Nordfjordeid, mayo/junio de 1940
El 15 de mayo, un miércoles, los alemanes entraron en Nordfjordeid. El domingo siguiente todas las conversaciones tras el servicio religioso giraban en torno a los soldados extranjeros que habían transformado por completo la pequeña ciudad y la vida de sus habitantes en unas horas. Mari se había agarrado del brazo a derecha e izquierda de Gorun y Nilla, sus dos amigas con las que fue a la escuela de primaria durante ocho años. Las tres chicas recorrían la carretera junto al río cuchicheando.
—Mi padre quería rechazar la orden, pero mi madre le estuvo atosigando y le dijo que si no construía las barracas para los alemanes ella trabajaría de lavandera con ellos. Pagan bastante bien. Entonces fue cuando mi padre cedió —explicó Gorun en voz baja.
Mari y Nilla asintieron, comprensivas. No era ningún misterio que el maestro carpintero Jørgensson, como muchos otros artesanos y trabajadores, padecía la crisis económica que asolaba Noruega desde hacía años. El ejército alemán tenía una enorme necesidad de mano de obra para construir alojamientos en la antigua plaza de armas y crear nuevas calles, de modo que pusieron fin al enorme desempleo del lugar.
—Es una locura que precisamente los invasores nos devuelvan el trabajo —dijo Nilla, sacudiendo la cabeza.
Las tres amigas pasaron por delante de un grupo de jóvenes, entre los cuales Mari vio a sus hermanos Finn y Ole. Estaban enfrascados en una apasionada discusión.
—¡Eso es traición a la patria! —exclamó un muchacho rollizo—. ¡Jamás deberíais haberles dejado pasar a vuestra granja!
Mari vio que Ole levantaba las cejas en un gesto socarrón.
—¿Qué te crees? ¿Que mi padre tendría que haber dicho: «Disculpe, pero nadie puede alojarse aquí, no sería propio de mis sentimientos patrióticos»? ¿Y luego los alemanes se habrían despedido educadamente para desaparecer sin más? —Ole cruzó la mirada con Mari y le guiñó el ojo cuando ella siguió su camino con sus amigas.
Gorun, una chica robusta de mejillas sonrosadas y nariz respingona, le dio a Mari un golpecito en el costado y le preguntó con curiosidad apenas disimulada:
—Mari, no nos has contado casi nada de vuestros soldados, ¿cómo son?
Las tres chicas se sentaron en el muro bajo de piedra que rodeaba el cementerio.
Mari se encogió de hombros y contestó con ligereza:
—Bueno, no hay nada que explicar. Apenas los vemos. Duermen en el edificio contiguo, encima de las caballerizas, que estaba pensado para que mis abuelos se retiraran. De día están en la ciudad con su unidad. Además, mi padre no quiere que hable con ellos más que lo estrictamente necesario.
Nilla, una rubia delgada con la tez fina y los ojos azul claro, que siempre parecía observar el mundo un tanto ausente, balanceó la cabeza con escepticismo.
—Del dicho al hecho hay un trecho —afirmó—. Mis padres también me lo pidieron, pero ¿qué significa «no más de lo estrictamente necesario» cuando uno sirve a un cliente?
La familia de Nilla tenía una pequeña tienda de ultramarinos donde ella trabajaba despachando detrás del mostrador.
—Debo decir que los alemanes son muy educados y tienen unos modales intachables —les confesó Nilla a sus amigas—. Algunos de nuestros chicos groseros podrían tomar ejemplo de ellos.
Gorun señaló con la barbilla hacia la derecha y susurró:
—Hablando del rey de Roma…
Por la calle que llevaba al centro de la ciudad se acercaba una cuadrilla de soldados alemanes. Unos niños que alborotaban entre los adultos corrieron hacia ellos gritando: «¿Hassu bommbomm?». Los soldados se echaron a reír, sacaron unas latas redondas de los bolsillos y repartieron caramelos ácidos que los niños chupetearon con sonrisas de felicidad. De repente los hombres se plantaron delante de Mari y sus amigas y les ofrecieron la lata de caramelos con una sonrisa amable. Mari miró al suelo, cohibida, y Nilla murmuró «Nein, danke», solo Gorun les devolvió la sonrisa y metió la mano en la lata.
—Os lo estáis perdiendo —dijo—, están buenísimos.
—¡Qué desvergonzada! ¡Es una deshonra para sus pobres padres! —Se oyó una voz aguda que hizo estremecerse a las tres amigas. Junto a ellas habían aparecido dos mujeres bien vestidas. Una señalaba con un gesto incriminatorio a Gorun, que de repente se tragó el caramelo. La otra estaba al lado con una expresión de superioridad y lanzó a los jóvenes soldados una mirada tan gélida que enseguida continuaron su camino. Las dos señoras pasaron presurosas y con la cabeza bien alta por delante de Mari, Nilla y Gorun, que se miraban desconcertadas. Gorun fue la primera en recuperar el habla.
—Pero si solo he cogido un caramelo, no es un crimen, ¿no? —dijo en tono lastimero.
Nilla, que tenía el rostro aún más pálido de lo habitual, exclamó con sorna:
—Será hipócrita. Esa era la esposa del dueño del aserradero. Le faltó tiempo para abalanzarse sobre los alemanes y asegurarse un buen encargo de provisión de madera.
Entretanto la mayoría de grupos que había delante de la iglesia se habían dispersado. Ole y Finn también se despidieron de sus conocidos y le hicieron una seña a Mari para que fuera con ellos.
—Tengo que irme —dijo ella, se despidió de Gorun y Nilla y se acercó a sus hermanos.
De camino a casa Mari fue andando a su lado ensimismada. La maliciosa hostilidad de la esposa del dueño del aserradero le había dado qué pensar. ¿Cómo había que comportarse con los alemanes? ¿Dónde estaban los límites entre la educación, el congraciar con ellos y el colaboracionismo? ¿A partir de qué momento se convierte uno en un traidor? ¿El hecho de negarles el saludo ya te convertía en un valiente miembro de la resistencia? La conversación de sus hermanos sacó a Mari de sus pensamientos.
—Espero que padre cambie de opinión y me deje ir —dijo Finn.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Podemos hacer el trabajo de la granja sin problemas sin ti. Y ya que estás de vacaciones del semestre puedes echar una mano con la cosecha —contestó Ole.
A diferencia de Mari, Finn fue a la escuela de secundaria después de terminar la primaria y soñaba con estudiar literatura en Oslo. Desde que sabía leer, Finn pasaba todos sus minutos libres enfrascado en un libro y era el usuario más fiel de la biblioteca pública de la ciudad. Como Ole algún día heredaría la granja, finalmente su padre, tras cierta lucha interna y una buena labor de persuasión por parte de su mujer, aceptó que Finn no se dedicara a la agricultura y le permitió matricularse en la universidad de Oslo. La invasión alemana había frustrado justo a tiempo la partida de Finn para el primer semestre, pero ahora tenía prisa por empezar por fin sus estudios.
—¿Ya tienes autorización para el viaje? —preguntó Mari.
Finn sacudió la cabeza.
—Pero no debería haber problema. Joachim se ha ofrecido a acompañarme cuando la solicite, así seguro que la recibiré, y sobre todo será más rápido.
—¿Joachim? —Mari miró a su hermano, confusa.
—Sí, uno de los soldados que viven con nosotros. El alto de pelo oscuro que habla tan bien noruego —le explicó.
—Ese sí que es buena persona —añadió Ole.
Mari no salía de su asombro, estaba desconcertada. Como ella, para ser consecuente, no se relacionaba con los cuatro soldados alemanes, ni siquiera se había enterado de que sus hermanos no tenían reparos en alternar con ellos. ¡Y precisamente con ese alemán! Así que se llamaba Joachim…
—¡No pongas esa cara de sorprendida! —dijo Ole, sonriendo, y le dio a Mari un empujoncito juguetón en el costado—. ¿O es que ahora nos consideras traidores a la patria?
Mari se esforzó por mantener la compostura y dijo con frialdad:
—Por supuesto que no, pero me sorprende. ¿Hace unas semanas no querías luchar contra ellos?
Ole se encogió de hombros.
—No todos los soldados alemanes son nazis. Y ese Joachim es buena persona de verdad.
Finn asintió.
—También sabe mucho de literatura.
Mari soltó una carcajada. En boca de Finn, aquel era el mayor elogio imaginable.
—Estoy seguro de que a ti también te gustaría —dijo Ole—. Tú habla con él.
—No sabría de qué hablar con él —contestó Mari con arrogancia, a lo que Ole respondió:
—Bueno, pues no opines.
Mari miró fijamente a un lado, como si a la vera del camino fuera a descubrir cosas de lo más interesantes. Le daba vértigo la idea de acercarse a Joachim o incluso hablar con él, y no quería pensar en el porqué. Sería mejor que siguiera manteniéndose al margen.
Aunque no le resultara fácil, Enar dejó que su hijo Finn se mudara a Oslo para estudiar. Tal y como había prometido, Joachim se encargó de que Finn obtuviera rápido la autorización que debía solicitar para cualquier viaje, por corto que fuera. Por una parte Mari se alegraba por su hermano gemelo, que ahora podría hacer realidad su mayor deseo. Por otro lado, la despedida le resultaba dura, pues nunca había pasado más de un día separada de él. Aunque sintiera a Ole más cercano en cuanto a forma de ser e intereses, Finn era y seguía siendo parte de ella. Mari casi sentía físicamente su ausencia, como si le hubieran amputado una parte importante del cuerpo. Para mitigar el dolor se volcó en el trabajo. Lo que más le gustaba era cuidar de las yeguas y sus potros recién nacidos. Excepto Bjelle, un animal algo mayor, todos los demás habían tenido a sus crías.
—Bjelle va con retraso —afirmó Mari.
—Puede ser —convino Ole, y volvió la cabeza—. Eso nunca se sabe con exactitud.
Los hermanos estaban en uno de los cercados observando a la yegua preñada, que estaba frente a ellos y respiraba con dificultad. Mari hizo una mueca de preocupación.
—No sé, tengo un mal presentimiento. Con los demás potros nunca pasó tanto tiempo. En todo caso esta noche deberíamos llevarla al establo, así podremos tenerla vigilada durante la noche.
Mari se sorprendió al ver que Ole miraba turbado a un lado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, y continuó—: Sí, bueno, tal vez sea una falsa alarma. Pero tú siempre dices que no hay que correr riesgos…
Ole la interrumpió.
—Tienes toda la razón. No deberíamos arriesgarnos. Pero es que… no puedo hacerte compañía.
Mari levantó las cejas.
—Ya. ¿Puedo preguntar por qué?
Ole titubeó un momento, una actitud nada usual. Mari sintió aún más curiosidad.
—Eh, yo… le he prometido al viejo Nylund ayudarle a pescar. Se ha torcido la muñeca —explicó.
Mari lo miró con suspicacia.
—Es la excusa más absurda que he oído jamás. Como si el viejo Nylund fuera a llevarte a pescar justo a ti. Pero si te mareas solo de ver un barco.
Ole contestó encogiéndose de hombros.
—Pues no te lo creas, pero es verdad. Esta noche me iré con el viejo.
Mari se cruzó de brazos y fulminó con la mirada a su hermano.
—Mari, no te estoy mintiendo —insistió Ole.
Mari lo miró a los ojos y asintió.
—Muy bien. En realidad no es asunto mío lo que hagas por las noches. ¿Por lo menos es guapa?
Ole miró a Mari aturdido, y ella le guiñó el ojo. Ole hizo el amago de decir algo, pero lo pensó mejor y sonrió aliviado.
—Será nuestro secreto, ¿de acuerdo? Sobre todo padre no debe saber nada. No aprobaría que me ausentara precisamente esta noche.
Mari se quedó desconcertada, pero luego lo recordó. Aquella noche habían invitado a sus padres y la abuela Agna a un cumpleaños de un primo de Enar. Había una hora en coche de caballos hasta llegar a su granja, pero, debido al bloqueo nocturno de salidas que habían impuesto los invasores alemanes, sus padres se iban a quedar a dormir y regresarían al día siguiente.
—No pasa nada, yo te cubro —dijo Mari.
Ole le dio un breve abrazo y dijo:
—Gracias, te debo una.
Cuando se fue del cerco de caballos, Mari lo siguió con la mirada, pensativa. Le encantaría saber de quién se había enamorado Ole. Y cuánto tiempo hacía que duraba aquello. ¿Por qué no se había dado cuenta? Eso era lo que más rabia le daba. Por lo visto no conocía a su hermano mayor tan bien como pensaba.
Al cabo de unas horas Mari habría dado cualquier cosa porque Ole hubiera renunciado a su cita nocturna. Observaba a Bjelle cada vez con mayor preocupación. Se movía inquieta en su box del establo, piafaba y parecía sufrir cólicos. Tenía el cuello cubierto por una leve capa de sudor. Mari estaba segura de que el nacimiento del potro era inminente, pues hacía ya un rato que le había visto unas gotas que parecían de cera en los pezones. La secreción de aquella leche viscosa que más tarde aportaría al recién nacido en su primer día anticuerpos esenciales para su vida era una señal inequívoca. Sin embargo, el inicio del parto se retrasaba.
Mari suspiró aliviada cuando por fin reventó la bolsa exterior y el líquido amniótico se derramó sobre la paja. Bjelle se tendió y sintió las primeras contracciones. Mari se acercó a ella con cuidado e iluminó con la lámpara de petróleo la parte trasera de la yegua. Ya se veía la placenta y las patas delanteras del potro. Mari se quedó estupefacta. No, solo se veía una pata. Una de las patas se le había quedado atrapada en el camino del parto.
Mari reprimió un grito. «No pierdas los nervios», se dijo, acarició la frente de Bjelle, que había vuelto la cabeza hacia ella y la miraba con los ojos desorbitados del miedo.
—Todo irá bien —murmuró Mari.
De pronto fue consciente de que dependía totalmente de ella. Por primera vez en su vida no había nadie de su familia. Ni siquiera podía pedirle consejo a su abuela. Pensó a toda velocidad qué podía hacer para salvar a la yegua y a su potro. Cada segundo era importante. Sabía que con el inicio de las contracciones y más tarde con la ruptura de la bolsa amniótica la relación armoniosa entre el pericarpio y el útero se rompía. Quedaba como máximo media hora más para que el potro se asfixiara porque ya no podría obtener oxígeno suficiente. Empezó una nueva contracción, la barriga de Bjelle se tensó debido a las potentes contracciones, pero el potro no había cambiado de posición. Mari sintió que el pánico se apoderaba de ella.
—Debería obligarla a ponerse de nuevo en pie —dijo una voz suave.
«Es verdad —pensó Mari—, tengo que interrumpir el proceso del parto para ganar tiempo».
Se estremeció cuando se abrió la puerta del box y entró una figura esbelta. De la tensión ni siquiera había considerado que la voz fuera real. En ese momento cayó en la cuenta de que quien había aparecido de forma tan imprevista era precisamente el soldado alemán Joachim.
—He visto que llevaba a la yegua al establo esta tarde, y como no podía dormir con tanta claridad, a la que no estoy acostumbrado, venía a ver si el potro ya había nacido —explicó.
Mari retrocedió unos pasos sin querer y lo observó con desconfianza.
—Puedo ayudarle —dijo él—. Antes de la guerra estudié veterinaria.
Un suspiro atormentado de la yegua impidió contestar a Mari. Le hizo una señal con la cabeza a Joachim y se puso tirar con suavidad del cabestro de Bjelle para forzarla a ponerse de pie.
—Arriba, Bjelle —dijo—, tienes que ponerte de pie para que podamos ayudarte.
Joachim empujó a la yegua por detrás. El caballo se movió a desgana y finalmente se puso en pie, tembloroso, sobre la paja.
—Por favor, ¿puede enfocar aquí la luz? —le pidió Joachim a Mari.
Ella se colocó con la lámpara detrás de la yegua y observó cómo Joachim examinaba al caballo con murmullos tranquilizadores. Luego le pidió a Mari una cuerda delgada y en un extremo le hizo un nudo corredizo. Ella seguía observando embobada cómo en una pausa de las contracciones Joachim introducía la cuerda con cuidado en el canal de parto.
—Estoy intentando atrapar la pata delantera que ha quedado atascada —le explicó.
Mari tuvo la sensación de que aquella tarea duraba una eternidad, aunque en realidad solo tardó unos minutos. Finalmente Joachim le hizo una señal con la cabeza. Mari contuvo la respiración y se mordió el labio inferior mientras él tiraba con suavidad de la cuerda en la siguiente contracción. Bjelle relinchó y quiso darse la vuelta. Mari la sujetó con mucho aplomo y la acarició. La yegua se calmó y siguió empujando. Joachim tiró de nuevo de la cuerda. Apareció la segunda pata delantera y pasados unos minutos vieron los ollares del potro.
—El pequeño está bien —afirmó Joachim, y se puso en pie—. Y por suerte su madre también lo ha superado todo bien.
Mari sonrió aliviada. El pequeño potro de semental, agotado del parto sobre la paja, observaba el entorno pero ya con ojos despiertos. En la frente tenía un remolino de pelo muy vistoso. «Lo llamaré Virvelvind», decidió Mari en silencio.
Joachim había examinado a conciencia a Bjelle y su potro tras el parto, y ahora estaba frente a Mari con una sonrisa de satisfacción. Ella lo miró cohibida. Se le habían enredado algunas briznas de paja en el pelo corto y castaño. Mari reprimió el impulso de estirar el brazo y quitárselas.
—Ahora puede acostarse tranquila —dijo él, y salió del box al pasillo del establo.
Mari asintió en silencio. Quiso decir algo para agradecerle su ayuda, sin la cual habría perdido el potro y probablemente también a Bjelle. Sin embargo, no pronunció palabra. En apariencia Joachim interpretó su silencio como su habitual rechazo. Sus ojos lucían un brillo travieso.
—No se preocupe, por mi parte nadie sabrá que hemos pasado la noche juntos —dijo, le guiñó el ojo a Mari y salió del establo.
Mari se dejó caer en una paca de paja, aturdida. Joachim debía de tomarla por una chiquilla desagradecida y malcriada, pese a lo cual la había tratado con una educación inmaculada. Incluso la trataba de usted. Mari se quedó pensando. Realmente Joachim era la primera persona que la trataba de usted. En Noruega no se solía hacer con gente de la misma edad, y hasta entonces Mari también había tratado siempre de tú a los adultos. En presencia de Joachim se había sentido mayor, tomada en serio. Y considerada de una manera nueva y poco habitual. Aquello le hacía sentir bien. Mari cerró los ojos y sintió un cosquilleo cálido en el estómago, agradable y excitante al mismo tiempo.
Mari no le contó a nadie lo sucedido aquella noche. Cuando sus padres y su abuela regresaron de la fiesta de cumpleaños al día siguiente por la mañana, Mari solo les informó del nacimiento de un potro sano. También le ocultó a Ole la valiosa intervención de Joachim, pues temía que su hermano la descubriera. Para evitar las preguntas correspondientes, renunció a averiguar con quién había quedado a escondidas Ole aquella noche y si estaba enamorado de verdad. En realidad tampoco le interesaba mucho. Sus pensamientos se centraban solo en Joachim.
Durante los primeros días de que se alojara allí apenas se lo encontraba, y ahora siempre se topaba con él por las mañanas, antes de que él y sus camaradas partieran hacia Nordfjordeid con su unidad, y por las tardes, cuando regresaban. Eran momentos de angustia que a Mari siempre le provocaban una gran turbación y desconcierto. Lo peor era que todo eso solo ocurría en su cabeza. Apenas se atrevía a mirar a Joachim, y siempre buscaba distanciarse lo antes posible. Le daba demasiado miedo descubrir en sus ojos cierto rechazo o, lo que es peor, indiferencia. De todos modos, lo contrario la asustaba en igual medida. Mari se veía desconocida. Algo en su interior se había emancipado y no obedecía a su voluntad, era una experiencia inquietante que la desconcertaba. ¿Por qué la gente siempre decía que enamorarse era lo más bonito que había en la vida?
Durante el día, cuando podía estar segura de que no iba a encontrarse con Joachim, era más llevadero. Se imaginaba acercándose a él sin complejos y charlando con naturalidad. Le gustaba figurarse el transcurso de las conversaciones y, sobre todo, cómo terminaba: con un beso apasionado. Mari solo tenía una idea vaga de la sensación que le daría un beso así.
—Mari, niña, ¿me oyes? —Oyó la voz de la abuela Agna en sus ensueños—. Tu padre te está llamando.
Mari levantó la vista de las patatas que estaba pelando. Su abuela estaba sentada frente a ella en la mesa de la cocina, limpiando pescado. Entonces Mari oyó también los gritos impacientes de su padre. Se levantó enseguida y sonrió a Agna a modo de disculpa.
—Lo siento, se me había olvidado. Tengo que ir a la ciudad con padre.
Su abuela asintió.
—Muy bien, el resto lo haré yo.
Mari la abrazó y salió corriendo de la cocina para no hacer esperar más a su padre.
Enar ya había atado dos caballos a un carro y miró a su hija con cara de pocos amigos. Odiaba tener que esperar. Mari se colocó corriendo a su lado en el pescante y le dio un beso en la mejilla.
—No te enfades, pappa —le suplicó, lo miró socarrona y le hizo cosquillas en la barbilla. Un truco eficaz al que tampoco pudo resistirse su padre en aquella ocasión. Enar siguió gruñendo un poco, pero Mari notó que ya no estaba enfadado. Le dio las riendas con una señal a modo de requerimiento y poco después iban a trote ligero por la carretera junto la orilla en dirección a Nordfjordeid.
—Puedes dejarme en el cruce de Rådhusvegen y seguir hasta la tienda —dijo Enar cuando llegaron a Eidsgata, la calle principal—. Sé lo mucho que te gusta charlar con Nilla.
Mari asintió contenta.
—Muchas gracias, pappa. Espero que no tengas que esperar mucho.
Enar murmuró algo incomprensible y se bajó. Mari lo siguió con la mirada un momento mientras avanzaba en dirección al ayuntamiento, donde quería recoger los vales de compra para café y azúcar que los alemanes introdujeron nada más entrar en el país. Sabía que su padre llevaba muy mal el racionamiento de su querido café y que lo consideraba una afrenta personal. Durante el desayuno volvió a enfadarse por eso y sin querer se había derramado encima la taza del sustituto de café.
—Seguro que no tendremos que sufrir durante mucho tiempo más la arbitrariedad de los alemanes —dijo Ole para consolar a su padre. Por fin los soldados noruegos y los aliados habían infligido una derrota delicada unos días antes en la batalla de Narvik y estaban a punto de expulsarlos definitivamente del norte del país.
—¿Te has enterado? —le dijo Nilla a su amiga en cuando Mari entró en el ultramarinos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mari, y miró preocupada a Nilla, que estaba pálida detrás del mostrador.
—Lo han dicho en la radio —dijo—. Hace unas horas que el rey Håkon ha huido a Inglaterra.
Mari miró a Nilla asustada.
—Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
—Nuestros aliados han retirado todas sus tropas y las han enviado a Francia. Nos han dejado en la estacada, sin más —explicó Nilla—. Mi padre cree que a partir de ahora solo es cuestión de días que nuestros soldados capitulen. Solos no tienen ninguna posibilidad contra los alemanes.
Nilla se quedó callada cuando se abrió la puerta y entraron dos soldados de las fuerzas alemanas, que saludaron con educación. Nilla les devolvió el saludo con frialdad y Mari se retiró a un rincón. Uno de los soldados sacó un pequeño diccionario y pidió anzuelos chapurreando noruego. El otro explicaba el deseo de su compañero con los gestos correspondientes y muecas divertidas. Cuando se puso a imitar a un pez que picaba en un anzuelo, Mari y Nilla ya no pudieron contenerse y soltaron una carcajada. Les costaba ver a aquellos alegres muchachos como soldados enemigos.
La aparición de Enar, que entró en la tienda con aire sombrío, puso fin de repente al ambiente jovial. Los soldados finalizaron enseguida la compra y abandonaron el lugar. Enar los miró sin disimular el asco.
—Tu hermano era de nuevo demasiado optimista —gruñó dirigiéndose a Mari—. No nos desharemos de ellos tan rápido. Ahora se instalarán, como los piojos.
Mari sintió un escalofrío por la espalda. Si su padre supiera los sentimientos que albergaba por uno de aquellos invasores… ¡no quería ni pensar cómo podía reaccionar! «Tienes que quitarte a Joachim de la cabeza», se dijo. Por suerte, sus sentimientos no eran correspondidos, y Mari lo asumió con melancolía y a desgana.
Enar, que malintepretó su expresión, le dio unos golpecitos en las mejillas y le anunció con una confianza enfurecida:
—¡La cabeza bien alta, mi niña! No nos doblegaremos ante ellos.
Mari sonrió y se alegró de que su padre no pudiera leerle el pensamiento.
Pasados tres días, el 10 de junio, el rey Håkon VII solicitó a las tropas noruegas desde su exilio londinense que se rindieran sin condiciones para evitar derramar más sangre sin sentido. El mismo día Joachim y sus camaradas se mudaron a los barracones que ya estaban terminados en la antigua plaza de armas de Nordfjordeid.
Mari observó aliviada por la ventana del salón cómo cargaban su equipaje en las bicicletas. «Ya no puede pasarte nada», no paraba de repetirse, pero no podía apartar la mirada de Joachim. Cuando él se volvió hacia la casa y alzó la vista hacia la ventana, Mari se apartó, asustada. ¿Había notado que lo observaba? Volvió a inclinarse y miró con cuidado. Joachim buscó algo con la mirada por la granja antes de montar en la bicicleta y seguir a sus compañeros, que ya se habían ido. No había ninguna duda: parecía decepcionado. Mari notó que se sonrojaba. ¿Y si la estaba buscando a ella? Sacudió la cabeza sin querer. Basta de bobadas, se amonestó, y puso la mesa para la comida principal del día, que también en su familia solía ser a última hora de la tarde.
—Ah, esto sí que es vida —rezongó Enar al cabo de un tiempo, satisfecho, se puso el vaso de café delante en la mesa y cogió la pipa que Mari le había llenado después de comer. Su padre se lo agradeció con un gesto y se deleitó fumando. El regalo de despedida de los soldados alemanes, una libra de café en grano y una bolsa de tabaco, había despertado en Enar un ánimo algo más conciliador. Sí, incluso estaba dispuesto a admitir que por lo menos aquellos jóvenes eran una compañía agradable. Aun así, se alegraba de que su familia volviera a disponer de la granja y no tuviera que recordar a diario que Noruega era un país ocupado.
El sol seguía brillando cuando Mari fue a hacer una visita más tarde a su yegua Fenna y sus potros al pasto. Como todos los días, después de trabajar le gustaba dar un paseo a caballo y se llevaba a su yegua. El pequeño semental se acercó a ella dando brincos, revoltoso, y su madre lo siguió despacio. Frihet se desarrollaba maravillosamente, era el orgullo de Mari. Fenna la saludó con sus suaves relinchos. Cuando Mari la hubo ensillado, sacó el estribo, del que cayó un pequeño rollo de papel al suelo. Lo recogió intrigada y abrió el lazo con el que iba atado.
Era un dibujo a lápiz de un potro recién nacido con un remolino de pelo en la frente: sin duda era Virvelvind, el potro de Bjelle. Y el escondite había sido escogido con tanto cuidado que solo ella podía encontrar aquella despedida. Mari posó el brazo en el cuello de Fenna y acercó el rostro ardiente a la piel suave de la yegua.
—¡Me buscaba a mí! —le susurró, feliz.
Fenna relinchó con suavidad.