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Nordfjordeid, principios de mayo de 2010

Cuando Lisa abrió los postigos de su dormitorio por la mañana tras su primera noche en la granja de los Karlssen, el sol ya estaba alto en el cielo. Había dormido mucho más de lo que tenía previsto. Normalmente no tenía problemas para conciliar el sueño, por mucho ruido o inquietud que hubiera alrededor. Sin embargo, allí todavía no había logrado dormir mucho. Pasado un tiempo comprendió que era precisamente aquel silencio tan poco habitual lo que la mantenía en vela. Era absurdo. La mayoría de la gente deseaba tranquilidad para dormir bien, y hasta ese día creía que ella también.

No obstante, aquel silencio era distinto de todos los que había conocido hasta entonces. No era que no se oyera absolutamente nada: de vez en cuando resollaba un caballo de los fiordos que se encontraba en los cercados. Más adentrada la noche el viento refrescaba y hacía que las olas de los fiordos rompieran con más fuerza en la orilla y las hojas de los arbustos. Aun así, todos esos ruidos parecían penetrar en el silencio de forma muy superficial. Faltaba el tapiz sonoro que la mayoría de las veces uno ni siquiera percibe, ese murmullo constante de coches en la calle, aparatos de ventilación, trenes, aviones y otras fuentes de ruido que tampoco respetaban algunas zonas tranquilas de viviendas en las ciudades y a menudo también en el campo. Y como en sus muchos viajes de fotografías Lisa paraba en grandes ciudades, un cierto ruido de fondo formaba parte de su vida.

Se duchó rápido, se vistió con unos tejanos y un jersey de cuello alto rojo, se puso la chaqueta y caminó por el estrecho camino trillado que llevaba de su cabaña a la casa principal. Tekla Karlssen le había dicho la noche anterior que los invitados podían desayunar en la casa grande si querían. Lisa aceptó encantada la oferta, pues le brindaba la oportunidad de intimar con la familia Karlssen. Además, quería averiguar si la contundente reacción que su presencia había provocado en el anciano tenía algo que ver con el hecho de que le recordara a la mujer del medallón. Lisa estaba convencida de ello, a juzgar por la profunda intuición que tenía al respecto.

La puerta de la casa estaba abierta. Desde dentro Lisa oyó un tintineo de vajilla y dos voces femeninas. Subió los peldaños que llevaban a la puerta y miró por detrás el oscuro pasillo. Tras saludar a gritos apareció una mujer de aspecto atlético con el pelo castaño y largo recogido en un moño. Lisa pensó que debía de estar en mitad de la cincuentena, de modo que tendría más o menos la edad de Tekla Karlssen, que también apareció en el pasillo y saludó con amabilidad a Lisa. Le presentó a la otra mujer, su cuñada Inger, la esposa de su hermano Faste, y llevó a Lisa al antiguo salón. Tekla la invitó con un gesto a sentarse en la mesa, que estaba preparada para una persona.

—¿Quiere que le haga unos huevos revueltos con beicon? ¿O prefiere un par de huevos fritos? —preguntó.

Lisa sacudió la cabeza.

Le sabía mal que Tekla tuviera que volver a hacer el desayuno por ella solo por haberse levantado tan tarde.

—No, gracias, es muy amable, pero no se moleste. —Señaló la mesa donde había un termo con café, panecillos, mermelada y queso—. Con eso me basta.

Tekla sonrió, sacó una hoja del bolsillo del delantal y se la dio a Lisa.

—Le he apuntado algunas direcciones de granjas antiguas y bonitas de la zona. Algunas están un poco aisladas, será mejor que alquile un coche. En el centro hay una empresa de alquiler.

Lisa le dio las gracias por un gesto tan entrañable.

Tekla le quitó importancia.

—No hay de qué, su proyecto me parece muy interesante. Me gusta ayudarle.

Lisa sonrió y preguntó:

—¿Siempre ha vivido aquí?

Tekla asintió y se sentó en la mesa al lado de Lisa.

—Sí, incluso nací en la granja. No me imagino viviendo en otro sitio. Supongo que para los jóvenes como usted es raro —afirmó con una sonrisa.

Lisa sacudió la cabeza.

—Hasta hace poco tal vez pensaba así, pero este es un lugar muy especial —dijo, y a ella misma le sorprendió aquel elogio tan tonto.

Sin embargo, a Tekla no parecía molestarle, al contrario, se tomó el comentario como un cumplido. Esbozó una enorme sonrisa.

—Sí, ¿verdad? —dijo, y añadió guiñándole el ojo—: Por muy absurdo que suene, me alegro de no haberme casado nunca. Entonces seguro que tendría que haberme ido de la granja.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Lisa con la esperanza de no sonar demasiado curiosa.

No tenía de qué preocuparse, porque era obvio que Tekla estaba encantada con el interés de su invitada.

—A mi cuñada Inger ya la conoce. Hace más de treinta años que se casó con mi hermano Faste. Entonces mi padre, que también vivía aquí, le traspasó la gestión de la granja. Y más adelante él se la pasó a su hijo Mikael. Además también vive aquí nuestro jefe de cuadras, Amund Wålstrøm. Es el del perro que ayer no la quería dejar pasar —le explicó.

—Pensaba que se necesitaban más personas para dirigir una caballeriza tan grande.

—Hoy en día ya no —dijo Tekla—. Antes sí que se necesitaban más manos cuando teníamos ganado lechero y producíamos casi todos nuestros alimentos. Pero eso solo lo viví de pequeña.

Lisa se volvió hacia las fotografías colgadas en la pared detrás de su banco. Tekla se levantó y señaló una imagen.

—Esos somos Faste y yo de niños. La mujer de al lado es nuestra madre. Por desgracia falleció muy pronto. —Antes de que Lisa pudiera decir nada, Tekla continuó—: Y este es nuestro padre de joven.

Lisa observó la imagen en blanco y negro y reconoció enseguida en aquel rostro joven al anciano de la tarde anterior.

—¿Su padre tenía hermanos? —preguntó.

Tekla se puso seria. Señaló otra fotografía en la que había dos chicos jóvenes junto a un caballo.

—Mi padre y su hermano, que murió muy joven —dijo. Sonaba afectada. Se dio la vuelta con brusquedad y se dirigió a la puerta—. Bueno, ya le dejo desayunar tranquilamente. —Le hizo un gesto amable con la cabeza a Lisa y salió del salón.

Lisa, pensativa, le dio un sorbo al café. Aunque Tekla no hubiera confirmado su suposición de que su padre no solo tenía un hermano sino que tenía o había tenido también una hermana, seguía teniendo la certeza de estar sobre una buena pista en aquella granja. Pero ¿cómo podía asegurarse de una vez por todas de que los Karlssen eran parientes suyos? Lisa dejó el pan con mermelada que estaba comiendo en el plato y se quedó mirando distraída por la ventana. ¿Dónde podía conseguir la información que necesitaba? «Bueno, ya se me ocurrirá algo», pensó, y se dispuso a terminar su desayuno.

Poco después Lisa estaba de camino a la ciudad. Se alegraba de haberse puesto el anorak forrado, pues soplaba un viento frío desde el fiordo. Antes de dirigirse hacia Nordfjordeid tenía que cruzar un puente que se tendía sobre el río Eidselva, un río de montaña que desembocaba en el fiordo. El folleto que había cogido el día anterior en la oficina de turismo indicaba que nacía en el lago Hornindal, situado a más altura, y que era muy apreciado por los pescadores por su riqueza en salmones y truchas de mar.

Al entrar al pueblo por Osvegen, Lisa miró intrigada alrededor. A la izquierda vio un pequeño puerto de barcas tras algunas naves de almacenes, una ebanistería y una tienda de accesorios para barcos. A la derecha, Lisa atisbó el polígono industrial tras las enormes zonas ajardinadas, cuyos árboles estaban casi todos pelados por el invierno. Por lo menos eso parecía por la multitud de naves sin ventanas y distintos logotipos de empresa en algunos edificios.

Lisa recorrió Eidsgata hasta el otro extremo de la población, donde se hallaba la iglesia típica alargada que, según el folleto, fue construida en 1849 de madera. Se encontraba en medio de un cementerio rodeado de un muro bajo de piedras grises. Lisa abrió una pequeña verja y entró en la zona de césped en la que se encontraban las tumbas. A diferencia de Alemania, las sepulturas no estaban delimitadas las unas de las otras, perfiladas y decoradas con plantas. Solo había conchas o cacerolas con flores delante de las lápidas, ya bastante destartaladas. Lisa fue recorriendo las tumbas despacio, intentando descifrar las inscripciones.

Muchos nombres aparecían varias veces, por lo que cabía deducir un gran arraigo de aquellas familias en Nordfjordeid. Lisa también encontró algunos Karlssen que habían encontrado ahí la calma definitiva. ¿Y si eran parientes directos de «sus» Karlssen?

Varias lápidas juntas e idénticas le llamaron especialmente la atención. Leyó los nombres y las fechas y sintió un hormigueo en el cuello. Los hermanos Faste y Tekla, junto a su padre, recordaban en una inscripción la muerte de su querida madre Reidun Karlssen en 1974 con solo cincuenta años. Tekla había mencionado que había perdido pronto a su madre, así que no había duda de que se trataba de su tumba. Al lado estaba un tal Enar Karlssen, que había vivido entre 1895 y 1965 y su mujer Lisbet, que había sido enterrada veinte años antes que él. Su hijo Finn había grabado un último recuerdo. Los tres lamentaban a su vez en la última lápida la muerte prematura de su hijo y hermano Ole, que perdió la vida en 1943 a los veintitrés años.

De nuevo ni rastro de su abuela. Era como si jamás hubiera existido. Lisa tembló de frío y sintió que se le erizaba el vello del antebrazo. ¿Quién se había encargado de que nada la recordara? ¿Y por qué? A Lisa le parecía de lo más vejatorio negar la existencia de una persona con semejante rotundidad. No iba a dejarse amedrentar en su búsqueda, al contrario, ahora estaba más decidida que antes a localizar a la desaparecida o por lo menos investigar cuál había sido su destino.

Lisa dio media vuelta y se dirigió a la iglesia. Abrió la puerta y se detuvo sorprendida. Al ver la fachada pintada de blanco y sabiendo que se trataba de un templo protestante, Lisa esperaba un interior igual de sobrio. En cambio la recibió un espacio eclesiástico pintado de colores hasta el techo. Frente a la puerta resplandecía el altar con una representación de Cristo resucitado. Delante y a un lado había un púlpito bajo decorado con una suntuosa talla de madera y una pila bautismal. Encima de la entrada Lisa vio un pequeño órgano.

Se sentó en un banco y se dejó envolver por aquel espacio. Sin querer acabó pensando en su abuela. Era bastante probable que hubiera sido bautizada en aquella iglesia, hubiera hecho la confirmación y participara con regularidad en los servicios religiosos. ¿Dónde prefería sentarse? ¿Le gustaba ir? ¿Qué papel desempañaban la religión y las creencias para ella? ¿Las consideraba un componente natural de la vida y no se planteaba nada más?

Lisa contempló pensativa el altar y advirtió una imagen en semicírculo encima del Cristo. En ella figuraba un ángel matando a un dragón. Supuso que se trataba del arcángel Miguel. Era curioso que solo conociera representaciones de santos y ángeles de las iglesias católicas.

El leve crujido de la puerta sacó a Lisa de sus pensamientos. Se dio la vuelta, vio a un anciano con un modesto traje negro y pensó que sería el párroco o algún otro empleado de la iglesia, pues llevaba un montón de cantorales. Ella se levantó enseguida, le hizo una señal con la cabeza un tanto cohibida y murmuró un «God dag».

¡Guu dag! —contestó él con una sonrisa amable, y sorprendentemente continuó en alemán fluido, aunque con fuerte acento—: ¿Es usted alemana?

Lisa asintió y esbozó una media sonrisa.

—Seguro que se nota. —Hizo un gesto hacia el espacio y añadió—: Me gusta mucho su iglesia. Tiene un aire muy alegre.

El hombre asintió y miró intrigado a Lisa, ante lo cual ella se animó a preguntarle por el significado del arcángel Miguel para su iglesia.

—Sí, Jåle Mikael es muy importante para nosotros. No solo venció al demonio, también defenderá nuestras almas el día del juicio final —le explicó con sencillez.

—Pero en la iglesia evangélica en realidad no se venera a santos o ángeles —intervino Lisa.

Los ojos del pastor adquirieron un brillo divertido.

—En términos generales es cierto, pero existen algunas excepciones. No muy lejos de aquí, en la costa, vivió la santa Sunniva, una mártir. Ella, por ejemplo, es hasta hoy día la patrona de la zona, muy querida.

Lisa sonrió al pastor.

—Muchas gracias. No quería entretenerle más.

El hombre dio un paso a un lado para dejar pasar a Lisa.

—Ha sido un placer, así he tenido ocasión de poner en práctica mi alemán.

—Lo habla muy bien —afirmó Lisa, y añadió a modo de disculpa—: Yo no puedo decir lo mismo de mi noruego.

—Bueno, aprenderá rápido —la animó el pastor—. ¿Se va a quedar mucho tiempo en Noruega?

Lisa sacudió la cabeza.

—Solo unos días. —Y de pronto se le ocurrió una brillante idea—: Me alojo en la granja de los Karlssen, ¿conoce a la familia?

—Si se refiere a los criadores de caballos, sí, la conozco muy bien. Por lo menos a algunos. Tekla canta en el coro de la iglesia, y su hermano Faste y su esposa Inger vienen a menudo al servicio religioso. A los otros no se les ve el pelo —añadió, encogiéndose de hombros.

—¿Los otros? —insistió lisa.

—Bueno, sí, Finn, el padre de Faste, y su hijo Mikael. Pero me temo que allí están en buena compañía.

Lisa se sintió atrapada con las manos en la masa. ¿Cuándo fue la última vez que fue a un servicio religioso, aparte del entierro de sus padres? Probablemente dos años antes, cuando pasó la Navidad en Heidelberg. Por lo demás solo iba a iglesias por intereses artísticos e históricos. Su educación era totalmente cristiana. De todos modos, las constantes mudanzas y cambios de residencia durante la infancia hicieron que nunca pudiera echar raíces en una comunidad eclesiástica.

Lisa se estremeció. ¿Por qué no había llegado a esa conclusión mucho antes? Estaba frente al hombre que le podía decir con toda seguridad si estaba buscando a su abuela en la familia adecuada.

—Disculpe, ¿sería posible echar un vistazo a los antiguos registros de bautizos de la iglesia? —preguntó—. Estoy preparando un reportaje sobre granjas antiguas y me gustaría reunir todo el material de fondo posible para poder transmitir una imagen completa de las personas y sus vidas en épocas anteriores —explicó.

El pastor tampoco puso en duda la historia de Lisa, sino que estuvo encantado de apoyar aquel proyecto tan interesante, de modo que media hora después estaba sentada en el despacho de la casa parroquial. En el enorme escritorio se amontonaban los gruesos tomos que el pastor había sacado de una librería. Recogían los registros de bodas, bautizos, confirmaciones y entierros de miembros de la comunidad durante los últimos doscientos años.

Al principio Lisa se maldijo. Su supuesto proyecto fotográfico la obligaba a torturarse con centenares de páginas amarillentas. No podía buscar directamente las correspondientes a la familia Karlssen durante un período en concreto, los años veinte y treinta del siglo pasado, sino que por lo menos tenía que mantener el formalismo de consultar también otras familias de granjeros establecidas desde hacía tiempo. Por suerte, Tekla le había anotado algunos nombres, de lo contrario la búsqueda habría sido aún más laboriosa.

El pastor se quedó de pie en la puerta y miró intrigado a Lisa.

—¿Puedo hacer algo más por usted?

Lisa le sonrió.

—No, muchas gracias. Ya me las apaño sola. Bueno, espere. Sería de gran ayuda si pudiera escribirme en noruego las palabras «bautizo», «boda» y «entierro». Así me será más fácil la búsqueda.

El pastor asintió y escribió los términos en una hoja. Cuando salió del despacho, Lisa abrió el primer libro de la iglesia.

Al cabo de un rato se percató, para su sorpresa, de que estaba absolutamente enfrascada en los libros. No era fácil descifrar las distintas caligrafías de los párrocos anteriores hablando de sus fieles. Sin embargo, los datos que de vez en cuando eran completados con comentarios breves, iban conformando imágenes nítidas. Constató estupefacta cuántos recién nacidos habían fallecido el día de su nacimiento o poco después, a menudo junto con sus madres, que no habían sobrevivido al postparto. La gente antes no alcanzaba una edad muy avanzada, por lo menos en comparación con la esperanza de vida actual. En la familia Karlssen algunos también habían fallecido bastante pronto.

Lisa, agotada, se recostó en la silla y se frotó los ojos. Tenía que contar con que su abuela hubiera fallecido hacía mucho tiempo. Lisa reunió fuerzas, se incorporó de nuevo y hojeó las siguientes páginas. Ahora se encontraba en el año 1922. Se quedó paralizada mirando la entrada del 12 de febrero: aquel día fueron bautizados los gemelos Finn y Mari Karlssen. Igual que Ole Karlssen, cuyo bautizo había tenido lugar dos años antes, los padres también se llamaban Enar y Lisbet.

No había duda de que por fin había encontrado a su abuela noruega, ¡finalmente podía ponerle nombre! Sin querer Lisa se llevó la mano al lugar donde colgaba el medallón debajo del jersey.

—Mari —susurró. Sacó la cadena, abrió la tapa del medallón y observó el retrato de su abuela—. ¿Por qué no puedes existir? —preguntó en voz baja—. ¿Qué hiciste?

Lisa observó el rostro joven de sonrisa tímida. Le costaba imaginar que aquella chica hubiera hecho algo malo y realmente fuera culpable. Supuestamente había bastado con enamorarse «del hombre equivocado», pues era más que probable que un soldado invasor alemán no fuera recibido con los brazos abiertos.

Cuando Lisa salió de la casa parroquial, ya era mediodía, y se notaba que el sol calentaba el aire. Se quitó la chaqueta y recorrió Eidsgata en dirección a las leves cuestas que rodeaban la pequeña ciudad. Además del día del bautizo, Lisa había encontrado en los libros de la iglesia la fecha de la confirmación de Mari. Luego ya no aparecía su nombre. Lisa terminó la búsqueda y se despidió del amable párroco. Después de tanto rato sentada, le sentó bien estirar las piernas y respirar aire fresco.

Pasó por varias casas aisladas, entre ellas un moderno complejo de edificios que para su sorpresa, además de un colegio, también albergaban una ópera recién inaugurada. Lisa jamás habría esperado una ópera en un lugar como aquel. Lisa regresó al río por la parte alta del pueblo y disfrutó de las vistas que había de la ciudad y el fiordo. Automáticamente se llevó la mano al costado derecho para sacar la cámara de la funda, pero no llevaba encima a su compañera fiel. Decidió volver lo antes posible a hacer fotos, aunque desde una de las cimas circundantes seguro que la vista era aún más impactante.

Lisa giró en Rådhusvegen para volver al centro y se sentó en una de las atractivas cafeterías de Eidsgata, donde disfrutó de un boller, una especie de panecillo con pasas. Antes de volver a la granja de los Karlssen, compró algo de comida para la cena.