CAPÍTULO V

Media hora más tarde, el Viroma surcaba velozmente los mares con rumbo sudoeste, a toda potencia de sus máquinas, mientras la larga y baja silueta de Metsana desaparecía a estribor en la oscuridad. Cosa extraña: aunque el tifón continuaba, el viento huracanado no había vuelto a aparecer. La única explicación podía ser que estaban avanzando en la misma dirección que la tormenta, pero alguna vez tenía que llegar el momento en que se alejaran de ella.

Nicolson, después de ducharse y frotarse violentamente hasta casi verse libre del aceite, estaba junto al ventanal del puente, hablando sosegadamente con el segundo piloto, cuando el capitán Findhorn se reunió con ellos. Golpeó ligeramente el hombro de Nicolson.

—Unas palabras con usted en mi camarote, Mr. Nicolson, si me hace el favor. ¿Se quedará usted aquí, míster Barrett?

—Desde luego, señor. ¿Le llamaré si ocurre algo?

Era mitad pregunta y mitad afirmación, cosa por completo habitual en Barrett. Con bastantes más años que Nicolson, estólido y de poca imaginación, Barrett era por completo digno de confianza, pero no tenía inclinación alguna a las responsabilidades, por cuya causa era solamente un segundo oficial.

—Hágalo.

Findhorn cruzó el cuarto de los mapas, dirigiéndose a su camarote de día, que se hallaba situado en la misma cubierta que el puente. Cerró la puerta, comprobó que las cortinas de oscurecimiento estuvieran cerradas, encendió la luz e invitó a Nicolson a tomar asiento. Se agachó para abrir una alacena, y cuando se levantó tenía un par de copas y una botella de Standfast en la mano. Rompió el precinto, vertió tres dedos en cada copa, y ofreció una de ellas a Nicolson.

—Póngale el agua que quiera, Johnny. Dios sabe que se lo tiene bien ganado; esto y unas cuantas horas de sueño. Tan pronto como salga usted de aquí.

—Me encantará hacerlo —murmuró Nicolson—. Tan pronto como usted se despierte, yo me iré a mi litera. No ha salido del puente en toda la noche pasada. ¿Se acuerda?

—Muy bien, muy bien. —Findhorn levantó la mano en burlón gesto de defensa—. Ya discutiremos después. —Bebió un poco de whisky y después contempló pensativo a Nicolson, por encima del borde de su vaso—. Bueno, Johnny, ¿qué le pareció a usted?

—¿El Kerry Dancer?

Findhorn asintió y esperó la respuesta.

—Un buque traficante de esclavos —dijo Nicolson sosegadamente—. ¿Recuerda usted aquel vapor árabe que la escuadra detuvo el año pasado frente a Ras el Hadd?

—Lo recuerdo.

—Idéntico, hasta el punto de no presentar diferencia alguna. Puertas de acero en todas partes, en las cubiertas superiores e inferiores. La mayoría de ellas sólo podían ser abiertas desde uno de los lados. Escotillones de ocho pulgadas, donde los había. Anillas de hierro junto a cada litera. Con base en las islas, supongo, y no le faltarían operaciones comerciales con Amoy y Macao.

—El siglo veinte, ¿eh? —dijo Findhorn entre dientes—. Comprando y vendiendo vidas humanas.

—Sí —dijo Nicolson secamente—. Pero, por lo menos, los conservaban vivos. Estudie usted a las naciones civilizadas del oeste y espere a hacer las cosas en grande: gases venenosos, campos de concentración, bombardeo de ciudades abiertas y qué sé yo cuántas cosas más. Concédales tiempo. Todavía no son más que unos aficionados.

—Cinismo, joven, cinismo. —Findhorn movió la cabeza con aire de reprobación—. De todos modos, lo que usted dice del Kerry Dancer confirma las declaraciones del brigadier Farnholme.

—¿De modo que ha estado usted hablando con su señoría? —sonrió Nicolson—. ¿Me harán un consejo de guerra mañana al amanecer?

—¿Qué quiere decir?

—No le he caído simpático —explicó Nicolson—. No se privó de manifestarlo.

—Debe de haber cambiado de opinión. —Findhorn volvió a llenar las copas—. «Eficiente joven este oficial, muy eficiente, pero… algo impetuoso», me dijo, o algo parecido. Es el típico colonial.

Nicolson asintió.

—Puedo imaginármelo atiborrado hasta reventar, con la papada aún llena, y cabeceando en una butaca del «Bengal Club». Pero es un pajarraco curioso. Hizo un buen trabajo con la cuerda en el bote de salvamento. ¿Le considera usted auténtico?

—Creo que sí. —Findhorn reflexionó durante unos instantes—. En general, creo que sí. Desde luego, es un oficial del ejército, retirado. Probablemente, después de su retiro, elevó un poco su rango.

—¿Y qué demonios andaba haciendo un hombre como éste a bordo del Kerry Dancer? —preguntó con curiosidad Nicolson.

—En estos días se encuentra todo el mundo en raras condiciones —replicó Findhorn—. Y se equivoca usted con lo del «Bengal Club», Johnny. No procede de Singapur. Es algo así como un hombre de negocios de Borneo, aunque se ha mostrado poco explícito respecto a ello. Subió a bordo del Kerry Dancer en Banjermasin, junto con otros europeos que consideraron que los japoneses estaban empezando a poner las cosas feas. Se suponía que se dirigiría a Bali, y confiaba en encontrar allí otro buque que les llevase hasta Darwin. Pero, según parece, Siran, este es el nombre del capitán y un tipo de mucho cuidado, en opinión del viejo Farnholme, recibió órdenes por radio de sus patronos en Macassar para que pusiera proa a Kota Bharu. Farnholme le sobornó para que se dirigiera a Singapur, y él aceptó. El cielo sabe el porqué, con los japoneses casi a las puertas de la ciudad, pero siempre hay oportunidades para que hombres de pocos escrúpulos exploten una situación como la que existe allí ahora. O quizás esperaban ganar rápidamente una fortuna, cobrando cifras astronómicas por sacar gente de Singapur. Lo que, desde luego, no esperaban, fue lo que sucedió: que el ejército se hiciera cargo del Kerry Dancer.

—El ejército, sí —murmuró Nicolson—. Me pregunto qué habrá sucedido a los soldados que subieron a bordo para asegurar que el Kerry Dancer fuera directamente a Darwin, y no hubiera jugarretas raras. McKinnon asegura que había, por lo menos, dos docenas de ellos.

—Yo también me lo pregunto. —Findhorn se mostraba preocupado—. Según Farnholme, estaban acuartelados en el castillo de proa.

—¿Y cerrados con una de aquellas ingeniosas puertas que sólo pueden abrirse por uno de sus lados, tal vez?

—Tal vez. ¿La vio usted?

Nicolson hizo un gesto negativo con la cabeza.

—El castillo de proa estaba enteramente sumergido cuando yo subí a bordo. No me sorprendería. Pero pudo haber quedado cerrado a consecuencia de la explosión de la bomba. —Bebió un poco más de whisky, e hizo un gesto de disgusto, no hacia la bebida sino hacia sus propios pensamientos—. Una alternativa agradable: ahogarse o morir quemados. Me gustaría encontrarme algún día con el capitán Siran. Sospecho que a muchos más también… ¿Qué hay de los restantes pasajeros? ¿Tuvieron algo más que añadir?

—Nada. —Findhorn movió negativamente la cabeza—. Demasiado mareados, demasiado cansados, demasiado aturdidos, o sencillamente ignorantes de todo.

—Supongo que todos ellos se han acomodado, lavado y acostado.

—Más o menos. Los tengo distribuidos por todo el buque. Todos los soldados están juntos a popa, los dos heridos graves están en el hospital, los ocho restantes en el fumadero y los dos camarotes sobrantes para los maquinistas, situados a babor. Farnholme y el sacerdote están juntos en el despacho de los maquinistas.

Nicolson sonrió.

—Debe valer la pena de verlos. ¡El sahib británico respirando el mismo aire que el idólatra de tez oscura!

—Se sorprendería usted —gruñó Findhorn—. Están sentados allí con una mesa entre los dos, y una botella de whisky casi llena sobre la mesa. En realidad, parecen compenetrarse muy bien.

—La última vez que le vi tenía media botella —dijo Nicolson pensativo—. Me pregunto si…

—Probablemente se la ha bebido sin pararse a tomar aliento. Lleva a todas partes consigo una gran maleta que, en mi opinión, no contiene otra cosa que botellas de whisky.

—¿Y el resto?

—¿El qué? Ah, sí. La anciana bajita está en el camarote de Walters. Él se ha llevado un colchón a su cabina de telegrafía. La enfermera en jefe, la que parece tener el mando…

—¿Miss Drachmann?

—Eso es. Ella y el niño están en el camarote de los grumetes. Y Vannier y el quinto maquinista comparten los camarotes de Barrett y el cuarto maquinista. Hay dos enfermeras en el camarote de Vannier y una en el del quinto maquinista.

—Lista completa —suspiró Nicolson, encendiendo un cigarrillo y observando las perezosas espirales de humo azul que ascendían hacia el techo—. Espero que no hayan cambiado la sartén por las brasas. ¿Hacemos otro intento en dirección a los estrechos de Carimata, señor?

—¿Por qué no? ¿Adónde podríamos dirigirnos si no…?

Se interrumpió, mientras Nicolson acudía a la llamada del teléfono.

—Sí, camarote del capitán… Oh, es usted, Willy… Sí. está aquí. Un momento. —Nicolson se levantó prontamente del sillón, dejándolo libre para el capitán—. El segundo maquinista, señor.

Findhorn habló durante medio minuto, casi siempre utilizando gruñidos monosilábicos. Nicolson se preguntó en vano qué podía querer Willoughby. La voz de éste tenía un tono casi de aburrimiento, pero nadie había visto nunca a Willoughby excitarse por nada. Ernest Willoughby jamás había encontrado nada en el mundo por lo que valiera la pena de excitarse. Un individuo raro y soñador y ya maduro, era el hombre de más edad del buque, con una pasión por la literatura, igualada tan sólo por su profundo desdén por las máquinas y por el oficio con que se ganaba la vida. Por otra parte, era el hombre más honrado y desinteresado que Nicolson conocía. El propio Willoughby no se sentía orgulloso de ello, y probablemente lo ignoraba. Era un hombre que poseía muy poco, pero no ambicionaba absolutamente nada. Poco tenía Nicolson en común con él, por lo menos superficialmente: pero como si fuera por la atracción de lo opuesto, había cobrado el mayor cariño y admiración por el anciano maquinista, y Willoughby, soltero y sin más pertenencias que un ajado dormitorio en el club de la compañía en Singapur, había pasado unas cuantas veladas agradables en su casa. Se acordó de que Caroline siempre tenía especial interés en que las mejores comidas y las bebidas más abundantes y más heladas esperasen siempre al viejo maquinista. Nicolson contempló su vaso, y su boca se contrajo ante los amargos recuerdos… De pronto, advirtió que el capitán Findhorn estaba de pie, mirándole con una extraña expresión en su cara.

—Estaba divagando, señor. —Nicolson sonrió y tendió una mano hacia la botella de whisky—. Supone una gran ayuda que la imaginación empiece a hacer de las suyas.

—Sírvase usted mismo; tome otra copa. —Findhorn cogió su gorra y se dirigió a la puerta—. Espéreme aquí. Tengo que ir abajo.

Dos minutos después de salir el capitán, volvió a sonar el teléfono. Era Findhorn, quien pidió a Nicolson que bajara al comedor. No explicó la razón. Por el camino Nicolson se encontró al cuarto oficial, que salía del camarote del telegrafista. Vannier no parecía ni feliz ni contento. Nicolson le miró, levantando una ceja interrogante, y Vannier echó una ojeada a la puerta del telegrafista, expresando una mezcla de indignación y recelo.

—La vieja está ahí dentro llorando a mares, señor —dijo en voz baja.

—¿Quién?

—Miss Plenderleith —explicó Vannier—. Está aquí, en el camarote de Walters. Empezaba a dormirme cuando empezó a aporrear el tabique que nos separaba, y como me hice el sordo, salió al pasillo y empezó a llamar. —Vannier hizo una pausa, añadiendo después vivamente—: Tiene una voz muy potente, señor.

—¿Qué quería?

—Ver al capitán. —Vannier movió la cabeza con aire de incredulidad—. «Joven, quiero ver al capitán. Inmediatamente. Dígale que venga aquí», me dijo. Después cerró la puerta ante mis narices. ¿Qué hago, señor?

—Exactamente lo que ella dice, desde luego —sonrió Nicolson—. Quiero estar presente cuando se lo diga. Está abajo, en el salón.

Bajaron a la otra cubierta y entraron juntos en el comedor. Era una vasta habitación con dos mesas capaces para veinte personas. Pero en aquel momento estaba casi vacío. Solamente había tres personas, todas ellas de pie.

El capitán y el segundo maquinista estaban de lado, de cara a popa, equilibrando fácilmente el balanceo del buque. Findhorn, inmaculadamente correcto en su uniforme, como siempre, sonreía. También sonreía Willoughby, pero allí terminaba toda semejanza entre los dos hombres. Alto, cargado de espaldas, con un rostro curtido y arrugado y un hirsuto y despeinado mechón de cabellos grises, Willoughby era la pesadilla de un sastre. Llevaba una camisa blanca, o lo que en su tiempo había sido una camisa blanca, sin planchar y sin botones, con el cuello y los bordes de las mangas cortas raídos, un par de pantalones color caqui, arrugados como las patas de un elefante y demasiado cortos para su estatura, calcetines con un dibujo de rombos y zapatos de lona sin abrochar. No se había afeitado aquel día; mejor dicho, no se había afeitado aquella semana.

Medio de pie, medio apoyada contra la mesa bufete, la muchacha se enfrentaba con ellos, aferrándose con las dos manos al borde de la mesa para conservar el equilibrio. Al entrar, Nicolson y Vannier sólo pudieron ver su perfil, pero observaron que también ella sonreía. La comisura de su boca formaba una curva y un hoyuelo en su mejilla de aceitunada tez. Tenía una nariz recta, finamente modelada, una frente amplia y despejada, y su largo y sedoso cabello formaba un grueso bucle alrededor de su cuello, un cabello negro, con aquella intensa negrura que tiene reflejos azulados a la luz del sol y brilla como el ala de un cuervo. Con su cabello, complexión y los pómulos altos, era una típica belleza eurasiática, pero después de mirarla detenidamente, y todos los hombres acostumbraban a mirar muy detenidamente a miss Drachmann, no resultaba ni típica ni eurasiática: el rostro no era lo bastante ancho, las facciones eran demasiado delicadas y aquellos ojos increíbles sólo podían pertenecer al extremo norte de Europa. Eran tal como Nicolson los había visto por primera vez a la cruda luz de su linterna, a bordo del Kerry Dancer: de un intenso color azul, muy claros, muy expresivos, el rasgo más atractivo en un rostro interesante. Y alrededor de aquellos ojos y debajo de ellos, se reflejaban en aquel momento las leves y azules ojeras del cansancio.

Se había quitado su sombrero y su guerrera con cinturón, según observó Nicolson. Sólo llevaba su manchada falda color caqui y una limpia camisa blanca, de varias tallas más de lo que le correspondía, con las mangas arremangadas sobre los delgados brazos. Nicolson estaba seguro de que se trataba de una camisa de Vannier. Había estado sentado junto a ella durante toda la travesía de regreso de la lancha de salvamento, hablándole en voz baja y mostrándose extraordinariamente solícito con ella. Nicolson sonrió para sus adentros, y buscó en su memoria los días en que él también había sido un impresionable joven Raleigh, siempre con un cumplido a punto, un caballero errante para cualquier dama que se hallara en apuros. Pero no podía acordarse de tales días. Probablemente no habían existido nunca.

Nicolson obligó a Vannier a que le precediera en la habitación; valía la pena de observar las reacciones de Findhorn ante la petición de miss Plenderleith. Cerró suavemente la puerta detrás de sí, volvióse y se detuvo a tiempo para no chocar con Vannier, que se había detenido súbitamente y estaba inmóvil, rígido, a menos de un metro de distancia de la puerta, con los puños cerrados junto a sus costados.

Los otros tres se habían callado y vuelto hacia la puerta al entrar Nicolson y Vannier. Este no tenía ojos para Findhorn y Willoughby. Miraba a la enfermera fijamente, con los labios entreabiertos de pasmo. Miss Drachmann se había vuelto de tal modo que la luz de la lámpara iluminaba de pleno el lado izquierdo de su rostro. La parte iluminada no era hermosa. Una gran cicatriz, larga y sinuosa, aún reciente y lívida, que fruncía su mejilla por haber sido cosida de cualquier modo, corría a lo largo de su rostro, desde la sien, junto a sus cabellos, hasta el pómulo. En la parte superior de éste, tenía un ancho de media pulgada. En la cara de cualquier otra persona habría resultado horrible; en la suave belleza de la suya tenía el carácter irreal de una caricatura, el tremendo impacto de la más impía blasfemia.

Miró en silencio a Vannier durante unos segundos y después sonrió. No fue una sonrisa abierta, pero bastó para formar hoyuelo en una mejilla y blanquear la cicatriz de la otra, junto a su boca y debajo del ojo. Levantó su mano izquierda y tocó ligeramente la parte izquierda de su cara.

—Temo que no resulte muy atractiva, ¿no es verdad? —preguntó.

No había reproche ni acusación en su voz. Más bien parecía como si pidiera excusas, y tenía un acento de amarga compasión, pero ésta no iba dirigida a ella.

Vannier no dijo nada. Su rostro había palidecido, pero cuando la joven habló, el color volvió a él y empezó a extenderse por su cuello y su cara. Apartó la mirada. Casi se podía observar el tremendo esfuerzo físico que le costó desviar su vista de aquella desagradable cicatriz, y abrió la boca disponiéndose a hablar. Pero no dijo nada; tal vez no podía articular ninguna palabra.

Nicolson pasó presuroso ante él, saludó con la cabeza a Willoughby y se detuvo ante la joven. El capitán Findhorn le observaba atentamente, pero él no lo advirtió.

—Buenas noches, miss Drachmann. —Su tono era frío, pero amistoso—. ¿Están bien y cómodos todos sus pacientes? —«Si prefiere usted comentarios banales, pensó—, Nicolson es el hombre más indicado».

—Sí, señor, muchas gracias.

—No me llame señor —dijo con irritación—. Ya se lo he dicho otra vez. —Levantó su mano y tocó suavemente la cicatriz de la mejilla. Ella no se alteró, ni hizo movimiento alguno, salvo un momentáneo agrandamientos de los ojos azules en su rostro sin expresión—. ¿Nuestros amiguitos japoneses, supongo? —Su voz era tan suave como su mano.

—Sí. Me cogieron cerca de Kota Bharu —asintió ella.

—¿Una bayoneta?

—Sí.

—Una de aquellas bayonetas melladas, de ceremonial, ¿no es cierto? —Miró detenidamente la cicatriz y observó la estrecha y profunda incisión de la barbilla y el corte junto a la sien—. ¿Y usted yacía en el suelo en aquel momento?

—Es usted muy inteligente —dijo ella lentamente.

—¿Cómo pudo usted escaparse? —preguntó con curiosidad Nicolson.

—Un hombre corpulento entró en la habitación, que era un bungalow que estábamos usando como hospital de campaña. Un hombre muy corpulento, con cabellos rojos. Dijo que era un Argyll o una palabra semejante a ésta. Arrebató la bayoneta de las manos del hombre que me había acuchillado. Me dijo que me volviera, y cuando miré de nuevo, el soldado japonés estaba muerto en el suelo.

—Bravo por los Argylls —murmuró Nicolson—. ¿Quién se la cosió?

—El mismo hombre. Me dijo que no sabía mucho.

—Podía haberlo hecho mejor —admitió Nicolson—. Aún sería posible.

—¡Es horrible! —Su voz se levantó al pronunciar la última palabra—. Sé que es horrible. —Fijó la vista en el suelo, durante unos segundos, después volvió a mirar a Nicolson y trató de sonreír. No era una sonrisa alegre, por supuesto—. Ni siquiera mejoró, ¿no es verdad?

—Depende. —Nicolson señaló con el pulgar al segundo maquinista—. En Willy tendría un aspecto bastante pasable; de todos modos es un tipo feísimo. Pero usted es una mujer. —Se detuvo un momento, la miró detenidamente y continuó con voz suave—: Es usted más que hermosa. Miss Drachmann, es usted muy bella, y en usted resulta grotescamente horrible, y perdone que se lo diga. Tiene usted que ir a Inglaterra —terminó con brusquedad.

—¿Inglaterra? —Los altos pómulos se ruborizaron—. No lo comprendo.

—Sí, a Inglaterra. Estoy completamente seguro de que no hay en esta parte del mundo especialistas en cirugía plástica con la suficiente destreza. Pero hay dos o tres hombres en Inglaterra —no creo que sean más—, que podrían reparar esta cicatriz y convertirla en una línea tan fina que ni siquiera un compañero de baile se daría cuenta de ella. —Nicolson agitó una mano deprecativa—. Con unos pocos polvos y las clásicas pinturas de guerra, naturalmente.

Ella le miró sin decir nada, sin expresión alguna en sus claros ojos azules, y después dijo con voz baja y sosegada:

—Se olvida usted de que yo soy enfermera. Mucho me temo que no pueda creerle.

—Nada se cree tan firmemente como lo que más ignoramos —citó Willoughby.

—¿Cómo? ¿Qué dice usted? —La muchacha parecía asombrada.

—No le preste atención, miss Drachmann. —El capitán Findhorn avanzó un paso hacia ella, sonriendo—. A míster Willoughby le gusta hacernos creer que siempre tiene una cita adecuada a punto, pero Mr. Nicolson y yo conocemos el truco; las inventa sobre la marcha.

—Sé casto como el hielo y tan puro como la nieve, y no escaparás a la calumnia. —Willoughby movió la cabeza con gesto de amargura.

—Y no escaparás a ella —admitió Findhorn—, pero tiene razón, miss Drachmann, en que no debe usted mostrarse tan escéptica. Mr. Nicolson sabe que lo que dice es cierto. Solamente tres hombres en Inglaterra, dijo, y uno de ellos es su tío. —Agitó la mano, como dando por terminada la cuestión—. Pero no nos hemos reunido aquí para discutir sobre cirugía ni para darme el placer de arbitrar un certamen literario. Mr. Nicolson, parece que se nos ha terminado…

Se interrumpió bruscamente, cerrando los puños, mientras el claxon que había sobre sus cabezas resonó repentina y urgentemente, ahogando sus palabras con su ronco clamor, un sonido agrio, discordante y atemorizador en un lugar cerrado, que llenó todo el comedor. Dos sonidos largos y uno corto, dos largos y uno corto: la llamada de acción de emergencia. Nicolson fue el primero en salir de la sala, con Findhorn siguiéndole a un paso de distancia.

Hacia el norte y el este, los truenos retumbaban sordamente a lo largo del lejano horizonte. Los relámpagos iluminaban intermitentemente la zona de los estrechos de Rhio, sobre la vorágine interior del tifón, y sobre sus cabezas; las casi invisibles nubes empezaban a acumularse formando una muralla, y las primeras gotas, enormes y sueltas, empezaban a estrellarse contra el tejado de la cabina del timón del Viroma, tan pesadas y lentas, que cada una de ellas podía ser oída y contada. Pero hacia el sur y el oeste no había lluvia ni truenos; sólo algún aislado relámpago sobre las islas, que medio se veían y medio se adivinaban, lejanos y débiles resplandores que dejaban las tinieblas más impenetrables que nunca.

Pero no impenetrables del todo. Por quinta vez en dos minutos, los vigías del puente del Viroma, con los codos apoyados en el mamparo, y sosteniendo firmemente los prismáticos nocturnos, captaron la misma señal parpadeante en la oscuridad hacia el sudoeste: una serie de destellos, media docena en total, muy débiles y de una duración de unos diez segundos.

—Veinticinco a estribor esta vez —murmuró Nicolson—, y abriéndose. Yo diría que se halla estacionario en el mar, señor.

—Poco más o menos. —Findhorn bajó sus prismáticos, y se frotó los doloridos ojos con el dorso de la mano. Después levantó de nuevo los gemelos, esperando—. Oigámosle pensar en alta voz, Mr. Nicolson.

Nicolson sonrió en la oscuridad. Findhorn daba la impresión de estar sentado en el porche delantero de su bungalow, en lugar de hallarse en el centro de un tifón, sin saber por dónde estallaría, con un millón de libras esterlinas y cincuenta vidas en sus manos, y un peligro nuevo y desconocido apareciendo en medio de la oscuridad.

—Haré lo que pueda, señor. —Bajó sus prismáticos y contempló meditabundo las tinieblas—. Podría ser un faro, una boya o una baliza, pero no lo es: no hay nada de todo eso en estas cercanías, y ninguna que pueda haber en otras partes tiene esta secuencia de señales. Podrían ser piratas. Los caballeros de Romney, Rye y Penzance no tenían punto de comparación con estos muchachos de aquí. Pero no lo son. La isla más próxima está situada por lo menos a seis millas al suroeste y esta luz no está a más de dos.

Findhorn se acercó a la puerta de la cabina de navegación, ordenó media velocidad y regresó junto a Nicolson.

—Continúe —dijo.

—Podría ser un buque de guerra japonés, un destructor o algo por el estilo, pero tampoco lo es: sólo unos suicidas como nosotros se quedan en medio de un tifón en ver de buscar refugio, y además, cualquier comandante de destructor que supiese lo que se hace, permanecería agazapado hasta que pudiera enfocarnos con sus reflectores a la mínima distancia.

—Es exactamente lo mismo que pienso yo —asintió Findhorn—. ¿Qué cree que pueda ser? ¡Mire, ahí va otra vez!

—Sí, y aún más cerca. Está completamente inmóvil… Podría ser un submarino, que ha captado en sus hidrófonos el sonido de algo de gran tamaño. Quizá no está seguro de nuestro rumbo y velocidad y quiere que le contestemos, para dar un punto de mira a sus torpedos.

—No parece usted muy convencido.

—No es que esté convencido ni deje de estarlo, señor. Es sencillamente que estoy preocupado. Con una noche como ésta, un submarino dará tales bandazos que no haría blanco en el Queen Mary a cien pies de distancia.

—De acuerdo, se trata probablemente de lo que resultaría obvio para todo el que no tuviera una mente tan suspicaz como las nuestras. Es algo que va al garete, una lancha o una balsa, y necesita urgentemente ser auxiliado. Pero no corramos riesgos. Dé la alarma a todos los cañones y dígales que apunten a esa luz y que sus dedos no abandonen los gatillos. Dígale a Vannier que venga. Ordene velocidad mínima.

—Sí, señor.

Nicolson entró en la cabina de navegación y Findhorn volvió a llevarse los prismáticos a los ojos, gruñendo de indignación cuando alguien tocó su hombro. Bajó los gemelos, se volvió y supo de quién se trataba antes de que el hombre hablase. Incluso en pleno aire libre, la vaharada de whisky era casi intolerable.

—¿Qué diablos ocurre, capitán? —Farnholme se mostraba airado y displicente—. ¿Qué significa todo este jaleo? Este maldito claxon ha estado a punto de ensordecerme.

—Lo siento, brigadier. —El tono de Findhorn era atento, cortes y desinteresado—. Era nuestra señal de emergencia. Hemos divisado una luz sospechosa. Puede haber novedades. —Su voz realizó un cambio sutil—. Y temo que tendré que pedirle que se retire. No se permite la presencia de nadie en el puente sin permiso. Lo lamento.

—¿Qué? —El tono de Farnholme era el de un hombre a quien se le pide que comprenda lo incomprensible—. Seguramente no esperará usted que eso pueda aplicarse a mí.

—Lo espero. Lo siento. —La lluvia empezaba ahora a caer, cada vez más intensa. Los gruesos goterones caían tan copiosos sobre sus hombros que podía notar su peso a través del impermeable. Otro remojón era inevitable y la perspectiva no le regocijaba—. Tendrá que irse abajo, brigadier.

Por extraño que pudiera parecer, Farnholme no protestó. Ni siquiera habló, sino que dio bruscamente media vuelta y desapareció en la oscuridad. Findhorn estaba casi seguro de que no se había ido abajo, sino que permanecía oculto en la oscuridad, detrás de la cabina de navegación. En realidad, no le importaba. Sobraba sitio en el puente. Pero Findhorn no quería que nadie se inclinase sobre su hombro cuando tenía que moverse con rapidez y adoptar prontas decisiones.

En el mismo momento en que Findhorn levantaba sus gemelos, la luz brilló de nuevo, más cerca, esta vez mucho más cerca, pero más débilmente. Las pilas de aquella linterna se estaban agotando, pero aún tenían fuerza suficiente para que pudieran leer el mensaje que enviaba: no la monótona serie de destellos de las últimas veces, sino un inconfundible S.O.S., tres cortos, tres largos, tres cortos, la señal universal de socorro en el mar.

—¿Deseaba verme, señor?

Findhorn bajó sus prismáticos y miró a su lado.

—Ah, es usted, Vannier. Lamento tener que hacerle salir con este maldito diluvio, pero necesito una mano entrenada en la lámpara de señales. ¿Ha visto usted esta señal?

—Sí, señor. Supongo que se trata de alguien que está en apuros.

—Así lo espero —dijo Findhorn con una mueca—. Saque la linterna Aldis y pregúntele quién es. —Miró hacia la puerta que acababa de abrirse—. ¿Mr. Nicolson?

—Sí, señor. Todo está preparado. Todo el mundo formado junto a los cañones, y todos tan nerviosos después de estos últimos días, que mi único temor es de que alguien pueda abrir fuego antes de tiempo. Y tengo al contramaestre enjarciando un par de lámparas a prueba de agua en el costado de estribor, junto al depósito número tres, y a un par de marinos de primera clase, todos los que ha podido sacar de los cañones, preparando una red de abordaje junto a la borda.

—Gracias, Mr. Nicolson. Piensa usted en todo. ¿Qué tal el tiempo?

—Húmedo —dijo lacónicamente Nicolson. Se arrolló la toalla al cuello, escuchó el repiqueteo del gatillo del aparato Aldis, y contempló el haz de luz que se abría paso a través de la cortina de lluvia—. Húmedo y tempestuoso, va a serlo muy pronto. De lo que va a suceder y por dónde va a acometernos, no tengo ni la menor idea. Creo que la ley de Buys Ballot y el libro de tormentas tropicales nos resultan tan útiles como una cerilla en pleno infierno.

—No es usted el único —confesó Findhorn—. Hace una hora y quince minutos que nos hallamos en el centro de esta tormenta. Estuve en una, hará unos diez años, durante veinticinco minutos, y creí que había establecido un récord. —Movió lentamente la cabeza, sacudiéndose las gotas de lluvia—. Es absurdo. En seis meses es demasiado pronto, o demasiado tarde, para un verdadero huracán. De todos modos, no lo es en realidad, no nos hallamos ante un auténtico cataclismo. Pero no corresponde a la época, y en cualquier estación resultaría un fenómeno en estas aguas, lo que deja fuera de lugar todo el libro de normas. Estoy seguro de que nos hallamos en el punto de recurvatura de la tormenta, y tengo la casi absoluta certeza de que estallará por el nordeste, pero si nos hallaremos en el cuadrante peligroso o… —Se interrumpió de pronto y contempló el punto de luz amarillenta que parpadeaba débilmente a través de la espesa lluvia—. Algo de «hundiéndose». ¿Qué más dice, Walters?

—«Van Effen hundiéndose». Esto es todo, señor…, o por lo menos, así me lo parece. Es un Morse defectuoso. El Van Effen.

—¡Dios mío, es mi noche de suerte! —Findhorn volvió a sacudir la cabeza—. Otro Kerry Dancer. El Van Effen. ¿Quién oyó nunca hablar del Van Effen? ¿Usted, Mr. Nicolson?

—Nunca. —Nicolson se volvió y gritó a través de la puerta—: ¿Está usted aquí, segundo oficial?

—¿Señor? —La voz le vino desde la oscuridad, a unos pocos pies.

—El registro, pronto. El Van Effen. Dos palabras, y holandés. Tan rápidamente como pueda.

—¿Van Effen? ¿Quién habla del Van Effen?

El acento de Sandhurst resultaba inconfundible, esta vez con un tono de excitación. La alta silueta de Farnholme se destacó contra la negrura de la parte posterior de la cabina de navegación.

—Esto es. ¿Conoce algún buque que se llame así?

—No se trata de un buque, hombre…, es un amigo mío, Van Effen, un holandés. Estaba a bordo del Kerry Dancer. Subió en Banjermasin. Debió de marcharse en el bote de éste, después de que nos incendiaron… Había solamente un bote, por lo que puedo recordar. —Farnholme, señalando excitado por encima del mamparo de lona, sin parar mientes en la lluvia que empapaba su espalda sin protección—. ¡Recójale, hombre, recójale!

—¿Cómo sabemos que no se trata de una trampa? —La voz sosegada y clara del capitán llegó como una ducha fría, después de la impaciente vehemencia de Farnholme—. Tal vez sea Van Effen, y tal vez no lo sea. Aun siéndolo, ¿cómo sabemos que podemos confiar en él?

—¿Cómo lo sabemos? —El tono de Farnholme era el de un hombre que trataba de contenerse con todas sus fuerzas—. Oigan. Acabo de hablar con ese joven que está aquí, Vannier, o como se llame…

—Haga el favor de ir al grano —interrumpió fríamente Findhorn—. Este bote, si es que se trata de un bote, está ahora solamente a doscientas yardas de distancia.

—¿Me escuchará usted? —Farnholme habló casi a gritos, y después continuó en voz más baja—: ¿Por qué cree usted que todos los que recogió, con la excepción de miss Plenderleith y el sacerdote, están vivos? Por una razón solamente… Cuando el capitán del Kerry Dancer estaba largándose de Singapur para salvar su propio pellejo, un hombre le metió una pistola en la espalda y le obligó a regresar a Singapur. Aquel hombre era Van Effen, y está ahora ahí fuera, en este bote… Todos debemos nuestras vidas a Van Effen, capitán Findhorn.

—Gracias brigadier. —Findhorn se mostraba tranquilo y calmoso como siempre—. El reflector, Mr. Nicolson. Dígale al contramaestre que encienda las dos linternas cuando yo dé la orden. Despacio a popa.

El reflector perforó las tinieblas e iluminó un enfurecido y encrespado mar, cubierto de una capa blanquecina causada por la lluvia torrencial. Durante breves segundos el reflector quedó inmóvil, la cortina casi sólida de lluvia brillaba pálidamente a través del haz de luz, después empezó a desplazarse hacia delante y casi inmediatamente lo localizó: un bote de salvamento muy cercano, sujeto por su áncora, y oscilando violentamente al luchar contra el impetuoso oleaje que le acometía. Pero las olas del centro de una tempestad tropical tienen escasa estabilidad, y con frecuencia una le cogía de través y se desplomaba en el interior. Había siete u ocho hombres en el bote, agachándose y enderezándose constantemente, mientras achicaban el agua en defensa de sus vidas…; una lucha inútil, pues se hallaba ya medio hundido en las aguas, zozobrando peligrosamente. Sólo un hombre parecía indiferente: estaba sentado en el banco de popa, de cara al buque cisterna, protegiéndose sus ojos con el brazo. Sobre el antebrazo destacaba algo blanco a la luz del foco, acaso una gorra, pero era difícil asegurarse de ello a tanta distancia.

Nicolson se deslizó por la escalerilla del puente, cruzó raudo ante el bote de salvamento, descendió otra escalera hasta la pasarela que unía proa y popa, y una tercera que le llevó a la superficie del depósito número tres, y se abrió fácilmente camino entre las redondas válvulas, por encima de la maraña de las cuerdas de descarga, las conducciones de gasolina y las tuberías de vapor, hasta llegar al costado de estribor; Farnholme le siguió a poca distancia durante todo el camino. Al mismo tiempo que Nicolson ponía sus manos sobre la barandilla y se asomaba a ella, los dos focos se encendieron simultáneamente.

Doce mil toneladas y una sola hélice, pero Findhorn manejaba el enorme barco, incluso con aquella mar gruesa, como si fuera un destructor. El bote de salvamento se hallaba ahora a menos de cuarenta yardas, bañado ya en el resplandor de los faros. Se acercaba al buque a cada momento. Los hombres del bote, sintiendo la seguridad de hallarse a sotavento del Viroma, habían cesado de achicar el agua y estaban acurrucados en sus asientos, mirando a los hombres que había sobre cubierta, y preparándose para saltar y aferrarse a la red. Nicolson contempló atentamente al hombre del banco de popa, y pudo distinguir que no era una gorra lo que el hombre llevaba a la cabeza, sino un tosco vendaje, completamente manchado de sangre. Se fijó seguidamente en otra cosa: en la rígida y forzada posición del brazo derecho.

Nicolson se volvió hacia Farnholme y le indicó al hombre sentado en el banco de popa.

—¿Es su amigo el que se sienta ahí detrás?

—Es Van Effen, desde luego —dijo Farnholme con satisfacción—. ¿Qué le dije a usted?

—Tenía razón. —Nicolson hizo una pausa, y luego continuó—: Parece tener ideas fijas.

—¿Qué quiere decir?

—Que todavía tiene una pistola en su mano. Está apuntando con ella a los compañeros que tiene situados delante de él, y no ha apartado ni una sola vez la vista de ellos, desde que les estoy observando.

Farnholme miró, y después emitió un leve silbido.

—Está usted en lo cierto: la tiene.

—¿Por qué?

—No lo sé; realmente no acierto ni a suponerlo. Pero puede estar seguro, Mr. Nicolson, de que si mi amigo Van Effen cree necesario encañonarles con una pistola, es que tiene excelentes razones para ello.

Van Effen las tenía. Apoyado en un mamparo del salón comedor, con un vaso de whisky en la mano, y el agua escurriéndose de sus empapadas ropas y formando un charco junto a sus pies, lo contó todo, con brevedad y concisión, pero de modo convincente. Su bote de salvamento, que estaba equipado con un motor, les alejó rápidamente del Kerry Dancer, después de incendiarse éste, y lograron alcanzar la protección de una pequeña isla situada a unas cuantas millas hacia el sur, precisamente en el momento de estallar la tormenta. Pusieron el bote al pairo a sotavento, guareciéndose allí durante bastantes horas, hasta que el viento cesó de repente; poco después vieron el resplandor de los cohetes hacia el noroeste.

—Eran los nuestros —asintió Findhorn—. ¿Decidió usted por lo tanto, salir en nuestra busca?

—Exactamente. —Una glacial sonrisa pasó por los castaños y tranquilos ojos del holandés, al señalar el grupo de hombres de ojos negros y atezada piel, de pie y formando un apretado grupo en un rincón—. Siran y sus amiguitos no se mostraron entusiasmados. No son lo que se podría llamar partidarios de los aliados, y sabían que no podía haber ningún buque japonés en estas aguas. Además, por lo que nosotros sabíamos, aquellas podían ser señales de socorro de algún buque que se hundía. —Van Effen apuró el resto de su whisky de un sorbo y dejó cuidadosamente el vaso sobre la mesa que tenía delante—. Pero yo tenía la pistola.

—Ya lo observé —dijo Nicolson—. ¿Y después?

—Zarpamos rumbo al noroeste. Cruzamos una larga extensión de agua turbia, relativamente tranquila, y avanzamos un buen trecho. Después nos acometió la mar gruesa y se nos inundó el motor. No podíamos hacer otra cosa que detenernos allí, y creía que había llegado nuestra última hora cuando vi el resplandor de su barco. Se podía ver desde mucha distancia con una noche tan negra. Si la lluvia hubiera empezado a caer cinco minutos antes, no les habríamos visto nunca. Pero no fue así, y yo tenía mi linterna.

—Y su pistola —concluyó Findhorn. Miró durante largo tiempo a Van Effen, con ojos fríos y especulativos—. Es una pena que no la usara usted antes, Mr. Van Effen.

El holandés sonrió forzadamente.

—No resulta difícil saber lo que está usted pensando, capitán. —Se incorporó, y haciendo una mueca, se quitó de la cabeza el vendaje teñido en sangre: un corte profundo y de bordes purpúreos iba desde el extremo de su frente hasta la oreja—. ¿Cómo cree usted que me gané esto?

—Uno de sus hombres. El Kerry Dancer estaba incendiado, y sólo disponía de un bote aparejado. Siran y todos los que quedaban de su tripulación se prepararon a embarcarse en él.

—Pensando en sus pellejos —interrumpió Nicolson con desdén.

—Pensando en sus pellejos —confirmó Van Effen—. Yo tenía a Siran cogido por el cuello, acorralado contra la barandilla, y me disponía a obligarle a recorrer el buque. Fue un error. Tenía que haber usado mi pistola. Yo no sabía entonces que todos sus hombres estaban… ¿cómo es la frase?… cortados por el mismo patrón. Debieron de golpearme con una cabilla. Me desperté en el fondo del bote.

—¿Dónde? —Findhorn se mostraba incrédulo.

—Lo sé. —Van Effen sonrió, con expresión de cansancio—. No tiene el menor sentido, ¿verdad? Tendrían que haber dejado que me asara. Pero allí estaba, no solamente vivo, sino con la cabeza pulcramente vendada. Curioso, ¿verdad, capitán?

—Curioso es poco. —La voz de Findhorn era inexpresiva—. ¿Está usted diciendo la verdad, Mr. Van Effen? Supongo que ésta es una pregunta tonta. Lo sea o no, usted contestará afirmativamente.

—Lo es, capitán Findhorn. —La voz de Farnholme sonaba extraordinariamente plena de confianza, y en aquel momento no se parecía en nada a la voz del brigadier Farnholme—. Estoy absolutamente seguro de ello.

—¿De veras? —Findhorn dio media vuelta para mirarle, como habían hecho todos, sorprendido por el tono peculiar de la voz de Farnholme—. ¿Qué es lo que le hace estar tan seguro, brigadier?

Farnholme agitó la mano, con el gesto de un hombre a quien se toma más en serio de lo que él pretendía.

—Al fin y al cabo, conozco mejor a Van Effen que ninguno de los aquí presentes. Y su relato tiene que ser cierto: si no lo fuera, él no estaría ahora aquí. Algo como un cuento irlandés, caballeros, pero ustedes ya me comprenden.

Findhorn consultó su reloj y se volvió a Nicolson.

—El puente nos espera, Mr. Nicolson: presiento que nos estamos adentrando de nuevo en plena tempestad. En lo que se refiere el capitán Siran y a su tripulación, creo que será indicado ponerles una guardia armada durante toda la noche. —Los ojos de Findhorn eran tan fríos y glaciales como su voz—. Pero hay cierto punto que me gustaría aclarar antes.

Se acercó sin prisa alguna a la tripulación del Kerry Dancer, balanceándose con soltura para contrarrestar el fuerte cabeceo del buque, y se detuvo al observar que Van Effen le hacía un gesto con la mano.

—Yo, en su lugar, tendría cuidado con ellos —dijo tranquilamente el holandés—. Más de la mitad de esos hombres llevan cuchillo y no son lentos al servirse de él.

—Usted tiene una pistola. —Findhorn extendió la mano y cogió la automática que Van Effen llevaba atravesada en su cinturón—. ¿Me permite? —Examinó el arma y vio que el seguro estaba echado—. Un «Colt», calibre 38.

—¿Es usted entendido en armas?

—Un poco.

Silenciosamente, Findhorn se acercó al hombre más cercano del grupo del rincón.

Era un hombre alto, de anchos hombros, con una cara morena, suave e inexpresiva, que tenía el aspecto de no haber exteriorizado emoción alguna desde hacía mucho tiempo. Llevaba un fino bigote y unas negras patillas que llegaban hasta tres pulgadas más abajo de sus orejas, y sus negros ojos parecían mirar al vacío.

—¿Es usted Siran? —pregunto Findhorn con indiferencia.

—El capitán Siran. A sus órdenes.

Había insolencia en el ligero énfasis de la palabra «capitán» y en la milimétrica inclinación de su cabeza. Su rostro continuaba siendo perfectamente inexpresivo.

—Las formalidades me aburren. —Findhorn le miraba con súbito interés—. Es usted inglés, ¿no es cierto?

—Tal vez. —Por un instante sus labios se fruncieron, más que en una sonrisa, en un gesto de perezoso desdén, muy bien logrado—. Dígame anglosajón.

—No importa. Es usted el capitán, o lo era, del Kerry Dancer. Abandonó su barco…, y abandonó a toda la gente que dejó en él para que murieran, encerrados tras las puertas de acero. Quizás se ahogaron, quizás se abrasaron hasta morir; ello no representa diferencia alguna ahora. Usted permitió que murieran.

—¡Cuánto melodrama! —Perezosamente, Siran disimuló un bostezo, realizando una obra maestra de fatigada insolencia—. Usted se olvida de las tradiciones del mar. Hicimos todo lo que pudimos por estos desdichados.

Findhorn asintió lentamente y se volvió, contemplando a los seis compañeros de Siran, ninguno de los cuales parecía sentirse a sus anchas, pero uno de ellos, un hombre delgado, con una nube en un ojo, se mostraba especialmente nervioso y lleno de temor. Movía sus pies sin cesar, y sus manos y dedos parecían dotados de una vida independiente. Findhorn se dirigió hacia él.

—¿Habla usted inglés?

No hubo respuesta. En cambio juntó las cejas, encogió los hombros y abrió las palmas de las manos, en el universal gesto de incomprensión.

—Ha escogido usted bien, capitán Findhorn —intervino Van Effen con toda tranquilidad—. Habla el inglés casi tan bien como usted.

Findhorn sacó rápidamente la pistola, la colocó contra la boca del hombre y empujó, sin delicadeza alguna. El hombre retrocedió y Findhorn le siguió. El segundo paso hacia atrás acorraló al hombre contra el mamparo, con las abiertas palmas de sus manos apoyándose fuertemente contra la pared y su único ojo sano contemplando aterrorizado el cañón que tocaba sus dientes.

—¿Quién corrió los cerrojos de la puerta de la cubierta de popa? —preguntó suavemente Findhorn—. Le concedo cinco segundos. —Apretó aún más la pistola y el repentino chasquido del seguro al descorrerse resonó con extraña fuerza en medio del tenso silencio—. Uno, dos…

—¡Yo lo hice, yo lo hice! —Su boca temblaba y el miedo le hacía farfullar—. Yo cerré la puerta.

—¿Por orden de quién?

—Del capitán. Dijo que…

—¿Quién cerró la puerta del castillo de proa?

—Yussif. Pero Yussif ha muerto…

—¿Por orden de quién? —preguntó Findhorn sin darle respiro.

—Por orden del capitán Siran. —El hombre miraba ahora a Siran, con enfermizo terror reflejado en su ojo—. Esto me costará la vida.

—Probablemente —asintió Findhorn con indiferencia. Metióse la pistola en el bolsillo y encaminóse hacia Siran—. Una conversación interesante, ¿no es cierto, capitán Siran?

—Este hombre es un estúpido —respondió Siran desdeñosamente—. Todo hombre aterrorizado diría cualquier cosa con una pistola ante su cara.

—Había soldados británicos, probablemente sus compatriotas, en el castillo de proa. Una veintena de ellos, tal vez dos docenas, no sé, pero usted no podía permitir que obstacularizaran su huida en el único bote.

—No sé de lo que me está hablando. —El moreno semblante de Siran continuaba siendo el mismo, todavía sin expresión alguna. Pero su voz era más cauta, y había desaparecido la calculada insolencia.

—También había más de veinte personas en el castillo de popa —continuó Findhorn sin prestar atención a las palabras de Siran—. Hombres heridos o moribundos, mujeres y un niño de corta edad.

Esta vez Siran no dijo nada. El suave rostro continuaba tan impasible como siempre, pero sus ojos se habían estrechado imperceptiblemente. Sin embargo, cuando habló, su voz seguía manteniendo un tono de insolente indiferencia.

—¿Y qué espera usted obtener con toda esta serie de estúpidas insensateces, capitán Findhorn?

—Yo no espero nada. —El arrugado rostro de Findhorn era torvo, y sus pálidos ojos aparecían fríos e inflexibles—. No es una cuestión de espera, Siran, sino de certeza…; la certeza de que será usted convicto de asesinato. Mañana por la mañana tomaremos declaración por separado a todos los miembros de su tripulación y las haremos firmar en presencia de testigos neutrales de mi propia tripulación. Me responsabilizaré de que llegue usted a Australia perfectamente a salvo y gozando de buena salud. —Findhorn recogió su gorra y se dispuso a marcharse—. Será usted juzgado como es debido, capitán Siran, pero el juicio no será largo. Y la pena por asesinato, desde luego, es bien conocida de todos.

Por primera vez, la máscara de impasibilidad de Siran se resquebrajó y una débil señal de temor se transparentó en sus ojos oscuros. Pero Findhorn ya no estaba allí para poder verlo. Se había marchado, y estaba trepando por las escaleras en dirección al ululante puente del Viroma.