CAPÍTULO VI

La madrugada, una madrugada libre de nubes y sin viento, con un cielo luminoso hacia oriente, de nacarados colores y de una belleza iridiscente, halló al Viroma lejos, hacia el sudeste del canal de Rhio, a veinte millas al norte de Rifleman Rock y casi a medio camino de los estrechos de Carimata. El enorme buque cisterna avanzaba a toda velocidad, con su chimenea lanzando hacia popa un mechón azulado y las cubiertas de popa retemblando con la vibración de la poderosa maquinaria, cuando Carradale, el maquinista en jefe, la puso a la máxima potencia, manteniéndola después a poco menos del límite.

El tifón de aquella larga noche había desaparecido; los fuertes vientos se habían desvanecido como si nunca hubieran existido. A no ser por las cubiertas y la superestructura recubiertas de sal, y el intenso y fuerte oleaje que aún duraría unas cuantas horas más, todo habría podido ser un sueño. Pero mientras duró no lo fue. Acaso una pesadilla, pero no fue un sueño que el capitán Findhorn dirigió el buque, entre bandazos y bamboleos, a través de las gigantescas olas y de aquellos vientos huracanados durante horas interminables, sin detenerse a considerar el severo castigo que sufría el Viroma, sin pensar en la comodidad de los pasajeros y la tripulación, sin otra ambición que la de poner tantas millas como fuera posible entre él y Singapur, antes de que despuntara el día y el enemigo pudiera volver a verles.

Los delicados matices de acuarela de la parte este del cielo disminuyeron de intensidad, palidecieron y se desvanecieron en cuestión de minutos, y la grandiosa y borrosa silueta del sol apareció rápidamente sobre el horizonte, esparciendo una ancha y resplandeciente franja de un blanco deslumbrante sobre el mar, entre el mismo sol y el Viroma. Sin embargo, la franja no era continua: había algo en el agua, a millas de distancia, un gran barco pesquero tal vez, o un pequeño buque de cabotaje, con el casco bastante hundido, destacando, negro como la noche, contra el sol que se levantaba, y navegando veloz hacia el este. Pronto quedó reducido a una minúscula mota negra en lontananza y después desapareció del todo. El capitán Findhorn, en el puente, junto a Barrett, lo observó y meditó hasta que se perdió de vista. Quizá les había visto, quizá no. Tal vez era japonés o aliado de los japoneses, tal vez no. Acaso llevase radio, acaso careciese de ella. De todos modos, nada podían hacer.

El sol, como ocurre siempre en alta mar, pareció levantarse directamente hacia el cielo. Alrededor de las siete y media hacía ya calor, en cantidad suficiente como para secar las cubiertas y la superestructura empapadas por la lluvia y por el agua del mar, y para que Findhorn se quitase el impermeable y se trasladase a la parte más saliente del puente y entrara en calor, al mismo tiempo que aspiraba grandes bocanadas del fresco aire de la mañana, pues sabía que no continuaría siendo fresco durante mucho tiempo. Findhorn también se sentía aliviado, aunque con los huesos algo cansados; a eso de la mitad de la guardia de medianoche, cuando el tifón pareció perder algo de su violencia, Nicolson le había persuadido de que se retirase a su camarote, y había dormido como un plomo durante más de tres horas.

—Buenos días, señor. Ha cambiado el tiempo, ¿no es cierto?

La suave voz de Nicolson sacó a Findhorn de su ensueño. Dio media vuelta.

—Buenos días, Johnny. ¿Qué está usted haciendo levantado a estas horas?

Findhorn sabía que Nicolson no podía haber disfrutado de más de dos horas de sueño, pero tenía el aspecto descansado de un hombre que hubiera dormido ocho, Findhorn tuvo que recordar, y no por primera vez, que en lo que se refería a resistencia y tenacidad, John Nicolson era un hombre distinto a los demás.

—¿A estas horas? —Nicolson consultó su reloj—. Ya son casi las ocho. —Frunció el ceño—. La conciencia y la llamada del deber, señor. Acabo de realizar una breve inspección de nuestros huéspedes.

—¿No hay quejas? —preguntó Findhorn humorísticamente.

—Sospecho que la mayoría de ellos tuvieron algunas molestias a causa del mal tiempo durante la noche, pero, aparte esto, no hay queja alguna.

—Y los que pudieran haber querido hacerlas, han comprendido que sería mejor callarse —asintió Findhorn—. ¿Cómo están las enfermeras mareadas?

—Las dos jóvenes chinas y las demás están mucho mejor. Un par de ellas estaban en la enfermería y en el fumadero cuando pasé por allí, cambiando vendajes. Los cinco soldados que estaban con ellas se encontraban en excelente forma y hambrientos como lobos.

—Buena señal —interrumpió Findhorn—. ¿Y los dos muchachos de la enfermería?

—Siguen su curso, según dicen las enfermeras. Creo que sufren bastante, precisamente lo contrario de lo que le ocurre a nuestro estimable brigadier y a su compinche. Se oyen sus ronquidos desde veinte pies de distancia y el despacho de los maquinistas huele como si fuera una destilería.

—¿Y miss Plenderleith?

—Haciendo su ejercicio, desde luego. De un extremo a otro de la pasarela que va de proa a popa. Los ingleses alimentan la ilusión de que son una raza marinera: miss Plenderleith se lo está pasando en grande. Estuve después aquí con los tres soldados del comedor, el cabo Fraser y sus dos hombres. Tienen una silla cada uno, y están sentados con toda comodidad, con sus 303 y Brens incrustados en sus manos. Tengo la impresión de que están rogando para que Siran o alguno de sus hombres respiren algo más de aire del que les corresponde, con la esperanza de tener de este modo una sólida razón para hacerles una buena serie de agujeros de gran tamaño en el cuerpo. Siran y sus compinches saben exactamente cuáles son los sentimientos de estos muchachos hacia ellos; y, desde luego, sólo respiran a pequeños sorbos y no se atreven a cerrar más que un ojo cada vez.

—Me siento dispuesto a compartir su confianza en la guardia. —Findhorn miró de soslayo a su primer oficial, con una expresión intrigada en el rostro—. ¿Y cómo se encuentra nuestro estimado capitán Siran esta mañana? ¿Un poquitín más ajado, tal vez?

—Desde luego que no. Cualquiera puede advertir que ha dormido el profundo y sereno sueño del hombre que posee una conciencia como la de un niño recién nacido. —Nicolson contempló el mar durante unos instantes, y después añadió sosegadamente—: Me gustaría tener la oportunidad de poder echarle una mano al verdugo.

—Sería probablemente el último de una larga cola —dijo Findhorn torvamente—. No quiero parecer melodramático, Johnny, pero creo que este hombre es un diablo inhumano, y se le debería pegar un tiro como si fuese un perro rabioso.

—Probablemente le llegará el turno uno de estos días —repuso Nicolson moviendo la cabeza—. Rabioso o no, resulta bastante sospechoso.

—¿En qué sentido?

—Es inglés, o por lo menos, inglés en sus tres cuartas partes. Apostaría hasta mi último penique a que es así. Ha pasado por una de las grandes escuelas públicas y estoy seguro de que ha recibido una educación mejor que la que yo haya tenido nunca. ¿Qué hace un hombre como este mandando un buque como el Kerry Dancer, que es un infierno en miniatura?

Findhorn se encogió de hombros.

—Dios lo sabe. Podría darle una docena de explicaciones, distintas todas ellas, y con una sola cosa en común: que todas serían falsas. Se pueden encontrar la mitad de los descastados y de las ovejas negras de todo el mundo en doscientas millas a la redonda de Singapur, pero no podríamos clasificarle en ninguna categoría. Por tanto, tampoco esto nos da ninguna contestación. Francamente, estoy desorientado. —Findhorn tamborileó con sus dedos sobre la barandilla de la mampara—. Me sume en un mar de dudas, pero, por Júpiter, que no es el único.

—¿Van Effen? ¿O nuestro apreciado brigadier?

—Entre otros. —Findhorn sacudió la cabeza—. Nuestros pasajeros constituyen un extraño grupo, pero más extraño es su modo de comportarse. Por ejemplo, el brigadier y este sacerdote musulmán. Son uña y carne. Insólito, ¿no le parece?

—Increíble. Las puertas del «Bengal» o del «Singapur Club» se cerrarían para siempre ante él. Lugares no aptos, en letras mayúsculas. —Nicolson sonrió—. Piense en el escándalo y en el terrible índice de mortalidad…, en los altos círculos militares, quiero decir; todos los mejores bares del este infectados de casos de apoplejía, con sus sombrillas aún en las rígidas manos. El brigadier Farnholme lleva sobre sus espaldas una tremenda responsabilidad.

Findhorn sonrió débilmente.

—¿Sigue usted creyendo todavía que no es una falsificación?

—No, señor, ni usted tampoco. Coronel Blimp, categoría A… Después hace o dice algo fuera de serie, completamente distinto de su carácter. No se le puede clasificar fácilmente. Muy inconsiderado por su parte.

—Mucho —murmuró Findhorn a media voz—. Después tenemos a este otro individuo, Van Effen. ¿Por qué diablos mostraría Siran tan tierna consideración por su salud?

—Resulta difícil el saberlo —admitió Nicolson—, en especial, cuando Van Effen no muestra gran consideración por la suya, amenazándole con hacerle agujeros en su espinazo o tratando de estrangularle. Pero me siento inclinado a creer a Van Effen. Me agrada.

—Yo también creo en él. Pero Farnholme hace más que creerle: sabe que Van Effen dice la verdad, y cuando yo le pregunto por qué se bate siempre en retirada, me suelta unas cuantas razones que no convencerían a una criatura de cinco años. —Findhorn suspiró con aire de cansancio—. Tan pueriles e incongruentes como las razones que miss Plenderleith me dio para querer verme, cuando fui a su camarote inmediatamente después de que usted y Siran hubieron terminado su… ejem… discusión.

—¿De modo que fue usted, después de aquello? —sonrió Nicolson—. Lamento habérmelo perdido.

—¿Lo sabía?

—Vannier me lo dijo. Tuve que arrastrarlo prácticamente hasta el salón para que le comunicara a usted su mensaje. ¿Qué dijo ella?

—Al principio negó que usted me hubiera mandado a buscar. Después me contó unas cuantas insensateces preguntándome cuándo llegaríamos a puerto y podría ella mandar un telegrama a su hermana de Inglaterra. Algo, desde luego, acabado de inventar. Está preocupada por algo, y creo que se disponía a contármelo, cuando, de pronto, cambió de idea. —El capitán Findhorn se encogió de hombros como dando por terminada la conversación—. ¿Sabía usted que miss Plenderleith viene también de Borneo? Era la directora de un colegio de jovencitas y esperó hasta el último momento.

—Lo sé. Hemos tenido una larga conversación en la pasarela esta mañana. Me ha llamado «joven» constantemente, y me ha hecho pensar si me habría lavado bien detrás de las orejas. —Nicolson miró interrogadoramente al capitán—. Para que pueda tener una preocupación más, le voy a contar algo que todavía no sabe. Miss Plenderleith ha tenido la visita de un caballero en su camarote, esta noche.

—¿Cómo? ¿Se lo ha dicho ella?

—¡Cielo santo, no! Me lo ha dicho Walters. Se estaba echando sobre su jergón, después de hacer su guardia, cuando oyó un golpe en la puerta de miss Plenderleith, muy suave, pero pudo oírlo: su jergón en la cabina de radio está situado junto al mamparo que da al camarote de ella. Walters dice que sintió tanta curiosidad que escuchó tras la puerta de comunicación, pero estaba herméticamente cerrada y no pudo oír otra cosa que murmullos con aire de conspiración. Pero una de las voces era muy profunda, el murmullo de un hombre, con toda seguridad. Estuvo allí durante casi diez minutos, y después se marchó.

—¡Citas a medianoches en el camarote de miss Plenderleith! —Findhorn aún no se había repuesto de su asombro—. Hubiera creído que ella habría gritado como una loca.

—¡Eso nunca! —Nicolson sonrió y asintió con la cabeza—. Es de lo más respetable, conformes, pero cualquier visitante habría sido arrastrado hacia dentro, sermoneado bajo la amenaza del índice retozón de la anciana, y puesto en camino nuevamente como un hombre casto y dispuesto a emprender una vida mejor. Pero supongo que esta vez no hubo sermón, sino una discusión muy susurrante.

—¿Tiene alguna idea Walters sobre quién pudiera ser?

—En absoluto. Únicamente sabe que era una voz de hombre y que él se sentía demasiado cansado y somnoliento para preocuparse de ello.

—Sí. Tal vez estuviera en lo cierto. —Findhorn se quitó la gorra y se secó la bronceada cabeza con su pañuelo: solamente eran las ocho, pero el sol ya empezaba a quemar—. Tenemos otros quehaceres más importantes que ocuparnos de ellos. Pero ocurre que no acabo de entenderlos. Forman un extraño grupo… Cuando hablo con alguno de ellos, lo encuentro más sospechoso que el anterior.

—¿Incluso miss Drachmann? —sugirió Nicolson.

—¡Cielo santo, no! Los cambiaría a todos ellos por esa chica. —Findhorn volvió a ponerse la gorra y movió lentamente la cabeza, con los ojos fijos en lontananza—. Un caso terrible, Johnny. Estos diabólicos pequeños carniceros convirtieron su cara en un desagradable espectáculo. —Su mirada volvió a dirigirse a Nicolson—. ¿Qué hay de verdad en lo que le contó usted esta noche?

—¿Se refiere a lo que los cirujanos podían hacer por ella?

—Sí.

—No mucho. No sé gran cosa, pero ese corte habrá cicatrizado definitivamente antes de que alguien pueda hacer algo por ella. Aún podrán intentar algo, desde luego…, pero no pueden realizar milagros. Ninguno de ellos asegura que pueda hacerlos.

—¡Maldición! Entonces no tiene usted derecho a hacerle concebir esperanzas. —Findhorn se hallaba tan cercano a la indignación como su carácter flemático podía permitirle—. ¡Dios mío, piense en la decepción!

—Come, bebe, y sé feliz —citó Nicolson tranquilamente—. ¿De veras cree usted que ella volverá a ver Inglaterra, señor?

Findhorn le miró largamente, con sus hirsutas cejas cubriendo casi sus ojos. Después asintió en señal de comprensión y se volvió.

—Es curioso observar que seguimos pensando como si todo fuera paz y normalidad —murmuró—. Lo siento, muchacho, lo siento. Y, sin embargo, no he estado pensando en otra cosa desde que el sol se ha levantado. Peter, las enfermeras, todos ellos…; principalmente el niño y aquella muchacha, aunque ignoro por qué. —Guardó silencio durante unos momentos mientras sus ojos recorrían el despejado horizonte, añadiendo después con aparente incongruencia—: Hace un día hermoso, Johnny.

—Sí; un día hermoso para morir —dijo sombríamente Nicolson. Después su mirada se encontró con la del capitán y sonrió ligeramente—. Resulta larga la espera, pero los japoneses son unos educados caballeretes. Puede preguntárselo a miss Drachmann. Siempre han sido educados y no creo que nos hagan esperar mucho tiempo.

Pero los japoneses les hicieron esperar, durante mucho tiempo. No sería tal vez largo el tiempo, según se suele contar usualmente los segundos, los minutos y las horas, pero para los hombres desesperados que llevan demasiado tiempo sometidos a tensión, y esperan de un momento a otro lo inevitable, los segundos, los minutos y las horas pierden todo su significado como unidades absolutas de medición del tiempo, y se refieren en cambio a la cruel espera del momento que pasa, a la siempre presente anticipación de lo que inexorablemente debe llegar. De este modo, los segundos se prolongaban y se convertían en minutos, y los minutos se alargaban interminablemente, transformándose en horas, mientras el cielo seguía vacío y la línea del resplandeciente horizonte permanecía lisa, quieta e ininterrumpida. Por qué el enemigo, y Findhorn sabía que centenares de barcos y aviones estaban buscándoles y registrando los mares, esperaba tanto, estaba fuera de su comprensión. Solamente podía aventurar la suposición de que debían de haber explorado aquella zona la tarde anterior, antes de que ellos virasen para acudir en auxilio del Kerry Dancer, y estaban buscando ahora en los mares, en dirección sur. O acaso pensasen que el Viroma había sido hundido por el tifón; pero en el momento en que esta explicación pasó por su mente, la rechazó por demasiado grata, y comprendió que los japoneses no se imaginarían nada de esto.

Cualquiera que fuese la razón, el Viroma continuaba solo, avanzando hacia el sudoeste, en medio de una vasta extensión de mar y cielo solitario. Pasó otra hora, y otra más, y era ya el mediodía, con un sol brillante y abrasador, casi en la vertical de sus cabezas, bajo un cielo que parecía un horno, cuando, por primera vez, el capitán Findhorn se permitió el lujo de abrigar los primeros destellos de esperanza: alcanzar los estrechos de Carimata, otra vez la oscuridad de la noche, y después el mar de Java, y podrían atreverse a pensar de nuevo en su patria. El sol cruzó su cénit, pasó el mediodía, y los minutos desfilaron de nuevo, cinco, diez, quince, veinte, cada uno de ellos más largo que los anteriores, a medida que la esperanza volvía a levantarse. Pero a las doce y veinticuatro minutos, la esperanza se derrumbó finalmente y la larga espera llegó a su término.

Un artillero del castillo de proa fue el primero en verlo: un diminuto punto negro a lo lejos, en dirección sudoeste, materializándose en la calurosa neblina, muy alto sobre el horizonte. Durante unos segundos dio la impresión de permanecer quieto allí, colgado del cielo, un punto negro y sin ningún significado. Pero casi inmediatamente, el punto negro comenzó a aumentar visiblemente de tamaño cada vez que respiraban los que le estaban observando, y adquirió significado al cobrar forma y perfilarse su silueta a través de la cegadora neblina, hasta que el perfil de su fuselaje y sus alas resultó claramente visible, tan claramente que resultaba inconfundible. Un caza japonés del tipo Zero, probablemente equipado con depósitos de carburante para vuelos a larga distancia. En el momento en que los observadores del Viroma lo identificaban, el sordo trueno del motor les llegó desde la quietud del mar.

El Zero se acercó rápidamente, perdiendo altura sin cesar y enfilándoles directamente. Pareció al principio como si el piloto intentara volar sobre el Viroma, pero a menos de una milla de distancia, viró a estribor y empezó a describir círculos sobre el barco, a una altura de unos doscientos metros. No dio ninguna señal de disponerse a atacar, ni tampoco ni un solo cañón abrió fuego a bordo del Viroma. Las órdenes del capitán Findhorn a sus artilleros eran tajantes: nada de abrir fuego, salvo en propia defensa; su provisión de municiones era limitada y tenían que reservarla para los inevitables bombarderos. Además, siempre quedaba la posibilidad de que el piloto pudiera engañarse al ver el nombre de Siyushu Maru acabado de pintar y la enorme bandera con el Sol Naciente, que habían ocupado el puesto del nombre Resistencia y la bandera de la República Argentina un par de días antes: se trataba de una probabilidad entre diez mil, pensó Findhorn con una mueca. El puro atrevimiento y la forma inesperada con que habían protegido hasta entonces al Viroma habían tocado a su término.

Durante unos diez minutos, el Zero continuó dando vueltas sobre el Viroma, sin apartarse mucho más de media milla, efectuando rápidos virajes de costado durante casi todo el tiempo. Después aparecieron por el sudeste dos aviones más, también cazas Zero, y se unieron al primero. Por dos veces, los tres describieron un círculo alrededor del buque, y después el primer piloto rompió la formación y efectuó dos pasadas de proa a popa, a menos de cien yardas de distancia, con la cubierta de la carlinga corrida hacia atrás, de modo que los observadores en el puente pudieron ver su cara, o lo poco que de ella resultaba visible entre el casco, los lentes sobre la frente y la boquilla de su transmisor, mientras el piloto observaba todos los detalles del buque. Después se alejó bruscamente y se reunió con los demás; en cuestión de segundos rehicieron la formación, balancearon sus alas en burlón saludo y enfilaron la dirección noroeste, ganando al mismo tiempo altura sin cesar.

Nicolson profirió un largo y mudo suspiro y se dirigió a Findhorn:

—Ese individuo nunca sabrá cuán afortunado ha sido. —Señaló con el pulgar los emplazamientos de los Hotchkiss—. Hasta nuestros antiaéreos de buque mercante le habrían podido hacer trizas.

—Lo sé, lo sé. —Apoyado contra la mampara de protección, Findhorn contemplaba fríamente a los cazas, que se perdían de vista—. ¿Y qué habríamos ganado con ello? Solamente malgastar valiosas municiones; nada más. No nos hacia ningún daño, con ello. Todo el que nos podía causar lo había causado ya antes de acercarse. Nuestra descripción, hasta el último remache, nuestra posición, rumbo y velocidad, todo lo ha recibido su alto mando mucho antes de que llegara cerca de nosotros. —Findhorn bajó sus prismáticos y se volvió con cierta dificultad—. Nada podemos hacer respecto a nuestra descripción y posición, pero sí en cuanto a nuestro rumbo. Doscientos, Mr. Nicolson, por favor. Intentaremos llegar al canal de Macclesfield.

—Sí, señor —vaciló Nicolson—. ¿Cree usted que ello puede aportar alguna diferencia?

—Ninguna absolutamente. —En la voz de Findhorn sólo se reflejaba un ligero cansancio—. En alguna parte, a doscientas cincuenta millas de aquí, bombarderos con sus cargas, bombarderos de altura, en picado y torpederos, están despegando de aeródromos japoneses. Enjambres de ellos. Es cuestión de prestigio. Si escapáramos, el Japón sería el hazmerreír dentro de su preciosa esfera de co-prosperidad de la Gran Asia Oriental, y no pueden arriesgarse a perder la confianza de nadie. —Findhorn miró directamente a Nicolson, con mirada tranquila, triste y remota—. Lo lamento, Johnny, lo lamento por el pequeño Peter y la muchacha y el resto de ellos. Nos atraparán. Pudieron con el Prince of Wales y el Repulse… Harán también una carnicería con nosotros. Los tendremos aquí dentro de una hora.

—¿Por qué alterar, pues, el rumbo, señor?

—Para hacer algo. Ello nos concederá tal vez diez minutos más, antes de que nos localicen. Un gesto, muchacho… Inútil, lo sé, pero es un gesto. Hasta la oveja vuelve grupas y corre antes de que la manada de lobos la haga pedazos. —Findhorn hizo una pausa momentánea y luego sonrió—. Y hablando de ovejas, Johnny, podría usted ir abajo y conducir al redil a nuestro pequeño rebaño.

Diez minutos más tarde, Nicolson estaba de vuelta en el puente. Findhorn le miró expectante.

—¿Todos metidos en el corral, Mr. Nicolson?

—Temo que no, señor. —Nicolson tocó los tres galones dorados de sus hombreras—. Los soldados de hoy en día no se dejan impresionar por la autoridad. ¿Oye usted algo, señor?

Findhorn le miró perplejo, escuchó y después asintió.

—Pasos. Suenan como si hubiera un regimiento ahí arriba.

Nicolson asintió.

—El cabo Fraser y sus dos alegres muchachos. Cuando les dije que se metieran en la despensa, el cabo me mandó a paseo. Creo que se sintió herido en sus sentimientos. Pueden reunir entre los tres, tres rifles y un fusil ametrallador, y sospecho que serán diez veces más efectivos que los dos individuos con los Hotchkiss de arriba.

—¿Y el resto?

—Lo mismo ha ocurrido con los otros soldados. Están a popa con sus armas. Nada de posturas heroicas; los cuatro se muestran ceñudos y preocupados. Simplemente, bravos muchachos. Los enfermos siguen en la enfermería, demasiado graves para ser trasladados. Supongo que están tan a salvo allí como en cualquier otra parte. Hay un par de enfermeras con ellos.

—¿Cuatro de ellos? —preguntó Findhorn frunciendo el ceño—. Pero yo creía…

—Eran cinco —admitió Nicolson—. El quinto es un caso de locura de trinchera, según creo. Alex no sé cuantos…, no sé su nombre. Está inútil; tiene los nervios deshechos. Tuve que arrastrarle para que se reuniera, con los demás en la despensa. Todos los demás obedecieron. El viejo Farnholme se mostraba algo remiso en abandonar la oficina de los maquinistas, pero cuando le expliqué que la despensa era el único departamento de la estructura superior que no daba al exterior, que tenía mamparos de acero en vez de madera, y que tenía un par de mamparos protectores a proa y a popa, y tres a cada costado, se dirigió allí como una bala.

Findhorn frunció los labios.

—Nuestro heroico ejército. El coronel Blimp ante el baluarte, pero no cuando los cañones empiezan a disparar. Deja mal sabor de boca, Johnny, y está fuera de lugar, por completo. Lo que salva a los Blimp de este mundo es que no saben lo que es el miedo.

—Tampoco lo sabe Farnholme —aseveró Nicolson—. Apostaría una fuerte suma. Pero creo que está preocupado por algo, muy preocupado. —Nicolson movió la cabeza—. Es un pajarraco sospechoso, señor, y tiene razones muy personales para buscar refugio, pero nada tiene que ver con salvar su propio pellejo.

—Tal vez tenga usted razón. —Findhorn se encogió de hombros—. De todos modos, no veo que ello tenga ahora importancia alguna. ¿Está con él Van Effen?

—Está en el comedor. Pensó que Siran y sus compinches podrían aprovechar el momento menos oportuno para armar jaleo. Les está apuntando con su pistola. No harán nada. —Nicolson sonrió ligeramente—. Van Effen me da la impresión de ser un caballero competente de veras.

—¿Dejó usted a Siran y a sus hombres en el salón? —Findhorn torció el gesto—. Es nuestra sala de suicidios. Completamente expuesta a ataques rasantes de proa a popa, y una bala de cañón ni siquiera se daría cuenta de la protección de sus ventanas.

Era más una pregunta que una afirmación, y Findhorn la acompañaba con una mirada medio interrogante y medio expectante, pero Nicolson se limitó a encogerse de hombros y a volverse, con los azules ojos llenos de indiferencia, mientras exploraban el caliginoso horizonte hacia el norte.

Los japoneses regresaron a las dos y doce minutos de la tarde, y vinieron con gran despliegue de fuerzas. Tres o cuatro aviones habrían bastado, pero llegaron cincuenta. No hubo retrasos, ni tentativas de escaramuza, ni bombardeo preliminar de altura; solamente la larga y pronunciada curva en dirección sudoeste y el ataque individual y asolador, contra la luz del sol, de los aviones torpederos, bombarderos en picado y Zeros, un ataque cuya hábil ejecución sólo era sobrepasada por su salvaje intención y por su ferocidad. Desde el momento en que el primer Zero pasó a nivel de la cubierta ametrallando el puente con los proyectiles de sus cañones gemelos, hasta que el último avión torpedero ganó altura y viró alejándose de la explosión de su torpedo, pasaron solamente tres minutos. Pero en ese breve espacio de tiempo, el Viroma se convirtió del mejor y más moderno buque cisterna de la flota Angloárabe, de doce mil toneladas de impecable acero, con todos los cañones de la cubierta lanzando su débil desafío al enemigo que se aproximaba, en un demolido y llameante matadero envuelto por el humo, con todos los cañones reducidos al silencio, los motores parados y casi toda la tripulación moribunda, o ya sin vida. Una matanza, una cruel e inhumana matanza con sólo una cosa a su favor: que la despiadada furia del ataque terminó con piadosa rapidez.

Matanza, pero no estaba dirigida contra el buque, como primer objetivo, sino contra los hombres que lo tripulaban. Los japoneses, volando obviamente bajo órdenes muy estrictas, las habían ejecutado, y brillantemente por cierto. Habían centrado sus ataques contra la sala de máquinas, el puente, el castillo de popa y los emplazamientos de los cañones, sufriendo daños gravísimos la primera. Dos torpedos y una docena de bombas, por lo menos, habían penetrado en la sala de maquinaria y en las cubiertas superiores; la mitad de la popa había sido completamente destruida, y en aquella parte del barco no había supervivientes. De todos los artilleros, sólo quedaban dos con vida. Jenkins, un marinero de primera clase que había manejado uno de los cañones del castillo de proa, y el cabo Fraser. Quizá éste no sobreviviría durante mucho tiempo: la mitad de su lastimoso brazo izquierdo había sido arrancado y estaba demasiado débil y aturdido para detener la terrible hemorragia de sangre arterial.

En el puente, aplastados contra el suelo tras los mamparos de acero blindado de la cabina de navegación, medio aturdidos por el estruendo y la onda expansiva de las granadas de los cañones, tanto Findhorn como Nicolson comprendieron oscuramente el significado del plan de ataque, la razón de la poderosa formación de aviones de bombardeo empleados en él y la fuerte escolta de cazas Zero. Comprendieron también por qué el puente había quedado milagrosamente a cubierto de las bombas, por qué ningún torpedo había estallado todavía en alguno de los tanques de carburante, objetivo imposible de fallar, y habían destrozado, en cambio, el corazón del Viroma. Los japoneses procuraban no destruir el Viroma: trataban de salvar el buque y aniquilar a su tripulación. No importaba que arrancasen la popa del barco; sus grandes tanques de carburante, aún intactos, y el castillo de proa podían mantener perfectamente el buque a flote, a flor de agua tal vez, pero flotando. Y si podían asegurarse de que ninguno de los componentes de la dotación del Viroma quedaba con vida para poder volar o echar a pique el castigado buque, diez mil toneladas de petróleo quedarían a su disposición: millones de galones de fuel de elevada graduación para sus buques, sus tanques y sus aviones.

Y entonces, repentinamente, el casi continuo rugido y la estremecedora vibración de las bombas y de los torpedos cesó: el ensordecedor zumbido de los motores de los bombarderos se alejó rápidamente, y el brusco cambio que reinó resultaba en comparación casi tan doloroso para los oídos como el fragor que acababa de concluir. Nicolson sacudió débilmente su cabeza tratando de aclararla del aturdimiento, ruido, humo y sofocante polvo, se incorporó medio atontado sobre sus manos y sus rodillas, se agarró al tirador de la puerta exterior y se sostuvo sobre sus pies, dejándose caer sobre cubierta, rápido como el rayo, al silbar nuevamente las balas de cañón a través de las destruidas ventanas, exactamente sobre su cabeza, y estallar contra el mamparo de la cabina de mapas, llenando la cabina de navegación con el estremecedor estampido de las explosiones y la mortal tempestad de fragmentos de acero.

Durante unos segundos, Nicolson continuó echado sobre cubierta, boca abajo, tapando con las manos sus oídos y protegiendo su cabeza con los brazos, medio ofuscado y maldiciéndose en silencio por su precipitada e irreflexiva locura al levantarse tan pronto. Tenía que haber supuesto que era imposible que toda la fuerza atacante de los japoneses se hubiera retirado. Era inevitable que dejasen algunos aviones a retaguardia para ocuparse de cualquier superviviente que se moviera en cubierta y tratara de arrebatarles su presa… Y estos aviones, cazas Zero, se quedarían hasta que se lo permitieran sus depósitos de combustible especiales para largas distancias.

Lentamente esta vez, moviéndose con infinitas precauciones, Nicolson volvió a levantarse y atisbo a través del astillado vidrio de la base del destruido marco de la ventana. Quedó perplejo durante un momento, tratando de orientarse y explicar la posición del barco. Después comprendió lo que había ocurrido al ver la negra faja de la sombra del mástil. Un torpedo debió de haber destruido o trabado el timón, pues el Viroma, había perdido rápidamente velocidad hasta pararse casi por completo, y había descrito un ángulo de ciento ochenta grados, enfilando de proa la misma dirección por la que había venido. Casi al mismo tiempo, Nicolson observó algo más, algo que quitaba toda importancia a la posición del Viroma, y que parecía burlarse de la vigilancia de los aviones, que seguían sobre ellos esperando.

No había sido error de cálculo por parte de los pilotos de los bombarderos, sino únicamente ignorancia. Al atacar el castillo de proa, aniquilando a los cañones y a los artilleros, y usar proyectiles perforadores de blindaje para atravesar las cubiertas y dar muerte a los que estuvieran protegidos al otro lado de ellas, debió de ser para ellos suposición razonable que esto era todo lo que estaban haciendo. Pero lo que no sabían, lo que no podían saber de ningún modo, era que el espacio libre bajo la cubierta de proa, que ocupaban dos bodegas, la inferior de las cuales era todavía de mayor capacidad, no estaba vacío. Se hallaba completamente lleno, abarrotado con centenares de barriles estrechamente amontonados, con decenas de millares de galones de fuel de elevado número de octanos para aviación, carburante destinado a los destruidos e incendiados esqueletos que llenaron ahora el aeródromo de Selengar.

Las llamas se levantaban a cien o doscientos pies en la quieta e irrespirable atmósfera, produciendo una inmensa y maciza columna, tan blanca, de tan intenso calor y sin humo alguno, que resultaba casi invisible bajo el brillante resplandor del sol de la tarde. En realidad, no eran llamas, sino una ancha y deslumbrante franja de aire sobrecalentado, que se estrechaba a medida que iba ganando altura y terminaba en una punta que se retorcía y oscilaba, a mayor altura que el extremo del mástil y acababa en un alado mechón de humo de pálido color azul. De vez en cuando, otro barril estallaba en las profundidades y sólo durante un momento, una bocanada de espeso humo se enroscaba por la casi invisible llamarada, y desaparecía tan rápidamente como se había producido.

Nicolson sabía que el fuego no hacía más que empezar. Cuando las llamas prendieran de veras, cuando los bidones empezaran a estallar a docenas, el carburante de aviación almacenado en el tanque de proa número nueve volaría como si fuese un depósito de explosivos. Con el calor de las llamas empezando a abrasar su frente, contempló el castillo de proa durante unos segundos más, tratando de calcular de cuánto tiempo disponían. Pero resultaba imposible saberlo, incluso suponerlo con aproximación. Tal vez dos minutos, tal vez hasta veinte… Después de dos años de guerra, la resistencia de los buques petroleros, su evidente desgana de sucumbir, se habían hecho casi legendarias… Pero, desde luego, no duraría más de veinte minutos.

La atención de Nicolson se vio atraída de pronto por algo que se movía sobre cubierta entre la maraña de tuberías. Exactamente detrás del mástil de proa. Era un hombre, ataviado solamente con unos destrozados pantalones de sarga azul, tambaleándose y cayéndose mientras se abría camino hacia la escalera que conducía a la pasarela. Parecía deslumbrado y continuamente se pasaba el brazo ante sus ojos, como si no pudiera ver muy bien, pero logró llegar al pie de la escalera, se izó hasta arriba y empezó a avanzar con paso vacilante por la pasarela, encaminándose a la superestructura del puente. Nicolson podía verle ahora con claridad. Era el marinero de primera clase, Jenkins, artillero del antiaéreo del castillo de proa. Alguien más le había visto también, y Nicolson tuvo tiempo solamente para lanzar un grito desesperado de advertencia antes de arrojarse al suelo y escuchar, con los puños apretados, los martillazos de las balas explosivas de los cañones, mientras el Zero se enderezaba después de su repentino y corto picado y barría la cubierta de proa desde el castillo hasta el puente.

Esta vez Nicolson no se levantó. Ponerse de pie en el interior de la cabina del timón, comprendía que era un buen sistema para suicidarse. Solamente podía existir una razón poderosa para ponerse de pie, y ésta era averiguar cómo estaba Jenkins. Pero no tenía que mirar para saberlo. Jenkins debía de haber escogido el momento y aprovechado la oportunidad para efectuar su salida, pero quizás había estado demasiado ofuscado, o tal vez su única alternativa había sido la de huir y ser cazado a tiros, o quedarse y morir incinerado.

Nicolson sacudió la cabeza para librarse del humo y del olor de la cordita, se sentó en el suelo y contempló la arrasada y maltrecha cabina de navegación. Sin contarse a sí mismo, había en ella cuatro personas, cuando hacía un instante sólo había tres. McKinnon, el contramaestre, acababa de llegar, en el mismo instante en que los últimos proyectiles estallaban dentro del puente. Estaba agazapado junto al umbral de la cabina de los mapas, apoyado en un hombro y mirando cautelosamente a su alrededor. Estaba ileso, pero no se atrevía a moverse ni un sólo milímetro.

—¡La cabeza baja! —le advirtió perentoriamente Nicolson—. ¡No la levante o se la volarán! —Incluso para él su voz sonaba áspera, baja e irreal.

Evans, el timonel de guardia, estaba sentado en su taburete enrejado, con la espalda contra la rueda del timón y maldiciendo en voz baja, pero fluida e inexplicablemente, con su aguda voz de acento galés. La sangre manaba de un largo corte que tenía en la frente, manchándole hasta las rodillas, pero él procuraba ignorarla y se esforzaba en colocar un vendaje provisional alrededor de su antebrazo izquierdo. Nicolson no hubiera podido decir si la herida del brazo era grave, pero cada nueva tira de tela blanca arrancada de su camisa se saturaba de color escarlata apenas entraba en contacto con su brazo.

Vannier yacía sobre la cubierta en el extremo más distante. Nicolson se arrastró por el suelo y levantó cuidadosamente la cabeza. El cuarto oficial tenía una sien magullada y con un corte, pero no parecía tener otras heridas; estaba sin sentido, pero su respiración era tranquila y regular. Nicolson dejó reposar con suavidad su cabeza sobre la cubierta, y se volvió para examinar a Findhorn. El capitán estaba sentado observándole en el otro lado del puente, con la espalda apoyada en el mamparo, y las manos descansando a sus lados con los dedos muy abiertos. «El viejo parece estar algo pálido —pensó Nicolson—. Ya no es ningún muchacho y no está en forma para esta clase de juegos». —Señaló a Vannier.

—Sólo está sin conocimiento. Ha sido tan afortunado como todos nosotros. Todos estamos vivos, aunque no exactamente coleando. —Nicolson puso en su voz un buen humor que estaba lejos de sentir. En aquel momento en que acabó de hablar, vio que Findhorn se inclinaba esforzándose en levantarse. Las uñas de sus dedos se volvieron blancas debido a la presión de sus manos—. ¡Tómelo con calma, señor! —exclamó imperiosamente Nicolson—. Quédese donde está. Hay algunos individuos merodeando aún por ahí fuera, que tienen demasiadas ganas de verle.

Findhorn asintió y aflojó sus miembros, apoyándose contra el mamparo. No dijo nada. Nicolson le miró intensamente.

—¿Se encuentra bien, señor?

Findhorn volvió a asentir e intentó hablar. Pero no pronunció palabra alguna. Sólo pudo emitir una tos extraña y sepulcral, y de pronto, sus labios se perlaron de brillantes burbujas sanguinolentas, deslizándose la sangre por su barbilla y goteando lentamente sobre su blanca y almidonada camisa.

Nicolson se levantó de un salto, atravesó la cabina de navegación medio tropezando y medio corriendo, y se dejó caer de rodillas ante el capitán.

Findhorn le sonrió y trató de hablar, pero de nuevo se produjo la tos burbujeante y la sangre volvió a llenar su boca: sangre arterial de un brillante color rojo que contrastaba penosamente con la blancura de sus labios. Sus ojos estaban empañados y denotaban su gravedad.

Prontamente, con toda urgencia, Nicolson buscó en el cuerpo y en la cabeza las huellas de una herida. Al principio no pudo distinguir nada, pero de pronto lo descubrió: lo había confundido con una de las gotas de sangre que manchaban la camisa de Findhorn. Pero no era tal gota, sino un agujero, pequeño y de insignificante aspecto, casi perfectamente circular y de rojizos bordes. Tal fue la primera reacción del sobresaltado Nicolson: lo pequeño del agujero, y su aspecto inofensivo. Se hallaba casi en medio del pecho del capitán, aproximadamente a una pulgada a la izquierda del esternón y a dos pulgadas por encima del corazón.