Durante lo que pareció un tiempo muy largo, nadie en el bote habló ni se movió, excepto al impulso natural del ligero oleaje que balanceaba el bote. Sin darse cuenta de la fría lluvia, no apartaron la vista, asombrados, estúpidamente, del lugar que Farnholme había ocupado antes de desaparecer.
Probablemente no fue mucho tiempo, aunque así lo pareció. Se trató posiblemente de cuestión de segundos antes de que Nicolson oyera a miss Plenderleith que le llamaba por su nombre y le decía algo. Pero con el ruido que producía la lluvia al caer sobre el mar y el frenético tamborileo sobre la cubierta de la lancha torpedera, su voz fue solamente un murmullo ininteligible. Se volvió y se agachó, única manera de poder oírla, e incluso en aquel momento de sobresalto, su aspecto le llamó la atención. Estaba sentada a babor, su espalda tan recta como una vara, las manos cruzadas primorosamente sobre su regazo, el rostro tranquilo y compuestas sus facciones. Era como si estuviera sentada en el salón de su casa, excepto por un detalle: sus ojos estaban llenos de lágrimas, y mientras él la miraba, dos muy grandes se deslizaron lentamente por sus arrugadas mejillas y cayeron sobre sus manos.
—¿Qué ocurre, miss Plenderleith? —preguntó suavemente Nicolson—. ¿Qué pasa?
—Lleve el bote hacia atrás, —dijo ella. Su mirada se perdió en lontananza y no dio señales de mirarle a él—. Se lo ha dicho. Hacia atrás, en seguida.
—No lo comprendo. —Nicolson sacudió la cabeza—. ¿Por qué desea que…?
Se interrumpió de pronto al chocar dolorosamente contra su nuca algo duro y frío. Se volvió en redondo y vio al japonés que acababa de golpearle con el cañón de su metralleta: un imberbe y amarillo rostro que brillaba bajo la lluvia.
—Tú no hablar, inglés. —Su inglés era mucho menos perfecto que el de su oficial. Parecía peligroso, la clase de hombre que se alegraría de tener una oportunidad de usar el arma que balanceaba lentamente entre sus manos—. Ninguno de vosotros hablar. No confío en vosotros. Mataré.
—Ya oyó lo que le dije. —La voz de miss Plenderleith era clara y firme, sin vestigio de temblor—. Se lo suplico.
El marinero movió su arma hasta apuntar con ella a la cabeza de miss Plenderleith, y una docena de pares de ojos contemplaron cómo el nudillo de su dedo índice palidecía bajo la tensión. Sus labios se contraían en una maligna sonrisa y Nicolson sabía que los japoneses, muchos de ellos por lo menos, no necesitaban una provocación mayor para matar. Pero miss Plenderleith se limitó a mirarle con un rostro inexpresivo, aunque era muy probable que de todos modos no le viera siquiera, y él bajó de pronto el fusil con una airada interjección y retrocedió un paso. Hizo un signo con la cabeza al otro marinero armado (el tercero había acompañado abajo al oficial), y le indicó por signos que la cuerda que estaba amarrada a la proa del bote fuera atada a la popa de la lancha. Nicolson y McKinnon maniobraron el bote a lo largo del costado de la lancha y pronto se vieron remolcados a popa por dos toesas de cuerda. Los dos marineros se hallaban juntos en la popa de la lancha torpedera, con las cargadas carabinas prestas en sus manos.
La lancha torpedera se movía de nuevo, y los motores funcionaban a marcha muy lenta, pero suficiente para que cortase el agua a tres o cuatro nudos por hora. Su rumbo era noreste, en medio de una lluvia tan intensa que desde el bote apenas se podía distinguir el perfil de la lancha en medio de la neblina y la oscuridad. El bote empezaba a cabecear al extremo de la tensa cuerda, pero no exageradamente.
Miss Plenderleith daba la espalda a la lluvia y a los centinelas. Tal vez hubiera aún lágrimas en sus mejillas. Resultaba difícil asegurarse de ello, pues la espesa lluvia había empapado el ala de paja de su sombrero y su rostro estaba mojado. Pero sus ojos parecían más claros y miraban fijamente a Nicolson. Él advirtió su mirada, vio que ésta se dirigía a la carabina que yacía a su lado, en el lugar donde la dejó Farnholme, y observó que ella volvía a levantar la vista.
—No me mire —murmuró—. Finja no prestarme atención. ¿Pueden ellos oírme?
Nicolson miró a los centinelas con rostro impasible. El ligero movimiento negativo de su cabeza debió de resultar imperceptible para ellos.
—¿Puede ver el fusil? ¿Detrás de mi maleta?
Nicolson miró un instante hacia el banco donde estaba sentada miss Plenderleith y apartó la vista de él. Detrás de la maleta de lona y cuero donde la mujer guardaba su labor de punto y todo lo que le quedaba en el mundo, pudo ver el extremo de la culata de la carabina de Farnholme, la que había usado tan efectivamente contra… Súbitamente afluyó a la mente de Nicolson el recuerdo de todas las veces que el brigadier había hecho uso de aquella arma, del daño que había causado con ella, de cómo había volado el gran cañón del submarino, de cómo había rechazado con ella el ataque que el Zero había efectuado contra el bote, de cómo había salvado su vida en la playa de la diminuta isla, y se dio cuenta de pronto de que había algún tremendo contrasentido en su deserción y traición, de que ningún hombre podía alterar tan por completo…
—¿Puede verlo? —repitió apremiante miss Plenderleith.
Nicolson estaba sobresaltado, pero no lo dio a entender. Asintió lenta y cuidadosamente. La culata de la carabina se hallaba a menos de un pie de distancia de su mano.
—Está cargada —dijo miss Plenderleith en voz muy baja—. A punto de disparar. Foster me dijo que estaba lista para hacer fuego.
Esta vez Nicolson la miró, con su rostro denotando lento asombro y admiración, con los ojos pestañeando bajo la lluvia que caía, mientras trataba de leer la expresión de su rostro. De pronto se olvidó de miss Plenderleith, se levantó a medias de su asiento, con la vista hacia delante, y su mano buscó automáticamente la carabina.
Incluso a la distancia de cuarenta o cincuenta pies la explosión fue ensordecedora, y el brutal choque físico de la onda expansiva pareció asestar un golpe invisible en sus rostros. Humo y llamas brotaron del enorme agujero que se abrió en el costado de estribor, y casi en el acto la lancha torpedera se incendió totalmente. Los centinelas, olvidando por completo su misión, habían dado media vuelta hacia proa, pero uno de ellos, perdiendo el equilibrio por la fuerza de la explosión, se tambaleó, arrojó su metralleta, en un intento desesperado de sostenerse y agarrarse a algo, y, al no lograrlo, cayó de espaldas al mar; el otro había corrido solamente un par de pasos hacia proa, cuando una bala de la carabina que empuñaba Nicolson le arrojó de cara al suelo, muerto. Mientras caía, ya McKinnon avanzaba hacia popa con un hacha en la mano, y un certero golpe de ésta cortó limpiamente la cuerda amarrada a su borda. Inmediatamente Nicolson empujó la caña del timón a estribor y el bote giró pronunciadamente hacia el oeste. La lancha torpedera siguió rumbo hacia el noroeste, y al cabo de medio minuto toda señal de ella, incluso las llamas que llegaban a su puente, se perdieron por completo de vista entre las ráfagas de lluvia y en la oscuridad que se extendía con rapidez.
Inmediatamente, con un extraño y unánime silencio, levantaron el mástil, izaron el foque y la otra vela, y se sumergieron entre la lluvia y la oscuridad con toda la velocidad que podían proporcionarles sus maltrechas velas. Inclinándose de borda peligrosamente a babor, Nicolson puso rumbo al noroeste. Cuando la lancha torpedera pudiera recobrarse de la explosión y del fuego, pues era una embarcación de un tamaño demasiado importante para quedar inutilizada permanentemente, incluso por una explosión de aquella magnitud, empezarían a buscarles, pero era casi seguro que dirigirían sus pesquisas en dirección sudoeste, la misma que llevaba el viento, hacia los estrechos de Sonda y hacia la libertad.
Pasaron lentamente quince minutos, durante los cuales solamente se oyó el suave oleaje contra el casco del bote, el batir de las destrozadas velas, el crujir de las cuadernas, y el azote de la verga contra el mástil. Una y otra vez alguno de entre ellos estuvo a punto de hablar, pero al mirar hacia aquella diminuta figura con aquel ridículo sombrero de paja sobre el gris mechón de cabellos, cambiaba de parecer. Había algo flotando en la atmósfera, algo alrededor de aquella pequeña figura, algo en su altiva presencia, en su indiferencia hacia el frío y la lluvia, en su fiero orgullo y su absoluto desamparo, que excluía toda conversación fácil y, en realidad, toda clase de conversación.
Fue Gudrun Drachmann quien tuvo valor de realizar el primer movimiento y la delicadeza de efectuarlo sin equivocarse. Se levantó con todo cuidado, con el niño envuelto en la manta en sus brazos, y se dirigió hacia el asiento vacío que había junto a miss Plenderleith, el mismo que había ocupado el brigadier. Nicolson observó sus actos, conteniendo inconscientemente su aliento. Hubiera sido mejor que ella no hubiera dado este paso. Era muy fácil cometer un error, es más, casi imposible no cometerlo. Pero Gudrun Drachmann no lo cometió.
Durante uno o dos minutos se sentaron juntas, la joven y la anciana, sin moverse, sin decir palabra. Después el pequeño, medio dormido en su húmeda manta, alargó una mano gordezuela y tocó la mojada mejilla de miss Plenderleith. Ella se sobresaltó, se volvió en su asiento y, sonriendo al niño, cogió su mano entre las suyas y después, sin apenas darse cuenta, cogió al niño, poniéndolo en su regazo y estrechándolo entre sus brazos. Le estrechó fuertemente, pero era como si el pequeño comprendiera que algo ocurría, pues se estremeció somnoliento y la miró gravemente a través de sus espesas pestañas. Después, con la misma gravedad, le sonrió, y la anciana le estrechó de nuevo, con más fuerza todavía, devolviéndole una sonrisa triste, como la de quien tiene el corazón destrozado. Pero sonrió.
—¿Por qué ha venido a sentarse aquí? —le preguntó a la muchacha—. Usted y el pequeño…, ¿por qué ha venido? —Hablaba en voz baja.
—No lo sé. —Gudrun movió la cabeza, como si se le hiciera tal pregunta por primera vez—. Creo que ni lo sé siquiera…
—Está bien. Yo sí lo sé. —Miss Plenderleith le cogió la mano y le sonrió—. Es curioso, verdaderamente lo es. Me refiero a que viniera usted. Él lo hizo por usted, todo lo hizo por usted… y por el pequeño.
—¿Se refiere usted a…?
—Al intrépido Foster. —Las palabras resultaban ridículas, pero no la manera de pronunciarlas de miss Plenderleith. Las pronunciaba como si fueran una plegaria—. El intrépido Foster Farnholme. Así acostumbrábamos a llamarle en la escuela. No temía a nada en el mundo.
—¿Tanto tiempo hacía que le conocía, miss Plenderleith?
—Decía que usted era la mejor de todos nosotros. —Miss Plenderleith no había oído la pregunta. Movió la cabeza meditabunda, con sus ojos llenos de nostalgia—. Esta tarde me habló de usted. Dijo que no sabía a dónde iban a parar los jóvenes de esta generación y me aseguró que si hubiera tenido treinta años menos, haría ya tiempo que la habría llevado a usted al altar.
—Era muy amable. —Gudrun sonrió sin ninguna clase de embarazo—. Mucho me temo que no debía de conocerme bien.
—Esto es exactamente lo que él me dijo. —Miss Plenderleith apartó suavemente el pulgar que el niño introducía en su boca, medio dormido—. Foster decía siempre que la educación tiene mucha importancia, pero, en realidad, no como la inteligencia, y que ni siquiera ésta representa, gran cosa, pues todavía es más importante el sentido común. Decía que ignoraba por completo si usted tenía educación, inteligencia o sentido común y que todo ello carecía de valor, pues hasta un ciego podía ver que tenía usted buen corazón, y esto era lo que más importaba en el mundo. —Miss Plenderleith sonrió, olvidando momentáneamente su pena, en medio de sus nostálgicos recuerdos—. Foster acostumbraba a quejarse de que quedaban muy pocos corazones buenos como el de usted.
—El brigadier Farnholme era muy amable —murmuró Gudrun.
—El brigadier Farnholme era un hombre muy inteligente —dijo miss Plenderleith con un tono de suave reproche—. Fue lo bastante inteligente como para…, bueno, no importa. Usted y el pequeño. Quería mucho al niño.
—Llegamos arrastrando nubes de gloria —murmuró Willoughby.
—¿Qué? —Miss Plenderleith le miró sorprendida—. ¿Qué ha dicho usted?
—Nada. Sólo un pensamiento que ha cruzado mi mente, miss Plenderleith.
Esta le sonrió, y después miró al niño. Hubo de nuevo silencio, pero esta vez era un silencio más cómodo. Fue el capitán Findhorn quien, al hablar por primera vez, lo rompió, y el que hizo la pregunta cuya respuesta anhelaban todos.
—Si alguna vez regresamos a la patria, se lo deberemos todos al brigadier Farnholme. No creo que ninguno de nosotros lo olvide jamás. Nos ha contado usted por qué lo hizo. Parece usted haberle conocido mucho mejor que ninguno de nosotros, miss Plenderleith. ¿Puede usted decirnos cómo logró hacerlo?
Miss Plenderleith asintió.
—Se lo diré. Fue muy fácil, porque Foster era un hombre muy sencillo y de acciones expeditivas. Todos ustedes se fijaron en el gran maletín que llevaba consigo.
—Nos fijamos en él. —Findhorn sonrió—. La maleta en la que llevaba sus… provisiones.
—Exactamente. Whisky. Por otra parte, él odiaba esta bebida…, y la usaba solamente para dar una pincelada de color. De todas formas, dejó todas las botellas y el resto de su contenido en la isla, en el agujero de una roca, según creo. Entonces él…
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted? —Era Van Effen quien hablaba, aún atontado por el golpe que Farnholme le asestó en la cabeza, inclinándose hacia delante en su asiento de proa hasta que el dolor que sintió en su pierna herida le hizo pestañear—. ¿Dejó…, dejó todas sus cosas allí?
—Eso es lo que él me dijo. ¿Por qué lo encuentra usted tan sorprendente, Mr. Van Effen?
—Supongo que por ninguna razón en particular. —Van Effen se reclinó en su asiento y le sonrió—. Por favor, continúe.
—En realidad, esto es todo. Había encontrado gran cantidad de granadas de mano japonesas en la playa aquella noche, y metió catorce o quince de ellas en su maleta.
—¿En su maleta? —Nicolson golpeó el asiento, a su lado—. Pero si están aquí debajo, miss Plenderleith.
—Encontró más de las que le dijo a usted. —Miss Plenderleith hablaba en voz muy baja—. Se las llevó a bordo de la lancha. Hablaba perfectamente el japonés y no tuvo dificultad en persuadirles de que llevaba consigo todos los documentos de Jan Bekker. Al llegar abajo, se dispuso a enseñárselos, metió la mano en la maleta, soltó la palanca de una granada y dejó la mano allí. Me dijo que sólo necesitaría cuatro segundos.
Aquella noche ni hubo luna ni estrellas, sólo la oscura y espesa capa de nubes sobre sus cabezas, y Nicolson gobernó el bote hora tras hora, por deducción y confiándose en Dios. El cristal de la brújula se había roto, perdiéndose casi todo el aceite y la esfera giraba de un modo tan incontrolable que tratar de leer en ella a la débil luz de la agotada linterna resultaba tarea imposible. Se orientaba preferentemente por el viento, intentando mantenerse siempre en el cuadrante de babor, confiando en que su fuerza se mantendría en dirección invariable, al menos en un grado apreciable. Incluso con un viento constante, gobernar el bote resultaba bastante difícil. Cada vez penetraba más agua entre las rotas planchas, y se inclinaba pesadamente a popa, derivando con frecuencia hacia el sur.
A medida que transcurría la noche, iban en aumento su ansiedad y tensión, comunicándose a la mayoría de los demás tripulantes del bote, pues pocos de ellos pudieron conciliar el sueño. Poco después de media noche, incluso con el cálculo menos aproximado, Nicolson comprendió que debían de hallarse a diez o doce millas de los estrechos de la Sonda. La distancia no podía ser mayor; probablemente era menor aún, tal vez de unas cinco millas. Y su ansiedad tenía su fundamento. Su mapa del archipiélago oriental se hallaba cubierto de sal, roto y prácticamente inutilizado, pero él se acordaba con fidelidad de las rocas, los arrecifes, y los bajíos que existían en su posición exacta y no conocía la del bote. Incluso tal vez en aquella latitud sus apreciaciones podían resultar tan poco aproximadas que podían pasar de largo ante los estrechos. Sus probabilidades de destrozar la quilla del bote contra algún arrecife eran tan numerosas como las de poder evitarlo, y los pasajeros estaban tan débiles, cansados y maltrechos que si embarrancaban, aunque fuera a media milla de tierra, ni la mitad de ellos conseguirían salvarse. Y aun cuando lograran evitar todos los peligros que les esperaban, tendrían después que atracar el bote luchando contra la fuerte resaca.
Poco después de las dos de la madrugada, Nicolson ordenó al contramaestre y a Vannier que se instalaran a proa y mantuvieran una estrecha vigilancia. Media docena de hombres se ofrecieron voluntariamente para estar de pie y contribuir a la guardia, pero Nicolson les ordenó brevemente que se quedaran donde estaban, manteniéndose tan echados como les fuera posible en el fondo del bote para conferir a éste un máximo de estabilidad. Pudo haber añadido, aunque no lo hizo, que probablemente los ojos de McKinnon eran más agudos que todos los de los demás juntos.
Transcurrió media hora, y súbitamente Nicolson advirtió que se estaba efectuando un cierto cambio sutil. El cambio en sí no fue repentino. Pero algo en su interior le sacudió al advertirlo y le hizo escudriñar desesperadamente la oscuridad. El intenso y bajo oleaje procedente del noroeste estaba cambiando, haciéndose más corto y fuerte a cada minuto que pasaba. Sin embargo, estaba tan cansado, tan exhausto físicamente por el esfuerzo de gobernar a ciegas el bote durante toda la noche, que el cambio casi le pasó inadvertido. El viento seguía siendo el mismo, sin modificar su intensidad desde las últimas horas.
—¡McKinnon! —El áspero grito de Nicolson hizo que una docena de personas que dormitaban se incorporasen de repente—. ¡Navegamos sobre aguas poco profundas!
—Creo que tiene usted razón, señor.
La voz del contramaestre, sin señal alguna de excitación, le llegó claramente a través del viento. Estaba de pie en el banco del mástil, a babor, aferrándose con una mano al mástil y haciendo pantalla con la otra sobre sus ojos, mientras avizoraba hacia la oscuridad.
—¿Puede ver algo?
—Maldito lo que veo —respondió McKinnon—. Es una noche condenadamente negra, señor.
—Siga observando. ¡Vannier!
—¿Señor?
La voz denotaba excitación, pero también firmeza. Al borde del derrumbamiento, doce horas antes, Vannier se había recobrado de modo notable y parecía haber recuperado más vitalidad y energía que ninguno de ellos.
—¡Arríe la vela! Tan aprisa como pueda. No la enrolle, no disponemos de tiempo. ¡Van Effen, Gordon, échenle una mano! —El cabeceo del bote aumentaba violentamente en medio de la corriente, cada vez más rápida—. ¿No se ve nada todavía, contramaestre?
—Absolutamente nada, señor.
—Desate a Siran y a sus dos hombres. Que vuelvan al centro del bote. —Esperó medio minuto hasta que los tres hombres se acercaron tambaleándose desde popa—. Siran, colóquense usted y sus hombres cada uno junto a una horqueta. Usted también, Gordon. Cuando yo dé la orden, cojan los remos y empiecen a remar.
—Esta noche no, Mr. Nicolson.
—¿Qué dice usted?
—Ya ha oído lo que he dicho. Dije que esta noche no. —El tono era frío e insolente—. Tengo las manos dormidas. Y creo que tampoco me siento dispuesto a cooperar.
—No sea estúpido, Siran. Dependen vidas de ello.
—La mía no. —Nicolson pudo distinguir el brillo de los dientes en la oscuridad—. Soy un excelente nadador, míster Nicolson.
—Dejó usted a cuarenta personas abandonadas para que murieran, ¿no es verdad, Siran? —preguntó Nicolson con intención.
Chasqueó el seguro de su Colt, cuyo sonido resaltó en el súbito silencio. Pasaron un segundo, dos, tres; después Siran metió una horqueta en su soporte, cogió un remo y murmuró una orden a sus dos hombres.
—Gracias —dijo Nicolson, y después, levantando la voz añadió—: Óiganme todos ustedes. Creo que nos estamos acercando a la costa. Hay grandes probabilidades de que haya rocas o rompientes ante la playa, o de que nos topemos con fuerte marejada. El bote puede hundirse o volcar…; no es probable, pero puede suceder. —«Será un verdadero milagro si no ocurre», pensó fríamente—. Si van a parar al agua, no se separen unos a otros. Agárrense al bote, a los remos, a los salvavidas o a cualquier cosa que flote. Y ocurra lo que ocurra, agárrense unos a otros. ¿Han comprendido todos?
Hubo un leve murmullo de asentimiento. Nicolson encendió su linterna y paseó su haz por el interior del bote. A la mortecina y amarillenta luz pudo observar que todo el mundo estaba despierto. Ni siquiera sus ropas empapadas e informes podían disimular la anormal tensión de sus posturas. Apagó rápidamente la luz, Por débil que ésta fuera, sus pupilas se estrechaban lo bastante como para afectar a su visión nocturna, y él lo sabía.
—¿Nada todavía, contramaestre? —gritó.
—Absolutamente nada, señor. Está todo tan negro como… ¡Espere un momento!
Se quedó inmóvil, con una mano en el mástil, la cabeza inclinada a un lado, y sin decir nada.
—¿Qué ocurre, hombre? —gritó Nicolson—. ¿Ve usted algo?
—¡Rompientes! —contestó McKinnon—. Rompientes o resaca. Puedo oírlo.
—¿Dónde? ¿Dónde están?
—Ahí enfrente. Aún no puedo verlo. —Hizo una pausa—. A proa y a estribor, creo.
—¡Corte el foque! —ordenó Nicolson—. ¡Abajo con el mástil!, Vannier.
Se apoyó sobre la caña del timón, obligando al bote a virar y a enfrentarse con el viento y el oleaje. El bote respondió al gobernalle lenta y pesadamente; había embarcado a popa por lo menos cincuenta galones de agua de mar, pero logró virar; incluso anegado y en medio del fuerte oleaje, todavía conservaba el suficiente ímpetu, gracias al empuje del foque.
—Puedo verlo ahora. —McKinnon gritaba desde proa—. Cuadrante de estribor, señor.
Nicolson se volvió sobre su asiento, y miró vivamente por encima de su hombro. Durante uno o dos segundos no pudo ver nada, ni siquiera oír nada, pero súbitamente lo vio: una delgada línea blanca en la oscuridad que se desvanecía y volvía a reaparecer, más cercana de lo que estaba antes de desaparecer. Debía de ser resaca. Las rompientes nunca tenían aquel aspecto en la oscuridad. Nicolson volvió a mirar hacia delante, dando gracias a Dios por ello.
—Muy bien, contramaestre. Suéltela ya.
McKinnon había estado esperando la orden con la argolla de hierro del áncora entre sus manos. La lanzó tan lejos como pudo, largando el calabrote mientras el áncora descendía y empezaba a dragar.
—¡Dispuestos los remos!
Nicolson ya había desmontado el timón y empuñado el remo de dirección, bogando furiosamente para mantener la dirección del bote hasta que el áncora hallase un punto de afianzamiento, tarea nada fácil cuando no podía distinguir en la oscuridad la dirección de las olas, y sin tener nada que le guiara excepto el viento que azotaba su rostro y el movimiento del bote anegado en agua. Pudo oír el roce de los remos envueltos en trapos, mientras que los hombres trataban de soltar algunos que habían quedado atascados, y después el sonido metálico al introducirlos en las horquetas.
—¡Todos a la vez! —gritó—. ¡Vengan, vengan ya!
No abrigaba esperanzas de que pudieran remar al unísono en la oscuridad, y nunca había confiado en ello. Pero mientras remaban, él podía corregir sus errores con ayuda de la espadilla. Miró rápidamente por encima del hombro. La línea de resaca se hallaba ahora casi directamente a popa, y su rumor sordo y continuado llegaba claramente a sus oídos, a pesar del viento en contra. Se hallaba a una distancia que tanto podía ser de cincuenta como de doscientas cincuenta yardas. Era imposible determinarlo en la oscuridad.
Volviéndose de nuevo, trató de mirar hacia allí, pero el viento le llenó el rostro de lluvia y de espuma salada los ojos, y no pudo ver nada. El viento parecía ir en aumento. Formó bocina con las manos ante la boca y gritó:
—¿Cómo marcha eso, contramaestre?
—Perfectamente, señor. Tenemos una buena profundidad.
Varias brazas de la cuerda del áncora se habían desenrollado ya rígidamente sobre la proa, y el contramaestre acababa de agujerear el depósito de aceite que llevaban, con ayuda de su cuchillo acanalado. Había realizado un buen trabajo, pues el aceite no debía durar largo tiempo y cuanto más de él hubiera por encima de la superficie de las aguas, tanto más fácil les resultaría atravesar la resaca. Arrojó el depósito de aceite a proa, dejó escurrir algo de cable entre sus manos y después lo amarró sólidamente al banco del mástil.
No se habían precipitado en tomar todas estas precauciones para el desembarco. La resaca estaba más cerca de las cincuenta que de las doscientas cincuenta yardas, y prácticamente se hallaban ya metidos en ella. Cuidadosa y expertamente, usando al máximo los remos, la espadilla y el áncora, Nicolson llevó lentamente el bote hacia el principio de la suave convexidad que formaba el oleaje de la resaca. Casi inmediatamente el bote adquirió velocidad, se levantó y surcó velozmente las aguas llevado por una ola gigantesca, mientras los remos quedaban al aire y McKinnon tiraba de la tensa cuerda del áncora, y avanzó velozmente y con suavidad mientras la marejada se curvaba en su camino en hirviente y blanca destrucción. Moderó su marcha de pronto al dejar caer los remos y soltarse la rueda del áncora, siguiendo las enérgicas voces de mando de Nicolson. Ascendió después por la quebrada cresta de la marejada y se deslizó hacia la pendiente de la playa, en medio de un hervor de espuma fosforescente y polvillo de agua. El mar no había tenido tiempo aún de llevar el aceite hasta tan lejos. Con la palanca del cable del áncora mantuvo la popa en dirección hacia la costa, y las blancas aguas pasaron junto a ellos, dejándoles muy atrás en la carrera hacia tierra. En aquel preciso momento, cuando lo peor había pasado ya felizmente, Nicolson, escudriñando atentamente desde popa, vio algo que no debía haber estado allí. Su ronco grito de alerta resonó en el mismo instante en que reconoció lo que era, pero llegó demasiado tarde.
La mellada roca, o tal vez se tratara de un arrecife de coral afilado como un cuchillo, abrió el fondo del bote desde la popa hasta la proa. El violento choque obligó a los tripulantes a soltar sus puntos de apoyo, y les lanzó desde todas direcciones en tremenda confusión hacia la popa, precipitando a dos o tres de ellos por la borda. Un segundo más tarde, el destrozado bote se inclinó violentamente de lado y volcó, lanzando a todos en medio de la hirviente resaca.
De los segundos que siguieron, ninguno de ellos guardó más que un confuso y borroso recuerdo: el de ser revolcados una y otra vez por el enfurecido mar; tragar agua e intentar afianzar sus pies en la áspera e inclinada pendiente de la playa, sólo para verse derribados y empujados por el volcado bote, afianzándose de nuevo sobre sus pies y notando en ellos la tremenda succión del mar que se retiraba; levantarse de nuevo vadeando y forcejeando y arrastrarse hasta tierra firme, para arrojarse sobre la playa exhaustos, jadeantes y con los corazones palpitando vertiginosamente.
Nicolson realizó en total tres viajes hasta la playa. El primero lo hizo con miss Plenderleith. El choque la había precipitado contra él en el momento de caerse al mar desde popa, y la había rodeado instintivamente con el brazo, hundiéndose los dos hasta el fondo. La mujer pesaba casi el doble de lo que él hubiera creído. Había cerrado fuertemente sus manos en las asas de su pesada maleta, de lona, resistiendo los esfuerzos de Nicolson para obligarla a soltarla. Aquella acción sólo podía imaginársela él como una fuerza irrazonable y suicida, hija del miedo y el pánico. Pero pudo arrastrarla hasta la playa, siempre aferrada a su maleta, esperó a que la marejada retrocediera y se sumergió de nuevo para ayudar a Vannier a poner a salvo al capitán. Findhorn no deseaba que se le ayudara. Repitió obstinadamente que no necesitaba ayuda, pero sus piernas carecían de fuerza como consecuencia de su herida y de los sufrimientos de la semana anterior, y se habría ahogado en el lugar de su caída con menos de dos pies de agua. Resbalando, tambaleándose, cayéndose y volviendo a levantarse, le habían llevado playa adentro, depositándole sobre la arena, fuera del alcance de las olas.
Había ya una docena de ellos amontonados apretadamente en la playa, algunos echados, otros sentados, otros de pie, manchas borrosas en la oscuridad que trataban de recuperar el aliento, gemían o vomitaban agua de mar en medio de convulsa agonía. Con el pecho jadeante y tratando también de respirar, Nicolson empezó a pasar lista rápidamente. Pero no pasó del primer nombre.
—Gudrun. ¡Miss Drachmann! —No hubo respuesta, exceptuando los gemidos y las penosas arcadas—. ¡Miss Drachmann! ¿Ha visto alguien a miss Drachmann? ¿Con quién está Peter? —Nadie habló—. ¡Contesten, por Dios! ¿Quién ha visto a Peter? ¿Al niño? ¿Le ha visto alguien? —Pero le contestó solamente el sordo mugido de la resaca, y el áspero rumor del agua al retirarse arrastrando las piedras de la playa.
Nicolson se arrodilló y palpó los cuerpos y los rostros de los que yacían en la playa. No halló a Peter, ni a Gudrun Drachmann. Se puso en pie con felina agilidad, desapareciendo toda su fatiga, como si nunca hubiera existido. Oyó vagamente como si alguien se lanzara al mar detrás de él, pero no prestó atención.
Dio seis pasos en el agua, chapoteando con toda la fuerza de sus piernas; algo golpeó con una fuerza cruel y paralizante contra sus rodillas. Era el bote, que flotaba invertido. Perdió el equilibrio, golpeando su hombro contra la quilla, y se cayó de espaldas al otro lado con tal fuerza que perdió el aliento. Pero volvió a levantarse y prosiguió su camino, movido por una fuerza y una rabia indescriptibles, como nunca había sentido en toda su vida. El dolor en su pecho y en sus piernas era un tormento a cada paso que daba, pero siguió avanzando implacable, como si el fuego en sus piernas y las angustiosas demandas de aire por parte de su cuerpo no existieran en absoluto. Dos pasos más y tropezó con algo blando y dúctil. Lo empujó hacia atrás contra la ola que se acercaba. Se detuvo, hizo presa en una camisa y fueron levantados, braceando los dos, entre el embravecido oleaje.
—¡Gudrun!
—¡Johnny! ¡Oh, Johnny! —Se aferró a él y pudo notar que estaba temblando.
—¿Y Peter? ¿Dónde está Peter? —preguntó él, apremiante.
—¡Oh, Johnny! —Su habitual dominio de sí misma había desaparecido y su voz era casi un sollozo—. El bote chocó y… y…
—¿Dónde está Peter? —Sus dedos se hundieron profundamente en los hombros de ella, mientras la sacudía violentamente. Su voz era un salvaje rugido.
—¡No lo sé, no lo sé! No…, no puedo encontrarle.
La muchacha desfalleció, cayéndose de costado en el agua que hervía a la altura de sus cinturas. Nicolson la sostuvo sobre sus pies y se volvió. Llegaba Vannier, que le había seguido a través de la resaca y estaba detrás de él. Le pasó la muchacha.
—Llévela a tierra, Vannier.
—¡No quiero ir! ¡No iré! —Luchaba en brazos de Vannier, pero no le quedaban ya fuerzas para prolongar la lucha—. ¡Le he perdido! ¡Yo le he perdido!
—¿Me ha oído, Vannier?
La voz de Nicolson era como el restallido de un látigo. Vannier contestó afirmativamente hacia la espalda que se alejaba y empezó a arrastrar a la muchacha, presa de la histeria, a través de la resaca.
Una y otra vez, Nicolson buceó arrastrando desesperadamente sus manos contra el rocoso fondo del mar, una y otra vez emergió sin hallar nada. Una vez creyó haberle encontrado, pero era solamente un saco vacío; lo arrojó a lo lejos como si estuviera loco y se precipitó mar adentro, acercándose al arrecife de coral que les había hundido. El agua le llegaba ya hasta los hombros, y perdía pie con monótona regularidad, tragando continuamente agua, y gritando una vez tras otra el nombre del niño, como si se tratara de la letanía de un demente, obligando a su exhausto cuerpo a realizar esfuerzos increíbles e inhumanos, movido por un horrible temor, por una espantosa ansiedad que le despojaba de toda cordura, una ansiedad como jamás hubiera podido imaginar que pudiera existir en el corazón de ningún hombre. Habían pasado unos minutos desde que el bote había chocado, y a pesar de su frenesí, sabía que el niño no podía haber vivido durante tanto tiempo en medio de aquellas aguas. La poca razón que conservaba le decía esto, pero él prefería ignorarlo, y se zambullía una y otra vez en la espumosa resaca hasta tocar el rocoso fondo. Pero nada descubría, ni debajo del agua ni en su superficie; solamente sentía el viento, la lluvia, la oscuridad y el ronco murmullo de la resaca. Y entonces, alto y claro, dominando el viento y el mar, llegó a sus oídos.
El agudo y aterrorizado llanto del niño resonó a su derecha, a lo largo de la playa, a unas treinta yardas de distancia. Nicolson dio media vuelta y se zambulló en aquella dirección, maldiciendo las profundas aguas que reducían su andar vacilante a un grotesco movimiento retardado. Volvió a oír el llanto del niño, esta vez a una docena de pies. Nicolson gritó, oyó el grito de respuesta de un hombre, y después se encontró repentinamente ante ellos: vio el bulto de un hombre de su misma estatura, que sostenía en alto al niño.
—Me alegra mucho verle, Mr. Nicolson. —La voz de Van Effen era muy débil y sonaba muy lejana—. El pequeño está ileso. Hágame el favor de cogerlo.
Nicolson tuvo el tiempo justo para tomarlo entre sus brazos, antes de que el holandés vacilara una sola vez sobre sus pies, y se desplomara pesadamente de cara sobre las espumosas aguas.