CAPÍTULO VIII

Transcurrieron horas, interminables y sofocantes horas bajo un cielo azul sin un soplo de viento y bajo el terrible resplandor del sol tropical, y el bote número uno seguía navegando invariablemente hacia el sur, remolcando al otro bote. En circunstancias normales, un bote de salvamento lleva una provisión de fuel sólo para una distancia de cien millas, a una velocidad de unos cuatro nudos, y se usa solamente para casos de emergencia, como remolcar a otros botes, alejándolos de un buque que se hunde, dar rodeos en busca de sobrevivientes, acudir para prestar inmediata ayuda, o para navegar el propio bote con mar gruesa. Pero McKinnon había tenido la previsión de embarcar unos cuantos bidones suplementarios de gasolina y, aún teniendo en cuenta la posibilidad de mal tiempo, tenían bastante, y les sobraba, para llegar a Lepar, una isla del tamaño de la de Sheppey, situada a estribor cuando pasaron por el canal de Macclesfield. El capitán Findhorn, con su experiencia de quince años de servicio en el archipiélago, conocía esta isla a la perfección; y, lo que era más importante aún, sabía dónde podían hallar carburante en Lepar, y en gran cantidad. La única incógnita eran los japoneses: podían haberse apoderado ya de la isla, pero con sus fuerzas terrestres tan diseminadas y aisladas, no parecía probable que hubieran tenido ya el tiempo o razones suficientes para situar una guarnición en un lugar tan pequeño. Y con buenas provisiones de gasolina y agua fresca, no podía predecirse hasta dónde podrían llegar; los estrechos de Sonda, entre Sumatra y Java, no eran un objetivo imposible, especialmente cuando los vientos alisios del nordeste volvieran a dejarse notar, y les ayudaran en su camino.

Pero en aquel momento no había alisios, ni siquiera el más leve soplo de brisa. El aire estaba absolutamente encalmado, el calor era sofocante y la ligera brisa que se producía como consecuencia de su lento paso sobre el agua era solamente un soplo burlón que aún resultaba peor que nada. El implacable sol iniciaba ya su ocaso, alejándose hacia el oeste, pero, sus rayos eran todavía abrasadores. Nicolson había colocado las dos velas extendidas para que sirvieran de toldo, el foque cubría la parte de proa, y la vela, al tercio, con su verga a media altura del mástil, cubría hacia popa todo lo que su longitud permitía. Pero incluso con su protección, el calor seguía siendo opresivo, del orden de entre los ochenta y los noventa grados, con una humedad relativa que sobrepasaba el ochenta y cinco por ciento. En cualquier época del año, en las Indias Orientales, el calor rara vez bajaba de los ochenta grados. Tampoco podía obtenerse alivio alguno intentando refrescarse sumergiéndose en el agua al lado del bote. La temperatura de ésta oscilaba entre ochenta y ochenta y cinco grados. Todo lo que los pasajeros podían hacer, era echarse en completa inmovilidad a la sombra de los toldos, sufrir, sudar y rogar para que el sol se ocultara.

Los pasajeros. Nicolson, sentado en el banco de estribor con la caña del timón en la mano, contempló lentamente a la gente que había en el bote, observó su estado y su inánime inercia, y apretó los labios. Para tener que navegar en un bote abierto en pleno trópico, a cientos o miles de millas, lejos de toda ayuda, rodeados por el enemigo y con las islas ocupadas por él, difícilmente habría podido escoger un pasaje peor equipado para manejar un bote, ni con tan pobres posibilidades de supervivencia. Había excepciones, desde luego. Hombres como McKinnon y Van Effen siempre serían excepcionales, pero en lo que se refería a los demás…

Sin contarse a sí mismo, había diecisiete personas a bordo. Entre ellos, en todo lo referente a tripular el bote, sólo dos contaban de veras: McKinnon, imperturbable, competente, infinitamente pletórico de recursos, valía por dos hombres de los mejores, y Van Effen, de posibilidades no del todo conocidas, había probado ya su ánimo y valor en casos de emergencia. En cuanto a Vannier, resultaba difícil aventurar predicciones: no era más que un muchacho que posiblemente podría resistir privaciones y esfuerzos, pero sólo el tiempo podía confirmarlo. Walters, que aparecía todavía enfermo y abatido, sería un hombre útil a su lado, cuando se hubiera recobrado del todo. Y ello cerraba por completo la columna del haber.

Gordon, el segundo del barco, era un individuo de rostro delgado, ojos acuosos y de un incurable aspecto furtivo, un ratero declarado que había desaparecido aquella tarde del modo más misterioso de su puesto. No era marino, ni capaz de luchar, y podía tenerse la seguridad de que no haría nada que no contribuyera a su inmediata seguridad y provecho. Ni el sacerdote musulmán ni el desconcertante y enigmático Farnholme, que estaban sentados de lado en el mismo banco, conversando en un bajo murmullo, se habían mostrado tampoco demasiado durante aquella tarde. No había hombre más amable y con mejores intenciones que Willoughby, y a pesar de sus patéticos deseos de mostrarse útil, no había persona que resultara más inefectiva ni más inútil que el excelente segundo maquinista. El capitán, Evans el timonel, Fraser y Jenkins, el joven marinero de primera clase, estaban heridos demasiado gravemente para prestar ayuda alguna. Alex, el joven soldado (Nicolson había averiguado que se llamaba Sinclair), se mostraba tan desequilibrado como siempre, con sus ojos abiertos y fijos, clavándolos sin cesar de un miembro de la tripulación del bote a otro, frotando constantemente con las manos hacia arriba y hacia abajo las perneras de sus pantalones, como si tratase desesperadamente de librarse de alguna contaminación. Quedaban solamente las tres mujeres y el pequeño Peter, y si alguien deseaba aumentar las posibilidades en contra, pensó amargamente Nicolson, siempre podía citarse a Siran y a sus seis bandidos a menos de veinte pies de distancia. Desde luego, las perspectivas distaban de ser buenas.

La única persona feliz y despreocupada de los botes, era el pequeño Peter Tallon. Vestido solamente con unos pantalones blancos y muy cortos, con tirantes, parecía completamente inmune al calor y al sufrimiento. Saltaba incesantemente sobre los bancos, y tenía que ser asido para que no se cayera al mar, una docena de veces por minuto. Sintiéndose ya más familiarizado y confiado, había perdido todo su anterior temor a los miembros de la tripulación, pero no había adquirido aún absoluta confianza. Cada vez que Nicolson, cuyo asiento junto al timón era el más cercano al del niño, le ofrecía un trozo de galleta de barco, o una lata con un poco de agua con leche condensada azucarada, le sonreía brevemente, se inclinaba hacia adelante, se apoderaba de lo que le ofrecía, y se retiraba a comerlo o beberlo, con la cabeza inclinada y mirando suspicazmente a Nicolson entre sus pestañas. Pero si Nicolson alargaba una mano para tocarle o cogerle, se abalanzaba hacia miss Drachmann, que se sentaba a estribor de los bancos de popa, y se aferraba con una mano regordeta a los brillantes y negros cabellos, con tal fuerza, la mayoría de las veces, que arrancaba un respingo y una involuntaria exclamación a la muchacha. Después volvía la cabeza y le contemplaba gravemente a través de los abiertos dedos de su mano izquierda. Este era su juego favorito, el truco de mirar a través de sus dedos, y seguramente creía que le hacía invisible. Durante ratos enteros, Nicolson olvidó la guerra, los heridos y su propia situación casi desesperada, absorto en los juegos del pequeñín, pero siempre tenía que regresar al amargo presente, a una desesperación aún más aguda, a un temor redoblado de lo que le sucedería al niño cuando finalmente les capturasen los japoneses.

Y les capturarían. Nicolson lo había sabido, lo sabía sin duda alguna; le constaba que Findhorn también lo sabía, a pesar de sus animosas palabras sobre Lepar y los estrechos de Sonda. Los japoneses conocían su posición con un error de muy pocas millas, por lo que podían encontrarlos cuando quisieran. Lo único misterioso era por qué no lo habían hecho todavía. Nicolson se preguntó si los demás sabían que sus horas de libertad y seguridad estaban contadas, y que el gato estaba jugando con el ratón. Si lo sabían, era imposible distinguirlo, a juzgar por su conducta y su aspecto. Parecían formar un grupo de personas desvalidas e inútiles en muchos aspectos, y con una fe indestructible en cualquier hombre que abrigase esperanzas de conducir su bote hacia la libertad. Por ello Nicolson tenía que concederles un tanto: aparte Gordon y el enfermo Sinclair, su moral era magnífica.

Habían trabajado duramente y sin queja alguna colocando todas las mantas y provisiones tan correctamente como fue posible, y habían dejado espacios libres, a expensas de su propia comodidad, para los heridos, quienes, a pesar de su tremendo sufrimiento, no se quejaron ni una sola vez, y habían aceptado todas las órdenes de Nicolson y las posturas entumecedoras que tuvieron que adoptar, alegremente y con la mejor voluntad. Las dos enfermeras, sorprendente y eficazmente asistidas por el brigadier Farnholme, habían realizado una espléndida tarea. Nunca había estado más justificada la insistencia del Ministerio de Transportes de que todos los botes de salvamento llevasen un completo equipo médico de primeros auxilios, y rara vez pudo haber resultado más útil: estimulantes, «Omnopon», sulfamidas en polvo, tabletas de codeína, apósitos, vendajes, gasas, algodón hidrófilo y pomada contra las quemaduras…, todo estaba allí y todo fue utilizado. Miss Drachmann llevaba su instrumental quirúrgico, y con el hacha del bote y su propio cuchillo, McKinnon improvisó un perfecto entablillado para el roto brazo del cabo Fraser, a los diez minutos de habérselo pedido.

Miss Plenderleith estuvo magnífica. No había otra palabra para calificar su actuación. Era un verdadero genio para volver a la normalidad circunstancias y situaciones, y bien podría haber pasado toda su vida en una lancha de salvamento. Aceptaba los hechos tal y como se presentaban, sacaba el mejor partido de ellos, y le sobraba autoridad para inducir a los demás a hacer lo mismo. Fue ella quien arropó a los heridos con las mantas e improvisó almohadas con ayuda de los salvavidas, riñéndoles como si fueran niños traviesos si mostraban algún signo de desobediencia. Miss Plenderleith nunca tuvo que reprender dos veces a nadie. Ella fue quien se encargó de la disciplina y vigiló que los heridos se comieran hasta el último mendrugo y bebieran hasta la última gota de lo que se les ofrecía. Ella fue quien arrebató a Farnholme la maleta y la metió debajo de su propio asiento, se apoderó del hacha que McKinnon había dejado allí cerca, e informó al indignado brigadier, con la llama de la pendencia encendida en sus ojos, que podía dar por terminados sus días de bebedor empedernido, y que el contenido de la maleta que él tenía destinado a su propio uso, estaría reservado en el futuro a fines medicinales…; hecho lo cual, sacó agujas y lana de las profundidades de su enorme maleta y se dedicó tranquilamente a hacer calceta. También era ella quien estaba sentada con una tabla sobre las rodillas, preparando cuidadosamente raciones de carne de buey y de pan, distribuyendo galletas, azúcar y leche condensada y dando órdenes sin cesar a un grave McKinnon, que se esforzaba por no sonreír, y a quien tenía a su servicio como camarero, tratándole como si fuera uno de sus discípulos de confianza, pero sin considerarle como de los más brillantes. «Magnífica —pensó Nicolson, esforzándose en contener la sonrisa ante la sufrida expresión de su contramaestre—. Absolutamente magnífica. No hay otra palabra para calificarla». De pronto, la voz de ella subió por lo menos una octava de tono.

—¡Mr. McKinnon! ¿Qué demonios está usted haciendo?

El contramaestre había dejado caer su cargamento de pan y carne en el fondo del bote y se había arrodillado junto a ella, escudriñando el cielo por debajo del toldo, e ignorando a miss Plenderleith cuando ésta repitió su pregunta. Ella la formuló por tercera vez, sin recibir respuesta, apretó los labios y le hurgó ferozmente en las costillas con el mango de su cuchillo. Esta vez obtuvo cierta reacción como respuesta.

—¡Mire usted lo que ha hecho, idiota chapucero!

Señaló enfurecida con su cuchillo la rodilla de McKinnon. Media libra de carne había sido completamente aplastada entre ella y la borda.

—Lo lamento, miss Plenderleith, lo lamento. —El contramaestre se levantó, sacudiéndose distraídamente fragmentos de carne de buey que llevaba adheridos a sus pantalones, y se volvió hacia Nicolson—. Se acerca un avión, señor. Verde.

Nicolson le miró con ojos que se agudizaron de repente, paró, y miró hacia el oeste por debajo del toldo. Casi en seguida distinguió el avión, que no estaba a más de dos millas de distancia y volaba a una altura de unos dos mil pies. Walters, el vigía de proa, no lo había distinguido, pero ello no era de extrañar: se acercaba a ellos situándose exactamente delante del sol. El agudo oído de McKinnon debió de haber captado el lejano zumbido del motor. Cómo pudo lograrlo con la incesante charla de miss Plenderleith, y el constante ruido del motor, Nicolson no llegó a comprenderlo. Incluso en aquel momento, él no podía aún oír sonido alguno.

Nicolson echó un vistazo al capitán. Findhorn yacía de costado, dormido o sumido en un coma. No podía perder tiempo en averiguar de cuál de las dos cosas se trataba.

—Baje la vela, contramaestre —ordenó rápidamente—. Gordon, échele una mano. Vamos, pronto. ¡Cuarto oficial!

—¿Señor? —Vannier estaba pálido, pero se le veía dispuesto a entrar en acción.

—Las armas. Para el brigadier, el contramaestre, Van Effen, Walters y para mí; una para cada uno. —Miró a Farnholme—: Hay aquí una especie de carabina automática, señor. ¿Sabe usted manejarla?

—¡Naturalmente!

Los ojos de color azul pálido relampaguearon. Farnholme tendió una mano hacia la carabina, corrió el cerrojo con dedos expertos y sostuvo el arma entre sus manos, contemplando ávidamente al avión que se acercaba. Era la estampa del viejo guerrero que olía la proximidad de la batalla y se regodeaba en ello. Incluso en aquel momento angustioso, Nicolson tuvo tiempo para maravillarse de la completa transformación que se había efectuado en aquel hombre desde las primeras horas de la tarde: era como si nunca hubiera existido el hombre que se había escondido, agradecido, en el seguro mamparo de la despensa. Era increíble, pero cierto; en su subconsciente Nicolson cobró la vaga sospecha de que el brigadier se mostraba demasiado congruente en sus incongruencias, y de que en su extraña conducta se escondía un plan preconcebido, aunque secreto. Pero solamente era una sospecha. No podía darle sentido y tal vez estuviera leyendo en la insólita y extraordinaria conducta de Farnholme algo que no existía. Cualquiera que fuera la explicación, no era aquel el momento de profundizar en ella.

—Bajen las armas —exclamó vivamente Nicolson—. Todos ustedes. Manténganlas ocultas. Los demás, échense al suelo, tan planos como puedan.

Oyó la ultrajada protesta del pequeño al ser echado al suelo junto a la enfermera, y deliberadamente excluyó de su mente todo pensamiento que a él se refiriera. El aparato, un hidroavión de extraño aspecto, de un tipo que nunca había visto antes, seguía volando en su dirección, y se hallaba a una distancia de media milla aproximadamente. Siempre perdiendo altura, empezando a describir un círculo sobre los dos botes, y Nicolson lo observó a través de sus prismáticos. El emblema del Sol Naciente resplandeció en su fuselaje cuando el avión viró primero hacia el sur y después hacia el este. «Un avión lento y pesado —pensó Nicolson—, útil solamente para reconocimientos a poca velocidad, pero de esto se trata precisamente». Y entonces Nicolson se acordó de los tres Zeros que habían patrullado indiferentemente sobre sus cabezas cuando abandonaban el incendiado Viroma, y adquirió de pronto una convicción que se transformó rápidamente en absoluta certeza.

—Pueden dejar sus armas —dijo tranquilamente—. Pueden sentarse. Este pajarraco no viene en pos de nuestras vidas. A los japoneses les sobran bombarderos y cazas para poder realizar un limpio trabajo a cuenta nuestra. Si quisieran acabar con nosotros, no enviarían este viejo mamarracho de hidroavión, que tiene todas las probabilidades de ser derribado. Habrían mandado a los cazas y a los bombarderos.

—No estoy tan seguro de ello. —La sangre de Farnholme se hallaba soliviantada, y le disgustaba abandonar la idea de encuadrar el avión japonés en su punto de mira—. ¡No me fiaría de ellos ni tanto así!

—De acuerdo —admitió Nicolson—. Pero dudo de que ese individuo lleve más de una ametralladora. —El hidroavión continuaba describiendo círculos, siempre a la misma prudente distancia—. Sospecho que quieren echarnos mano, pero vivos, sólo Dios sabe por qué. Ese individuo está, como dirían los americanos, conservándonos en hielo. —Nicolson había pasado demasiados años en el Lejano Oriente para no haber oído con todo detalle, las atrocidades y bárbaras crueldades de los japoneses durante la guerra de China y sabía que para un enemigo civil, la muerte era un final agradable y deseable comparado con la desgracia de caer prisionero de ellos—. La razón de que seamos tan importantes para ellos no acierto ni a empezar a comprenderla. Limitémonos a dar gracias por nuestra suerte y a vivir durante un ratito más.

—Estoy de acuerdo con el primer oficial. —Van Effen había ya abandonado su rifle—. Este avión sólo… ¿cómo lo dicen ustedes?…, sólo está manteniendo contacto con nosotros. Nos dejará en paz, brigadier, no se preocupe por ello.

—Tal vez lo haga, y tal vez no. —Farnholme puso al descubierto su carabina—. No es razón para que no pueda tirar al blanco con él. Maldición, es un enemigo, ¿no es verdad? —Farnholme respiraba ruidosamente—. Una bala en su motor…

—No hará usted tal cosa, Foster Farnholme. —La voz de miss Plenderleith era fría, incisiva e imperiosa—. Se está usted comportando como un estúpido, como una criatura irresponsable. Deje inmediatamente ese fusil. —Farnholme estaba ya amansándose bajo su mirada y el restallar de su lengua—. ¿Por qué pegarle un puntapié a un nido de avispas? Dispara usted contra él y después él pierde los estribos, abre fuego contra nosotros y da muerte a la mitad. Desgraciadamente, no se puede tener la seguridad de que se encontraría usted en esa mitad.

Nicolson se esforzó en permanecer serio. No tenía idea alguna de dónde terminaría su viaje, pero mientras durase, la violenta antipatía entre Farnholme y miss Plenderleith prometía proporcionarles ameno entretenimiento. Nadie les había oído jamás cruzarse entre ellos una sola palabra amable.

—Vamos a ver, Constance… —La voz del brigadier era a la vez truculenta y conciliadora—. No tiene usted derecho…

—¡Nada de llamarme Constance! —replicó ella en tono glacial—. Deje el arma. Ninguno de nosotros quiere ser sacrificado en el altar de su tardío valor y trasnochado ardor marcial.

Le obsequió con una fría y desdeñosa mirada, y después le volvió ostentosamente la espalda. El asunto quedó zanjado y Farnholme quedó materialmente abatido.

—Usted y el brigadier…, ¿se conocían ya desde hace tiempo? —aventuró Nicolson.

Durante un instante, la glacial mirada de ella se posó en Nicolson y éste pensó que tal vez habría ido demasiado lejos. Entonces ella apretó los labios y asintió.

—Hace mucho tiempo. Por lo que a mí respecta, demasiado. Tenía su regimiento en Singapur, años antes de la guerra, pero dudo de que le vieran nunca. Vivía prácticamente en el «Bengal Club». Borracho, desde luego. Siempre.

—¡Cielos, señora! —gritó Farnholme. Sus hirsutas cejas se erizaron furiosamente—. Si fuera usted un hombre…

—¡Oh, cállese ya! —interrumpió ella con tono de cansancio—. Cuando repite usted lo mismo tantas veces, Foster, siento náuseas.

Farnholme rezongó indignado para su interior, pero la atención de todos los demás se dirigió de pronto al aeroplano. El rugido del motor era más profundo, y durante un instante, Nicolson creyó que se disponía a atacar, pero comprendió en seguida que si algo ocurría era que su círculo alrededor de las lanchas se iba agrandando. El hidroavión había acelerado su motor, pero solamente para ganar altura. Seguía describiendo círculos, pero se elevaba sin cesar, con considerable esfuerzo por su parte, pero siempre cobrando mayor altura. Al alcanzar unos cinco mil pies, dejó de ascender y empezó a volar en amplios círculos de cuatro o cinco millas de diámetro.

—¿Para qué habrá hecho ahora todo esto? —Era Findhorn quien hablaba, con una voz más vigorosa y clara que en ningún otro momento desde que había sido herido—. Resulta muy curioso, ¿no es cierto, Mr. Nicolson?

Nicolson le sonrió.

—Creía que continuaba usted durmiendo, señor. ¿Cómo se encuentra?

—Con hambre y sed. ¡Ah, muchas gracias, miss Plenderleith! —Tendió su mano en dirección a la taza, dio un respingo a causa del repentino dolor que le causó el movimiento y después volvió a mirar a Nicolson—. No ha contestado usted a mi pregunta.

—Lo siento, señor. Resulta difícil decirlo. Sospecho que está atrayendo hacia aquí a algunos de sus amigos y él ha ganado altura, probablemente, para servir de señal. No es más que una suposición, desde luego.

—Sus suposiciones tienen la desagradable costumbre de resultar demasiado exactas para mi gusto.

Findhorn guardó silencio mientras hincaba sus dientes en un bocadillo de buey en conserva.

Transcurrió media hora, y el avión de observación seguía en la misma posición relativa. Resultaba muy excitante para los nervios, y los cuellos empezaron a doler a fuerza de contemplar fijamente el cielo. Pero, por lo menos, resultaba claro que el avión no tenía intenciones directamente hostiles contra ellos.

Pasó otra media hora y el sol, de un color rojo sangriento, se hundió rápida y verticalmente en el límite del mar, un mar liso como un espejo que se oscurecía en dirección hacia el este, pero que formaba una inmensa y quieta planicie de color bermellón hacia el oeste, ensanchándose a lo lejos, en dirección al sol poniente.

Allí no era ya un espejo liso; dos o tres diminutas islas resaltaban sobre el rojo resplandor de las aguas, perfilando su silueta negra contra los bajos rayos del sol, y más hacia la izquierda, hacia estribor y a unas cuatro millas al sudoeste, una isla baja y de mayor tamaño empezaba a levantarse imperceptiblemente sobre la tranquila superficie del mar.

Poco después de avistar esta última isla, vieron cómo el avión perdía altura y se dirigía hacia el este, iniciando un profundo y largo picado. Vannier miró lleno de esperanza a Nicolson.

—¿Hora de encerrar el perro vigilante, señor? A casa y a meterse en cama, seguramente.

—Temo que no, cuarto oficial. —Nicolson hizo un gesto con la cabeza en dirección al aeroplano que se alejaba—. En esta dirección sólo hay centenares de millas de mar, y después Borneo, y nuestro amigo no procede de allí. Apuesto cien contra uno a que ha visto a algún compañero. —Miró al capitán—. ¿Qué opina usted, señor?

—Probablemente vuelve a estar en lo cierto, maldito sea. —La sonrisa de Findhorn eliminaba todo tono ofensivo de sus palabras. Después la sonrisa se desvaneció lentamente y lo ojos se ensombrecieron mientras el avión se mantenía a unos mil pies de altura y empezaba a describir círculos—. Tiene usted razón, Mr. Nicolson —añadió con suavidad. Se retorció penosamente sobre su asiento y miró hacia proa—. ¿A qué distancia diría usted que está aquella isla de allí?

—A dos millas y media, señor. Tal vez tres.

—Más bien tres. —Findhorn se volvió hacia Willoughby y señaló con la cabeza el motor—. ¿Puede lograr que esta máquina de coser que tiene aquí dé unas cuantas revoluciones más, segundo?

—Con un poco de buena suerte, otro nudo, señor. —Willoughby apoyó una mano en la cuerda que remolcaba el bote de Siran—. Dos nudos, si corto esto.

—No me tiente, segundo maquinista. Póngalo al máximo, ¿quiere? —Hizo un gesto con la cabeza a Nicolson, quien entregó el timón a Vannier y se acercó al capitán—. ¿Cuál es su opinión, Johnny? —murmuró Findhorn.

—¿A qué se refiere usted, señor? ¿De qué clase de buque se trata, o a lo que va a suceder?

—Ambas cosas.

—Respecto a lo primero, no tengo ni la menor idea; destructor, lancha torpedera, barco de pesca, cualquier cosa. En lo que respecta a lo otro… Bien, resulta claro ahora que nos quieren a nosotros, no a nuestra sangre. —Nicolson hizo una mueca—. La sangre vendrá después. Primero nos cogerán prisioneros, a continuación pasaremos por la vieja tortura del bambú verde, las cuñas en las uñas y en los dientes, el suplicio del agua, los silos y todos los refinamientos de costumbre.

La boca de Nicolson era solamente una blanca hendidura y sus ojos miraban hacia los bancos de popa, donde Peter y miss Drachmann estaban jugando, riéndose los dos, la muchacha como si no tuviera ninguna preocupación. Findhorn siguió la dirección de su mirada y asintió lentamente.

—Sí, también yo, Johnny. Duele el mirarles. Se han hecho muy amigos. —Frotóse pensativamente su barbilla en la que apuntaban los grises pelos—. «Ámbar translúcido»…, tal fue la frase que no sé qué escritor usó una vez, refiriéndose al cutis de su heroína. Entonces pensé que era un maldito imbécil. Me gustaría poder pedirle perdón algún día. Resulta algo increíble. —Sonrió—. Imagínese el lío de tránsito que se armaría si algún día la llevase usted otra vez a Piccadilly.

Nicolson sonrió a su vez.

—Ello se debe al ocaso, señor, y a sus ojos irritados. —Le estaba agradecido a su jefe por distraer deliberadamente su atención, y al acordarse, volvió a ponerse en seguida serio—. ¡Esa maldita cicatriz! ¡Nuestros amigos amarillos! ¡Tendrán que pagarlo caro!

Findhorn asintió levemente.

—Tal vez tengamos que retardar nuestra captura. ¿Permitimos que los tornillos se enmohezcan un poco más? La idea no deja de tener sus atractivos, Johnny. —Hizo una pausa y después continuó con voz tranquila—: Creo que puedo divisar algo.

Nicolson aplicó inmediatamente los prismáticos a sus ojos. Miró con ellos durante un instante, divisó una embarcación de baja línea de flotación en el horizonte, a la que los dorados rayos del sol poniente arrancaban reflejos en su superestructura, bajó los prismáticos, se frotó los ojos y volvió a enfocarla. Pasaron unos segundo, y con rostro inexpresivo ofreció los prismáticos al capitán. Findhorn los cogió, los mantuvo firmemente ante sus ojos, y después los devolvió a Nicolson.

—Parece que nuestra fortuna no cambia, ¿no es cierto? Haga el favor de decírselo. Si trato de levantar mi voz para dominar este maldito motor, parece que tenga un montón de anzuelos de pesca clavados en mi garganta.

Nicolson asintió y volvióse hacia los demás.

—Lo siento por todos ustedes, pero… Bueno, temo que vamos a vernos en apuros. Es un submarino japonés y nos está dando alcance como si nosotros estuviéramos parados. Si hubiera aparecido quince minutos más tarde, habríamos podido llegar a aquella isla. —Señaló hacia proa por el lado de estribor—. Ahora se nos echará encima antes de que hayamos podido recorrer la mitad del camino que nos falta.

—¿Y qué cree usted que sucederá entonces, Mr. Nicolson? —La voz de miss Plenderleith denotaba perfecta indiferencia.

—El capitán Findhorn opina, y yo comparto su opinión, que tratarán probablemente de cogernos prisioneros. —Nicolson sonrió forzadamente—. Todo lo que ahora puedo decir, miss Plenderleith, es que nosotros procuraremos que no lo consigan. Ello, naturalmente, resultará difícil.

—Será imposible. —Van Effen hablaba desde su banco a proa, y su voz tenía un tono glacial—. Se trata de un submarino, hombre. ¿Qué pueden hacer nuestros fusiles de juguete contra un casco metálico? Nuestras balas no harán más que rebotar.

—¿Propone usted que nos rindamos?

Nicolson advirtió la lógica que había en las palabras de Van Effen, y le constaba que el hombre no tenía miedo alguno. Sin embargo, se sintió vagamente decepcionado.

—¿Por qué cometer tan desatinado suicidio…, qué es lo que usted nos está sugiriendo hacer? —Van Effen golpeaba la borda con su puño para dar mayor énfasis a sus palabras—. Siempre podemos hallar una mejor oportunidad para escaparnos más tarde.

—Es evidente que no conoce usted a los japoneses —replicó con hastío Nicolson—. Esta no es solamente la mejor oportunidad que jamás tendremos; es también la última.

—¡Y yo afirmo que está usted disparatando! —Había hostilidad en aquel momento en todos los rasgos del rostro de Van Effen—. Pongámoslo a votación, Mr. Nicolson. —Miró a su alrededor—. ¿Cuántos de ustedes están a favor de…?

—¡Cállese y no hable como un estúpido! —exclamó ásperamente Nicolson—. No se halla usted en un mitin político, Van Effen. Está usted a bordo de una embarcación de la marina mercante británica, y estas embarcaciones no son mandadas por un comité, sino por la autoridad de un solo hombre: el capitán. El capitán Findhorn dice que ofrezcamos resistencia…, y aquí acaba la cuestión.

—¿El capitán se halla absolutamente determinado a ello?

—Lo está.

—Mis excusas. —Van Effen efectuó una leve reverencia—. Me inclino ante la autoridad del capitán.

—Gracias.

Sintiéndose vagamente incómodo, Nicolson apartó su mirada hacia el submarino. Resultaba ya claramente visible, en todos sus detalles más importantes, pues estaba a menos de una milla de distancia. El hidroavión seguía describiendo círculos. Nicolson lo miró y torció el gesto.

—Tengo ganas de que esa maldita cafetera regrese a su guarida —murmuró.

—Complica aún más las cosas —asintió Findhorn—. El tiempo pasa, Johnny. Estará a nuestro lado dentro de cinco minutos.

Nicolson asintió absorto.

—¿Hemos visto antes este tipo de submarino, señor?

—Creo que sí —dijo lentamente Findhorn.

—Lo hemos visto, efectivamente. —Nicolson tenía ya completa certeza—. Un cañón antiaéreo ligero a popa, ametralladora en el puente y un cañón de grueso calibre a proa, de 3'7 ó 4 pulgadas, algo por el estilo, no estoy seguro. Si quieren que subamos a bordo, tenemos que dirigirnos a lo largo del casco, probablemente bajo la torre de mando. Ninguno de los dos cañones puede apuntar directamente a tan corta distancia. —Mordióse el labio y miró hacia delante—. Dentro de veinte minutos habrá oscurecido…, y aquella isla no estará a mucho más de media milla de distancia en el momento en que nos dé el alto. Es una posibilidad, una posibilidad muy remota, pero sin embargo… —Levantó de nuevo los prismáticos y contempló el submarino, moviendo después lentamente la cabeza—. Sí, creí recordarlo. Este cañón del 3'7, o cualquiera que sea su calibre, lleva una gran coraza blindada para proteger a su dotación. Probablemente se trata de algo plegable con ayuda de charnelas. —Su voz se apagó y sus dedos tamborilearon impacientes sobre la borda—. Ello complica bastante las cosas, ¿no es cierto, señor?

—No le sigo, Johnny. —Findhorn volvía a tener un aspecto cansado—. Mucho me temo que mi cabeza no esté en uno de sus momentos más brillantes para estas cosas. Si es que tiene usted alguna idea…

—La tengo. Absurda, pero tal vez dé resultado.

Nicolson se explicó rápidamente, después hizo una señal a Vannier, quien entregó la caña del timón al contramaestre y se acercó a él.

—¿Usted no fuma, verdad, cuarto oficial?

—No, señor. —Vannier miró a Nicolson como si no estuviera bien de la cabeza.

—Esta noche va a empezar a hacerlo.

Nicolson rebuscó en su bolsillo y sacó una caja plana de Benson and Hedges y una caja de cerillas. Se lo entregó todo, dándole a la vez unas breves y rápidas instrucciones.

—A proa, junto a Van Effen. No olvide que todo depende de usted. ¿Brigadier? Un momento, por favor.

Farnholme le miró sorprendido, pasó por encima de un par de bancos y se sentó junto a ellos. Nicolson le miró en silencio durante un par de segundos y después le preguntó seriamente:

—¿Es cierto que sabe usted usar la carabina automática, brigadier?

—¡Dios mío, hombre, claro que sí! —resopló el brigadier—. Prácticamente, fui yo quien inventó esta maldita arma.

—¿Qué tal es su puntería? —continuó sosegadamente Nicolson.

—Bisley —contestó escuetamente Farnholme—. Campeón. Tan buena como para esto, Mr. Nicolson.

—¿Bisley? —Las cejas de Nicolson se levantaron denotando asombro.

—Tirador del rey. —La voz de Farnholme era en aquel instante completamente normal, tan tranquila como la del propio Nicolson—. Eche una lata por la borda, déjela alejar hasta un centenar de pies y le haré una demostración. La convertiré en un colador con esta carabina, en menos de dos segundos.

—Nada de demostraciones —dijo Nicolson apresuradamente—. Es lo último que deseamos. En lo que concierne a nuestros amigos japoneses, nosotros no tenemos ni un mal triquitraque. He aquí lo que deseo que haga usted.

Las instrucciones que dio a Farnholme fueron rápidas y concisas, como lo fueron también las que dio inmediatamente después al resto de la tripulación del bote. No había tiempo que perder dando explicaciones más detalladas para asegurarse de que habían sido perfectamente comprendidas. El enemigo estaba casi junto a ellos.

El cielo hacia el oeste resplandecía todavía, en calidoscópica radiación de rojo, naranja y oro. Las nubes alargadas sobre el horizonte parecían estar incendiadas, pero el sol había desaparecido. El cielo hacia el este era gris y la repentina oscuridad de la noche tropical se extendía sobre el mar. El submarino estaba virando a estribor, siniestro, negro y amenazador en la media luz crepuscular, con las cristalinas aguas formando una blanca fosforescencia a cada costado de su proa, con sus motores Diesel enmudeciendo hasta quedar sólo un ahogado murmullo, con la oscura y maligna boca del gran cañón de proa oscilando y orientándose lentamente hacia popa, al compensar el ligero movimiento del pequeño bote salvavidas, pulgada a pulgada, inexorablemente. De pronto se oyó una aguda e ininteligible voz de mando desde la torre del submarino. McKinnon detuvo el motor a un gesto de Nicolson, y el casco de hierro del submarino rozó ásperamente contra la protección de goma del bote.

Nicolson estiró el cuello y dio un rápido vistazo a la cubierta y a la torre del submarino. El cañón de grueso calibre de proa estaba apuntando en su dirección, pero por encima de sus cabezas. Tal como él había supuesto, había llegado ya a su máximo punto de depresión. El cañón antiaéreo ligero estaba también dirigido hacia ellos… apuntando hacia el centro del bote. Había fallado su previsión en lo que se refería a éste, pero era un riesgo que tenían que correr. Había tres hombres en la torre de mando, dos de ellos armados: un oficial con una pistola y un marinero con lo que parecía ser un fusil ametrallador, y cinco o seis marineros al pie de la torre, solamente uno de ellos armado. Como comité de recepción resultaba bastante temible, pero menos de lo esperado. Había pensado que la súbita alteración del rumbo a babor, realizada por el bote en el último instante, movimiento calculado para llevarle junto al costado de babor del submarino, dejándoles a ellos en la penumbra que reinaba al este mientras los japoneses quedaban perfilados contra el resplandor del crepúsculo, habría levantado algunas sospechas: pero debía haber sido casi inevitablemente interpretado como un intento de fuga causado por el pánico, intento que, apenas iniciado, se desechó a causa de su propia inutilidad. Un bote de salvamento no podía representar una amenaza para nadie, y el comandante del submarino debió de creer que ya había adoptado más que suficientes precauciones contra la débil resistencia que posiblemente podían ofrecer.

Las tres embarcaciones, el submarino y las dos lanchas, seguían avanzando a una velocidad de unos dos nudos, cuando una cuerda fue lanzada desde la cubierta del submarino y cayó entre los bancos del bote número uno. Automáticamente Vannier la cogió y miró fijamente a Nicolson.

—Átela en seguida, cuarto oficial. —El tono de la voz de Nicolson era resignado, lleno de amargura—. Nada pueden hacer unos buenos puños y un par de cuchillos contra toda esa pandilla.

—Lamentable, es lamentable. —El oficial se asomaba a la torre de mando, con los brazos cruzados, el cañón de su pistola apoyándose sobre su brazo izquierdo. Su inglés era excelente, el tono denotaba satisfacción, y los dientes relampagueaban blancos en la oscura silueta de su rostro—. Ofrecer resistencia resultaría desagradable para todos, ¿no es cierto?

—¡Váyase al diablo! —murmuró Nicolson.

—¡Qué poca educación! Esta falta de cortesía es típicamente anglosajona. —El oficial movió la cabeza, visiblemente divertido. De pronto se enderezó, y miró fijamente por encima del cañón de su pistola a Nicolson—. ¡Tenga mucho cuidado! —Su voz era como el restallar de un látigo.

Lentamente, sin prisa alguna, Nicolson terminó su gesto de sacar un cigarrillo del paquete que Willoughby le había ofrecido, con la misma lentitud frotó una cerilla, encendió el cigarrillo de Willoughby y el suyo, y arrojó la cerilla por encima de la borda.

—¡Claro! —La risa del oficial fue breve y desdeñosa—. ¡El inglés flemático! Aunque sus dientes castañeteen de miedo, tiene que mantener su prestigio…, especialmente delante de su tripulación. ¡Y otro allí! —De pie sobre el banco del bote, Vannier con la cabeza inclinada y un cigarrillo entre los labios, aparecía iluminado por la llameante cerilla que tenía en la mano—. ¡Por todos los dioses, es patético, verdaderamente patético! —El tono de su voz cambió bruscamente—. Pero ya basta de todo esto…, de todas estas estupideces. A bordo en seguida…, todos ustedes. —Apuntó su pistola a Nicolson—. Usted el primero.

Nicolson se levantó, ayudándose con un brazo apoyado contra el casco del submarino y el otro pegado a su cuerpo.

—¿Qué intenta usted hacer con nosotros, maldita sea? —Su voz era aguda, casi un grito, con un trémolo hábilmente mezclado a ella—. ¿Matarnos a todos? ¿Torturarnos? ¿Meternos en uno de los malditos campos de prisioneros del Japón? —Gritaba ahora con todas sus fuerzas, y había miedo e indignación en su voz. La cerilla de Vannier no había sido arrojada por la borda y el silbido que se oía junto a los bancos era más intenso de lo que él había creído—. En nombre de Dios, ¿por qué no nos fusilan a todos en lugar de?…

Súbitamente llegó desde los bancos del bote un rugiente silbido. Dos columnas de chispas, humo y llamas se levantaron hacia el cielo que ya oscurecía, pasaron sobre la cubierta del submarino, hasta formar un ángulo de unos treinta grados con la vertical, y después dos incandescentes bolas de fuego estallaron a centenares de pies sobre el mar, cuando los dos cohetes con paracaídas del bote se incendiaron casi al mismo tiempo. Cualquier hombre habría tenido que dejar de ser humano, para contener el involuntario e irresistible impulso de mirar hacia los dos cohetes que estallaban envueltos en llamas a gran altura en el cielo. Como un solo hombre, como marionetas manejadas por un titiritero, se volvieron para mirar, y como un solo hombre murieron en esta posición, dando a medias la espalda a la lancha y con sus cuellos doblados para mirar hacia el cielo.

El estampido de las carabinas automáticas, rifles y pistolas se extinguió, su eco desapareció en el silencio del tranquilo mar, y se oyó la voz de Nicolson ordenando que nadie se moviera de sus posiciones echados en el fondo del bote. Mientras estaba gritando, dos marineros muertos rodaron por el declive de la cubierta del submarino y cayeron sobre la popa del bote, uno de ellos casi aplastándole contra la borda. El otro, con sus brazos y piernas sin vida extendidos se desplomaba directamente sobre el pequeño Peter y las dos enfermeras, pero McKinnon llegó antes. Los dos chapuzones sonaron casi como si fuera uno sólo.

Pasaron un segundo, dos, tres. Nicolson estaba arrodillado, con la vista al frente, y los puños cerrados en tensa expectación. Primero pudo oír ruido de pisadas y el rápido y agudo murmullo de voces detrás de la mampara del gran cañón. Pasó otro segundo y después otro. Sus ojos recorrieron la cubierta del submarino. Acaso hubiera alguien aún con vida, buscando todavía una gloriosa muerte por su emperador… Nicolson no se hacía ilusiones sobre el fanático valor de los japoneses. Pero todo estaba quieto, con la quietud de la muerte. El oficial se apoyaba pesadamente sobre el borde de la torre, con su pistola aún en la crispada mano; el disparo de Nicolson le habla acertado. Los otros dos habían caído hacia el interior. Cuatro masas informes yacían en grotesco montón junto al pie de la torreta. No había señal alguna de los dos hombres que manejaban el ligero cañón antiaéreo: la carabina automática de Farnholme los había barrido de cubierta.

La tensión se hacía intolerable. El cañón de grueso calibre (Nicolson no lo ignoraba) no podía ya apuntar directamente hacia el bote por lo cercano que éste se hallaba a él, pero recordaba vagamente relatos de oficiales de la marina de guerra sobre los efectos terribles de un cañón naval que, al ser disparado sobre la cabeza de alguien, podía cercenársela. Acaso la onda expansiva de la explosión fuera fatal para los que se encontrasen directamente debajo de ella, no había manera de saberlo. Súbitamente, maldijo en silencio su propia estupidez y se volvió vivamente hacia Willoughby.

—Ponga en marcha el motor, contramaestre. Después cambie el sentido de la marcha, tan aprisa como pueda. La torreta puede ocultarnos de este cañón si podemos…

Sus palabras se perdieron, arrastradas por el estampido del cañón. En realidad no fue un estampido, sino un seco y terrible latigazo que resonó violentamente en los tímpanos y casi les aturdió con su intensidad. Una larga y roja llamarada salió violentamente de la boca del cañón, alcanzando casi al propio bote. El proyectil se estrelló contra el mar, levantando una fina cortina de gotas, y una columna de agua de cincuenta pies de altura. Cuando el ruido se extinguió y el humo se desvaneció, Nicolson, sacudiendo desesperadamente su cabeza medio aturdida, comprobó que seguían con vida, que los japoneses estaban tratando frenéticamente de volver a cargar, y que el momento había llegado.

—Muy bien, brigadier. —Pudo ver a Farnholme que se incorporaba—. Espere hasta que yo se lo diga. —Miró rápidamente hacia los bancos al sonar el disparo de un rifle.

—Fallé. —Van Effen estaba disgustado—. Un oficial acaba de asomarse por el borde de la torreta hace un instante.

—No deje de apuntar con su rifle —ordenó Nicolson. Pudo oír que el niño lloraba de miedo y comprendió que la explosión del disparo de cañón debió de haberle aterrorizado. Entonces su rostro adquirió una furiosa expresión y gritó a Vannier—: ¡Cuarto! Las señales. Un par de bengalas rojas de mano y las arroja dentro de la torre. Esto les distraerá durante algún tiempo. —Nicolson no dejaba de escuchar ni un momento los movimientos de la dotación del cañón—. ¡Todos ustedes…, vigilen la torre y las escotillas de popa y proa!

Transcurrieron quizá cinco segundos más, y entonces Nicolson oyó el ruido que había estado esperando…, el producido por un proyectil al deslizarse en la recámara y el del cerrojo que se cerraba sólidamente.

—¡Ahora! —gritó con todas sus fuerzas.

Farnholme ni siquiera se molestó en echarse el arma al hombro, sino que disparó con la culata bajo el brazo, al parecer sin apuntar en absoluto. No necesitaba hacerlo; era aún mejor tirador de lo que él pretendía. Hizo cinco disparos, ni uno más, metiendo todos los proyectiles en el interior de la boca del cañón. Después se dejó caer como un rayo al fondo del bote, cuando la quinta bala dio en la espoleta percutora de la granada del cañón y provocó su explosión. Aunque violenta por su detonación y su fuerza expansiva, la explosión de la granada dentro de la recámara resultó extrañamente ahogada, aunque sus efectos no pudieron ser más espectaculares. El cañón entero fue arrancado de cuajo y trozos de metal volaron, rebotando violentamente contra la torre y pasaron silbando sobre el mar, rodeando al submarino con un círculo irregular de salpicaduras. La dotación del cañón debió morir sin enterarse de nada: una cantidad de T.N.T. suficiente para volar un puente había estallado a la distancia de un brazo ante sus rostros.

—Gracias, brigadier. —Nicolson volvía a estar de pie, procurando que su voz tuviera su tono normal—. Le presento mis excusas por todo lo que haya podido decirle. ¡Adelante a toda máquina, contramaestre!

En aquel mismo instante, un par de chisporroteantes y carmesíes bengalas de mano describieron un arco en el aire y cayeron con toda precisión en el interior de la torreta, silueteándola contra su vivo y rojo resplandor.

—Buen trabajo, cuarto oficial. Espléndida tarea la suya.

—¡Mr. Nicolson!

—¿Señor? —Nicolson miró al capitán.

—¿No sería tal vez mejor que nos quedásemos durante un rato más? Nadie se atreverá a asomarse por las escotillas o desde dentro de la torreta. Dentro de diez o quince minutos habrá oscurecido lo suficiente para que podamos llegar a la isla, sin que estos bellacos se entretengan disparando contra nosotros durante todo el tiempo.

—Temo que ello no sea posible, señor. —El tono de Nicolson se hallaba lleno de disculpas—. En este momento, esos muchachos están ahí dentro, sorprendidos y medio atontados, pero muy pronto alguno de ellos va a comenzar a discurrir, y tan pronto como lo haga, podemos prepararnos a recibir una lluvia de bombas de mano. Nos las pueden arrojar dentro del bote sin que tengan que asomar ni un dedo… y una sola de ellas puede acabar con nosotros.

—Desde luego, desde luego. —Findhorn se recostó fatigado en su banco—. Adelante con ello, Mr. Nicolson.

Nicolson tomó la caña del timón, viró con los dos botes a ciento ochenta grados, describió un rodeo junto a la esbelta popa del submarino, parecida a la cola de un pez, mientras cuatro hombres con las armas en la mano vigilaban, sin pestañear, la cubierta, y redujo velocidad al llegar junto al puente del submarino para permitir a Farnholme que destrozara el delicado mecanismo de fuego del cañón antiaéreo, con una larga y precisa ráfaga de su carabina automática. El capitán Findhorn asintió en muda señal de aprobación.

—Se acabó su cañón de sitio. Piensa usted en todo, Mr. Nicolson.

—Así lo espero, señor. —Nicolson movió la cabeza—. Pido a Dios que así sea.

La isla distaba aproximadamente una media milla del submarino. Después de recorrida la cuarta parte de esta distancia, Nicolson detuvo la marcha, sacó una de las dos señales de socorro del tipo Wessex que llevaba el bote, arrancó el precinto redondo, la encendió tirando de la horquilla y la arrojó inmediatamente por encima de la borda, con suficiente fuerza para que pasara sobre el bote de Siran. Apenas entró en contacto con el agua, empezó a soltar una densa nube de humo anaranjado, que flotó inmóvil bajo el crepúsculo sin viento, formando una impenetrable pantalla ante el enemigo. Un minuto o dos más tarde, balas procedentes del submarino empezaron a atravesar el humo de color naranja, silbando sobre sus cabezas o penetrando en el agua a su alrededor, pero ninguna de ellas dio lo bastante cerca como para producir daños; los japoneses disparaban al azar y cegados por la rabia. Cuatro minutos después de lanzar la primera bomba de humo, que se estaba ya extinguiendo, la segunda siguió el mismo camino, y antes de que ésta hubiera podido apagarse también, habían atracado los botes y desembarcado sanos y salvos en la isla.