7

Nordfjordeid, junio de 1940

—¿Qué dice? —preguntó Mari, al tiempo que intentaba mirar por encima del hombro de su padre para echarle un vistazo a la carta de su hermano Finn.

Desde su partida no habían tenido noticias suyas, lo que sobre todo inquietaba cada vez más a Mari y su madre. Sin embargo, por fin el cartero había llevado una carta de Oslo. Mari, que corrió hacia él esperanzada como todos los días, enseguida llevó el sobre con aquella caligrafía conocida a su padre, que estaba sentado en la mesa del salón con los libros de cría de caballos.

—Espera, ahora la leo en voz alta —dijo Enar con una sonrisa—. Pero primero ve a buscar a los demás, por favor.

Mari asintió y salió corriendo de la habitación.

Poco después estaba toda la familia reunida, y Enar leyó la carta de su hijo menor en voz alta. Finn describía de forma muy gráfica sobre sus primeras impresiones de Oslo, que le entusiasmaba pero también le intimidaba un poco.

Mari intentó imaginar los imponentes edificios gubernamentales y el castillo real en Karl-Johans-Gata, la catedral y el ayuntamiento recién construido. ¿Cómo debía de ser caminar por aquellas calles cuatro veces más anchas que la calle principal de su pequeña ciudad? Rodeado de edificios de varias plantas, todos de piedra. ¿O incluso montar en un tranvía?

—«Mientras os escribo —leyó el padre de Mari—, estoy sentado en el Grand Café, la cafetería más afamada de Oslo. Imaginaos quién estuvo aquí una vez: ¡Henrik Ibsen!».

Mari y Ole se sonrieron, Ibsen era el escritor favorito de Finn.

—«En su mesa habitual está su sombrero de copa, como si acabara de levantarse y fuera a volver enseguida» —continuó leyendo Enar, y se interrumpió para refunfuñar—: No parece que haya ido a estudiar.

Lisbet le puso una mano sobre el brazo.

—Seguro que está estudiando —dijo—. No olvides que escribió poco después de su llegada a Oslo. Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Enar se encogió de hombros y leyó la carta hasta el final.

Finn parecía sentirse muy a gusto en la casa de la asociación de estudiantes, donde tenía un cuartito y ya había hecho buenas amistades. Solo la enorme presencia de los invasores alemanes le parecía molesta. «A diferencia de Nordfjordeid, aquí hay, aparte de los soldados “normales”, muchos miembros de las SS, que andan pavonéandose por las calles y alardean por todas partes. Se hacen llamar “hombres dominadores” y rebosan arrogancia. A nosotros nos consideran algo parecido a niños obstinados a los que hay que tratar con severidad benévola. Os adjunto un ejemplar de las “Directrices para Noruega” que siguen los soldados alemanes durante su estancia aquí. Me cuesta creer que el mismo pueblo cuente con escritores y poetas tan maravillosos».

La carta terminaba con saludos cariñosos para cada uno de ellos y la petición de informes detallados de su hogar, que Finn echaba mucho de menos a pesar de las emocionantes nuevas experiencias.

Ole agarró la hoja con las «directrices». Imitó a un soldado cuadrándose y leyó en voz alta con la voz aguda:

—«El noruego rechaza la coacción y la subordinación. No tiene sentido de la disciplina militar y la autoridad, así que: ¡pocas órdenes, no gritar! Eso produce su aversión y no tiene efecto». —Ole soltó una risita y continuó—: Esto también es bueno: «El noruego es en esencia (parecido a los campesinos frisios) cerrado y retraído, lento de pensamiento, pero también desconfiado con los extraños, así que: ¡nada de prisas! ¡Hay que tomarse un tiempo!».

Enar gruñó sin querer.

Ole interrumpió su declamación y dijo a la ligera:

—Pero en realidad es muy útil saber cómo nos ven.

Mari lo miró intrigada.

—¿Útil por qué?

Ole se encogió de hombros.

—Porque sí, por nada en especial —dijo, y evitó la mirada de Mari.

Antes de que Mari pudiera insistir, su madre preguntó:

—¿Me ayudas a hacer galletas de avena? Me gustaría enviarle un paquete a Finn.

Mari asintió y siguió a Lisbet a la cocina.

—¿Le enviamos también un bote de mermelada? También le encanta —propuso Mari.

Su madre sonrió.

—Claro. Y mira si nos quedan algunas salchichas ahumadas.

Mari se puso a preparar a su hermano con mucho empeño un paquetito con sus caprichos preferidos y a última hora de la tarde se dirigió a la oficina de correos de Nordfjordeid.

—No corras pero no te entretengas —le convino Lisbet a su hija—. En una hora comemos.

Mari asintió, le dio un beso a su madre en la mejilla, agarró el paquetito para Finn y salió corriendo de la casa. Allí estuvo a punto de tropezar con Ole, que salía de limpiar el estiércol de los establos.

—¿Adónde vas con tanta prisa? —preguntó.

Mari señaló el paquete.

—A correos. Si sale hoy, tal vez Finn lo reciba esta semana.

Ole agarró a su hermana del brazo.

—Espera, voy contigo. Voy a ponerme rápido otros zapatos —dijo, mirando sus botas cubiertas de suciedad.

—Pero date prisa —le gritó Mari cuando su hermano entró en la casa.

Poco después los hermanos iban caminando a buen paso por la orilla del fiordo. Un viento fuerte llevaba nubes oscuras desde el oeste en dirección a las montañas.

—Con un poco de suerte empezará a llover cuando ya hayamos vuelto a casa —dijo Mari.

Ole se encogió de hombros.

—Porque vas a volver conmigo a casa, ¿verdad? —preguntó. Ole ni siquiera le había dicho que iba a hacer al centro.

—No, me quedaré a pasar la noche con el viejo Nylund y su mujer —contestó.

Mari torció el gesto.

—No me vuelvas a contar que tienes que ayudarle a pescar, ¡no me lo creo! Puede que los alemanes nos consideren lentos de pensamiento, pero…

Ole la interrumpió entre carcajadas.

—Está bien, está bien…

Mari le exhortó con la mirada a explicarse.

—¿No vas a decirme de una vez con quién quedas siempre con tanto secreto?

Ole sonrió con insolencia, agarró a Mari de la cintura y le dio una vuelta.

—¿Ya te has olvidado? El noruego es un amante extremo de la libertad. La acritud y el paternalismo innecesarios hieren su amor propio —citó en tono aleccionador de las directrices del ejército alemán—. Han olvidado mencionar las preguntas penetrantes de las hermanas pequeñas. Eso tampoco le gusta al noruego.

Mari suspiró.

—Me rindo.

Ole le apartó un mechón de pelo de la cara y dijo con sorna cariñosa:

—Estoy convencido de que no te rendirás, eres demasiado curiosa.

El camino hasta la oficina de correos pasaba por la antigua plaza de armas, ocupada por los soldados alemanes tras su entrada en el país. En el borde había varias barracas de madera para aproximadamente mil hombres. Mari se sorprendió buscando con la mirada a Joachim, pero estaban demasiado lejos para reconocer las caras.

Delante de correos Ole se despidió. Mari estaba a punto de entrar en el edificio cuando una voz grave hizo que se diera la vuelta. Un soldado alemán se había plantado delante de su hermano. Llevaba el uniforme ceñido a su cuerpo achaparrado, el pelo cortado al milímetro y un pequeño bigote engalanaba su labio superior. Mari no conocía los distintos uniformes y distinciones de rango de las fuerzas alemanas, pero supuso que no se trataba de un simple soldado de infantería, como Joachim y sus compañeros que habían vivido con ellos. Más bien parecía un oficial de alto rango, pues tenía las hombreras decoradas con cordeles trenzados plateados, de los que colgaban estrellas doradas. Señaló furioso el cuello de la chaqueta de Ole y gritó una orden que Mari no comprendió. Por lo visto Ole tenía que quitarse algo que había desatado la ira del alemán. ¿Qué podía ser? Mari se inclinó y le miró el cuello, pero no vio nada fuera de lo habitual. Sin embargo, llevaba un clip redondo en el que nunca había reparado. Qué curioso. ¿Para qué lo llevaba Ole? ¿Y por qué el alemán lo consideraba una provocación?

Ole adoptó una expresión desafiante, lo que enfadó más al oficial. Con un movimiento enérgico agarró el cuello de la chaqueta de Ole, le arrancó el clip, lo tiró a la calle y lo aplastó con el tacón de la bota en el polvo.

Mari contuvo la respiración, asustada, y vio que Ole estaba pálido. Sin embargo, conservaba una provocadora expresión de inocencia y miraba fijamente al alemán. Este levantó el puño a Ole en un gesto amenazador y susurró:

—¡Ya te quitaremos las tonterías de la cabeza, paleto! —Se dio la vuelta con gallardía y se fue.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Mari estupefacta.

—Un hombre dominador —dijo Ole.

—¿Y qué pasaba con el clip? ¿Por qué se ha enfadado tanto? —inquirió Mari.

—Probablemente por eso —contestó Ole, y señaló un cartel colgado en la pared de la oficina de correos. Desde que los alemanes habían invadido el lugar, casi todos los días publicaban ordenanzas, prohibiciones y llamamientos que colgaban en los edificios públicos.

—Tengo que irme —dijo Ole, y se largó enseguida, antes de que Mari pudiera retenerle.

—Espera, no puedes irte así… —gritó Mari tras él, y luego dejó caer los hombros, resignada. Era inútil. Se volvió hacia el cartel que le había indicado Ole. En él se amenazaba en alemán y noruego con elevadas multas a quien llevara un clip en la ropa porque se consideraba un acto de rebelión.

Mari arrugó la frente. Aquello no aclaraba mucho, de modo que se enfadó aún más con Ole por haberla dejado plantada sin una explicación. A veces la trataba como una niña pequeña, Mari lo odiaba. Se dio prisa para entregar el paquete para Finn y luego fue corriendo hasta la tienda de los padres de Nilla. Seguro que su amiga sabría qué pasaba con aquella extraña prohibición de los clips, ella trataba todos los días con los soldados extranjeros que iban con frecuencia a comprar. En el pueblo se notaba más la presencia de los nuevos señores y sus disposiciones que en las granjas de los alrededores.

Nilla, que estaba cerrando la tienda cuando su amiga apareció a su lado sin aliento, supo aplacar la curiosidad de Mari, como esperaba: el llevar clips, que eran un invento noruego, era una muestra de solidaridad entre ellos y sobre todo con el rey Håkon VII y su gobierno.

—No me extraña que los alemanes lo prohíban —opinó Mari.

Nilla se encogió de hombros.

—Pero eso tampoco les ayudará, más bien al contrario.

—Yo también lo creo.

Nilla agarró del brazo a Mari.

—¿Quieres comer con nosotros? Hace mucho tiempo que no hablamos con calma.

—Lo siento, tengo que irme a casa —dijo Mari, y apretó el brazo de Nilla—. Pero vendré pronto a hacerte una visita, te lo prometo.

Nilla sonrió.

—Está bien. ¿Qué tal pasado mañana? Podríamos ver una película. —Mari levantó las cejas, asombrada—. En la casa parroquial —aclaró Nilla—. Los alemanes ponen películas dos veces por semana.

Mari torció el gesto.

—Vaya. Me temo que no puede ser, mi padre jamás me lo permitiría.

Nilla asintió.

—Lo entiendo. Al principio mis padres también estaban en contra, pero con el tiempo ahora a ellos también les gusta ir. Aparte de los noticiarios, las películas casi nunca son políticas —explicó, y se apresuró a añadir—: Tú pregúntaselo.

Mari asintió, aunque no tenía muchas esperanzas de convencer a su padre.

Al día siguiente por la mañana un traqueteo de motores rompió la calma en la granja. Entre cacareos nerviosos, algunas gallinas desaparecieron cuando un vehículo todo terreno militar subió la rampa de entrada a toda velocidad, dio un frenazo en medio del espacio que quedaba entre la casa y los establos y se detuvo.

Mari, que estaba en la lechería situada en el enorme granero centrifugando mantequilla, dio un respingo y miró a su abuela, que daba vueltas a la leche agria en una gran cuba para hacer queso fresco. Agna le devolvió la mirada a Mari, dejó la cuchara de remover en el borde de la cuba y se dirigió a la puerta. Mari la siguió, miró con cuidado fuera y soltó un grito del susto.

¡El oficial alemán que el día antes se había enfadado tanto con Ole estaba bajando del vehículo militar! Mari sintió que el corazón le latía a toda prisa. ¿Venía a detener a Ole?

—Niña, ¿qué te pasa? —preguntó la abuela Agna preocupada—. Te has quedado pálida.

Mari no contestó y se quedó mirando fijamente al oficial, que buscaba algo con la mirada. El conductor del vehículo se quedó tras el volante, pero un tercer soldado salió de los asientos traseros. Mari sintió de nuevo que le daba un vuelco el corazón. Era Joachim.

Agna también lo había reconocido y sonrió encantada.

—Pero si es ese joven tan simpático que vivía con nosotros —dijo, y se acercó a los soldados.

Mari sentía el cuerpo paralizado. La cabeza, en cambio, la tenía hecha un lío mientras observaba a su abuela acercándose a los tres hombres. No entendía lo que decían. ¿Estaban preguntando por Ole? Agna escuchó con una sonrisa amable y luego señaló hacia los pastos. ¿Dónde se había metido Ole? ¿Ya había vuelto de su cita? Seguro, pues había mucho trabajo. Mari se puso a pensar. ¿No tenía que recoger del pasto a los caballos de un año que iban a ser marcados a fuego aquel día? Sintió frío y ganas de gritar, de avisar a Agna para que no entregara a su propio nieto, pero le falló la voz. Agna se volvió hacia ella y le hizo una señal.

—Mari —dijo—. ¿Puedes ir a buscar a tu padre? Tienen que comentar un asunto de negocios.

Mari asintió y se dirigió al gran corral situado detrás de los establos donde su padre estaba entrenando a un joven caballo castrado y lo preparaba para tirar de un coche. El «hombre dominador», como Mari había bautizado al oficial, no había ido a buscar a Ole. En ese momento comprendió que era muy poco probable que fuera así: ¿cómo iba a saber quién era Ole y dónde vivía? Mari sonrió aliviada. Pero ¿qué querían los alemanes de su padre? ¿Y por qué acompañaba Joachim a esos oficiales?

Joachim. Durante los últimos días había pensado mucho en él y había deseado volver a verlo. ¿Eran imaginaciones suyas o le había guiñado el ojo por un momento? Apenas se había dado cuenta de nada con el miedo por Ole.

Mari llegó a la verja del corral y le hizo una señal a su padre. Enar caminaba detrás del caballo, al que dirigía con una doble cuerda y que ahora guiaba hacia Mari. El joven caballo obedeció sin vacilar las órdenes de Enar, seguro que pronto podría colocarse delante de un coche. Enar torció el gesto cuando Mari le contó por qué había ido a buscarle.

—Como si quisiera hacer negocios con ellos —gruñó—. Pero no me queda otro remedio. Si no cogerán lo que se les antoje. —Le dio las riendas a Mari, le pidió que desenganchara el caballo y lo llevara a pastar y se fue hacia la granja.

Cuando Mari estaba dejando al caballo en uno de los cercados adyacentes a la granja vio a Ole a lo lejos, que montaba en su semental Vinner y empujaba por delante a cinco caballos jóvenes. Mari fue corriendo a la puerta de la verja, a la que llegarían enseguida.

—Ole, espera —gritó. Ole, que había bajado del caballo y quería abrir la puerta, se detuvo y la miró intrigado.

»Será mejor que no te dejes ver mucho por la granja —exclamó Mari sin aliento—. El alemán que se enfadó tanto ayer por tu clip está ahora mismo con padre.

Ole abrió los ojos de par en par y palideció.

—¿Por mí? —preguntó en voz baja.

—Eso me temía yo al principio —contestó Mari—. Pero en realidad se trata solo de un asunto de negocios.

Ole suspiró aliviado.

Mari lo miró muy seria.

—Aun así, creo que es mejor que no te vea.

—Me parece enternecedor que te preocupes por mí —dijo Ole con una sonrisa.

Mari arrugó la frente.

—Pues a mí no me parece nada enternecedor que seas tan imprudente.

Ole agarró a Mari del brazo.

—Tienes razón, lo de ayer era totalmente innecesario. Siento haberte asustado.

Mari se encogió de hombros.

—No pasa nada. Dime, ¿sabes qué quieren los alemanes de padre?

—Supongo que caballos. He oído que están requisando caballos a mansalva —informó Ole.

—¿Requisándolos? —exclamó Mari—. ¿Eso significa que hay que dárselos?

Ole asintió.

—Pero pagan por ellos. Por lo menos eso.

—A padre no le va a gustar nada dejar a sus caballos preferidos en manos de los alemanes —dijo Mari.

Cuando Mari regresó a la granja, su padre estaba sentado con el oficial y Joachim en la mesa de madera debajo del manzano. Por lo visto Joachim hacía de intérprete, pues ni su padre ni el oficial se hablaban directamente, sino que siempre se dirigían a Joachim.

Mari cogió una escoba y una pala y barrió los escalones de la entrada de la casa. Así podía escuchar la conversación sin que repararan en ella, ya que la mesa se encontraba justo delante de la pared de la casa. Ole estaba en lo cierto. El oficial llevaba una lista con las existencias de caballos de las caballerizas y las granjas de la zona. En apariencia todos los propietarios de caballos tenían que vender un determinado porcentaje de sus animales a los alemanes. Como cabía esperar, aquello no era en absoluto del agrado de su padre. Mari conocía aquella expresión reservada, con los ojos entrecerrados. Sin embargo, ocultó su disgusto y parecía resignado a aceptar lo inevitable.

El oficial se puso en pie y dijo:

—Tráiganos los caballos mañana por la tarde.

Joachim tradujo con una amable sonrisa:

—El capitán de caballería le solicita que por favor lleve los caballos mañana por la tarde, si no es molestia.

Mari sonrió satisfecha y vio que a Enar también le hacía gracia. Sabía alemán bastante bien pero era preferible ocultar esas cosas a los invasores. El capitán de caballería se dirigió al vehículo militar y Joachim le siguió. Cruzó la mirada con Mari, a la que hasta entonces no había visto, y esbozó una enorme sonrisa. Mari sintió que se acaloraba y le devolvió la sonrisa con timidez.

El mes de junio fue avanzando, las noches eran cada vez más cortas, y finalmente había llegado el solsticio. La tarde del 23 de junio se celebraba también aquel año la fiesta de Sankthans o Jonsok, como se llamaba en el oeste de Noruega. Los alemanes habían levantado de forma excepcional la prohibición de salir de noche y permitido expresamente la celebración porque se trataba de una vieja tradición germánica que también se cultivaba «en el Reich». Aquel argumento estuvo a punto de hacer que Enar se quedara en casa con su familia. Por suerte, Lisbet consiguió persuadir a su marido.

Aquel día el sol se ponía solo media hora antes de medianoche y volvería a salir a las cuatro menos cuarto. Después de comer, a primera hora de la tarde, Ole se fue al centro para apilar una gran hoguera con los demás muchachos en un prado en la orilla del fiordo que más tarde se encendería para iluminar el breve lapso de oscuridad.

Cuando Mari metió a las gallinas en su corral y hubo ordeñado las cabras y las vacas, fue corriendo a la cocina, donde su madre y su abuela Agna estaban preparando la cesta del picnic para la fiesta nocturna. Tradicionalmente en la noche del solsticio de verano se tomaban las primeras patatas tempranas con queso fresco, nata agria y cebollino fresco, además de arenques marinados y pan crujiente.

—¿Me necesitáis? —preguntó Mari.

Lisbet y Agna sonrieron y sacudieron la cabeza a la vez.

—Tú vete —dijo la madre de Mari.

—Gracias. —Mari abrazó a Lisbet, le dio un beso en la mejilla a su abuela y subió corriendo a su habitación a cambiarse.

Al cabo de una hora entraba con sus amigas Nilla Kjøpmann y Gorun Jørgensson en la tienda de los Kjøpmann. Las tres chicas llevaban para conmemorar el día los bunader de Nordfjord, unas faldas plisadas negras con delantal y corpiño bordados.

—Nilla, ¿es nuevo? —dijo Mari después de saludarla.

Nilla asintió y dio una vuelta para lucir su traje regional.

—Mi viejo bunad se me había quedado pequeño, así que mi madre encargó coser otro.

Gorun y Mari admiraron el delantal bordado con multitud de coronas y motivos florales, así como el corpiño de color rojo intenso. El traje de Mari, en cambio, era bastante modesto. Su delantal solo estaba decorado con cintas estampadas, y el corpiño verde estaba ya bastante descolorido.

—Vamos —dijo Gorun, al tiempo que agarraba del brazo a Nilla y a Mari—. Si no nos quedaremos sin los mejores sitios.

En Eidsgata multitud de personas se dirigían a la zona de acampada, por todas partes se oían saludos alegres y risas. Ya eran las diez de la noche, pero seguía habiendo luz. Durante los últimos días había llovido bastante, pero aquella noche solo se veían algunas nubes inofensivas en el cielo azul. En el prado repleto de arbustos y árboles situado junto a la orilla habían colocado mesas y bancos cerca de las enormes hogueras en las que las personalidades de la ciudad y las personas mayores podían sentarse. Los jóvenes preferían acomodarse en la hierba sobre las mantas que llevaban.

Las tres amigas se unieron a un grupo de jóvenes que estaban en el borde de la pista de baile construida con tablillas de madera sin tratar. Dos músicos estaban afinando los hardingfele, violines de cinco cuerdas, con los que enseguida tocarían la música de baile. Entretanto el sol había desaparecido entre las montañas del oeste, pero el cielo seguía iluminado y las nubes estaban teñidas de rosa.

Gorun apartó a Mari a un lado y le susurró en tono trascendental:

—¿Por qué no vamos a coger flores antes de que empiece de verdad?

Mari encogió los hombros, indecisa.

—No lo sé, el año pasado no soñé nada.

Gorun le hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

—Yo tampoco, pero esta vez será diferente. Lo noto.

Mari miró al suelo avergonzada, y Gorun lo interpretó como una negativa. Sorprendida, insistió:

—¿No sientes curiosidad?

—Por supuesto —se apresuró a afirmar Mari. No podía arriesgarse a que Gorun notara el caos sentimental que se había apoderado de ella desde unas semanas antes. Nadie debía notarlo, solo de pensarlo se le hacía insoportable.

—¿Qué cuchicheáis? —Nilla se había acercado y miraba a Mari y a Gorun intrigada.

Gorun levantó la mirada y se hizo la tonta.

—Yo… eh… queríamos ir a coger flores.

A Nilla le sorprendió la respuesta.

—¿A coger flores? —Puso cara de escepticismo y continuó con sorna—: Déjame adivinar: siete distintas. Para ponerlas debajo de la almohada esta noche.

—Sí, ¿por qué no? —repuso Gorun, y miró a Nilla con despecho.

—¿No creeréis en serio que así soñaréis con vuestro futuro esposo? —preguntó Nilla con un gesto de impaciencia, y se volvió hacia Mari—. De verdad que de ti no esperaba que fueras tan supersticiosa.

Mari se encogió de hombros. Nilla tenía razón. En realidad no creía en seres sobrenaturales ni en fuerzas místicas, por lo menos su parte racional. Pero tampoco quería negar esas cosas que escapaban a la razón humana y sus intentos de encontrar una explicación. Por lo general Mari evitaba reflexionar sobre ello en profundidad, pero se quedaba absorta con los relatos de su abuela, que aceptaba con toda naturalidad que tras el mundo cotidiano visible y abarcable había otro mundo. Agna no creía en troles y elfos, pero sí en la fuerza de las hierbas que se recogían la noche de San Juan o en el efecto curativo del rocío de la mañana de pleno verano.

—No seas tan estricta, Nilla —dijo Mari—. No te hará ningún daño.

Gorun fulminó con la mirada a Mari.

—¿Qué quieres decir con eso? Si no crees en ello, no funciona de ninguna manera. Y, por mí, prefiero que no vengas. —Se dio la vuelta con brusquedad y se fue.

Nilla la siguió con la mirada, sacudiendo la cabeza. Mari se enfadó consigo misma. Justo ahora tenían que pelearse.

—¡Gorun, espera! —gritó, y corrió tras ella. Pero Gorun aceleró el paso y desapareció tras la espesa maleza que separaba el prado de la celebración de los campos y pastos limítrofes.

Mari la siguió, se metió entre dos arbustos y se encontró de frente con Joachim. Retrocedió un paso de la sorpresa y tropezó con una raíz que sobresalía del suelo. Joachim la agarró del brazo con mucha entereza y la sujetó. Aquel contacto fue para Mari como una descarga eléctrica. Le recorrió el cuerpo un escalofrío que era abrasador y gélido a la vez.

—¿Está bien? —Oyó la voz preocupada de Joachim a lo lejos—. Se ha quedado pálida.

Mari alzó la vista y le miró directamente a los ojos castaños. Nunca había mirado tan fijamente a nadie. De niña jugaba a menudo a ver quién parpadeaba antes, pero era muy distinto. A veces era capaz de aguantar mucho tiempo, pero en realidad no miraba a los ojos del otro. Mari perdió la noción de la realidad, absorta en aquel momento que no sabía si duró segundos o minutos.

Joachim levantó una mano y le acarició con dulzura las mejillas. Aquel gesto hizo que Mari se estremeciera de nuevo. Estaba temblando y tenía el corazón palpitante. Joachim le agarró la mano izquierda y se la llevó al pecho para que Mari sintiera su corazón acelerado. Ella tragó saliva y agachó la mirada. Sintió que él le levantaba la barbilla con ternura y rozaba sus labios ligeramente con los suyos. Asustada, Mari abrió los ojos de par en par, retrocedió y quiso decir algo.

Joachim le puso un dedo sobre los labios con cariño.

—No tengas miedo —murmuró.

Mari se sumergió de nuevo en lo más profundo de sus ojos, y cuando su rostro se acercó al suyo de nuevo, se sintió atraída hacia él como un imán. Con la boca levemente abierta se encontró con sus labios, que se fundieron con los suyos en un beso apasionado.