14

Oslo, mayo de 2010

—¿Cuándo aterrizas en Hamburgo? —preguntó Marco.

—No voy a aterrizar —contestó Lisa, y contuvo la respiración. Le había salido así, directamente. Quería habérselo dicho con más diplomacia, pero probablemente era imposible.

—Pero ¿estás ahora mismo en el aeropuerto de Oslo? —insistió Marco—. ¿Hay problemas con el vuelo de conexión?

Lisa respiró hondo y sin querer se apretó más el móvil contra el oído.

—No, Marco, el avión sale puntual, pero me quedo aquí. Tengo que averiguar si mi abuela sigue viva y por qué en su familia no se habla de ella.

Se oyó un silencio al otro lado de la línea y Lisa se mordió el labio inferior. Imaginaba perfectamente la decepción de Marco. Estaba muy contento de poder enseñarle la casa y empezar con sus planes de futuro en común.

—Me lo imaginaba —dijo Marco con calma, y para sorpresa de Mari añadió—: Me ha quedado claro hasta qué punto esto es importante para ti. Seguramente a mí me ocurriría lo mismo.

Lisa suspiró aliviada, esperaba una discusión acalorada.

—Gracias —dijo con una voz apenas audible.

—¿Por qué? —preguntó Marco, sorprendido.

—Por entenderme.

Marco rezongó.

—¡Cómo suena eso! ¿Es que me tienes por un machista ignorante?

Lisa sonrió y se alegró de que él no pudiera verla.

—Claro que no, pero…

Marco la interrumpió.

—Muy bien. De todos modos te deseo mucha suerte. Seguro que pronto la encuentras. En un país pequeño como Noruega no debería haber problema. Y en unos días estarás de vuelta.

—Eso espero yo también —dijo Lisa. Le prometió a Marco volver a llamarlo pronto y mantenerlo al corriente.

Al cabo de una hora salió de la estación principal de tren con su maleta de ruedas. Tenía delante Karl-Johans-Gata, el suntuoso bulevar de Oslo que se extendía a lo largo de casi dos kilómetros hasta el castillo. Según la descripción del camino que le había dado Nora, tenía que girar a la derecha en dirección al norte para llegar a Grønland, un antiguo barrio de trabajadores donde se habían instalado sobre todo inmigrantes de Pakistán, Vietnam y Polonia. De camino a Thorvald Meyers Gata, donde había quedado con Nora en un pequeño restaurante, Lisa pasó por bares y cafeterías de los que salían fragmentos de música árabe. Multitud de negocios ofrecían una colorida selección de verdura y raíces de aspecto exótico, fruta tropical, especias con un aroma agradable y todo tipo de ropa y cachivaches asiáticos y orientales.

La granja de los Karlssen, con su serena calma en medio del majestuoso paisaje de los fiordos, parecía de otro planeta. ¿Realmente solo hacía unas horas que se había ido de allí? Lisa se sentía aturdida, se alegró de entrar en el pequeño restaurante en el que había poco movimiento una mañana de lunes. Se dejó caer con un suspiro en una silla colocada delante de una mesa redonda junto a la ventana. Nora llegaría un poco más tarde, durante la pausa para comer. Su oficina, un centro de asesoramiento y asistencia para niños y jóvenes en situación precaria, se encontraba muy cerca, igual que su casa.

Nora había insistido en que Lisa se alojara en su casa.

—¿Por qué quieres tirar el dinero en un hotel? —repuso cuando Lisa argumentó que no quería ser una molestia para ella, y añadió con cariño—: Además, me encantaría que te quedaras en mi casa.

Cuando se despidió de ella en la granja de los Karlssen antes de volver a Oslo con sus protegidos, Nora le había dado ya las llaves de su casa. Aun así, Lisa no quería entrar en una casa desconocida sola por primera vez, y por eso había quedado con Nora allí.

Pidió un café y sacó del bolso el sobre que había encontrado delante de su cabaña aquella mañana. Tekla Karlssen le había escrito una breve nota en la que se disculpaba por haberse ido así después de su conversación el domingo por la mañana y haber desaparecido hasta que Lisa se fue al día siguiente. Lisa leyó de nuevo las líneas que había escrito Tekla, pensativa.

Por favor, no te lo tomes a mal. Aunque ayer no lo pareciera, me alegro de que formes parte de nuestra familia, y me encantaría conocerte mejor. Por desgracia, debo admitir que mi padre no estaría de acuerdo y además no quiero darle semejante sorpresa, me gustaría verte en otro sitio. Una buena ocasión sería la boda de un nieto de mi tío abuelo Kol, el hermano de tu bisabuela Lisbet. Tendrá lugar en dos semanas en las islas Lofoten. Me encantaría que pudieras organizarte y venir a celebrarlo con nosotros. Así conocerás otra parte de nuestra familia.

Que tengas un buen viaje de vuelta,

saludos de Tekla.

P. D.: La última dirección que yo conocí de tu abuela era:

Mari Nybol

Møllenborg 5

9009 Tromsø.

Lisa cogió el portátil y lo encendió. Como el restaurante tenía red abierta, enseguida pudo buscar en internet la guía de teléfonos y de direcciones de Tromsø. No encontró ninguna entrada para Mari Nybol, pero en la dirección que le había indicado Tekla vivía un tal Kåre Nybol. Seguramente era el marido de Mari. Lisa se recostó en la silla y miró decepcionada la pantalla. Una vez más no había ningún indicio claro de si su abuela estaba viva. Cada vez más tenía la sensación de estar inmersa en un juego de pistas.

Lisa estaba apuntando el número de teléfono de Kåre Nybol cuando se abrió de un golpe la puerta del restaurante. Nora entró y saludó a Lisa con una alegre sonrisa.

—¿Has llegado bien? —Lisa asintió. Nora se sentó enfrente de ella en la mesa—. ¿Has hablado con Tekla? —preguntó.

—No, eso no. Pero me ha escrito esta carta —contestó Lisa, y le pasó la hoja a Nora.

Nora la leyó y levantó las cejas de la sorpresa.

—¡No puede ser! —Lisa la miró confusa—. El apellido —exclamó Nora.

—¿Qué pasa con él?

—Yo también me llamo Nybol de apellido —le explicó Nora, a la que le costaba mantener la calma.

—¿No sería mejor que primero vieras a tu madre a solas? —preguntó Lisa.

Nora sacudió la cabeza con energía.

—No, ya estoy harta de tanto secreto. Creo que las dos tenemos derecho a saber la verdad.

Lisa asintió y aceleró el paso para seguir el ritmo de Nora, que cada vez caminaba más deprisa. Una vez recuperada de la primera sorpresa, le contó una sospecha que también tenía Lisa: era muy probable que las dos fueran nietas de la misma mujer. La coincidencia en el nombre no podía ser casualidad, y el hecho de que Bente, la madre de Nora, hubiera escapado de Tromsø, tampoco se podía interpretar como otra coincidencia. Pero ¿por qué habían hecho creer a Nora durante todos esos años que Tekla era solo una amiga de su madre? ¿Por qué les ocultaban que eran primas? Nora tenía razón: la única que podía ayudarles ahora era Bente.

Nora se había reservado la tarde libre para poder ir enseguida a visitar a su madre. Bente trabajaba media jornada como asistente farmacéutica y era bastante probable que estuviera en casa a esa hora.

—¿No quieres por lo menos llamar y avisar de que vamos a ir? —preguntó Lisa.

Nora lo negó con un gesto.

—Mejor que no. Mi madre es la reina de evitar temas desagradables y quitárselos de encima dando un rodeo. Enseguida me notaría en la voz que me preocupa algún tema sensible. No sé cómo lo hace.

Lisa sonrió.

—Me suena. Mi madre también tenía ese sensor incorporado.

Nora le lanzó una mirada muy significativa. Lisa asintió, estaba segura de que Nora pensaba lo mismo que ella: por lo visto Mari se había casado en segundas nupcias después de la guerra y había tenido otra hija. La madre de Nora, que estaba a punto de conocer. Lisa tragó saliva. Debía admitir que le daba un poco de miedo aquel encuentro.

—Bueno, ya hemos llegado —anunció Nora, y le indicó una casita con un precioso jardín. Hacía unos minutos que habían dejado atrás los grandes bloques de pisos y las animadas calles de Grünerløkka, uno de los barrios de moda que al norte conectaba con la zona donde había crecido Nora. Ahora se encontraban en Sagene, una zona de la ciudad que se extendía a lo largo del río Akerselva. Nora agarró a Lisa del brazo, la llevó hasta la casa y apretó el timbre. No tuvieron que esperar mucho: una mujer de estatura media con el pelo corto y rubio platino abrió la puerta. Llevaba pantalones tejanos y una chaqueta clara. La sonrisa alegre que se dibujó en su rostro al ver a Nora dio paso a una expresión de asombro al ver a Lisa. Por detrás de los cristales de las gafas se le abrieron los ojos claros y tuvo que buscar apoyo en el marco de la puerta. Nora lanzó una mirada cómplice a Lisa, agarró del brazo con suavidad a su madre y la hizo entrar en casa. Lisa las siguió a las dos, vacilante. Estaba un poco cansada de que su aparición provocara estupefacción, horror o incluso algo peor.

Nora llevó a su madre a una cocina grande y la obligó a sentarse en una silla frente a la mesa redonda colocada en un rincón.

—Prepararé un té —propuso, y sacó una cafetera del armario. Lisa se quedó cohibida en la puerta.

»Las tazas están colgadas ahí arriba —dijo Nora, y le señaló con la cabeza un estante de la pared por encima de una superficie de trabajo junto a los fogones. Tenía ganchos debajo de donde colgaban tazas de cerámica de colores.

Agradecida por tener algo que hacer, Lisa cogió tres tazas y las puso sobre la mesa, Miró a Bente sin querer y buscó parecidos con su madre Simone. Sin embargo, a simple vista las hermanastras no se parecían, pero aún resultaba más sorprendente la diferencia entre Nora y su madre. De no haberlo sabido, a Lisa jamás se le habría ocurrido que una mujer que tenía el pelo y la piel clara podía tener una hija tan oscura. Los pómulos salientes de Nora y los ojos un tanto rasgados no se correspondían con el rostro más bien chato de su madre.

Bente seguía impresionada, no paraba de sacudir la cabeza, al tiempo que murmuraba algo en noruego que Lisa no entendía.

Nora se volvió hacia su madre.

—Sí, mamá, yo también pensaba que era imposible —dijo, y se sentó en la mesa. Indicó con un gesto a Lisa que se sentara en una tercera silla y sirvió té para todas—. Pero no hay ninguna duda: Lisa es la hija de tu hermanastra Simone.

—En serio, no tenía ni idea —insistió Bente. Lisa y Nora se miraron decepcionadas. Cuando pusieron al corriente a Bente de lo que habían descubierto hasta entonces de Mari, esperaban otra respuesta—. Mi madre prácticamente no hablaba de la época anterior a su matrimonio con mi padre. Siempre fingía que no había vivido nada interesante. Ni en sueños se me habría ocurrido que podía tener un pasado tan agitado.

—¿Por qué vivíais en Tromsø? —preguntó Nora.

Bente bebió un trago de té antes de contestar:

—La familia de mi padre vivía allí. Y hasta hoy yo daba por hecho que mi madre también era originaria de Tromsø y que se conocieron a principios de los años cincuenta.

—¿Por qué no me dijiste nunca que Tekla era tu prima? —preguntó Nora.

Bente agarró la mano de Nora.

—Porque hasta hoy no lo sabía.

Lisa se aclaró la garganta.

—Disculpe, pero ¿cómo puede ser? ¿Cómo conoció entonces a Tekla Karlssen?

Nora le hizo un gesto con la cabeza a Lisa.

—Exacto, no pudo ser casualidad. Al fin y al cabo la granja de los Karlssen y Tromsø están a cientos de kilómetros de distancia.

Bente arrugó la nariz.

—Tenéis razón. Dejadme pensar… ¿cuándo fue la primera vez que estuvimos en la granja? Sí, exacto: fue en el verano después de terminar los estudios. En 1975.

Lisa se volvió hacia Nora.

—Pero Tekla dijo que después de la muerte de su madre perdió el contacto con Mari.

Nora asintió.

—Es verdad. Eso debió de ser a finales de 1974.

Bente abrió los ojos de par en par.

—¿Queréis decir que lo tramaron entre las dos? —Lisa y Nora asintieron—. ¡Jamás se me habría ocurrido! —exclamó Bente—. Pensaba que era una coincidencia que mi madre me hubiera buscado aquella caballeriza. Cuando terminé los estudios me envió a aquellas vacaciones porque sabía lo mucho que me gustaba montar. Siempre había sido mi sueño, y parecía lógico que en Nordfjordeid, el centro de los caballos, hubiera las mejores ofertas.

Nora le sirvió té a su madre y preguntó:

—¿Y Tekla nunca mencionó a Mari?

Bente sacudió la cabeza.

—No, y yo tampoco me lo explico. Nos entendimos muy bien desde el primer momento y enseguida nos hicimos amigas. Después del verano nos escribimos cartas con regularidad. Nos lo contábamos todo. ¿Cómo iba a pensar que me mentía de esa manera?

Lisa notó el tono de decepción en la voz de Bente y la miró con compasión. Se tocaba las sienes en movimientos circulares, un gesto que Lisa había observado a menudo en su madre Simone cuando se sentía confusa. La entendía muy bien. ¿Cómo reaccionaría ella si descubriera que su amiga Susanne le había ocultado algo tan importante durante años? Supongo que no solo se sentiría decepcionada, sino también enfadada.

Nora rodeó los hombros de Bente con el brazo.

—No creo que Tekla quisiera mentirte. Si no la entendí mal, le prometió a Mari no hablarle a nadie de que estaban en contacto. Imagino que para ella también ha sido muy duro, sobre todo contigo, eres su mejor amiga.

Bente encogió los hombros.

—Puede ser. Aun así, no lo comprendo del todo. Tal vez al principio, pero no después de todo lo que ocurrió después —dijo en voz baja.

Lisa y Nora se irguieron y miraron a Bente con curiosidad.

—¿A qué te refieres? —preguntó Nora. Bente agachó la cabeza. Nora se inclinó hacia ella y le dijo, con ternura pero con firmeza—: Me parece que ya es momento de hacer borrón y cuenta nueva y explicar de una vez por todas lo que ocurrió entre tú y tus padres.

Lisa admiraba a Nora. No estaba segura de que pudiera estar tan tranquila en su lugar. Esperó en tensión a que la madre de Nora iniciara su relato.

Pero Bente siguió callada. Era obvio que tenía un dilema interno. De nuevo a Lisa le llamó la atención un tic que también tenía su madre en situaciones tensas: Bente no paraba de rascarse el pulgar con la uña del dedo índice derecho. Era extraño que las dos hermanastras hubieran desarrollado las mismas costumbres a pesar de no haberse conocido nunca. Y ahora, tras la muerte de Simone, ya no se podrían conocer. ¿Se habrían llevado bien?

—Siento haber evitado siempre tus preguntas —dijo Bente, y miró a Nora con aire de culpabilidad—. Ha sido egoísta por mi parte, pero simplemente quería olvidarlo todo.

Lisa recordó de nuevo a su madre. Simone también ocultaba un capítulo de su vida y lo escondía sin tener consideración hacia los demás.

Nora asintió.

—Pero seguro que siempre te ha preocupado —aseveró.

Bente se levantó. Lisa estiró un brazo sin querer para detenerla, pero no tenía intención de salir de la cocina y retirarse. Se colocó delante de la ventana y empezó a hablar con la voz entrecortada. Saltaba a la vista que le resultaba más fácil contar la historia sin ver a nadie.

—Poco después de aquel verano en el que estuve por primera vez en la granja de los Karlssen y me hice amiga de Tekla, empecé a estudiar farmacia en la recién fundada universidad de Tromsø. En el comedor universitario conocí a un joven estudiante de medicina. Aunque suene a tópico, lo nuestro fue amor a primera vista. Nunca en mi vida he vuelto a tener nada tan claro como entonces. Enseguida supe que estábamos hechos el uno para el otro. —Bente se calló, sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se sonó la nariz—. Se llamaba Ánok —continuó con la voz ronca.

—¿Ánok? —preguntó Nora—. Es un nombre poco usual. ¿Era sami?

Lisa miró a Nora molesta. ¿Por qué interrumpía a Bente? ¿Qué quería decir con eso?

Bente se volvió hacia las dos chicas.

—Exacto. Y esa fue nuestra desgracia.

Lisa sintió que un escalofrío le recorría la espalda. De modo que Nora había dado en el clavo con su pregunta. Nora puso cara de incredulidad.

—¿Eso quiere decir que tuviste problemas por eso? ¿Porque te habías enamorado de un sami?

Bente torció el gesto.

—Sí, hoy parece increíble, pero entonces había muchos prejuicios contra los sami. Muchos noruegos los consideraban un pueblo inferior con el que no había que mezclarse.

Nora arrugó la frente enfadada y estuvo a punto de decir algo, pero Lisa se le adelantó.

—Disculpad, pero no entiendo nada. ¿Quiénes son los sami?

Bente volvió a la mesa y se sentó.

—Creo que en Alemania se les llama lapones. No obstante, habría que evitar esa denominación, porque a oídos de los sami suena despectivo.

Lisa asintió.

—Ya entiendo. Pero ¿por qué estaban tan mal vistos?

—Son un antiguo pueblo nómada que vivía en el norte de Escandinavia mucho antes de los vikingos. Y corrieron la misma suerte que muchos otros pueblos aborígenes que eran considerados primitivos y atrasados por los invasores supuestamente civilizados —explicó Nora en tono cínico.

—Hasta los años cincuenta los gobiernos de Noruega y Suecia pensaban que había que tutelar a la «raza de los sami» —dijo Bente—. Les obligaron a establecerse y se fundaron las llamadas escuelas nómadas en las que los niños sami recibían formación del nivel más básico. Tenían prohibido hablar su lengua. En Noruega, por ejemplo, solo podía comprar tierra la gente que hablara noruego. Querían convertir a los sami en noruegos a toda costa.

Lisa miró a Bente impresionada.

—¿Cuánto tiempo duró?

Nora soltó un bufido.

—Bastante. Imagina que hasta finales de los años ochenta no se aceptó el derecho de los sami a tener su propia cultura y lengua en la constitución.

Nora sacudió la cabeza en un acto reflejo.

—Y, por supuesto, no podías enamorarte de un sami y… —Nora se detuvo y abrió los ojos de par en par.

«Ahora lo ha entendido», pensó Lisa.

—¿Ese Ánok es mi padre? —preguntó Nora. Bente agachó la cabeza. Nora la miró atónita—. ¿Por qué me has hecho creer durante todos estos años que yo era fruto de una aventura de una noche con un estudiante extranjero? ¿Del que ni siquiera sabías el nombre? —Nora se levantó de la silla de un salto y fulminó a su madre con la mirada—. ¿Tienes idea de cómo me hacía sentir eso? ¿No saber quién era mi padre? ¿No conocer la mitad de mis orígenes? ¿Y tener que luchar siempre con la idea de que en realidad yo no era deseada?

Bente miró a Nora asustada y tendió una mano hacia ella. Nora retrocedió.

—Nora, no era mi intención —dijo Bente en tono de súplica. Las lágrimas asomaron a los ojos de Nora. Se dio la vuelta con brusquedad y salió corriendo de la cocina. Un segundo después Lisa oyó que la puerta de la casa se cerraba de golpe.

Lisa echó a correr tras ella, pero cuando salió de la casa ya no había ni rastro de Nora. Como no tenía ni idea de en qué dirección se había ido y adónde se dirigía, volvió a entrar en la casa a cuidar de Bente. De todos modos seguramente Nora en ese momento quería estar sola, la vería más tarde en su casa. Tendría que volver a encontrar el camino, solo había parado un momento para dejar la maleta de Lisa.

Cuando Lisa regresó a la cocina, se encontró a Bente llorando desconsoladamente. Se sentó a su lado y la abrazó con cuidado por los hombros temblorosos.

Entre sollozos, Bente preguntó:

—¿Dónde está?

—No lo sé, ya no la he visto —contestó Lisa.

Bente dejó caer la cabeza y dijo en voz baja.

—Nunca me lo perdonará.

Lisa reprimió el impulso de convencerla de lo contrario y consolarla con frases hechas sin tener ni la más mínima idea de si eran ciertas en ese caso. No conocía lo suficiente a Nora. Ni siquiera sabía cómo reaccionaría ella en una situación parecida.

—¿Qué pasa entonces con el padre de Nora? —preguntó—. ¿Por qué nunca le hablaste a Nora de él?

Bente se irguió y se limpió la nariz.

—Pensaba que sería más fácil para ella tener un padre desconocido que no fuera importante en mi vida.

Lisa arrugó la frente.

—¿Más o menos como un donante de semen anónimo?

Bente se estremeció.

—Disculpa que lo exprese de forma tan radical, pero en el fondo viene a ser lo mismo —dijo Lisa.

Bente asintió.

—Tienes razón. Fue muy cobarde por mi parte. Y tampoco ha funcionado. Estaba claro que tarde o temprano Nora querría saber y no se daría por satisfecha con esa versión tan miserable. Pero yo siempre me la he quitado de encima cuando intentaba saber más. —Bente se secó los ojos—. Y ahora tal vez sea demasiado tarde.

Lisa sacudió la cabeza.

—A lo mejor Nora necesitará un tiempo hasta que quiera volver a verte, pero por lo menos tenéis la oportunidad de hablar de ello. Yo supe el mayor secreto de mi madre después de su muerte.

Bente la miró sorprendida e hizo un movimiento con la cabeza para animarla a contárselo.

—Te lo contaré más tarde. Por favor, dime qué le ocurrió al padre de Nora.

Lisa miró a Bente que estaba tensa y se mordió el labio inferior, como siempre que estaba nerviosa. Esperaba que Bente no la considerara una entrometida, al fin y al cabo apenas se conocían. Por un instante se preguntó si tenía derecho a indagar en asuntos personales, pero enseguida se disiparon sus dudas. Notó que había abierto una puerta que Bente tenía cerrada desde hacía demasiado tiempo. No podía desaprovechar ese momento precioso, pues cabía la posibilidad de que al cabo de unas horas Bente ya no estuviera dispuesta a evocar los fantasmas del pasado reprimidos, y Lisa no quería arriesgarse a eso por nada del mundo. Aunque fuera por Nora.

—De joven tenía una relación muy estrecha con mi madre, es decir, tu abuela —empezó Bente—. A mi padre, en cambio, apenas lo conocí, casi nunca estaba en casa. Trabajaba de capitán en la empresa Hurtigruten. Además, a mí siempre me había dado un poco de miedo porque era muy rígido y extremadamente correcto. —Bente se retiró un mechón de la cara—. Mi madre enseguida se dio cuenta de que me había enamorado, y se alegró por mí. Sin embargo, cuando se enteró de que Ánok era sami, se quedó muy impresionada. Sabía que mi padre jamás le aceptaría, y me rogó que dejara a Ánok para no caer en desgracia. Yo, por supuesto, no estaba dispuesta —dijo Bente con una sonrisa.

Los recuerdos le dieron un brillo a los ojos y Lisa vio a la chica joven y enamorada ante sí.

—En pocas palabras: Ánok y yo decidimos seguir una política de hechos consumados con mi padre. Queríamos fugarnos y casarnos en secreto. Entonces cometí el mayor error de mi vida: confié en mi madre.

Lisa se quedó sin aliento.

—¿No os traicionaría?

A Bente se le oscureció el semblante.

—Sí, eso fue lo que hizo. Cuando fui a la hora convenida a la estación, no me estaba esperando Ánok sino mi padre.

Lisa agarró con más fuerza la taza.

—Oh, no, es horrible —exclamó.

—Sí, lo fue. Fue el momento más horrible de mi vida —dijo Bente—. «¿Qué le has hecho a Ánok?», le grité a mi padre. Estaba convencida de que le había hecho algo espantoso, ¿cómo si no iba a impedir que mi amado acudiera en mi búsqueda?

Lisa dejó la taza sobre la mesa. Se sentía débil.

Bente le acarició el brazo.

—No tengas miedo, no le mató. Aunque en los peores momentos a veces incluso lo deseé. La verdad era mucho más banal, y al mismo tiempo más terrible.

Bente se levantó, salió de la cocina y volvió con una hoja de papel arrugada. Lisa vio que en algunos sitios casi no se leía la letra y estaba desteñido. Probablemente era por las lágrimas de Bente.

—Te lo traduciré —dijo Bente, se puso bien las gafas y leyó en voz alta—: «Recibo de veinte mil coronas. El destinatario Ánok Kråik confirma que ha recibido dicha suma y se compromete como contrapartida a no ponerse en contacto con Bente Nybol y Tromsø».

Bente dejó caer la hoja y volvió a sentarse en la mesa. Lisa cogió el recibo y se quedó mirando el texto.

—¿Se dejó comprar? —dijo.

—Nunca lo contemplé como una posibilidad —dijo Bente—. Pero en este caso mi padre supo juzgarle mejor que yo. El amor de Ánok por mí no era tan grande como su avaricia.

Lisa torció el gesto asqueada, dejó el recibo sobre la mesa y lo apartó.

—Debías de odiar a Ánok.

—Al principio sí, claro —contestó Bente—. Pero luego lo vi de otra manera. Sabía que procedía de una familia muy pobre y que solo podía estudiar gracias a una beca. Su gente lo pasaba bastante mal, y eso lo angustiaba mucho. Veinte mil coronas en aquella época era muchísimo dinero. Probablemente se sentía más obligado hacia su familia que hacia mí. Además, no sabía nada de mi embarazo.

Bente sonrió un momento al ver la cara de escándalo de Lisa.

—Créeme, ha pasado mucho tiempo hasta que he podido ser tan conciliadora —dijo, y añadió en voz baja—: Con mis padres, en cambio, hoy en día me sigue doliendo.

Lisa lo comprendía muy bien.

—¿Qué pasó luego? —preguntó.

—Mi padre se puso hecho una furia cuando me negué a ir a casa con él. Me había demostrado que ese sami no valía nada, y esperaba en serio que le estuviera agradecida por su intervención. A su juicio me había protegido de cometer un grave error y de una vida infeliz.

—Es indignante —exclamó Lisa. ¡Cuánta arrogancia! Por desgracia ese tipo de presunción estaba muy extendida. Creer, o mejor dicho saber lo que es mejor para los demás más que ellos mismos.

—Sin embargo, con quien más me enfadé fue con mi madre —dijo Bente—. Había confiado en ella, y ella no solo me había traicionado, sino que me había enviado a la boca del lobo sin avisarme. Eso no puedo perdonárselo.

Lisa agachó la cabeza, impactada. ¿A quién estaba buscando? ¿De verdad quería encontrar a esa Mari y conocerla? ¿Una mujer que había traicionado a su propia hija y la había dejado en la estacada por un novio «poco adecuado»? A Lisa le costaba imaginar las motivaciones de su abuela. Debería de haber comprendido perfectamente a Bente, pues ella había pasado por una situación muy parecida treinta años antes. ¿No se alegraba por la felicidad de su hija que ella no pudo vivir? Era horrible. Tal vez debería alegrarse de no poder encontrar a Mari y ahorrarse un encuentro en persona. Si es que estaba viva. Y si ya había fallecido… ¿por qué seguir insistiendo y correr el peligro de sacar a la luz más verdades desagradables? Como, por ejemplo, por qué había abandonado a su primera hija en Alemania. Lisa se quedó helada. Tal vez la respuesta fuera muy sencilla, quizá Mari fuera una persona egoísta y fría que abandonaba a su suerte a sus hijos sin sentir el menor escrúpulo. Prefería no especular sobre los motivos de Finn, el hermano de Mari, para sentir semejante odio implacable hacia ella.