ole? —preguntó—. Tiene que traerme sin falta unas especias y almendras de la tienda para cocinar.
Enar asintió.
—Le diré que vaya a verte en cuando haya terminado de cortar madera.
Agna sonrió a Mari.
—Hoy voy a hacer bordstabelsbakkels, que tanto te gustan.
Mari se forzó a poner cara de alegría. Antes se habría puesto loca de contento: las delgadas galletas de mantequilla de Agna, con el fino relleno de almendra, siempre habían sido las favoritas de Mari. No podía imaginar un invierno sin ellas. De niña ya las estaba pidiendo en octubre, pero Agna no hacía bromas con esas cosas. Los pasteles de Navidad solo se tomaban a partir de Adviento, para alimentar las ilusiones.
Ahora Mari daría todas las galletas y otros dulces del mundo por poder estar una vez más en brazos de Joachim. ¿Dónde estaría ahora mismo? ¿Y cómo estaba? A pesar de que no paraba de repetirse que no debía hacerse esas preguntas, la mayor parte del tiempo pensaba en él. Desde el día de lluvia de agosto no lo había vuelto a ver. Al cabo de unos días Nilla se lo encontró y le dio una carta. Joachim sabía la estrecha amistad que unía a Mari y Nilla y se la dio en la tienda en un momento en que no lo observaban, porque dudaba, y estaba en lo cierto, de que Mari siguiera yendo a buscar cartas suyas en el viejo abedul.
Mientras Enar avivaba el fuego bajo un hervidor redondo y preparaba los ingredientes necesarios, Mari removía la cebada malteada en el molino triturador. Estaba contenta de trabajar con su padre. No solo por haber evitado así las tareas que no le gustaban, sobre todo era porque a Enar le gustaba trajinar en silencio y así no tenía que sufrir tanto parloteo, como él lo llamaba. Así que Mari podía sumirse en sus pensamientos sin que la molestaran.
Joachim no le hacía ningún reproche en su carta, comprendía su decisión. A él también le daba miedo que tuviera dificultades por su culpa. Para evitar desde un principio encuentros casuales que resultaran dolorosos para ambos, había solicitado una formación de perfeccionamiento de varios meses y se la habían concedido con una rapidez sorprendente. En su carta le comunicaba a Mari que se iba de Nordfjordeid y que pasaría una temporada en una guarnición remota. «Aunque nuestro amor sea imposible, ninguna fuerza puede expulsarte de mi corazón». Con esta frase terminaba la carta que Mari sabía de memoria, como todas las que había recibido antes de Joachim.
El agua había alcanzado la temperatura correcta. Mari dejó que la malta triturada cayera despacio en la tina y Enar se puso a remover la malta remojada con ímpetu con una cuchara larga de madera para que no se formaran grumos. Durante unos veinte minutos padre e hija se estuvieron turnando para remover. Luego Enar hizo un gesto de satisfacción con la cabeza y dejó la cuchara a un lado. El mejunje tenía un aspecto bastante lechoso y estaba cubierto de espuma.
—Ahora la mezcla tiene que descansar un rato —le explicó a Mari, pues era la primera vez que echaba una mano en la elaboración de la bebida. Antes era tarea de Finn.
—¿Por qué? —preguntó Mari, que se sentó al lado de su padre en el banco de madera.
—Ahora la clara de huevo se separará en componentes pequeños. Así conseguiremos una espuma bonita y estable. Además, ahora es cuando se forma el gas —le aclaró Enar.
—¿Y qué pasa luego?
Enar sonrió a Mari con benevolencia. La elaboración de cerveza era su gran pasión, y era obvio que le encantaba que mostrara tanto interés.
—La fécula debe transformarse en azúcar de malta fermentable. Para eso tenemos que calentarlo todo mucho, removerlo mucho de nuevo y dejarlo descansar por segunda vez.
Mari escuchaba con atención. Jamás habría pensado que la elaboración de cerveza le parecería tan interesante, pero le divertía seguir la creación paso a paso.
Pasada otra hora Enar se levantó, movió en círculo los hombros en tensión y señaló un frasquito situado en un estante.
—Ahora haremos la prueba del yodo —dijo.
Mari agarró el frasquito y observó en tensión cómo Enar echaba unas gotas de yodo en un cuenco pequeño con un poco de malta. Enar rezongó satisfecho cuando el líquido se tiñó de un amarillo oscuro. Eso significaba que ahora toda la fécula de la cerveza estaba azucarada.
—¿Ahora se le añade el lúpulo? —preguntó Mari.
Enar sacudió la cabeza.
—No, sería demasiado pronto. Primero tenemos que procurar que más tarde al enfriarse no se produzca ningún otro proceso de transformación que pueda echar a perder la cerveza. Por eso ahora vamos a echar más leña para eliminar las bacterias y gérmenes no deseados. Y luego se filtra.
Mari asintió y dijo con ilusión:
—Para filtrar la malta que se ha extraído de la cocción de la malta remojada, ¿verdad?
Enar sonrió y le dio una palmadita en la mejilla.
—¿No tenéis hambre? —Lisbet había entrado en la sala de la vaquería sin que la vieran padre e hija.
—¿Ya es mediodía? —preguntó Mari, sorprendida.
Enar soltó una carcajada y se volvió hacia su mujer.
—Nuestra Mari podría ser una gran maestra cervecera. Hacía tiempo que no tenía una ayudante tan hábil y atenta.
Mari se sonrojó al oír aquel elogio inesperado. Realmente se había olvidado de todo, incluso de su mal de amores. No entendía en absoluto por qué su hermano Finn siempre refunfuñaba cuando tenía que ayudar a su padre a elaborar la cerveza.
—¿Podéis venir a comer a casa o queréis que os traiga algo? —preguntó Lisbet.
Enar lanzó una mirada al caldero.
—Creo que podemos dejarlo un momento solo antes de añadir el lúpulo y las especias —resolvió.
Hacía tiempo que el sol había desaparecido de nuevo tras las montañas cuando Enar y Mari salieron del granero a última hora de la tarde. Al día siguiente la cerveza reposaría en la tina de fermentación antes de llenar las botellas.
—Muchas gracias, hija mía —dijo Enar—. Realmente me has sido de gran ayuda.
Mari le dio un beso en la mejilla a su padre.
—Me lo he pasado bien. ¡Eres un buen profesor!
—Tu futuro marido será muy afortunado —dijo Enar, le guiñó el ojo y observó a Mari con atención.
Ella agachó la mirada: toda su despreocupación se desvaneció. ¿Por qué tenía que insistir siempre en eso? Por lo visto Enar decidió en la boda de Gorun que era el momento de casar también a su hija. Y concretamente con Mikel Hestmann, el heredero del criador de caballos al que Mari conocía desde pequeña. Ella le había dejado claro a su padre en repetidas ocasiones que Mikel le parecía simpático pero que no le quería. Sin embargo, para Enar eso no era motivo para que no contrajeran matrimonio. Al contrario, a su juicio la simpatía y el respeto mutuos eran una base mucho más sólida para un buen matrimonio que el enamoramiento y la pasión pasajeras. Mari no se atrevía a contradecirle con más vehemencia. No podía arriesgarse a que su padre desconfiara de ella y averiguara el verdadero motivo de su rechazo.
—Voy a ver un momento a Fenna y Frihet —dijo, y se fue corriendo al establo antes de que Enar pudiera profundizar en aquel tema tan desagradable. El pequeño semental había crecido mucho durante los últimos meses y saludó, travieso, a Mari con un leve empujoncito con el morro cuando entró en el box en el que se encontraba con su madre.
—¡Eh, más despacio! —dijo ella con una sonrisa, y acarició al potro. Fenna resolló y olisqueó el bolsillo del delantal de Mari a la espera de un bocado delicioso. Ella sacó un puñado de malta triturada—. Mira lo que te he traído —dijo, y le ofreció el grano a Fenna—. Pero no te chives.
—¿De qué no puede chivarse Fenna?
Mari dio un respingo y se dio la vuelta hacia la entrada al establo. Ole estaba delante del box con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡No me des esos sustos! —le riñó ella—. ¿De dónde sales de repente?
—Estaba relajándome —contestó Ole y continuó—: Saludos de Nilla. Se alegraría mucho si la fueras a ver pronto.
Mari asintió. Se había olvidado por completo de que habían enviado a Ole a comprar.
—¿Cómo está Nilla? ¿Has podido hablar un poco con ella? —Mari escudriñó su cara con disimulo, pero no veía mucho a la luz difusa de la lámpara de petróleo que iluminaba escasamente la entrada del establo.
—No, había mucho jaleo en la tienda. Nilla y su madre estaban muy ocupadas —contestó Ole.
¿Se percibía cierta desilusión en el tono? Mari no estaba segura. Era muy difícil saber lo que le ocurría a Ole, qué sentía exactamente por su mejor amiga. Mari no se equivocaba al suponer en la boda de Gorun que Nilla estaba enamorada de él. Se lo confirmó su amiga poco tiempo antes, pero hasta entonces Ole no había dado ninguna señal clara de corresponder a sus sentimientos. En otras circunstancias Mari no habría parado hasta averiguar si Ole estaba enamorado y de quién. Sin embargo, aquella tristeza que lo paralizaba todo en la que estaba sumida desde su separación de Joachim había aplacado claramente su curiosidad, lo que no significaba que no sintiera empatía hacia Nilla, que sufría por su amor no correspondido.
Un olor delicioso a canela, cardamomo y clavo envolvió a Mari cuando al cabo de dos días entró en casa de la familia de Nilla, que se hallaba justo encima de su tienda en Eidsgata. Nilla le abrió la puerta con las mejillas sonrojadas y se limpió las manos manchadas de harina en el delantal antes de abrazar a Mari.
—Ya me siento como una galleta julekake —dijo.
Mari sonrió.
—¡Y además hueles que alimentas!
Nilla agarró a Mari del brazo y la llevó al salón.
—¿Ya tenéis los siete tipos? —preguntó.
Mari se encogió de hombros.
—Creo que no. La abuela y mamá acaban de empezar a hornear. Durante los últimos días han estado limpiando como locas. La abuela valora mucho que todo esté limpio y reluciente hasta la festividad de Santa Lucía el día trece.
—¿Para que los troles vean que todo está preparado para el solsticio de invierno y no prendan fuego a vuestra granja? —preguntó Nilla, al tiempo que sacudía la cabeza—. Esa superstición puede llegar a ser muy penosa.
—Pero vosotros también hacéis siete tipos de galletas de Navidad —repuso Mari.
Nilla sonrió.
—Si por mí fuera podrían ser ocho o nueve, pero mi madre se parece a tu abuela en cuando a las viejas costumbres. No sé si realmente cree que trae mala suerte no hacer exactamente siete tipos o realizar tareas importantes después del día de Santa Lucía, pero prefiere no arriesgarse a traer la desgracia a la familia.
Mari miró a Nilla con falsa desaprobación.
—¿Cómo puedes hablar con tanto descaro de tu madre?
Nilla se encogió de hombros y señaló la mesa en la que había varias cajas.
—Vamos, empecemos.
Las dos amigas pasaron las horas siguientes haciendo a mano adornos de Navidad. Mientras Nilla producía como por arte de magia y en apariencia sin esfuerzo estrellas de paja muy complejas y cadenas de papel satinado dorado y rojo, Mari avanzaba despacio con sus julebukker. Terminó una de las figuritas de macho cabrío y le ató un lacito rojo al cuello.
Nilla soltó una risita y cogió la figura de paja de la mesa.
—Déjame adivinar: Gigantua, la cabra alce.
Mari puso cara de pocos amigos y luego se unió a la carcajada de Nilla. Su amiga tenía razón. Se necesitaba mucha imaginación para ver a un macho cabrío en aquel monstruo.
—No sé cómo lo haces. Mis manos no están hechas para las manualidades —dijo—. ¿Y por qué se cuelgan machos cabríos del árbol? ¿Qué tienen que ver con la Navidad?
Nilla no salía de su asombro.
—¿Alguien se durmió en clase de geografía? —preguntó con sorna—. Antes el macho cabrío traía los regalos. Pero tienes razón, en realidad es un símbolo de la fertilidad pagano. Representa la fertilidad anual de la tierra y originalmente era una encarnación del dios de los truenos Thor.
Mari la aplaudió.
—Gunda Hallberg estaría orgullosa de ti —dijo con auténtica admiración.
Nilla le restó importancia con un gesto.
—Era una profesora fantástica. Nunca tuve la sensación de tener que estudiar. Lo explicaba todo tan bien y de una forma tan emocionante que lo aprendías sin darte cuenta.
Mari sonrió. Tenía unos recuerdos preciosos de su antigua profesora.
—¿Cómo está? —preguntó Nilla—. Tu madre y ella se escriben, ¿verdad?
Mari asintió.
—Sí, incluso con bastante frecuencia. Por lo visto Gunda echa mucho de menos Nordfjordeid, pero por lo demás está muy bien.
Nilla sacudió la cabeza.
—¿Cómo se puede añorar este poblacho? Yo daría cualquier cosa por vivir en una ciudad como Bergen. O por lo menos ir alguna vez de visita.
Mari sabía lo mucho que ansiaba Nilla conocer otros lugares, no había nada que deseara más que viajar. Ella no lo entendía. La idea de pasar más de unos días lejos de la granja no le parecía nada tentadora, y tampoco se le ocurriría jamás vivir lejos del lugar que la vio nacer.
Nilla acarició el brazo de Mari con ternura.
—¿Sigues pensando en él? —le preguntó en voz baja.
Mari la miró a los ojos y sintió un profundo agradecimiento. Sin la prudente empatía y su constante disposición a oír sus penas, le habría resultado mucho más difícil superar los últimos meses. El hecho de que Nilla no hubiera acertado en esta ocasión al pensar que Mari estaba pensando en Joachim y que con su pregunta la hubiera empujado a hacerlo no disminuía ni un ápice su agradecimiento. Al contrario, le demostraba una vez más lo mucho que se preocupaba por ella. Mari apretó la mano de Nilla.
—Ya pasará. Me sienta muy bien tener tantas cosas que hacer ahora mismo. Pero ¿y tú? —le preguntó, y le lanzó una mirada inquisitoria.
Nilla desvió la mirada a un lado, cohibida.
—Bueno, no lo sé. Será mejor que me quite a Ole de la cabeza.
Mari reprimió una carcajada. ¿Cuántas veces se había planteado ya eso Nilla? Ya en verano, cuando Mari le habló de Ole con cuidado, su amiga quiso ser «sensata» y no dejarse llevar por el entusiasmo, que probablemente se iba a quedar en eso. Sin embargo, a menudo también estaba convencida de que Ole estaba a punto de confesarle su amor y estrecharle entre sus brazos.
Mari se preguntaba qué le ocurría a su hermano. ¿Era demasiado tímido para acercarse a Nilla? ¿Acaso toda su seguridad y arrojo eran solo apariencias y en realidad era mucho menos seguro? Mari no se lo imaginaba jugando con los sentimientos de Nilla intencionadamente y divirtiéndose a costa de confundirla con comportamientos contradictorios. Arrugó la frente. La idea de que simplemente no se le pasara por la cabeza todavía le gustaba menos. Sería más lógico si estuviera enamorado de otra, y por algún motivo lo ocultara. ¿Tal vez porque no era nada serio? Mari esperaba que así fuera, por el bien de Nilla.
Durante las dos semanas siguientes Mari no tuvo ocasión de observar el comportamiento de Ole hacia Nilla. Con todo el jaleo de los preparativos de Navidad, los dos hermanos apenas tenían un minuto libre, y Nilla tampoco tenía tiempo para visitar la granja de los Karlssen. Después de la limpieza general, se dedicaron a decorar la casa con ramas de abeto, muérdago y acebo, cuyos frutos rojos brillaban sobre el verde oscuro. El horno de la cocina estuvo en marcha de principio a fin del día, y las latas se llenaban con pasteles de pimienta, rosquillas de almendra y otras galletas.
Tres días antes de Nochebuena Mari oyó la campanilla. Llevaba toda la tarde tensa escuchando y por fin había llegado el momento. Solo podían ser campanillas de caballos. Dejó caer la patata a medio pelar en el cubo y salió corriendo de la cocina a la puerta de la casa. Su madre y Agna también habían interrumpido sus tareas y estaban ya en el rellano de la escalera.
Cuando Mari salió al exterior, un trineo con dos caballos había entrado en la granja. En el pescante estaba sentado Ole, que hacía sonar la fusta con arrogancia. Al fondo Finn estaba envuelto en una gruesa piel de cordero, saltó del trineo y saludó a las mujeres que lo esperaban y que lo abrazaron aliviadas. Como en realidad tenía que haber llegado un día antes, estaban preocupadas por él. El largo viaje desde Oslo en el ferrocarril y el barco de correos entrañaba algunos riesgos en un invierno tranquilo. Ahora, en tiempos de guerra, los pasajeros corrían más peligro sobre todo en el mar, porque los barcos de correos seguían siendo objetivos de los aviones de combate ingleses.
Finn se había retrasado por motivos inocuos. En el punto más alto de la montaña Hardangervidda, donde debía pasar a la vía de Bergen, los remolinos de nieve habían bloqueado las vías. Los revisores habían repartido palas poco antes entre los pasajeros varones y uniendo sus fuerzas habían superado el contratiempo.
Mari estaba sentada frente a su hermano gemelo en la mesa de la cocina y lo observaba intrigada. Había cambiado desde el verano. No era tanto por el nuevo peinado, pues ahora llevaba el pelo más largo y peinado con desenfado en la frente, ni la chaqueta de lana de corte moderno. Parecía más seguro de sí mismo y maduro. Saltaba a la vista que los estudios le sentaban bien, parecía que en Oslo se encontraba a gusto y llevaba la vida que quería.
La abuela Agna y Lisbet ante todo querían saber si comía suficiente, dormía bastante y tenía buenos amigos, y Enar se ocupaba más del rendimiento de Finn en la universidad. Escuchó con desconfianza sus informes sobre visitas a museos, representaciones teatrales, excursiones de esquí en el bosque que rodeaba la capital y divertidas fiestas. Pero Finn pudo disipar los miedos de su padre. Con una sonrisa de orgullo presentó dos trabajos del seminario con muy buena nota.
Cuando sus padres y Agna se fueron a la cama, los tres hermanos se quedaron hablando hasta altas horas de la noche. Mari estaba contenta de tener a su lado de nuevo a sus dos hermanos, y escuchaba sus acaloradas discusiones. Inevitablemente pronto comentaron la situación del país ocupado en general y Oslo en particular.
—Ese comisario alemán Terboven creía en serio que nuestro gobierno colaboraría con él —dijo Ole, sacudiendo la cabeza—. Hace unas semanas entendió por fin que el rey Håkon jamás lo permitiría. Ahora ha nombrado una especie de pseudogobierno que nadie toma en serio.
—Sí, en Oslo les dejamos claro a los invasores qué pensamos de ellos —dijo Finn.
—¿Cómo lo hacéis? —preguntó Mari.
—Con símbolos y gestos —contestó Finn—. La última moda son gorros rojos con borlas. —Sonrió—. Por supuesto, los alemanes los han prohibido enseguida.
Ole asintió.
—A pesar de que vivamos en el campo, no somos unos provincianos —dijo, y sacó un gorro rojo del bolsillo. Finn le sonrió.
Mari arrugó la frente.
—¿Por qué son los gorros rojos un signo de resistencia?
—En la Revolución francesa los jacobinos llevaban las llamadas gorras de libertad, que eran rojas —le explicó Finn.
Mari miró a su hermano preocupada.
—¿Por qué no dejáis de hacer tonterías y vais con cuidado? ¿Qué ocurre cuando un alemán ve a alguien con un gorro así o cualquier otro símbolo de la resistencia? —Finn y Ole se miraron por un momento.
—No te preocupes —dijo Ole—. Si pretenden detener a todo el que no respete sus prohibiciones, pronto media Noruega estará entre rejas.
Antes de que Mari pudiera replicar algo, Finn dijo entre risas:
—Imaginaos, ahora incluso está prohibido quedarse de pie en el tranvía mientras aún queden asientos libres.
—¿Por qué? —inquirió Mari.
—Porque todos los noruegos siempre se quedan de pie cuando hay un alemán sentado en el tranvía.
Mari se sentía dividida. Por una parte comprendía el disgusto de sus compatriotas con los invasores. No le gustaba nada la idea de estar bajo la tutela de otro pueblo, como a la mayoría de noruegos. Al fin y al cabo no hacía tanto tiempo que se habían deshecho de la dominación extranjera de los daneses y de la unión con Suecia.
Por otra parte, no podía evitar pensar en Joachim cuando Finn contaba las acciones con las que se daba a entender a los alemanes lo que pensaban de ellos. Le dolía pensar que él pudiera pasar por una situación así. ¿Qué culpa tenía un simple soldado como Joachim de que le hubieran enviado allí?
Durante los dos días siguientes Mari pasó horas con su abuela en la cocina para preparar los platos de fiesta. Habría dado cualquier cosa por acompañar a sus hermanos a cortar leña al bosque, donde debían buscar un árbol para el salón y talarlo. También habría preferido ayudar a sacar el estiércol o en otras tareas del establo. Pero como su madre estuvo todo el día haciendo pan y otro más ensayando con el coro de la iglesia para la misa de Navidad, Agna había pedido ayuda a su nieta.
Mari era la encargada del pinnekjøtt, un plato tradicional que no podía faltar en ninguna mesa de Navidad. La noche antes había puesto en abundante agua costillas de cordero ahumadas y las había dejado en remojo durante toda la noche, ahora había que cocerlas al vapor. Para ello se colocaban en el fondo de una olla enorme unos palitos de madera de abedul a los que Mari había quitado previamente la corteza. A continuación llenó de agua la olla hasta el borde superior de las varas de madera y puso las costillas encima en cruz. Durante el largo tiempo de cocción, hasta que la carne se desprendiera de los huesos, había que echarle un vistazo para que el agua no hirviera demasiado y rellenarla a tiempo. Para terminar, las costillas se tuestan en el horno hasta que estén crujientes. Además Mari preparó guarniciones. Agna ya había hecho la compota de arándanos en otoño. Las patatas se preparaban en Nochebuena, pero hoy tocaban las bolitas de pescado y los kålrabistappe, un puré de nabo guisado que se condimenta con mantequilla, sal y pimienta.
La noche del 23 de diciembre Mari tenía la sensación de estar cocida como las costillas de cordero, y de desprender el mismo olor intenso a asado. Cogió el cubo con papilla de avena que le dio Agna y se fue con él al establo. Tras varias horas en la cocina con tanto calor y humedad, le sentó bien respirar un poco de aire de invierno, frío y puro. Se detuvo y se dejó envolver por el silencio. Levantó la cabeza y vio que las nubes habían desaparecido y el cielo estaba estrellado. Tras ella se veía la luz cálida de las ventanas de la casa. Una profunda sensación de sosiego se apoderó de ella, aunque sufriera por la separación de Joachim y a veces no supiera cómo soportar el dolor, el arraigo a aquel lugar le proporcionaba consuelo y fuerzas.
Enseguida se le metió el frío a través de la chaqueta, de modo que se dio prisa en llegar al cálido establo y dejó con cuidado el plato de gachas encima de un taburete. De niña creía con firmeza en los nisser, y le encantaban los cuentos y leyendas que trataban de esos duendes. Según la abuela Agna en todas las granjas vivían unos seres diminutos y antiquísimos que vigilaban a las personas y los animales. Los nisser no carecían de sentido del humor y eran de gran ayuda donde les respetaban. Sin embargo, si alguien no les hacía caso o se burlaba de ellos, eso contaba Agna, enseguida se enfadaban y podían traer grandes desgracias sobre la casa y sus habitantes. Por eso en Nochebuena en la granja de los Karlssen se dejaba un plato con gachas en el establo siguiendo la vieja costumbre, para que les trataran con benevolencia. Antes a veces Mari intentaba tenderles una trampa para echar un vistazo a los duendes de la casa, y en ocasiones habría jurado ver los gorros rojos entre las pacas de paja o detrás de un comedero.
Los animales de la granja también recibían una ración adicional de comida aquel día. Mari alimentó primero a las vacas, ovejas y cabras, pasó a ver un momento las gallinas y finalmente se dirigió al establo de los caballos, donde estuvo acariciando un rato a su yegua Fenna y el pequeño Frihet. Para los pájaros salvajes, Ole había atado por la mañana una gavilla de avena, el julenek, a una valla.
Al día siguiente por la tarde el redoble de campanas, que resonaba desde la pequeña iglesia por todo el fiordo, anunciaba el inicio de la paz navideña. Las campanas no sonaban con un «dong» lento como en otras festividades importantes, sino que sonaron durante varios minutos rápido y con fuerza. La familia se reunió en el salón y se sentó alrededor de la chimenea. Enar sacó sus gafas de lectura y abrió con cara de felicidad la vieja Biblia familiar para leer en voz alta el evangelio de Navidad. A Mari le encantaba ese libro encuadernado con piel oscura. En las primeras páginas estaban apuntados los nacimientos y bautizos, las confirmaciones y bodas, así como los fallecimientos de generaciones de la familia Karlssen. Le encantaba leer aquellos nombres que sonaban un tanto anticuados, e intentaba imaginar qué aspecto tendrían sus antepasados y cómo vivían.
Cuando Enar hubo finalizado su lectura, rezaron todos unidos el padrenuestro. A continuación Mari, Lisbet y Agna fueron a la cocina a recoger las bandejas, fuentes y cacerolas para la gran comida de Navidad y servirlos. De pequeños Mari y sus hermanos se agitaban con impaciencia en sus sillas y estaban ansiosos porque se terminara el largo banquete, ya que entonces se abría la puerta de la habitación contigua al salón donde estaba el árbol de Navidad decorado y se repartían los regalos.
Esta vez Mari también podría haberse saltado la copiosa comida. Se le había quitado el apetito con las interminables horas que había pasado en la cocina, y ya no era muy bueno desde su separación de Joachim.
—Aquí tienes, mi niña —dijo Enar, y le alcanzó un plato de gachas de avena en el que había echado una espesa cucharadita de miel. Mari lo removió, distraída, se metió la cuchara en la boca y estuvo a punto de atragantarse. Había algo duro en la masa blanda. Claro, la almendra. Mari habría preferido tragársela y ocultar su descubrimiento, pero Enar no apartaba la vista de ella y ahora le sonreía y le guiñaba el ojo con picardía.
—¡Nuestra Mari tiene la almendra! —anunció.
Mari reprimió un suspiro. Si encontrabas la almendra en Nochebuena significaba que ibas a casarte pronto. Probablemente su padre se había ocupado de que la almendra acabara en el plato «correcto».
Ole y Finn sonrieron.
—¿Quién es el afortunado? —preguntó Finn—. ¿Me he perdido algo durante los últimos meses?
Mari se esforzó por sonreír con naturalidad y sacudió la cabeza. Enar no paraba de hacer aspavientos y dijo en tono solemne:
—Quién sabe lo que puede deparar el nuevo año, ¿verdad, Mari?
Mari tragó saliva y miró su plato avergonzada.
—No presiones de esa manera a la niña, Enar —dijo Lisbet con ternura pero con firmeza—. Echarás a perder el ambiente navideño.
Enar rezongó y dejó el tema. Mari lanzó a su madre una mirada de agradecimiento, pero sabía que la iba a dejar en paz solo por el momento. Conocía a su padre: cuando se le metía algo en la cabeza hacía falta algo más que una reprimenda cariñosa para disuadirle.
Al día siguiente por la mañana, tras la larga misa de Navidad, comprendió que Enar se tomaba en serio sus planes de boda para su hija. Mari estaba en la calle, delante de la iglesia, buscando a Nilla para darle su regalo de Navidad. Lisbet y Agna ya se habían ido a casa con Finn en trineo, pues querían preparar la comida. Enar estaba con algunas personas, entre ellas los Hestmann, padre e hijo. Mari se alejó enseguida con la esperanza de que su padre no la hubiera visto y la obligara a participar en la conversación.
—Hecho. —Le oyó decir—. Pasado mañana vendré a vuestra casa con Mari.
Y el señor Hestmann contestó:
—Estupendo, así podrá ver con calma nuestra granja. Y a nuestro Mikel —comentó, y le dio un fuerte golpe a su hijo en el hombro y soltó una sonora carcajada.
Mari se alegraba de que Nilla la estuviera esperando a bastante distancia. Agarró a su amiga del brazo y recorrió con ella la calle que daba al centro de la ciudad.
—¿Has visto a Gorun? —preguntó Nilla.
—Solo un momento, antes del servicio religioso. Solo he podido saludarla —contestó Mari—. Es una lástima, pero hace siglos que no la veo.
Nilla soltó un bufido.
—Yo tampoco, y vivimos a unos metros. Como si fueran veinte kilómetros.
Mari miró a Nilla sorprendida.
—¿Qué ha pasado?
—¡Nada! Precisamente por eso. Desde que se casó, Gorun no tiene tiempo para sus amigas.
—Bueno, seguro que tiene muchas cosas que hacer, ahora tiene su propia casa… —empezó Mari.
Nilla le interrumpió.
—Aun así, no he dicho que no tenga tiempo para nadie.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Mari.
—Ahora solo se ve con mujeres casadas. «Tienes que entenderlo, Nilla, ahora soy una mujer adulta con responsabilidades y ya no puedo dedicarme a asuntillos de niñas ni otras bobadas» —dijo Nilla, imitando la manera de hablar de Gorun.
Mari se quedó atónita.
—¿Eso te dijo exactamente? ¿Asuntillos de niñas y otras bobadas? ¡No me lo puedo creer!
Nilla asintió.
—Ahora entiendes a qué me refiero. Me temo que Gorun será la matrona más joven de todo Sogn y los fiordos. Y eso antes de tener hijos.
Mari se encogió de hombros.
—Ya reflexionará. No puedo creer que realmente no quiera saber nada de nosotras.
Nilla sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tal vez tengas razón, pero…
Nilla se calló y miró perpleja a Mari, que se había quedado quieta de repente y estaba pálida. Enfrascadas en su conversación, las dos amigas no se habían dado cuenta de que casi habían cruzado la ciudad. Delante de ellas se encontraba la antigua plaza de armas, en la que los alemanes habían levantado sus cuarteles. Nilla siguió la mirada de Mari. Delante de unas casetas de madera alargadas había unos cuantos soldados y mujeres jóvenes que también llevaban uniforme. Conversaban animadamente y se reían mucho, era obvio que se divertían. Una de las chicas coqueteaba sin disimulo con un joven soldado bien parecido al que Mari no quitaba ojo de encima.
Nilla dio un respingo.
—¡Pero si es Joachim! Pensaba que ya no estaba aquí.
—Y no estaba aquí —dijo Mari en tono neutro—. Pero ahora su formación ha terminado y ha regresado con su unidad.
En aquel momento otro soldado vio a las dos amigas y llamó la atención de sus compañeros. Joachim miró a Mari, que levantó sin querer la mano para saludarle. Él no hizo ningún gesto, repasó a Mari con la mirada sin dar señales de reconocerla y se volvió de nuevo hacia la alemana, que observaba a Mari y Nilla con una expresión de desprecio. Le dijo algo a Joachim a lo que él respondió con un gesto de indiferencia. Mari soltó un gemido desesperado. Nilla la rodeó con el brazo y se la llevó de allí enseguida.