CAPÍTULO IX

Apenas se le podía aplicar el nombre de isla. Tal vez el de isleta, pero nada más. De forma oval, situada casi de este a oeste, no tenía más de trescientas yardas de longitud, y unas ciento cincuenta de norte a sur. Sin embargo, no formaba un óvalo perfecto: a lo largo de unas cien yardas desde su vértice, el mar había cortado profundas muescas a ambos lados, en puntos prácticamente opuestos el uno del otro, de modo que faltaba poco para que la isla quedara seccionada en dos partes. Fue en la caleta del sur (Nicolson había tomado la precaución de dar un rodeo completo a la isla antes de desembarcar), donde atracaron sus botes, amarrándolos a un par de pesadas piedras.

El punto más estrecho de la isla, al este de las caletas, era bajo, rocoso y estaba desprovisto de toda vegetación pero ésta existía más hacia el este, en forma de pequeños matorrales y corta hierba «lalang», llegando esta zona a alcanzar una altura de unos cincuenta pies en el centro de la isla. En la parte sur de esta colina había una pequeña cavidad, a la que apenas podía llamársele refugio, a mitad de la altura del declive, y fue hacia este punto donde Nicolson encaminó apresuradamente a los náufragos, tan pronto hubo atracado el bote. El capitán y el cabo Fraser tuvieron que ser transportados, pero el trecho era corto y, a los diez minutos de tocar tierra, todo el grupo había hallado refugio en la cavidad, llevando consigo todos los víveres, reservas de agua y el equipo portátil, incluyendo los remos y las horquetas.

Se había levantado una ligera brisa al ponerse el sol, y procedente del nordeste. Las nubes iban cubriendo poco a poco el cielo, ocultando las primeras estrellas de la noche, pero había todavía claridad suficiente para que Nicolson pudiera usar sus prismáticos. Miró con ellos durante casi dos minutos, apartándolos después para frotarse los ojos. Sin verles, se daba cuenta de que todos le estaban observando ansiosamente; todos menos el niño que, envuelto en su manta, estaba a punto de conciliar el sueño.

—¿Y bien? —Findhorn rompió el silencio.

—Se están dirigiendo hacia la punta oeste de la isla, señor. Muy cercanos a ella, por cierto.

—No les puedo oír.

—Tal vez hacen uso de sus baterías. Ignoro por qué razón. Sólo porque ellos no nos puedan ver, nosotros no tenemos por qué dejar de verles. Aún no está tan oscuro.

Van Effen carraspeó.

—¿Cuál cree usted que será su próximo movimiento, Mr. Nicolson?

—No tengo idea. Mucho me temo que son ellos los que tienen la iniciativa. Si les quedara su cañón grande o su antiaéreo, podrían acabar con nosotros en menos de dos minutos. —Nicolson señaló hacia el bajo parapeto que protegía la gruta en su parte sur, apenas visible a la distancia de seis pies, bajo la oscuridad reinante—. Pero con algo de suerte, creo que esto detendrá las balas de sus rifles.

—¿Y si no las detiene?

—Dispondremos de tiempo suficiente para preocuparnos cuando ello suceda —respondió brevemente Nicolson—. Tal vez tratarán de desembarcar hombres en varios puntos y rodearnos. Acaso intenten un ataque frontal. —Volvió a mirar con los prismáticos—. Suceda lo que suceda, no pueden regresar a su base y decir que nos han dejado aquí. Ello significaría para ellos perder la cabeza, en el sentido literal de la palabra. O tener que hacerse el hara-kiri en masa.

—No regresarán. —El tono del capitán Findhorn era de plena certeza—. Han muerto demasiados de sus compañeros.

Durante corto rato hubo un murmullo de voces detrás de ellos, y cuando este se apagó, habló Siran.

—¿Mr. Nicolson?

Nicolson bajó los prismáticos, y miró por encima de su hombro.

—¿Qué desea?

—Mis hombres y yo hemos estado discutiendo. Tenemos que hacerle una proposición.

—Hágasela al capitán. Él es quien manda.

—Muy bien. Se trata de lo siguiente, capitán Findhorn. Resulta obvio, penosamente obvio si se me permite decirlo, que usted no confía en nosotros. Nos han obligado a ocupar un bote aparte, y supongo que ello no ha sido porque no nos bañamos dos veces al día. Cree usted, equivocadamente, se lo aseguro, que se nos debe vigilar de cerca. Somos una pesada responsabilidad, un riesgo, podríamos decir. Nosotros proponemos, contando con su permiso, relevarles de esta responsabilidad.

—¡Cielo santo, vaya usted al grano! —exclamó irritado Findhorn.

—Muy bien. Les sugiero que nos permitan marchar, que dejen de preocuparse por nosotros. Preferimos caer prisioneros de los japoneses.

—¿Cómo? —La indignada interjección partió de Van Effen—. ¡Dios santo, señor, antes les fusilo a todos!

—Por favor. —Findhorn movió una mano en la oscuridad, mientras miraba curiosamente a Siran, pero no pudo ver su expresión—. Me interesa saber cómo pretenden ustedes rendirse. ¿Simplemente bajando de la colina y dirigiéndose a la playa?

—Más o menos.

—¿Y qué garantías tienen de que no dispararán contra ustedes antes de que se rindan? ¿O que si logran rendirse, no les torturarán para matarles después?

—No les deje marchar, señor. —El tono de la voz de Van Effen rebosaba indignación.

—No se preocupe —dijo secamente Findhorn—. No tengo intención de acceder a tan ridícula petición. Se quedarán ustedes, Siran, aunque el cielo sabe que no lo deseamos. Haga el favor de no insultar a nuestras inteligencias.

—¡Mr. Nicolson! —apeló Siran—. Seguramente usted comprende…

—¡Cállese! —exclamó rudamente Nicolson—. Ya ha oído las palabras del capitán Findhorn. ¿Nos toma usted por unos desgraciados o por unos estúpidos? Ni uno solo de todos ustedes arriesgaría su precioso cuello si hubiera la menor posibilidad de que los japoneses les trataran mal o les matasen a tiros. Hay cien probabilidades contra una…

—Le aseguro… —empezó a decir Siran, pero Nicolson le interrumpió.

—Ahórrese explicaciones —dijo despectivamente—. ¿Pretende usted que alguien le crea? Están ustedes claramente en relación con los japoneses, de un modo u otro, y ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de procurarnos siete enemigos más. —Hubo una pausa y después Nicolson prosiguió pensativo—: Fue una pena que prometiera usted el patíbulo a este hombre, capitán Findhorn. Creo que Van Effen puso inmediatamente el dedo en la llaga. Simplificaría muchísimo las cosas el que les fusiláramos ahora mismo. De todos modos, lo más probable es que lo tengamos que hacer más tarde.

Hubo una larga pausa, y después Findhorn habló sosegadamente:

—Se ha quedado usted muy callado, Siran. ¿Tal vez se ha equivocado en sus cálculos? ¡Ha estado a punto de ser su último error! Puede estar muy agradecido, capitán Siran, al hecho de que nosotros no seamos asesinos a sangre fría como los de su calaña. Pero tenga muy en cuenta que bastará la más ligera provocación para que se lleve a efecto la sugerencia que acaba de ser hecha.

—Y échense más hacia atrás, ¿quieren? —ordenó Nicolson—. Hacia este borde. Tampoco resultará inútil un rápido registro de sus bolsillos.

—Ya está hecho, Mr. Nicolson —aseguróle el capitán—. Les cogimos un verdadero arsenal, después de que usted abandonó el salón ayer por la noche… ¿Sigue viendo al submarino?

—Casi al sur de nosotros, señor. A unas doscientas yardas de tierra.

Dejó caer de repente los prismáticos y se echó hacia atrás, metiéndose en el agujero. Acababa de encenderse un reflector en la torreta del submarino, y su blanco y luminoso haz recorría rápidamente las rocosas orillas de la isla. Casi en seguida descubrió la pequeña caleta donde flotaban los dos botes. Se mantuvo allí durante un par de segundos y después comenzó a enfilar lentamente la colina, casi en línea recta con la grieta donde se hallaban escondidos.

—¡Brigadier! —La voz de Nicolson era enérgica y apremiante.

—Será un placer para mí —gruñó Farnholme.

Cogió la carabina, se la echó al hombro, apuntó y disparó, todo ello en un solo y veloz movimiento. El arma estaba dispuesta para disparos de uno en uno, pero un solo disparo bastó. Entre los ecos lejanos del estampido de la carabina, pudieron percibir el distante tintineo de vidrios rotos, y el blanco resplandor se transformó en seguida en un apagado foco de color rojo oscuro, extinguiéndose, poco después, del todo.

—Quédese con nosotros unos cuantos días, ¿quiere usted, brigadier? —dijo secamente Findhorn—. Ya veo que va usted a sernos muy necesario… No ha sido una idea muy brillante por parte de ellos, ¿no es cierto, Mr. Nicolson? Me refiero a que ya habían tenido muestras de la habilidad del brigadier.

—Lo bastante brillante —objetó Nicolson—. Un riesgo bien calculado que ha pagado dividendos. Han descubierto dónde están los botes, y saben ahora, por el fogonazo del arma del brigadier, dónde nos hallamos nosotros. Dos datos cuyo descubrimiento les habría costado mucho tiempo y unas cuantas bajas a un destacamento de desembarco. Pero, en realidad, lo que les preocupaba eran los botes y no nosotros. Si pueden impedir que abandonemos la isla, nos tendrán a su merced, especialmente cuando sea de día.

—Temo que estoy de acuerdo con usted —dijo lentamente Findhorn—. Les toca el turno a los botes. ¿Cree usted que los hundirán desde el submarino? No podemos impedírselo.

—Desde el submarino, no —dijo Nicolson, moviendo negativamente la cabeza—. No pueden verlos, y necesitarían toda la noche para hundirlos disparando al azar: por lo menos tendrían que hacer un centenar de disparos afortunados. Una partida de desembarco para desfondar los botes y destrozar los depósitos de aire es lo más indicado, o quizá remolcarlos o llevárselos remando hacia alta mar.

—Pero ¿cómo podrían llegar a tierra? —preguntó Vannier.

—A nado, si ello fuera necesario, pero no lo es. La mayoría de los submarinos llevan botes plegables o hinchables de una u otra clase. Para un submarino que opera cerca de tierra, seguramente en contacto con sus tropas destacadas en una serie de islas, ello es esencial.

Nadie habló durante varios minutos. El niño gemía en sueños, y Siran y sus hombres murmuraban ininteligiblemente en el extremo opuesto de la gruta. Finalmente Willoughby tosió para llamar la atención de los demás.

—La corriente del tiempo sigue su curso, etc., etc. —citó—. Tengo una idea.

Nicolson sonrió en la oscuridad.

—Cuidado, Willy.

—La vil envidia odia aquellas excelencias que ella no puede alcanzar —murmuró Willoughby—, mi plan tiene toda la sencillez del auténtico genio. Larguémonos en los botes.

—Brillante. —Nicolson se mostraba sarcástico—. Remos con sordina a la luz de la luna. ¿Cree que podríamos llegar muy lejos?

—¡Bah! Me decepciona usted. Willoughby remontándose a los reinos del puro pensamiento, y nuestro valioso primer oficial debatiéndose aún en el lodazal. ¡Usaríamos el motor, desde luego!

—¡Claro! ¡Desde luego! ¿Y cómo pretende persuadir a nuestros amigos de ahí fuera para que se taponen los oídos?

—Nada de eso. Déjenme una hora con este tubo de escape y con las platinas, y garantizo que nadie oirá el motor a menos de cien yardas. Desde luego, perderemos algo de velocidad, pero no mucha. E incluso si lo oyen, usted mismo sabe cuán difícil resulta localizar un débil ruido en el mar por la noche. La libertad nos espera, caballeros. No perdamos más tiempo.

—Willy —dijo cariñosamente Nicolson—, tengo algo que contarle. El oído humano no es lo bastante fino para localizar ruidos de noche, pero a los japoneses no les es necesario depender de él. Disponen de hidrófonos, que resultan extraordinariamente precisos, y a los que no les importa que usted ponga sordina al tubo de escape, porque les basta perfectamente con el batir de la hélice en el agua.

—¡Maldición! —exclamó Willoughby con sentimiento. Sumióse en el silencio, y después volvió a hablar—: No hay que desesperar. Willoughby pensará otra cosa.

—No lo dudo —dijo amablemente Nicolson—. No olvidemos que el monzón del noroeste solamente durará un par de meses más y servirá de ayuda si… ¡A tierra todos, a tierra!

Las primeras balas se hundieron con apagado rumor en la tierra, a su alrededor, rebotando con agudos gemidos las que daban contra las rocas, silbando pérfidamente las otras sobre sus cabezas, mientras oían el fuego de barrera que se desencadenó desde la cubierta del submarino. Este estaba mucho más cercano a la costa y parecía como si, por lo menos una docena de armas distintas, entre ellas dos ametralladoras como mínimo, disparasen al mismo tiempo. Alguien de a bordo había sido lo bastante rápido como para localizar el fogonazo de la carabina de Farnholme y el fuego era tan certero como intenso.

—¿Alguien está herido? ¿Algún herido entre ustedes? —resultaba difícil oír la voz baja y ronca del capitán entre el estruendo de los disparos.

No hubo inmediata respuesta, y Nicolson contestó por los demás.

—No lo creo, señor. Yo era el único que estaba al descubierto.

—Menos mal, y nada de exponerse por ahora —advirtió Findhorn—. No hay ninguna razón para que se arriesgue a recibir un balazo. —Bajó la voz con evidente alivio y prosiguió—: Mr. Nicolson, esto me desorienta por completo. Los Zeros no nos molestaron cuando abandonamos el Viroma, el submarino no trató de hundirnos, y el hidroavión nos dejó en paz incluso después de que hubimos apaleado a sus compatriotas. Y ahora están haciendo todo lo posible para matarnos. Para mí, todo ello no tiene el menor sentido.

—Aún menos lo tiene para mí —admitió Nicolson. Cerró involuntariamente los ojos al estrellarse una bala contra la pared a un par de pies por encima de su cabeza—. Y no podemos quedarnos aquí, siguiendo la táctica del avestruz, señor. Esta es una posición desde la que podemos hacer frente a un ataque contra los botes. No sirve para nada más.

Findhorn asintió ensimismado.

—¿Qué quiere hacer? Temo que me hallo en un punto muerto, Johnny.

—Lo importante es que no haya muerto usted —dijo Nicolson con aire de preocupación—. Solicito permiso para llevarme unos cuantos hombres a la playa, señor. Tenemos que detenerles.

—Lo sé, lo sé… Buena suerte, muchacho.

Unos segundos más tarde, aprovechando una breve pausa en el tiroteo, Nicolson y seis hombres saltaron el borde del parapeto e iniciaron el descenso de la colina. Aún no habían dado cinco pasos, cuando Nicolson murmuró algo al oído de Vannier, cogió al brigadier por el brazo y volvió a retroceder con él hacia el lado este de la gruta. Se echaron al suelo, atisbando en la oscuridad. Nicolson acercó su boca al oído del brigadier.

—Acuérdese de que es necesario que ganemos la partida.

Pudo notar que Farnholme asentía en la oscuridad.

No tuvieron que esperar mucho tiempo. A los quince segundos oyeron el primer ligero y cauteloso rumor de alguien que se arrastraba, seguido inmediatamente por la voz enérgica y ronca de Findhorn, que hacía una pregunta. No hubo respuesta, sino otro movimiento sospechoso, un rápido rumor de pasos, el repentino chasquido de la linterna de Nicolson al encenderse, la breve visión de tres figuras que corrían agachadas con las manos en alto, los entrecortados disparos de la carabina automática de Farnholme, el pesado ruido de los cuerpos al desplomarse, y después el silencio y la oscuridad más completos.

—¡Soy un maldito estúpido! Me había olvidado de estos. —Nicolson se arrastraba por la gruta, con la linterna en la mano, arrancando las armas que todavía sostenían las muertas manos. Dejó que la linterna las iluminara por un instante—. Las tres hachas del bote número dos, señor. Habrían hecho una carnicería en una lucha cuerpo a cuerpo.

Enfocó su linterna al rincón más distante del refugio. Siran seguía sentado allí, con su rostro suave e inexpresivo. Nicolson sabía que era culpable, tan culpable como el mismo diablo, de haber enviado a tres de sus hombres a realizar la faena con sus hachas, mientras él permanecía detrás, a salvo. Sabía también que el blando e inescrutable rostro de Siran no se alteraría cuando negase tener parte alguna en el ataque: los muertos no pueden hablar, y los tres hombres habían muerto. No había tiempo que perder.

—Venga aquí, Siran. —La voz de Nicolson era tan inexpresiva como la cara de Siran—. Los demás no darán molestia alguna, señor.

Siran se levantó, dio unos pasos al frente y se desplomó como un árbol cortado cuando Nicolson le golpeó violentamente detrás de la oreja con la culata de su revólver Colt de marino. El golpe llevaba fuerza suficiente para hundirle el cráneo y el ruido así lo denotó, pero Nicolson se había puesto en marcha, antes de que Siran hubiera caído al suelo, con Farnholme pisándole los talones. Todo el episodio no había llegado a requerir treinta segundos desde su comienzo hasta su final.

Corrieron con todas sus fuerzas y al descubierto, bajando la colina, tropezando y resbalando, recuperando el equilibrio y continuando su carrera. A una distancia de treinta pies de la playa oyeron un repentino y nutrido tiroteo, mezclado con gritos de dolor, juramentos y vocecillas agudas que chillaban en una incomprensible jerigonza. Después se oyó otra ráfaga de disparos, más ruidos de golpes, y fuertes chapoteos al pelear hombres cuerpo a cuerpo en el agua. A diez pies de la orilla, con considerable ventaja sobre Farnholme, y sin detenerse en su carrera, Nicolson encendió su linterna. Obtuvo una confusa impresión de hombres que peleaban furiosamente en las oscuras aguas junto a los botes, y observó por un momento que un oficial se inclinaba sobre McKinnon, que se había caído, con una espada o bayoneta con la que amenazaba decapitarle de un golpe. Entonces saltó, rodeando el cuello del oficial con un brazo y descerrajándole un tiro de pistola en la espalda, cayendo después sobre los pies con la agilidad de un gato. Su linterna volvió a iluminar el escenario de la lucha, y se detuvo un instante en Walters y un marinero japonés descargándose golpes y chapoteando al revolcarse una y otra vez en las aguas llenas de lodo. Nada podía hacerse allí; era tan fácil matar al uno como al otro. El haz de luz se proyectó a mayor altura y se detuvo de nuevo.

Uno de los botes de salvamento, a muy escasa distancia, estaba atracado casi paralelo a la costa. Dos marinos japoneses, hundidos en el agua hasta las rodillas y perfectamente recortadas sus siluetas por el resplandor de la linterna, se hallaban cerca de la popa, uno de ellos inclinado sobre el bote y con la cabeza agachada, el otro de pie, con un brazo levantado y la mano derecha hacia atrás. Durante un interminable segundo, paralizadas sus facultades por la luz que cegaba sus oblicuos ojos, los dos hombres no se movieron en absoluto, como si estuvieran representando una inmóvil secuencia de un ballet de pesadilla. Después, perfectamente al unísono, la petrificada actitud dio paso a la convulsiva acción. El hombre agachado se enderezó mientras su mano derecha buscaba frenéticamente algo en la bolsa que llevaba sujeta al cinturón, y se abalanzó hacia delante mientras iniciaba el raudo ademán de lanzar algo. Aunque Nicolson había levantado ya su Colt. y su dedo apretaba el gatillo, supo que era demasiado tarde.

Demasiado tarde para Nicolson, y demasiado tarde para los marinos japoneses. Por segunda vez quedaron inmóviles, bruscamente detenidos por la fuerza terrible de una mano invisible. Después volvieron a moverse de nuevo, esta vez lentamente, muy lentamente, tambaleándose hacia delante con aparente deliberación, sobre unas piernas paralizadas y sin vida; la linterna de Nicolson se apagó y el estampido de la carabina de Farnholme no era más que un eco lejano cuando los dos se desplomaron, uno de ellos en el agua, y el otro cayendo pesadamente dentro del bote, sobre los bancos de popa, apagándose el ruido de su caída en la seca explosión y el cegador resplandor blanco que produjo su granada al estallarle en la mano.

Después de la viva luz que produjo la granada al estallar, la oscuridad pareció más intensa que antes. Oscuridad en todas partes, en tierra, en el mar y en el cielo, completa y, de momento, impenetrable. A lo lejos, hacia el sudoeste, unas cuantas estrellas parpadeaban débilmente en un cielo de color índigo, pero también ellas desaparecían, extinguiéndose una a una al unirse el invisible manto de nubes con el horizonte. Oscuridad y silencio. No había ningún sonido ni movimiento alguno.

Nicolson se arriesgó a lanzar un rápido destello con su linterna, apagándola después en seguida. Sus hombres estaban todos allí, todos ellos de pie, y el enemigo no era ya tal enemigo, sino solamente unos cuantos hombrecillos muertos que yacían inmóviles en las poco profundas aguas. No podían esperar posibilidad alguna, ni se hallaban preparados para un ataque, creyendo a la tripulación del Viroma a buen resguardo en la caverna, gracias al fuego de cobertura del submarino; sus siluetas se habían recortado contra el mar, de noche siempre más claro que la tierra, y habían sido sorprendidos en un momento de desventaja en el instante en que saltaban de sus botes de caucho.

—¿Alguien está herido? —preguntó Nicolson en voz baja.

—Walters, señor. —Vannier hablaba en el mismo tono que Nicolson—. Bastante mal herido, me parece.

—Déjeme ver.

Nicolson se dirigió hacia el lugar de donde llegaba la voz, formó un capuchón con sus dedos sobre la linterna, y la encendió. Vannier sostenía en su mano la muñeca izquierda de Walters: era una ancha y sangrienta herida debajo de la base del dedo pulgar, que había seccionado casi la mitad de la muñeca. Vannier había ya aplicado un pañuelo a guisa de torniquete, y la sangre de brillante color rojo manaba escasamente de la herida. Nicolson apagó la linterna.

—¿Cuchillo?

—Bayoneta. —La voz de Walters era bastante más firme que la de Vannier. Señaló un bulto informe que yacía inmóvil en el agua a sus pies—. Se la arrebaté.

—Así lo creo —dijo Nicolson brevemente—. Su muñeca está muy mal. Váyase al lado de miss Drachmann, y que ella se la cure. Mucho me temo que tardará algún tiempo antes de poder servirse de esta mano.

Lo que era una manera como otra de decir «nunca», pensaba Nicolson con amargura. Los tendones habían sido totalmente seccionados, y era seguro que el corte habría alcanzado también el nervio radial. Parálisis en cualquier caso.

—Mejor aquí que en el corazón —dijo Walters animosamente—. Realmente, necesito que me curen.

—Váyase allí tan aprisa como pueda. Los demás váyanse con él…, y no se olviden de dar el santo y seña. Por todo lo que sabe el capitán, seguramente creerá que hemos perdido la partida, y tiene un arma al alcance de la mano. Usted se queda conmigo, contramaestre. —Interrumpióse súbitamente al oír chapotear en las inmediaciones del bote más cercano—. ¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Farnholme. Sólo estoy investigando un poco, muchacho. Hay docenas de ellas, docenas y docenas de ellas.

—¿De qué diablos está usted hablando? —preguntó irritado Nicolson.

—Granadas de mano. Sacos llenos de ellas. Hay aquí un individuo que era un verdadero arsenal ambulante.

—Recójalas, ¿quiere? Podemos necesitarlas. Llame a alguien para que le ayude. —Nicolson y McKinnon esperaron hasta que el último hombre hubo desaparecido y después vadearon hacia el bote más próximo.

En el momento de llegar junto a él, dos ametralladoras abrieron fuego desde la oscuridad, hacia el sur, vomitando balas trazadoras de blanco resplandor que se extinguían con desagradable ruido y lanzaban columnas de fosforescente espuma cuando tocaban la superficie del agua. De vez en cuando una bala rasante rebotaba en el agua y se perdía en la oscuridad con un débil silbido; más raramente, alguna bala se estrellaba contra alguno de los dos botes.

Tendido junto al que ellos habían usado, y asomando solamente su cabeza por encima del agua, McKinnon tocó el brazo de Nicolson.

—¿Para qué sirve todo esto, señor?. —La voz de suave acento escocés denotaba perplejidad, pero ninguna clase de preocupación. Nicolson sonrió en la oscuridad, para sus adentros.

—Cualquiera lo sabe, contramaestre. Lo más probable es que se suponía que su destacamento de desembarco haría alguna señal, de linterna o de algo por el estilo, si desembarcaban sanos y salvos. Habría alarma y tiros en la costa y los amigos del submarino estarían retorciéndose de ansiedad. Finalmente, en vista de que no hay señal alguna, abren el fuego.

—Si esto es todo lo que desean, ¿por qué no les mandamos una?

Nicolson le miró por un momento en la oscuridad y después se rio quedamente.

—Genial, McKinnon, sencillamente genial. Si no saben a qué atenerse e imaginan que sus compañeros en la costa deben hallarse tan desorientados como ellos mismos, cualquier clase de señal tiene probabilidades de ser efectiva.

Y así fue. Nicolson levantó su mano por encima de la borda del bote, encendió y apagó la linterna a intervalos irregulares, y después retiró precipitadamente la mano. Para cualquier servidor de ametralladora, con ganas de apretar el gatillo, aquel punto luminoso debía de ser como la respuesta a una plegaria, pero no llegó a ellos desde la oscuridad ninguna hilera de balas trazadoras. En cambio, ambas ametralladoras dejaron bruscamente de disparar e inmediatamente la noche quedó silenciosa y tranquila. Tanto el mar como la tierra era como si estuvieran completamente desiertos, desprovistos de toda clase de vida; incluso la borrosa silueta del submarino, quieta en alta mar, era solamente una sombra, insustancial e irreal por completo, más bien imaginada que vista.

Furtivos intentos de esconderse parecían no solamente innecesarios sino también peligrosos. Sin ningún apresuramiento, ambos hombres se levantaron e inspeccionaron los botes a la luz de la linterna. El número dos, o sea el bote de Siran, había sido agujereado en varios sitios, pero siempre sobre la línea de flotación, y en apariencia no hacía agua, o, en todo caso, muy poca; varios de sus depósitos de aire habían sido perforados, pero la mayoría no presentaban desperfecto alguno y podían proporcionar un razonable margen de seguridad.

No ocurría lo mismo con el número uno, el bote a motor. Quizás el número de impactos que por casualidad habían atravesado su casco era aún menor, pero estaba ya hundido pesadamente en las poco profundas aguas, con su fondo lleno. El agua del interior del bote estaba salpicada y teñida por la sangre del horriblemente mutilado marino japonés que yacía atravesado sobre la borda, y fue debajo de aquellos restos casi irreconocibles como pertenecientes a un ser humano, donde Nicolson encontró la causa del mal. La misma granada que había volado una mano y la mayor parte del rostro del soldado, había abierto también un agujero en el fondo del bote, haciendo astillas la hilada de la aparadura, en una longitud de dieciocho pulgadas, y levantando las planchas adyacentes hasta la sentina del lado de estribor. Nicolson se enderezó lentamente y miró a McKinnon aprovechando el reflejo de la luz.

—Agujereado —murmuró lacónicamente—. Podría meter mi cabeza y mis hombros por este agujero del fondo. Necesitaríamos días enteros para tapar ese maldito boquete.

Pero McKinnon no le prestaba atención. El haz de luz había cambiado de dirección y contemplaba el interior del bote. Cuando habló, su voz sonó remota e indiferente.

—De todos modos, no importa, señor. El motor está listo. —Hizo una pausa y añadió tranquilamente—: La magneto, señor: la granada debe de haber estallado debajo de ella.

—¡Oh, Dios mío, no! ¿La magneto? Tal vez el segundo maquinista…

—Nadie puede repararlo, señor —interrumpió McKinnon pacientemente—. Maldito sea lo que queda por reparar.

—Ya comprendo. —Nicolson asintió y examinó la destrozada magneto, con su mente llena de todas las terribles complicaciones que acarreaba aquel artefacto destrozado—. No queda gran cosa de ella; ¿verdad?

McKinnon sintió un escalofrío.

—Alguien se está paseando por encima de mi tumba —se quejó.

Movió lentamente la cabeza y siguió contemplando el bote, aun después de que Nicolson hubiera apagado la linterna. A continuación, tocó ligeramente el brazo de Nicolson.

—¿Sabe usted una cosa, señor? Es largo, muy largo el camino hasta Darwin.

Se llamaba Gudrun, según ella dijo, Gudrun Jorgensen Drachmann, perteneciendo el apellido Jorgensen a su abuelo materno. Era danesa en sus tres cuartas partes, tenía veintitrés años y había nacido en Odense el día del armisticio de 1918. Aparte dos cortas estancias en Malaya, había vivido en Odense durante toda su vida hasta que hubo obtenido el título de enfermera y marchado a las plantaciones que su padre tenía cerca de Penang. Ello había sido en agosto de 1939.

Nicolson, echado con la espalda apoyada contra la pared de la gruta, con las manos detrás de la cabeza y mirando sin ver hacia la oscura cobertura de nubes, esperaba que ella continuase, que empezara otra vez a hablar, y lo deseaba. ¿Cuál era aquella cita que el viejo Willoughby, el más inveterado y perdido solterón que jamás hubiera existido, le había repetido tantas veces en otro tiempo? «Su voz era siempre suave…» esto era. Del Rey Lear. «Su voz era siempre suave, gentil y cariñosa». La acostumbrada excusa de Willoughby para evitar lo que él llamaba los temibles lazos del matrimonio, era que jamás había podido encontrar una hembra (Willoughby sabía dar a esta palabra un acento desdeñoso), con una voz que fuera siempre suave, gentil y cariñosa. Pero si Willoughby hubiera estado sentado al lado de él durante los veinte minutos que habían transcurrido desde que dio su informe a Findhorn y fue a ver cómo seguía el chiquillo, tal vez hubiera cambiado de opinión.

Pasaron dos minutos, tres, y ella no dijo palabra alguna. Poco a poco Nicolson se volvió hacia ella.

—¿Está usted lejos de su patria, miss Drachmann? ¿Dinamarca…, le gustaba a usted?

Era simplemente un tema de conversación, pero la vehemencia de su respuesta le sorprendió.

—La adoraba. —Su tono de voz era tajante, como el tono de alguien que habla de algo irremisiblemente perdido sin remedio. «Malditos los japoneses, maldito el submarino que les estaba esperando», pensó Nicolson con rencor. Cambió bruscamente de tema.

—¿Y Malaya? No la sitúa usted a tanta altura, ¿verdad?

—¿Malaya? —El tono cambió. Era el acompañamiento vocal de un encogimiento de hombros—. Supongo que Penang estaba bien, pero no Singapur. Yo…, yo odiaba a Singapur. —Mostróse de pronto vehemente, despojándose de toda indiferencia, y en el momento de mostrar las profundidades de sus sentimientos, se dio cuenta de lo que había hecho, pues tanto la voz como el sujeto cambiaron de nuevo—. También me gustaría fumar un cigarrillo. ¿O acaso lo desaprueba, Mr. Nicolson?

—Mucho me temo que Mr. Nicolson se encuentre tristemente falto de la cortesía del viejo mundo. —Ofrecióle un paquete de cigarrillos, encendió una cerilla, y cuando ella se inclinó para acercar su cigarrillo a la llama, él pudo oler el fugaz aroma de sándalo y la ligera fragancia de su cabello antes de que ella se incorporase y se retirase a la oscuridad. Él aplastó la cerilla contra el suelo y continuó preguntándole afectuosamente—: ¿Por qué odia usted a Singapur?

Transcurrió casi medio minuto antes de que ella contestara.

—¿No cree usted que ésta puede ser una pregunta muy personal?

—Es muy posible. —Hizo una pausa y después continuó sosegadamente—: ¿Y esto qué importa ahora?

Ella captó en seguida el significado de sus palabras.

—Tiene usted razón, desde luego. Incluso si es mera curiosidad por su parte, ¿qué importa ahora? Es curioso, pero no tengo interés en ocultárselo…, probablemente porque puedo estar segura de que no desplegaría usted una falsa compasión por nadie, cosa que yo no puedo soportar. —Guardó silencio durante unos breves segundos, y la brasa de su cigarrillo brilló en la oscuridad—. Lo que le he dicho es verdad. Odio a Singapur. La odio a causa de mi orgullo, porque yo tengo orgullo, porque me compadezco a mí misma, y porque odio el no ser como los demás. No entendería usted nada de ello, Mr. Nicolson.

—Sabe usted muchas cosas sobre mi persona —murmuró suavemente Nicolson—. Continúe, por favor.

—Creo que sabe usted lo que quiero decir —dijo ella brevemente—. Soy europea, nací en Europa, crecí y me eduque en Europa, y solamente me considero danesa, igual que todos en Dinamarca. Era bien recibida en cualquier casa de Odense. Nunca se me ha invitado a ninguna casa de europeos en Singapur, Mr. Nicolson. —Trataba de que su voz sonara indiferente—. Una droga en el mercado social, podría usted decir. Yo no era persona adecuada para que la gente fuera vista en mi compañía. No resulta divertido oír decir a alguien: «Una pincelada de alquitrán, amigo mío». Decirlo sin molestarse en bajar la voz. Entonces se da una cuenta de que todos la miran, y ya no se puede volver allí otra vez. Ya sé que la madre de mi madre era malaya, pero es una anciana maravillosa y encantadora, y…

—Tómelo con calma. Ya sé que debió de ser terrible. Y los ingleses debían de ser los peores, ¿no es verdad?

—Sí que lo eran. —Se la veía vacilar—. ¿Por qué dice usted esto?

—Tratándose de forjadores de imperios y de colonizadores, somos los mejores del mundo…, y también los peores. Singapur es el lugar donde campan por sus respetos lo peorcito de cada casa, y nuestro peor es algo como para llamar la atención. El pueblo elegido de Dios, con una doble misión en la vida: curtir sus hígados en un espacio de tiempo imposible por lo corto, y procurar que los que no son de los elegidos no olviden jamás tal circunstancia; los hijos de Ham deben ser leñadores y acarreadores de agua hasta el fin de sus días. Todos ellos son buenos cristianos, desde luego, firmes pilares y asistentes a la iglesia…, si logran aparecer sobrios a tiempo el domingo por la mañana. No todos son así, ni siquiera en Singapur, pero no tuvo usted la suerte de encontrar a ninguno de los otros.

—Yo no esperaba que usted hablara de ese modo. —Su voz era lenta y denotaba sorpresa.

—¿Por qué no? Es la verdad.

—No es esto lo que quiero decir. Solamente que no esperaba oírle hablar como… bien, no importa. —Se echó a reír sin ganas—. El color de mi piel no es tan importante.

—Eso es. Prosiga. Déle otra vuelta al cuchillo que lleva clavado. —Nicolson aplastó el cigarrillo con el tacón de su zapato—. Es extraordinariamente importante para usted, pero no debiera serlo. Singapur no es todo el mundo. A nosotros nos gusta usted, y nos importa un bledo que su color sea el del heliotropo.

—A su joven oficial, Mr. Vannier, sí le importa un bledo —murmuró ella.

—No sea tonta, y trate de jugar limpio. Vio esta cicatriz y se sobresaltó, y desde entonces ha estado avergonzado de haber demostrado este sobresalto. Ocurre que es todavía muy joven, esto es todo. Y el capitán piensa que es usted una mujer fuera de lo corriente. «Ámbar translúcido», así califica a su cutis. —Nicolson dejó escapar un leve silbido—. Está hecho un Lotario ya caduco.

—No es tal cosa. Es un hombre sumamente agradable, y yo le aprecio muchísimo. Usted le hace sentirse más viejo de lo que es —añadió incongruentemente.

—¡Narices! —dijo rudamente Nicolson—. Una bala en los pulmones hace sentirse viejo a cualquiera. —Movió la cabeza—. Señor, ya empezamos otra vez. Lo siento, no pretendía herirla. Depongamos las armas, ¿no le parece, miss Drachmann?

—Gudrun. —Aquella única palabra era a la vez respuesta y petición, y completamente desprovista de todo signo de coquetería.

—¿Gudrun? Me gusta, y le sienta bien.

—Pero usted debe…, ¿cómo es la palabra?…, corresponder. —Había cierta travesura ahora en su grave voz—. He oído que el capitán le llamaba Johnny. Delicioso —dijo, considerando el nombre—. En Dinamarca es el nombre que daríamos a un niño muy pequeño. Pero creo que podré llegar a acostumbrarme a él.

—Sin duda —dijo Nicolson algo apurado—. Pero debe comprender…

—¡Oh, desde luego! —Ella se reía de él, ello le constaba, y esta convicción aumentó su sensación de intranquilidad—. Llamarle Johnny ante los hombres de su tripulación resultaría increíble. Desde luego, ante ellos será usted Mr. Nicolson —añadió con ademán de modestia—. ¿O acaso cree usted que será mejor llamarle señor?

—¡Oh, por el amor del cielo! —empezó Nicolson, pero se interrumpió de pronto y coreó la risa apenas audible de la muchacha—. Llámeme como quiera. Probablemente me lo tendré bien merecido.

Levantóse, dirigiéndose hacia la entrada de la cavidad donde el sacerdote musulmán estaba de guardia, habló brevemente con él y después bajó de la colina llegando al lugar donde Van Effen se había apostado ante el único bote utilizable. Se sentó junto a él durante unos minutos, preguntándose cuál era la utilidad de vigilar el bote, y después regresó a la caverna. Gudrun Drachmann estaba todavía despierta, sentada junto al niño, muy próxima a él. Se sentó a su lado.

—No es necesario que pase toda la noche en vela —dijo cariñosamente—. Peter está muy bien. ¿Por qué no se va a dormir?

—Dígamelo sin ambages. —La voz de la joven era muy baja—. ¿Qué posibilidades tenemos?

—Ninguna.

—Una respuesta franca y ruda —admitió ella—. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Hasta mañana al mediodía, todo lo más tarde. El submarino enviará casi con certeza un grupo de desembarco primero, o tratará de hacerlo. También pueden pedir refuerzos…, pero probablemente los aviones estarán aquí, de todos modos, con las primeras luces del día.

—Tal vez los hombres del submarino bastarán. Tal vez no necesitarán pedir ayuda. ¿Cuántos…?

—Los haremos pedazos —dijo Nicolson con seguridad—. Desde luego, van a necesitar ayuda. Y la obtendrán. Entonces acabarán con nosotros. Si no nos matan con el bombardeo de la aviación o el de la artillería, pueden hacerles prisioneras a usted, a Lena y a miss Plenderleith. Espero que no sea así.

—Les vi en Kota Bharu. —La joven se estremeció ante el recuerdo—. También espero que no sea así. ¿Y el pequeño Peter?

—Ya lo sé. Peter. Sólo una baja más —dijo Nicolson amargamente—. ¿Quién puede preocuparse por un niño de dos años?

Él se preocupaba, y lo sabía; se sentía cada vez más atraído por el niño, más de lo que hubiera reconocido ante nadie, y un día, si Caroline hubiera vivido…

—¿No hay nada que podamos hacer? —La voz de la joven interrumpió el errante curso de sus pensamientos.

—Temo que no. Solamente esperar y nada más.

—Pero…, pero ¿no podrían ustedes ir hasta el submarino y… y hacer algo?

—Sí, ya lo sé. Con los sables entre los dientes, capturarlo, y dirigirnos triunfalmente hacia la patria. Ha estado usted leyendo novelas de aventuras del género barato, señorita. —Antes de que ella pudiera hablar, se inclinó hacia ella y cogió su brazo—. Lamento mis palabras desagradables. Pero ellos están esperando con toda su alma que intentemos algo por el estilo.

—¿No podríamos evadirnos en el bote, sin que nos oyeran ni nos vieran?

—Mi querida joven, eso es lo primero en que pensamos. Sin esperanza alguna. Podríamos llegar a salir, pero no iríamos muy lejos. Ellos o los aviones nos alcanzarían al llegar la madrugada…, y entonces los que no murieran en el combate, se ahogarían. Es curioso, Van Effen se mostraba también ardiente partidario de esta idea. Es un modo rápido de suicidarse —concluyó con brusquedad.

Ella reflexionó durante unos momentos.

—¿Pero usted cree que es posible salir de aquí sin ser oídos?

Nicolson sonrió.

—Es usted una joven tozuda ¿verdad? Sí, es posible, especialmente si alguien creara una especie de diversión en otro lugar de la isla, con el objeto de distraer su atención. ¿Por qué?

—La única posibilidad estriba en que los del submarino crean que nos hemos marchado. ¿No podrían dos o tres de ustedes marcharse en el bote a una de aquellas pequeñas islas que vimos ayer, mientras el resto de nosotros hacíamos alguna maniobra de diversión? —Hablaba ahora muy aprisa y con verdadero afán—. Cuando el submarino viera que se han marchado, él también se iría, y…

—Y se dirigirían inmediatamente a aquellas pequeñas islas, el único lugar al que podíamos habernos marchado, verían que solamente éramos unos pocos, nos matarían, hundirían el bote, y regresarían aquí para acabar con todos los demás.

—¡Oh! —Su voz estaba llena de desilusión—. Nunca había pensado en esto.

—No, pero nuestros amigos los japoneses sí. Mire, miss Drachmann…

—Gudrun. ¿No se acuerda ya de que hemos dejado de pelearnos?

—Lo siento, Gudrun. ¿Quiere dejar de golpearse la cabeza contra una pared de ladrillos? Lo único que conseguirá es tener jaqueca. Nosotros hemos pensado ya en todo, y no hay solución. Y si no le importa, voy a tratar de conciliar un breve sueño. Tengo que relevar a Van Effen dentro de poco.

Estaba ya adormeciéndose, cuando oyó de nuevo su voz.

—¿Johnny?

—¡Señor! —musitó Nicolson—. ¡Que no se trate de otra ráfaga de inspiración!

—Bien, he estado pensando otra vez…

—Desde luego, es usted perseverante. —Nicolson lanzó un suspiro de resignación, y se sentó—: ¿De qué se trata?

—No importaría que nos quedásemos aquí, siempre y cuando el submarino se marchase, ¿verdad?

—¿A dónde va usted a parar?

—Contésteme, por favor, Johnny.

—No importaría, no. Hasta sería oportuno, y si nos pudiéramos esconder aquí, sin que nadie sospechara nuestra presencia, durante un día o algo más, probablemente ellos suspenderían nuestra búsqueda. Por lo menos, en esta zona. ¿Cómo se propone usted hacer que se marchen de aquí, pensando que nosotros nos hemos largado ya? ¿Acercándonos a ellos e hipnotizándolos?

—Esto no tiene la menor gracia —dijo ella sosegadamente—. Si amaneciera y vieran que nuestro bote ha desaparecido, me refiero al que se puede utilizar, creerían que nosotros también nos hemos marchado, ¿no es así?

—Seguro que sí. Es lo que haría cualquier persona normal.

—¿No habría posibilidad de que sospecharan y registrasen la isla?

—¿A dónde diablos irá usted a parar?

—Por favor, Johnny.

—Muy bien —gruñó él—. Lo siento de nuevo. No, no creo que se molestaran en buscarnos. ¿Qué está usted intentando decirme, Gudrun?

—Haga que ellos crean que nos hemos marchado —dijo ella con impaciencia—. Esconda el bote.

—¿Esconder el bote dice usted? No hay un solo lugar en las costas de esta isla donde podamos meterlo sin que los japoneses lo descubran en menos de media hora. Y no podemos esconderlo en el interior de la isla; es demasiado pesado para ser arrastrado y armaríamos tal barullo intentándolo que nos acribillarían a todos a balazos, incluso en la oscuridad, antes de que pudiéramos moverlo diez píes. Y, aunque pudiéramos, no hay un solo macizo de matorrales en esta maldita isla capaz de ocultar un balandro de mediano tamaño, cuanto menos un bote salvavidas de veinticuatro pies. Lo lamento, pero no hay solución. No hay ningún lugar, ni en tierra ni en el mar, donde pueda usted esconderlo, sin que los japoneses no puedan hallarlo a ojos cerrados.

—Estas son sus sugerencias, no las mías —dijo ella tranquilamente—. Es imposible esconderlo en el interior de la isla o alrededor de ella, y yo estoy de acuerdo. Lo que yo sugiero es que lo esconda usted debajo del agua.

—¿Qué? —Nicolson se incorporó a medias, mirándola en la oscuridad.

—Haga una maniobra de diversión en un extremo de la isla —dijo ella prontamente—. Lleven el bote a la parte opuesta, a aquella pequeña bahía situada hacia el norte, llénenlo de piedras, déjenlo inundarse, húndalo en aguas profundas y después, cuando los japoneses se hayan marchado…

—¡Desde luego! —La voz de Nicolson era un apagado susurro, lleno de admiración—. ¡Desde luego que servirá! ¡Dios mío, Gudrun, ha dado usted con ello, ha dado usted con ello!

Expresándose casi a gritos, se incorporó de un salto, y lleno de alegría y renovadas esperanzas, abrazó a la muchacha, que protestaba y se reía; después se puso en pie y corrió hacia el otro extremo de la caverna.

—¡Capitán! ¡Cuarto oficial! ¡Contramaestre! ¡Despiértense, despiértense todos ustedes!

La suerte se puso por fin de su lado, y todo transcurrió sin tropiezo alguno. Hubo algunas discusiones sobre la clase de diversión, algunos sostenían que el capitán del submarino o el hombre que ocupase el mando después de muerto el capitán, sospecharía de una maniobra diversiva, pero Nicolson insistió en que un hombre lo bastante estúpido como para enviar un destacamento de desembarco hacia el punto de la costa donde estaban atracados los botes, en vez de efectuar un ataque por el flanco, no tendría la suficiente agudeza para no dejarse engañar, y su insistencia convenció a los demás. Además, el viento que soplaba hacia el norte, reforzó sus argumentos, y el tiempo demostró que tenía razón.

Vannier actuó como señuelo, lo que llevó a cabo a la perfección y con una sincronización perfecta. Durante unos diez minutos, se movió a lo largo de la costa del extremo sudoeste de la isla, encendiendo su linterna encapuchada, furtivamente y a intervalos irregulares. Llevaba los prismáticos nocturnos de Nicolson, y tan pronto como observó que la oscura silueta del submarino empezaba a adelantar silenciosamente, movido por sus baterías, apagó la linterna y buscó refugio tras una roca. Dos minutos más tarde, con el submarino ante él a menos de cien yardas de la playa, se levantó, arrancó el pasador de una de las bombas de humo del bote número dos, y la arrojó hacia el mar tan lejos como pudo; al cabo de treinta segundos, la ligera brisa en dirección norte había hecho llegar hasta el submarino la densa humareda color naranja, que envolvió sofocantemente a los hombres de la torreta, cegándolos.

El período normal de ignición de una bomba de humo flotante es de unos cuatro o cinco minutos, pero bastó. Cuatro hombres con los rostros envueltos en trapos habían llevado el bote número dos al lado norte de la isla un minuto antes de que la bomba de humo silbara suavemente al extinguirse. El submarino permaneció inmóvil en el mismo lugar. Nicolson guio fácilmente el bote a lo largo de un escarpado bajío de la profunda caleta del lado norte, y halló a Farnholme, el sacerdote musulmán Ahmed, Willoughby y Gordon que les estaban esperando, con un enorme mentón de redondas y pulidas piedras preparadas en el suelo.

Willoughby había insistido en desmontar las cámaras de aire: la idea de perforar agujeros en ellas había herido sus sentimientos de maquinista. Ello requeriría tiempo dadas las escasas herramientas que tenía a su disposición; necesitaría algo de luz para poder trabajar, y causarla inevitablemente demasiado ruido…, y el comandante del submarino podría tener de un momento a otro la ocurrencia de efectuar un rápido crucero alrededor de la isla, iluminando su recorrido con bengalas. Pero era un riesgo que tenía que ser corrido.

Sacaron rápidamente los obturadores de las planchas del fondo, trabajando los hombres con vertiginosa velocidad y en casi completo silencio, llenando el fondo del bote con las piedras que les pasaban desde el bajío, evitando cuidadosamente el taponar los agujeros que habían dejado libres y por los que el agua entraba a borbotones. Al cabo de dos minutos, Nicolson dijo algo en voz baja a Farnholme, y el brigadier subió corriendo la colina; a los pocos segundos estaba haciendo disparos aislados contra el submarino; el seco y fuerte estampido de la carabina sincronizaba con los ruidos metálicos procedentes de la parte norte de la isla, cuando Nicolson y los demás quitaban los cerrojos de los depósitos-boyas y sacaban las amarillas cámaras de aire, pero dejando varios de los depósitos en su lugar para conferir al bote una positiva fuerza de flotación.

Más piedras dentro del bote, más agua a través de los orificios del fondo, y el nivel interior y exterior seguía siendo el mismo, con el agua llegando a la parte más inferior de la borda. Entonces, al añadir unas pocas piedras más, se hundió, deslizándose suavemente bajo la superficie del mar, sostenido por las amarras de popa y proa, tocando fondo a quince pies, y descansando sobre su quilla en una superficie fina y nivelada. Al regresar a la caverna de la colina, vieron el resplandor de un cohete provisto de paracaídas levantándose desde la punta este de la isla y describiendo una curva en dirección noreste. Vannier había calculado bien el tiempo, y si el submarino investigaba allí, hallaría un lugar tan tranquilo y desprovisto de vida como lo estaba ahora el otro extremo. Causaría también el efecto de sumirles en un mar de confusiones, infiltrando en sus mentes una docena de sospechas distintas, y cuando llegara la mañana, daría carácter a la obvia conclusión de que los refugiados en la isla les habían burlado y habían partido durante la noche.

Y esta fue la conclusión a la que indefectiblemente llegaron por la mañana, un gris y encapotado amanecer, con un viento cada vez más fuerte y sin señales de aparecer el sol. Tan pronto como hubo alguna claridad, los centinelas de la isla, cuidadosamente ocultos, y debidamente camuflados tras espesas matas, pudieron ver a los tripulantes del submarino llevándose los prismáticos a los ojos. Poco después se pudo oír el rumor de motores Diesel, y se puso en marcha, describiendo rápidamente un círculo alrededor de la isla. Al pasar ante el bote que quedaba, se detuvo, y el cañón antiaéreo enfiló el bote y abrió fuego; los artilleros debían de haber reparado el mecanismo averiado durante la noche. En total hizo solamente seis disparos, pero bastaron para convertir el bote en unos restos de naufragio agujereados y astillados. Inmediatamente después de estallar el último proyectil en las poco profundas aguas, los poderosos Dieseis volvieron a ponerse en marcha y el submarino avanzó poniendo rumbo al oeste, a toda velocidad, e inspeccionó las dos isletas que encontró a su paso. Media hora más tarde desapareció de la vista por el horizonte sur.