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Oslo-Nordfjord, principios de mayo de 2010

—Estamos sobrevolando Skagerrak y llegaremos a Oslo en unos treinta minutos.

La voz del capitán del avión sacó a Lisa de sus pensamientos al sonar por el altavoz. Miró por la pequeña ventana del Airbus hacia el agua oscura y verdeazul del mar del Norte, en el que se veían barcos que parecían diminutos. De pronto maldijo su impaciencia, que la había llevado a tomar la vía más rápida a Noruega.

¿Por qué no había reservado un billete de barco para así tener un poco de tiempo para reflexionar con calma y prepararse? Si es que uno puede prepararse para una aventura con tantas variables desconocidas. Lisa comprobó que hacía tiempo que no se ponía tan nerviosa por un viaje ni se emocionaba tanto. La idea de estar en pocas horas en el país de origen de su abuela, y tal vez incluso conocerla, en aquel momento le parecía inquietante. La confianza en sí misma con la que había planeado aquel viaje espontáneo se había desvanecido.

Una azafata pidió a los pasajeros que ocuparan sus asientos y se abrocharan los cinturones de seguridad, pues iban a iniciar el aterrizaje. Debajo de ellos centelleaba el agua de los fiordos de Oslo, en cuyo extremo norte se encontraba la capital de Noruega.

Lisa no salía de su asombro. Esperaba una típica gran ciudad con extensiones de cemento y suburbios desbordados. En cambio contemplaba montañas boscosas, lagos y zonas ajardinadas situadas alrededor del casco urbano, al alcance de la vista, en la orilla del fiordo y que se extendían hacia el interior. También el aeropuerto de Gardermoen estaba rodeado de bosque espeso.

Mientras el avión rodaba para detenerse y se acercaba al edificio del aeropuerto, Lisa decidió no continuar con su viaje enseguida como estaba previsto y tomarse más tiempo. Anularía el vuelo de conexión que tenía reservado a Sandane, situado en un lateral del Nordfjord, desde donde quería seguir en un coche de alquiler hacia Nordfjordeid. Estaba convencida de que también podría llegar en tren o en autobús interurbano.

Aliviada con la decisión, Lisa salió del avión y atravesó un puente de túnel de vidrio y acero hacia el edificio del aeropuerto inundado de luz, en el que dominaban la madera clara, el granito y la pizarra. De camino a la cinta de equipajes miró por el gran ventanal panorámico un bosque al otro lado de la pista de aterrizaje y el cielo azul claro. Lisa se detuvo un momento para disfrutar de la primera impresión del singular paisaje nórdico.

Poco después estaba sentada en un tren de alta velocidad que la llevó en veinte minutos al centro de Oslo. Lisa miraba por la ventana, fascinada. De nuevo le costaba entender la poca imagen y sensación de «ciudad» que tenía allí. El tren pasó junto a superficies cultivadas, dehesas caballares, granjas, bosquecillos y lagos, ni rastro de zonas industriales.

Sacó el portátil de la mochila para planificar el resto del viaje por internet. Enseguida averiguó que con un autobús de la línea Nordfjordekspressen de Oslo podía llegar sin hacer transbordo a su remoto objetivo a quinientos kilómetros al oeste de Noruega. Consultó las horas de salida y miró el reloj. El avión había aterrizado puntual poco después de las ocho y ahora, ni media hora después, se encontraba ya a medio camino de la estación principal de autobuses. No había problema en llegar al autobús de las nueve y media que en apenas diez horas la dejaría en Nordfjordeid.

Por un instante se planteó seguir aplazando el viaje. Tal vez debería continuar al día siguiente y visitar Oslo antes con calma. Pero luego pensó: «Si no lo haces, al final te echarás atrás. ¡Y eso jamás te lo perdonarías!».

El cómodo autobús con el que Lisa salió de la ciudad poco después la llevó a continuación por la amplia ruta europea E6 por un paisaje muy boscoso hacia Lillehammer y luego hacia Otta. Allí giró hacia el oeste a la carretera 15, que se extendía junto al río Otta hacia las montañas.

Lisa pronto dejó a un lado la novela policiaca que se había llevado como lectura para el viaje. Embelesada, se dejó empapar por el paisaje repleto de cambios que se volvía más árido a medida que iban ganando altura. En el horizonte de la meseta montañosa destacaban las cimas cubiertas de nieve con glaciares imponentes. En cierto momento el autobús pasó por una gran cascada cuyo torrente de agua caía justo al lado de la carretera sobre unas rocas cubiertas de musgo con su espuma blanca en el fondo. A última hora de la tarde se adentró en una carretera de curvas y atravesó varios túneles hacia Nordfjord. Al pasar por la pequeña ciudad de Stryn, que se encontraba al pie del enorme glaciar Jostedalsbreen en una ensenada, la carretera se desviaba hacia Nordfjordeid, que según el aviso se pronunciaba «nuur-fiuur-aid».

Poco después de las siete de la tarde Lisa bajó del autobús. Había reservado habitación en un hotel situado en el centro, enfrente del ayuntamiento. Una vez registrada en el moderno edificio de techo plano, decidió estirar un poco las piernas antes de cenar. Después de tantas horas sentada en el autobús se sentía entumecida y contracturada. Bajó a paso ligero por Rådhusvegen hacia Sjøgata, el paseo marítimo, y pasados unos minutos estaba en el extremo oriental del Eidsfjord, un lateral del Nordfjord cubierto de montañas boscosas. A su espalda quedaba la pequeña ciudad, cuyo casco antiguo estaba construido muy cerca de la orilla del mar. En las suaves pendientes de detrás Lisa atisbó urbanizaciones y complejos de edificios más grandes y aislados, y en medio mucha vegetación que más arriba dominaba en forma de bosque tupido.

El sol aún brillaba con fuerza y se puso hacia las nueve y media, una hora y media más tarde que en Fráncfort. Lisa contemplaba el agua, cuya superficie se encrespaba por el suave viento. Algunas gaviotas volaban en círculo alrededor de algo comestible para luego posarse en una barandilla y limpiarse el plumaje. Más atrás Lisa vio algunas barcas que se dirigían despacio al pequeño puerto de la ciudad. Sin moverse, dejó que aquella imagen apacible surtiera efecto. Se le puso la piel de gallina y una emoción inexplicable se apoderó de ella: por fin había llegado.

Al día siguiente por la mañana Lisa quería en primer lugar conseguir un plano de la ciudad y los alrededores, de modo que después de desayunar preguntó por la oficina de turismo. Estaba a unos minutos a pie de su hotel, en Eidsgata. Esta calle de adoquines, paralela al paseo marítimo, estaba bordeada de casas de madera antiguas pintadas de blanco restauradas con cariño.

Mientras paseaba por pequeñas tiendas, cafeterías, un taller de orfebrería, una peluquería y otros negocios, Lisa intentaba imaginar cómo veía su abuela su ciudad natal. ¿Se fue de aquí sin mirar atrás? Suponía que no. Lisa estaba acostumbrada desde niña a vivir siempre en nuevas ciudades y países, pero para su abuela debió de ser un momento decisivo abandonar la casa de sus padres y el entorno conocido. Por lo menos Lisa deducía que su abuela había seguido a su marido alemán a su país.

«Si me hubiera criado aquí, seguro que habría sentido una gran nostalgia», le pasó por la cabeza a Lisa, para su sorpresa. Ahí estaba de nuevo, esa irritante sensación que la noche anterior la había invadido de repente. «Soy una sentimental, de pronto a los treinta y cinco años me estoy volviendo una sentimental», pensó, muy racional.

Enseguida llegó a la oficina de turismo, situada en la Kulturhuset Gamlebanken, un antiguo edificio de un banco del siglo XIX. Gracias a un tablón informativo Lisa se enteró de que allí se celebraban exposiciones de arte itinerantes, así como conciertos de cámara puntuales. Lisa decidió ver más tarde la exposición de una pintora local y se hizo enseguida con un plano de la ciudad y un folleto informativo del municipio de Eid.

En el mapa Lisa vio que las dos caballerizas que había marcado en Fráncfort como posibles casas familiares de su abuela se encontraban en la orilla norte y la sur del Eidsfjord. Como ya estaba a medio camino de la orilla norte, quiso empezar por ahí su búsqueda. Enseguida descartó la idea de tomar un taxi. En primer lugar, el día soleado invitaba a pasear, y en segundo lugar quería familiarizarse con el paisaje tal y como lo había visto su abuela: desde el punto de vista de un caminante. ¿O al ser hija de criador de caballos solía desplazarse a caballo o en coche?

Tras caminar media hora a buen paso, Lisa vio un grupo de caballos en un prado vallado por encima de la carretera por la que iba, y más allá algunas construcciones. Debía de ser Bjerkgård, la granja de los abedules, cuyo nombre se debía por lo visto a los pequeños bosques de abedules que crecían por encima de la finca.

Lisa salió de la carretera y se acercó a la casa, lo que enseguida desató unos fuertes ladridos. Con gran alivio comprobó que el perro estaba atado. Había dos niños pequeños y rubios jugando con figuras de plástico delante de la casa que observaban a Lisa con curiosidad. Ella se quedó quieta, indecisa, buscando en vano un adulto con la mirada con el que poder hablar. Sacó el pequeño diccionario noruego-alemán y les preguntó a los niños por su padre o su madre. Los dos se pusieron a cuchichear, soltaron una risita y entraron corriendo en la casa. Lisa se quedó quieta, un tanto confusa. Tal vez el plan que tan perfecto le había parecido en Fráncfort resultara más difícil de lo que pensaba. A lo mejor no era buena idea dejarse caer sin más y atosigar a la gente.

La aparición de una anciana que caminaba un poco inclinada interrumpió sus cavilaciones. Lisa dedujo que tendría como mínimo ochenta años. Tenía la cara muy arrugada y el pelo blanco recogido en un moño. Tras unas gafas sin montura brillaban unos ojos despiertos y azules. Lisa avanzó un paso hacia ella y dijo: «God dag», ante lo cual los dos niños que seguían a la anciana sufrieron otro ataque de risa. Después de lanzar una mirada de desaprobación a los niños, la mujer sonrió con amabilidad y contestó a su saludo en su idioma, para sorpresa de Lisa.

—Buenos días, ¿puedo ayudarle?

A Lisa se le aceleró el pulso. ¿Acaso tenía a su abuela enfrente? Lisa buscó a tientas y con disimulo el medallón que llevaba debajo del jersey. Tenía ganas de sacarlo para enseñárselo a la mujer. «Tranquila —se dijo—, no te precipites».

Señaló la bolsa de la cámara que llevaba al hombro.

—Soy fotógrafa y estoy trabajando en un reportaje sobre antiguas granjas escandinavas. ¿Puedo fotografiar su granja?

La mujer miró sorprendida a Lisa, reflexionó un momento y luego la invitó con un gesto a entrar en la casa.

—¿Por qué no? —dijo, y añadió con orgullo—: De hecho nuestra granja es muy antigua, por lo menos tiene doscientos años.

Lisa se felicitó por aquel inicio tan prometedor.

—Ni siquiera me he presentado —se disculpó—, me llamo Lisa Wagner.

—Halldorsson —dijo la mujer—, y esos son mis bisnietos Fredrik y Bori —continuó, al tiempo que señalaba a los dos niños que seguían la conversación con los ojos de par en par. Les acarició la cabeza—. Son unos niños muy despiertos. Enseguida se han dado cuenta de que tenía acento alemán.

Lisa sonrió a los niños.

—¿Puedo preguntarle por qué sabe tan bien alemán? —preguntó, mientras entraban en la casa.

La señora Halldorsson sonrió.

—En mi época en el colegio teníamos que aprender alemán, además de inglés. Y más tarde pude profundizar en mis conocimientos. De hecho trabajé para los soldados alemanes que estuvieron aquí instalados durante la Segunda Guerra Mundial —explicó. Lisa se exaltó aún más y tragó saliva.

La anciana le dio unos golpecitos cariñosos en el brazo y dijo para tranquilizarla:

—No se preocupe, solo tuve buenas experiencias con ellos. La mayoría eran muchachos muy amables. —Por un momento se quedó mirando al infinito, soñadora—. Pero no sé por qué le hablo del pasado, usted está aquí para hacer fotos —exclamó, y abrió la puerta de la casa.

—Bueno, me parece muy interesante, eso también forma parte de la historia de esta granja —afirmó Lisa.

La señora Halldorsson llevó a Lisa al salón, pasando por una cocina reformada con un aire moderno.

—Aquí apenas ha cambiado nada —dijo, al tiempo que señalaba los muebles antiguos—. Todo era de mis abuelos. Solo ese cuadro de ahí lo trajo mi marido hace setenta años de su país y lo colgó ahí después de nuestra boda.

Lisa contuvo la respiración y se acercó presurosa al pequeño óleo colgado encima de la chimenea. Mostraba un lago alpino idílico. ¿Estaría en Alemania? No lo sabía. Había lagos en todo el norte de Europa.

—Es un cuadro muy bonito. ¿De dónde era su marido? —preguntó Lisa, y se esforzó por mantener un tono neutro.

—Yo crecí en el sur, en Telemark —dijo una voz ronca en un alemán más bien precario. Lisa se dio la vuelta y vio a un anciano en la puerta. Su mujer le sonrió y le presentó a Lisa y le contó su petición.

De pronto Lisa se relajó. Aquella mujer tan amable no era su abuela. Tal vez hubiera trabajado para los soldados alemanes, pero se casó con un compatriota. Lisa no dejó traslucir su decepción. Hizo algunas fotos del salón y un dormitorio que también estaba decorado con muebles antiguos, fotografió al anciano matrimonio con sus bisnietos delante de la casa y al despedirse les prometió enviarles copias.

En Karlssenhof, que Lisa visitó pasadas unas horas, también fue recibida con ladridos. Un gran perro negro se acercó corriendo a Lisa cuando giró en la rampa hacia la granja. Retrocedió sin querer y miró alrededor en busca de ayuda. No se veía ni un alma por ninguna parte. Allí había anunciado su visita por teléfono, no quería aparecer de nuevo sin avisar y arriesgarse a ser inoportuna.

El perro se quedó inmóvil delante de ella observándola con atención. Lisa hizo de tripas corazón y quiso pasar de largo, pero el animal se puso en medio del camino y ladró un momento. Lisa gritó un «hola», a lo que el perro contestó con ladridos aún más fuertes. En la puerta de la casa apareció una mujer rolliza que se estaba limpiando las manos llenas de harina en el delantal y se dirigía presurosa con gesto preocupado hacia Lisa.

—¡Amund, Amund! —gritó, y un hombre atlético salió con pantalones de montar de una de las construcciones de enfrente de la casa.

Lisa calculó que tendría unos cuarenta años, algo mayor que ella. El pelo rubio platino le confería un aire juvenil al rostro de rasgos marcados y ojos grises. Exaltada, la mujer, que debía rondar la cincuentena, señalaba al perro, que seguía barrándole el paso a Lisa a la granja. Amund miró a Lisa con una expresión que a ella le pareció despectiva. Molesta por la humillante situación en la que se encontraba, Lisa lo miró furiosa. Amund sonrió con sorna y de pronto apareció un hoyuelo en la mejilla izquierda. Soltó un breve silbido. Enseguida el perro se dio la vuelta y fue corriendo hacia su amo.

Entretanto la señora había llegado hasta Lisa y se estaba disculpando con aire compungido, por lo menos Lisa supuso que aquel torrente de palabras en noruego eran disculpas. Sonrió sin comprender y encogió levemente los hombros.

La mujer se detuvo y continuó en un inglés un tanto limitado:

—Disculpe este desagradable recibimiento. Le he pedido miles de veces a Amund que se ocupe de que el perro no moleste a nuestros invitados.

Lisa hizo un gesto para quitarle importancia.

—No pasa nada, solo me ha sorprendido un poco.

La mujer sonrió.

—¿Usted es la fotógrafa? —preguntó.

Lisa asintió.

—¿He hablado antes con usted por teléfono?

—No, era mi cuñada Inger. Yo soy Tekla Karlssen —aclaró.

—Lisa Wagner —contestó Lisa, y lanzó una mirada a la granja—. Muchas gracias por dejarme hacer fotografías aquí.

Tekla sonrió.

—No hay de qué, nos sentimos halagados.

También en aquel acaballadero, cuyos edificios estaban agrupados en formas inconsistentes en la pendiente de un cerro, habían renovado muchas cosas a lo largo de las décadas, además de hacer ampliaciones y reformas. Sin embargo la casa, que según una inscripción ubicada encima de la puerta databa de 1789, el pajar, un pequeño establo y un horno de pan de la época apenas habían sido modificados, por lo que Lisa se hacía una idea de cómo había sido la granja antes. Por detrás, en un prado, vio unas casitas de madera de distintos colores. La señaló y preguntó:

—¿Para qué sirven?

—Son cabañas de vacaciones —contestó Tekla—. Las construyó mi hermano hace unos años. En verano las suelen alquilar aficionados a la pesca.

Paciente, Tekla le dio un paseo en coche a su invitada, le explicó todo el utillaje y las herramientas y finalmente invitó a Lisa a un café.

—Puede volver cuando quiera —le ofreció—. No tiene por qué hacer todas las fotografías hoy.

Lisa asintió encantada.

—Es muy amable. La próxima vez traeré la Stativ, así la exposición puede ser mayor.

Las dos mujeres estaban en el salón de la casa, por cuyas estrechas ventanas entraba poca luz.

—No me gusta utilizar flash —explicó Lisa—, altera la atmósfera única que se respira en espacios así.

En el salón revestido de madera dominaba una enorme estufa de hierro forjado que ocupaba el rincón de la izquierda junto a la puerta. Enfrente, en la ventana, había una gran mesa de comedor con un banco rinconero y algunas sillas. En la pared de al lado colgaban fotos familiares. Al otro lado de la estancia había un gran aparador con preciosas tallas de madera. Tekla la invitó con un gesto a acercarse a la mesa.

—Siéntese, enseguida voy a buscar el café —dijo, y salió de la habitación.

Lisa se acercó al banco rinconero pero no se sentó, se quedó observando las fotos de la pared. En algunas imágenes reconoció a Tekla Karlssen. Para gran decepción suya, no se veía en ninguna a una anciana que pudiera ser su abuela. En las viejas fotos descoloridas en blanco y negro en las que aparecían varios adultos y varias veces dos niños, no había rastro de una niña que pudiera ser ella en su infancia. Por lo visto en la granja de los Karlssen Lisa tampoco iba bien encaminada. Tendría que ampliar su radio de búsqueda. Tal vez su abuela vivía mucho más lejos de Nordfjordeid de lo que había supuesto hasta entonces.

Tekla regresó con una gran bandeja cargada con una panera, platos de queso y salchichas, un montón de gofres recién hechos, varios vasos con compotas y mermeladas y una jarra panzuda de café. Lisa se percató en ese momento del hambre que tenía. Desde el desayuno en el hotel no había comido nada, así que lo agradeció mucho. Era obvio que Tekla estaba encantada con el buen apetito de su invitada. Preguntó con interés por la profesión de Lisa y su encargo actual.

—¿Cuánto tiempo se quedará en esta zona? —preguntó, y Lisa contestó con un gesto vago con los hombros—. Espero que se haya reservado un tiempo —dijo su anfitriona—. Por aquí hay muchas granjas antiguas muy bonitas. ¿Dónde se aloja, si no es indiscreción?

Lisa tragó el bocado del delicioso gofre que acababa de tomar y respondió:

—En el hotel que hay junto al ayuntamiento.

Tekla torció el gesto.

—Seguro que es muy cómodo, pero no muy bonito.

Lisa sonrió. Tekla Karlssen había dado en el clavo.

—¿Sabe qué? —dijo Tekla—. Normalmente solo alquilamos a partir de mediados de mayo, pero si quiere puedo prepararle una de las cabañas. Vivirá más tranquila y le resultará más práctico. No muy lejos hay por lo menos tres granjas más que podrían ser interesantes para su reportaje.

A Lisa le conmovió la amable oferta y el gesto solícito. Empezó a avergonzarse un poco de la mentira con la que ocultaba su verdadero propósito. Aunque, bien mirado, ¿qué le impedía hacer realmente un fotorreportaje sobre granjas antiguas? Sin duda era un tema interesante, y algo distinto de sus encargos habituales. Antes de que pudiera contestar, sonó un teléfono en algún lugar de la casa. Tekla se levantó de un salto, se disculpó y salió corriendo al pasillo.

Lisa se sirvió café y casi se atraganta al beber. De pronto había aparecido en la puerta un anciano que se apoyaba con dificultad en un bastón. Era de gran estatura, aunque un poco curvado, y tenía el pelo blanco muy corto. Lisa dejó la taza y se levantó para presentarse.

Entonces cruzó la mirada con la del anciano, que se estremeció y palideció. Lisa se detuvo, indecisa. Por lo visto había asustado a aquel hombre con su presencia. Sonrió a modo de disculpa, pero a él se le ensombreció el semblante. La sonrisa de Lisa se desvaneció, jamás había visto semejante expresión llena de odio y de miedo al mismo tiempo. Hizo un amago de explicar por qué estaba allí, pero no lo logró. El hombre la fulminó con la mirada, apretó los labios, dio media vuelta con brusquedad y desapareció.

Lisa tragó saliva. No había duda de que aquella aversión la había provocado ella. Se dejó caer de nuevo en el banco, impresionada. ¿Qué había hecho para provocar aquella reacción tan airada? Lisa sacudió la cabeza. No, no era la pregunta correcta. No podía haberlo enojado con una conducta determinada.

De pronto comprendió que le recordaba a alguien. Se le aceleró el corazón. «Le recuerdo a mi abuela». Por fin tenía una pista válida.

—Acepto encantada su amable oferta de alquilar una de sus cabañas —dijo Lisa cuando Tekla volvió al salón poco después—. Si le parece bien, iré ahora mismo a buscar mi equipaje.

Tekla asintió con una sonrisa y añadió:

—Podrá instalarse en dos horas.

Lisa se felicitó por aquella ocasión única de acercarse más a los Karlssen y averiguar si su abuela procedía de aquella familia. Se propuso proceder con mucha cautela en la búsqueda de sus raíces para no herir a nadie.