13

Nordfjordeid, verano de 1940

—Cantemos —indicó el pastor Hurdal a los asistentes a la abarrotada iglesia. El órgano hizo sonar los compases de entrada, y todos entonaron la antigua canción luterana Vaer Gud han er sa fast en borg:

Nuestro Señor nos ofrece abrigo,

una buena defensa y un arma.

Él nos ayuda y nos libera de toda miseria

que nos pueda afligir.

El despiadado enemigo

no se anda con miramientos;

una gran fuerza y mucha astucia

es su cruel armadura,

no hay otra igual sobre la faz de la Tierra.

Mari, que estaba sentada en primera fila con Nilla, creyó oír las voces de sus hermanos cantando con especial fervor los versos sobre el «despiadado enemigo». Lanzó una mirada furtiva alrededor y advirtió en muchos rostros una mezcla de rabia y determinación. Era obvio que al elegir aquella canción el pastor Hurdal había reflejado el sentir de la mayoría de los miembros de su comunidad, que sentían una punzada de dolor ante la ocupación alemana de su país.

Cuando terminó la canción, el párroco hizo una señal a los novios, arrodillados frente a él en los peldaños que conducían al altar. Los testigos se encontraban detrás, al lado de la pareja: Nilla y Mari por parte de Gorun, y dos amigos de Maks por parte del novio. Gorun llevaba su bunad de fiesta y una corona plateada en la que se bamboleaban muchos pasadores pequeños que tintineaban ligeramente si movía la cabeza. Así se ahuyentaban a los malos espíritus, según le había contado su abuela a Mari.

Maks llevaba un traje tradicional: una camisa blanca y pantalones por las rodillas con medias hasta la pantorrilla, además de un chaleco y un gabán, ambos bordados con motivos de muchos colores. Los zapatos negros con las hebillas plateadas ponían el broche final al conjunto. Aquel día parecía mucho más seguro de sí mismo que unas semanas antes. Saltaba a la vista que el compromiso con la hija de su patrono le había dado empuje. Se mantenía muy erguido y de vez en cuando lanzaba una mirada de satisfacción a la novia.

—Como si hubiera comprado un buen caballo —le susurró Nilla a Mari al oído. Ella le lanzó una mirada de advertencia, pero le dio la razón para sus adentros, pues también le había parecido desagradable la expresión del rostro de Maks.

Gorun lucía una sonrisa de oreja a oreja, y en varias ocasiones tuvo que secarse las lágrimas de los ojos cuando el pastor Hurdal llegó al momento culmen de la ceremonia. Un escalofrío recorrió la espalda de Mari al oír las conocidas preguntas y las bendiciones. Pensó en Joachim. ¿No sería bonito estar allí delante, arrodillada a su lado, y jurarse amor eterno? «Déjalo», se reprochó. No tenía sentido evocar unas imágenes que jamás se harían realidad y solo le provocarían dolor.

Tras el enlace, los invitados a la boda fueron a la finca de los Jørgensson, que se encontraba al otro lado de la ciudad, cerca del río. En el enorme terreno donde se hallaban la casa familiar, el taller de ebanistería y un gran almacén de madera, el padre de Gorun había construido una casita durante las últimas semanas para el joven matrimonio. Los invitados se congregaron delante de la puerta y lanzaron a la joven pareja granos de cebada y de centeno. Gorun se esforzó por recoger todos los que podía, pues cuantos más reuniera, mayor sería la felicidad en el matrimonio. Finalmente se plantaron dos pequeños abetos a derecha e izquierda de la puerta de su casa, que debían permanecer ahí hasta que la pareja tuviera el primer hijo.

—¿Quién ha invitado a esa?

Mari, que se acercaba con los demás invitados a los bancos y mesas colocados delante del almacén de madera, giró la cabeza hacia la voz furiosa. Maks había agarrado a la novia del brazo y con la otra señalaba a una chica que se encontraba en la entrada de la granja. Mari no era la única a que el tono empleado había llamado la atención. Cada vez se detenían más invitados, se volvían hacia Maks y seguían la dirección de su brazo acusatorio. Todas las conversaciones enmudecieron. En algunos rostros, como en el de Maks, se reflejaron la ira y el asco.

Gorun miró aturdida a su marido.

—¿Qué te pasa? Es Berit, iba conmigo a clase —le explicó.

—¿Cómo puedes hacer esto? —bramó Maks, fuera de sí—. Invitar a la amante de un alemán. ¡Esto es inadmisible!

Mari se estremeció. Alrededor empezaron los murmullos y cuchicheos, y oyó una voz de mujer que susurraba:

—¡Cómo no le da vergüenza presentarse aquí! ¿Cómo se atreve? Le ríe las gracias al enemigo y cree que aquí es bienvenida.

Otra mujer dijo, sacudiendo la cabeza:

—Pobres padres. Espero que por lo menos les ahorre la humillación de tener un hijo bastardo.

Mari se quedó helada. Aquellos comentarios maliciosos y despectivos fueron como un jarro de agua fría sobre la granja y su decoración festiva.

Berit, una chica joven y guapa, que Mari recordaba como una compañera de clase simpática y siempre de buen humor, estaba como paralizada, se había quedado lívida. Le temblaba todo el cuerpo, y empezaron a caerle lágrimas por las mejillas. Mari quiso acercarse a ella. ¡No podía ser que nadie acudiera en su ayuda! Era increíble que todo el mundo sintiera aversión por una chica cuyo único delito era haberse enamorado. Antes de que Mari pudiera dar un paso, Berit rompió a llorar, dio media vuelta y se fue corriendo. Mari se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se puso a temblar.

—Contrólate —le susurró una voz al oído. Una mano la empujó por debajo del brazo y se la llevó de allí. Entre la bruma Mari reconoció a su amiga Nilla—. Por el amor de Dios, no llames la atención ahora —le reprendió a Mari, y continuó, temblorosa de indignación—: ¡Será hipócrita! Anteayer vi cómo le sableaba cigarrillos a unos soldados alemanes.

—Eso es algo muy distinto —dijo alguien con sorna. Mari y Nilla se dieron la vuelta, sorprendidas. Era Ole, que las había seguido sin que le vieran. Nilla levantó las cejas y observó a Ole indignada, que le hizo un gesto para apaciguarla—. Solo digo lo que es. Mejor dicho, como lo ve la mayoría: los hombres pueden hacer negocios con los alemanes, incluso hacerse amigos suyos. Pero pobre de la mujer que se enamore de uno de ellos. Eso es traición a la patria.

Mari tuvo que reprimirse de nuevo. Esperaba que Ole no hubiera notado hasta qué punto le había llegado al alma aquel incidente y sacara sus conclusiones.

La aparición de Finn distrajo a Mari. Su hermano gemelo había llegado la tarde anterior de Oslo para pasar en casa las vacaciones de verano. Apenas había tenido ocasión de hablar con él, y sentía una gran curiosidad porque le hablara de sus estudios y su vida en la gran ciudad. Pero eso tuvo que esperar. Finn, que había oído las palabras de Ole, arrugó la frente y preguntó:

—¿Acaso te parece bien que nuestras mujeres y chicas se relacionen con los invasores?

Ole lo miró sorprendido.

—Sí, ¿por qué no?

Finn soltó un bufido, enojado.

—¡Por favor, no lo dirás en serio! ¡Son nuestros enemigos! Ya tenemos suficiente con no poder deshacernos de ellos.

Ole se puso serio.

—¿No te parece que no es tan sencillo? Por supuesto que nunca aprobaría que tuviera relaciones con un nazi convencido, fuera alemán o noruego. Y lo mismo digo de los hombres que colaboran con ellos o incluso tienen esas creencias. Pero uno no elige de quién se enamora. ¡Y eso no es ningún delito!

Mari oyó que Nilla soltaba un leve suspiro. Volvió la cabeza hacia ella y vio que miraba a Ole con una sonrisa bobalicona. Era obvio que había hecho diana en el corazón romántico de Nilla.

Finn se puso rojo y ladeó la cabeza, combativo.

—¡Eres tú el que lo ves todo muy sencillo! —exclamó—. ¡La mayoría no tienen relaciones con nuestros enemigos por amor, sino porque les prometen ventajas!

—Aunque así fuera, ¿quién puede reprochárselo? —repuso Ole—. ¿La misma gente que hace negocios con los alemanes? ¿Ya lo has olvidado? Hasta tú te has beneficiado por conocer a un soldado alemán.

A Finn se le ensombreció aún más el semblante. Mari le puso la mano en el brazo para calmarlo.

—Por favor, no os peleéis. Al fin y al cabo es la boda de Gorun.

Nilla asintió y dijo:

—Ya es suficiente con que Maks haya escogido justo hoy para montar un número delante de todo el mundo.

Finn gruñó algo más para sus adentros y se retiró a una mesa en la que ya habían ocupado sus asientos sus padres y la abuela Agna.

Ole lo miró sacudiendo la cabeza.

—¿Qué demonios le pasa?

Mari también se lo preguntaba. Jamás había visto a Finn tan obstinado. ¿De verdad había cambiado tanto en las pocas semanas que llevaba fuera de casa? Aquella idea la atormentaba.

—A lo mejor es que en Oslo tienen que sufrir más las ordenanzas y prohibiciones de los alemanes —dijo.

—Puede ser —contestó Ole—. Aun así, me parecen muy raras sus opiniones.

Nilla tiró de la manga de Mari.

—Vamos —la apremió, y le señaló las mesas con la barbilla. La mayoría de los invitados ya estaban sentados, y el padre de la novia se estaba levantando para dar el primer discurso festivo. Mari hizo un gesto con la cabeza a su hermano y se dirigió presurosa con Nilla a la mesa de los novios, donde las habían colocado como damas de honor.

A primera hora de la tarde por fin se dieron los últimos discursos y finalizó el banquete. Para Mari aquellas horas pasaron lentas, como una tortura. Le había costado mucho esfuerzo y dominio de sí misma sonreír con amabilidad, mostrar interés por las conversaciones de la mesa y que no se notara que estaba ausente. Apenas hizo caso de los distintos platos que las mujeres de la ciudad habían preparado juntas. Como solía ocurrir en ese tipo de grandes celebraciones, estaba presente casi todo el pueblo. Todos habían llevado alimentos que estaban racionados, como café o azúcar, pues en la boda de la hija de un miembro respetado de la comunidad no debía faltar de nada.

Después de comer se movieron las mesas para dejar sitio a los músicos y la pista de baile. Muchos invitados se levantaron para estirar las piernas y ver los regalos, que algunos ayudantes estaban desempaquetando y colocando en una mesa grande. En otra mesa se colocaron bandejas con pasteles y bollos. En el medio resplandecía un pan de boda decorado, el brudlaupskling. Más tarde lo rellenarían con queso, lo rociarían con unas gotas de sirope y lo servirían a los invitados.

Mari quería aprovechar el alboroto general y retirarse a un rincón tranquilo, pero su padre la vio y le hizo una señal para que se acercara. Se levantó con sus hijos y un chico joven.

—Mari, mi niña —le dijo cuando se acercó al grupo, y le rodeó los hombros con el brazo—, ¿te acuerdas de Mikel Hestmann? —Señaló al chico. Mari miró su rostro redondo y bondadoso, con esos ojos grandes que parecían un poco asustadizos, y enseguida vio al niño pequeño con el que ella y sus hermanos jugaban hacía muchos años de niños. Por aquel entonces su padre trabajaba en la granja, hasta que heredó una granja propia y se mudó con su familia.

Mari asintió y dijo con una sonrisa:

—Por supuesto que me acuerdo. —En realidad tenía ganas de decir: «¿cómo iba a olvidar a un niño tan torpe y gracioso, que iba arrasando todo lo que encontraba a su paso?», pero reprimió el comentario en el último momento. Vio por el rabillo del ojo que Ole contenía una carcajada. Era obvio que sabía perfectamente lo que le pasaba por la cabeza. Nilla tenía razón. Tenía que aprender a controlarse y disimular sus sentimientos.

—Seguro que tenéis muchas cosas que contaros —dijo Enar con aire trascendente, y les dio a entender a Ole y Finn con un gesto con la cabeza que lo siguieran.

Mari lo miró sorprendido. ¿Qué era todo eso? ¿En serio pensaba que se iba a interesar por Mikel? ¿Cómo había llegado a esa conclusión? ¿O es que quería que se interesara por él porque lo consideraba un yerno adecuado? Mari estaba aterrorizada, esperaba equivocarse.

Enar le dio un golpecito en el brazo, hizo un gesto a Mikel para animarlo y se alejó. Ole le hizo una señal de aprobación con el pulgar a espaldas de Mikel, sonrió y siguió a su padre y a Finn. Mari reprimió un suspiro y se volvió hacia Mikel. Saltaba a la vista que todo aquello le avergonzaba igual que a ella. De pronto se sintió mucho más madura y mayor, aunque era algo más joven que él, y su disgusto se desvaneció. Al fin y al cabo Mikel no tenía la culpa de que a su padre se le ocurriera de pronto que tenían que emparejarse. Para vencer su timidez, inició una conversación sobre caballos. Un tema bien elegido, pues Mikel se creció, se sentía como pez en el agua.

—¿Qué le pasa a padre? —preguntó Mari más tarde, mientras bailaba un vals con Ole que tocaba una pequeña orquesta. Hacía tiempo que se había puesto el sol, y los farolillos de colores iluminaban la granja—. ¿Quiere deshacerse de mí? ¿Si no por qué de repente no para de presentarme a chicos jóvenes?

Ole esbozó una sonrisa traicionera, parecía tener un comentario sarcástico en la punta de la lengua. Pero al ver la inseguridad de Mari dijo:

—¡No seas tonta! Nadie quiere deshacerse de ti. Pero padre piensa en tu futuro. Y como sabe que sin tus caballos serías muy desdichada, cree que Mikel Hestmann, como hijo y heredero de un criador de caballos, podría ser el hombre adecuado para ti. —Mari hizo un gesto de impaciencia. Ole sonrió—. Además, padre ya lo conoce y no tendría que acostumbrarse a una cara nueva. Ya sabes que no le gustan las sorpresas.

Mari se esforzó por sonreír con despreocupación y cambió de tema. Sin embargo, en su interior sí que estaba preocupada. Desde la terrible escena que se produjo después de la aparición de su antigua compañera de clase, no podía dejar de oír la voz que la exhortaba y la empujaba a separase de Joachim enseguida, antes de que fuera demasiado tarde, al tiempo que intentaba en vano acallar otra voz que defendía que su amor no tenía nada de malo, que toda su familia tenía a Joachim por un chico simpático. Pero ahora las circunstancias eran distintas, Enar jamás lo aprobaría. No tenía otra salida: no podía seguir con Joachim.

Después del vals se sucedieron varios bailes en círculo y en grupo. Mari no se perdió ni uno y disfrutó de aquellas horas distendidas en las que podía dedicarse por completo a la música y el movimiento y concentrarse solo en seguir la secuencia correcta de pasos y vueltas. Cuando se extinguió la melodía del último baile los músicos tocaron un antiguo nocturno que todos los invitados cantaron al unísono. Finalmente se sirvió sopa de guisantes, como mandaba la tradición, que puso fin a la celebración.

Nilla se sentó al lado de Mari, que había escogido una mesa en los límites de la granja. Nilla también había bailado mucho. Tenía la tez clara teñida de rosa, le brillaban los ojos y parecía sonreír desde lo más profundo de sus entrañas. Mari pensó que estaba enamorada. Sin embargo, antes de poder tomarle el pulso a su amiga y saciar su curiosidad, Nilla le señaló con un movimiento de la cabeza a Gorun y Maks, que tomaban su sopa de guisantes unas mesas más allá, acompañados de alegres felicitaciones y comentarios un tanto atrevidos, pues aquella verdura redonda y verde simbolizaba la fertilidad, además de la riqueza. Gorun apartaba la cabeza avergonzada, Maks se reía de las bromas groseras de sus amigos, le daba golpes en el costado a su joven esposa e hizo un comentario que Mari y Nilla no comprendieron, pero que hizo que los compañeros de mesa de los novios soltaran una sonora carcajada.

—¿Cómo puede? —se enfadó Nilla—. Es un palurdo grosero. ¿No se da cuenta de la vergüenza que está pasando Gorun?

Mari lanzó a Gorun una mirada compasiva, pero ella había recobrado la serenidad y miraba a Maks con los ojos destellantes. Por lo visto su respuesta había sido contundente, pues un amigo de Maks lo agarró del hombro y le lanzó una mirada entre divertida y cómplice.

—Me encantaría saber qué ha dicho —dijo Mari.

Nilla soltó un bufido.

—A mí no. Si no va con cuidado, pronto ya no la reconoceremos. Parece decidida a adaptarse a él en todo.

Mari se mostró escéptica.

—¿No exageras un poco?

—Me temo que no —respondió Nilla—. Piensa en este mediodía. Gorun nunca habría dejado que le impusieran quién debe ser su amiga. No se ha resistido ni siquiera un poco cuando Maks ha echado de la granja a su amiga.

Mari se quedó callada: Nilla tenía razón. De pronto comprendió que probablemente Gorun también se desentendería de ella si supiera de su amor por Joachim. Era obvio que Nilla pensaba lo mismo, pues miró a Mari muy seria y le dijo con insistencia:

—No me gusta tener que decírtelo, pero creo que en el futuro habrá que pensar mucho qué contamos a Gorun.

Mari asintió y miró de nuevo a Gorun, que de pronto le parecía una desconocida. Pensó que tal vez estuvieran cometiendo una injusticia con ella, pero enseguida supo que no iba a correr el riesgo. De todas formas ya no era necesario: en cuanto Joachim hubiera desaparecido de su vida, ya no tendría nada que ocultar ni a Gorun ni a nadie más.

Poco a poco se fue imponiendo el ambiente de despedida. Antes de que los invitados se fueran a casa, Gorun tenía que cumplir una última tradición. En una gran tabla cortó un queso en trozos pequeños y los fue repartiendo, invitado por invitado. Sobre todo las mujeres observaban los pedacitos de queso con aire de expertas, pues se juzgaban sus aptitudes de ama de casa de Gorun según lo bien que lo hubiera cortado. A juzgar por la sonrisa de satisfacción de la novia, había superado la prueba sin errores.

—¡Aquí estás! —Ole se había acercado a su mesa—. Tenemos que irnos —le dijo a Mari.

Se levantó y abrazó a Nilla, que también se había puesto en pie. Para su sorpresa, Mari vio que Nilla estaba temblando, y no hacía tanto frío. La mirada tímida y al mismo tiempo intensa que lanzó a Ole cuando se despidió de ella dejó a Mari perpleja. En todos aquellos años jamás había visto a Nilla así. Se apresuró a mirar a Ole, pero ya se había separado de Nilla, que bajó la cabeza para evitar la mirada inquisitoria de su amiga, y se fue corriendo con sus padres, que se estaban despidiendo de los novios.

Mari la miró pensativa y se dirigió al coche de su familia, que Finn había preparado. ¿Acaso Nilla era la desconocida por la que Ole hacía semanas que no volvía a casa en toda la noche? Si era cierto, no conocía tan bien a su amiga como pensaba. Mejor dicho, ya no la conocía, y le daba rabia. Se enfadó consigo misma. Últimamente apenas se enteraba de lo que ocurría alrededor. Aunque le costara reconocerlo, era totalmente factible que no tuviera ni idea de lo que le había pasado a Nilla durante las últimas semanas.

Mari repasó mentalmente la boda. ¿Ole había bailado mucho con Nilla o había conversado con ella? Mari comprobó, disgustada, que no tenía ni idea. Estaba tan absorta en sus cavilaciones que apenas se había enterado de lo que pasaba en su entorno. ¡Pero iba a averiguar si estaba surgiendo algo entre Ole y Nilla o ya había surgido! Su mejor amiga y su hermano de pareja… cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea.

Mari se sentó al lado de su madre, que ya había subido al coche. La abuela Agna había tomado asiento frente a ella, mientras que Enar se dejó caer con pesadez en el banco junto a Mari y le rodeó los hombros con el brazo. Mari apoyó la cabeza en su pecho y absorbió el conocido aroma a humo de pipa, piel y heno en el que aquel día se mezclaba un toque de aguardiente, pescado asado y almidón de la ropa.

—Doy gracias por tener una hija que nunca traerá la vergüenza a la familia —le dijo Enar a su madre, y le dio unas palmaditas cariñosas a Mari en el antebrazo.

Mari se crispó. Era evidente que estaban hablando de Berit y su relación con un soldado alemán, un tema que los invitados a la boda no pararon de tocar. Agna arrugó la frente, pero se guardó su respuesta.

Lisbet añadió:

—A mí me da pena la chica, Enar. Y tampoco me parece que Berit haya deshonrado a su familia.

Enar se puso rígido y fulminó a su mujer con la mirada, furioso. Ole, que subió el último al coche, le dio un golpe suave a Enar en el hombro.

—Déjalo, padre. —Enar refunfuñó sin querer, pero volvió a reclinarse y se calló.

Mari cerró los ojos. Si había alguna duda, ya había sido aclarada para siempre: su amor por Joachim no tenía ninguna oportunidad. Le rompería el corazón a su padre si su única hija se enamorara de un alemán. Mari vio con toda claridad que para él su relación supondría una ruptura definitiva.

Gorun había tenido mucha suerte con el tiempo, pues el día de su boda empezó una lluvia persistente que ya duraba dos semanas y había refrescado el ambiente de forma notable.

—Espero que no se haya terminado ya el verano —dijo Finn malhumorado mientras se dirigía con Ole y Mari al granero por el suelo reblandecido—. Tenía muchas ganas de salir a montar a caballo, bañarme en el fiordo y pasar las noches templadas junto a una hoguera.

Ole le dio un empujón a un lado.

—Muy propio de ti: solo pensar en el placer. Es mucho peor que esta lluvia eterna ponga en peligro la cosecha. Si esto continúa así, las patatas se pudrirán en la tierra.

Mientras sus hermanos se peleaban, Mari pensaba en Joachim, al que volvería a ver aquel día después de mucho tiempo. En su último encuentro dos días antes de la boda de Gorun, Joachim le dijo que tenía que irse de viaje de servicios con el capitán de caballería Knopke. No sabía cuánto tiempo estaría fuera, de modo que últimamente Mari iba a caballo y bajo la lluvia hasta el viejo abedul, metía la mano en el tronco, oscilando entre el miedo y la esperanza, y siempre la volvía a sacar vacía. La tarde anterior por fin encontró la ansiada y temida nota. Joachim estaba de regreso en Nordfjordeid y estaba deseoso de estrechar de nuevo entre sus brazos a su querida Mari lo antes posible.

En unas horas se encontrarían junto a las colmenas de la linde del bosque. A Mari se le encogió el estómago. Hasta el último poro de su piel echaba de menos a Joachim, pero al mismo tiempo aquel reencuentro le daba miedo porque sería el último. Por un momento Mari pensó en explicarle por escrito por qué no podía ni debía seguir viéndole. Seguro que habría sido mucho más fácil, por lo menos de momento, pero sabía que a la larga no podría vivir con ello. Tenía que decírselo en persona, mirarle a los ojos y asegurarse de que lo entendía y aceptaba su decisión.

—Mari, ¿no me oyes? —La voz de Finn la sacó de sus pensamientos—. Necesito la grasa.

Mari sonrió a modo de disculpa y se apresuró a darle a su hermano lo que necesitaba. Estaban sentados en la sala de los aparejos frotando los arreos y las sillas de piel para protegerlos del aire húmedo. Ole estaba en la sala principal del granero engrasando los aperos de labranza.

—Antes no te distraías tanto —afirmó Finn, que escrudiñaba a Mari con la mirada.

Mari le sonrió y buscó una explicación inofensiva.

—Estaba intentando imaginarte sentado en un aula o con los demás estudiantes en el comedor universitario. Todo suena muy estimulante. Me encantaría ver por un agujerito tu vida en Oslo. —Mari sonrió, insegura. ¿Finn se daría por satisfecho con aquella explicación?

—Será mejor que vengas a visitarme pronto, así te lo enseñaré todo y podrás hacerte una idea.

Mari se relajó. Había escogido el tema adecuado.

—En otoño, cuando no haya tanto trabajo seguro que padre me dejará ir a verte —dijo ella.

Finn asintió con ímpetu.

—¡Sería fantástico! Estoy seguro de que te encantará.

—Mari, por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

Joachim sacó a Mari de la lluvia, se la llevó al pequeño refugio junto a las colmenas y la miró preocupado. Ella no podía mirarle a los ojos, bajó la cabeza. En el banco vio un cuchillo de tallar con el que Joachim había matado el tiempo de espera y había grabado algo en el respaldo de madera. Agradecida por aquella distracción que le concedía una pequeña demora, Mari se inclinó para ver el trabajo de Joachim. Era una cabecita de caballo con un remolino en la frente. Enseguida reconoció al potro Virvelvind que nació en primavera con la ayuda de Joachim.

—Te ha salido muy bien —dijo en voz baja.

Joachim no respondió. Se sentó en el banco y puso a Mari sobre sus rodillas.

—Cariño, por favor, dime qué te preocupa.

Mari cerró los ojos por un instante. Le habría encantado arrimarse a él sin más y olvidarlo todo. «Sé fuerte», se dijo, y abrió los ojos de nuevo. Se levantó y se puso frente a él.

—No podemos seguir viéndonos —empezó, y le miró fijamente a los ojos. Joachim frunció ligeramente el entrecejo. Mari continuó enseguida—: Dijiste que no querías causarme problemas y…

Joachim se levantó y agarró la mano de Mari. Ella la retiró.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él de nuevo—. ¿Alguien se ha enterado de lo nuestro?

Mari sacudió la cabeza.

—No, todavía no, pero solo es cuestión de tiempo. —Joachim quiso decir algo, pero Mari no le dejó—. ¿Qué se supone que va a ser de nosotros? ¡Nuestro amor no tiene futuro! Nadie aceptará que estemos juntos. —Mari sintió que las lágrimas que se esforzaba por contener le asomaban a los ojos. Se le hizo un nudo en la garganta. No podía llorar ahora, porque Joachim la abrazaría, y sabía que entonces no sería capaz de mantener la decisión que tanto le había costado tomar. Se dio la vuelta de pronto y se fue corriendo del refugio.

—¡Mari, espera! —Joachim le dio alcance en unas cuantas zancadas, la agarró del hombro y la obligó a darse la vuelta. Mari agradeció la intensa lluvia que ocultaba sus lágrimas. Vio que Joachim también tenía los ojos rojos y sin querer levantó la mano y le acarició la mejilla. Una corriente cálida le recorrió todo el cuerpo. «¡Soy suya!», pensó, y le dolió ser consciente de ello. ¡Pero no podía ser! Apartó la mano y le lanzó una mirada suplicante.

Joachim asintió y retrocedió un paso.

—Tienes razón. No puedo seguir poniéndote en peligro. Jamás me perdonaría que sufrieras por mi culpa. Y tampoco puedo escaparme contigo, por muy tentadora que resulte la idea, porque entonces seguro que perderías a tu familia y tu país. Y yo tampoco podría ofrecerte una vida segura si desertara.

Mari estaba conmovida: Joachim le había dado las mismas vueltas a la cabeza, y sufría igual con aquella situación sin salida. La quería tanto que no intentaba convencerla de lo contrario con promesas insulsas, ni menospreciaba sus temores. «Me toma en serio —pensó—, para él no soy la pequeña Mari». Aquella sensación la llenó de una profunda felicidad, al tiempo que agudizaba el dolor y hacía casi insoportable imaginar la vida sin él. Sin embargo, la voz de la razón le recomendaba que no fuera débil.

—Perdóname —susurró Mari, corrió hacia su yegua, subió de un salto a la silla y se fue sin volverse a mirar a Joachim. Si lo mirara una vez más a los ojos, ya no sería capaz de dejarle.