Suave y cuidadosamente, Nicolson cogió al capitán por los hombros, separó la espalda de este del mamparo y se volvió para mirar al contramaestre. Pero McKinnon estaba ya arrodillado a su lado, y una mirada a la cara de McKinnon, estudiadamente impasible, indicó a Nicolson que la mancha de la camisa del capitán debía de estar agrandándose. Rápidamente, sin que Nicolson dijera una palabra, McKinnon sacó su cuchillo y rasgó la espalda de la camisa del capitán de un sólo corte. Después cerró el cuchillo, cogió los bordes del rasgado tejido y abrió la camisa. Durante un rato examinó la espalda del capitán, volvió a cerrar la camisa, miró a Nicolson y movió negativamente la cabeza. Con el mismo cuidado de antes, Nicolson apoyó otra vez la espalda del capitán contra el mamparo.
—No ha habido suerte, ¿eh, caballeros?
La voz de Findhorn era solamente un murmullo ronco y fatigoso, una lucha contra la sangre que se agolpaba en su garganta.
—Es bastante serio, aunque no gravísimo. —Nicolson escogía cuidadosamente sus palabras—. ¿Duele mucho, señor?
—No. —Findhorn cerró los ojos durante un instante, y después volvió a abrirlos—. Haga el favor de contestar a mi pregunta. ¿Me ha atravesado?
La voz de Nicolson era serena, casi doctoral.
—No, señor. Supongo que ha pasado rozando el pulmón y se ha alojado en las costillas posteriores. Tendremos que extraerla, señor.
—Gracias.
El referirse a extracción era una flagrante afirmación gratuita, y sólo un hospital perfectamente equipado podía atreverse con operaciones quirúrgicas del tórax. Pero si Findhorn se dio cuenta de ello, no lo demostró ni con el tono de su voz ni con su expresión. Tosió penosamente y después trató de sonreír.
—Las excavaciones tendrán que esperar. ¿Cómo ha quedado el barco, Mr. Nicolson?
—Acabándose —dijo Nicolson sin ambages. Señaló con el pulgar por encima de su hombro—. Puede usted ver las llamas, señor. Quince minutos, con un poco de suerte. ¿Permiso para abandonarlo, señor?
—Desde luego, desde luego. ¿En qué estoy pensando?
Findhorn trató de ponerse en pie, pero McKinnon le retuvo, hablándole con su suave acento escocés, y mirando a Nicolson en muda petición de ayuda. Pero en lugar de ayuda, lo que llegó fue el rugido en crescendo de un motor de avión, del martilleante tableteo del cañón de un caza, y de un proyectil que penetró aullando a través de la destrozada ventana y arrancó la parte superior de la puerta de la cabina de mapas de sus bisagras. Findhorn dejó de forcejear y se apoyó fatigado contra el mamparo, mirando hacia McKinnon y casi sonriente. Después volvióse para decirle algo a Nicolson, pero éste ya se había marchado, y la puerta de la cabina de mapas se había casi cerrado detrás de él, balanceándose suelta sobre sus rotas bisagras.
Nicolson se deslizó por la escalerilla central, giró hacia proa y se dirigió a la puerta de estribor del comedor. Van Effen estaba sentado en el suelo junto a la puerta cuando él entró, pistola en mano e ileso. Levantó la vista al abrirse la puerta.
—Un verdadero estruendo, Mr. Nicolson. ¿Ha terminado?
—Más o menos. Temo que el barco también. Quedan dos o tres Zeros ahí fuera en busca de nuestra última gota de sangre. ¿Alguna novedad?
—¿Se refiere a ellos? —Van Effen señaló despectivamente con el cañón de su pistola a la tripulación del Kerry Dancer: cinco de ellos se acurrucaban atemorizados en el suelo, al pie de los bancos de proa, y dos más estaban escondidos debajo de las mesas—. Demasiado preocupados por sus preciosas personas.
—¿Hay algún herido?
Van Effen movió la cabeza con expresión de pesar.
—El diablo se muestra benévolo con los de su propia calaña, Mr. Nicolson.
—Es una lástima. —Nicolson se dirigía ya hacia la puerta de babor del comedor—. El buque se está hundiendo. No queda mucho tiempo. Lleve a nuestros amiguitos a la cubierta superior y guárdelos en el pasillo hasta nueva orden. No abra las puertas correderas…
Nicolson se interrumpió súbitamente, deteniéndose antes de que tuviera tiempo de dar un paso. El escotillón de madera que comunicaba con la despensa estaba agujereado y astillado en una docena de lugares distintos. Desde el otro lado, podía oír el débil y trémulo llanto de un niño.
En menos de tres segundos Nicolson se plantó en el corredor y forcejeó con el tirador de la puerta de la despensa. El tirador giraba, pero la puerta se negaba a abrirse; tal vez estaba cerrada, pero, con más probabilidad, atrancada o trabada. Una providencial hacha del servicio contra incendios colgaba del mamparo junto al camarote del quinto maquinista y Nicolson atacó vigorosamente la cerradura de la puerta de la despensa. Al tercer golpe, la cerradura cedió y la puerta giró sobre sus bisagras.
Las primeras y confusas impresiones de Nicolson fueron humo, algo que se quemaba, una cantidad increíble de vajilla hecha añicos, y una vaharada de whisky que lo dominaba todo. Después la corriente de aire fresco, clarificó rápidamente la atmósfera y pudo distinguir a las dos enfermeras sentadas en el suelo, casi a sus pies. Lena, la joven malaya, con sus ojos negros como el hollín, abiertos de par en par y sombreados por el pánico; y junto a ella, miss Drachmann, con el rostro pálido y fatigado, pero sereno. Nicolson se arrodilló a su lado.
—¿Y el pequeño? —preguntó con suavidad.
—No se preocupe. El pequeño Peter está a salvo.
Miss Drachmann le sonrió con gravedad, abriendo del todo la entreabierta y pesada puerta de metal del horno. El niño estaba allí dentro, envuelto en una espesa manta, mirándole con sus ojos abiertos y asustados. Nicolson acercó a él su mano y le acarició suavemente el rubio cabello; después se levantó repentinamente y dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—Doy gracias a Dios por ello —exclamó, dirigiendo una sonrisa a la muchacha—. Y también se las doy a usted, miss Drachmann. Ha sido una excelente idea. Salga con él al corredor, ¿quiere? Aquí se sofocarían.
Dio media vuelta y se detuvo, contemplando incrédulo el cuadro que tenía a sus pies. El joven soldado Alex y el sacerdote estaban echados sobre el suelo, el uno al lado del otro, y ambos claramente inconscientes… por lo menos. Farnholme estaba incorporándose, después de examinar la cabeza del sacerdote. El olor a whisky que exhalaba su persona era tan poderoso que parecía que sus ropas estuvieran saturadas de él.
—¿Qué diablos ha ocurrido aquí? —preguntó glacialmente Nicolson—. ¿No puede pasar cinco minutos sin necesitar la botella, Farnholme?
—Es usted un tozudo, joven. —La voz le llegó desde el extremo más lejano de la despensa—. No debe usted aventurar conclusiones, especialmente cuando son erróneas.
Nicolson procuró ver a través de la oscuridad. Con las dínamos y la luz extinguidas, la despensa, desprovista de ventanas, estaba casi sumida en la oscuridad. Apenas podía distinguir la menuda silueta de miss Plenderleith, sentada con la espalda apoyada en la nevera. Su cabeza estaba inclinada sobre sus manos y el afanoso clic-clic, clic-clic de las agujas resonaba con rara nitidez. Nicolson la contempló con la más profunda incredulidad.
—¿Qué está usted haciendo, miss Plenderleith? —Hasta para el propio Nicolson, su voz sonó forzada y extraña.
—Media, claro está. ¿No ha visto nunca a alguien que hiciera media?
—¡Media! —murmuró Nicolson con horror—. ¡Media, claro está! ¿Prefiere usted dos terrones o tres, señor vicario? —Nicolson movió la cabeza con admiración—. Si los japoneses se enterasen de esto, mañana pedían el armisticio.
—¿De qué está usted hablando? —preguntó miss Plenderleith vivamente—. No irá a decirme que también usted ha perdido el juicio.
—¿También?
—Este desdichado joven de aquí. —Señaló al joven soldado—. Colocamos unas cuantas bandejas contra el escotillón de servicio cuando nos metimos aquí; ya sabe usted que sólo es de madera. El brigadier pensó que ello podría protegernos contra las balas. —Miss Plenderleith hablaba muy aprisa, pero concisamente, interrumpiendo su labor de calceta—. Cuando cayeron las primeras bombas, este joven trató de salir. El brigadier cerró la puerta, actuando con mucha rapidez. Entonces trató de quitar las bandejas. Supongo que trataba de salir por el escotillón. El… el sacerdote este estaba tratando de apartarle de allí cuando las primeras balas atravesaron el escotillón.
Nicolson se volvió con rapidez, miró a Farnholme y después señaló al sacerdote musulmán.
—Mis excusas, brigadier. ¿Está muerto?
—A Dios gracias, no. —Farnholme se incorporó sobre sus rodillas, abandonando por un instante su pronunciación de Sandhurst—. Aturdido, contuso, nada más. —Contempló al joven soldado y movió su cabeza con aire de indignación—: ¡Maldito loco!
—¿Qué le ha ocurrido a él?
—Le puse fuera de combate con una botella de whisky —explicó sucintamente Farnholme—. La botella se rompió. La mayor parte del líquido se ha perdido. Lastimosa pérdida, lastimosa.
—Sáquelo afuera, ¿quiere? Los demás salgan también. —Nicolson se volvió en redondo al oír que alguien entraba en la habitación—. ¡Walters! Me había olvidado de usted. ¿Se encuentra bien?
—Muy bien, señor. Temo que la cabina de radiotelegrafía no sea más que un montón de escombros. —Walters estaba pálido y su aspecto era el de un hombre enfermo, pero se le veía lleno de voluntad, como siempre.
—Ya no importa. —Nicolson agradecía la presencia de Walters, con su robustez y competencia—. Lléveme a esta gente arriba, a la cubierta de botes, y que permanezcan en el pasillo, o mejor aún, en su despacho o su cabina. No les deje salir a cubierta. Si desean algo de sus camarotes, concédales un par de minutos.
Walters sonrió escépticamente.
—¿Vamos a emprender algún viajecito, señor?
—Dentro de muy poco. Solamente para ponernos a salvo.
Nicolson pensó que difícilmente hubiera beneficiado la moral de los pasajeros el añadir lo que Walters sabía ya perfectamente: que la única alternativa era morir quemados o desintegrados cuando el barco volase. Se dirigió rápidamente hacia la puerta, pero se tambaleó, hasta casi caerse, en el instante en que una tremenda explosión en dirección a popa, pareció levantar del agua la parte posterior del Viroma, y un choque estremecedor y convulsivo recorrió todas sus planchas y tornillos uno a uno. Nicolson se recobró instintivamente y agarrándose a la jamba de la puerta, sosteniendo a miss Drachmann y a Peter cuando la enfermera cayó sobre él, la ayudó a recuperar el equilibrio y se volvió rápidamente hacia Walters.
—Anulada la última orden. Nadie debe ir a su camarote. Que se limiten a subir a cubierta y procure que no se muevan de allí.
En cuatro zancadas llegó a la puerta del mamparo de popa, abriéndola con precaución. Unos segundos después, se hallaba en lo alto de la escalerilla de hierro que bajaba hacia la cubierta principal, y mirando hacia popa.
El calor le azotó casi con la fuerza física de un golpe y llenó de lágrimas sus ojos. No se podía decir que aquel fuego pasara inadvertido, pensó amargamente. Encrespadas y ensortijadas nubes de negro humo producido por el petróleo se levantaban a centenares de pies hacia el cielo, alcanzando a cada instante que transcurría mayor altura, coronadas, no por un picacho, sino extendiéndose en la cúspide como un enorme y negro yunque que cubría el barco cual un sudario. Sin embargo, en su base, a nivel de la cubierta, apenas había humo, únicamente una sólida pared de llamas de unos sesenta pies de diámetro, una pared que se elevaba a unos cuarenta pies, y después se disgregaba en una docena de distintas columnas de humo: fieras y retorcidas lenguas de fuego que se lanzaban hambrientas hacia arriba, hasta que sus vacilantes puntas desaparecían tragadas por la turbulenta oscuridad de la humareda.
A pesar del intenso calor, la primera reacción de Nicolson no fue la de taparse el rostro, sino los oídos. Incluso a ciento cincuenta pies el rugido de las llamas era intolerable.
Otro error de cálculo por parte de los japoneses, pensó sarcásticamente. Una bomba dirigida a la sala de máquinas había estallado en el depósito del carburante de los Diesel, volando el mamparo de la sala de máquinas y propagándose la explosión hacia proa a través de los dos tabiques del compartimiento estanco y alcanzando el tanque número uno. Y era casi seguro que este tanque era el que estaba en llamas, con su cuarto de millón de galones de fuel incendiados y aventados por la terrible explosión de aire a través del destruido compartimiento. Incluso si les hubieran quedado extintores de incendios, y hombres para manejarlos, intentar sofocar aquel infierno, que habría absorbido y destruido a cualquier hombre que se hubiera acercado a una distancia de menos de quince metros, habría sido el gesto suicida de un insensato. Y entonces, dominando el sordo y profundo rugido de las llamas, Nicolson oyó otro ruido aún más mortal, el agudo ronquido del motor de un avión que se acercaba a toda velocidad, y tuvo la momentánea visión de un Zero picando a estribor, a la altura del mástil. Se arrojó convulsivamente hacia atrás a través de la abierta puerta que tenía a su espalda, en el momento en que las balas del cañón hacían impacto y estallaban en el lugar que había ocupado dos segundos antes.
Maldiciéndose por su distracción, Nicolson se levantó, cerró la puerta y miró a su alrededor. Tanto la despensa como el pasillo estaban ya completamente vacíos. Walters no era hombre que perdiese el tiempo. Rápidamente Nicolson atravesó el pasillo y cruzó el comedor hasta llegar a la escalera que conducía a la cubierta de los botes. Farnholme estaba allí, forcejeando para subir las escaleras con el joven soldado. Nicolson le ayudó sin decir palabra, y al llegar arriba, Walters apareció y le ayudó en su tarea. Nicolson miró hacia el corredor, en dirección a la cabina de radiotelegrafía.
—¿Todos a salvo, telegrafista?
—Sí, señor. El árabe está volviendo en sí, y miss Plenderleith está haciéndose la maleta como si tuviera que irse a pasar un par de semanas en Bournemouth.
—Sí, ya me he dado cuenta. Es de las que no suelen preocuparse mucho. Nicolson miró hacia el extremo de proa del pasillo. Siran y sus hombres estaban agrupados alrededor de la escalera que conducía a la cabina de mapas, atemorizados y desdichados. Todos ellos, excepto el propio Siran. A pesar de sus heridas y magulladuras, el moreno rostro mantenía aún su inexpresiva calma. Nicolson miró vivamente a Walters.
—¿Dónde está Van Effen?
—No tengo idea, señor. No le he visto.
Nicolson se dirigió hacia Siran y se encaró con él.
—¿Dónde está Van Effen?
Siran se encogió de hombros, frunció sus labios en una sonrisa y no contestó.
Nicolson encañonó el plexo solar de Siran con una pistola, y la sonrisa se desvaneció de la morena faz.
—¿Desea que le ajuste las cuentas? —preguntó tranquilamente Nicolson.
—Subió por aquí. —Siran señaló la escalera con la cabeza—. Hace un minuto.
Nicolson giró en redondo.
—¿Tiene una pistola, telegrafista?
—En la cabina, señor.
—Cójala. Van Effen no debió de ninguna manera abandonar a este grupo. —Esperó hasta que Walters hubo regresado—. No se exigirán razones por balear a estos individuos. La más pequeña excusa servirá para el caso.
Subió los peldaños de tres en tres, cruzó la cabina de mapas y entró en la timonera. Vannier había recobrado ya el sentido; todavía sacudió la cabeza para despejar su torpor, pero se había recobrado lo bastante para ayudar a Evans a vendarse el brazo. McKinnon y el capitán seguían juntos.
—¿Ha visto a Van Effen, contramaestre?
—Estaba aquí hace un minuto, señor. Se marchó arriba.
—¿Arriba? ¡En nombre del cielo! —Nicolson tuvo que contenerse. Disponían de poquísimo tiempo—. ¿Cómo se encuentra, Evans?
—Muy indignado, señor. —Exclamó Evans, y su aspecto confirmaba sus palabras—. Si pudiera poner las manos encima de esos asesinos…
—Muy bien, muy bien —interrumpióle Nicolson sonriente—. Ya veo que no morirá de ésta. Quédese aquí con el capitán. ¿Cómo está usted, cuarto oficial?
—Ahora perfectamente, señor. —Vannier estaba muy pálido—. No fue nada más que un trompazo en la cabeza.
—Bien. Vayan usted y el contramaestre a inspeccionar los botes. Solamente el uno y el dos; el tres y el cuatro están destruidos. —Interrumpióse para mirar al capitán—. ¿Decía usted algo, señor?
—Sí. —La voz de Findhorn era todavía débil, pero más clara que antes—. ¿El tres y el cuatro destruidos?
—Hechos añicos por las bombas y después quemados hasta quedar reducidos a cenizas —dijo Nicolson con amargura—. Un trabajo muy completo. El tanque número uno está ardiendo, señor.
Findhorn movió negativamente la cabeza.
—¿Alguna esperanza, muchacho?
—Ninguna, absolutamente ninguna —dijo Nicolson volviéndose hacia Vannier—. Si están utilizables, nos llevaremos los dos. —Miró hacia Findhorn, enarcando las cejas en espera de confirmación—. No queremos que Siran y su pandilla de degolladores estén en el mismo bote que nosotros cuando caiga la noche.
Findhorn asintió en silencio, y Nicolson continuó:
—Recoja las mantas, provisiones, agua, armas y municiones que pueda encontrar. Y equipos de primeros auxilios. Todos ellos súbalos en el mejor bote…, el nuestro. ¿Entendido, cuarto oficial?
—Por completo, señor.
—Otra cosa. Cuando haya terminado, necesito una camilla para el capitán. No vayan a llenarles de agujeros de balas de cañón. Por poco me cazan a mí hace un par de minutos. ¡Y dénse prisa, por el amor de Dios! Cinco minutos para toda esa tarea.
Nicolson se situó junto a la puerta de estribor de la cabina de navegación y permaneció allí dos o tres segundos, tomando aliento. La terrible vaharada de calor le rodeó, como la intolerable incandescencia de la puerta de un horno, pero lo ignoró. El calor no le mataría, por lo menos de momento, pero los Zeros lo harían si les daba oportunidad. Sin embargo, los Zeros estaban a una distancia de media milla, volando sin cesar con los alerones bajados, mientras daban vueltas sobre el Viroma, vigilando y esperando.
Cinco pasos a la carrera le llevaron hasta el pie de la escalera de la cabina de navegación. De un salto salvó los tres primeros escalones, después se detuvo tan bruscamente que sólo el brazo que dobló rápidamente amortiguó el golpe al caerse de cara contra los peldaños. Van Effen, con la cara y la camisa teñidas de sangre, estaba iniciando el descenso, medio sosteniendo y medio arrastrando al cabo Fraser. El soldado se hallaba en pésimo estado; era un hombre que luchaba claramente por conservar sus últimas fuerzas. Su curtido rostro estaba deformado por el dolor y manchado de sangre, y con su brazo derecho sostenía lo que le quedaba de su antebrazo izquierdo, roto, hecho jirones y horriblemente mutilado; solamente una bala explosiva de cañón podía haber causado tan espantosa herida. Parecía estar perdiendo poca sangre. Van Effen le había colocado un torniquete bajo el hombro.
Nicolson se reunió con ellos a la mitad de la escalera, sostuvo al soldado y alivió de aquel peso casi muerto a Van Effen. Y entonces, antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, todo el peso cargó sobre él y Van Effen se dirigió de nuevo hacia la cubierta de la cabina del timón.
—¿A dónde va usted, hombre? —Nicolson tuvo que gritar para hacerse oír entre el rugido de las llamas—. Nada puede hacerse ahí arriba. Vamos a abandonar el barco. ¡Venga!
—Debo ver si queda alguien más con vida —gritó Van Effen—. Añadió algo más, y Nicolson creyó oírle mencionar los cañones, pero no pudo estar seguro de ello. Su voz no podía dominar el rugido de los dos grandes incendios y la atención de Nicolson se dirigía ya a otra parte. Los Zeros, solamente quedaban tres de ellos, ya no describían círculos alrededor del buque, sino que picaban, rompiendo su formación y dirigiéndose raudos hacia la superestructura central del barco. No se necesitaba mucha imaginación para comprender lo tentadores y completamente descubiertos que resultaban como objetivos, situados como estaban en lo más alto del buque. Nicolson agarró fuertemente al cabo Fraser y señaló vivamente hacia el mar con su mano libre.
—¡No puede usted hacer nada, maldito loco! —gritó. Van Effen había llegado ya a la parte superior de la escalera—. ¿Está usted ciego o loco?
—Ocúpese de usted, amigo —exclamó Van Effen, y desapareció.
Nicolson no esperó por más tiempo. Tenía que cuidar de sí mismo y sin demora alguna. Solamente unos pocos pasos, escasos segundos, le separaban de la puerta de la cabina de navegación, pero Fraser era ahora un cuerpo inerte e inanimado en sus brazos, y el Zero no necesitaría más de seis segundos para ponerse a tiro. Ya podía oír el agudo y chillón aullido de los motores, ahogado por el rugido de las llamas, pero amenazador. No se atrevía a mirar, pero sabía que estaba llegando, que estaba a doscientas yardas de distancia, y que los puntos de mira de sus cañones estaban enfilando ya su espalda sin protección. La puerta deslizante de la cabina estaba corrida; sólo podía darle un débil empujón con su mano izquierda, pero se abrió de repente y el contramaestre arrastró al cabo Fraser hacia el interior. Al instante, Nicolson se lanzó de bruces sobre cubierta e involuntariamente dio un respingo mientras esperaba el brutal impacto de las balas de cañón en su espalda. Pero después de arrastrarse y retorcerse hasta lograr ponerse a cubierto y a salvo, oyó el breve trueno en crescendo de los motores, y los aviones pasaron a pocos pies por encima del puente. Ni una sola ametralladora había sido disparada.
Nicolson movió la cabeza de pura incredulidad y se levantó lentamente. Acaso el humo y las llamas hubieran cegado a los pilotos, o tal vez hubieran acabado las municiones… El número de balas de cañón que un caza podía transportar era limitado. Ello no importaba, en absoluto. Farnholme se encontraba ahora en el puente, observó Nicolson, ayudando a McKinnon a trasladar abajo al soldado. Vannier se había marchado, pero Evans todavía se encontraba allí con el capitán. Después se abrió de golpe la puerta de la cabina de mapas, oscilando sobre sus destrozadas bisagras, y de nuevo el rostro de Nicolson se contrajo por la incredulidad.
El hombre que había ante él estaba casi desnudo. Sólo llevaba los harapos chamuscados de lo que habían sido unos pantalones azules, cuyos bordes todavía humeaban y ardían. Sus cejas y cabellos estaban chamuscados y el pecho y los brazos, rojos y despellejados; el pecho subía y bajaba rápidamente con una respiración poco profunda y entrecortada, como la de un hombre cuyos pulmones han estado durante tanto tiempo privados del aire que no puede hallar el momento de respirar a fondo. Su rostro estaba muy pálido.
—¡Jenkins! —Nicolson se había adelantado, cogió al marinero por los hombros, pero soltó sus manos rápidamente cuando el otro profirió un respingo de dolor—. ¿Cómo pudo…? Yo vi los aviones…
—¡Hay alguien que está encerrado, señor! —interrumpió Jenkins—. En el cuarto de bombas de proa. —Hablaba aprisa, con urgencia, pero entrecortadamente. Pronunciaba solamente una palabra o dos a cada respiración—. Me arrojé desde la pasarela…, caí sobre la escotilla. Oí golpear, señor.
—¿Y se largó usted de allí? ¿Se trata de eso? —preguntó suavemente Nicolson.
—No, señor. Los cerrojos estaban echados. —Jenkins movió la cabeza con ademán de cansancio—. Yo no los podía abrir, señor.
—Hay una tubería sujeta al escotillón —exclamó violentamente Nicolson—. Lo sabe usted tan bien como yo.
Jenkins no contestó, pero enseñó las palmas de sus manos como para que se las inspeccionase. Nicolson lanzó una exclamación ahogada. No quedaba ni rastro de la piel, sólo carne roja y al descubierto, y el brillo blanquecino del hueso.
—¡Dios mío! —Nicolson contempló durante un instante las manos, y después miró los ojos en los que se reflejaba el dolor—. Perdóneme, Jenkins. Váyase abajo. Espere junto a la cabina de radio. —Se volvió rápidamente cuando alguien le tocó en el hombro—. ¡Van Effen! Supongo que sabe que aparte de ser un maldito loco, es usted el hombre más afortunado de la tierra.
El corpulento holandés depositó dos rifles, una carabina automática y municiones en el suelo, y se incorporó.
—Tenía usted razón —dijo sosegadamente—. Estaba perdiendo el tiempo. Todos están muertos. —Señaló con la cabeza a Jenkins que se retiraba—. Le he oído. Se trata de la pequeña cabina sobre cubierta que hay a proa del puente, ¿no es cierto? Yo iré.
Nicolson contempló durante un instante los tranquilos ojos grises del holandés y después asintió.
—Venga conmigo, si quiere. Tal vez necesite ayuda para sacarle de allí, quienquiera que sea.
En su camino se toparon con Vannier, quien se tambaleaba bajo el peso de un montón de mantas.
—¿Cómo están los botes, cuarto oficial? —preguntó vivamente Nicolson.
—Extraordinariamente bien, señor. Apenas tienen un rasguño. Diría usted que los japoneses lo han hecho a propósito.
—¿Los dos? —preguntó atónito Nicolson.
—Sí, señor.
—¡Es extraordinario! —murmuró Nicolson—. Adelante, Vannier. No se olvide de la camilla para el capitán.
En la cubierta principal el calor era casi sofocante, y los dos hombres buscaron anhelosamente el oxígeno antes de que transcurrieran diez segundos. El fuego en las bodegas era dos o tres veces más violento que cinco minutos antes y podían oír confusamente, a través del rugido de las llamas, una secuencia casi ininterrumpida de explosiones y reventar los bidones metálicos de fuel bajo el intenso calor. Pero Nicolson solamente advertía todo esto con una parte de su pensamiento. Estaba junto a la puerta estanca de acero que daba a la entrada de la escotilla, golpeando su superficie con el extremo de un trozo de tubería de dos pies de largo, de las que servían para apalancar estas puertas. Mientras esperaba una respuesta, inclinado sobre la escotilla, podía ver cómo el sudor de su frente caía sobre la escotilla formando una especie de lluvia ininterrumpida. El aire estaba tan reseco y agostado, el metal abrasaba de tal modo, podía notar de tal forma el calor de la cubierta a través de las suelas de sus zapatos, que las gotas de sudor se evaporaban y desaparecían casi en el mismo instante en que tocaban la cubierta… Y entonces, tan de repente que ambos hombres se sobresaltaron a pesar de su tensa espera, llegó desde el interior un golpe de respuesta. Las grapas estaban fuertemente adheridas. Alguna de las explosiones debió deformar o retorcer el metal, y necesitaron una docena de golpes vigorosos de la herramienta que llevaban para soltar las dos grapas atascadas. La tercera cedió al primer golpe.
Una bocanada de aire fétido y caliente subió desde la oscura profundidad del cuarto de bombas, pero Nicolson y Van Effen hicieron caso omiso y escudriñaron a través de las tinieblas. Después Van Effen encendió su linterna eléctrica y pudieron distinguir claramente el cabello gris y manchado de aceite del hombre que subía por la escalera. Después dos largos brazos le agarraron y un momento más tarde, el hombre se hallaba a su lado sobre cubierta, protegiéndose con su brazo instintivamente contra el calor de las llamas. Estaba cubierto de petróleo de la cabeza hasta los pies, con el blanco de sus ojos resaltando de un modo que resultaba casi cómico, en la negra y embadurnada cara.
Nicolson le contempló durante un momento, y después exclamó atónito:
—¡Willy!
—El mismo —asintió Willoughby—, y no otro. El buenazo del viejo Willy. Muchachos y muchachas jóvenes debieran etcétera, pero no los caducados segundos maquinistas. No somos mortales ordinarios. —Se enjugó algo del petróleo que llenaba su rostro—. No cantéis canciones tristes en honor de Willoughby.
—Pero ¿qué diablos estaba haciendo…? No importa. Eso puede esperar. No podemos perder tiempo. Nos largamos de aquí.
Willoughby jadeaba en busca de aire cuando subieron ni puente.
—Me zambullí allí en busca de refugio, muchacho. Poco faltó para que acabaran conmigo en la primavera de mi vida. ¿Adónde vamos?
—Tan lejos del barco como sea posible —dijo Nicolson frunciendo el ceño—. Va a volar de un momento a otro.
Willoughby se volvió hacia él, haciendo pantalla ante sus ojos con la mano.
—Sólo se trata de un fuego de gasolina, Johnny. Siempre queda la posibilidad de que se apague por sí solo.
—El tanque número uno está ardiendo.
—A los botes, y a toda velocidad —dijo apresuradamente Willoughby—. El viejo Willy vivirá y luchará un día más.
Cinco minutos después, ambos botes habían sido aprovisionados y descendidos, listos para el embarque. Todos los supervivientes, incluyendo a los heridos, estaban reunidos y esperaban. Nicolson miró al capitán.
—Cuando usted dé la orden, señor.
Findhorn sonrió débilmente. Hasta esto representó un esfuerzo, pues la sonrisa concluyó con una mueca de dolor.
—No es momento para mostrarse modesto, Mr. Nicolson. Usted tiene el mando, muchacho. —Tosió, cerró fuertemente los ojos, y después miró hacia arriba cavilando—. Los aviones, Mr. Nicolson. Nos harán pedazos cuando descendamos al agua.
—¿Por qué tendrán que molestarse, teniendo como tendrán mejor oportunidad cuando estemos en plena mar? —Nicolson se encogió de hombros—. No podemos escoger, señor.
—Desde luego. Olvídese de mi estúpida objeción. —Findhorn se echó hacia atrás y cerró los ojos.
—Nada tenemos que temer de los aviones. —Era Van Effen el que hablaba, y parecía extrañamente seguro de sí mismo. Sonrió a Nicolson—. A usted y a mí nos habrían perforado ya con sus balas. No pueden disparar, o no quieren hacerlo. También existen otras razones, pero el tiempo apremia, Mr. Nicolson.
—El tiempo apremia —asintió Nicolson.
Después apretó los puños cuando un profundo y rotundo rugido retumbó por todo el barco. Un fuerte y largo estremecimiento recorrió la superestructura del Viroma, un estremecimiento que culminó en una repentina y terrorífica sacudida mientras la cubierta se inclinaba bajo sus pies en dirección a popa. Nicolson se aferró a una puerta para mantener el equilibrio y dedicó una ligera sonrisa a Van Effen.
—Es verdad que el tiempo apremia, Van Effen. ¿Suele usted ilustrar sus afirmaciones con ejemplos tan gráficos? —Levantó la voz—. ¡Todo el mundo a los botes!
La prisa había sido urgente antes, ahora era desesperada. Los mamparos del tanque número dos habían reventado, y uno de los tanques, posiblemente ambos, dejaban entrar el agua, y el Viroma escoraba a popa. Pero la prisa era un arma de dos filos y Nicolson comprendía claramente que la precipitación indebida y el apresuramiento no lograrían más que sembrar el pánico entre los pasajeros, o cuando menos, la confusión entre ellos, lo que retardaría también la operación. McKinnon y Van Effen resultaban valiosísimos, colocando a los pasajeros entre los bancos, habiéndoles cariñosamente y animándoles sin cesar. Tenían que gritar para hacerse entender por encima del ruido de las llamas, entre un estruendo fantástico y aterrador en el que se mezclaban un agudo y estridente silbido que hacía estremecer los nervios, y un profundo y continuado crujido parecido al percal al ser rasgado, pero ampliado más de un millar de veces.
El calor ya no podía calificarse de desagradable. Era intenso, y las dos grandes cortinas de llamas empezaban a atraerse mutua e irresistiblemente. Formaban una gasa transparente y de color azul pálido, resplandeciente e irreal, y las llamas tenían un sangriento color rojo mezcladas con humo procedente de la popa. La respiración se convirtió en una tortura para la garganta, y Jenkins en especial sufría terriblemente cuando el aire recalentado rozaba cruelmente su requemada piel y sus despellejadas y sangrantes manos. Entre todos ellos, el pequeño Peter Tallon era el que sufría menos: McKinnon había cogido en la despensa una gran manta de lana y había envuelto con ella al pequeño, cubriéndole de pies a cabeza.
A los tres minutos de darse la orden, ambos botes estaban en el agua. El bote de babor, tripulado únicamente por Siran y sus seis hombres, fue el primero en descender. Con menos hombres y todos ellos ilesos, habían requerido menos tiempo para embarcarse, pero por lo que pudo observar Nicolson antes de correr hacia el bote de estribor, iban a necesitar un largo rato para alejase del buque incendiado Tenían dificultades para soltar los aparejos. Aunque Nicolson les había dado instrucciones sobre el manejo de éstos, dos de ellos, enloquecidos por el miedo, cambiaban golpes entre sí, y todos gesticulaban y vociferaban con todas sus fuerzas. Nicolson les volvió la espalda, distraído e indiferente. Les dejó que se las arreglaran como pudieran, y si fallaban, el mundo se beneficiaría de los resultados de su fallo. Les había concedido lo que ellos habían negado al pequeño Peter: una oportunidad de vivir.
Aún no había pasado otro minuto cuando Nicolson, el último en abandonar el buque, se deslizaba por la cuerda de nudos hasta el cargado bote de salvamento número uno. Podía ver debajo el bote lleno de pasajeros y equipo, y comprendió cuán difícil resultaría manejar los remos y apartarse, especialmente con sólo tres o cuatro personas capaces de usar un remo. Pero apenas tocaron sus pies uno de los bancos cuando el motor del bote tosió, crepitó, volvió a toser y arrancó con un murmullo regular que apenas se oía entre el fragor de las llamas.
Un minuto después se hallaban lejos del costado del Viroma, describiendo una curva alrededor de la proa. Al cruzar ante el castillo de proa, a pesar de los doscientos pies de mar que les separaban, el calor de las llamas aún hizo lagrimear sus ojos y se agarró a sus gargantas, pero. Nicolson no modificó el rumbo del bote, sino que prosiguió rodeando la proa tan cerca como pudo. Y después, por fin, apareció el costado de babor del Viroma en toda su longitud, y pudieron ver el bote de salvamento número dos. Habían pasado tres minutos por lo menos desde que había sido botado y aún estaba a menos de veinte yardas del buque. Siran había logrado finalmente restaurar el orden, gracias al látigo de su lengua y el uso violento e imparcial del bichero. Pero con dos hombres que yacían en el fondo del bote gimiendo, y un tercero que estaba curándose un brazo magullado, y por el momento inutilizado, Siran sólo disponía de tres hombres para manejar los pesados remos. A bordo del otro bote, Nicolson apretó los labios y miró a Findhorn. El capitán interpretó acertadamente la mirada y asintió de mala gana.
Medio minuto después, McKinnon lanzó expertamente un rollo de cuerda que serpenteó sobre las aguas. El propio Siran lo cogió y lo aseguró rápidamente al banco del mástil, y casi inmediatamente el bote a motor tiró del cabo y empezó a arrastrar a Siran y a sus hombres, alejándoles del costado del barco. Esta vez Nicolson no intentó proseguir el rodeo del buque, sino que se adentró directamente en el mar, intentando poner la máxima distancia entre ellos y el Viroma en el menor tiempo posible.
Pasaron cinco minutos y avanzaron quinientas yardas y todavía no ocurrió nada. El bote a motor, remolcando al otro bote de salvamento, avanzaba a una velocidad de unos tres nudos y medio, pero cada pie que recorrían era un pie que les acercaba a la seguridad. Los cazas seguían patrullando, pero sin dirección determinada; no habían realizado ningún intento de ataque desde que se había iniciado el embarque y resultaba obvio que no tenían intención de hacerlo ahora.
Pasaron dos minutos más y el Viroma seguía ardiendo con más violencia que nunca. Las llamas del castillo de proa se distinguían ahora claramente, al no impedirlo el resplandor de la luz del sol. El denso sudario de humo de los dos depósitos de popa se extendía sobre una milla cuadrada de mar y ni siquiera el terrible sol tropical podía penetrar en su negra intensidad. Bajo esta oscura cubierta, las dos grandes columnas de llamas se aproximaban cada vez más entre sí, sin cesar, majestuosas en el esplendor de su avance inexorable. Las puntas de los dos grandes chorros de fuego se inclinaban acercándose, a consecuencia de algún curioso efecto de la atmósfera recalentada, y Findhorn, acurrucado en su asiento y observando la muerte de su barco, adivinó con súbita certeza que cuando las dos llamas se tocasen, llegaría el final. Y así fue.
Después de la bárbara magnificencia de la agonía, la muerte resultó extrañamente mansa y poco espectacular. Una columna de blancas llamaradas se proyectó hacia las alturas, a popa del puente, ascendiendo dos, tres, cuatrocientos pies y desapareciendo después tan súbitamente como había llegado. En el momento de desvanecerse, una explosión grave, profunda y prolongada les llegó a través de la quietud del mar; poco a poco los ecos se extinguieron en la vacía distancia y reinó de nuevo el silencio. El final llegó rápidamente, sosegadamente y sin ninguna convulsión: el Viroma se deslizó con facilidad bajo la superficie del mar sobre su quilla, como un buque terriblemente herido que había hecho todo lo que había podido, y que se alegraba de poder descansar. Los que observaban desde los botes salvavidas pudieron oír el suave silbido, que se extinguió rápidamente, del agua que penetraba en las bodegas al rojo vivo. Pudieron ver los extremos de los dos finos mástiles sumergiéndose verticalmente en el mar, después unas cuantas burbujas, y nada más; ni maderas ni objetos flotantes en las aceitosas aguas; absolutamente nada. Era como si el Viroma no hubiera existido nunca.
El capitán Findhorn se volvió hacia Nicolson con un rostro que parecía tallado en piedra, los ojos secos y desprovistos de toda expresión. Casi todos los del bote le estaban mirando, abiertamente o con disimulo, pero él no parecía advertirlo, como hombre que se ha sumido en una vasta y despreocupada indiferencia.
—Rumbo sin alteración, Mr. Nicolson, por favor. —Su voz era baja y huraña, pero debido solamente a la debilidad y a la hemorragia—. Doscientos, según creo recordar. Nuestro objetivo sigue siendo el mismo. Debemos alcanzar el canal de Macclesfield dentro de doce horas.