Más allá de la indignación existe la furia, la indominable rabia de la desesperación, y aún más allá, mucho más allá de los dominios de la locura, existe la región de la fría y profunda indiferencia. Cuando un hombre penetra en esta región, cosa que logran muy pocos de ellos, ya no es el mismo: sobrepasa sus propias fuerzas, convirtiéndose en un hombre que se sobrepone a sus normas habituales y al código de sus sentimientos, pensamientos y emociones, un hombre para quien palabras como miedo, peligro, sufrimiento y fatiga son palabras que pertenecen a otro mundo y cuyo significado está fuera de su comprensión. Es un estado que se caracteriza por la anormalmente elevada claridad del espíritu y por la agudísima percepción de saber dónde radica el peligro, y por un total e inhumano desprecio de él. Es, sobre todo, un estado caracterizado por su profunda implacabilidad. En este estado se hallaba Nicolson a las ocho y media de la tarde de aquel día de febrero, segundos después de que McKinnon le dijera que Gudrun y Peter habían sido aprehendidos por los japoneses.
Su mente estaba clara, de un modo que no era natural, y examinaba rápidamente la situación, a medida que se iba enterando de ella, pesando las posibilidades y las probabilidades, formulando a toda velocidad el único plan que podía ofrecer alguna garantía de éxito. Su debilidad y el completo agotamiento físico se habían desprendido de él como si fueran una prenda exterior: sabía que el cambio era sicológico y no fisiológico, y que más tarde le costaría muy caro, pero no importaba; tenía la extraña seguridad de que cualquiera que fuera la fuente de su energía, le permitiría salir adelante. Notaba aún remotamente las severas quemaduras de sus piernas y brazos, el dolor en su cuello, donde la bayoneta japonesa había dejado su profunda mordedura, pero se daba cuenta de ello sólo como conocimiento intelectual de las heridas y quemaduras, que igualmente podrían haber pertenecido a otro hombre.
Su plan era sencillo, sencillo hasta lo suicida, y las probabilidades de fracaso eran tan altas que parecían inevitables, pero la idea de fracasar nunca pasó por su mente. Hizo media docena de preguntas a Telak, otras tantas a McKinnon y supo lo que debía hacer, y lo que harían todos, si es que quedaba alguna esperanza. Fue el relato de McKinnon el que le facilitó la solución del problema.
El ayuntamiento había ardido tan intensamente y el fuego se había propagado con tanta rapidez, por una sola razón: McKinnon había rociado toda la pared que daba a barlovento con el contenido de una lata de cuatro galones de gasolina. La había robado del camión japonés a los pocos minutos de haber llegado éste, pues su conductor vigiló bastante distraídamente y yacía en aquel momento en el suelo a menos de diez pies de distancia. Estaba a punto de prender fuego a la pared cuando un centinela que patrullaba se topó materialmente con él. Pero había hecho algo más que apropiarse de la gasolina: había tratado de inmovilizar el camión. Había buscado el distribuidor, pero en la oscuridad no logró encontrarlo. Localizó entonces el tubo de alimentación del carburador, y el blando cobre se dobló entre sus dedos como si fuera de arcilla. Parecía poco probable, o mejor dicho imposible, que el camión pudiera recorrer más de una milla con la poca gasolina que quedaba, y desde la aldea hasta Bantuk había cuatro millas.
Nicolson solicitó en seguida la colaboración de Telak, a lo que éste accedió inmediatamente. Con su padre y varios compañeros muertos, ya no existía neutralidad alguna para Telak. Habló poco, pero lo poco que dijo fue amargo y salvaje y no se refería a otra cosa que a venganza. Mostróse rápidamente de acuerdo con la petición de Nicolson para que proporcionara un guía al grueso del grupo, compuesto solamente por siete hombres en total, bajo el mando de Vannier, para que les guiara por el camino principal hasta Bantuk, donde tenían que apoderarse de la lancha abordándola, si ello podía efectuarse en completo silencio. Rápidamente tradujo las instrucciones a uno de sus compatriotas y le señaló el punto en que debían encontrarse. Ordenó después a media docena de sus hombres que registraran a los soldados japoneses que yacían muertos alrededor del kampong y que llevaran todas sus armas y municiones a un lugar que les indicó. Hallaron un fusil ametrallador, dos rifles automáticos, y una extraña pistola automática que se hallaban todavía en condiciones de prestar servicio. El propio Telak desapareció en una choza cercana y reapareció con dos parangs de Sumatra, afilados como navajas de afeitar, y un par de curiosas y finamente cinceladas dagas con hojas de diez pulgadas de largo y en forma de llama de fuego, que introdujo en su cinturón. A los cinco minutos de la destrucción del ayuntamiento, Nicolson, McKinnon y Telak emprendían la marcha.
La carretera de Bantuk, que en realidad no era tal carretera, sino un empinado sendero que no llegaba a los seis pies de ancho, seguía un curso tortuoso a través de plantaciones de aceite de palma y de tabaco y malolientes ciénagas, cuya profundidad llegaba hasta la cintura y que resultaban peligrosísimas en la oscuridad. Pero el camino por el que les condujo Telak corría paralela a la carretera sólo durante corto trecho, la cruzaba por dos veces, y penetraba directamente a través de las marismas, los arrozales y las plantaciones, dirigiéndose recto como una flecha hacia el centro de Bantuk. Los tres hombres estaban heridos y de gravedad. Telak más que ninguno, y ningún médico competente habría vacilado en hospitalizar a cualquiera de ellos. A pesar de todo, cruzaron todo el camino hacia Bantuk corriendo, a través de un terreno imposible, agotador y fatigante, sin disminuir nunca el paso. Corrieron con sus corazones latiendo alocadamente bajo el inhumano esfuerzo, con piernas que parecían de plomo, agarrotadas por el dolor de unos músculos que habían llegado más allá de los límites de su resistencia, con sus pechos subiendo y bajando mientras sus agotados pulmones exigían cada vez más aire, empapados en un sudor que manaba a chorros de sus cuerpos. Corrieron sin cesar, Telak porque éste era su elemento y su padre yacía muerto en la aldea con el pecho atravesado por una bayoneta japonesa, McKinnon porque estaba aún enloquecido por el furor y porque su corazón seguiría funcionando hasta que él se desplomase, Nicolson porque sentía como si fuera otro hombre, y todo su dolor, penalidad y sufrimiento ocurrieron a alguien que no era él.
La segunda vez que cruzaron la carretera vieron el camión japonés a menos de cinco yardas de distancia en la oscuridad. Ni siquiera se detuvieron, pues no cabía duda de que había sido abandonado, y que los japoneses se habían llevado consigo a los prisioneros, apresurándose a llegar a pie a la ciudad. Por las razones que fueran el camión había llegado mucho más lejos de lo que ellos habían calculado, por lo menos a mitad del camino hasta Bantuk, y no podían saber cuánto tiempo hacía que los prisioneros lo habían abandonado. Nicolson no ignoraba que sus probabilidades eran ahora aún más escasas, casi inexistentes en realidad. Todos ellos lo sabían, pero ni uno solo expresó tal pensamiento en voz alta, ni sugirió que podrían disminuir su terrible marcha, aunque sólo fuera en una fracción. En todo caso, aumentaron su esfuerzo, avanzando con mayor desesperación entre la oscuridad.
Más de una vez, después de ver el camión, cruzaron por la imaginación de Nicolson visiones de cómo los japoneses debían de tratar a sus prisioneros mientras les obligaban a cruzar la selva con tremenda rapidez. Imaginó culatas de fusil, tal vez incluso bayonetas, empujando violentamente al anciano y malherido capitán, y también a Gudrun, mientras la muchacha avanzaba a tropezones entre la oscuridad, fatigada por el peso agotador del niño que llevaba en brazos; después de recorrer media milla, hasta el peso de un niño de dos años puede llegar a hacerse intolerable. O tal vez habría dejado caer al pequeño Peter, acaso le habían abandonado en su precipitación, dejándolo junto a la jungla, por no poder continuar con él, para que pereciera sin remedio… Pero el consejero que gobernaba aquella noche la mente de Nicolson no permitía que tales pensamientos durasen por largo tiempo. Sólo permanecían lo suficiente para instigarle a realizar un esfuerzo todavía mayor, y nunca para llegar a convertirse en obsesión o en desaliento total. Durante toda aquella espantosa y agotadora carrera, la mente de Nicolson permaneció extrañamente fría y lejana.
Empezaba a refrescar. Las estrellas habían desaparecido y comenzó a llover cuando alcanzaron por fin los arrabales de Bantuk. Era una típica ciudad costera javanesa, ni grande ni pequeña, una curiosa mezcla de antiguo y moderno, de la Indonesia de hacía cien años y de la Holanda situada a diez mil millas de distancia. Junto al litoral, siguiendo la curva de la bahía, se hallaban las destartaladas y ruinosas chozas erigidas sobre largos postes de bambú hundidos bajo el nivel del agua, con sus redes suspendidas para atrapar los peces de la marea, y, en el centro de la bahía, se prolongaba hacia lo lejos un muelle de forma curvada a guisa de rompeolas, que servía de refugio a lanchas y barcas de pesca, a los praos con sus tiendas y a las canoas con doble pescante de banda, demasiado anchas para ser llevadas más allá de las barracas de pesca. Paralelas a la playa, detrás de las chozas, había dos o tres hileras tortuosas de barracas de madera con techos de paja, tales como se encontraban en los pueblos del interior, y más allá de éstas estaba el centro comercial de la comunidad, que daba paso a su vez a las casas diseminadas por el soberbio valle que había detrás. Este último era un típico barrio holandés, tal vez no con los anchos y simétricos bulevares de Batavia o de Medan, pero con bien acondicionados bungalows y características mansiones coloniales, todas ellas con sus jardines soberbiamente cuidados.
Hacia esta parte de la ciudad guio Telak a sus dos compañeros. Corrieron por las oscuras calles del centro de la ciudad, sin pretender ocultarse, pues ya no era momento de esconderse. Poca gente les vio, pues casi no habla nadie en las calles mojadas por la lluvia. Al principio Nicolson pensó que los japoneses debían de haber decretado toque de queda, pero pronto vio que no se trataba de esto, pues aquí y allá quedaban aún unos pocos cafés abiertos, y sus atezados propietarios chinos se hallaban bajo los toldos de las fachadas, presenciando su paso en impasible silencio.
A media milla de la bahía, Telak redujo la carrera a un paso normal e indicó con gestos a Nicolson y McKinnon que se pusieran a cubierto bajo un alto seto. Ante ellos, a menos de cincuenta yardas de distancia, la terraplenada carretera que seguían terminaba en un paredón alto que formaba un arco en su parte central, y la entrada se hallaba iluminada por dos focos eléctricos. Bajo el arco de la entrada había dos hombres de pie, hablando y fumando, apoyados ambos contra las curvadas paredes. Incluso a tal distancia resultaban inconfundibles los uniformes de un verde gris y los característicos gorros del ejército japonés, pues la luz era potente. Bajo el arco podían divisar una carretera que ascendía hacia la colina y que estaba iluminada por lámparas situadas a pocas yardas de intervalo. Más allá había una casa de altas y blancas paredes. Poco de ella resultaba visible a través del arco que formaba la entrada; sólo podía verse una escalinata con columnas y dos grandes ventanales de uno de sus lados, ambos brillantemente iluminados. Nicolson se volvió hacia el hombre jadeante que estaba a su lado.
—¿Es aquí, Telak?
Estas fueron las primeras palabras que entre ellos se cruzaron desde que salieron del kampong.
—Esta es la casa. —Las palabras de Telak, como antes las de Nicolson, salieron en cortos y espasmódicos jadeos—. Es la mayor de Bantuk.
—Naturalmente. —Nicolson hizo una pausa para secar el sudor que inundaba su rostro, pecho y brazos. Tuvo especial cuidado en secar las palmas de sus manos—. ¿Llegarán por este camino?
—No hay otro. Es seguro que vendrán por esta carretera. A no ser que hayan llegado ya.
—A no ser que hayan llegado ya —repitió Nicolson. Nuevamente el miedo y la ansiedad se extendieron como una oleada por su mente, un miedo que le hubiera llenado de pánico y una ansiedad que habría dado al traste con todos sus planes, pero rechazó a ambos implacablemente—. Si han llegado, es ya demasiado tarde. Si no, aún disponemos de tiempo. Podemos tratar de recuperar nuestro aliento durante uno o dos minutos… No podemos meternos en esto más muertos que vivos. ¿Cómo se encuentra, contramaestre?
—Siento comezón en las manos, señor —respondió fríamente McKinnon—. Entremos ahora.
—No tardaremos mucho —prometió Nicolson, y volviéndose hacia Telak, añadió—: ¿Son alambradas esto que veo sobre los muros?
—Lo son. —La voz de Telak era amenazadora—. Las alambradas no importarían, pero están electrificadas en todas partes.
—¿De modo que éste es el único acceso? —preguntó Nicolson quedamente.
—Y la única salida.
—Ya veo.
No se pronunció palabra alguna durante los dos siguientes minutos, y sólo pudo oírse su respiración, que cada vez se hacía más profunda, prolongándose los intervalos entre sus aspiraciones de aire. Nicolson esperó con paciencia casi inhumana, calculando cuidadosamente el momento en que su recuperación llegaría al máximo, pero la inevitable reacción no se producía. Finalmente se estremeció y se enderezó, frotando las palmas de sus manos contra los chamuscados restos de sus pantalones de dril para hacer desaparecer los últimos vestigios de sudor, y se dirigió nuevamente a Telak.
—¿No hemos pasado una pared alta a este lado, a unos veinte pasos de aquí?
—Sí —asintió Telak.
—¿Con árboles detrás de ella y muy cercanos a la pared?
—Me fijé en ello —asintió Telak.
—Regresemos allí —ordenó Nicolson, dando media vuelta y avanzando silenciosamente a lo largo del seto que les había servido de refugio.
Todo estuvo terminado en menos de dos minutos, y nadie que estuviera situado a más de treinta o cuarenta yardas habría podido oír ni el más mínimo susurro. Nicolson se echó al suelo al pie del alto muro, y gimió suavemente. Después, con más fuerza y aún más lastimeramente al advertir que sus primeros gemidos no habían llamado la atención de nadie. Sin embargo, a los pocos segundos, uno de los centinelas se sobresaltó, se incorporó y escudriñó ansiosamente hacia la carretera, y, un momento después, el otro, al percibir en sus oídos un gemido especialmente angustioso, hizo lo mismo. Los dos hombres se miraron el uno al otro, se consultaron apresuradamente, y se acercaron corriendo por la carretera, blandiendo uno de ellos una linterna eléctrica. Nicolson se quejó aún con más fuerza y se retorció con fingido dolor, de modo que les diera la espalda y no pudieran identificarle inmediatamente como occidental. Podía distinguir el brillo de las bayonetas a la vacilante luz de la linterna, y sabía que un centinela celoso de su deber preferiría investigar un cadáver que un enemigo vivo, por mal herido que éste aparentara estar.
Con sus pesadas botas resonando sobre el pavimento de la carretera, los dos hombres hicieron alto, se agacharon sobre el hombre tendido en el suelo y murieron en esta posición, uno de ellos con una daga de forma de llama hundida hasta el mango en su espalda, y el otro cuando las musculosas manos de McKinnon se cerraron sobre su cuello, un segundo después de que Nicolson arrancara de un puntapié el rifle que sostenía su mano desprevenida.
Nicolson se levantó rápidamente y contempló a los dos cadáveres. «Demasiado pequeños —pensó disgustado—; demasiado pequeños los malditos». Había esperado que sus uniformes les sirvieran de disfraz, pero ninguno de los dos podía servir para ellos. No había tiempo que perder. Entre Telak y él, cogiéndolo por las muñecas y los tobillos; y balanceándolo una y otra vez, con ayuda de un poderoso empujón de McKinnon, el primero de los dos centinelas pasó por encima del elevado muro y desapareció de la vista, seguido por el otro al cabo de cinco segundos. Momentos después, los tres hombres se hallaban en el interior de la finca.
El bien iluminado sendero se hallaba flanqueado a ambos lados por altos matorrales y por árboles bien podados. A la derecha, detrás de los árboles, había solamente la alta pared con la alambrada eléctrica en su parte superior; al otro lado del sendero había una amplia extensión de césped, con zonas desprovistas de toda vegetación, pero regular y bien cuidada, con arbolillos plantados desordenadamente en círculos rellenados de tierra. La luz procedente de la entrada y de la fachada de la mansión llegaba a iluminar este césped, pero no excesivamente. Los tres hombres avanzaron con precaución a través de la hierba, saltando del refugio de un árbol hasta el siguiente, hasta alcanzar un macizo de matorrales que bordeaba la gravilla que había ante el portal de la casa. Nicolson se inclinó y colocó su boca junto al oído de Telak.
—¿Has estado antes aquí?
—Nunca. —El susurro de Telak era tan inaudible como el suyo.
—¿No sabes si hay otras puertas? ¿No has oído decir si las ventanas están defendidas por barrotes o por alambres, o si tienen dispositivos de alarma contra intrusos?
Telak movió negativamente su cabeza en la oscuridad.
—Esto decide el intento —murmuró Nicolson—. La puerta principal. No esperarán tener visitantes, especialmente gente como nosotros, que entren por la puerta principal. —Su mano se deslizó hacia el cinturón, desenvainó el parang que Telak le había dado y empezó a levantarse—. Sin hacer el menor ruido. Rápida, limpiamente y en silencio. Tenemos que procurar no molestar a nuestros huéspedes.
Fue a avanzar un paso, ahogó una exclamación y volvió a caer de rodillas. No pudo hacer nada para evitarlo: McKinnon, a pesar de su mediana estatura, pesaba casi doscientas libras y su fuerza era fenomenal.
—¿Qué ocurre? —murmuró Nicolson, frotándose su abrasado antebrazo en silenciosa agonía, y convencido de que los dedos de McKinnon al hundirse en él habían arrancado buena parte de la piel.
—Viene alguien —susurró McKinnon en su oído—. Deben de tener centinelas en la parte exterior.
Nicolson escuchó un segundo, y después movió la cabeza con gesto negativo, para indicar que no podía oír nada. Pero, desde luego, confiaba en el contramaestre, cuyo oído podía sólo compararse con la extraordinaria agudeza de su vista.
—Hacia el borde del terreno, no en la grava —murmuró McKinnon—. Viene hacia acá. Yo me ocuparé de él.
—Déjele tranquilo. —Nicolson sacudió enérgicamente la cabeza—. Hará demasiado ruido.
—Nos oirá cuando crucemos la gravilla. —La voz de McKinnon se hizo aún más baja, y Nicolson pudo oír entonces el suave roce de los pies del hombre que se acercaba, sobre el húmedo césped—. No habrá ruido alguno. Se lo prometo.
Esta vez Nicolson asintió y oprimió su brazo en señal de conformidad. El hombre se hallaba ya casi junto a ellos, y, a pesar suyo, Nicolson se estremeció. Por lo que él sabía, ésta iba a ser la cuarta víctima del afable contramaestre escocés durante la noche; y solamente una de ellas había podido emitir algún sonido a través de sus labios. Uno podía vivir junto a un hombre durante largo tiempo, tres años en este caso, sin conocerlo en lo más mínimo…
El soldado se hallaba ya a un pie de distancia de ellos, con la cabeza vuelta hacia el otro lado, mirando hacia las dos ventanas iluminadas a través de las cuales se oía un murmullo de voces, cuando McKinnon se incorporó como si fuera un aparecido, y sus manos se cerraron alrededor del cuello del japonés, como un cepo de acero. Cumplió su palabra. No hubo el más ligero ruido, ni siquiera el más leve susurro.
Le dejaron detrás de los matorrales y cruzaron la parte enarenada con paso firme y sin apresuramiento, por si aún quedaban centinelas en los alrededores que pudieran oírles. Subieron los peldaños, cruzaron el porche y entraron con decisión por la puerta, cuyas dobles hojas se hallaban abiertas de par en par.
Encontráronse en un amplio vestíbulo, suavemente iluminado por una araña central, con un techo alto y arqueado, paredes revestidas de lo que parecía ser madera de roble y un pavimento de brillante madera con finas incrustaciones de jarrah, pino de Nueva Zelanda y otras maderas tropicales de claras tonalidades. A cada lado del vestíbulo, amplias y pulidas escaleras de madera, de tono más oscuro que el de las paredes, ascendían hasta la vasta galería con columnas que se extendía a lo largo de ambos lados y de la parte posterior. Al pie de cada escalinata había puertas dobles cerradas, y, entre ellas, en la parte posterior, otra de una sola hoja. Todas las puertas estaban pintadas de blanco, poniendo una nota de color en las oscuras y lisas paredes. La puerta de la parte posterior del vestíbulo estaba abierta.
Nicolson indicó por signos a McKinnon y Telak que se situaran uno a cada lado de la doble puerta de la derecha y después él cruzó de puntillas el vestíbulo en dirección a la abierta puerta del fondo. Notó el frío y duro pavimento bajo sus pies; aquella terrible carrera a campo traviesa debió de haber hecho desaparecer la mayor parte de los restos chamuscados de las suelas de lona que aún quedaban, después de haber sacado a Van Effen del incendiado ayuntamiento. Su mente registró automáticamente el hecho, pero lo despreció, como despreciaba el dolor de su abrasada carne. Ya llegaría el momento de sufrir, pero aún no había tiempo para ello. Este sentimiento de helada indiferencia junto con su cálculo exacto de la situación, se mantenían más firmes que nunca en su interior.
Aplastado contra la pared posterior, escuchó durante unos instantes sin apartar su mirada de la abierta puerta de entrada. Al principio no pudo oír nada, pero pronto percibió débilmente el lejano murmullo de voces y, de vez en cuando, ruido de vajilla. Resultaba claro que allí estaban la cocina y las habitaciones del servicio, y si la gente que había detrás de aquellas puertas dobles estaba comiendo, lo cual era muy posible, ya que casi era la hora de la última comida de la noche, estaban expuestos a que los sirvientes vinieran por aquel largo pasillo y cruzaran el vestíbulo en cualquier momento. Nicolson avanzó sin hacer ruido alguno y se arriesgó a dar un rápido vistazo desde el borde de la puerta. El pasillo estaba escasamente iluminado. Tenía unos veinte pies de longitud, una puerta cerrada a cada lado y una al fondo, abierta y formando un blanco rectángulo luminoso. No había nadie a la vista. Nicolson se metió en el pasillo, tanteó detrás de la puerta, encontró una llave, la sacó, retrocedió hasta el vestíbulo, cerró suavemente la puerta y dio vuelta a la llave.
Volvió a cruzar el vestíbulo tan silenciosamente como la otra vez y se reunió con los demás junto a las puertas dobles pintadas de blanco. Los dos hombres vieron cómo se acercaba, McKinnon aún ceñudo e implacable, conteniendo perfectamente su hirviente cólera, pero presto a estallar en cuanto fuera necesario; Telak, que parecía una terrible y sangrienta aparición bajo la luz del vestíbulo, con su moreno rostro desfigurado y de color gris a causa del cansancio, pero a quien la sed de venganza mantendría en pie aún durante largo tiempo. Nicolson murmuró unas cuantas instrucciones al oído de Telak, aseguróse de que le había comprendido, y esperó hasta que el joven se hubo deslizado bajo la escalinata de la derecha.
Se oía un leve murmullo de voces detrás de la doble puerta, de vez en cuando punteado por un estallido de risas. Durante breves instantes, Nicolson escuchó con su oído pegado a la rendija que formaban las dos puertas; después probó cada una de ellas con una precisión infinitamente suave del dedo índice. Ambas cedieron una casi imperceptible fracción de pulgada, y Nicolson se incorporó satisfecho. Hizo un gesto con la cabeza a McKinnon. Los dos empuñaron sus armas pegadas a sus costados, con las bocas de los cañones tocando la madera pintada de blanco que tenían enfrente, abrieron de sendos puntapiés las puertas de par en par e irrumpieron juntos en la habitación.
Era una estancia larga y de techo bajo, con las paredes y el suelo revestidos de madera igual a la del vestíbulo, con amplios balcones, protegidos con tela de mosquitera. En la pared opuesta había otra ventana de dimensiones más reducidas, y entre las dos puertas de la pared de la izquierda había un gran armario de roble, único mueble que adornaba las paredes. La mayor parte de la habitación estaba ocupada por una mesa de banquete en forma de U, y por las sillas de los catorce hombres que se sentaban a su alrededor. Varios de ellos seguían hablando, riéndose y bebiendo en los grandes vasos que tenían en sus manos, sin darse cuenta de la aparición de los dos hombres, pero uno tras otro de los que hablaban notaron el repentino silencio de los demás, y se callaron también, dirigiendo su vista a la puerta e inmovilizados por completo en sus sillas.
Para tratarse de un hombre que llevaba luto reciente por su hijo, el coronel Kiseki ocultaba magníficamente su pena. No había dudas en cuanto a su identidad. Ocupaba la adornada silla de alto respaldo en el sitio de honor en la cabecera de la mesa y era un hombre bajo y corpulento, extraordinariamente voluminoso, con ancha papada que sobresalía del apretado cuello de su uniforme, ojos diminutos y porcinos, casi ocultos entre pliegues carnosos, y cabello negro muy corto, grisáceo en las sienes y erizado sobre su redonda cabeza como las púas de un cepillo metálico. Su cara se hallaba arrebolada por el alcohol; varias botellas vacías se alineaban en la mesa ante él, y el blanco mantel manchado por el vino derramado. En el momento de entrar Nicolson y McKinnon tenía la cabeza echada hacia atrás y se estaba riendo a carcajadas, pero se sentaba ahora echado hacia delante, con sus manos aferrándose fuertemente a los brazos del sillón, helada la risa en su rostro gordinflón y convirtiéndose en una expresión de tremendo asombro.
Nadie habló ni se movió. El silencio en la habitación era absoluto. Lenta y cuidadosamente, Nicolson y McKinnon avanzaron cada uno por un lado de la mesa, haciendo resaltar aún más el fantástico silencio con el susurro de sus suaves pisadas. Nicolson se dirigió hacia la izquierda y McKinnon avanzó hacia los grandes balcones. Los catorce hombres seguían sentados e inmóviles en sus sillas, moviendo lentamente sus ojos mientras seguían los movimientos de los dos hombres armados. Al llegar a la mitad del lado izquierdo de la habitación, Nicolson se detuvo, comprobó que McKinnon dominaba toda la mesa, volvióse y abrió la primera puerta situada a su izquierda, y dejó que ésta siguiera abriéndose lentamente por sí sola, dando en seguida media vuelta sin hacer ruido alguno y avanzando un paso hacia la mesa. Tan pronto como se oyó el chasquido del picaporte, un oficial que estaba sentado de espaldas a él, con la mano situada fuera de la vista de McKinnon, empezó a sacar el revólver de la funda y casi tenía ya el cañón fuera de ella cuando la culata del rifle automático de Nicolson le golpeó violentamente sobre la oreja derecha. El revólver cayó sobre el mosaico de madera y el oficial se desplomó pesadamente de bruces sobre la mesa. Su cabeza golpeó contra una botella casi llena de vino y ésta se vació casi del todo en medio del terrible silencio reinante. Una docena de pares de ojos, como si estuvieran hipnotizados por el único objeto que se movía en la habitación, observaron cómo la mancha de color rojo sangre se extendía cada vez más sobre la nívea blancura del mantel. Nadie pronunció palabra alguna.
Nicolson se volvió de nuevo y miró a través de la abierta puerta. Era un largo pasillo vacío. Cerró la puerta con llave y dirigió su atención a la siguiente. Detrás de ella había un guardarropa de pequeñas dimensiones, de unos seis pies cuadrados y sin ventana alguna. Nicolson dejó abierta aquella puerta.
Regresó junto a la mesa y recorrió rápidamente uno de sus lados, registrando a los hombres en busca de armas mientras McKinnon hacía oscilar lentamente su fusil ametrallador. Cuando hubo acabado su búsqueda, vigiló hasta que McKinnon hubo hecho lo mismo en el otro lado. El botín final fue sorprendentemente pequeño: unos cuantos cuchillos y tres revólveres, todos ellos pertenecientes a oficiales del ejército. Cuatro en total, con el que recogieron del suelo. Nicolson entregó dos de ellos a McKinnon y los otros dos los metió en su cinturón. Para un trabajo cercano y concentrado, el rifle automático era un arma mucho más efectiva.
Nicolson avanzó hasta la cabecera de la mesa y contempló al hombre obeso y corpulento que ocupaba el asiento del medio.
—¿Es usted el coronel Kiseki?
El militar asintió sin decir palabra. Había desaparecido ya su asombro, y sus ojos cautelosos eran el único signo de expresión en un rostro por lo demás completamente impasible. Había recobrado su flema y se contenía perfectamente. «Un hombre peligroso —pensó fríamente Nicolson—; un hombre al que sería fatal no valorar debidamente».
—Ordene a todos estos hombres que pongan las manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba, y que las mantengan en esta posición.
—Me niego a hacerlo. —Kiseki se cruzó de brazos y se reclinó negligentemente en su sillón—. ¿Por qué tendría yo que…?
Se interrumpió profiriendo un gemido de dolor cuando la boca del cañón del rifle automático se hundió profundamente entre los carnosos pliegues que rodeaban su cuello.
—Contaré hasta tres —dijo Nicolson con una indiferencia que no sentía, pues un Kiseki muerto no le serviría ya de nada—. Uno, dos…
—¡Alto!
Kiseki se echó hacia delante, apartándose de la presión del rifle, y empezó a hablar con rapidez. Inmediatamente aparecieron manos en toda la extensión de la mesa, con las palmas dirigidas hacia arriba, tal como Nicolson había ordenado.
—¿Sabe quiénes somos? —continuó Nicolson.
—Sé quiénes son. —El inglés de Kiseki era lento y laborioso, pero perfectamente comprensible—. Hombres del petrolero inglés Viroma. ¡Estúpidos, locos y estúpidos! ¿Qué esperanza les queda? Será mejor que se rindan ahora mismo. Yo les prometo…
—¡Cállese! —Nicolson señaló con la cabeza a los hombres que se sentaban a cada lado suyo, un oficial del ejército y un indonesio de ancha mandíbula y atezado rostro, con un cabello inmaculadamente ondulado y un bien cortado traje gris. ¿Quiénes son estos hombres?
—Mi segundo comandante y el alcalde de Bantuk.
—El alcalde de Bantuk, ¿eh? —Nicolson miró interesado al alcalde—. Colaborando perfectamente, por lo que veo.
—No sé de qué está usted hablando. —Kiseki miró a Nicolson a través de las estrechas rendijas de sus ojos—. El alcalde es un fundador y un miembro de nuestra esfera de coprosperidad para una Gran Asia Oriental…
—¡Cielo santo, cállese usted! —Nicolson miró a los demás comensales, dos o tres oficiales, media docena de chinos, un árabe y varios javaneses, y después dirigió su mirada hacia Kiseki—. Usted, su segundo comandante y el alcalde se quedarán aquí. Los demás, entren en este guardarropa.
—¡Señor! —McKinnon le llamaba suavemente desde su puesto junto a uno de los balcones—. ¡Vienen ahora por el sendero!
—¡Aprisa! —De nuevo Nicolson hurgó con su rifle el cuello de Kiseki—. Dígaselo. Al guardarropa. ¡Inmediatamente!
—¿En este cuartucho? No dispondrán de aire —fingió horrorizarse Kiseki—. Van a asfixiarse ahí dentro.
—O morirán aquí fuera. Pueden escoger. —Nicolson se apoyó con más fuerza en el rifle y su dedo índice empezó a oprimir el gatillo—. Pero no antes de que usted les preceda.
Treinta segundos después, la habitación había quedado silenciosa y casi vacía. Once hombres se hallaban apiñados en el diminuto guardarropa, con la puerta cerrada tras ellos, y sólo quedaban otros tres sentados en la cabecera de la mesa. McKinnon estaba aplastado contra la pared junto a una de las abiertas puertas dobles y Nicolson se hallaba detrás de la que conducía al pasillo lateral. Estaba colocado de tal modo que podía ver el umbral de las puertas dobles a través de la rendija que había dejado entre su puerta y el quicio de ésta. También estaba colocado de tal modo que el rifle que empuñaba apuntaba al centro del pecho del coronel Kiseki. Este había recibido ya sus instrucciones, y, por otra parte, había vivido durante demasiado tiempo, había visto a muchos hombres desesperados e implacables para no saber que Nicolson le mataría como a un perro si tuviera, no la certeza, sino solamente la más leve sospecha de que le estaba traicionando. La reputación de crueldad del coronel Kiseki sólo podía ser igualada por su valor, pero no era ningún estúpido. Tenía la intención de cumplir exactamente sus instrucciones.
Nicolson pudo oír el llanto del pequeño Peter, un sollozo débil y fatigado, cuando los soldados cruzaron la gravilla y subieron los peldaños del porche, y apretó los dientes. Kiseki observó su mirada y sus músculos se tensaron esperando el anonadador impacto de la bala; después vio que movía la cabeza y se relajó visible y conscientemente. Casi a continuación los pasos cruzaron el vestíbulo, se detuvieron ante el umbral, y avanzaron de nuevo cuando Kiseki profirió una orden. Un momento después la escolta japonesa, seis hombres en total, entró en la habitación empujando ante ellos a los prisioneros.
El capitán Findhorn iba delante. A cada lado de él un soldado le sujetaba por un brazo. Sus piernas se arrastraban, su rostro tenía un color ceniciento y se le veía deshecho, respiraba con rapidez, pero con dificultad, y denotando terrible sufrimiento. En el mismo momento de hacer alto, los soldados soltaron sus brazos. Tambaleóse hacia delante y hacia atrás una sola vez, sus ojos inyectados en sangre miraron hacia arriba y se desplomó lentamente, sumiéndose en el piadoso olvido de la inconsciencia. Gudrun Drachmann se hallaba inmediatamente detrás de él, con Peter aún entre sus brazos. Su oscuro cabello estaba enmarañado y desgreñado, y la camisa que fue blanca estaba rasgada hasta media espalda. Desde su escondrijo, Nicolson no podía ver su espalda, pero sabía que la suave piel estaría manchada de sangre, pues el soldado que venía detrás de ella apoyaba su bayoneta entre sus hombros. El deseo de salir de detrás de la puerta y vaciar el cargador del rifle automático sobre el hombre de la bayoneta era casi irresistible, pero lo dominó, permaneciendo donde estaba, firme y quieto, mirando del impasible rostro de Kiseki al rostro tiznado y cortado de la muchacha. Pudo advertir que también ella se tambaleaba ligeramente y sus piernas temblaban de debilidad, pero mantenía aún la cabeza erguida con orgullo.
Súbitamente el coronel Kiseki gritó una orden. Sus hombres le miraron perplejos. La repitió casi inmediatamente, golpeando la mesa con la palma de su mano, y en el acto cuatro de los seis hombres dejaron caer las armas que llevaban sobre el piso de madera. El quinto frunció las cejas lentamente y con expresión atontada, como si todavía no quisiera creer lo que había oído, miró a sus compañeros, vio sus armas en el suelo, abrió de mala gana su mano y dejó que su rifle cayera al suelo junto a las armas de sus compañeros. Únicamente el sexto, el hombre que apoyaba su bayoneta en la espalda de Gudrun, comprendió que allí ocurría algo muy raro. Se puso en cuclillas, miró con expresión salvaje a su alrededor, y se desplomó como un árbol herido por el rayo cuando Telak se acercó de puntillas desde el vestíbulo y asestó un culatazo en la nuca del soldado.
Ya Nicolson, McKinnon y Telak se hallaban en la habitación: Telak acorralando a los cinco soldados japoneses contra una esquina, McKinnon cerrando a puntapiés las puertas dobles y manteniendo su mirada alerta sobre los tres hombres de la mesa. Nicolson abrazando abiertamente a la muchacha y al pequeño que ésta llevaba en sus brazos, sonriendo de contento con inmenso alivio y sin decir palabra, mientras Gudrun, de pie y enhiesta, le miraba durante un largo rato maravillada y sin poder comprender, y después se apoyaba fuertemente en él, ocultando su rostro en su hombro y murmurando una y otra vez su nombre. McKinnon les miraba de vez en cuando sonriendo ampliamente, desaparecida ya de su rostro la salvaje ira. Pero la mirada duraba cada vez solamente una fracción de segundo y el cañón de su fusil nunca se apartaba de su dirección hacia los tres hombres que ocupaban la cabecera de la mesa.
—¡Johnny, Johnny!
La muchacha levantó la cabeza y le miró, con los ojos de un azul intenso brillantes y húmedos, con lágrimas que cruzaban las oscuras manchas de sus mejillas. Estaba temblando, a causa de la reacción y del frío que le causaban sus ropas empapadas por la lluvia, pero no hacía el menor caso de ello. La felicidad que se leía en sus ojos era una novedad para Nicolson.
—¡Oh, Johnny, creía que todo había terminado! Creía que Peter y yo… —Interrumpióse y le sonrió de nuevo—. ¿Cómo habéis podido llegar hasta aquí? No puedo comprenderlo. ¿Cómo lo hicisteis?
—Con un avión particular —respondió Nicolson agitando una mano, como quitándole importancia al hecho—. No resultó difícil. Pero más tarde te lo contaré, Gudrun. Debemos apresurarnos. ¡Contramaestre!
—¿Señor? —McKinnon borró apresuradamente la sonrisa que había en su rostro.
—Ate a nuestros tres amigos de la cabecera de la mesa. Solamente las muñecas y detrás de sus espaldas.
—¡Atarnos! —Kiseki se inclinó hacia delante con sus puños cerrados sobre la mesa—. No veo necesidad de…
—Pégueles un tiro si es necesario —ordenó Nicolson—. Ya no nos sirven de nada.
Guardóse de añadir que la mayor utilidad de Kiseki tenía que llegar todavía, pues temió que el hecho de dar a conocer sus intenciones podría provocar en el hombre un acto de desesperación.
—Considérelo hecho, señor.
McKinnon avanzó ostentosamente hacia ellos, arrancando al pasar varias de las cortinas mosquiteras. Una vez retorcidas se convertirían en cuerdas excelentes. Nicolson se separó de Gudrun, después de hacerla sentar con Peter en una silla, y se inclinó junto al capitán. Le tocó en el hombro y finalmente Findhorn se estremeció y abrió débilmente los ojos. Ayudado por Nicolson se sentó, con movimientos de anciano, y su vista recorrió lentamente la habitación, dando paulatinamente muestras de comprender la situación a pesar de sus dificultades…
—No sé cómo diablos ha podido lograrlo, pero ha sido un espléndido trabajo, muchacho. —Miró a Nicolson, inspeccionándole de arriba abajo y parpadeando al advertir los cortes y las terribles quemaduras en las piernas y antebrazos de su primer oficial—. ¡Qué espantosa carnicería! Esmero que no se encuentre usted tan mal como su aspecto indica.
—Me encuentro magníficamente, señor —sonrió Nicolson.
—Es usted un perfecto embustero, Mr. Nicolson. Está usted como para ir a un hospital, como yo. ¿Adónde nos dirigiremos desde aquí?
—Lo más lejos posible, y dentro de muy poco rato. Unos pocos minutos, señor. Hay que atender a unos cuantos pequeños detalles.
—Deberán ocuparse ustedes de todo. —El capitán Findhorn hablaba medio en broma y medio en serio—. Creo que yo prefiero correr los riesgos del prisionero de guerra. Francamente, muchacho, me he llevado lo mío y no lo ignoro. No puedo dar ni un paso más.
—No será necesario, señor. Se lo garantizo.
Nicolson tocó con el pie la bolsa que había traído uno de los soldados, se agachó y examinó su contenido.
—Hasta han traído los planos y los diamantes aquí. Claro está que no podían llevarlos a ningún otro sitio. Espero, coronel Kiseki, que no habrá usted cobrado demasiado afecto a todo esto.
Kiseki le miró con rostro inexpresivo. Gudrun Drachmann dejó escapar un respingo.
—¿De modo que éste es el coronel Kiseki? —Le miró durante largo rato y luego se estremeció—. Veo que el capitán Yamata tenía razón. ¡Gracias a Dios que llegaste tú primero, Johnny!
—¿El capitán Yamata? —Los ojos de Kiseki, diminutos ya entre los grasientos pliegues de carne, casi habían desaparecido—. ¿Qué le ha ocurrido al capitán Yamata?
—El capitán Yamata ha ido a reunirse con sus antepasados —dijo brevemente Nicolson—. Los disparos de Van Effen casi le cortaron en dos.
—¡Está mintiendo! Van Effen era nuestro amigo, nuestro buen amigo.
—«Era», dice usted bien —admitió Nicolson—. Pregunte después a sus soldados. —Señaló con la cabeza al grupo de hombres acurrucados bajo la amenaza del rifle de Telak—. Entretanto, mande a uno de estos hombres a buscar unas parihuelas, mantas y antorchas. No necesito advertirle lo que sucederá si intenta usted cualquier jugarreta.
Kiseki le miró impasible durante unos momentos, y después habló rápidamente a uno de sus hombres. Nicolson esperó hasta que éste hubo partido y se volvió de nuevo hacia Kiseki.
—Debe usted de tener una radio en esta casa. ¿Dónde está?
Por primera vez Kiseki sonrió, enseñando una magnífica colección de incrustaciones de oro en sus dientes.
—Siento tener que desengañarle, Mr…
—Nicolson. No importan las formalidades. La radio, coronel Kiseki.
—Esta es la única que tenemos.
Con una sonrisa aún más amplia, Kiseki señaló hacia la alacena. Tuvo que hacerlo con la cabeza, pues McKinnon le había atado ya las manos detrás de la espalda.
Nicolson apenas miró al pequeño receptor.
—Su transmisor, coronel Kiseki, si no le importa —dijo Nicolson suavemente—. Supongo que no utiliza usted palomas mensajeras para sus comunicaciones, ¿no es verdad?
—El humorismo británico. ¡Ja, ja! Muy divertido, de veras. —Kiseki seguía sonriendo—. Claro está que tenemos un transmisor, Mr… Nicolson. En los cuarteles de nuestros soldados.
—¿Dónde están?
—En el otro extremo de la ciudad. —Kiseki tenía el aspecto de un hombre que se está divirtiendo—. A una milla de aquí. Por lo menos a una milla.
—Ya comprendo. —Nicolson parecía pensativo—. Demasiado lejos, y dudo de mi habilidad en poder llevarle a usted apuntándole con mi arma hasta sus cuarteles, destruir un transmisor de radio y volver a marcharme…, todo ello sin que me mataran durante el proceso.
—Da usted muestras de sabiduría, Mr. Nicolson —murmuró Kiseki.
—Lo que ocurre es que no me siento dispuesto a suicidarme. —Nicolson se frotó su hirsuta barba con el dedo índice, y después volvió a mirar a Kiseki—. Y éste es el único transmisor de la ciudad, ¿verdad?
—Lo es. Tendrá usted que aceptar mi palabra.
—La aceptaré.
Nicolson perdió interés en la cuestión, y contempló cómo McKinnon acababa de atar al otro oficial con tal entusiasmo que le arrancó una exclamación de dolor. Después se volvió cuando el soldado que había mandado fuera el coronel regresó con las parihuelas, las mantas y un par de antorchas. Miró a continuación hacia la cabecera de la mesa, primero a Kiseki y después al paisano que se sentaba a su lado. El alcalde trataba de aparecer indignado y ultrajado, pero sólo conseguía mostrarse aterrorizado. Había un inconfundible temor en sus ojos oscuros y un violento tic nervioso en la comisura de su boca. Sudaba en abundancia y hasta el traje gris perfectamente cortado parecía haberse arrugado de repente… Nicolson volvió a mirar al coronel Kiseki.
—¿De modo, coronel, que el alcalde es un buen amigo suyo?
Se daba cuenta de la expresión de los ojos de McKinnon mientras éste se afanaba en atar las muñecas del alcalde. Era la mirada de un hombre que sentía deseos de marcharse y se impacientaba ante tanta conversación; pero Nicolson fingió no advertirlo.
Kiseki se aclaró pomposamente la garganta.
—En nuestros…, ¿cómo se dice en inglés?…, en nuestros cargos respectivos como comandante de la guarnición y como representante del pueblo, naturalmente, nosotros…
—Ahórreme el resto —interrumpió Nicolson—. Supongo que sus obligaciones le traerán aquí con frecuencia.
Mientras hablaba, miraba al alcalde, con ojos llenos de manifiesto desprecio y Kiseki cayó en la trampa.
—¿Si viene aquí? —exclamó Kiseki echándose a reír—. Mi querido Nicolson, esta es la casa del alcalde. Yo soy solamente su huésped.
—¿De veras? —preguntó Nicolson sin dejar de mirar al alcalde—. ¿Tal vez habla usted unas cuantas palabras de inglés, señor alcalde?
—Lo hablo perfectamente. —El orgullo se sobrepuso momentáneamente al temor.
—Magnífico —dijo secamente Nicolson—. ¿Qué le parece si lo habláramos ahora un rato? —Su voz bajó una octava hasta llegar a convertirse en un rugido ronco y calculadamente teatral—. ¿Dónde está el transmisor que el coronel Kiseki tiene instalado en esta casa?
Kiseki se volvió en redondo hacia el alcalde, con la cara sofocada por la indignación al verse burlado, y empezó a gritarle en un idioma ininteligible, pero se interrumpió en seco a mitad de su perorata cuando McKinnon le golpeó fuertemente sobre la oreja.
—No sea tonto, coronel —dijo Nicolson con aire de cansancio—. Y no persista en querer tratarme a mí como a tal. ¿Quién puede creer que un comandante militar tenga su centro de comunicaciones a una milla de distancia, especialmente en una zona al rojo vivo y expuesta a toda clase de perturbaciones como es ésta? Resulta claro que el transmisor está aquí y es igualmente obvio que necesitaríamos toda la noche para obligarle a hablar a usted. Dudo que el alcalde esté dispuesto a hacer tales sacrificios por el bien de su preciosa esfera de coprosperidad. —Volvióse hacia el aterrorizado paisano—. Tengo mucha prisa. ¿Dónde está?
—No diré nada. —La boca del alcalde se movía y fruncía los labios hasta cuando no hablaba—. No puede obligarme a hablar.
—No pretenda engañarse a sí mismo. —Nicolson miró a McKinnon—. ¿Quiere retorcerle el brazo, contramaestre?
McKinnon puso manos a la obra. El alcalde chilló, más a causa del terror anticipado que por verdadero dolor. McKinnon aflojó su presa.
—¿Y bien?
—No sé de qué me está hablando.
Esta vez McKinnon no necesitó que se lo mandasen. Dobló el brazo del alcalde hacia su espalda hasta que el dorso de la mano se apoyó sobre el omoplato. El alcalde chillaba como un cerdo al que llevasen al matadero.
—¿Arriba quizá? —preguntó Nicolson como si tomara parte en una tranquila conversación.
—Arriba. —El alcalde sollozaba de dolor y de miedo, en especial lo último—. En el terrado. ¡Mi brazo…, me ha roto el brazo!
—Puede acabar de atarle, contramaestre. —Nicolson dio media vuelta, con expresión de disgusto—. Bien, coronel, ya puede usted guiarnos.
—Mi heroico amigo terminará la tarea. —Parecía que Kiseki escupiera las palabras. Tenía los dientes apretados y la expresión de su rostro prometía negros presagios para el alcalde si se volvían a encontrar en distintas circunstancias—. El puede enseñarle dónde está.
—No lo dudo. Pero prefiero que usted nos acompañe. Algunos de sus hombres pueden rondar por allí armados con ametralladoras y estoy seguro de que no vacilarían en llenarnos de agujeros al alcalde y a mí. Pero usted es un seguro de vida a toda prueba. —Nicolson empuñó el rifle con la mano izquierda, sacó de su cinturón uno de sus revólveres y comprobó que el seguro no estuviera echado—. Tengo mucha prisa, coronel. Andando.
Regresaron al cabo de cinco minutos. El aparato transmisor había quedado reducido a un montón de piezas retorcidas de acero y de válvulas hechas añicos, y no habían encontrado a nadie ni a la ida ni a la vuelta. Los alaridos del alcalde no parecían haber llamado la atención de nadie, posiblemente porque todas las puertas estaban cerradas, pero más probablemente, según sospechaba Nicolson, porque la servidumbre estaba ya acostumbrada a tales sonidos procedentes de las habitaciones de Kiseki.
Durante su ausencia, McKinnon no había estado inactivo. El capitán Findhorn, cubierto de mantas y con el asustado Peter Tallon en sus brazos, yacía cómodamente en la litera que había en el suelo. Un soldado japonés se hallaba junto a cada uno de los cuatro lados de las parihuelas, y al inspeccionar mejor se advertía que no tenían otro remedio, pues el contramaestre había atado fuertemente sus muñecas a las empuñaduras. El alcalde y el segundo comandante de Kiseki estaban atados juntos mediante un corto trozo de cortina que unía sus codos derecho e izquierdo, respectivamente. La víctima de Telak yacía aún en el suelo y Nicolson sospechó que seguiría allí durante largo tiempo. No había rastro del sexto hombre.
—Magnífico trabajo, contramaestre —dijo Nicolson mirando a su alrededor con aprobación—. ¿Dónde está el otro amiguito que falta?
—En realidad, no falta, señor. Está en el guardarropa. —Sin prestar atención a los gruñidos y protestas de Kiseki, McKinnon se afanaba en sujetarle al codo izquierdo del alcalde—. Me costó un poco el volver a cerrar la puerta, pero al final lo logré.
—Excelente. —Nicolson dio un último vistazo a la habitación—. No es necesario que esperemos por más tiempo, pues. Emprendamos la marcha.
—¿Adónde vamos? —Kiseki se había plantado sobre sus piernas abiertas y con su voluminosa cabeza hundida entre los hombros—. ¿Adónde nos llevan?
—Telak me ha dicho que su lancha particular es la mejor y la más rápida en un radio de cien millas de litoral. Habremos cruzado los estrechos de la Sonda y nos hallaremos en el Océano Indico mucho antes de que salga el sol.
—¿Cómo? —El rostro de Kiseki estaba convulso por la ira—. ¿Van a apoderarse de mi lancha? ¡Jamás lograrán escaparse con ella, malditos ingleses, jamás lo lograrán! —Hizo una pausa al ocurrírsele otro pensamiento aún más desagradable, y se abalanzó avanzando por el mosaico de madera, arrastrando consigo a los otros dos y lanzando puntapiés a Nicolson, cegado por la ira—. ¡Me llevan con ustedes, malditos sean, me llevan con ustedes!
—Claro. ¿Qué otra cosa pensaba usted? —respondió fríamente Nicolson. Retrocedió dos pasos para evitar las coces y encañonó con su rifle, sin ninguna suavidad, el diafragma de Kiseki, exactamente debajo del esternón. Kiseki se dobló de dolor—. Es usted nuestra única garantía y nuestro salvoconducto. Necesitaríamos estar locos para dejarle a usted aquí.
—¡No quiero ir! —gritó Kiseki entrecortadamente—. ¡No quiero ir! ¡Antes prefiero que me maten, pero no quiero ir! ¡Campos de concentración! ¡Prisionero de guerra de los ingleses! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡Prefiero que me maten!
—No será necesario matarle —puntualizó Nicolson—. Podemos atarle, amordazarle, e incluso llevarle en una camilla si ello es necesario. —Señaló con la cabeza hacia el guardarropa—. Ahí dentro está lleno de mano de obra barata. Pero sólo lograríamos complicar las cosas. Puede venir por su propio pie o sobre unas parihuelas, con un par de agujeros de bala en sus piernas que le obliguen a estarse quieto.
Kiseki miró el implacable rostro y tomó su determinación. Les acompañó andando.
En su camino hacia el malecón no se toparon con ningún soldado japonés; ni uno siquiera. Una noche sin viento, pero la lluvia caía espesa y persistente y las calles de Bantuk estaban desiertas. Por fin, muy al final, la suerte empezaba a favorecerles.
Vannier y los demás se hallaban ya a bordo de la lancha. Había un solo hombre de guardia, y Telak y sus hombres habían sido tan silenciosos como la noche. Van Effen estaba durmiendo ya en una litera del interior, y Walters se disponía para empezar la transmisión. Con sus cuarenta y cuatro pies de eslora y catorce de manga, la lancha brillaba y resplandecía incluso en la oscuridad y bajo la lluvia, y se hallaba preparada para zarpar inmediatamente.
Willoughby entró en el cuarto de máquinas y casi saltó de alegría al ver los potentes y bien cuidados motores Diesel gemelos. Gordon y Evans cargaron otra media docena de bidones de gas-oil en la cubierta de popa. Y McKinnon y Vannier examinaban ya las embarcaciones de mayor tamaño ancladas detrás del rompeolas, en busca de aparatos de radio, y destruyendo la magneto de la otra única lancha que había en el puerto.
Zarparon exactamente a las diez de la noche, avanzando suavemente por un mar tan tranquilo como un estanque. Nicolson había suplicado a Telak que les acompañara, pero él había rehusado, diciendo que su puesto se hallaba entre los suyos. Se había marchado por el largo malecón, sin mirar hacia atrás siquiera, y Nicolson comprendió que jamás volvería a verle.
Mientras se alejaban en la oscuridad, los cuatro soldados japoneses, todavía atados a las parihuelas, echaron a correr por el lejano malecón, gritando con toda la fuerza de sus pulmones. Pero bruscamente quedaron ahogados sus gritos, sofocados por el repentino fragor que se produjo cuando la lancha dobló la punta del rompeolas. Las válvulas gemelas de los motores se abrieron de par en par, y se dirigieron hacia el sudoeste a toda máquina, en dirección al cabo de Java y hacia el Océano Indico que les esperaba detrás.
Se reunieron con el H.M.A.S. Kenmore, un destructor de la clase Q, a las dos y media de la madrugada.