Nordfjordeid, junio de 1940
Desde la noche del solsticio a Mari le parecía haber iniciado otra vida. Por fuera todo seguía como siempre: todos los días atendía sus obligaciones domésticas y con los animales que tenía a su cargo, se peleaba con Ole y se esforzaba por parecer que estaba igual que antes, es decir, la época anterior al beso, pues para Mari aquel momento era el inicio de una nueva era que ya cumplía tres días. Tres días largos e interminables en los que no había visto a su chico.
Un resuello de impaciencia la sacó de sus ensoñaciones. Su yegua Fenna, a la que estaba cepillando, volvió la cabeza hacia ella y le dio un empujoncito en el costado. Mari ni siquiera se había percatado de que no paraba de pasar el cepillo por el mismo lugar de la ijada de Fenna.
—Perdona, Fenna —murmuró, y se puso a cepillarle el cuello. Por suerte estaba sola con la yegua y el pequeño Frihet. «Contrólate», se dijo. Por la mañana su padre ya la había sorprendido embobada cuando le sirvió café helado por descuido. Se le había olvidado por completo poner en el fuego el hervidor. Su abuela había salido en su defensa y dijo, con un guiño, que tal vez Mari estaba pensando en su futuro marido, que se le había aparecido en sueños durante la noche de San Juan. Sin embargo, Mari sintió un escalofrío al pensar lo mucho que se había acercado Agna a la verdad. Descartó la sospecha entre risas, contenta de por lo menos no tener que fingir.
Aquella noche no tuvo ningún sueño porque apenas durmió. Estaba demasiado exaltada. Había reproducido mentalmente infinidad de veces el breve encuentro con Joachim que lo había cambiado todo, y disfrutaba del cálido cosquilleo que sentía en el abdomen cuando pensaba en el beso, que por desgracia pasó muy rápido. En realidad había sido un paréntesis muy corto, pues unas voces que llamaban a Joachim lo interrumpieron de repente.
—Mañana por la tarde mira en el agujero que hay en el nudo del abedul torcido —le susurró enseguida antes de que los descubrieran. Luego se fue corriendo con sus compañeros.
El abedul torcido era un viejo árbol que crecía a medio camino entre la granja de los Karlssen y Nordfjordeid en el margen del sendero. La tarde después de la fiesta de San Juan, Mari estaba ansiosa por ensillar su yegua para dar su paseo diario y acercarse al galope al abedul. Tras asegurarse de que no había espectadores indiscretos, metió la mano en el profundo agujero que había en el tronco a la altura de la cabeza y sacó una hoja de papel doblada escrita a lápiz. Leyó las líneas de Joachim con el corazón acelerado:
Querida Mari:
Desde la primera vez que te vi ansío estrecharte entre mis brazos. ¿Ocurrió de verdad o solo fue un sueño engañoso fruto de la magia del solsticio? Estoy impaciente por volver a verte, pero no me gustaría de ningún modo causarte problemas, así que lo entenderé si no puedes o no quieres encontrarte conmigo. Eso es lo que me dicta la razón. Mi corazón no desea otra cosa que verte.
Normalmente estoy libre por las tardes desde las cinco hasta la revista de la noche. Si quieres verme, por favor, escribe en el dorso dónde y cuándo puedo encontrarme contigo.
¡Hasta pronto, espero!
Tu JOACHIM
Mari no tuvo que pensar mucho el punto de encuentro que quería proponer: las colmenas en la linde del bosque. Estaban escondidas tras los espesos matorrales y no se veían ni desde la granja ni desde el paseo marítimo. Además, había un pequeño refugio con un banco para resguardarse de la lluvia. Mari habría preferido quedar con Joachim al día siguiente, pero justo ese día llegaba de visita a su familia un tío. Era completamente impensable escaparse de una reunión familiar y ya no aparecer más. Así que Mari, con la mano temblorosa de la emoción, garabateó en la hoja que podía encontrarse con Joachim en dos días por la tarde.
Aquel día las horas no pasaban, sino que se arrastraban hasta el infinito. Mari oscilaba entre la espera ilusionada y el desasosiego de la inseguridad, imaginaba el inminente encuentro con imágenes románticas y al cabo de un segundo se preguntaba si Joachim solo pensaba «en una cosa» y no correspondía en absoluto a sus sentimientos de afecto. Según Gorun y Nilla, muchos chicos jóvenes intentaban camelar a una chica con halagos para luego abandonarla con desprecio cuando ya se habían divertido. ¿Joachim era de esos? En realidad no lo conocía de nada.
Durante la cena Mari apenas probó bocado.
Su madre la observaba precupada.
—¿No estarás enferma, cariño? —preguntó, y le puso la mano en la frente—. No, no tienes fiebre.
—No me pasa nada —la tranquilizó Mari, y se obligó a tomar unas cucharadas del guiso de cordero. Le costaba mucho disimular e intentar ocultar el frenético caos emocional que sentía. Todo en su interior la empujaba a confesárselo a su madre, como siempre había hecho hasta entonces. Mari odiaba los secretismos, pero por otra parte no quería ni podía arriesgarse a que su madre le prohibiera ver a Joachim. O, aún peor, a tener que decírselo a su padre. Seguro que no dudaría ni un segundo en prohibirle a Mari todo trato con los alemanes y la pondría bajo arresto domiciliario.
Por fin terminó la cena. Mari se despidió para ir a pasear como todas las tardes y fue corriendo al establo a coger la silla de Fenna. Allí había escondido a mediodía una blusa con un bordado bonito y una chaqueta de lana elegante. Cogió sus cosas a toda prisa, volvió a hacerse la trenza y fue a buscar a Fenna al prado. A pesar de que se moría de la impaciencia, dio un gran rodeo para llegar a su destino real. Era poco probable que alguien estuviera observándola, pero nunca se sabía. Fue desviando a Fenna al trote hacia la linde del bosque y finalmente llegó a las colmenas pintadas de colores. Cuando bajó y ató a la yegua a una rama, Joachim salió del refugio donde ya la estaba esperando.
En cuanto Mari lo miró a los ojos, se desvanecieron todas sus dudas e inseguridades y la invadió una profunda sensación de familiaridad inexplicable. Joachim abrió los brazos y abrazó a Mari, que se arrimó a él. Al cabo de un rato se separaron y se sentaron en el banco a cubierto. Soplaba un viento fresco desde el fiordo que hizo que Mari tiritara. Su chaqueta era muy elegante, pero no abrigaba mucho. Antes de que pudiera protestar, Joachim se quitó la chaqueta del uniforme y se la puso sobre los hombros.
—Pero ahora tú tendrás frío —dijo Mari.
Joachim sacudió la cabeza.
—El viento no tiene nada que hacer contra tanto calor en el corazón. —La cogió de la mano—. De verdad, no tengo palabras para expresar lo feliz que me siento de estar aquí contigo —confesó en voz baja.
Mari volvió la cabeza para que no viera que se sonrojaba.
—A mí me pasa lo mismo. —Su voz sonaba ronca, como si no la hubiera utilizado durante días. Se calló, avergonzada. De pronto se sentía muy torpe, inexperta. ¿Qué podía ofrecerle a Joachim?
—¿No tendrás problemas? —preguntó Joachim, preocupado—. Sé que a la mayoría de los noruegos no les gusta que alguien entable relación con uno de nosotros.
Mari lo miró. De repente parecía inseguro y vulnerable. Posó la mano sobre la suya.
—Para mí eres Joachim, lo demás no tiene importancia —dijo, al tiempo que señalaba su uniforme.
Joachim le apretó la mano.
—Ni te imaginas las ganas que tengo de quitarme este uniforme. El día de mi llamamiento a filas se cumplió mi peor pesadilla: tener que ir a la guerra como soldado.
—Tal vez pronto puedas volver a estudiar veterinaria —dijo Mari.
A Joachim se le ensombreció el semblante.
—Me temo que esto no ha hecho más que empezar.
Mari lo miró angustiada.
—¿Qué quieres decir?
Joachim respondió a su mirada.
—Me parece que Hitler y sus esbirros tienen delirios de grandeza. No estarán tranquilos hasta haber conquistado el mundo entero.
Mari sacudió la cabeza, incrédula.
—¿El mundo entero? Pero eso es imposible.
Joachim asintió.
—Exacto. Y por eso terminará en un desastre.
Mari se estremeció y se calló. Se acordó de los caballos que su padre había tenido que vender a los alemanes. ¿Qué sería de ellos en aquella guerra?
—¿Crees que los volveremos a ver? —dijo, pensando en voz alta.
Para su sorpresa, Joachim enseguida supo a qué se refería.
—Eso espero —dijo—. He hecho todo lo posible porque no los enviaran a las tropas fronterizas del norte, sino a un campo de instrucción. Ahí tienen más oportunidades. —Mari lo miró agradecida. Joachim se encogió de hombros con resignación—. Si de mí dependiera, no se enviarían caballos a la guerra.
Mari arrugó la frente.
—¿Y para qué necesitáis en realidad nuestros caballos? Vosotros trajisteis muchos —preguntó.
—Es cierto —admitió Joachim—. Pero los nuestros no resistirían bien el invierno aquí, a diferencia de vuestros ejemplares robustos de los fiordos. Por lo menos no en el norte, donde acabarán la mayoría de caballos.
Mari bajó la voz sin querer.
—¿Entonces es cierto que Hitler quiere atacar Rusia?
Joachim hizo un gesto vago.
—Él lo niega, pero he oído que se están entrenando soldados en la frontera finlandesa para una campaña de invierno. Eso dice la gente.
Mari asintió. Unos días antes su padre había expresado su sospecha de que el pacto de no agresión entre Stalin y Hitler no valía nada, ni siquiera el papel sobre el que estaba escrito.
Joachim acarició con ternura el brazo de Mari.
—Pero ahora háblame de ti —dijo para cambiar de tema, y le sonrió—. Me gustaría saberlo todo.
Las horas que Mari podía pasar fuera de casa sin levantar sospechas pasaron demasiado rápido. Joachim también tenía que darse prisa para llegar puntual a la revista nocturna en la plaza de armas. Antes de separarse acordaron su siguiente encuentro y se despidieron con el corazón encogido.
—Ya te estoy echando de menos —dijo Joachim cuando Mari montó en Fenna de un salto.
Mari se inclinó hacia él, le dio un último beso y puso a la yegua a un trote ligero. Rebosante de agradecimiento y felicidad, Mari se puso a cantar su canción preferida: «Gå ut min sjel, betrakt med flid», «sal, corazón mío, y busca la felicidad».
—¡Dilo ya, estás enamorada! —dijo Nilla.
Mari se encogió de hombros y volvió la cabeza hacia su amiga, que estaba sentada al lado de ella y de Gorun en el murete de delante de la iglesia. Mentalmente estaba con Joachim, y desde fuera era obvio. Pero Nilla no se refería a ella, sino a Gorun, que se puso roja ante aquella mirada desafiante. Mari suspiró aliviada. Nilla señaló con la cabeza a un grupo de muchachos que estaba a unos pasos de ellas.
—No paras de mirar hacia allí. ¿Bueno, quién es el afortunado?
Gorun soltó una risita, cohibida, y volvió a mirar a los chicos. Mari siguió su mirada y vio que uno de ellos enseguida se daba la vuelta.
—¿No es vuestro oficial en la ebanistería? —preguntó.
—Calla, no hables tan alto —susurró Gorun con insistencia, y se levantó. Nilla y Mari la siguieron intrigadas. Cuando los demás asistentes a la iglesia ya no las podía oír, Gorun se detuvo—. Lo creáis o no, la noche del solsticio soñé con él —afirmó con un matiz combativo.
Nilla levantó las cejas, pero se abstuvo de hacer comentarios. Mari miró a Gorun con curiosidad.
—¿Y? ¿Qué pasó luego?
Gorun bajó la voz.
—En realidad antes apenas me fijaba en Maks. Pero el sueño me ha abierto los ojos.
—¿Y él? ¿Tus sentimientos son correspondidos? —la apremió Mari.
—Creo que sí —respondió Gorun—. Pero es muy tímido.
Nilla carraspeó.
—¿Eso quiere decir que ni siquiera sabes si está enamorado de ti?
—Bueno, ahora sí. Debo admitir que he tenido que ayudarle bastante. Simplemente he ido todas las tardes al taller cuando él estaba solo poniendo orden. Al principio no le arrancaba ni una palabra, pero hace unos días me dijo que yo también le gustaba.
Nilla soltó un resoplido sin querer.
—¿Que también le gustas? Bueno, no sé. Eso no suena mucho a enamorado. ¿Y no te molesta que sea tan pasivo?
Gorun sacudió la cabeza.
—No, no me molesta en absoluto. Maks necesita su tiempo para romper el hielo. Prefiero eso a un metomentodo.
Mari se alegró por Gorun, y la envidiaba. A ella también le gustaría hablar de su amado y confesarse con Nilla y Gorun. ¿Cómo reaccionarían si supieran que se había enamorado de un alemán y que había quedado con él en secreto por primera vez unos días antes? Mari no se las imaginaba despreciándola por ello ni rompiendo el contacto con ella, pero tampoco estaba del todo segura. Debía admitir que el miedo a una reacción negativa enturbiaba su comportamiento con sus amigas. En teoría estaba siendo injusta con ellas con sus recelos. Eso esperaba. Pero no se atrevía a ponerlas a prueba.
—¿Crees que Gorun será feliz con ese tal Maks? —preguntó Nilla, que agarró a Mari del brazo.
Cuando Gorun se despidió, las dos chicas recorrieron juntas la Eidsgata.
Mari miró a Nilla, pensativa.
—Creo que sí. Parece muy simpático.
Nilla se quedó quieta.
—¡Simpático! —exclamó, enfadada—. Conozco a mucha gente simpática. Eso no significa nada.
Mari sonrió.
—Tienes razón. No suena muy romántico.
Nilla asintió con rotundidad.
—Creo que suena sobre todo muy práctico. Gorun nos ha contado muchas veces que a su padre le preocupa quién se hará cargo de la ebanistería, ya que no tiene un hijo varón. Si Gorun se casa con ese oficial, problema resuelto. Además es el yerno ideal para los Jørgensson —dijo, y añadió con malicia—: No me extrañaría que haya sido su madre la que le haya abierto los ojos con ese Maks, y no la noche del solsticio.
Las dos amigas habían llegado a la tienda de los padres de Nilla.
—Hasta pronto —se despidió Mari.
—¿De verdad tienes que irte? —preguntó Nilla, desilusionada—. Casi no nos vemos.
Mari la abrazó.
—Lo siento, pero le he prometido a mi abuela ayudarla —dijo, con la esperanza de que Nilla no preguntara para qué necesitaba ayuda Agna. Le costaba mucho encontrar excusas constantemente. En casa había dicho que después de ir a la iglesia había quedado con Nilla. Mari dejó allí a su amiga con mala conciencia y corrió hacia el río.
La ilusión por el reencuentro con Joachim hizo que enseguida se desvanecieran los pensamientos turbios. Con el corazón acelerado, llegó al lugar junto a la orilla que le había descrito a Joachim en su último mensaje del abedul, como llamaban su correspondencia secreta. Una rama muy caída de un viejo sauce llorón conformaba un toldo natural y los protegía de miradas curiosas.
Joachim aún no había llegado. Mari se sentó bajo el árbol y se recostó en el tronco. En las ramas de encima de ella piaban algunos gorriones. Mari miró el agua corriente y aguzó el oído. Pese a la impaciencia con la que esperaba la llegada de Joachim, sobre todo sentía una gran seguridad. No sabría explicar por qué, pero estaba absolutamente convencida de que Joachim era el hombre de su vida. No había ningún motivo sensato para pensarlo, apenas lo conocía, pero era una sensación más allá de explicaciones y palabras.
El crujido de ramas sacó a Mari de sus pensamientos. Abrió los ojos y sonrió a Joachim, que se acercaba a ella. Se arrodilló delante de ella y la estrechó en silencio entre sus brazos.
—El tiempo que paso sin ti se me hace insoportable —dijo cuando se separaron. Se sentó a su lado y le agarró de la mano—. ¿Cómo estás tú?
Mari sonrió con picardía.
—A decir verdad, casi no me entero de lo que pasa alrededor. Y eso es solo culpa tuya —dijo en tono de falso reproche.
Joachim sonrió.
—A mí me pasa lo mismo. Los compañeros me llaman «Hans en el país de las nubes» porque no paro de tropezar con las cosas.
Mari soltó una risita, pero enseguida se puso seria de nuevo.
—¿Por qué no podemos vernos sin tanto secretismo?
—Sé lo mucho que te pesa eso, daría cualquier cosa por ahorrártelo —dijo Joachim en voz baja.
—Comprendo que a la gente le pareciera mal que tuviera relaciones con un nazi o un oficial de las SS de verdad, pero ¿qué tienen en contra de alguien como tú? No puedes evitar ser soldado y estar destinado aquí —dijo Mari con una sonrisa triste.
Joachim le besó la mano y se la llevó a la mejilla.
—Siempre he soñado con viajar a Noruega. Este país me fascinaba desde niño. Ahora estoy aquí, he tenido la mayor suerte de mi vida. Y al mismo tiempo maldigo la posición que represento aquí.
Mari le miró a los ojos y le dijo, muy seria:
—No te atrevas jamás a desear que fuera de otra manera, porque entonces jamás te habría conocido.
—Nilla, ¿qué haces aquí? —preguntó Mari sorprendida. Estaba limpiando el corral de las gallinas, y cuando salió de la granja se encontró de improviso con su amiga.
—Tu madre me ha dicho que te encontraría aquí —contestó Nilla con brusquedad, y observó a Mari con cara de pocos amigos.
Mari la miró confusa.
—Sí, ¿y? Dime, ¿qué pasa?
Nilla resopló enfadada, puso los brazos en jarra y fulminó a Mari con la mirada.
—¡Me debes una explicación! ¡Eso es lo que pasa! —dijo, agarró a Mari del brazo y la llevó hasta el estrecho sendero trillado que llevaba a los establos pasando por la vaqueriza—. Si quieres que te sirva de tapadera, por lo menos podrías decirme para qué —continuó Nilla cuando se habían alejado lo suficiente de la granja.
—¿Qué tapadera? —preguntó Mari.
—Por favor, ahora no te hagas encima la tonta —dijo Nilla, furiosa—. Ayer por la tarde de pronto apareció tu padre en nuestra puerta para recogerte. Después de la iglesia quería ir a una reunión de la asociación de cría de caballos, que había durado bastante.
Mari se quedó quieta y miró a Nilla con los ojos desorbitados del susto.
—¿Y qué le dijiste tú?
Nilla dejó que Mari se angustiara un momento que le pareció una eternidad.
—Le dije que no te había encontrado por los pelos y que ya ibas de camino a casa.
Mari suspiró aliviada y le dio las gracias.
—¡Y ahora ya estás contándomelo! —le exigió Nilla con severidad.
A Mari le flaqueaban las rodillas, de modo que se dejó caer en una roca que sobresalía en el prado. Nilla se sentó a su lado y la miró impaciente. Mari tenía un nudo en la garganta.
—¿Qué ocurre? ¿Ya no confías en mí? —preguntó Nilla, herida.
Mari miró con turbación a un lado.
—Siento haberte mentido —murmuró—, no quería hacerte daño.
Nilla le apretó el brazo.
—Eso ya lo sé, boba. Y creo que yo también sé lo que pasa: te has enamorado, y tus padres no pueden saberlo, ¿verdad?
Mari asintió y miró a su amiga. De pronto le resultaba muy fácil hablarle de Joachim. ¿Cómo podía haber pensado que Nilla la juzgaría por sus sentimientos?
—Es tan romántico… —susurró Nilla cuando Mari terminó su relato—. Como Romeo y Julieta.
Mari esbozó una media sonrisa.
—Bueno, preferiría no tenerlos de ejemplo. Si no recuerdo mal, no vivieron mucho tiempo.
Nilla asintió.
—Es cierto, pero vuestra situación tampoco es sencilla, precisamente.
—Y tú que lo digas —suspiró Mari—. Mi padre considera que Joachim no está mal para ser alemán, pero jamás lo aceptaría como mi novio.
Nilla se estremeció por un instante.
—No quiero ni imaginar cómo reaccionaría mi padre —dijo, y enmudeció, pensativa—. Pero ¿qué vais a hacer a partir de ahora? —preguntó al cabo de un rato.
—¡Ojalá lo supiera! —contestó Mari—. Intento no pensarlo y simplemente disfruto de las horas que podemos pasar juntos, que por desgracia no son muchas.
Nilla asintió y se inclinó hacia Mari.
—¿Y ya habéis…? Bueno, ya sabes…
Mari se sonrojó y sacudió la cabeza con energía.
—Claro que no, ¿qué pensabas?
Nilla levantó la mano a modo de disculpa.
—Bueno, podría ser. La mayoría de los hombres…
Mari la interrumpió.
—Pero Joachim no es como la mayoría de los hombres. Dice que no tenemos prisa. Quiere que la primera vez sea bonita para mí, y lo haremos cuando nos salga del corazón.
Nilla estaba impresionada.
—Realmente lo dice en serio —afirmó, y añadió con sincera alegría—: Me alegro de que hayas conocido a un hombre tan bueno.
Mari abrazó a Nilla.
—Y yo estoy muy contenta de tenerte como amiga.
Tras aquella conversación con Nilla, Mari se sintió aliviada. Le había sentado bien hablar por fin con alguien sobre sus sentimientos. Le parecía como si su relación con Joachim se hubiera vuelto más real desde que Nilla estaba al corriente. Además, estaba muy agradecida a su amiga por no haber intentado disuadirla para que no se buscase problemas. Al contrario, Nilla se ofreció a servirle de coartada en el futuro cuando Mari lo necesitara para poder quedar con Joachim. Aun así, Nilla tenía razón: ese juego del escondite no podía funcionar eternamente. Además, a Mari cada vez le pesaba más y le provocaba remodimientos.
Pasadas tres semanas el pastor Hurdal dio a conocer en el servicio religioso el compromiso de Maks Solstad y Gorun Jørgensson. La boda tendría lugar en agosto. Mari no había visto a su amiga durante las últimas dos semanas. Gorun estaba muy ocupada con los preparativos para su gran día y últimamente los domingos se iba corriendo a casa después de ir a la iglesia.
Aquel día, en cambio, se quedó al lado de su prometido en la calle delante del cementerio para recibir las felicitaciones de sus amigos y conocidos. Al ver a Mari y Nilla, les hizo una señal, emocionada. Mientras Gorun obviamente disfrutaba de las atenciones y no podía parar de sonreír, su futuro marido permanecía a su lado con el gesto sombrío y no parecía sentirse muy a gusto con el traje elegante que llevaba para celebrar el día. Mari pensó que la ropa de trabajo resaltaba mucho mejor su complexión fuerte. Maks le sacaba una cabeza a Gorun y tenía el mismo pelo liso y rubio.
—Hacen buena pareja —le susurró Mari a Nilla cuando se acercaban a ellos.
—Por fuera sí —repuso Nilla. Quiso añadir algo más, pero se calló porque Gorun ya las podía oír.
—Por fin conocéis a Maks —dijo Gorun, y sonrió a sus amigas—. Maks, estas son Mari y Nilla. —Maks gruñó algo, pero Gorun no se molestó por su laconismo y continuó con alegría—: Serán mis damas de honor.
Nilla lanzó a Mari una mirada incómoda. Mari creía saber qué le ocurría: a Nilla, que estaba decidida a casarse solo por amor, le parecía una hipocresía ser dama de honor en una boda que había sido organizada por motivos racionales.
Gorun arrugó un poco la frente.
—¿Seréis mis damas de honor, verdad? ¡Cuento con vosotras! —dijo.
—Por supuesto —se apresuró a confirmar Mari—. Nos sentimos muy halagadas, ¿verdad, Nilla? —continuó, y le dio un golpecito a Nilla en el costado sin que se notara.
Nilla se encogió de hombros y murmuró:
—Eso quería decir yo.
Gorun sonrió, más calmada.
—Será mejor que vengáis pronto a mi casa para poder comentarlo todo.
Mientras para Gorun durante los siguientes días todo giraba en torno a los preparativos de su boda, en la granja el verano que iba avanzando despacio determinaba las tareas a realizar. Una vez realizada la siega del heno, Enar y Ole fueron a buscar madera y cortaron varios árboles. Lisbet, la abuela Agna y Mari estaban muy ocupadas con el huerto. Las primeras verduras, como las zanahorias, los guisantes y las acelgas ya se podían recoger, las fresas ya estaban maduras y con ellas se hacían enormes tarros de mermelada.
Habían pasado casi cuatro semanas desde la primera cita de Mari y Joachim. Aquella noche se vieron por quinta vez. Volvieron a encontrarse bajo el sauce llorón del río, que era su lugar favorito cuando hacía buen tiempo. Los días de lluvia buscaban cobijo en el refugio de las colmenas. Mari jamás habría pensado que les costara tanto encontrarse sin que les vieran. A eso se añadía que últimamente Joachim viajaba mucho. Tenía que acompañar al capitán de caballería para el que ya había ejercido de intérprete en la granja de los Karlssen a otras caballerizas de la zona, y a menudo pasaba varios días fuera.
—Pareces agotado —dijo Mari cuando se deshizo del abrazo con el que le había saludado Joachim y lo observó con ternura.
—No te preocupes, no pasa nada —contestó él, pero una leve sombra le oscureció el semblante.
Mari frunció el entrecejo.
—Eso dice siempre mi hermano Ole, y apostaría a que algo no va nada bien. Bueno, ¿qué pasa?
Joachim agarró la mano de Mari y la llevó hacia la manta que había tendido bajo el sauce.
—No quiero aburrirte con tediosas historias de soldado. Nuestros breves encuentros son demasiado valiosos para eso.
Mari acercó su mano a los labios y la besó.
—Pero quiero saber qué te inquieta, si no, no paro de pensar y preocuparme.
—No, eso no debes hacerlo de ningún modo —dijo Joachim, y continuó tras una breve pausa—: Ya conociste al capitán Knopke. Monta en cólera fácilmente. Me gustaría que me tragara la tierra cada vez que grita o veja a los granjeros. Últimamente ve traición y resistencia por todas partes. No sé qué pasará si realmente descubre a un saboteador o algo ilegal.
Mari pensó enseguida en Ole, en el día que provocó a ese Knopke llevando un clip. Se le encogió el estómago. Esperaba que mantuviera su promesa y en el futuro dejara de hacer esas tonterías.
—¿Ves? Ya te he puesto de mal humor. —Joachim miró a Mari con un cariñoso reproche.
Mari se esforzó por esbozar una sonrisa natural.
—No, no, me alegro de que me lo hayas contado.
Joachim respondió a su sonrisa.
—Pero ahora basta de hablar de los Knopkes de este mundo. Tengo un hambre canina —dijo, y señaló la caña de pescar que estaba apoyada en el tronco del árbol—. ¿Qué te parece?
Pasada media hora una espléndida trucha asalmonada chisporroteaba sobre una pequeña hoguera que Mari había encendido mientras Joachim probaba su suerte con la pesca. En el Eidselva había muchos peces, así que no tuvo que esperar mucho hasta que picó uno. Joachim sacó dos platos de hojalata de la mochila, cortó la trucha con la navaja y le dio a Mari su ración. Olía maravillosamente. Saborearon la carne suave con gran apetito, que Joachim había condimentado con sal y algunas hierbas que había recogido.
Después de la cena Joachim se tumbó en la manta. Mari, que estaba con la espalda apoyada en el tronco del sauce, colocó la cabeza en su regazo.
—Me gustaría escaparme contigo y pasar el verano en algún lugar de la montaña —dijo Joachim. Mari le acarició el pelo. Era una idea tentadora—. ¿Tú qué crees, sobreviviríamos en el bosque? —preguntó.
Mari asintió.
—Seguro. Si nos quedáramos cerca de un río, siempre tendríamos pescado suficiente. Y los bosques están repletos de raíces.
Joachim levantó las cejas.
—¿Quieres comer narices?
Mari sonrió.
—Raíces, no «narices».
—Ah, pensaba que estaba con una amazona salvaje que va recorriendo los bosques ligera de ropa, con un arco y una flecha, cazando osos —dijo Joachim con fingida desilusión.
Mari le dio un cachete suave.
—Sí, claro, ya te gustaría.
Joachim asintió, la atrajo hacia sí y la besó con pasión.
Mari correspondió al beso y luego miró fijamente a los ojos de Joachim. El mundo entero consistía solo en el olor de Joachim, el calor de su cuerpo y esos ojos castaños con un brillo dorado.
—Me encantaría amarte con todo mi cuerpo —susurró ella, y notó que se sonrojaba.
Joachim le acarició la cara con ambas manos y la miró con ternura.
—Cariño mío, tenemos tiempo y…
Mari le hizo callar con un beso.
—Eres mi vida —le dijo simplemente.
Joachim sonrió.
—Y tú la mía —susurró él con la voz ronca, y la agarró del brazo. Mientras le cubría el cuello de besos, le acarició los pechos con suavidad. Mari se estremeció, cerró los ojos y se puso a explorar con las manos el cuerpo de Joachim.