Nordfjordeid, principios de mayo de 2010
Lisa estaba sentada en el diminuto porche de su cabaña. Tenía el portátil sobre las rodillas y estaba abriendo un correo electrónico de Marco que le había enviado por la mañana. Adjuntas encontró varias fotografías de casas unifamiliares. Marco había encargado a un agente que le presentara propuestas adecuadas y ahora le hacía llegar a Lisa una primera selección. ¡Realmente hablaba en serio de los planes de formar una familia!
Lisa se dejó caer contra el respaldo del banco de madera y cerró los ojos. Ya estaba otra vez ahí esa vocecita con sus dudas que no conseguía acallar. ¿De verdad estaba preparada para renunciar a su vida de nómada sin ataduras y sentar la cabeza? ¿Lo haría algún día? Igual que era como tener niños, que la mayoría de las veces no existía el momento adecuado. Tampoco sabía cómo era la vida cuando uno se había atrevido a tirarse a la piscina.
Lisa volvió a abrir los ojos y disfrutó de las vistas del fiordo. En la orilla de enfrente se elevaban montañas boscosas con las cimas nevadas. Se levantó y se estiró. Por encima de los arbustos, a la derecha, veía una parte de Nordfjordeid. A la izquierda se abrían las extensas dehesas caballares de la caballeriza.
El ruido de un enérgico bostezo hizo que desviara la mirada hacia el gran perro negro, que estaba tumbado en el prado debajo de su cabaña. Lisa había investigado en internet y había descubierto que se trataba de un buhund, un mastín típico noruego con la cola enrollada y los bigotes puntiagudos que ya existía con los vikingos. La piel negra era poco habitual, la mayoría de los buhund eran de color marrón claro o de color trigo.
Como el día anterior, «el Negro», como lo había bautizado Lisa porque no sabía cómo se llamaba, se interpuso en su camino cuando volvía de su paseo por la ciudad y no la quería dejar pasar. Sin embargo, esta vez Lisa estaba preparada. El perro aceptó como soborno la salchicha que había comprado con esa intención y acompañó a Lisa a su cabaña moviendo la cola.
Lisa aún no había visto a su antipático dueño, igual que a los demás habitantes de la granja de los Karlssen. Por un instante tuvo la sensación angustiante de haber viajado en el tiempo y haber aterrizado en un mundo sin personas que solo compartía con el perro y algunos caballos. «No seas tonta», se reprendió, y se concentró de nuevo en el portátil para por fin contestar al correo electrónico de Marco.
Tras varios intentos se rindió, enervada, y cogió el teléfono móvil. Tenía que oír su voz, por lo menos eso. Decepcionada, escuchó el mensaje grabado de su buzón de voz. Probablemente estaba hablando. Lisa se aclaró la garganta e intentó que su voz sonara lo más animada posible al dejar su mensaje después de la señal:
—Hola, soy yo. Lástima que no te haya encontrado, tenía muchas ganas de hablar contigo… de las casas, la que más me gusta es la de los postigos de madera y el pequeño balcón… bueno, volveré a intentarlo esta tarde. Te echo de menos. Hasta luego, te quiero.
Lisa colgó el teléfono. Pero ¿qué le pasaba? ¿Por qué de pronto le parecía tan insoportable estar unos días separada de Marco? ¿Tenía algo que ver su propuesta de matrimonio? ¿O simplemente era que no estaba acostumbrada a recluirse en un lugar tan aislado? Sí, seguro que era eso. En realidad siempre estaba rodeada de gente. Y aunque la mayoría de las veces fueran figuras anónimas, seguían transmiténdole cierta seguridad. Incluso en los barrios llamados peligrosos de algunas metrópolis en las que sobre todo una mujer blanca tiene que andarse con mucho cuidado, Lisa nunca se había sentido tan perdida ni abandonada a su suerte como allí. A diferencia de a su llegada a Noruega, ahora aquel paisaje sobrecogedor le parecía extraño, y eso la inquietaba.
Decidió combatir aquella sensación con un medio eficaz. Se puso en pie con gran ímpetu y entró en la cabaña para guardar el portátil y recoger su pequeña cámara reflex. Con ella solía hacer las primeras fotografías provisionales para sus encargos. Así se familiarizaba enseguida con la atmósfera y el entorno específicos del proyecto en cuestión.
Lisa bajó hacia el estrecho sendero y lo siguió en dirección al oeste. A derecha e izquierda se veían los pastos de la granja de los Karlssen. En la mayoría pastaban los robustos caballos bayos típicos de los fiordos, con la crin en forma de escobilla y la franja oscura en el lomo. ¿O eran ponis?
Lisa tuvo que admitir que no tenía ni idea. Hasta entonces los caballos y otros animales no habían tenido ninguna importancia en su vida, solo había deseado siempre con fervor, y en vano, tener un perro de mascota. Nunca lo había tenido por los continuos cambios de residencia durante su infancia y su situación profesional del momento. Hasta entonces. Marco había insinuado que se imaginaba con un perro familiar…
La imagen de dos potros alborotando juntos en un prado sacó a Lisa de sus pensamientos. Sacó la cámara enseguida de la funda y se puso a fotografiarlos. No era tan fácil, pues los pequeños no estaban ni un segundo quietos. Lisa estaba tan absorta en aquella actividad que se llevó un susto al oír un fuerte resuello a su lado. La madre de los dos potros se había acercado a la valla por curiosidad y observaba a Lisa con atención. No llevaba la crin cortada, y tenía en la frente un aparatoso remolino.
—No tengas miedo —murmuró Lisa para calmarlo—, no le voy a hacer nada a tus crías.
A pesar de que el caballo tenía una expresión pacífica, a Lisa le daba mucho respeto y jamás se habría atrevido a tocarlo. En cambio le hizo un par de retratos antes de que la yegua se alejara y se acercara al trote a sus potros.
Al cabo de dos horas, cuando Lisa regresó a la granja de los Karlssen, no había rastro de la tranquilidad ni de la ausencia de personas. Ya de lejos se oían fuertes relinchos mezclados con ladridos. Dejó su cabaña a la derecha y se dirigió al espacio que había entre las caballerizas y la casa. Había un todoterreno con un remolque de caballos enganchado. Un hombre de unos sesenta años en tejanos y con una chaqueta de trabajo desgastada se esforzaba por meter en el remolque a un caballo visiblemente nervioso por el cabestro. El perro negro no paraba de dar saltos alrededor de él, ladrando, con la intención de ayudarle y empujar al caballo que se resistía, lo que no hacía más que inquietarlo aún más.
—¡Torolf! —Aquel grito contundente hizo que el perro se callara y saliera de allí disparado. Lisa lo siguió con la mirada y vio a su dueño, el jefe de cuadra Amund. Salió de un cobertizo y se apresuró a ayudar al otro hombre.
Lisa estaba convencida de haber visto a aquel hombre varias veces en las fotos familiares del salón de los Karlssen, al lado de Inger. Debía de ser Faste, el hermano de Tekla, actual propietario de las caballerizas. Con su baja estatura, la abundancia de arrugas, los ojos azules claros y el pelo fino y rubio se parecía mucho a su hermana.
Faste se apartó a un lado, y Amund le habló en voz baja al caballo. Lisa observó fascinada cómo el animal se calmaba casi de inmediato. Dejó de temblar, se sacudió una vez con fuerza y luego entró sin vacilar en el remolque que Faste cerró tras él. Le hizo una señal con la cabeza a Amund, subió al todoterreno y se fue.
Torolf, el perro negro, corrió hacia Lisa agitando la cola. Ella le acarició con cuidado detrás de las orejas y miró sonriente a Amund. Él le lanzó una mirada indiferente sin dar señales de conocerla, llamó a su perro con un silbido y desapareció en una cuadra. Toda la admiración que había suscitado en Lisa por su trato con el caballo se desvaneció en un momento en el aire.
—¡Idiota! —le soltó. ¿Qué se creía ese tipo?
De pronto se dio la vuelta y estuvo a punto de chocar contra un joven, que retrocedió un paso con una sonrisa para dejarla pasar.
—Vaya, disculpe —tartamudeó Lisa, que se sentía avergonzada por si alguien había oído su exabrupto.
El chico le tendió la mano.
—Soy Mikael.
Lisa le estrechó la mano.
—Me llamo Lisa.
—Ya lo sé, mi tía me ha contado que tenemos una invitada. Espero que estés a gusto aquí. —Mikael debía de ser unos años más joven que Lisa, y físicamente se parecía sin lugar a dudas a su madre Inger. Tenía su figura atlética y esbelta y el pelo castaño espeso. Sus ojos reflexivos conferían una expresión melancólica al rostro despejado.
Antes de que Lisa pudiera contestar a su amable saludo, alguien llamó a Mikael por su nombre. Sin que se dieran cuenta, se había acercado a ellos el viejo Finn Karlssen, que se había parado a unos metros de ellos y se apoyaba con dificultades en el bastón.
Mikael levantó la mano a modo de disculpa.
—Disculpe, mi abuelo me necesita. —Le hizo un gesto a Lisa con la cabeza y se acercó al anciano.
A Lisa la estremeció de nuevo la mirada de profundo rechazo que le dedicó el anciano. Se dio la vuelta enseguida y regresó a su cabaña.
—¿Quieres que te lleve? —Un coche había parado en Osvegen al lado de Lisa.
Salió de sus pensamientos de un respingo. La idea de pasar la tarde sola en su cabaña la angustiaba, por eso se dirigía a la ciudad. Necesitaba estar rodeada de gente, ver lo que Nordfjordeid tenía que ofrecer un viernes por la tarde.
Lisa se volvió hacia el coche. Tras las ventanillas bajadas reconoció a Mikael Karlssen, que estaba inclinado hacia ella y le sonreía con amabilidad.
—No quiero molestar, pero ¿te gustaría tomar una pizza? He quedado con unos amigos para comer.
Lisa se sorprendió. ¿No se suponía que los noruegos eran gente cerrada y de difícil acceso para los desconocidos? Ese arrogante de Amund era el mejor ejemplo. Torció el gesto sin querer, y Mikael obviamente lo interpretó como una negativa. Se encogió de hombros y dijo con toda naturalidad:
—Bueno, quizás otro día.
Lisa se acercó enseguida a la ventanilla del coche y sonrió a Mikael.
—No, me encantaría venir. Iba a buscar un restaurante. Es una propuesta genial.
Y una buena ocasión para conocer mejor a su primo, si es que Mikael era de verdad su primo hermano. En teoría eran primos de segundo grado, ¿o a eso se llamaba tío de segundo grado? Daba igual, nunca había entendido esos parentescos tan complejos. Además, con su escasa familia de Heidelberg tampoco era necesario. Su padre Rainer también tenía pocos parientes.
Lisa no se arrepintió de su decisión. Los amigos de Mikael, dos chicas y un chico, ya estaban sentados en una mesa de la pizzería. Saludaron a la invitada alemana con un alegre «¡hola!» e incluyeron a Lisa en la conversación con toda naturalidad, además de hablar en inglés por consideración hacia ella. Lisa enseguida se sintió a gusto, se alegraba de evitar por un rato la insólita soledad en que pasaba el tiempo desde su llegada a la granja de los Karlssen. A pesar de que solo fueran charlas sin importancia, le pareció de lo más reparador poder hablar con aquella gente simpática sin más compromisos.
¿De verdad solo llevaba un día allí? Apenas podía creerlo, le parecía mucho más tiempo. Debían de ser en parte las nuevas impresiones que se estaban apoderando de ella desde que llegó. Sabía llevarlas bien gracias a sus múltiples viajes, pero aquí eran sentimientos contradictorios, difíciles de ordenar los que la inquietaban.
Resultó que las dos chicas, a las que Lisa atribuyó unos treinta años, eran hermanas. Liv era artista en «Circus Agora», que tenía su sede en Nordfjordeid y ofrecía la única escuela de circo de Noruega. A su hermana Line, en cambio, no le seducía nada la idea de pasarse la mayor parte del año deambulando, según reconoció con una risa sincera. Tenía una pequeña alfarería fuera de la ciudad con la que, entre otras cosas, proveía a las tiendas de recuerdos de la zona. También Egil, que había estudiado en el colegio con Mikael, trabajaba en el ámbito creativo. Tras estudiar diseño de moda volvió a su ciudad natal, donde elaboraba las colecciones de una tienda de ropa de caballero con solera.
Cuando Mikael ya le hubo presentado a sus amigos, desvió la conversación hacia el tema que más le gustaba. Había visitado hacía poco la exposición de la Kulturhuset y suscitó un debate sobre la pintora en concreto y la situación del arte contemporáneo noruego en general. Lisa lamentaba no haber visto los cuadros, pero enseguida intervino en la animada conversación, pues consideraban que su opinión como fotógrafa era enriquecedora.
Resultó que Mikael pintaba en su tiempo libre. No ocultaba que el trabajo en las caballerizas le dejaba menos tiempo del que le gustaría. El papel de heredero de la granja, del que se burlaban sus amigos, no parecía hecho para él. En realidad Lisa lo veía mucho mejor en la llamada escena artística de Berlín o de otra gran ciudad.
—¿Y, qué te parece nuestro pequeño paraíso? —preguntó Mikael, guiñándole el ojo con una sonrisa.
—Ah, es muy bonito —contestó, indecisa.
Mikael levantó las cejas.
—¿Pero?
Lisa se encogió de hombros.
—A decir verdad, en vuestra granja solo me siento bienvenida en parte… —Mikael arrugó la frente—. Sé que suena extraño, pero creo que tu abuelo tiene algo contra mí —confesó. No le comentó que tenía la misma sensación con Amund.
Para su sorpresa, Mikael no intentó desmentir tal afirmación.
—Lo siento, pero en general no soporta a los alemanes. Seguro que no tiene nada que ver contigo personalmente. Es que tenía un hermano mayor que murió muy joven. —Mikael se quedó callado.
—¿Cayó en la guerra? —preguntó Lisa con cautela.
Mikael encogió los hombros.
—Supongo, pero no lo sé exactamente. En la familia nunca se habla de eso. —Mikael sonrió para disculparse—. De todos modos por lo visto mi abuelo lo pasó muy mal, no solo por perder a su hermano, sino porque tuvo que hacerse cargo de la granja en su lugar. Él hubiera preferido quedarse en Oslo a estudiar literatura y luego pasar a las ciencias.
Lisa asintió, reflexiva. ¿Debía preguntarle a Mikael por Mari? ¿Por qué no mencionaba a su tía abuela? ¿Porque también había muerto? ¿Porque no la había conocido? ¿O es que ni siquiera sabía que hubiera existido? A Lisa se le cortó la respiración solo de pensarlo.
—A mí me espera el mismo destino que a mi abuelo —dijo Mikael, con una media sonrisa—. Yo también soy el único heredero de la granja que queda.
—¿Nos vamos? —La pregunta de Egil interrumpió a Mikael, que miró a su amigo confuso—. ¿Ya se te ha olvidado? Queríamos ir al pub.
Mikael sonrió.
—Cuando uno está en una compañía tan encantadora el tiempo pasa volando —dijo, señalando con la cabeza a Lisa.
Liv y Line intercambiaron miradas divertidas.
Line se volvió hacia Lisa.
—Esta noche toca un grupo de Bergen. Esos chicos son buenos, hacen una mezcla de canciones rock y baladas tristes. No sé si te gustará.
Lisa sonrió.
—Suena bien —dijo—. Vendré encantada.
El pub se encontraba en Eidsgata y ya quedaba poco para las diez de la noche. Las paredes de ladrillo visto y las superficies de madera pulida de las mesas y la barra larga que brillaban bajo la luz tenue conformaban un ambiente cálido. Mikael y Egil fueron a buscar unas cervezas a la barra, y Liv, Line y Lisa se colocaron cerca del grupo, que tras la primera canción marchosa adoptó un tono más tranquilo. El cantante tenía buena voz.
A pesar de que Lisa no entendía ni una palabra de las letras en noruego, aquella balada lenta le llegó al alma. Al cabo de un rato dejó vagar la mirada entre la clientela. La mayoría tenía entre veinte y treinta años, pero había parte del público mayor. Sintió un escalofrío. ¿Uno de ellos le sonaba? Sí, no había duda, el de la esquina era Amund. ¿Qué demonios hacía allí? Lisa apartó la mirada enseguida con la esperanza de que él no la hubiera visto.
—Ah, nuestro hombre que susurra a los caballos también está —dijo Mikael, que había seguido la mirada de Lisa. Acababa de llegar de la barra y le ofreció una cerveza—. ¿Le has reconocido? —preguntó.
Lisa sacudió la cabeza.
—En realidad no —dijo con indiferencia.
Mikael sonrió.
—Me imagino cómo fue el encuentro. Amund no tiene mucho don de gentes, está claro que prefiere los caballos. —Brindó con Lisa. Ella se reprimió de preguntar por qué Amund era tan retraído y brindó con Mikael y sus amigos.
—¿Tú también vienes? —preguntó Liv cuando poco después de medianoche estaban con Lisa y los demás delante del pub. Mikael había propuesto ir a una discoteca.
Lisa sonrió a Liv y sacudió la cabeza.
—Mejor que no, estoy bastante hecha polvo.
—¿Quieres que te llame a un taxi? —preguntó Mikael.
—Eres muy amable, pero volveré a pie. Así dormiré mejor —dijo Lisa, y se despidió de los demás. Antes de emprender el camino de regreso a la granja de los Karlssen, caminó hasta el paseo marítimo, se sentó en un banco, sacó el teléfono móvil del bolso y marcó el número de Marco. Había visto en la pantalla que había llamado una hora antes, pero no lo había oído por el volumen de la música en el pub.
—¡Lisa, por fin! —dijo Marco—. Ya me estaba preocupando porque no te ponías al teléfono.
—Lo siento —contestó Lisa—, no lo he oído. ¿Cómo estás? ¿Qué tal te ha ido el día? —preguntó.
—Estresante, pero bien —respondió Marco, y continuó—: Oye, he hablado con el agente. La casa que tanto te gustaba está disponible, pero hay muchos interesados. Si la queremos, tenemos que decidirnos rápido. ¿Cómo van tus pesquisas?
Lisa le contó brevemente su exitosa búsqueda en los libros eclesiásticos y el muro de silencio que había erigido la familia Karlssen alrededor de su abuela Mari.
—¿Por qué no preguntas directamente por ella? —propuso Marco—. Así sabrás a qué atenerte y podrás volver enseguida.
Lisa se puso tensa.
—Estaré de regreso en Hamburgo en tres días —dijo.
—Ya lo sé —dijo Marco—. Pero ya te he dicho que tenemos que decidirnos rápido si queremos la casa. Por eso he concertado una visita para pasado mañana a primera hora.
Lisa sintió que se le contraía el diafragma. Las prisas de Marco le causaban malestar. ¿Por qué demonios tenía tanta prisa? ¿Y por qué concertaba citas y tomaba decisiones cuando se le pasaba por la cabeza?
—Ya me he informado. Podrías volar mañana a las diez de Sandane a Oslo y allí tendrías una conexión directa a Hamburgo —dijo.
Lisa no dijo nada. Todo iba demasiado deprisa para ella.
—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó él, sin apenas disimular la impaciencia—. Creo que ya has descubierto muchas cosas. A fin de cuentas ahora conoces la ciudad natal de tu abuela e incluso has estado en la casa de sus padres. Poca gente puede decir lo mismo.
—Probablemente tengas razón, pero… —empezó Lisa, pero Marco la interrumpió.
—Pero puedes volver más adelante a esa granja si es tan importante para ti. Yo te acompañaré encantado. Tal vez ese viejo cabezota se vuelve más comunicativo si hablo yo con él.
Lisa sacudía la cabeza, incrédula.
—¿Qué quieres decir, si habláis de hombre a hombre? —preguntó, entre divertida y enfadada.
—Por qué no —soltó Marco con despreocupación—. Supongo que le será más fácil desembuchar con una persona ajena.
Su visión pragmática era aplastante. A veces Lisa envidiaba a Marco por ello. Para él todo era muy fácil. En su universo había solución para todos los problemas, y los que no eran tan fáciles de eliminar los obviaba si era posible.
—Haz un esfuerzo, Lisa —presionó Marco—. Es una oportunidad única que no deberíamos dejar escapar. La casa es genial, tú misma lo has visto enseguida. ¡Y en vivo es aún mejor!
—Muy bien —dijo Lisa—. Nos vemos mañana.
Cruzó el puente sobre el río Eidselva y giró por la estrecha carretera litoral que llevaba a la caballeriza de los Karlssen. La conversación telefónica con Marco la había turbado. Si por él fuera, en unos días se comprarían una casa, y aquella idea despertaba en ella sentimientos encontrados. Era cierto que la casa parecía muy tentadora y que según Marco tenía un jardín bonito, pero ¿tenía que ir todo tan rápido? «¿De qué tienes miedo?», eso sería lo que le preguntaría Susanne ahora. Tonterías, no tenía miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? ¡Era ridículo!
Sin embargo, había otra cosa que la corroía mucho más por dentro. ¿Y si Marco tenía razón y se estaba complicando la búsqueda innecesariamente? ¿Por qué no hacía de tripas corazón y preguntaba directamente a los Karlssen por su abuela Mari? Solo de pensarlo se le encogía el estómago. En apariencia el viejo Finn era el único que podía contarle algo sobre su abuela, pero no podía obligarle. Y aunque pudiera hacerlo: ¿qué derecho tenía ella a reabrir viejas heridas? ¿A provocar infelicidad en su familia? ¿No era mejor dejar las cosas como estaban y no correr el peligro de sufrir el mismo destino que su madre, el de ser rechazada? Y además no por carta, sino directamente, en persona. Lisa se percataba de que no le resultaría fácil asimilar semejante rechazo, por decirlo de alguna manera. Si era sincera consigo misma, sencillamente le daba miedo. Sin duda era mucho más sensato hacer caso a Marco. ¿Qué la llevaba a hurgar en el pasado de unos desconocidos en vez de seguir adelante con su propio presente? Ya no se le había perdido nada más allí.
Lisa se sintió aliviada. La idea de volver a Alemania al día siguiente ya no la incomodaba, ahora le parecía la única opción correcta. Aceleró el paso con energía y se detuvo del susto al ver aparecer ante ella una sombra oscura: había ahuyentado a una lechuza que se fue volando con fuertes graznidos. Lisa tropezó con el borde de la carretera, metió el pie derecho en un agujero que no había visto en la oscuridad y perdió el equilibrio. Cuando se reincorporó y quiso seguir caminando, enseguida volvió a caer de rodillas. Sentía un dolor punzante en el pie derecho que la obligó a parar de inmediato.
—Estupendo —se maldijo en voz alta—. ¡Te ha vuelto a salir genial!
¿Cómo iba a llegar ahora a su cabaña? No llevaba encima el número de teléfono de la central de taxis. Tampoco le habría servido: la batería le había llegado justo para la conversación con Marco y ahora estaba vacía. Y, por supuesto, no se veía un teléfono en kilómetros a la redonda.
En realidad ya no quedaba mucho hasta la caballeriza, pero con el tobillo torcido un kilómetro era una distancia insuperable. Puso con cuidado el pie herido en el suelo. El dolor insoportable le hizo ver enseguida que no era una buena idea.
—¡Mierda! —soltó en voz alta.
—¿Problemer? —preguntó una voz grave a su lado.
Lisa dio un respingo y se dio la vuelta. Estos noruegos tenían una manera inquietante de acercarse sigilosamente, esta vez en bicicleta. Lisa sintió que se apoderaba de ella cierto pánico. Estaba vendida a aquel desconocido, completamente desprotegida. No, si quería hacerle algo, ella se resistiría. Relajó los hombros, metió enseguida una mano en el bolsillo de la chaqueta donde llevaba la llave a su cabaña, se la puso entre el dedo índice y el anular y volvió a sacar la mano en un puño. Cuando alzó la vista hacia el hombre, se quedó atónita: era Amund. Lanzó una mirada a su puño con un gesto burlón. Luego señaló el transportín de la bicicleta.
—¿Skal jeg tar deg med? —dijo, lo que significaba que se ofrecía a llevarla. ¿No podía hablar inglés con ella? Lisa reprimió el impulso de rechazarlo con arrogancia. Por muy desagradable que le resultara, tenía que aceptar la ayuda de Amund. Apretó los dientes para no gemir de dolor y montó en su bicicleta.
Envueltos en la oscuridad y la tranquilidad de la noche, avanzaron en silencio. Al principio Lisa se esforzó por mantener la máxima distancia posible con Amund, pero no tenía sentido si no quería resbalar del transportín. Cerró los ojos y se agarró a las caderas del noruego. Amund se puso rígido, pero siguió pedaleando igual. Lisa se sorprendió empapándose del olor de aquel hombre. La recorrió un cálido cosquilleo. Abrió los ojos confusa y volvió la cabeza a un lado. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se sentía tan… bueno, cómo se sentía en realidad? Se sentía a gusto, pensó. Pero no podía ser. ¡No debía ser así! ¡Sin duda era el momento justo para abandonar ese lugar!