Fráncfort, abril de 2010
A Lisa le sentó bien la conversación con Susanne la mañana después de regresar de la India. Ya no se sentía tan desorientada y herida, podía hacerse las preguntas que le iban surgiendo con más serenidad. Lisa se sirvió más té y se colocó junto a la ventana con la taza. Muchas de las cosas que de niña había dado por supuestas adquirían una nueva perspectiva ahora que sabía de la adopción de su madre. Sobre todo esa eterna falta de hogar, la negativa de Simone a establecerse en algún lugar y echar raíces. De hecho había claudicado ante el deseo de su marido Rainer de alquilar una casita en el sur de Francia para su vejez, pero su inquietud interna era más fuerte y seguía arrastrándola. Y como Rainer la amaba y quería verla feliz, fue recorriendo mundo con ella. Al fin y al cabo antes también ella le siguió a sus diferentes destinos, lugares igual de exóticos.
Lisa se detuvo un momento. No, hubo una excepción, un día unos veinte años atrás, lo recordaba muy bien. Estaban comiendo en una terraza emparrada con vistas al estrecho de Gibraltar a mediodía. Debió de ser en la ciudad portuaria marroquí de Tánger. Aquella mañana su padre había sabido cuál sería su siguiente destino. Según un ritual establecido, Simone y Lisa tenían que adivinar su nuevo lugar de residencia y hacerle preguntas a las que él solo podía contestar sí o no. Por ejemplo: ¿hay elefantes? ¿Se utiliza el alfabeto latino? ¿Hay nieve en invierno? ¿El país se encuentra en el hemisferio norte?
Fue Lisa la que finalmente dio con la respuesta correcta, con mucho orgullo: ¡Noruega! Rainer felicitó a su inteligente hija, pero Simone se levantó de golpe. Pese al bronceado se había quedado pálida, y le costaba respirar. Cuando Rainer le preguntó confuso qué le ocurría, Simone exclamó con vehemencia: «A Noruega no. ¡Jamás pondré un pie en ese país!», y entró corriendo en casa. Padre e hija se miraron aturdidos, absolutamente desconcertados por aquel arrebato inesperado e inexplicable. Hasta entonces Simone había seguido a su marido sin rechistar hasta el rincón más remoto de la Tierra, siempre dispuesta a aventurarse en nuevos países y culturas. ¿Qué tenía exactamente en contra de Noruega? Ni Rainer ni Lisa se explicaban la extraña reacción de Simone, ni lograron más tarde que les diera una razón lógica. Finalmente Rainer solicitó otro destino y dejó el asunto.
Lisa tenía claro lo mucho que la había marcado aquella vida inestable, pues en el fondo ella también llevaba una vida nómada. El pisito de Fráncfort era más un campamento base para sus breves paradas que un verdadero hogar. Apenas conocía la ciudad y se mudaría a otra sin lamentarlo. Solo echaría de menos de verdad a Susanne, cuya amistad había «pasado» más por casualidad que porque ella se hubiera esforzado activamente por tener una relación así. Además, por lo visto había asimilado el rechazo de su madre hacia Noruega inconscientemente, pues en todos los años que llevaba viajando por el mundo, nunca había puesto un pie en ese país. Ni siquiera se había acercado nunca, ya que Suecia y Finlandia también se habían convertido en un tabú.
Lisa sacudió incrédula la cabeza. Uno imagina que es dueño de sus decisiones y luego comprueba hasta qué punto nos manipulan influencias externas. Se alejó de la ventana y agarró el medallón plateado de la mesa de centro. En el dorso había grabadas algunas palabras en un idioma extranjero —«For veslepusen min til minne om din lykkeligste dagen»— que Lisa atribuía a la zona escandinava. ¿Tal vez era noruego? Lisa notó que se le aceleraba el pulso. La contundente reacción de su madre al mencionar Noruega no era casual, ni una excentricidad, como Lisa había pensado durante todos esos años. Cogió a toda prisa su ordenador portátil, se sentó en el sofá y entró en internet. Introdujo algunas palabras de la inscripción y en unos segundos obtuvo la confirmación: la dedicatoria del medallón estaba escrita en noruego. Con ayuda de un diccionario on line noruego-alemán Lisa consiguió una traducción aproximada: «Para mi gatita en recuerdo del día más feliz de tu vida».
«El día más feliz de tu vida» hacía referencia al día de la boda. Y con toda probabilidad la gatita era la joven que tanto se parecía a ella. Pero ¿quién le regaló la joya? ¿Su prometido? ¿O la dedicatoria era del padre o la madre de la novia?
Lisa abrió el medallón y observó las viejas fotografías. Era evidente que el chico llevaba uniforme, pero ¿de qué ejército? ¿Cómo era un uniforme noruego? Cogió una lupa para observar mejor los detalles. A derecha e izquierda del cuello alto de la chaqueta había cosidas unas barras dobles, en las hombreras Lisa reconoció unas serpientes que se enrollaban en una barra. ¿Acaso el joven era médico? En el quepis en forma de barco que llevaba en la cabeza, un poco ladeado, Lisa vio un emblema redondo con un águila bordada con las alas desplegadas y una diminuta cruz gamada. Así que del ejército nazi.
Lisa dejó caer la lupa. ¿Cómo llegaba un soldado alemán a tener una prometida noruega? Lisa se inclinó de nuevo sobre el portátil. Al buscar información sobre Noruega durante la Segunda Guerra Mundial obtuvo multitud de enlaces. Ni siquiera sabía que Noruega hubiera desempeñado un papel tan importante en el plan estratégico de los alemanes durante la guerra. Con una población de poco más de tres millones en la década de 1940, ese pequeño país fue inundado por hasta cuatrocientos mil alemanes del ejército invasor, que sobre todo debían proteger la costa oeste contra los ataques de los aliados, según leyó. En comparación con los países ocupados del Este, cuya población considerada de «inferioridad racial» sufría la brutal arbitrariedad del vencedor, Noruega se encontraba entre los países llamados «ocupados pacíficamente» con habitantes arios, como siempre los habían considerado.
A Lisa le daba vueltas la cabeza. En su búsqueda de respuestas no paraban de surgirle nuevas preguntas: ¿su abuelo era un nazi? ¿Cómo habían aceptado su novia noruega y su familia a los invasores y el Tercer Reich? ¿Existía alguna posibilidad de averiguarlo? Lisa cerró el portátil. No iba a rendirse tan fácilmente. Estaba resuelta a rellenar esos huecos de la historia de su familia y conocer lo mejor posible a sus abuelos.
Al cabo de una hora estaba delante del jardín que su familia de Heidelberg poseía hacía mucho tiempo en la pendiente por debajo de Philosophenweg, frente al casco antiguo. Lisa se detuvo un momento antes de abrir la puerta y respiró hondo. La idea espontánea de visitar a sus tíos de Heidelberg y preguntarles en persona por el destino de su hermana adoptiva de pronto ya no le pareció tan brillante. ¿Y si Robert y Hans se sentían atacados, el tema les incomodaba o no querían hablar del asunto? ¿Y si no sabían nada concreto?
«No te andes con remilgos», se dijo Lisa, y abrió la puerta del jardín. Un anciano se acercó a ella desde la parte trasera del pequeño terreno cubierto de huertos. Era de estatura media, complexión fuerte, y el espeso pelo oscuro solo estaba atravesado por algunos tonos plateados. Llevaba tejanos, un jersey de cuello cisne y botas duras con tierra incrustada. Al ver a Lisa esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Hola, tío Robert —le dijo ella.
—¡Lisa! ¡Me alegro de verte! —dijo él, dejó un rastrillo que llevaba en la mano y abrió los brazos.
En un abrir y cerrar de ojos Lisa sintió un fuerte abrazo y una sensación cálida. La información reciente de que Robert y su hermano Hans no eran sus tíos biológicos era algo abstracto: para Lisa siempre serían su familia.
Robert soltó a Lisa y la llevó hasta un banquito situado al sol cálido de mediodía bajo un manzano en flor. En el césped resplandecían por todas partes ramilletes gruesos de narcisos y tulipanes, y las umbelas de una planta de lilas estaban a punto de florecer. Lisa y Robert se sentaron en el banco, desde el que gozaban de una amplia vista al parque de Neckartal y la ciudad y su castillo, situados justo enfrente. Ya de niña, cuando iba a visitar a sus abuelos de vacaciones, a Lisa le gustaba ir allí para leer tranquilamente o simplemente soñar despierta.
—Es una lástima, pero Hans está de viaje, lamentará mucho no haberte visto —dijo Robert—. ¿O puedes quedarte más tiempo?
Lisa sacudió la cabeza.
—Lo siento, hoy no puedo, pero me gustaría venir pronto de visita unos días.
Robert le apretó el brazo y dijo:
—Ya sabes que siempre estamos encantados de que vengas. La última vez, por desgracia, fue por un motivo triste. —La miró con detenimiento—. ¿Te vas apañando?
Lisa le devolvió la mirada.
—Es difícil de decir. Los echo mucho de menos, pero aún no me he hecho del todo a la idea de que ya no están.
Robert asintió.
—A mí me pasa algo parecido, simplemente es inconcebible. Pero para ti es mucho peor, claro.
Lisa decidió agarrar el toro por los cuernos.
—He recibido correo de un notario de Heidelberg —empezó.
—¿De Walter Schneider? —preguntó su tío.
—Sí, exacto —dijo Lisa, sorprendida.
—Hace siglos que su despacho asesora a nuestra familia —le explicó Robert—. ¿Qué quería? Pensaba que todas las formalidades por la herencia de tus padres estaban aclaradas.
—Y lo están —admitió Lisa—. Se trata de una carta de mi madre que me escribió hace muchos años. —Hizo una breve pausa y tragó saliva—. No tenía ni idea de que era adoptada.
Su tío abrió los ojos de par en par, se levantó y se apartó unos pasos del banco. Lisa lo observó indecisa, pero Robert se volvió de nuevo hacia ella aclarándose la garganta.
—Lisa, lo siento muchísimo. No quería entrometerme, y además esperaba que tu madre te lo hubiera contado hace mucho tiempo.
Lisa se levantó y se colocó a su lado.
—Pero ya la conocías. Era la maestra de guardarse las cosas.
Robert le dio la razón con un gruñido.
—Tienes toda la razón, por eso me lo reprocho. Como mínimo tendría que haberme imaginado que no te había contado nada.
Lisa agarró del brazo a Robert.
—Por favor, no te tortures. Solo te agradecería que me contaras algo más ahora.
Robert asintió.
—Por supuesto, te contaré todo lo que sé con mucho gusto.
—Bueno —empezó Lisa cuando se sentaron de nuevo juntos en el banco—, ¿cómo llegó Simone hasta vosotros?
Robert se aclaró la voz.
—Mi madre trabajó después de la guerra en un campo de acogida de personas desplazadas cerca de Heidelberg como enfermera de la Cruz Roja —empezó—. Allí conoció muchas historias vitales horribles, pero la que más le llegó al corazón fue la de esa niña de unos cuatros años que había aterrizado en el campamento completamente sola tras una odisea que había durado meses. Mi madre no paraba de hablar de la niña, que se había quedado muda después de sus experiencias traumáticas. Cuando volvió a hablar tampoco supo decir de dónde venía ni si tenía parientes en algún lugar. Tampoco llevaba nada encima que aportara información sobre sus orígenes, solo una cadena con un medallón en el que había dos retratos.
—¿No se podía buscar a los padres de la niña mediante los retratos? —preguntó Lisa.
Robert soltó una carcajada.
—Me temo que tienes una idea totalmente equivocada de las posibilidades que había poco después de la guerra. Tal vez si entonces ya hubieran existido la televisión e internet…
Lisa asintió.
—Ya, claro, pero esperaba…
—Te entiendo muy bien —dijo Robert—, pero no te puedes ni imaginar el caos que reinaba por aquel entonces. Millones de personas sin un techo fijo sobre sus cabezas deambulaban por las ciudades devastadas. Refugiados de Occidente, personas que antes hacían trabajos forzados y prisioneros, repatriados, todos en busca de sus familias.
Lisa intentó que no se notara su decepción por la escasa información.
—¿Y qué sucedió a continuación? —preguntó.
—Cuando mi madre supo que la niña acabaría en un hogar para niños porque casi no había esperanzas de encontrar a su familia, decidió sin pensárselo dos veces que la acogiéramos y le diéramos un nuevo hogar —contestó Robert.
—La abuela era realmente una mujer generosa —dijo Lisa—. Ya tenía dos hijos, supongo que no era fácil alimentarlos… ¿y qué dijo vuestro padre?
Robert sonrió.
—Cuando a mi madre se le metía algo en la cabeza no tenía opción. Ella siempre sabía cómo engatusarlo… pero, bromas aparte, mi padre enseguida se enamoró de la pequeña. Igual que Hans y yo.
—Realmente mi madre tuvo mucha suerte —comentó Lisa—. Seguro que a la mayoría de huérfanos de la guerra no les fue tan bien.
—Es cierto —admitió Robert, y se levantó—. Voy a buscar un té, tengo la garganta seca.
Se acercó a un pequeño cobertizo y regresó con una cesta de la que sacó un termo, dos vasos de latón abollados y una bolsa de papel. Abrió la bolsa y se la ofreció a Lisa: eran bollos de aroma tentador de la panadería Lenz, que ahora llevaba Christian, el hijo de Robert. Lisa escogió una caracola con semillas de amapola cubierta de una capa espesa de cobertura de azúcar y mantequilla. Le dio un mordisco y sintió que retrocedía en el tiempo. De pequeña el horno de la empresa familiar le parecía el paraíso. Le encantaba ver cómo su abuelo formaba rosquillas, tartas de manzana o esas caracolas con unos pocos movimientos hábiles con las manos. Por aquel entonces tenía claro que algún día se casaría con un panadero.
—Ahora recuerdo que en el medallón había también una tarjeta postal —dijo Robert, al tiempo que le alcanzaba a Lisa un vaso de té.
—¿Qué tipo de postal? —preguntó Lisa—. El abogado no me la envió.
—Ah, entonces estaría entre las cosas que tiró tu madre después de la búsqueda infructuosa —dijo Robert—. En todo caso en el medallón había una postal doblada varias veces.
—¿Y qué decía? —preguntó Lisa en tensión.
—Nada —contestó Robert—. Era una postal sin escribir de un lugar de Noruega. Ya no sé exactamente cómo se llamaba. Algo de Nordfjord, si no recuerdo mal.
—Bueno, no es muy revelador —dijo Lisa, y se quedó callada. Sus esperanzas de averiguar algo más sobre su madre se iban desvaneciendo. Se quedó callada un momento y luego preguntó—: ¿Qué quieres decir exactamente con «búsqueda infructuosa»? ¿Mi madre buscó a sus padres biológicos?
—Sí, así fue —le confirmó su tío—. Cuando cumplió veintiún años y alcanzó la mayoría de edad, mis padres le explicaron lo de la adopción. Como es natural, Simone quiso saber más de sus padres biológicos. A principios de los años sesenta era mucho más fácil buscar a personas desaparecidas o investigar sus destinos. Por desgracia, Hans y yo solo nos enteramos de pasada de cómo actuó Simone y qué averiguó exactamente. Por aquel entonces Hans estudiaba en Múnich, y yo estaba de aprendiz en una panadería de Karlsruhe y venía poco a Heidelberg —dijo, y se encogió de hombros a modo de disculpa—. Nuestro padre le aconsejó que consultara a los veteranos de la unidad de infantería que estuvieron desplegados en aquella ciudad noruega durante la Segunda Guerra Mundial. Simone localizó a algunos miembros de esa unidad y les enseñó la foto del medallón. Realmente encontró a un antiguo compañero de su padre que se acordaba bien de él, sobre todo porque quería casarse con una joven noruega que vivía en una caballeriza cerca de la ciudad donde estaban destinados.
—¡Vaya! —exclamó Lisa—. ¡Es de película!
Robert sonrió con tristeza.
—Por desgracia sin un final feliz. Simone consiguió la dirección, pero cuando escribió a Noruega con la esperanza de saber más de su madre, tras semanas de espera llegó la respuesta de que no deseaban tener ningún tipo de contacto con ella y que no tolerarían más molestias.
—Qué horrible —dijo Lisa—, ¡se debió de llevar una decepción terrible!
—Sí —coincidió Robert—, Simone se lo tomó como si la abandonaran por segunda vez. Por eso en ese momento decidió dar por zanjado definitivamente aquel asunto y tirar todos los documentos.
—Entiendo —dijo Lisa, que sintió que se le inundaban los ojos de lágrimas—. Deja que lo adivine: jamás volvió a hablar del tema.
Robert asintió.
—A partir de entonces el tema se convirtió en un tabú absoluto.
—¿Simone era su nombre original? —preguntó Lisa cuando se hubo recuperado un poco.
—No, se lo puso nuestra madre —contestó Robert—. Como ya te he dicho, la niña no habló nada durante meses. Al cabo de un tiempo mi madre le propuso algunos nombres, y Simone parecía que era el que más le gustaba a la niña. —Hizo un gesto de resignación—. Me temo que es todo lo que te puedo contar.
—Bueno, de todos modos es mucho más de lo que sabía hasta ahora —dijo Lisa.
Robert le rodeó los hombros con el brazo.
—De verdad que siento mucho que no te lo contara tu madre. Imagino lo doloroso que es esto para ti.
—No pasa nada —afirmó Lisa.