CAPÍTULO XIII

La jungla, exuberante, húmeda y llena de un calor sofocante, les rodeaba por completo. A gran altura, entre los escasos claros que formaban las entretejidas lianas, podían divisar fragmentos de un cielo de un gris sombrío, el mismo que había oscurecido por completo la salida del sol, dos horas antes. La luz que se filtraba entre los árboles tenía una calidad extrañamente irreal, siniestra y amenazadora, pero que estaba de acuerdo con las angostas y verdes paredes de la jungla y con las espumosas y malsanas marismas que se sucedían a ambos lados del camino, entre la jungla.

Como camino no pasaba de un desdichado intento, y como jungla, ofrecía un paso relativamente libre. Era evidente que recientemente se habían usado hachas o machetes a cada lado de él. Pero resultaba un sendero traidor; firme y alisado por el uso constante durante un trecho, de repente desaparecía misteriosamente al encontrar el tronco de algún árbol gigantesco y se hundía en las marismas que le esperaban; después volvía a reaparecer unas cuantas yardas más allá, de nuevo firme y suave.

Nicolson y Vannier, cubiertos ya hasta la cintura por el repugnante y maloliente cieno, empezaban a descubrir la técnica de franquear estas repentinas brechas del sendero. Habían observado que invariablemente existía un camino que bordeaba las marismas que interrumpían el paso, y si estudiaban lo suficiente los alrededores, acostumbraban a encontrarlo. Pero se necesitaba demasiado tiempo para descubrir aquellos caminillos, y más de una vez se habían alejado tanto del principal que después lo habían vuelto a hallar por casualidad. Por lo tanto, a menos que el camino de desviación se mostrara inmediatamente, se hundían en las ciénagas hasta llegar a la tierra firme del otro lado, haciendo cada vez una pausa para limpiarse el cieno que les cubría y las repugnantes sanguijuelas grises que se aferraban a sus piernas. Después se apresuraban de nuevo, siguiendo el tortuoso sendero alrededor de los corpulentos árboles, lo mejor que podían, entre la fantástica y opaca media luz de la selva tropical, esforzándose en ignorar los extraños movimientos y susurros que acompañaban su avance a ambos lados del camino.

Nicolson era esencialmente un hombre de mar. No se hallaba a sus anchas en tierra firme, cuanto menos en la jungla, y no era aquel viaje el que él habría escogido, si hubiera podido hacerlo o si hubiera tenido opción alguna. Pero no la había tenido en absoluto, hecho que había resultado de una evidencia cruel después que las primeras luces de la madrugada le habían permitido inspeccionar su posición y el estado de la tripulación del bote. Ambos distaban mucho de ofrecer una sensación de seguridad.

Habían desembarcado en alguna parte de la costa de Java, en los estrechos de la Sonda, en una profunda bahía de unas dos millas de ancho, con una estrecha playa de gruesa arena y una jungla que llegaba casi hasta el borde del mar, una selva de aspecto denso e impenetrable que se extendía hasta los espesos bosques que cubrían las vertientes de las bajas colinas hacia el sur. Las costas de la bahía se hallaban desprovistas por completo del más mínimo signo de vida animal o humana. Únicamente existía su pequeño grupo, amontonado en busca de la mísera protección que podían ofrecerles unas pocas palmeras, y a unas cien yardas de la playa, el bote volcado.

El bote se hallaba en pésimo estado. Un enorme agujero de casi quince pies de largo se extendía entre la quilla y el borde de la sentina, y aquélla estaba además rota y arrancada de su base. El bote no tenía reparación posible y se le debía considerar como perdido. No les quedaba más que la jungla y no estaban en condiciones de afrontarla.

El capitán Findhorn, a pesar de su valor, era todavía un hombre muy enfermo, incapaz de recorrer una docena de pasos. Van Effen también estaba muy débil, y sufría mucho, mareándose violentamente a intervalos regulares: antes de que Nicolson y McKinnon lograran libertar su magullada pierna de entre las valvas del crustáceo que le había aprisionado cuando llevaba al niño hacia tierra firme, casi se ahogó en las poco profundas aguas, y esto, unido a la herida de metralla que recibió en el muslo unos días antes y al golpe en la cabeza que le había asestado después Farnholme, habían disminuido peligrosamente su resistencia y su poder de recuperación. Tanto Walters como Evans tenían el brazo hinchado a consecuencia de heridas infectadas y también ellos sufrían constantemente, mientras McKinnon, aunque no con fuertes dolores, cojeaba sobre su pierna envarada. Willoughby estaba débil, Gordon anonadado y menos que inútil, y en cuanto a Siran y sus hombres, estaba bien claro que sólo se preocupaban de sí mismos.

Quedaban, pues, solamente Nicolson y el cuarto oficial, y aquél sabía que no podía hacer nada por los demás, por lo menos directamente. Tratar de reparar el bote estaba fuera de lugar, y el pensar en construir otro o una balsa con las pocas herramientas que les quedaban, resultaba ridículo. Se hallaban en tierra, y en ella tenían que quedarse. Pero no podían permanecer indefinidamente en aquella bahía, o morirían de hambre. Nicolson no se hacía ilusiones sobre su habilidad en sobrevivir durante algún tiempo, gracias a la comida que pudieron extraer de los árboles, las plantas o de debajo de tierra. Un hombre con experiencia de la jungla podía hallar lo bastante para poder vivir, pero era muy probable que ellos se envenenaran al tomar su primera comida. Aun en el caso contrario, cortezas y bayas no podrían mantener vivos durante mucho tiempo a hombres seriamente enfermos, y sin medicinas ni vendajes limpios para las infectadas y supurantes heridas, el panorama aparecía muy sombrío.

Comida, techo, vendajes y medicamentos, esto era lo esencial y no acudiría a ellos. Tenían que ir a buscarlo, a pedir auxilio. A qué distancia pudieran encontrar este auxilio y en qué dirección pudiera estar, nadie podía saberlo. Nicolson sabía que el extremo noroeste de Java estaba bastante poblado, y recordaba que había un par de pueblos de regular importancia tierra adentro. Demasiado hacia dentro. Sus mejores posibilidades radicaban en las aldeas de pescadores de la costa. Podían hallar hostilidad en vez de auxilio, y era posible que se encontraran japoneses; en un terreno montañoso como el de Java, lleno de bosques y de jungla, era casi seguro que limitarían sus actividades a las zonas costeras. Pero Nicolson comprendía perfectamente que ni siquiera podían tenerse en cuenta estas posibilidades. Tenían que hacerlo a la fuerza, y los posibles riesgos, por graves que fueran, deberían ser ignorados. Una hora después de amanecer había cogido un Colt 45, la única arma que había podido ser salvada, aparte la carabina de Farnholme que dejó a McKinnon, y se dirigió hacia la jungla seguido por Vannier.

No habían recorrido veinte yardas hacia el interior, antes de adentrarse en lo más espeso de la selva, cuando toparon con un sendero bien marcado que se dirigía de noreste a sudeste entre los bosques y el mar. Automáticamente, sin cambiar ni una palabra, marcharon hacia el sudeste. Cuando hubieron recorrido una larga distancia, Nicolson comprendió la causa de su decisión: durante su largo viaje, el sur siempre había representado la huida y la libertad. A menos de media milla del lugar donde habían dejado a los demás, la playa se curvaba hacia el oeste y el noroeste, siguiendo la punta inferior de la bahía, pero el sendero les llevó directamente a través de la base del promontorio, abandonando los mezquinos matorrales y penetrando profundamente en la selva.

Después de noventa minutos de marcha y tras recorrer tres millas desde que dejaron la playa, Nicolson hizo un alto. Acababan de cruzar trabajosamente treinta yardas de ciénaga, con el agua casi hasta los hombros, y los dos estaban exhaustos. El esfuerzo intenso a que les obligó su marcha lenta al vadear todas aquellas ciénagas, minaba las energías de aquellos hombres que durante una semana apenas habían bebido y prácticamente no habían comido nada, pero resultaba aún peor la sofocante jungla, el opresivo calor y la enervante humedad.

Llegados a aquella zona de tierra firme, Nicolson se sentó y apoyó su espalda contra el grueso tronco de un árbol. Se limpió parte del barro que cubría su frente con el dorso de la mano izquierda, pues con la derecha seguía empuñando el arma, y miró a Vannier, que se había echado en el suelo.

—¿Se divierte usted, cuarto oficial? Apuesto a que nunca pensó que su título de marino era también una licencia para hacer excursiones a través de las selvas indonésicas.

Casi inmediatamente, su voz se convirtió en un bajo murmullo, pues la jungla y todo lo que a ella pertenecía respiraba hostilidad.

—Terrible, ¿verdad, señor? —Vannier se estremeció, gruñendo como si algún músculo dolorido se rebelase, y trató de sonreír—. Estas películas en las que se ve a Tarzán lanzándose de un árbol a otro le dan a uno una idea completamente errónea de lo que es avanzar por el interior de la selva. En mi opinión, creo que este maldito sendero no acaba nunca. ¿No creerá usted que estemos andando en círculos, verdad, señor?

—No me extrañaría —admitió Nicolson—. No hemos visto la luz del sol en todo el día, y todo está tan espeso sobre nuestras cabezas que ni siquiera se puede ver la luz del cielo. Podemos estar dirigiéndonos hacia el norte, hacia el sur o hacia el oeste, pero no lo creo. Estoy convencido de que este sendero lleva otra vez hacia el mar.

—Espero que esté usted en lo cierto.

Vannier estaba preocupado, pero no deprimido. Mirando a aquella cara delgada y curtida por el sol, con los pómulos que se habían vuelto demasiado prominentes, y la boca llena de ampollas, pero denotadora de firmeza, Nicolson pensó que en los últimos días, la fragua de la privación y de la experiencia había forjado a Vannier en un molde completamente distinto, convirtiéndose de un muchacho poco resuelto en un hombre duro y determinado, un hombre conocedor de sus nuevos recursos e insospechada capacidad, un hombre que valía la pena de tener al lado.

Pasaron en silencio un minuto, tal vez dos, un silencio turbado tan sólo por el ruido en disminución de su respiración y el caer de las gotas de agua sobre las hojas de los árboles. Súbitamente, Nicolson se incorporó y extendió su mano, tocando a Vannier en el hombro en señal de aviso. Pero era innecesario. Vannier también lo había oído y estaba incorporándose cautelosamente. Segundos más tarde, ambos hombres se hallaban detrás del tronco de un árbol, esperando.

El murmullo de voces y el blando ruido de pisadas sobre el mullido suelo de la jungla se acercó rápidamente, pero los que daban las voces no habían llegado aún a la curva que describía el sendero, a menos de diez yardas de distancia. Tenían que esperar hasta el último instante antes de poder identificar a los hombres que se aproximaban, pero nada podían hacer por evitarlo. Nicolson miró rápidamente en busca de un escondrijo mejor, pero no había ninguno. Tenían que aprovechar el tronco del árbol, y detrás de él esperaron. Los que se acercaban (parecía como si solamente fuesen dos), podían ser japoneses. A pesar de amortiguarlo debajo de su camisa, el chasquido del seguro del Colt dio la impresión de resonar fuertemente: un mes antes se habría estremecido ante el pensamiento de disparar contra hombres desprevenidos, en una emboscada…

De pronto, los hombres que se aproximaban llegaron a la curva del sendero y aparecieron ante su vista. Eran tres hombres, no dos, pero desde luego no eran japoneses, según pudo advertir Nicolson con alivio, y cierta vaga sorpresa: en su subconsciente había esperado que, de no ser japoneses, se trataría de nativos de Sumatra con el mínimo de ropa que el clima requería y llevando lanzas o cerbatanas; dos de los recién llegados vestían ropas de basto tejido de algodón y llevaban camisas de un desvaído color azul. Aún más incongruente para sus suposiciones resultaba el rifle que llevaba el de más edad de los tres. Pero ello no alteró la firmeza con que su mano sostenía el Colt. Nicolson esperó hasta que estuvieron solamente a diez pies de distancia y entonces se plantó en medio del sendero, con la pistola apuntando, sin moverse, hacia el pecho del hombre que llevaba el rifle.

El hombre del rifle fue rápido. Se separó inmediatamente de los demás, hubo un destello de sus ojos pardos bajo el sombrero de paja, y enarboló con rapidez el rifle. Pero el joven que se hallaba a su lado fue más rápido todavía. Su mano huesuda cogió el cañón del arma de su compañero, y ante la sorpresa e indignación que se reflejó en el rostro del otro, le dijo varias palabras breves y enérgicas. El de más edad asintió gravemente, apartó la vista y bajó su arma hasta que la boca del cañón casi entró en contacto con el suelo. Después murmuró algo dirigiéndose al joven, quien asintió y miró a Nicolson, con ojos hostiles en un rostro tranquilo e impasible.

—¿Begrijp U Nederlands?

—¿Holandés? Lo siento, no le entiendo. —Nicolson levantó los hombros en gesto de incomprensión, y después miró brevemente a Vannier—. Cójale el rifle. Por el flanco.

—¿Inglés? ¿Hablan inglés? —El joven hablaba lenta y vacilantemente. Miraba a Nicolson con desconfianza, pero no hostilmente. Después su mirada se dirigió una o dos pulgadas por encima de los ojos de Nicolson y sonrió de repente. Se volvió y habló con rapidez al hombre que estaba a su lado, mirando después de nuevo a Nicolson—. Le he dicho a mi padre que es usted inglés. Conozco su gorra. Claro que son ingleses.

—¿Esto? —Nicolson tocó el galón de su gorra de uniforme.

—Sí. Yo he vivido en Singapur —dijo señalando con la mano vagamente hacia el norte— durante casi dos años. He visto a menudo oficiales ingleses de los barcos. ¿Por qué están aquí?

—Necesitamos ayuda —dijo bruscamente Nicolson. Su primera idea había sido la de ganar tiempo y asegurarse del terreno que pisaba, pero algo en los oscuros ojos del joven le hizo cambiar de idea. A pesar de todo, tampoco estaba en posición de poder ganar tiempo, pensó amargamente—. Nuestro barco se ha hundido. Tenemos varios enfermos y varios heridos. Necesitamos un refugio, comida, medicinas…

—Devuélvanos el fusil —dijo de pronto el muchacho.

Nicolson no vaciló.

—Devuélvale el fusil, cuarto.

—¿El fusil? —Vannier se mostraba aprensivo—. Pero ¿cómo sabe usted…?

—No lo sé. Déle su fusil. —Nicolson se metió el Colt en el cinturón.

De mala gana, Vannier entregó el rifle al hombre del sombrero de paja, el cual lo cogió y se quedó mirando hacia la selva. El joven le miró exasperado, y después sonrió en señal de excusa a Nicolson.

—Debe usted disculpar a mi padre —dijo vacilante—. Ha herido usted sus sentimientos. No está acostumbrado a que nadie le arrebate un arma.

—¿Por qué?

—Porque Trikah es Trikah y nadie se atrevería. —En la voz del muchacho se distinguía una mezcla de afecto, orgullo y diversión—. Es el jefe de nuestro pueblo.

—¿Es el jefe de ustedes?

Nicolson miró a Trikah con renovado interés. Las vidas de todos ellos podían depender de este hombre, de su capacidad para tomar decisiones, para prestar o rehusar ayuda. Al mirarle con mayor detenimiento, Nicolson pudo ver en el arrugado y curtido rostro, grave y serio, una expresión de autoridad. Trikah, en apariencia, era muy parecido a su hijo, y en cuanto al muchacho que permanecía a cierta distancia detrás de ellos, Nicolson supuso que debía de tratarse de otro hijo más joven. Los tres tenían la frente baja, pero ancha, ojos inteligentes, labios firmemente moldeados y una nariz delgada, casi aquilina; carecían de todo rasgo negroide, y eran, con seguridad, de pura ascendencia árabe. Buen hombre para ayudarle a uno, pensó Nicolson, si quería ayudar…

—Es nuestro jefe —asintió el joven—. Yo soy Telak, su hijo mayor.

—Mi nombre es Nicolson. Dígale a su padre que he dejado a muchos ingleses, hombres y mujeres, enfermos, en la bahía, a tres millas hacia el norte. Necesitamos ayuda. Pregúntele si quiere ayudarnos.

Telak se volvió hacia su padre y le habló rápidamente en un idioma rudo y entrecortado, escuchó la respuesta del padre, y volvió a hablar en inglés.

—¿Cuántos de ellos están enfermos?

—Cinco hombres…, cinco por lo menos. También hay tres mujeres… No creo que puedan andar hasta muy lejos. ¿A cuántas millas está su pueblo?

—¿Millas? —sonrió Telak—. Un hombre puede llegar allí en diez minutos.

Volvió a hablar a su padre, quien asintió varias veces mientras escuchaba, y después se volvió y habló con el joven que estaba a su lado. El muchacho escuchó con atención, pareció repetir instrucciones, enseñó sus blancos dientes en amplia sonrisa a Nicolson y a Vannier, volvióse rápidamente y echó a correr en la dirección por donde habían llegado.

—Les ayudaremos —dijo Telak—. Mi joven hermano ha ido al pueblo, traerá hombres robustos y literas para los enfermos. Vamos; vámonos con sus amigos.

Se volvió y se dispuso a guiarles a través de una aparentemente impenetrable zona de la selva, bordeó la ciénaga que Nicolson y Vannier acababan de vadear hacía tan poco rato, y les condujo hasta el sendero en menos de un minuto. Vannier sorprendió la mirada de Nicolson y sonrió.

—Le hace a uno sentirse tonto, ¿verdad? Es muy fácil cuando se sabe cómo hay que hacerlo.

—¿Qué dice su amigo? —preguntó Telak.

—Que hubiera deseado encontrarles a ustedes mucho antes —explicó Nicolson—. Nos hemos pasado la mayor parte del tiempo vadeando ciénagas con agua hasta la cintura.

Trikah hizo una pregunta, escuchó a Telak y murmuró algo para sus adentros. Telak sonrió.

—Dice mi padre que sólo los tontos y los niños muy pequeños se mojan los pies en la selva. Olvida que hay que estar acostumbrado a ello. —Sonrió de nuevo—. Ya no se acuerda de la vez, la única vez, que subió a un automóvil. Cuando se puso en marcha, se arrojó fuera de él y se hizo daño en una pierna.

Telak continuó hablando mientras avanzaban a través de la luz verde y filtrada de la selva. Explicó que él y su padre no eran, en modo alguno, anti-británicos Ni eran pro-holandeses, ni pro-japoneses. Solamente se sentían pro-indonesios, afirmó, y querían que su tierra les perteneciera. Pero, una vez acabada la guerra, si tenían que negociar con alguien la libertad de su patria, preferían que fuera con los holandeses o con los ingleses. Los japoneses hacían grandes protestas de amistad, pero cuando entraban en un país, ya no se movían más de él. Pedían lo que ellos llamaban colaboración, dijo Telak, y ya estaban demostrando que si no la lograban de un modo, la lograrían de otro; con la bayoneta y el fusil ametrallador.

Nicolson le miró con viva sorpresa y súbito desaliento.

—¿Hay japoneses cerca de aquí? ¿Han desembarcado ya?

—Ya están aquí —dijo Telak gravemente, señalando hacia el este—. Los ingleses y los americanos luchan todavía, pero su resistencia no puede durar mucho. Los japoneses se han apoderado ya de una docena de aldeas y pueblos a un centenar de millas de aquí. Tienen…, ¿cómo lo llaman ustedes?…, ¿una guarnición? Tienen una guarnición en Bantuk. Una fuerte guarnición, al mando de un coronel. El coronel Kiseki. —Telak sacudió su cabeza, como si sintiera un escalofrío—. El coronel Kiseki no es un ser humano. Es una bestia, una bestia de la jungla. Pero los animales de la jungla matan sólo cuando precisan hacerlo. Kiseki sería capaz de arrancar el brazo de un hombre, o de un niño, como un pequeñuelo irreflexivo arrancaría las alas de una mosca.

—¿A qué distancia de su pueblo se halla esa ciudad? —preguntó lentamente Nicolson.

—¿Bantuk?

—Donde se halla la guarnición, sí.

—A cuatro millas solamente.

—¿Cuatro millas? ¿Nos darán ustedes refugio…, acogerán ustedes a tantos de nosotros, a cuatro millas de los japoneses? Pero ¿qué sucederá si…?

—Mucho me temo que no podrán permanecer largo tiempo con nosotros —interrumpió gravemente Telak—. Trikah, mi padre, dice que no sería seguro ni para ustedes ni para nosotros. Hay espías que informan para lograr recompensas, incluso entre nuestro propio pueblo. Los japoneses les capturarían a ustedes y se llevarían a mi padre, mi madre, mis hermanos y a mí a Bantuk.

—¿Como rehenes?

—Así nos llamarían ellos —dijo Telak sonriendo amargamente—. Los rehenes de los japoneses nunca regresan a sus países. Es un pueblo muy cruel. Por eso les ayudamos a ustedes.

—¿Durante cuánto tiempo podremos quedarnos?

Telak consultó con su padre y después se volvió hacia Nicolson.

—Todo el tiempo posible. Les alimentaremos, les proporcionaremos una choza para que puedan dormir, y las ancianas de nuestro pueblo saben curar toda clase de heridas. Acaso puedan quedarse tres días, pero no más.

—¿Y después?

Telak se encogió de hombros y siguió guiándoles por la jungla en silencio.

McKinnon les salió al encuentro a un centenar de yardas del lugar donde el bote se había hundido la noche anterior. Llegó corriendo, tambaleándose de un lado a otro; y no a causa de su pierna envarada. La sangre goteaba sobre sus ojos precedente de un gran corte que tenía en mitad de la frente, y sin necesidad de que se lo dijeran Nicolson supo quién era el responsable.

Furioso, mortificado y maldiciéndose, solamente a sí mismo, McKinnon se mostró muy amargado, pero en realidad no se le podía culpar de nada. La primera vez que vio la pesada y afilada piedra que le había golpeado y dejado inconsciente fue cuando recobró los sentidos y la encontró a su lado. Ningún hombre puede vigilar a otros tres, indefinida y simultáneamente. Los demás se vieron impotentes, pues el ataque conjunto había sido cuidadosamente planeado, y la única carabina existente le fue arrebatada por Siran a McKinnon cuando éste se desplomaba. Siran y sus hombres, según dijo Findhorn, se habían dirigido hacia el noreste.

McKinnon estaba decidido a perseguir a los tres hombres, y Nicolson, que sabía que Siran, vivo y en libertad, representaba un peligro potencial dondequiera que estuviera, mostróse de acuerdo. Pero Telak puso su veto a la idea. En primer lugar, dijo, era imposible encontrarles en la jungla, y buscar a un hombre armado con un fusil ametrallador que podía escoger el mejor sitio para emboscarse y esperar quieto allí, era una rápida manera de suicidarse. Nicolson aceptó el veredicto del experto y emprendieron el camino hacia la playa.

Dos horas más tarde, los últimos de los portadores de literas entraron en el kampong de Trikah, un pueblo situado en un claro de la jungla. Hombres bajos y delgados, pero extraordinariamente fuertes y resistentes, habían cubierto, la mayoría de ellos, todo el camino sin ser relevados en su tarea, ni detenerse ni una sola vez.

Las promesas de Trikah habían sido dignas de él. Las ancianas lavaron y limpiaron las heridas supurantes, las cubrieron con ungüentos refrescantes y calmantes, taparon éstos a su vez con grandes hojas, y finalmente las vendaron con tiras de tela de algodón. Después fueron alimentados, y, además, magníficamente. Hablando con mayor propiedad, les ofrecieron una espléndida selección de comida: pollo, huevos de tortuga, arroz caliente, duraznos, camarones sin sus cáscaras, ñames, raíces dulces hervidas y pescado seco. El hambre pudo ser saciada, pero habían pasado demasiado tiempo sin comer para hacer merecida justicia a todos aquellos alimentos. Además, la necesidad primordial no era de comida, sino de sueño, y pronto pudieron gozar de él. Ni camas, ni hamacas, ni yacijas de hojas o hierbas: sólo esteras de coco sobre el liso suelo de tierra del interior de una cabaña, y ello fue más que suficiente. Fue como un paraíso para aquellos que no habían podido gozar de una noche de sueño durante tan larga serie de días que su débil mente ya no podía recordar. Se desplomaron como muertos, sumiéndose en el pozo sin fondo de su tremendo cansancio.

Cuando Nicolson despertó, hacía tiempo que el sol había desaparecido y la noche había caído sobre la jungla. Una noche tranquila y silenciosa, como la selva que les rodeaba. No había parloteo de monos, ni gritos de pájaros nocturnos, ni ninguna señal dé vida. Sólo la tranquilidad, el silencio y la oscuridad. Dentro de la choza reinaban también el silencio y la tranquilidad, pero no la oscuridad: dos humeantes lámparas de aceite colgaban de los postes junto a la entrada.

Nicolson había estado sumido en un profundo y tranquilo sueño. Habría podido dormir durante horas, y así lo hubiera hecho, de tener oportunidad. Pero no la tuvo. Se despertó a causa de una aguda sensación de dolor que le llegó a través de la niebla del sueño, un extraño y desconocido dolor que le atravesaba la piel, frío, agudo y pesado. Se despertó con una bayoneta japonesa apoyada en su garganta.

La bayoneta era larga, afilada y siniestra; su aceitada superficie brillaba malignamente a la vacilante luz. A lo largo de ella corría el dentado canalillo de sangre. A la distancia de unas pocas pulgadas recordaba una gran zanja metálica, y por la mente nebulosa y aún medio dormida de Nicolson pasaron terribles visiones de matanzas y enterramientos en masa. Después la película se desvaneció de su vista, y su mirada recorrió con angustiosa fascinación la bayoneta en toda su resplandeciente longitud, hasta el cañón del fusil y la mano bronceada que lo sostenía apuntando hacia abajo, más allá del cerrojo y del cargador hasta la culata de madera y la otra mano, más allá todavía, hasta el uniforme de color gris verdoso con correajes y el rostro bajo la gorra con visera, un rostro con los labios abiertos en una sonrisa que en realidad no era tal, sino una mueca bestial de odio y expectación, de maligna burla, en consonancia con la sed de sangre que denotaban sus pequeños ojos porcinos. Mientras Nicolson le miraba, los labios se entreabrieron aún más sobre los largos dientes de fiera, y el hombre dio otro empujón a la culata de su rifle. La punta de la bayoneta atravesó la piel en la base de su cuello. Nicolson sintió que una náusea se extendía en oleadas por su interior. Las lucecillas de la choza parecieron vacilar y debilitarse.

Pasaron unos segundos y gradualmente recuperó su visión normal. El hombre que se erguía junto a él (Nicolson pudo ver que se trataba de un oficial, pues llevaba espada al cinto) no se había movido; la bayoneta seguía descansando en su garganta. Lenta y penosamente, lo mejor que pudo, sin mover la cabeza y el cuello ni un milímetro, Nicolson logró que sus ojos recorriesen lentamente el interior de la choza, y nuevamente volvió a sentirse enfermo. No a causa de la bayoneta esta vez, sino a consecuencia de la amargura y desesperación que se acumuló en su garganta. Su guardián no estaba solo en la choza. Debía de haber por lo menos una docena de ellos, todos armados con rifles y bayonetas que apuntaban a los hombres y mujeres que estaban durmiendo. Había algo de fantástico y ominoso en su silencio y cautela y en su inmóvil concentración. Nicolson se preguntó oscuramente si iban a ser todos ellos asesinados durante su sueño, pero en aquel mismo instante el hombre que se hallaba junto a él, desmintió tal idea y rompió el espeso silencio.

—¿Es este el cerdo a quien te referías? —Hablaba en inglés, con la precisa y gramatical fluidez propia de un hombre educado que no ha aprendido el idioma entre los que lo hablan—. ¿Es éste su jefe?

—Este es el hombre llamado Nicolson. —Era Telak quien hablaba, medio oculto bajo el umbral de la puerta. Su voz parecía remota e indiferente—. Es él quien tiene el mando del grupo.

—¿Es verdad eso, puerco inglés?

El oficial dio énfasis a su orden con otro empujón contra el cuello de Nicolson. Este notó cómo la sangre caía tibia y lentamente sobre el cuello de su camisa. Por un instante pensó en negarlo, decirle a aquel hombre que el capitán Findhorn era su oficial superior, pero el instinto le advirtió inmediatamente de que las cosas irían muy mal para el hombre a quien los japoneses reconocieran como jefe. El capitán Findhorn no estaba en condiciones de soportar más castigo. Incluso un golpe podía bastar en aquellos momentos para causarle la muerte.

—Sí, yo soy el jefe —respondió, notando que su voz sonaba débil y ronca. Miró la bayoneta, trató de calcular sus probabilidades de apartarla a un lado, pero comprendió que no había esperanza alguna. Incluso si lo lograba, había una docena de hombres preparados para matarle a tiros—. ¡Saque esa maldita bayoneta de mi cuello!

—¡Ah, desde luego! ¡Qué distracción la mía! —El oficial apartó su bayoneta, dio un paso hacia atrás y asestó una terrible patada en el costado de Nicolson, exactamente encima del riñón—. Soy el capitán Yamata y estoy a sus órdenes —murmuró con suavidad—. Oficial del ejército nipón de su Majestad Imperial. En el futuro debe mostrarse muy cuidadoso al dirigirse a un oficial japonés. ¡De pie! —Levantó su voz gritando—. ¡De pie todos ustedes!

Lentamente, temblando, con el rostro de color gris bajo su atezada piel, y sintiendo ganas de vomitar a causa del dolor de su costado, Nicolson se puso en pie. A su alrededor, todos los demás abandonaban la oscura neblina del sueño y se incorporaron asombrados, mientras que los que eran más lentos o estaban demasiado enfermos o heridos eran puestos de pie cruelmente, sin hacer caso de sus gritos y gemidos, y empujados violentamente hacia la puerta. Nicolson vio que Gudrun Drachmann era una de los que sufrían malos tratos; se había inclinado para envolver en una manta a Peter, que aún seguía dormido, y cogerlo entre sus brazos, y un soldado la obligó a levantarse junto con el niño con tal violencia que el brazo de la muchacha debió de estar a punto de quedar dislocado: el agudo grito de dolor apenas si pudo ser oído, pues ella lo ahogó entre sus dientes apretados. Incluso en medio de su dolor y desesperación, Nicolson se sorprendió contemplándola, mirándola y maravillándose de su paciencia y de su valor, y de la abnegada e incesante devoción con que se había ocupado del niño durante tantos días y tantas interminables noches. Mientras le miraba y se maravillaba de todo ello, notó una repentina y casi arrebatadora sensación de pesar, sintiendo que habría hecho cualquier cosa por salvar a la muchacha de cualquier daño que pudiera ocurrirle o de cualquier degradación que pudiera esperarla, sentimiento que, tuvo que confesarse a sí mismo con sorpresa, no podía acordarse de haber experimentado por nadie más que por Caroline. Hacía solamente diez días que conocía a esta muchacha, y la conocía mejor de lo que habría podido hacerlo en una docena de vidas enteras: la clase e intensidad de su experiencia y sufrimientos en los últimos diez días habían tenido el especial poder y efectos de seleccionar, iluminar y aumentar con claridad brutal y reveladora defectos y méritos, vicios y virtudes, que de otro modo habrían permanecido ocultos e ignorados durante años. Pero la adversidad y privación había sido un catalizador que había expuesto a la luz más cruda lo mejor y lo peor de cada uno; como Lachie McKinnon, Gudrun Drachmann había salido resplandeciente y limpia de la forja del dolor y del sufrimiento y de las pruebas más extremas. Durante un momento, y por increíble que ello fuera, Nicolson se olvidó de dónde estaba, del amargo pasado y del vacío futuro, y volvió a mirar a la joven, sabiendo por primera vez que se estaba engañando deliberadamente a sí mismo. No se trataba de compasión, no era solamente pena lo que sentía por aquella muchacha de la cicatriz y de la lenta sonrisa, con su tez como una rosa al atardecer, y con los ojos azules como los mares del norte; y si alguna vez había sido así, ya nunca más volvería a serlo. Nunca más. Nicolson sacudió la cabeza y sonrió para su interior, después gruñó de dolor cuando Yamata le empujó violentamente con el extremo de la culata apoyado entre sus omoplatos, mandándole tambaleándose hacia la puerta.

Afuera reinaba una oscuridad casi completa, pero quedaba aún bastante para que Nicolson pudiera ver hacia donde les llevaban: hacia el lugar de reunión de los ancianos, brillantemente iluminado; la gran casa cuadrada que hacía las funciones de alcaldía y donde habían comido antes, al otro lado del kampong. También había suficiente luz para que Nicolson pudiera ver algo más: el borroso perfil de Telak, inmóvil en la semioscuridad. Ignorando al oficial que tenía detrás, ignorando la certeza de otro golpe que haría castañetear sus dientes, Nicolson se detuvo a menos de un pie de distancia del joven. Parecía como si Telak fuera un hombre esculpido en piedra. No hizo ningún movimiento, ningún gesto, limitándose a permanecer inmóvil en la oscuridad, como un hombre perdido en sus pensamientos.

—¿Cuánto te han pagado, Telak? —La voz de Nicolson no era más que un murmullo.

Pasaron unos segundos y Telak no contestó. Nicolson preparóse para recibir otro golpe en la espalda, pero nadie le golpeó. Entonces habló Telak, con voz tan baja que Nicolson tuvo que inclinarse hacia delante, involuntariamente, para poder oírle.

—Me han pagado bien, Mr. Nicolson.

Avanzó un paso y se volvió a medias, de modo que su costado y el perfil de su cara quedaron repentinamente iluminados por la luz de la puerta de la choza. Su mejilla izquierda, el cuello, el brazo y la parte superior de su pecho eran un amasijo horrible de cortes de espada o de bayoneta. Era imposible decir dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro; la sangre cubría todo el costado de su cuerpo, y mientras Nicolson le miraba, pudo oír cómo goteaba silenciosamente sobre el suelo apisonado del kampong.

—Me han pagado bien —repitió Telak sin expresión alguna en su voz—. Mi padre ha muerto; Trikah, ha muerto. Muchos de nuestros hombres han muerto. Hemos sido traicionados y nos cogieron por sorpresa.

Nicolson le miró sin hablar, incapaz de pensar al ver a Telak, un Telak que ahora podía advertir que tenía otra bayoneta japonesa a pocas pulgadas de su espalda. No una bayoneta, sino dos: Telak debió de haber luchado como un león antes de que pudieran reducirle a la impotencia. Y entonces se agolparon los pensamientos, la pena y el dolor de que tal cosa hubiera podido ocurrir, y tan pronto, a aquellos hombres que tan abnegadamente les habían auxiliado; y después, pisando los talones de este pensamiento, vino el amargo remordimiento por las palabras que él acababa de proferir, por la horrible e injusta acusación que debió de haber sido como el último grano de sal en la herida del dolor y sufrimiento de Telak. Nicolson abrió la boca para hablar, pero no pudo pronunciar palabra alguna, sino exhalar un respingo de dolor cuando la culata de un fusil golpeó de nuevo su espalda, golpe que fue coreado por la suave y maligna risa de Yamata en la oscuridad.

Con el rifle encañonándole de nuevo, el oficial japonés condujo a Nicolson a través del kampong a punta de bayoneta. Ante él, Nicolson podía ver a los demás que estaban siendo reunidos ante el neto rectángulo iluminado por la puerta de entrada del ayuntamiento. Algunos se hallaban ya en su interior. Miss Plenderleith estaba entrando en aquel momento, seguida por Lena y después por Gudrun con Peter, marchando a continuación el contramaestre y Van Effen. En el momento de llegar Gudrun junto a la puerta, tropezó con algo que había en el suelo, tambaleándose con el peso del niño que llevaba en brazos y casi se cayó. Su guarda la agarró salvajemente por el hombro, empujándola. Tal vez su intención era la de empujarla a través de la puerta, pero en todo caso erró la dirección y la muchacha y el niño toparon violentamente contra el dintel. A veinte pies de distancia, Nicolson pudo oír el golpe de la cabeza o de las cabezas contra la dura madera, la exclamación de dolor de la muchacha y el agudo grito de miedo y de dolor de Peter. McKinnon, a pocos pies detrás de la muchacha, gritó algo ininteligible (Nicolson supuso que en su nativo galés), y avanzó rápidamente dos pasos y se abalanzó sobre la espalda del soldado que había empujado a la muchacha, pero la culata de otro soldado que venía detrás fue aún más veloz y el contramaestre no tuvo tiempo ni de protegerse…

El ayuntamiento, brillantemente iluminado por media docena de lámparas de aceite, era una habitación muy espaciosa, de veinte pies de ancho por treinta de largo, con la puerta de entrada situada en la mitad de uno de los lados más largos. A la derecha de la puerta, ocupando casi todo el ancho de la sala, estaba la plataforma de los ancianos, con otra puerta detrás de ella, que daba al kampong. El resto del caserón de madera, frente a la puerta y a su izquierda, estaba completamente desnudo; tierra apisonada y nada más. En este espacio desnudo, los prisioneros se sentaron formando un reducido semicírculo. Todos menos McKinnon. Nicolson apenas podía ver desde su sitio los hombros, los brazos inertes y extendidos y la parte posterior de su oscura y rizosa cabeza, fuertemente iluminada por la cruda luz que emergía de la puerta del ayuntamiento. El resto de su cuerpo resultaba invisible en la oscuridad.

Pero Nicolson sólo pudo dedicar una atención ocasional al contramaestre y ni siquiera miraba a los atentos centinelas que se alineaban detrás de ellos o dando la espalda a la puerta principal. En aquel momento sólo tenía ojos para la plataforma, para los hombres que la ocupaban, y sólo atinaba a pensar en su estupidez, en su locura y en sus escrúpulos, en el descuido que les había llevado a todos, a Gudrun, a Peter, a Findhorn y a todos los demás a aquel trágico final.

El capitán Yamata se estaba sentando en un banco bajo sobre la plataforma, y junto a él se hallaba Siran. Un sonriente y triunfante Siran que ya no se molestaba en ocultar sus emociones tras un rostro inexpresivo, un Siran que se hallaba claramente en las mejores relaciones con el regocijado Yamata, un Siran que de vez en cuando sacaba su cigarro largo y negro de entre sus dientes resplandecientes y dirigía una desdeñosa nube de humo en dirección a Nicolson. Este sostuvo su mirada sin pestañear, ni mostrar expresión alguna en su cara. Había ideas asesinas en su corazón.

Resultaba dolorosamente obvio lo que había ocurrido. Siran fingió dirigirse hacia el norte desde la playa en que habían desembarcado. Un subterfugio que podría haber esperado hasta un niño, pensó con rabia Nicolson. Debió de recorrer un corto trecho hacia el norte, esconderse, esperar hasta que hubieron pasado los portadores de las literas, seguirles, pasar de largo ante el pueblo, dirigirse a Bantuk y avisar a la guarnición de aquel lugar. Había sido tan inevitable y tan claro todo lo que Siran tenía que hacer, que hasta un tonto hubiera podido preverlo y tomar precauciones. Estas habrían consistido, sin duda, en matar a Siran. Pero él, Nicolson, había dejado criminalmente de tomar estas precauciones. Sabía ahora que si alguna vez tenía la oportunidad, dispararía contra Siran con tan poca emoción como si se tratase de una serpiente o de una lata vieja. Sabía también que esta oportunidad no volvería a presentarse nunca.

Lentamente, con tanta dificultad como si luchara contra una fuerza magnética, Nicolson apartó su mirada del rostro de Siran y miró a los demás sentados en el suelo junto a él. Gudrun, Peter, miss Plenderleith, Findhorn, Willoughby, Vannier…, todos estaban allí, todos ellos cansados, enfermos y abatidos por el sufrimiento, casi todos quietos, resignados y sin demostrar miedo. Su sentimiento de amargura se hacía intolerable. Todos habían confiado en él, y ninguno de ellos volvería a su patria… Miró hacia la plataforma. El capitán Yamata estaba de pie, con una mano apoyada en su cinturón y la otra en la empuñadura de su espada.

—No les entretendré mucho tiempo. —Su voz denotaba tranquilidad y precisión—. Salimos para Bantuk dentro de diez minutos. Nos dirigimos allí para ver a mi superior, el coronel Kiseki, quien tiene grandes deseos de conocerles a ustedes. El coronel Kiseki tenía un hijo que mandaba la lancha torpedera capturada a los americanos, que fue enviada para capturarles. —Advirtió las súbitas y rápidas miradas que cruzaron entre si los prisioneros, la viva alteración de su respiración, y sonrió débilmente—. El negarlo no les servirá de nada. El capitán Siran aquí presente será un valioso testigo. El coronel Kiseki está loco de pena. Habría sido mejor para ustedes…, para todos ustedes, del primero al último, no haber nacido.

»Diez minutos —continuó con suavidad—. Ni uno más. Hay algo que debemos hacer primero. No será largo y después podremos marcharnos. —Sonrió de nuevo y su mirada recorrió lentamente la hilera de prisioneros sentados en el suelo, a sus pies—. Y mientras esperamos, estoy seguro de que les agradará a todos ustedes que les presente a alguien a quien creen conocer, pero a quien no conocen en absoluto. Alguien que es un gran amigo de nuestro glorioso imperio, alguien a quien estoy seguro de que nuestro glorioso emperador querrá dar las gracias personalmente. No es necesario que se oculte por más tiempo, señor.

Hubo un repentino movimiento entre los prisioneros, y después uno de ellos se puso en pie, dirigiéndose hacia la plataforma, hablando fluidamente en japonés y estrechando la mano del capitán Yamata, quien se inclinaba ante él. Nicolson se levantó a medias, con la consternación y la incredulidad marcadas en su semblante, pero se desplomó pesadamente al golpearle en el hombro la culata de un rifle. Durante un momento, su cuello y su brazo parecieron arder, pero apenas se dio cuenta.

—¡Van Effen! ¿Qué diablos hace usted…?

—Van Effen no, mi querido Mr. Nicolson —protestó Van Effen—. No «Van», sino «Von», Estoy más que harto de fingir ser un maldito holandés. —Sonrió y se inclinó ligeramente—. Permítame que me presente. Teniente coronel Alexis von Effen, del contraespionaje alemán.

Nicolson le contempló sin articular palabra, pero no era el único en quedarse atónito. Todos los ojos se hallaban fijos en Van Effen, ojos que le miraban mientras las mentes atónitas pugnaban por orientarse, por comprender la situación, y los recuerdos e incidentes de los últimos diez días iban creando lentamente cierta comprensión y formaban los primeros eslabones de una explicación total. Transcurrieron interminables segundos hasta llegar a sumar un minuto, seguido de otro, y ya no hubo más dudas ni profundas sospechas. Sólo quedó una certeza, la absoluta certeza de que el coronel Alexis von Effen era quien pretendía ser. No quedó duda alguna.

Fue el propio Van Effen quien finalmente rompió el silencio. Volvió ligeramente la cabeza y miró hacia la puerta, volviendo a mirar después hacia sus antiguos compañeros de aventuras. Había una sonrisa en su rostro, pero no se leía el triunfo en ella, ni ningún otro signo de placer. En todo caso, la sonrisa denotaba tristeza.

—Esta es, caballeros, la razón de todas las pruebas y sufrimientos que hemos pasado durante estos últimos días, la explicación de que los japoneses, aliados de mi patria, debo recordarles, nos hayan perseguido y acechado sin cesar. Muchos de ustedes se preguntarán por qué nuestro pequeño grupo de supervivientes resultaba tan importante para los japoneses. Ahora lo sabrán.

Un soldado japonés pasó entre los hombres y mujeres sentados en el suelo y depositó un pesado saco de viaje entre Van Effen y Yamata. Todos lo miraron, y miraron después a miss Plenderleith. Era su saco. Sus labios y los nudillos de sus manos estaban pálidos como el marfil, y sus ojos medio cerrados por el dolor. Pero no hizo ningún movimiento ni pronunció palabra alguna.

A una señal de Van Effen, el soldado japonés cogió un asa del saco, mientras Van Effen cogía la otra. Entre los dos lo levantaron hasta la altura del hombro y después lo invirtieron. No cayó nada al suelo, pero el sobrecargado y pesado forro salió por la invertida boca de la bolsa de lona y cuero y colgó de ella como si estuviera relleno de plomo. Van Effen miró hacia el oficial japonés.

—¿Capitán Yamata?

—Con mucho gusto, coronel.

Yamata avanzó mientras su espada abandonaba la vaina. Resplandeció una sola vez a la amarillenta luz de las lámparas de aceite, y después su filo cortante como una navaja de afeitar rasgó limpiamente el fuerte tejido de lona como si hubiera sido un papel. Pronto el brillo de la espada desapareció, se extinguió, fue absorbido por el brillante y resplandeciente chorro de fuego que brotó de la bolsa y se extendió por el suelo formando un alto y radiante montón de deslumbrante esplendor.

—Miss Plenderleith tiene un gusto exquisito en lo que se refiere a pedruscos y joyas. —Van Effen sonrió complacido y tocó el centelleante resplandor que tenía a sus pies—. Creo que se trata de la mayor colección jamás vista fuera de la Unión Sudafricana. Su valor se calcula en unos dos millones de libras esterlinas.

El suave murmullo de la voz de Van Effen cesó, y en la sala del ayuntamiento reinó un profundo silencio. Era como si para cada hombre y mujer allí presente no existiera ninguno de los demás. El gran montón de diamantes a sus pies, brillando y llameando a la luz de las vacilantes lámparas de aceite, tenía algo de fantástico e hipnótico y no dejaba que los ojos se apartaran de él. Pero, poco a poco, Nicolson levantó la cabeza y miró a Van Effen. Por extraño que pareciera, no podía sentir rencor ni hostilidad hacia aquel hombre: habían pasado juntos demasiadas peripecias, y Van Effen se había portado mejor que la mayoría, siempre abnegado, sufrido y útil. El recuerdo de todo aquello era demasiado reciente para poder ser barrido en un momento.

—Piedras de Borneo, desde luego —murmuró—. Sacadas de Banjermasin en el Kerry Dancer… No pudo ser de otro modo. Sin cortar, supongo…, ¿y dice usted que valen dos millones?

—Cortadas toscamente y sin cortar —asintió Van Effen—. Su valor en el mercado es este por lo menos… Un centenar de aviones de combate, un par de destructores, no sé. En tiempo de guerra su valor resulta infinitamente mayor para el bando que pueda echarles mano. —Sonrió ligeramente—: Ninguna de estas piedras adornará los dedos de dama alguna. Son solamente para usos industriales…, herramientas de corte con punta de diamante. Una verdadera lástima, ¿no es cierto?

Nadie habló, ni siquiera ninguno de ellos miró al que hablaba. Oyeron las palabras, pero éstas no dejaron huella, pues en aquel instante no prestaban atención más que a lo que sus ojos contemplaban. Entonces Van Effen avanzó rápidamente y, balanceando su pie, derribó la gran pila de diamantes que rodaron sobre el suelo como una deslumbrante cascada.

—¡Basura! ¡Chucherías! —Su voz estaba llena de desdén—. ¿Qué importan todos los diamantes, todas las piedras preciosas que puedan haber existido, cuando las grandes naciones del mundo están luchando a muerte y los hombres mueren a millares y a centenares de millares? Yo no sacrificaría una vida, ni siquiera la de un enemigo, por todos los diamantes de las Indias. Pero he sacrificado ya varias, y según temo, he puesto a muchas más en peligro mortal, para conseguir otro tesoro, un tesoro infinitamente más valioso que este miserable puñado de piedras. ¿Qué importan unas cuantas vidas, si a costa de ellas se puede conseguir algo mil veces más importante?

—Todos podemos ver lo honrado y noble que es usted —dijo ásperamente Nicolson—. Ahórrenos el resto y vaya al grano.

—Ya voy a él —dijo Van Effen sin inmutarse—. Este tesoro se encuentra ahora en esta habitación, ante nosotros. No deseo prolongar indebidamente todo esto ni buscar un efecto dramático. —Extendió la mano—. Hágame el favor, miss Plenderleith.

Ella le miró, sin dar muestras de comprenderle.

—¡Oh, vamos, vamos! —Chasqueó sus dedos y sonrió—. Yo admiro su actitud, pero no puedo esperar toda la noche.

—No sé a qué se refiere usted —dijo ella sin alterarse.

—Tal vez yo pueda ayudarla si le digo que estoy al corriente de todo. —No había vanidad ni triunfo en la voz de Van Effen; sólo certeza y un curioso acento de cansancio—. De todo, miss Plenderleith, incluso de aquella sencilla ceremonia que tuvo lugar en un pueblecito de Sussex el dieciocho de febrero de 1902.

—¿De qué diablos está usted hablando? —exclamó Nicolson.

—Miss Plenderleith sabe a lo que me refiero, ¿no es cierto, miss Plenderleith?

Casi había compasión en la voz de Van Effen. Por primera vez toda su animación se había desvanecido en la arrugada cara de ella y sus hombros se curvaban en un gesto de fatiga.

—Lo sé —asintió sintiéndose derrotada y mirando hacia Nicolson. Se refiere a la fecha de mi matrimonio… con el brigadier general Farnholme. Celebramos nuestro cuarenta aniversario de boda a bordo del yate de salvamento—. Trató de sonreír, sin lograrlo.

Nicolson la contempló, miró la diminuta faz arrugada y los ojos vacíos de toda expresión, y de pronto comprendió que había dicho la verdad. Mientras la miraba, aunque sin verla, oleadas de recuerdos acudieron a él y muchas de las cosas que le habían desconcertado empezaron a aclararse… Pero Van Effen volvió a hablar.

—Dieciocho de febrero de 1902. Si sé eso, lo sé todo, miss Plenderleith.

—Sí, lo sabe usted todo. —Su voz era un murmullo lejano.

—Por favor. —Su mano seguía extendida—. No deseará usted que la registren los hombres del capitán Yamata.

—No. —Buscó por debajo de su maltrecha chaqueta, llena aún de sal, desabrochó un cinturón y se lo entregó a Van Effen—. Creo que esto es lo que usted busca.

—Gracias. —Tratándose de un hombre que acababa de obtener lo que él consideraba como un tesoro de valor incalculable, el rostro de Van Effen se hallaba extrañamente desprovisto de toda clase de triunfo o satisfacción—. Ciertamente, es lo que yo quería.

Desabrochó los departamentos del cinturón, sacó los negativos y las películas que había en su interior y los contempló a la luz de las vacilantes lámparas de aceite. Transcurrió casi un minuto mientras los examinaba en completo silencio. Después asintió satisfecho y volvió a meter los papeles y las películas en el cinturón.

—Todo intacto —murmuró—. Largo tiempo y largo viaje…, pero todo intacto.

—¿De qué demonios está usted hablando? —exclamó Nicolson irritado—. ¿Qué es eso?

—¿Esto? —Van Effen miró hacia el cinturón que se estaba abrochando alrededor de su cintura—. Esto, Mr. Nicolson, es lo que hace que todo lo que ha ocurrido quede justificado. Esta es la razón de todas las peripecias y sufrimientos de los últimos días, la razón por la que el Kerry Dancer y el Viroma fueran hundidos, por la que tanta gente ha muerto, por la que mis aliados estaban preparados a llegar a cualquier extremo para evitar su huida hacia el mar de Timor. Por esto está aquí el capitán Yamata, aunque dudo que él sepa de qué se trata… Pero un jefe lo sabe. Es…

—¡Vaya al grano! —gritó Nicolson.

—Lo siento. —Van Effen golpeó el cinturón—. Esto contiene los planos completos y detallados, en código, de la proyectada invasión por el Japón del norte de Australia. Resulta casi imposible descifrar los códigos japoneses, pero nuestra gente sabe que hay un hombre en Londres que lograría hacerlo. Si alguien hubiera logrado huir con ellos, llevarlos a Londres, ello habría significado una fortuna para los aliados.

—¡Dios mío! —Nicolson se sentía aturdido—. ¿De dónde…, de dónde diablos proceden?

—Lo ignoro —contestó Van Effen—. Si lo hubiéramos sabido, no habrían caído nunca en manos enemigas… Son los planos de invasión con todos sus detalles, Mr. Nicolson… Fuerzas que se emplearán, horarios, fechas, lugares…, todo. En manos británicas o norteamericanas, habrían supuesto tres meses de retraso para los japoneses, hasta quizá seis. En este primer período de la guerra, un retraso de esta clase podría haber sido fatal para los japoneses; comprenderá usted su ansiedad por recobrarlos. ¿Qué es una fortuna en diamantes comparada con ellos, Mr. Nicolson?

—Efectivamente —murmuró Nicolson. Hablaba automáticamente, pues su pensamiento se hallaba muy lejos.

—Pero ahora los tenemos a los dos…; los planos y los diamantes. —Seguía habiendo aquella extraña y completa falta de cualquier inflexión triunfal en la voz de Van Effen. Tocó el montón de diamantes con su pie—. Acaso me precipité al expresar mi desdén por esto. Poseen su propia belleza.

—Sí. —La amargura de la derrota llenaba la boca de Nicolson, pero su rostro se mantenía impasible—. Es una visión fantástica, Van Effen.

—Admírelos mientras pueda hacerlo, Mr. Nicolson. —La voz del capitán Yamata, fría, aguda y agria, rompió el hechizo, y les devolvió a todos a la realidad. Tocó la parte superior del montón de diamantes con la punta de su espada y el blanco fuego centelleó y resplandeció al desparramarse unas cuantas piedras por el suelo—. Son hermosas, pero el hombre necesita ojos para ver.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Nicolson.

—Solamente que el coronel Kiseki ha recibido órdenes de recobrar los diamantes y de mandarlos intactos al Japón. Nada se habló sobre prisioneros. Usted mató a su hijo. Ya sabe lo que quiero decir.

—Ya lo supongo —dijo Nicolson, mirándole con desprecio—. Una pala, un agujero de seis por dos y un tiro en la espalda cuando haya acabado de cavar. Cultura oriental. Ya lo hemos oído todo acerca de ella.

Yamata sonrió fríamente.

—Nada más sencillo y rápido, se lo aseguro. Tenemos, como dice usted, una cultura. Estas tosquedades no son para nosotros.

—Capitán Yamata…

Van Effen miraba al oficial japonés, y sus ojos ligeramente cerrados eran la única señal de emoción en un rostro por lo demás totalmente inexpresivo.

—¿Coronel?

—Usted…, usted no puede hacer esto. Este hombre no es un espía para ser fusilado sin ser juzgado. Ni siquiera es miembro de las fuerzas armadas. Técnicamente, es un no-combatiente.

—Claro, claro —asintió irónicamente Yamata—. Hasta la fecha ha sido responsable únicamente de las muertes de catorce de nuestros marinos y de un aviador. Tiemblo al pensar en la carnicería que habría hecho si fuera un combatiente. Y dio muerte al hijo de Kiseki.

—No es cierto. Siran tendrá que retirar esa acusación.

—Dejemos que se lo explique al coronel —dijo Yamata—. No deseábamos turbar su sueño. ¿Qué ocurre, míster Nicolson? —añadió secamente.

—Nada —contestó brevemente Nicolson. Había estado mirando a través de la abierta puerta y a su pesar una ráfaga de excitación había cruzado su rostro; pero sabía que sus ojos se habían apartado de allí antes de que Yamata captara su expresión—. El camión no ha llegado todavía. Me gustaría hacer una o dos preguntas a Van Effen. —Esperaba que su voz sonara indiferente.

—Disponemos de uno o dos minutos —asintió Yamata—. Tal vez ello me divierta. Pero sea rápido.

—Gracias. —Miró a Van Effen—. Como detalle importante, ¿quién le dio a miss Plenderleith los diamantes…, y los planos?

—¿Qué importa ya ahora? —La voz de Van Effen era grave y remota—. Todo ha concluido ya.

—Por favor —persistió Nicolson. Se había hecho repentinamente esencial el ganar tiempo—. Realmente, me gustaría saberlo…

—Muy bien. —Van Effen le miraba con curiosidad—. Se lo diré. Ambas cosas se hallaban en poder de Farnholme…, y él las tuvo durante casi todo el tiempo. Ello debía de haber resultado obvio para usted, por el hecho de que los tuviera miss Plenderleith. Ya le he dicho que ignoro de dónde podían proceder los planos; los diamantes le fueron entregados por las autoridades holandesas de Borneo.

—Debían de tener mucha confianza en él —comentó secamente Nicolson.

—La tenían. Y había sus razones para ello. Farnholme era un hombre en quien se podía confiar por completo. Era una persona inteligente y llena de recursos, y conocía el Oriente, en especial las islas, mejor que nadie. Nos consta que hablaba por lo menos catorce idiomas asiáticos.

—Parece como si supiera usted mucho de él.

—Efectivamente. Era nuestro trabajo, y convenía a nuestros intereses descubrir todo lo que pudiéramos. Farnholme era uno de nuestros más formidables enemigos. Por lo que hemos podido averiguar, pertenecía al Servicio Secreto de ustedes desde hacía más de treinta años.

Hubo un par de respingos de sorpresa y un repentino y sordo murmullo de voces. Hasta Yamata se había vuelto a sentar y se inclinaba hacia delante, con los codos sobre las rodillas, y su rostro moreno y delgado lleno de interés.

—¡Servicio Secreto!

Nicolson dejó escapar su aliento en un largo y silencioso suspiro de sorpresa, pasándose la mano por la frente en un gesto de incredulidad y admiración. Lo sospechaba desde hacía cinco minutos. Bajo la protectora visera de su mano, sus ojos miraron de soslayo durante un segundo hacia la puerta abierta del ayuntamiento, y después volvió a mirar a Van Effen.

—Pero… si miss Plenderleith dijo que había mandado un regimiento en Malaya, unos cuantos años antes.

—Y es verdad —sonrió Van Effen—. Por lo menos, en apariencia.

—Continúe, continúe. —Ahora era el capitán Findhorn quien le apremiaba.

—No hay mucho más que contar. Los japoneses y yo supimos lo de los planos que faltaban a las pocas horas de haber sido robados. Me lancé en su busca, respaldado por las autoridades japonesas. No se nos ocurrió que Farnholme se las arreglaría para llevarse también los diamantes… Esto fue un golpe genial por parte de Farnholme. Ello servía para un doble propósito. Si alguien desenmascaraba su disfraz de colono borracho dándose a la fuga, podía comprar a quien fuera necesario. Pero si alguien seguía sospechando de él y descubría los diamantes, era seguro que pensarían que ellos explicaban el disfraz y su extraña conducta, y la cosa no pasaría de ahí. Por último, si los japoneses descubrían en qué barco viajaba, esperaba que la codicia o el natural anhelo de recobrar una mercancía tan valiosa, especialmente en tiempos de guerra, les obligaría a pensarlo dos veces antes de hundir el barco, con la esperanza de que podrían recobrar los planos y por consiguiente también los diamantes, matando así dos pájaros de un tiro. Ya les he dicho que Farnholme era un hombre genial. Pero tuvo la más diabólica mala suerte.

—No ocurrió como él esperaba —objetó el capitán Findhorn—. ¿Por qué hundieron el Kerry Dancer?

—Los japoneses ignoraban entonces que él estuviera a bordo —explicó Van Effen—. Pero Siran lo sabía…; siempre lo supo. Iba en pos de los diamantes, supongo, porque algún oficial holandés renegado debió de traicionar a sus compatriotas y pasó la información a Siran a cambio de la promesa de una parte de los beneficios cuando éste se apoderase de las piedras. No habría visto jamás ni un solo guilder, ni una sola piedra. Y los japoneses tampoco.

—Un brillante intento de desacreditarme. —Era Siran quien hablaba por primera vez, con una voz suave y controlada—. Las piedras habrían sido entregadas a nuestros buenos amigos y aliados, los japoneses. Tal era nuestra intención. Mis dos hombres confirmarán mis palabras.

—Sería difícil probar lo contrario —dijo Van Effen con indiferencia—. Su traición de esta noche bien vale alguna cosa. No dudo de que sus amos arrojarán algún hueso al chacal. —Hizo una pausa y continuó—: Farnholme nunca sospechó quién era yo…, por lo menos hasta que ya llevábamos bastantes días a bordo de la lancha de salvamento. Pero yo había trabado conocimiento con él durante el viaje, le había tratado, habíamos bebido juntos. Siran nos vio reunidos varias veces y debió de pensar que Farnholme y yo éramos algo más que amigos, error que cualquiera podía cometer. Creo que fue por esto por lo que me salvó… o mejor dicho, por lo que no me arrojó por la borda cuando el Kerry Dancer se hundía. Pensó que si yo no sabía dónde estaban los diamantes, acabaría por averiguarlo sonsacando a Farnholme.

—Otro error —admitió Siran—. Debería haberle dejado ahogar.

—Desde luego. Entonces podría haberse quedado con los dos millones para usted solo. —Van Effen hizo una pausa para reflexionar un momento, y después miró al oficial japonés—. Dígame, capitán Yamata, ¿ha habido recientemente en las proximidades de aquí alguna actividad naval británica fuera de lo corriente?

El capitán Yamata le miró con viva sorpresa.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Destructores acaso? —Van Effen ignoró la pregunta—. ¿Aproximándose mucho por la noche?

—Exactamente. —Yamata estaba asombrado—. Cada noche se aproximan al cabo de Java, a menos de ochenta millas de aquí, y se alejan cuando aún no ha amanecido, antes de que nuestros aviones puedan despegar. Pero ¿cómo…?

—Se explica fácilmente. En la madrugada del día en que el Kerry Dancer fue hundido, Farnholme pasó casi una hora en la cabina de radio. Es casi seguro que les comunicó sus esperanzas de huir… hacia el sur a través del mar de Java. Ningún buque aliado se atrevería a moverse por el norte de Indonesia; ello equivaldría a un suicidio. Se limitan a patrullar por el sur, acercándose de noche. Sospecho que debían de tener a otro navío patrullando por las inmediaciones de Bali. ¿No han hecho nada para ajustarle las cuentas a este intruso, capitán Yamata?

—Resulta difícil —contestó secamente Yamata—. El único barco de que disponemos aquí es el de nuestro jefe, el coronel Kiseki, Es muy rápido, pero demasiado pequeño. En realidad es solamente una lancha transformada en estación móvil de radiotelegrafía. Las comunicaciones son muy difíciles en estos parajes.

—Ya comprendo. —Van Effen miró a Nicolson—. El resto es obvio. Farnholme llegó a la conclusión de que ya no resultaba seguro que él llevase consigo por más tiempo los diamantes…, ni tampoco los planos. Creo que éstos se los dio a miss Plenderleith a bordo del Viroma y los diamantes en la isla… Entonces vació su maleta y la llenó de granadas. Nunca conocí a un hombre más valeroso.

Van Effen guardó silencio durante unos momentos, y después continuó:

—El pobre sacerdote musulmán renegado era únicamente lo que pretendía ser: el relato de Farnholme, inspirado por la necesidad del momento, era completamente falso, pero típico de la audacia de aquel hombre: acusaba a otro de lo que él estaba haciendo… Y para terminar, deseo presentar mis excusas a Mr. Walters. —Van Effen sonrió ligeramente—. Farnholme no era el único que se dedicaba a visitar los camarotes de los demás aquella noche. Yo pasé casi una hora en la cabina de radio de Mr. Walters, que dormía profundamente. Acostumbro a llevar cosas conmigo con las que me aseguro de que la gente duerma bien.

Walters le miró, después miró a Nicolson, acordándose de lo mal que se sentía a la mañana que siguió aquella noche, y Nicolson recordó también el aspecto del telegrafista, pálido, fatigado y enfermizo. Van Effen advirtió el ligero gesto de comprensión de Walters.

—Lo lamento, Mr. Walters. Pero tenía que hacerlo; era necesario que mandase un mensaje. Soy un telegrafista experto, pero necesité mucho tiempo. Cada vez que oía pasos en el pasillo exterior, me sentía morir de angustia. Pero logré transmitir mi mensaje.

—Rumbo, velocidad y posición, ¿eh? —exclamó Nicolson haciendo una mueca—. Más la petición de no bombardear los depósitos de carburante. A usted sólo le interesaba que se detuviera el barco, ¿no es así?

—Más o menos —admitió Van Effen—. No esperaba que para detener el barco efectuaran un trabajo tan completo. Por otra parte, no olviden que si yo no hubiera enviado el mensaje diciendo que los diamantes se hallaban a bordo, lo más probable es que hubieran volado el barco a la altura de los cielos.

—O sea que todos le debemos nuestras vidas —dijo Nicolson con amargura—. Muchas gracias.

Le miró fríamente durante un largo y tenso momento, y después apartó su mirada con ademán distraído. Pero sus ojos distaban mucho de estar distraídos, y en aquel momento observó que no cabía ya duda alguna. McKinnon se había movido unas seis pulgadas, acaso cerca de nueve, en los últimos minutos, no a causa de las inconscientes convulsiones de un hombre inconsciente, presa de violento dolor, sino con los suaves y bien coordinados movimientos de una persona en plena posesión de sus sentidos, concentrándose en un lento movimiento sobre el suelo, tan silenciosamente, con tanta precisión, con una velocidad tan imperceptible, que sólo un hombre con los nervios en un extremo de hipersensibilidad podía darse cuenta de ello. Pero Nicolson lo vio: no podía haber duda alguna. Donde al principio descansaban la cabeza, los hombros y los brazos, en la zona iluminada por la luz procedente de la puerta, había ahora solamente la parte posterior de la cabeza y un curtido antebrazo. Lenta e indiferentemente, con el rostro convertido en una máscara vacía e inexpresiva, Nicolson dejó que su mirada recorriera todo el grupo. Van Effen volvía a hablar, mirándole con cierta curiosidad.

—Como ya sospechará usted, Mr. Nicolson, Farnholme permaneció seguro en la despensa durante el ataque aéreo, porque tenía dos millones de libras en su regazo y no iba a arriesgarlas por una anticuada noción de valor, honor y decencia. Yo me quedé en el comedor porque no iba a disparar contra mis aliados, y recordará usted que la única vez que lo hice contra el marinero de la torreta del submarino, fallé el tiro. Siempre he pensado que fue un fallo muy convincente. A continuación del ataque inicial, ningún avión japonés nos atacó cuando estábamos bajando los botes del Viroma, ni tampoco después: yo les había hecho señales con una linterna, desde la parte superior de la cabina del timón. De modo similar, el submarino tampoco nos hundió: el capitán no habría gozado de gran popularidad si hubiera regresado a la base informando de que había mandado dos millones de libras en diamantes al fondo del mar de China del Sur. —Sonrió sin afectación alguna—. Recordarán ustedes que yo deseaba rendirme a aquel submarino, pero usted adoptó un punto de vista completamente hostil al mío.

—Entonces, ¿por qué nos atacó el avión?

—¿Quién sabe? —Van Effen se encogió de hombros—. Un momento de desesperación, supongo. No olviden, por otra parte, que rondaba por allí un hidroavión que hubiera podido recoger uno o dos supervivientes seleccionados.

—¿Como usted, por ejemplo?

—Como yo, por ejemplo —admitió Van Effen—. Poco después de esto Siran descubrió que yo no tenía los diamantes. Había registrado mi saco de viaje una de las noches en que nos hallábamos inmovilizados. Le vi cuando lo hacía y permití que lo hiciera. Por otra parte, no había nada en él. Y con ello disminuían las probabilidades de ser apuñalado por la espalda, como le sucedió al sospechoso número dos, el infortunado Ahmed. De nuevo volvió a elegir mal. —Miró a Siran, sin preocuparse en disimular su repugnancia—. Supongo que Ahmed debió de despertarse mientras usted registraba su saco, ¿no fue así?

—Un desdichado accidente —contestó Siran agitando su mano—. Mi cuchillo resbaló.

—Le queda muy poco tiempo de vida, Siran. —Había algo curiosamente profético en el tono de la voz de Van Effen y en la desdeñosa sonrisa que se inició lentamente en el rostro de Siran—. Es usted demasiado perverso para seguir viviendo.

—¡Estúpidas supersticiones! —La sonrisa había desaparecido y su labio superior se frunció sobre los dientes blancos y simétricos.

—Veremos, veremos. —Van Effen trasladó su mirada hacia Nicolson—. Esto es todo, Mr. Nicolson. Ya supondrá usted por qué Farnholme me golpeó en la cabeza cuando se nos acercó la lancha torpedera. Tenía que hacerlo, si quería salvar las vidas de ustedes. Un hombre valeroso, muy valeroso…, y de rápida inteligencia. —Volvióse y miró a miss Plenderleith—. También usted me dio un buen susto cuando dijo que Farnholme había dejado todas sus cosas en la isla. Después comprendí que no pudo haber hecho tal cosa, pues nunca le sería posible regresar allí otra vez. Por lo tanto, deduje que tenía que tenerlo usted. —La miró con compasión—. Es usted una dama muy intrépida, miss Plenderleith. Merecía usted algo mejor que todo esto.

Dejó de hablar y el profundo y ominoso silencio volvió a reinar en el ayuntamiento. De vez en cuando, el pequeño gemía en medio de su intranquilo sueño, produciendo un sonido débil y atemorizado, pero Gudrun le mecía y le calmaba y poco a poco volvía a dormirse. Yamata contemplaba las gemas, con la atezada y aquilina cara llena de ensimismamiento, aparentemente sin prisa alguna por marcharse de allí. Los prisioneros miraban casi todos a Van Effen, con expresiones que iban desde el asombro hasta la más completa incredulidad. Detrás de ellos estaban de pie sus guardianes, diez o doce en total, atentos y alertas con sus armas en las manos. Nicolson se arriesgó a lanzar una rápida mirada hacia el iluminado umbral de la puerta, y sintió cómo el aliento se paralizaba en su garganta y no pudo evitar que sus puños se cerraran fuertemente. El umbral y la zona iluminada que había detrás de él se hallaban completamente vacíos. McKinnon había desaparecido. Lentamente, con aire indiferente, exhalando su aliento entrecortado en un largo suspiro, Nicolson apartó su mirada de allí, encontrándose con los ojos escudriñadores de Van Effen clavados en él. Escudriñadores y comprensivos. Mientras Nicolson le miraba, Van Effen contempló la puerta durante un largo y significativo momento. Nicolson notó la helada ola del desastre irrumpiendo en el interior de su mente, y se preguntó si podía lanzarse a la garganta de Van Effen, antes de que éste tuviera tiempo de hablar. Pero con ello no ganaría nada, no haría más que retrasar lo inevitable. Aunque le matara… Pero Nicolson sabía que se estaba engañando a sí mismo, pues no tenía posibilidad alguna, y aunque la tuviera, incluso para salvar sus vidas, no podría causar ningún daño a Van Effen. Debía una vida a aquel espía: la de Peter. Van Effen hubiera podido libertarse con facilidad aquella madrugada, pues el molusco no era de gran tamaño. Podría haber soltado a Peter y libertar su pierna con ayuda de las dos manos; pero en cambio había preferido permanecer allí sufriendo dolores de agonía con el niño en brazos, mientras su pierna sufría cortes y magulladuras… Van Effen le sonreía, y Nicolson comprendió que era ya demasiado tarde para evitar que hablase.

—¿Espléndido trabajo, no es cierto, Mr. Nicolson?

Nicolson no respondió. El capitán Yamata levantó la cabeza y pareció perplejo.

—¿A qué trabajo se refiere usted, coronel?

—Oh, a toda la operación en general —repuso Van Effen moviendo la mano—. Desde el principio hasta el fin. —Sonrió con aire de disculpa y Nicolson sintió que la sangre batía rápidamente en su pulso.

—No sé de qué están hablando —gruñó Yamata levantándose—. Ya es hora de que nos marchemos. Oigo que el camión se acerca.

—Muy bien. —Van Effen intentó flexionar su pierna herida. Entre la mordedura del molusco y la herida de metralla en su muslo casi no podía utilizarla—. ¿A ver a su coronel? ¿Esta noche?

—Inmediatamente —dijo con brusquedad Yamata—. Esta noche el coronel Kiseki tiene invitados a varios jefes y hombres importantes en su villa. Su hijo ha muerto, pero el deber puede más que el dolor. Pero cuando vea a todos estos prisioneros, su corazón entristecido se iluminará.

Nicolson se estremeció. Pensó que alguien estaría paseándose sobre su tumba. Aun sin parar mientes en la sádica satisfacción que había en la voz de Yamata, no se hacía ilusiones sobre lo que le estaría esperando. Pensó por un momento en todas las historias que había oído contar sobre las atrocidades japonesas en China, y después apartó resueltamente este pensamiento. Una mente vacía de toda idea y situada al borde del abismo era su única esperanza, si es que esperanza podía llamársele. Ni siquiera con McKinnon fuera de allí, pues McKinnon no podía hacer nada más que hacerse matar. El pensamiento de que el contramaestre pudiera intentar beneficiarse él solo de su fuga, no pasó ni por un instante por la imaginación de Nicolson. McKinnon estaba hecho de una madera distinta… Van Effen hablaba de nuevo.

—¿Y después? ¿Tiene alojamiento para ellos, cuando ya les haya visto el coronel?

—No necesitarán ningún alojamiento —contestó brutalmente Yamata—. Lo único que se necesitará serán unas cuantas fosas.

—No estoy bromeando, capitán Yamata —dijo rígidamente Van Effen.

—Ni yo tampoco, mi coronel —sonrió Yamata, y guardó silencio.

Oyóse el rechinar de unos frenos y el ruido de un motor que aceleraba cuando el camión avanzó hacia el centro del kampong. Entonces el capitán Findhorn carraspeó para aclarar su garganta.

—Tengo el mando de este grupo, capitán Yamata. Permítame que le recuerde las convenciones internacionales en tiempo de guerra. —Su voz era baja y ronca, pero firme—. Como capitán de la marina mercante británica, pido…

—¡Silencio! —La voz de Yamata era casi un grito, y su rostro se contrajo en una fea mueca. Bajó su voz hasta convertirla casi en un susurro, un murmullo acariciador, mucho más terrorífico que un rugido de ira—. Usted no puede pedir nada, capitán. No está usted en situación de poderlo hacer. ¡Convenciones internacionales! ¡Bah! ¡Yo escupo sobre las convenciones internacionales! Están destinadas a los débiles, a los simples y a los chiquillos. Los poderosos no las necesitan. El coronel Kiseki no ha oído hablar nunca de ellas. Lo único que sabe el coronel Kiseki es que ustedes han matado a su hijo. —El capitán Yamata se estremeció intencionadamente—. No temo a ningún hombre, pero sí al coronel Kiseki. Todos temen al coronel Kiseki. En cualquier momento es un hombre terrible. Pregúnteselo a su amigo aquí presente. El sabe algo de todo esto.

Señaló a Telak, de pie en el fondo de la sala, entre dos soldados armados.

—No es un hombre. —Todo el costado izquierdo de Telak estaba lleno de costurones y cruzado por largos regueros de sangre coagulada—. Es un demonio. Dios castigará al coronel Kiseki.

—¿Ah, sí? —Yamata dijo rápidamente algo en japonés y Telak se tambaleó al recibir un cruel culatazo en pleno rostro—. Son nuestros aliados —explicó Yamata con tono de disculpa—, pero necesitan ser educados. En especial, no deben hablar mal de nuestros oficiales superiores… En cualquier momento, decía, el coronel Kiseki es un hombre terrible. Pero ahora que su único hijo ha sido muerto…

Dejó que su voz se prolongase entre el silencio.

—¿Qué hará el coronel Kiseki? —No había señal de emoción ni de ninguna clase de sentimientos en la voz de Van Effen—. Seguramente que las mujeres y el niño…

—Serán los primeros en morir…, y emplearán en ello largo tiempo. —Era como si el capitán Yamata estuviera haciendo planes para una fiesta campestre—. El coronel Kiseki es un experto, un artista en estas cosas; para inferiores como yo mismo representa una verdadera educación el poder contemplarle. El opina que el sufrimiento mental no es menos importante que el dolor físico. —Yamata se iba entusiasmando con el tema de su conversación y encontrando en ella cada vez mayor placer—. Por ejemplo, su atención principal se dirigirá hacia Mr. Nicolson.

—Inevitablemente —murmuró Van Effen.

—Inevitablemente, en efecto. Por lo tanto, ignorará a Mr. Nicolson, al principio, desde luego. En cambio se concentrará en el pequeño. Pero tal vez perdone al niño, no sé; tiene una extraña debilidad por las criaturas de corta edad. —Yamata frunció el ceño y después su rostro se aclaró—. Por consiguiente, pasará a aquella muchacha de allí, la de la cicatriz en la cara. Según me dice Siran, hay gran amistad, como mínimo, entre ella y Nicolson. —Miró a Gudrun durante largo rato, y la expresión de su rostro despertó ansias de muerte en el corazón de Nicolson—. El coronel Kiseki tiene un sistema especial para las damas, especialmente para las jóvenes: una combinación muy ingeniosa del lecho de bambú verde y del tratamiento del agua. ¿Tal vez ha oído usted hablar de ellos, coronel?

—He oído hablar de ellos. —Por primera vez aquella noche, Van Effen sonrió abiertamente. No era una sonrisa agradable, y Nicolson sintió miedo entonces, un miedo que unió a la abrumadora certeza de la derrota total. Van Effen estaba jugando con él, como el gato con el ratón, prestándole sádicamente falsos ánimos, mientras esperaba el momento de asestar su zarpazo—. Sí, desde luego, he oído hablar de ellos. Será una sesión sumamente interesante. Supongo que se me permitirá asistir a los… festejos, ¿no es así?

—Será usted nuestro huésped de honor, mi querido coronel —murmuró satisfecho Yamata.

—Excelente, excelente. Como dice usted, será altamente educativo. —Van Effen le miró pensativo y señaló hacia los prisioneros con una lánguida mano—. ¿Cree usted que el coronel Kiseki querrá entrevistarles a todos? ¿Incluso a los heridos?

—Mataron a su hijo —contestó llanamente Yamata.

—Claro. Mataron a su hijo. —Van Effen dirigió de nuevo su fría mirada hacia los prisioneros—. Pero uno de ellos trató también de matarme a mí. No creo que el coronel Kiseki eche en falta a uno de ellos, ¿no es verdad?

Yamata enarcó las cejas.

—No estoy del todo seguro de que yo…

—Uno de ellos trató de matarme —exclamó Van Effen bruscamente—. Tengo una cuestión personal que zanjar. Consideraría un gran favor, capitán Yamata, el poder zanjarla en este mismo instante.

Yamata dejó de mirar al soldado que estaba metiendo de nuevo los diamantes en el rasgado saco de viaje, y se frotó la barbilla. Nicolson pudo sentir otra vez que la sangre hervía en sus venas, y procuró respirar tranquila y normalmente. Dudaba que nadie más supiera lo que se avecinaba.

—Supongo que es lo menos a lo que tiene usted derecho; le debemos muchísimo. Pero el coronel… —De pronto la duda y la incertidumbre desaparecieron del rostro de Yamata, y sonrió—. Pero ¡claro! Es usted un oficial superior aliado. Una orden de usted…

—Gracias, capitán Yamata —interrumpió Van Effen—. Considérela como tal. —Dio media vuelta, avanzó vivamente, cojeando, hasta situarse en medio de los prisioneros, se inclinó y agarrando a Gordon por la parte frontal de su camisa le puso violentamente en pie—. He esperado mucho tiempo para poder hacer esto, rata asquerosa. Ven aquí.

Ignoró la resistencia de Gordon, su cara presa del pánico y sus incoherentes protestas de inocencia, obligándole a dirigirse hacia el espacio vacío del fondo de la sala del ayuntamiento y derribándole como si fuera un guiñapo, acorralándole en toda su longitud contra la pared trasera de la casa, con un brazo levantado en patético gesto de defensa, y todas las facciones de su rostro desagradable enloquecidas por el terror.

Ignorando el pánico, las protestas y al propio Gordon, Van Effen se volvió vivamente y marchó cojeando hacia la plataforma de los ancianos, dirigiéndose hacia el soldado japonés que se hallaba con su propio rifle bajo un brazo y la carabina automática de Farnholme bajo el otro. Con la descuidada seguridad de un hombre que no espera preguntas ni resistencia, Van Effen despojó firmemente al soldado del fusil ametrallador, comprobó que estaba cargado, puso el seguro en el dispositivo de fuego automático y regresó de nuevo junto a Gordon, que yacía donde le había dejado, con los ojos desorbitados y murmurando algo ininteligible en el paroxismo del terror. Sus gemidos y los largos y temblorosos estertores de su respiración eran lo único que podía oírse en la habitación. Todos los ojos se hallaban fijos en Van Effen o en Gordon, ojos que reflejaban varios estados de ánimo: compasión, rabia, expectación o mera incomprensión. El rostro de Nicolson era completamente inexpresivo, el de Yamata también, pero la lengua que relamía lentamente sus labios le delataba. Sin embargo, nadie habló, nadie se movió, nadie pensó en hablar ni en moverse. Un hombre estaba a punto de morir, de ser asesinado, pero cierto indefinible factor en aquella atmósfera cargada de electricidad prevenía cualquier protesta o cualquier interrupción por parte de los que se hallaban en el interior de la casa. Pero, en aquel instante, se produjo una interrupción, algo repentino y brutal que rompió el hechizo, como una piedra que destrozara un delicado cristal. Llegó desde el exterior, desde el kampong.

El agudo grito de un japonés obligó a todas las cabezas a volverse hacia la puerta. Inmediatamente después, vino el rumor de una breve pero intensa lucha, un grito, y un ruido sordo y desagradable, como si la clava de un gigante destrozara de un golpe un melón maduro. Hubo un momentáneo silencio, fantástico y ominoso, después un rugido y un torrente de humo y llamas, y la puerta y la mayor parte de la pared se cubrieron con increíble rapidez de una cortina crepitante de llamaradas.

El capitán Yamata dio dos pasos hacia la puerta, abrió la boca para gritar una orden y murió con la boca todavía abierta, con la mitad de su pecho arrancada por los proyectiles de la carabina de Van Effen. El frenético tableteo del fusil ametrallador dentro de la sala era ensordecedor, dominando por completo el rugido de las llamas. El siguiente en morir fue el sargento que aún seguía sobre la plataforma, después un soldado que se hallaba junto a él; después una gran flor roja se extendió por el centro del rostro de Siran, y todavía Van Effen seguía inclinado sobre el cañón de su carabina, haciéndolo girar lentamente, su mano firmemente clavada en el gatillo y su rostro como el de un hombre esculpido en piedra. Se estremeció cuando la primera bala de un rifle japonés le alcanzó en el hombro, se tambaleó y cayó sobre una rodilla cuando otra bala se incrustó en su costado con la fuerza de un ariete, pero su rostro siguió impasible y el dedo que tenía fuertemente incrustado en el gatillo lo apretó todavía con mayor fuerza. Nicolson vio todo esto antes de saltar, como impelido por una catapulta, y lanzarse contra las piernas de un soldado que apuntaba su metralleta contra el hombre de la pared opuesta. Cayeron juntos peleando furiosamente, y Nicolson se encontró golpeando con la culata de la metralleta una y otra vez la mancha borrosa y oscura del rostro que tenía ante sí. Rápidamente se puso en pie, desviando a un lado la resplandeciente hoja de una bayoneta y dando un malintencionado puntapié contra una ingle si protección.

En el momento de iniciar la lucha cuerpo a cuerpo con aquel hombre, rodeando con sus dedos engarfiados el seco y huesudo cuello, advirtió que Walters, Evans y Willoughby estaban también de pie, luchando como locos en la fantástica luz procedente del rojo resplandor de las llamas, disminuida por el sofocante humo acre que llenaba la sala. Advirtió también que la carabina de Van Effen había quedado silenciosa, y que otra ametralladora, con un ritmo de tiro distinto, disparaba contra las llamas sinuosas y resinosas que formaban espesa cortina ante la puerta. Olvidó todo esto cuando otro hombre le cogió por la espalda rodeando su cuello con un brazo, estrangulándole en medio de un siniestro y extraño silencio. Vio una niebla rojiza, una niebla salpicada de chispas y llamaradas que danzaban ante sus ojos, y supo que era su propia sangre que se agolpaba a su cabeza y no las paredes de la sala que ardían furiosamente. Su fuerza le abandonaba, se estaba sumergiendo en la oscuridad, cuando oyó vagamente que el hombre que le tenía cogido por detrás lanzaba un alarido de agonía, y después McKinnon le sujetó por el brazo guiándole a tropezones hasta llegar a la incendiada puerta de salida. Pero llegaron demasiado tarde, al menos para Nicolson. Una viga incendiada que se desplomaba desde el tejado rozó solamente su cabeza y su hombro, pero debido a la debilidad de su estado fue más que suficiente, y las tinieblas se cerraron sobre él.

Volvió en sí al cabo de un minuto, y hallóse acurrucado junto a la pared de la choza más cercana, situada en dirección contraria al viento que soplaba hacia el ayuntamiento. Notó vagamente la presencia de hombres que se movían a su alrededor, la de miss Plenderleith que limpiaba el hollín y la sangre de su rostro, y divisó la gran llamarada que se levantó a treinta o cuarenta pies de altura, verticalmente, hacia el cielo oscuro y sin estrellas, mientras el ayuntamiento, con una pared y gran parte del tejado carbonizados, ardía próximo a su total destrucción.

Fue recobrando los sentidos. Se puso en pie vacilando, empujando impacientemente a un lado a miss Plenderleith. Habían cesado por completo los disparos, pero pudo oír el distante sonido del motor de un camión cambiando incesantemente de marcha; los japoneses, los pocos que quedaban de ellos, huían presa del pánico.

—¡McKinnon! —Tuvo que levantar su voz sobre el crujiente rugido de las llamas—. ¡McKinnon! ¿Dónde está usted?

—Está cerca de aquí, al otro lado de la casa —dijo Willoughby señalando hacia el incendiado ayuntamiento—. Está ileso, Johnny.

—¿Han salido todos? —preguntó Nicolson—. ¿No queda nadie encerrado ahí dentro? ¡Hablen, por Dios!

—Creo que han salido todos, señor. —Walters se hallaba junto a él, pero su voz parecía vacilante—. De los que estábamos sentados allí, han salido todos, estoy seguro.

—¡Gracias a Dios! —Interrumpióse bruscamente—. ¿Ha salido Van Effen?

Nadie dijo nada.

—¿Han oído mi pregunta? —gritó Nicolson—. ¿Ha salido Van Effen? —Divisó a Gordon, se plantó a su lado en dos zancadas y le agarró por el hombro—: ¿Está Van Effen todavía allí? Usted era el que se hallaba más cerca de él.

Gordon le miró aturdido, con los ojos desorbitados por el miedo. Su boca se movía, los labios se abrían y cerraban sin que pudiera controlarlos, pero no profirió palabra alguna. Nicolson soltó su hombro y le abofeteó por dos veces, con gran violencia y usando una sola mano del derecho y del revés. Antes de que pudiera desplomarse le cogió de nuevo.

—Contésteme o le mato, Gordon. ¿Dejó ahí a Van Effen?

Gordon asintió instintivamente, con un rostro pálido en el que empezaban a señalarse las huellas rojas de los dedos de Nicolson.

—¿Le ha abandonado allí? —preguntó Nicolson sin poder creerlo—. ¿Le ha dejado para que muera en este infierno?

—¡Él iba a asesinarme a mí! —gimió Gordon—. ¡Iba a matarme!

—¡Maldito estúpido! ¡Salvó su vida y la de todos nosotros!

Hizo retroceder a Gordon de un violento empujón, apartó bruscamente las manos que intentaban contenerle, y recorrió los diez pasos que le separaban del ayuntamiento, deslizándose a través de la cortina de llamas de la puerta principal, antes de que hubiera llegado a darse cuenta de lo que hacía.

El calor que reinaba en el interior le azotó con la violencia de un golpe físico, sintió cómo se apoderaba de él y recorría todo su cuerpo como una oleada de vivo dolor. El aire más que recalentado, privado de su oxígeno vivificante, penetró en sus pulmones como si fuera fuego. Pudo percibir el olor de su cabello chamuscado casi inmediatamente, y las lágrimas afluyeron a sus ojos amenazando con cegarle, lo que ciertamente habría ocurrido si el interior hubiera estado algo más oscuro, pero en medio del salvaje y rojo resplandor de las llamas, era como si todo estuviera iluminado por el sol del mediodía.

No le costó divisar a Van Effen. Estaba acurrucado contra la pared más distante y todavía intacta, sentado en el suelo y apoyado en un brazo. Su camisa de color caqui y sus pantalones de dril estaban ensangrentados y su rostro era ceniciento. Jadeante y medio asfixiado, con sus doloridos pulmones tratando de hallar aire sin lograrlo, Nicolson avanzó con la mayor rapidez posible hasta la pared opuesta del ayuntamiento. Tuvo que apresurarse, pues no ignoraba que en aquella atmósfera su resistencia se hallaba limitada a medio minuto a lo sumo. Sus ropas empezaban ya a arder, y parte de ellas humeaba y se tornaba incandescente; sus torturados pulmones no podían hallar oxígeno para el cuerpo que se debilitaba rápidamente, y el calor que sentía en su cabeza, rostro y cuerpo era como el de la boca de un horno.

Van Effen le miró vagamente, sin mostrar expresión alguna ni intentar pronunciar palabra. Nicolson pensó que probablemente estaría ya medio muerto; sólo Dios sabía cómo había podido sobrevivir tanto tiempo. Se agachó, trató de que los dedos de Van Effen soltasen la culata y el gatillo del fusil ametrallador, pero en vano; la mano estaba cerrada sobre la parte metálica del arma como si fuera una argolla de hierro. No había tiempo que perder, tal vez era ya demasiado tarde. Jadeando, forcejeando, con el sudor manando a chorros de su cuerpo medio abrasado, Nicolson empleó toda la fuerza que le restaba en un solo y desesperado esfuerzo y levantó en sus brazos al herido.

Había recorrido la mitad del camino de regreso, cuando un violento crujido que se oyó entre el rugir de las llamas, le hizo detener en seco, en el mismo instante en que varios maderos ardientes y humeantes se desplomaban del techo estrellándose contra el suelo en una pirotecnia de chispas voladoras y rescoldos al rojo vivo, a menos de tres pies del lugar que ocupaban ellos. La puerta principal quedó completamente bloqueada. Nicolson echó hacia atrás la cabeza, miró hacia arriba a través de sus doloridos párpados cubiertos de sudor, vio por un instante y borrosamente un techo que se hundía, derrumbándose sobre él, y no esperó por más tiempo. Necesitó dar cuatro pasos, tambaleándose y hundiéndose, para cruzar los llameantes restos que había entre ellos y la puerta, y estos cuatro pasos duraron una eternidad. Las ropas, secas ya como la yesca, se encendieron inmediatamente y los haces de llamas ensortijadas subieron tan rápidamente por sus piernas que pudo notar entre dolores de agonía que sus ávidas puntas lamían sus brazos desnudos que soportaban el peso del inerte Van Effen. Espadas de fuego atravesaron malignamente las suelas de sus zapatos y su nariz se llenó del mareante tufo a carne quemada. Su espíritu flaqueó, toda su fuerza había desaparecido, y ya no le quedaba sentido alguno del tiempo, ni de la orientación, ni sabía lo que estaba haciendo, cuando notó que varias manos le agarraban impacientemente por los brazos y los hombros y le sacaban al aire fresco, dulce y vivificante del atardecer.

Habría sido la cosa más fácil del mundo entregar a Van Effen a los brazos que le esperaban, dejarse caer al suelo y dejar que se apoderase de él la ola de la inconsciencia que le estaba acechando, transportándole a un piadoso olvido de todo, y la tentación de hacer ambas cosas era casi irresistible. Pero no lo hizo. Quedóse de pie con ambas piernas separadas, y aspirando gigantescas bocanadas de aire destinadas a un cuerpo que daba la impresión de no poder aprovechar más que una fracción de lo que requería. Pasaron unos segundos y su cabeza empezó a aclararse, disminuyó el temblor de sus piernas y pudo ver a su lado a Walters, Evans y Willoughby, pero les ignoró. Pasó de largo junto a ellos y llevó a Van Effen hasta el refugio de la choza más cercana del kampong.

Lentamente, con infinita precaución, depositó en el suelo al herido y empezó a desabrochar la camisa agujereada y empapada en sangre. Van Effen le cogió las muñecas con débiles manos.

—Está usted perdiendo el tiempo, Mr. Nicolson. —Su voz era solamente un débil murmullo medio ahogado por la sangre, casi inaudible entre el crepitante rugido de las llamas.

Nicolson fingió no oírle, le abrió la camisa, y el espectáculo que apareció ante su vista le hizo parpadear. Si Van Effen tenía que vivir, debía ser vendado, y en seguida. Arrancóse su camisa chamuscada y hecha jirones, la redujo a tiras y taponó las heridas mientras sus ojos contemplaban el pálido y macilento rostro del alemán. Los labios de Van Effen se entreabrieron en un intento de sonrisa, tal vez una sonrisa sardónica, pero no podía afirmarse con seguridad sin leer la expresión de sus ojos, y ya nada podía leerse en los ojos de Van Effen, pues se hallaban empañados por la neblina de la inconsciencia que de él se apoderaba.

—Le he dicho… que no pierda el tiempo —murmuró—. La lancha…, la lancha de Kiseki. Apodérense de ella. Lleva radio, posiblemente un transmisor potente… Ya oyó lo que dijo Yamata… Walters puede mandar un mensaje. —Su voz se había convertido en un apremiante murmullo—. En seguida, Mr. Nicolson, en seguida…

Sus manos soltaron las muñecas de Nicolson y cayeron inertes junto a él, con las palmas vueltas hacia arriba, descansando sobre la apisonada tierra del kampong.

—¿Por qué ha hecho usted esto, Van Effen? —Nicolson miraba al herido y movía lentamente la cabeza de un lado a otro, expresando su admiración—. ¿Por qué, en nombre del cielo, lo hizo usted?

—Sólo Dios lo sabe. Acaso también lo sepa yo. —Respiraba rápida y profundamente, profiriendo sólo unas pocas palabras cada vez que tomaba aliento—. La guerra total es la guerra total, Mr. Nicolson, pero esto es una tarea para bárbaros. —Señaló débilmente hacia la choza en llamas—. Si cualquiera de mis compatriotas hubiera estado conmigo esta noche, habría hecho lo que he hecho yo. Somos hombres, Mr. Nicolson, no somos más que hombres. —Levantó una mano fláccida, abrió su camisa y sonrió—. Si nos hieren, sangramos igual que los demás.

Le acometió un paroxismo de tos convulsa y burbujeante que contrajo los músculos de su estómago y le obligó a levantar del suelo la cabeza y los hombros. Después se recostó otra vez, quedando tan tranquilo e inmóvil que Nicolson se inclinó vivamente hacia delante, convencido de que el hombre había muerto. Pero Van Effen entreabrió de nuevo los párpados, con la lentitud y el terrible esfuerzo de un hombre que levantara una carga inmensa, y sonrió a Nicolson a través de sus ojos empañados.

—Los alemanes no morimos fácilmente. No ha llegado todavía la última hora de von Effen. —Hizo una larga pausa, y continuó en un susurro—: Cuesta mucho ganar una guerra. Se paga siempre un precio muy alto. Pero a veces el coste resulta excesivo, y el precio no lo compensa. Esta noche, el precio que se exigía era demasiado alto. Yo…, yo no pude pagarlo.

Una gran llamarada brotó del tejado del ayuntamiento, bañando su rostro en un rojo y vivísimo resplandor; después se extinguió de nuevo y su cara quedó pálida y tranquila mientras él murmuraba el nombre de Kiseki.

—¿Cómo? —Nicolson se hallaba tan próximo a él que sus rostros casi se tocaban—. ¿Qué ha dicho?

—El coronel Kiseki. —La voz de Van Effen sonaba muy lejana. Trató de sonreír otra vez, pero sólo pudo esbozar una patética mueca con su labio inferior—. Tal vez ambos tengamos algo en común. Creo… —Su voz se extinguió casi por completo, pero inmediatamente volvió a adquirir fuerza—. Creo que los dos tenemos una debilidad por los pequeñines.

Nicolson le miró, pero en seguida dio media vuelta cuando un estrépito ensordecedor llenó de ecos todo el kampong y una cortina de llamas brotó arrolladora; unas llamas que iluminaron hasta el más lejano rincón de la aldea. El ayuntamiento, con sus últimos sostenes destruidos por el fuego, se había derrumbado y ardía más vorazmente que nunca. Pero duró poco tiempo. Mientras Nicolson miraba, las culebreantes llamas parecieron hundirse en la tierra y una sombra oscura y sobrenatural se arrastró hacia allí, procedente de todos los lados. Nicolson apartó su mirada y se inclinó para hablar otra vez con Van Effen, pero éste se hallaba inconsciente.

Lenta y débilmente, Nicolson se incorporó, pero permaneció arrodillado, contemplando al hombre herido gravemente. De pronto el cansancio, la desesperación y la dolorosa e insoportable agonía de sus brazos, piernas y pies inundaron todo su ser, y la tentación de dejarse caer, de deslizarse en la amistosa y acogedora oscuridad que empezaba ya a insinuarse en los rincones más lejanos de su mente, fue casi irresistible. Se mecía sobre sus rodillas con los ojos cerrados, y con sus brazos colgando inertes de los hombros, cuando oyó un grito, el sonido de las pisadas de alguien que cruzaba corriendo el kampong a toda velocidad, y sintió los dedos duros y apremiantes que oprimían cruelmente la roja y abrasada piel de su brazo.

—¡Vamos, señor, vamos! ¡Levántese, por amor de Dios! —Había una fiera y punzante desesperación en la voz de McKinnon, como Nicolson no se la había conocido nunca—. ¡Los han cogido, señor! ¡Estos demonios amarillos se los han llevado!

—¿El qué? ¿El qué? —Nicolson sacudió su cabeza dolorida y atontada, de un lado para otro—. ¿Qué es lo que se han llevado? ¿Los planos, los diamantes? Pueden llevarse lo que…

—¡Ojalá los diamantes se vayan al infierno y ardan allí en compañía de todos los bastardos amarillos del Oriente! —McKinnon casi sollozaba, mientras gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con una voz nueva para Nicolson. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus enormes puños se cerraban con tal fuerza que los nudillos parecían de marfil. Estaba completamente loco, loco de rabia—. ¡No solamente se han llevado los diamantes, señor! ¡Ojalá fuera sólo eso! Los malditos diablos se han llevado rehenes. Yo vi cómo les metían en su camión. ¡El capitán, miss Drachmann y aquel pobre chiquillo!