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Nordfjordeid, primavera de 1940

—Vamos, Fenna, empuja otra vez. Ya casi lo has conseguido —animaba Mari a la yegua que estaba en el suelo del establo, cubierto con una capa gruesa de paja.

Fenna estiró la cabeza, miró un momento a la chica que estaba arrodillada tras ella y en la siguiente contracción empujó con todas sus fuerzas. Un paquete grande y mojado se deslizó hacia los brazos de Mari. Enseguida se rompió la membrana, apareció liberada la cabecita del potro, que se limpiaba los ollares y el morro. Un escalofrío recorrió aquel cuerpecito, el potro arrugó los ollares y con su primera respiración profunda abrió los ojos. Mientras la yegua se ponía en pie y se acercaba hambrienta a la pasta de salvado que le había preparado Mari como recompensa, frotó al recién nacido con paja para activarle la circulación de la sangre.

—Me he perdido lo más importante. —Resonó una voz por encima de Mari.

La chica de dieciocho años levantó la mirada y reconoció bajo la luz de la lámpara de petróleo colgada en el pasillo del establo, junto al box de Fenna, a su hermano mayor Ole. Ella le sonrió encantada y le presentó al pequeño potro, cuya piel era un poco más clara que la de su madre. En el lomo y la crin tenía la típica raya oscura de los caballos de los fiordos.

—Un ejemplar magnífico —dijo Ole a modo de elogio. Mari asintió con orgullo—. ¿Ha ido todo bien? —le preguntó su hermano—. Ha durado bastante.

—Es verdad —dijo Mari, y se levantó.

Solo entonces se percató de lo cansada que estaba. Apenas había dormido durante las últimas noches para estar presente cuando empezara el parto. Rechazó la oferta de Ole de turnarse en la vigilancia nocturna, a fin de cuentas era su caballo.

Fenna lo ha hecho estupendamente. Es increíble que sea su primer potro. —Mari acarició a la yegua, esparció una capa más de paja y salió del box—. ¿Y cómo va Bjelle? —preguntó.

Ole se encogió de hombros.

—Tal vez mañana por la noche. Hoy seguro que no, por eso la he dejado pastando —respondió.

Apoyada en la barandilla de madera del box del establo, durante las horas siguientes Mari observó junto con su hermano cómo Fenna lamía a conciencia a su hijo y no paraba de empujarlo con suavidad para animarlo a ponerse en pie. Hizo algunos intentos y se dio un par de batacazos en la paja, pero por fin el pequeño consiguió controlar a la vez las cuatro piernas y caminar inseguro hacia su madre. También necesitó su tiempo para buscar las ubres, pero al final el potro se puso a comer, complacido. Después se dejó caer agotado en la paja y se durmió enseguida.

Cuando los hermanos abandonaron el establo hacia las siete de la mañana ya era de día. Mari bostezó y estiró las extremidades entumecidas. Era alta y esbelta como su hermano, tres años mayor. Los rasgos de la cara definidos y simétricos, con la boca gruesa destacada y los ojos de color azul oscuro estaban enmarcados en un cabello color trigo y rizado, que llevaba recogido como de costumbre en una trenza gruesa. Ole también tenía los ojos azules, pero el pelo corto y liso estaba enmarañado después de pasar la noche en el establo.

—Espero que madre haya hecho grøt —dijo Mari.

—Yo también —se sumó Ole—, ¡podría engullir una olla entera de avena yo solo!

—¡Ni se te ocurra, glotón! —replicó Mari, y acto seguido echó a correr por el espacio que quedaba entre el establo de caballos y la antigua casa—. A ver quién llega el primero a la cocina —le gritó por encima del hombro, y siguió corriendo.

Subió sin aliento los peldaños hasta la puerta de la casa, recorrió el pasillo, abrió la puerta de la cocina y se quedó de piedra en el umbral. Ole, que le pisaba los talones, estuvo a punto de tropezar con ella, pero frenó justo a tiempo.

—Eh, pero qué… —se quedó a medias con la pregunta, indignada al mirar hacia la cocina por encima del hombro de su hermana.

La familia entera estaba sentada alrededor de la mesa situada en un rincón, sin moverse, como si estuvieran petrificados. Se oía una música solemne por el aparato de radio que había en un estante encima de la mesa.

Mari entró indecisa en la cocina y preguntó temerosa:

—¿Qué ha pasado? ¿Alguien se ha puesto enfermo?

Paseó la mirada por los presentes y sin querer suspiró aliviada. No, estaban todos allí. Padre y madre, la abuela Agna y Finn, el hermano gemelo de Mari, que era igual que Enar, el padre de los tres hermanos, de cincuenta años. De él había heredado la complexión fuerte y algo achaparrada, el pelo liso color paja y los ojos azules bajo las cejas casi blancas. Por eso a veces la gente pensaba que Ole y Mari eran los gemelos, sobre todo porque Finn, tan reflexivo y circunspecto, parecía mayor de dieciocho años. Mari también compartía con Ole su amor por los caballos, sin los que no podía vivir, mientras que Finn prefería esconderse tras sus libros y soñaba con estudiar literatura.

Su madre Lisbet levantó la cabeza como a cámara lenta y susurró en un tono neutro:

—Esta noche los alemanes han atacado por sorpresa nuestra tierra.

Mari y Ole intercambiaron miradas de incredulidad.

—¡Pero si somos neutrales! —exclamó Ole, escandalizado.

—Como si a alguien le interesara ese dictador con delirios de grandeza —comentó Finn con sarcasmo.

—¿Qué significa exactamente atacar? —preguntó Mari. Su padre, que miraba en silencio la radio con gesto de preocupación y apretando los labios, volvió la cabeza hacia ella y pareció advertir su presencia en ese momento.

—Han atacado a la vez varias ciudades costeras con buques de guerra y aviones militares.

Mari sintió un vahído. Se dejó caer sin fuerzas en un taburete. ¿Acaso estaba soñando?

—¿Entonces estamos en guerra? —preguntó con la voz ronca.

Su padre asintió, furioso.

—Ya lo creo. De todos modos, por lo visto nadie sabe muy bien qué hacer.

Ole también se sentó a la mesa.

—Pues está claro. ¡Tenemos que luchar! Seguro que el gobierno ha hecho pública la movilización, ¿no?

—Eso cabe esperar —contestó Finn, en lugar de su padre—. En realidad el rey pudo salir en un vuelo de Oslo con su familia y los diputados del Parlamento poco antes de la entrada de los alemanes. Nadie sabe dónde se encuentran en este momento y qué ocurrirá a partir de ahora.

Antes de que Ole insistiera, la música de la radio fue interrumpida por un discurso. Mari y su familia escucharon con mucha atención, pero no era la anhelada voz del rey Håkon la que sonaba por el aparato. Vidkun Quisling, el jefe de Nasjonal Samling, anunció la toma del poder de su partido fascista y antidemocrático. Cualquier resistencia contra las tropas alemanas sería considerada un acto criminal, y los oficiales noruegos solo obedecerían órdenes del «nuevo gobierno nacional».

Enar dio un puñetazo en la mesa y lo agitó en un gesto amenazador hacia la radio.

—¡Muy propio de ese traidor a la patria, eso de aprovechar este vergonzoso caos para llevar a cabo un intento golpista!

Lisbet posó la mano en el brazo de su marido.

—Estoy segura de que no lo conseguirá —intentó calmarle—. Estoy convencida de que nuestro rey pronto organizará el contraataque. No creerán los alemanes que pueden invadirnos sin declararles la guerra.

Mari miraba aturdida aquellos rostros, en los que veía reflejados sus propios sentimientos: una mezcla de rabia, miedo y desconcierto. Solo Agna, la madre de su padre, parecía relajada y sonreía a su nieta con ternura. Con su peculiar confianza en Dios dijo en voz baja pero firme:

—Nuestro Señor no permitirá que los noruegos caigan en manos del diablo.

Mari habría dado la vida por poder compartir su optimismo. Ya no aguantaba más en la cocina, de modo que salió corriendo fuera. En el rellano de la escalera, delante de la puerta principal, se quedó quieta y respiró hondo el aire fresco matutino. Desde allí tenía buenas vistas del fiordo y la orilla de enfrente, con sus montañas pobladas de bosques y las cimas nevadas. Antaño el bisabuelo de su padre adquirió el terreno en aquella suave pendiente ascendente y construyó la casa y la caballeriza. Con el tiempo sus descendientes la habían ampliado con el patio alrededor de un establo para las vacas, las cabras y las gallinas, un granero espacioso y un gran horno para hacer pan, y fueron comprando poco a poco las dehesas y pastos que se extendían justo en la orilla del fiordo hacia el oeste.

¡La imagen era tan apacible! Mari se sorprendió aguzando el oído en tensión y buscando aviones en el cielo. ¿Cómo sonaba la guerra? ¿Cómo era el estruendo de los cañonazos? ¿O un ataque aéreo? Allí estaba todo tranquilo, como siempre. Solo se oía el ruido regular de un barco pesquero en el fiordo y el gorjeo de algunos carboneros que retozaban en las ramas aún desnudas del viejo manzano que había junto a la casa. Mari se sacudió la ropa y se dirigió al establo: a fin de cuentas hoy también había que sacar el estiércol, alimentar a las gallinas, ordeñar a las cabras y a las vacas y llevar a las vacas a pastar.

Cuando Mari hubo cumplido con sus obligaciones matutinas se dirigió al establo. Se acercó con cuidado al box de Fenna y sus potros. La yegua la saludó con un resuello, y su hijo pequeño se escondió detrás de ella y miró a Mari con timidez desde ahí. Mari abrió el box para que se acostumbrara lo antes posible a ella y sacó a Fenna al cercado que había detrás del establo, sin parar de murmurarle palabras de consuelo. Tras dudar un instante, el pequeño siguió a su madre, que no le quitaba ojo de encima.

Fuera Mari soltó a la yegua y los observó a ambos desde la verja.

—¿Cómo vamos a llamar a tu pequeño? —preguntó Mari.

Fenna levantó la cabeza y relinchó con suavidad. Mari la observó pensativa: el nombre de Fenna significaba paz. Seguía sin poder imaginar que en su país ya no reinara la paz, y que pronto tal vez tampoco hubiera libertad. La victoria casi sin esfuerzo de los alemanes en los países ocupados por ellos hasta entonces no hacían esperar nada bueno.

Frihet —dijo Mari al cabo de un rato—, así se llamará.

Håkon VII tardó casi una semana en dirigirse a su pueblo una mañana mediante un discurso radiofónico para anunciar la movilización. Desde la invasión alemana había emprendido la huida hacia el norte con su familia y los ministros del Gobierno, perseguidos por aviadores de caza alemanes que bombardearon varias ciudades sin poder detener a los fugados. En su discurso el rey dejó claro una vez más con contundencia que se negaba en rotundo a colaborar con los alemanes, igual que a la capitulación sin condiciones que exigían.

Mari salió con su familia de la iglesia de madera pintada de blanco de Nordfjordeid, la pequeña ciudad al final del Eidsfjord, un lateral del Nordfjord. Como todos los domingos después del servicio religioso, si el tiempo no era demasiado desapacible, los miembros de la comunidad se quedaban un rato conversando en grupos antes de regresar a sus granjas o casas de la ciudad. Sin embargo, aquel día no hubo intercambio de las últimas habladurías, ni comentaron el sermón del pastor Hurdal ni charlaron sobre temas de la agricultura: todo giraba en torno a la guerra que los alemanes habían llevado hasta Noruega y que ahora también allí era más tangible. En unas horas los hombres de la zona y alrededores aptos para el servicio militar debían acudir a la antigua plaza de armas para la revisión. Aquel lugar fue utilizado en 1649 como primer campo de instrucción militar de Noruega para la región y ahora servía de punto de concentración de los soldados.

—¡Ni hablar! ¡Te lo prohíbo!

La enérgica voz de su padre hizo que Mari se estremeciera. Se volvió hacia él y vio que estaba discutiendo acaloradamente con Ole.

—Pero, padre —protestó Ole—, ¡es nuestro deber defender nuestro país y al rey!

—¿Con qué? —preguntó Enar con amargura—. Ni siquiera hay uniformes para todos, por no hablar de fusiles o piezas de artillería. De momento no nos han enviado armas. ¿Queréis sacrificaros como borregos?

Antes de que Ole pudiera replicar, Finn, que se encontraba a su lado, tomó la palabra.

—Padre tiene razón. Ya has oído lo que ha contado el cuñado del viejo Nylund. En Stryn han fabricado cócteles molotov porque no tenían otra cosa para defenderse.

Ole encogió los hombros, confuso.

—Noruega necesita toda la ayuda posible.

Enar hizo un gesto de impaciencia.

—Ni siquiera tienes formación militar. No creo que te aceptaran.

Ole quiso contestar algo, pero se reprimió y asintió con resignación.

Mari cruzó la mirada con él y supo que su hermano no daba por zanjado el asunto. Conocía muy bien ese brillo rebelde en los ojos. Arrugó la frente, angustiada.

Ole se dio cuenta, la agarró del brazo y susurró:

—No te preocupes, hermanita, seré valiente.

Mari le dio un leve empujón en el costado.

—Viniendo de ti eso suena a amenaza. —Ole sonrió—. En serio, Ole, no hagas tonterías, por favor. ¡Prométemelo!

Ole soltó a Mari, se puso con un gesto dramático la mano sobre el lado izquierdo del pecho y dijo:

—Palabra de honor de Gran Indio. De todos modos no creo que valga para soldado.

Mari no se quedó del todo tranquila. A su hermano le gustaban demasiado las aventuras, sobre todo si eran peligrosas. Más tarde comprobó con gran alivio que Ole apenas tuvo ocasión de pensárselo y acudir a hacerse la revisión. En la radio se enteraron de que la entrada en la guerra del pequeño batallón que partió de Nordfjordeid bajo el mando del general Steffens para repeler al enemigo se quedó en un episodio anecdótico. El 1 de mayo la unidad, formada por cien soldados, se rindió en vista de la superioridad aplastante de los alemanes, un destino que compartieron con la mayoría de soldados noruegos del sur y el oeste del país, donde las fuerzas armadas alemanas avanzaban casi sin tener que disparar un tiro. En el norte, en cambio, toparon con una resistencia encarnizada. Apoyados por las tropas aliadas, los noruegos defendieron durante semanas la ciudad de Narvik y provocaron en los alemanes pérdidas sensibles.

—¿Crees que podríamos seguir ahuyentándoles? —preguntó Mari a su hermano Finn, esperanzada.

El locutor de las noticias de la radio británica acababa de informar de un nuevo éxito de los aliados en la lucha por Narvik. Los gemelos estaban sentados delante del aparato de radio de la cocina, ya que desde la entrada de las fuerzas alemanas siempre estaban pegados a él cuando se lo permitía el trabajo, igual que el resto de la familia.

Finn se encogió de hombros, indeciso.

—Es difícil saberlo. Los alemanes tienen el control aquí y en el sur. No creo que nos deshagamos de ellos tan rápido.

Mari asintió pensativa.

—Probablemente tengas razón. Son muchísimos. Ingolf, el primo de Nilla, nos contó que solo en Vågsøy hay cientos de soldados desplegados.

Mari sintió un escalofrío al imaginarse lo que eso podía significar para la pequeña isla de la costa oeste. ¿Cómo era estar en manos del enemigo? Por desgracia el primo de Nilla, la amiga de Mari, procedente de una familia de pescadores, solo pudo hablar por teléfono con sus parientes un momento en la oficina de correos de Måløy, el puesto principal en Vågsøy, y casi no les habló de la vida con los alemanes.

En Eidsfjorden por el momento casi no tenían noticias de la guerra. Sin duda solo era cuestión de tiempo que los alemanes también desplegaran unidades y enviaran a sus administradores.

—No voy a aceptar nada de esos sádicos hunos —afirmó Mari, decidida y furiosa.

Finn le acarició el cabello con ternura.

—No esperaba otra cosa de ti —dijo.

Al principio todo siguió su curso. El inicio de la primavera llegó como todos los años con mucho trabajo. Fenna había iniciado la temporada de los potros con el nacimiento del pequeño Frihet, muchas otras yeguas esperaban a sus crías y Mari y Ole pasaron numerosas noches en vela. Su padre y Finn repararon los daños en las construcciones del patio que habían surgido durante el largo invierno de abundante nieve, y arreglaron las vallas de los pastos. Había que abonar los campos y prepararlos para la siembra de avena y cebada, plantaban patatas, cavaban los bancales de los huertos de detrás de la casa y Lisbet los cultivaba. La abuela Agna se sumergía en la limpieza de primavera anual, una tarea que Mari odiaba especialmente. Normalmente Agna trataba con deferencia a su nieta, pero en eso no valían excusas, de modo que este año tampoco se escapaba de la limpieza general.

Estaba dando brillo a las ventanas del salón cuando oyó gritos de fuera. Intrigada, asomó la cabeza por la ventana que daba al pequeño espacio que había entre la casa, los establos y el pajar. Su hermano Finn estaba con su padre y señalaba nervioso hacia el fiordo. Ole salió del establo y también miró al agua, inquieto. Mari ya no aguantó más y salió corriendo.

—¿Qué pasa? —gritó al llegar al umbral de la puerta.

—Vienen los alemanes —contestó Finn.

—¿Qué? ¿Dónde? —preguntó Mari, que se situó junto a sus hermanos.

Ole estiró el brazo y señaló al otro lado del fiordo.

Mari aguzó la vista y enseguida abrió los ojos de par en par del susto.

—¡Pero es un ejército entero!

Por la carretera del río avanzaba un convoy de camiones y pequeños vehículos todoterreno, seguidos de tiros de caballos y ciclistas. Al final marchaba una cadena de soldados que parecía interminable.

—¿Qué es ese ruido tan extraño? —preguntó Lisbet, que acababa de salir de la casa. Mari se concentró en el estruendo que les llegaba desde el otro lado del fiordo. Además del zumbido de los motores de los vehículos, el viento transportaba algo más.

Mari se encogió de hombros, aturdida.

—Ni idea, suena a…

—¡Están cantando! —la interrumpió Finn, perplejo. Escucharon los cantos en silencio.

—Qué raro —comentó Mari al cabo de un rato—, hay algo que no encaja. Es decir, parece que estén de excursión escolar. Imaginaba distinto un ejército de ocupación.

Ole le lanzó una mirada socarrona.

—¿Como una horda de vikingos berreando con cuchillos entre los dientes?

Mari le hizo una mueca.

—Idiota.

Finn sonrió a su hermana.

—Sé a qué te refieres. ¿Os acordáis de esa embarcación alemana que ancló aquí hace dos años? Esos tampoco paraban de cantar. Parece que les encanta.

Ole se encogió de hombros.

—Tal vez esos soldados se toman la campaña como unas vacaciones —dijo, y añadió con amargura—: Tampoco les damos motivos para verlo de otra manera.

—¿Adónde van? —preguntó Mari.

—Ya veremos —dijo Ole, y volvió al establo.

La respuesta a la pregunta de Mari llegó al cabo de unas horas. Estaba vaciando el agua sucia con la que había fregado el suelo de la casa cuando oyó una polifonía de timbres de bicicleta desde la callecita que llevaba hacia abajo al terreno de la granja. Delante de la rampa había cuatro jóvenes con sus bicicletas, con uniformes de color gris azulado y las gorras colocadas en la cabeza con insolencia. Hicieron señas a Mari con una sonrisa amable. Cuando hicieron el amago de acercar las bicicletas hacia ella, Mari dejó caer el cubo de limpiar del susto y se fue corriendo a casa.

—No tenga miedo —dijo alguien en un noruego un tanto precario.

Mari se dio la vuelta asombrada. Uno de los soldados había corrido tras ella y ahora estaba a solo unos pasos de distancia.

—Por favor, no le haremos nada —continuó, y le enseñó las manos abiertas como si así quisiera demostrar que era inofensivo.

Mari se echó a reír sin querer al ver la expresión de su rostro, que oscilaba entre la contricción y la picardía. El soldado, que parecía tener veinte y pocos años, era muy apuesto con su uniforme de líneas elegantes. En el rostro enjuto con los pómulos salidos destacaban los ojos marrones y almendrados, ligeramente inclinados, en los que Mari vio un brillo dorado.

«Me lo he quedado mirando», constató Mari horrorizada, y agachó la mirada. Se sonrojó en el acto, ¡qué vergüenza! Hubiera sido mejor irse sin decir palabra. Una hoja de papel apareció en su campo de visión.

—Disculpe, pero tenemos orden de aposentar aquí las tropas hasta que nos hayamos construido un alojamiento —dijo el soldado—. Aquí tiene la orden.

Sin volver a mirarlo, Mari agarró el documento y murmuró:

—Voy a buscar a mi padre.

Se fue corriendo hacia el granero, en el que Enar estaba trabajando con Ole y Finn. El corazón le latía a tal velocidad que parecía que hubiera subido una ladera escarpada o que hubiera echado una carrera. Intentó convencerse en vano de que lo que la había exaltado era la aparición inesperada de los soldados enemigos, pero solo uno de ellos había desatado aquella sensación en su interior, esa mezcla de intranquilidad, miedo difuso y una ardiente sensación de felicidad.