Nordfjordeid, principios de mayo de 2010
De vez en cuando el viento transportaba risas y voces desde la granja. Lisa estaba sentada en su pequeño porche, disfrutando de los rayos del sol vespertino. Durante todo el día el cielo había estado tapado por nubes oscuras, hacía fresco y soplaba viento. Sin embargo, se había despejado poco después de regresar a la granja con Tekla, Nora y los niños. Agotada de caminar con la tablilla, a la que no estaba acostumbrada, Lisa se había retirado a su cabaña para descansar un poco.
—Venga usted también —le dijo Tekla, que la invitó muy cariñosa a participar por la noche en la pequeña celebración que habían organizado de forma espontánea en honor de Sofin, que acababa de recibir su licencia, y su orgulloso criador. A Lisa le alegró que la invitaran, pero sabía que no la iban a aceptar. Quería evitar encontrarse de nuevo con el viejo Finn, cuya aversión hacia ella apenas disimulada llamaría la atención y suscitaría preguntas comprometidas.
Sin embargo, lo más determinante fue la vaga inquietud que se apoderó de Lisa al pensar en celebrar algo con aquella familia. Cada vez le angustiaba más ganarse la confianza de aquellas personas casi de forma clandestina. ¿La tratarían con tanta amabilidad si supieran por qué estaba allí en realidad? ¿La acogerían como un miembro de la familia o la rechazarían? Lisa reconoció que la idea le resultaba más que dolorosa. Qué locura. Hasta poco antes no tenía ni idea de la existencia de sus parientes noruegos, y ahora jugaban un papel importante en su vida, aunque ellos no fueran conscientes.
El sol se había puesto por detrás de las montañas en la orilla de enfrente del fiordo, pero el cielo seguía iluminado. Lisa miró el reloj. Aquella puesta de sol tan tardía le había trastocado el sentido del tiempo. Eran las diez y pico. Lisa se levantó para entrar en la cabaña y ponerse cómoda delante de la chimenea.
Se detuvo al oír una canción. Escuchó en tensión aquella melodía que no había oído durante tanto tiempo y que ahora le hacía llegar el viento. Sintió que se le empañaban los ojos de lágrimas y evocó imágenes que creía olvidadas tiempo atrás: su madre Simone, sentada en el borde de su cama infantil, con un libro de cuentos en el regazo del que le leía en voz alta. Lisa acurrucada en la manta, con los ojos casi cerrados. La madre no se podía ir sin haber tarareado aquella melodía, solo entonces Lisa podía conciliar el sueño.
Lisa no había vuelto a oír aquella canción. Su madre no recordaba de dónde la había sacado, y la familia de Heidelberg tampoco la conocía. Como Simone no recordaba la letra de la canción, era casi imposible saber su origen. Lisa se dio la vuelta y fue cojeando en dirección a donde se oía la música. Llegó a una cabaña grande a unos treinta metros de la suya, a medio camino de la granja. Por una ventana abierta vio a Nora que apagaba la luz y salía de la habitación. Por lo visto estaba cantando la canción para los hermanos indios, pues Lisa oyó que dos voces infantiles murmuraban somnolientas: «God natt».
Mientras Lisa seguía debatiendo consigo misma si debía llamar o no, Nora abrió la puerta y salió. Sonrió con alegría al verla.
—¿Vienes a nuestra pequeña celebración? Solo he venido un momento a acostar a los niños.
Lisa sacudió la cabeza.
—No, me ha atraído la canción que estabas cantando —dijo—. Mi madre me la tarareaba, y no la había vuelto a oír desde entonces.
Nora miró a Lisa sorprendida.
—¿Estás segura de que era esta canción?
—Del todo —dijo Lisa—. Mi madre nunca me cantaba nanas, solo tarareaba esta melodía. No sabía la letra.
—¿De qué conocía esta canción? —preguntó Nora, pensativa.
Lisa se encogió de hombros.
—Ni ella misma lo sabía. Supongo que la había oído cuando era muy pequeña. ¿Qué canción es?
—Es curioso —contestó Nora—. Es una canción popular antigua sobre la santa Sunniva, patrona de la costa oeste. Hoy en día casi nadie la sabe. Y no creo que fuera conocida en algún momento fuera de Noruega.
Lisa se apoyó en la barandilla del porche. Le conmovía la idea de que su madre se hubiera llevado un pedacito de Noruega inconscientemente. Aquella melodía, que probablemente le cantó su madre biológica, había superado intacta todos los traumáticos acontecimientos de la guerra que habían borrado todos los demás recuerdos de la niña huérfana. Era un recuerdo de una época perdida de forma irreparable. Y una prueba más de que estaba sobre una buena pista.
—¿Quién te enseñó esta canción? —le preguntó a Nora.
—Mi madre.
—¿Es de esta zona?
Nora sacudió la cabeza.
—No, de Tromsø. Pero es amiga de Tekla desde hace siglos y pasaba mucho mucho tiempo aquí, en la granja. Supongo que conoció aquí la canción.
Lisa miró a Nora, pensativa.
—Pero Tromsø está bastante alejada al norte. ¿Cómo fue a parar aquí?
Nora miró a Lisa y se encogió de hombros, confusa.
—Buena pregunta. No sé cómo ni dónde se conocieron Tekla y mi madre. Solo sé que mi madre vino aquí cuando escapó de casa —dijo Nora en voz baja.
Lisa se inclinó hacia ella.
—¿Se escapó?
Nora asintió.
—Sí, a los veinte años se fue de Tromsø y desde entonces jamás volvió a tener contacto con sus padres.
Lisa miró a Nora impresionada.
—¿Sabes por qué se fue?
Nora sacudió la cabeza y se sentó en el banco junto a la puerta.
—Mi madre no habla de ello, pero supongo que tiene que ver conmigo. De hecho al cabo de unos meses nací yo. Y como crecí sin padre, seguramente fue el embarazo fuera del matrimonio lo que provocó la ruptura. —Nora alzó la vista hacia Lisa y añadió, sacudiendo la cabeza—: Una historia bastante oscura.
Lisa se sentó al lado de Nora.
—No más que la mía —dijo—. Hace unos días me enteré de que mi madre fue adoptada de niña y que mi familia de Heidelberg en realidad no son parientes míos.
Nora la miró con interés.
—¿Y por qué te lo ha explicado justo ahora?
—Bueno, no me lo explicó ella. Por lo menos no directamente —aclaró Lisa—. Lo supe tras su muerte a través de un abogado.
—Oh, lo siento —dijo Nora, y le acarició el brazo—. Imagino que debe de ser muy duro no poder hablar con ella del tema.
Lisa asintió.
—Sí, eso me afectó mucho. Pero en cierto modo la entiendo… —Enmudeció. Sentía un deseo incontrolable de confiarle todo a Nora, su intuición le decía que podía hacerlo. ¿O era solo su deseo? ¿Por qué siempre le daba tantas vueltas a todo? ¿Qué tenía que perder? Se mordió el labio inferior en un acto reflejo.
—No era mi intención herir tus sentimientos. —La voz de Nora penetró en sus pensamientos.
Lisa lo negó con la cabeza.
—No lo has hecho. Es solo que… —empezó, y se detuvo, indecisa. Nora le sonrió para animarla a continuar, y Lisa hizo el esfuerzo—. Creo que sé quiénes fueron los padres biológicos de mi madre. He seguido las escasas pistas que tenía, y me han traído hasta aquí —se apresuró a decir Lisa, antes de arrepentirse.
Nora abrió los ojos de par en par.
—¿Aquí? —preguntó—. ¿Quieres decir…? —Señaló en dirección a la granja y miró a Lisa con incredulidad.
Lisa asintió.
—Exacto, aquí, a la granja de los Karlssen.
—Es realmente increíble —exclamó Nora cuando Lisa le contó lo que sabía hasta entonces—. Siempre pensé que estas cosas solo pasaban en las novelas.
Lisa sonrió.
—Yo también —admitió, y se reclinó en su butaca. Las dos chicas estaban sentadas delante de la chimenea en la cabaña de Lisa. Unos cuantos leños de abedul gruesos que crujían al quemarse creaban un calor agradable. Lisa se sentía aliviada. Por primera vez era consciente de lo mucho que la angustiaba tanto secretismo. El sincero interés de Nora y su empatía habían disipado todas las dudas.
Nora se había quedado sin habla un momento de la sorpresa, luego fue a buscar dos cervezas de la nevera y acompañó a Lisa a su cabaña, donde ella le enseñó la carta y otros documentos.
Nora agarró el medallón que Lisa había dejado en la mesita auxiliar entre las butacas.
—Me resulta familiar —dijo—, pero ¿de qué? —Miraba pensativa la joya—. ¡Ya lo sé! —exclamó al cabo de un rato—. Lo he visto en una vieja fotografía. Sí, exacto, en la de la abuela de Tekla y Faste que está colgada en el salón. Creo que se llamaba Lisbet.
Lisa se levantó.
—¡Eso solo puede significar que ella le regaló el medallón a mi abuela, que a su vez se lo dio a mi madre!
Nora asintió y leyó en voz alta la inscripción grabada: «For veslepusen min til minne om din lykkeligste dagen». Miró a Lisa.
—Qué gracia. De pequeña, mi madre también me llamaba a menudo «veslepus». Significa minimo o gatito, es un apelativo cariñoso para los niños.
Lisa sonrió a Nora. Se sentía bien al ver que ya no estaba sola en la búsqueda, que no era solo ella la que intentaba airear los secretos de la historia familiar. Durante aquellos días había echado mucho de menos a su amiga Susanne y había deseado tenerla a su lado. En Nora había encontrado una nueva aliada.
Al día siguiente por la mañana Lisa y Nora quedaron en el salón de la casa para desayunar a última hora y así poder hablar tranquilas. Tekla estaba en el servicio religioso dominical, Mikael se había ido de excursión con unos amigos y Faste, Inger y Amund llevaban ya un rato enfrascados en sus distintas ocupaciones. Los protegidos de Nora también estaban de camino a los establos, donde ayudaban entusiasmados, según contaba Nora, satisfecha:
—Al principio a los dos mayores no les parecía muy interesante holgazanear en una granja, pero enseguida cambiaron de opinión. Ahora rivalizan con Amal y su hermana por impresionar a Amund. Los tiene a todos impactados.
Lisa se apresuró a cambiar de tema y señaló la pared con las fotografías.
—¿En cuál de ellas está la bisabuela Lisbet?
Nora señaló una fotografía.
—Aquí. ¿Ves? Sin duda es tu medallón.
Lisa cogió con cuidado la foto enmarcada para observarla con más detenimiento. La mujer que aparecía en ella debía de tener unos cuarenta años, y sonreía con simpatía a la cámara. En el cuello llevaba una cadena de la que colgaba el medallón que Lisa llevaba debajo del jersey.
—Por lo visto les gustan mucho nuestras fotografías familiares. —Asustadas, Lisa y Nora se dieron la vuelta. Tekla Karlssen estaba en el umbral de la puerta, acababa de llegar de la iglesia. Observó intrigada a las dos chicas.
Nora le sonrió.
—Tekla, llegas justo a tiempo. —La agarró del brazo, la hizo entrar en la habitación y cerró la puerta.
Lisa se quedó perpleja. ¿Es que Nora quería contarle algo? Hizo un gesto para detenerla, pero Nora ya no le prestaba atención.
—Tal vez tú puedas ayudarnos —dijo—. ¿Sabes si tu padre tenía una hermana que se llamaba Mari, además de un hermano?
Tekla puso cara de asombro y tragó saliva.
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó con la voz ronca.
Nora le hizo una señal hacia Lisa.
—¡Enséñaselo!
Lisa dudaba, sintió el deseo de salir corriendo del salón sin decir nada, pero ya era demasiado tarde para una retirada. Respiró hondo, sacó el medallón y se lo dio a Tekla.
Tekla se dejó caer en una silla y se quedó mirando el medallón, aturdida. Nora se sentó a su lado y le contó brevemente cómo había llegado Lisa hasta la granja de los Karlssen en busca de su abuela. Lisa se alegró de que se lo contara Nora, pues ella no habría sido capaz de decir una frase sensata. Observó en tensión cómo el rostro de Tekla pasaba de la incredulidad a una expresión afligida.
Nora también mencionó la melodía que la madre de Lisa le tarareaba de pequeña.
—Es curioso —dijo—. ¿Cómo iba a conocer una mujer alemana una canción que incluso en Noruega solo es conocida en esta zona? Mi madre también la conocía porque la aprendió de ti.
Lisa se percató de que Tekla se inquietó al oír aquel detalle, que iba a contestar pero se contuvo. Nora no pareció darse cuenta de su angustia. Atrapó el medallón al vuelo, señaló el retrato de la mujer joven y dijo:
—Y esta es la mejor prueba de que Lisa es pariente vuestra.
Tekla soltó un grito ahogado y miró desconcertada a Lisa.
—Ese parecido no puede ser casual —continuó Nora sin inmutarse.
Era evidente que a Tekla le costaba mantener la compostura. Finalmente dijo:
—Tenéis razón. Mi padre tenía una hermana.
Nora dirigió una sonrisa triunfal a Lisa, que se sentó en el banco y miró intrigada a Tekla.
Tekla cerró un momento los ojos antes de mirar muy seria a Lisa y Nora.
—Os contaré lo que sé, pero tiene que quedar entre nosotras.
Nora y Lisa asintieron.
Tekla se aclaró la garganta y empezó:
—Cuando tenía doce años, murió mi abuelo Enar de un ataque al corazón. Aquel día llegó una carta que provocó un gran revuelo en la casa. Estábamos sentados en el salón cuando la trajeron. A los niños nos enviaron fuera, pero yo ya había descubierto que desde la habitación contigua se oían las conversaciones a través de la chimenea. —Tekla señaló la estufa de azulejos desde la que salía un tubo grueso que atravesaba la pared hasta la habitación de al lado—. Al otro lado hay una pequeña estufa que se calentaba desde aquí —explicó.
Nora se removió impaciente en la silla y preguntó:
—No lo hagas tan emocionante, por favor, ¿qué decía la carta?
—Nunca lo averigüé exactamente —contestó Tekla—. Pero el abuelo montó en cólera, nunca lo había visto así. No paraba de gritar: «¿Es que esta desalmada no nos ha causado ya suficiente infelicidad?». Mi padre también estaba completamente fuera de sí. Mi madre intentó calmarlos a los dos, pero solo consiguió que mi padre le dijera que se mantuviera al margen, que era un asunto de su familia. Luego oí de repente un ruido fuerte, mi madre gritó asustada y mi padre entró corriendo en la cocina, donde estaba el teléfono, y llamó a un médico.
Lisa y Nora intercambiaron una mirada de consternación. Lisa sintió que se le encogía el estómago. Le impactaba pensar que su madre hubiera provocado semejante calamidad con su carta, que había enviado a Noruega con ilusión. No cabía duda de que fue la carta de Simone en la que se presentaba ante sus parientes noruegos como la hija de Mari la que provocó que a Enar se le parara el corazón.
Para estar segura del todo, Lisa preguntó:
—¿Eso fue en 1965? ¿Y la carta había sido enviada desde Alemania?
Tekla asintió.
—El año es ese. Yo no sabía si procedía de Alemania, pero los sellos eran extranjeros, por lo menos eso lo reconocí.
Lisa miró pensativa al suelo. ¡Qué tragedia! Por suerte su madre nunca supo el terrible efecto que tuvo su carta. Ahora comprendía mejor el profundo rechazo que expresaron a Simone.
Nora acarició el brazo de Tekla.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó en voz baja.
—Al principio la repentina muerte del abuelo hizo que todo lo demás pasara a un segundo plano —continuó Tekla—. No me atrevía a preguntar de quién era la carta y por qué había provocado semejante alboroto, pero en el entierro del abuelo me hicieron una advertencia inesperada. Entre los asistentes al entierro había una mujer que se dirigió a mi padre. Le preguntó si no era el momento de hacer las paces con su hermana. Jamás olvidaré a mi padre completamente lívido. Al principio parecía confuso, pero cuando la mujer le repitió la pregunta le lanzó una mirada llena de ira y repulsión que me dio miedo. No me habría extrañado que se hubiera abalanzado sobre ella. La mujer se dio la vuelta sin decir nada y se fue del cementerio.
—¿Has averiguado de quién se trataba? —preguntó Nora.
Tekla asintió.
—Algunos asistentes que estaban cerca y habían presenciado el incidente se pusieron a cuchichear. Uno dijo que era Nilla Kjøpmann, cuyos padres antes tenían una tienda de ultramarinos en Nordfjordeid.
—¿Y qué tiene que ver esa Nilla con la abuela de Lisa? —preguntó Nora.
—Era su mejor amiga —aclaró Tekla—. Pero eso lo supe años después. Para ser exactos en 1974, cuando murió mi madre. Por aquel entonces visitaba con frecuencia su tumba, y un día me encontré a Nilla Kjøpmann en el cementerio.
Lisa se había recuperado de la sorpresa y escuchaba absorta el relato de Tekla.
—¿Le contó algo de mi abuela? ¿Dónde vive? ¿Qué tipo de vida lleva?
Tekla torció el gesto.
—Lo siento, pero prometí no hablar con nadie de eso —dijo.
Nora arrugó la frente.
—¿A quién se lo prometiste? ¿A esa tal Nilla?
Tekla lo negó con la cabeza.
—No, a Nilla no… a Mari.
Nora y Lisa miraron a Tekla estupefactas.
—¿Eso significa que tienes contacto con ella? —preguntó Nora, y Lisa dijo al mismo tiempo:
—¿Ha visto a Mari…?
—Sí y no —contestó Tekla—. Sí, tenía contacto con ella. Y no, nunca la he visto.
—¿Y está viva? —preguntó Lisa, emocionada.
—No lo sé. Hace mucho tiempo que ya no tengo relación con ella —contestó Tekla en un tono gélido. Antes de que Nora y Lisa pudieran seguir haciéndole preguntas se levantó—. Lo siento, pero tengo que irme ahora mismo —se excusó, y salió de la habitación.
Nora se levantó de un salto para detenerla, pero Lisa la agarró del brazo.
—Déjala. Seguro que para ella también ha sido una sorpresa enfrentarse de repente a mí y a los viejos recuerdos dolorosos.
—Es verdad —admitió Nora, y volvió a sentarse—. Pero más delante tiene que contarnos más cosas. Tienes derecho a saber lo que sepa de tu abuela.
Lisa asintió distraída y miró a Nora pensativa.
—Creo que se ha callado muchas cosas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Nora.
—¿No te has fijado en cómo se ha quedado cuando has mencionado la antigua canción popular? Creo que no la conoce. ¿Y por qué ya no tiene contacto con Mari? ¡Eso es muy extraño!
Nora asintió.
—Es verdad, se ha disgustado de repente.
Lisa puso cara de suspicacia.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué tenía mi abuela que nadie quería saber nada de ella?
Nora miró a Lisa.
—¡Lo descubriremos!