Willie Loon murió a los veinticuatro años de edad. Murió en la fecha de su veinticuatro aniversario, en pleno mediodía, mientras el intolerable resplandor de la luz del sol ecuatorial lanzaba sus dardos a través de la cerrada claraboya que había sobre su cabeza. Era una luz blanca, brillante y despiadada, que parecía burlarse de la llamita humeante de la solitaria velilla encendida aún en el pastel de cumpleaños, una llama amarilla que se avivaba y se extinguía, regular y monótonamente, mientras el barco se balanceaba y la negra franja de sombra de la claraboya se posaba una y otra vez sobre la vela, sobre el pastel y sobre la fotografía de Anna May, la sonriente muchacha de Batavia que lo había preparado.
Pero Willie Loon no podía ver la vela, ni el pastel, ni el retrato de su joven esposa, pues estaba ciego, sin poder comprenderlo, pues el último de aquellos martillazos, diez segundos antes, le había golpeado la parte posterior de su cabeza. No podía ver la luz del sol. Ni siquiera podía ver la palanca de transmisión de su aparato, pero esto no importaba, pues Mr. Johnson, de la escuela Marconi, había insistido siempre en que nadie era un verdadero radiotelegrafista hasta que supiera transmitir tan bien en la más absoluta oscuridad como a plena luz del día. Y Mr. Johnson había dicho también que el radiotelegrafista tenía que ser el último en abandonar su puesto, y que si tenía que desalojar el barco, debía hacerlo junto a su capitán. Por esto la mano de Willie Loon subía y bajaba, con el ritmo regular y rápido del telegrafista entrenado, apretando la palanca, enviando una y otra vez el mismo mensaje: S.O.S., ataque aéreo enemigo, 0.45 N, 104.24 E, barco incendiado; S.O.S., ataque aéreo enemigo, 0.45 N, 104.24 E, barco incendiado; S.O.S…
Su espalda le dolía de un modo espantoso. Tenía dentro de ella balas de ametralladora. No sabía cuántas, pero le producían un dolor terrible. Sin embargo, si su espalda no hubiera estado allí, el transmisor habría quedado destrozado, no habría podido lanzar la señal de socorro, y no habría habido esperanza alguna. Habría resultado un buen radiotelegrafista, con la misión de enviar el mensaje más importante de su vida, pero sin medios para enviarlo… De esta forma, estaba transmitiéndolo, aunque su mano le pesaba ya extraordinariamente y la palanca transmisora empezaba a saltar de un lado a otro, eludiendo a los titubeantes y ciegos dedos.
Resonó un extraño y sordo trueno en sus oídos. Se preguntó vagamente si el ruido procedería de los motores de los aviones, o si las llamas que cubrían la cubierta de proa estaban acercándose a él, o si era únicamente el rugido de su propia sangre en su cabeza. Lo más seguro era que fuese su propia sangre, pues los bombarderos ya debían haberse marchado, una vez cumplida su misión, y no soplaba viento suficiente para atizar las llamas. No importaba. Nada importaba realmente, excepto que su mano pudiera mantenerse en la palanca transmisora, y siguiera enviando el mensaje. En efecto, lo envió repetidas veces, pero era solamente un revoltillo de puntos y rayas, sin significado alguno.
Willie Loon no lo supo. Ya nada le resultaba muy claro. Todo estaba oscuro y confuso, y tenía la impresión de caerse, pero podía notar el borde de la silla debajo de sus rodillas y sabía que todavía permanecía sentado ante el transmisor y le hacía sonreír su propia equivocación. Pensó otra vez en Mr. Johnson, y le vino la ocurrencia de que tal vez aquel hombre no se avergonzaría de él si le pudiera ver en aquel momento. Pensó en su morena y gentil Anna May, y sonrió de nuevo, sin amargura. Un pastel tan magnífico, preparado como sólo ella sabía hacerlo, y ni siquiera lo había probado. Movió tristemente la cabeza, gritó una sola vez cuando el agudo escalpelo de la agonía se deslizó a través de la destrozada cabeza y alcanzó los invidentes ojos. Durante un momento, recobró el sentido. Su mano derecha había resbalado de la palanca transmisora. Sabía que era desesperadamente urgente que pudiera volver a mover su mano, pero la fuerza parecía haber desaparecido de su brazo derecho. Movió su mano izquierda a través de la mesa, cogió su muñeca derecha y trató de levantarla, pero era demasiado pesada; parecía que estuviera clavada a la mesa. Pensó de nuevo, breve y confusamente, en Mr. Johnson, y tuvo la esperanza de haber cumplido con su deber. Después, silenciosamente, sin un suspiro siquiera, se desplomó pesadamente sobre la mesa, apoyando su cabeza sobre sus manos cruzadas, y aplastando su hombro izquierdo el pastel hasta que la vela, que quedó en posición horizontal, comenzó a gotear cera sobre la brillante mesa, y el humo, ahora espeso y muy negro, subió en espirales, lentamente, llegando al techo y esparciéndose por la diminuta cabina. Un humo oscuro y resinoso, pero que resultaba impotente para mitigar los crueles rayos del sol, y para ocultar los tres agujeros redondos y orlados de rojo que tenía la espalda de la camisa de Willie Loon, mientras yacía inmóvil, de bruces sobre la mesa. La llama de la vela fue debilitándose, brilló por unos instantes, y se apagó del todo.
El capitán Francis Findhorn, O.B.E., comodoro de la Compañía Anglo-Árabe de Buques Cisterna, y comandante del buque de 12.000 toneladas Viroma, dio los dos últimos golpecitos con la uña al barómetro, lo miró durante un momento sin expresión alguna, y se dirigió después, sin prisas, hacia su asiento a babor de la cabina de navegación. Sin pensar, dirigió hacia su cara la lumbrera de ventilación superior, parpadeó cuando el chorro de aire caliente y húmedo azotó su rostro, y lo apartó rápidamente, pero sin precipitación. El capitán Findhorn nunca hacía nada con precipitación. Hasta el siguiente y sencillo gesto de quitarse la gorra blanca y galoneada de oro, y secar su oscuro y escaso cabello con el pañuelo, fue realizado sin apresurarse, con tan completa ausencia de movimientos inútiles o innecesarios, que instintivamente se comprendía que esta calmosa deliberación, esta innata economía de fuerzas, formaban parte inseparable de su naturaleza.
Se oyó un suave rumor detrás de él, de pasos que cruzaban la cubierta de durísima teca. El capitán Findhorn se puso de nuevo la gorra, hizo girar su asiento y se quedó mirando a su primer oficial, que estaba de pie en el lugar que él había ocupado segundos antes, mirando pensativo el barómetro. Durante unos instantes, el capitán Findhorn le estudió en silencio, pensando que aquel hombre desmentía por completo la general creencia de que las personas de cabello rubio y tez blanca no podían ser bronceados por el sol: entre la blanca camisa y los rubios cabellos, tostados ya hasta alcanzar casi un color platino, su cuello era una franja de viejo y oscuro roble. El primer oficial dio la vuelta y su mirada se encontró con la del capitán. Findhorn sonrió ligeramente.
—Bien, Mr. Nicolson, ¿qué hay de nuevo?
El timonel se hallaba solamente a unos pocos pies de distancia; cuando había cerca miembros de la tripulación, el capitán se mostraba extremadamente puntilloso con sus oficiales superiores.
Nicolson se encogió de hombros y se dirigió hacia la ventana. Tenía un andar especial, elástico como el de un gato, lo mismo que si pisara sobre viejo y reseco maderamen y temiera que se rompiera. Miró al cielo, que semejaba un horno encendido, la capa aceitosa y cobriza que cubría el agua, el lejano horizonte al este, donde cielo y mar se encontraban en un resplandor de color azul metálico, y finalmente el vidrioso oleaje que se estaba formando hacia el noreste, empujándoles por el lado de babor. Se encogió otra vez de hombros, dio la vuelta y miró al capitán. Por centésima vez, éste se maravilló del claro y frío azul de los ojos del oficial, resaltando aún más sobre la bronceada tez de su rostro. Nunca había visto unos ojos como aquéllos. Recordaban siempre al capitán Findhorn los lagos alpinos, cosa que le irritaba, pues tenía una mentalidad lógica, y no había estado en los Alpes en toda su vida.
—No cabe dudar de ello, señor, ¿no le parece? —Su voz era grave, controlada sin esfuerzo, perfecto complemento a su porte y modo de andar, pero tenía una calidad resonante y profunda que le permitía hacerse oír en una habitación llena de gente hablando, o bajo una tempestad de viento, con anormal claridad y facilidad. Señaló con un gesto el abierto ventanal—. Todos los síntomas lo indican. El barómetro marca solamente 28.5, pero hace una hora no llegaba a 75. Está cayendo como una piedra. Es la época menos indicada del año, y nunca he oído hablar de una tempestad tropical en estas latitudes, pero mucho me temo que vamos a tener que soportar un vendaval.
—Es usted un genio para comprender las cosas, míster Nicolson —dijo secamente Findhorn—. Y no le llame usted «vendaval» a un tifón. Podría oírle. —Hizo una pausa, sonrió y prosiguió en un tono más amable—: Espero que lo sea, Mr. Nicolson. Es un regalo de la Providencia.
—Lo será, desde luego —murmuró Nicolson—. Y lluvia. ¿Lloverá mucho?
—A cántaros —dijo con satisfacción el capitán Findhorn—. Lluvia, mar gruesa y un viento de diez o doce millas; así no habrá nadie en el ejército o la armada nipones que nos eche la vista encima. ¿Qué rumbo seguimos, Mr. Nicolson?
—Uno treinta, señor.
—Manténgalo. Llegaremos mañana al mediodía a los estrechos de Carimata, y entonces dispondremos de una oportunidad. Nos desviaremos sólo para esquivar a la escuadra, y no volveremos atrás por nada del mundo. —Los ojos del capitán Findhorn denotaban tranquilidad e imperturbabilidad—. ¿Cree usted que nos andarán buscando, Mr. Nicolson?
—Exceptuando un par de centenares de aviones y todos los buques del Mar de China, no lo creo. —Nicolson sonrió brevemente, y la sonrisa, antes de desaparecer, blanqueó las arrugas que había junto a sus ojos—. Dudo que haya ni uno de nuestros pequeños amigos amarillos en quinientas millas a la redonda, que ignore que salimos de Singapur anoche. Debemos ser la presa más codiciada desde que se hundió el Prince of Wales, y la batida debe estar a tono con ello. Han pasado por el tamiz todas las salidas: Macassar, Singapur, Durian y Rhio, y el alto mando debe estar sufriendo ataques de nervios, y traspasándose a docenas con sus espadas.
—Pero nunca pensaron en vigilar los estrechos de Tjombol y Temiang.
—Supongo que son bastante cuerdos, y nos hacen el cumplido de creer que nosotros también lo somos —dijo Nicolson pensativo—. Ningún hombre en su sano juicio llevaría un buque cisterna de gran tamaño por estas aguas y de noche, y menos con los mapas de que disponemos y sin tener una luz a la vista.
El capitán Findhorn inclinó la cabeza, en un gesto que era mitad asentimiento, mitad reverencia.
—Tiene usted una verdadera especialidad en dirigirse cumplidos a sí mismo, Mr. Nicolson.
Nicolson no contestó. Dio media vuelta y se dirigió al otro lado del puente de mando, pasando junto al timonel y junto a Vannier, el cuarto oficial. Sus pies no hacían más ruido al pisar la cubierta que el murmullo de las hojas de un árbol al caerse. Al llegar al extremo del puente se detuvo, miró por la puerta de la cabina de navegación, que daba a estribor, hacia la borrosa silueta de la isla de Linga, la cual desaparecía lentamente en el purpúreo horizonte, y después regresó. Vannier y el timonel le observaron silenciosamente, con cansada curiosidad en sus ojos.
Desde arriba, les llegaban de vez en cuando murmullos de voces, o ruidos de pasos sin dirección fija. Arriba estaban los artilleros que servían los dos Hotchkiss de cinco pulgadas emplazados sobre el puente, y situados uno a cada lado de la mampara que protegía la plataforma de la brújula. Viejos cañones aquellos, muy viejos y de escasa potencia y precisión, aptos únicamente para levantar la moral de los que nunca tuvieran que usarlos contra un enemigo. A estos dos emplazamientos artilleros se les llamaba los asientos de los suicidas: el techo de la cabina de navegación, sin protección alguna, y el punto más alto de la superestructura del puente, siempre era el blanco predilecto en los ataques aéreos con ametralladoras contra los buques cisterna. Los artilleros lo sabían, y sólo eran seres humanos; llevaban ya varios días de desasosiego y creciente inquietud.
Pero la impaciente actitud de los artilleros, las manos del timonel moviéndose suavemente sobre los radios del timón…, éstos eran solamente pequeños e insignificantes sonidos en el extraño y profundo silencio que reinaba en el Viroma, un silencio envolvente y acompasado, espeso como un capullo de seda, casi tangible. Y los ligeros ruidos se producían y cesaban, volviendo un silencio más profundo y más opresivo que antes.
Era el silencio que acompaña a los intensos calores y a la humedad creciente que cubre de sudor los brazos y los cuerpos de las personas, a cada sorbo de líquido que beben. Era el llano y mortal silencio que reina sobre los mares de China mientras la amenazadora tormenta espera su momento tras el horizonte. Era el silencio que rodea a los hombres que no han dormido durante largo tiempo, y están muy cansados. Pero más que nada, era el silencio que acompaña a la espera. Aquella espera en la que los nervios de los hombres están presas de un potro, y cada hora que pasa representa una nueva vuelta de la máquina de tortura. Si la espera no termina pronto, el potro da demasiadas vueltas, y los nervios se rasgan y rompen con el esfuerzo; en cambio, si terminase, aún sería peor, pues significaría el fin no solamente de la espera, sino también de todo lo demás.
Los hombres del Viroma habían estado esperando durante largo tiempo. O quizá no tan largo: solamente hacía una semana que el Viroma, con una chimenea postiza, falsos ventiladores, el nombre Resistencia acabado de pintar, y enarbolando el pabellón de la República Argentina, había dado un rodeo por el extremo norte de Sumatra y entrado en los estrechos de Malaca en pleno día. Pero una semana tiene siete días, cada día veinticuatro horas, y cada hora sesenta minutos. Hasta un minuto puede resultar largo cuando se espera algo que fatalmente habrá de producirse, cuando se sabe que las leyes de la probabilidad están obrando cada vez más inexorablemente en contra, y que el final ya no puede tardar mucho en llegar. Hasta un minuto puede resultar largo, muy largo, cuando la primera bomba o el primer torpedo pueden estar a unos pocos segundos de distancia, y se lleva un cargamento de diez mil cuatrocientas toneladas de fuel y gasolina de elevado número de octanos, bajo los pies…
El teléfono que había sobre el armario de las banderolas resonó vibrante, insistente, cortando como un cuchillo el profundo silencio del puente. Vannier, delgado y de pelo castaño, oficial con solamente diez semanas de práctica efectiva, era el más cercano a él. Se volvió en redondo, alarmado, golpeó sus prismáticos contra el armario que tenía detrás, y descolgó el teléfono de su gancho. Incluso bajo su bronceada tez podía observarse el rubor que cubrió gradualmente su cuello y su rostro.
—Puente de mando. ¿Qué ocurre?
Su voz quería ser firme y autoritaria, pero no pudo conseguirlo. Escuchó durante unos instantes, dio las gracias, colgó y salió al encuentro de Nicolson que se hallaba a su lado.
—Otra llamada de auxilio —dijo rápidamente. Los fríos ojos azules de Nicolson siempre le causaban cierta confusión—. En algún lugar hacia el norte.
—En algún lugar hacia el norte. —Nicolson repitió las palabras, con un tono completamente normal, pero con un oculto retintín que hizo estremecerse a Vannier—. ¿Qué posición? ¿Qué buque? —Se notaba ahora algo cortante en la voz de Nicolson.
—No…, no lo sé. No lo he preguntado.
Nicolson le miró durante un largo segundo, dio la vuelta, cogió el teléfono y dio vueltas a la manecilla del generador. El capitán Findhorn hizo un ademán a Vannier y esperó a que el muchacho llegara con paso vacilante a su rincón del puente.
—Tenía usted que haberlo preguntado, ya lo sabe —le dijo el capitán cariñosamente—. ¿Por qué no lo hizo?
—No lo creí necesario, señor. —Vannier se sentía incómodo, y se ponía a la defensiva—. Ha sido la cuarta llamada de hoy. Usted…, usted ignoró las demás, por lo tanto yo…
—Es cierto —admitió Findhorn—. Es cuestión de prioridad, muchacho. No voy a arriesgar un buque valioso, un cargamento de incalculable valor y las vidas de cincuenta hombres, por la aventurada posibilidad de recoger un par de sobrevivientes de un vapor del servicio costero de las islas. Pero puede tratarse también de un transporte de tropas, o de un crucero. Ya sé que no lo será, pero puede serlo. Y puede estar en una posición en la que pudiéramos prestarle ayuda sin tener que arriesgarnos demasiado. Todo ello es improbable, pero debemos saber lo que es y dónde está, antes de adoptar una decisión. —Findhorn sonrió y tocó sus hombreras bordadas de oro—. ¿Sabe usted para qué sirve esto?
—Usted es quien toma las decisiones —dijo rápidamente Vannier—. Lo siento mucho, señor.
—Olvídelo, muchacho. Pero debe recordar una cosa: llamar de cuando en cuando «señor» a Mr. Nicolson. Es… algo que se espera de usted.
Vannier se sonrojó y desvió la mirada.
—Lo lamento, señor. No suelo olvidarme de ello. Estoy…, bien, creo que estoy un poco cansado y algo nervioso, señor.
—Todos lo estamos —observó tranquilamente Findhorn—. Y no poco. Pero Mr. Nicolson no lo está; él nunca lo está. —Levantó la voz—: ¿Y bien, Mr. Nicolson?
Nicolson colgó el auricular y se volvió.
—Barco bombardeado, incendiado, probablemente hundiéndose —dijo brevemente—, 0.45 N, 104.24 E. Esto es la entrada sur del canal de Rhio. El nombre del barco es inseguro. Walters dice que el mensaje llegó muy rápido y muy claro al principio, pero pronto degeneró en un completo galimatías. Cree que el telegrafista debió de ser gravemente herido y se desplomó finalmente sobre su mesa y la palanca, pues terminó con una llamada continua. Todavía sigue. El nombre del buque, por lo que Walters pudo interpretar, era el Kenny Danke.
—Nunca oí hablar de él. Es raro que no mandara su señal de llamada internacional. No debe de ser muy grande, de todos modos. ¿Le recuerda algo a usted?
—No, señor. —Nicolson movió la cabeza, y se dirigió a Vannier—. Busque de todos modos en el registro. Después, busque en la letra K. Desde luego, el nombre está equivocado. —Se interrumpió un instante, con los ojos azules absortos, distantes, y después se volvió de nuevo hacia Vannier—. Busque el Kerty Dancer. Creo que debe de ser éste.
Vannier hojeó las páginas. Findhorn miró a su primer oficial enarcando ligeramente las cejas.
Nicolson se encogió de hombros.
—Una fuerte probabilidad, señor, y tiene cierto sentido. La N y la R son muy parecidas en Morse. También lo son la C y la K. Un hombre herido o enfermo podría fácilmente confundirlas, incluso un hombre bien entrenado, si estuviera bastante enfermo.
—Tiene razón, señor. —Vannier indicó una página del directorio—. El Kerry Dancer, de quinientas cuarenta toneladas, figura aquí. Clyde, 1922. Compañía de Comercio de Sulaimiya…
—Les conozco —interrumpió Findhorn—. Es una compañía árabe, respaldada por chinos, con sede en Macassar. Tienen siete u ocho barcos como éste. Hace veinte años tenían solamente un par de juncos. Fue por aquel tiempo cuando abandonaron el comercio legal, por ser mal negocio, y se dedicaron a traficar en otras cosas: armas, opio, perlas, diamantes, y de todo ello muy poco pasaba por las vías legales. Además, tienen en su historial bastantes actos de piratería.
—¿Nos desentendemos del Kerry Dancer?
—Nos desentendemos del Kerry Dancer, Mr. Nicolson. Rumbo 130, sin variación.
El capitán Findhorn salió por la puerta de la mampara y se dirigió a la que daba a babor. El incidente quedaba zanjado.
—¡Capitán!
Findhorn se detuvo, dio media vuelta sin apresurarse y miró con curiosidad a Evans. Era el timonel de servicio, un hombre moreno, nudoso, de flaco rostro y con los dientes manchados por el tabaco. Sus manos descansaban sobre la rueda del timón, y miraba hacia el frente.
—¿Se le ha ocurrido algo, Evans?
—Sí, señor. El Kerry Dancer estaba anoche en el muelle. —Evans le miró un momento y después volvió la vista al frente—. Un buque con la enseña azul, señor.
—¿Qué? —Findhorn perdió su habitual ecuanimidad—. ¿Un buque del Gobierno? ¿Lo vio usted?
—Yo no lo vi, señor. Creo que lo vio el contramaestre. De todos modos, le oí hablar de él esta noche, poco después de que llegara usted de la ciudad.
—¿Está usted seguro, muchacho? ¿Dijo eso?
—Por completo, señor. —Su voz, con fuerte acento galés, se mostraba decididamente convencida.
—¡Que venga inmediatamente el contramaestre! —ordenó Findhorn.
Regresó junto a su silla, se sentó, tranquila y cómodamente, y se puso a pensar en la noche que había pasado. Se acordó de su sorpresa, acompañada de alivio, cuando al descender del buque, halló al contramaestre y al carpintero tripulando la lancha a motor que tenía que llevarle a tierra; de su sorpresa y alivio cuando se fijó en las culatas de un par de cortos Lee Enfields sobresaliendo bajo un trozo de lona colocado descuidadamente encima de ellos. Él no hizo ningún comentario. Se acordaba del distante fragor de los cañones, del sudario de humo extendido sobre Singapur después del último bombardeo aéreo —se podía poner el reloj a la hora por la aparición de los bombarderos japoneses sobre Singapur cada mañana—, del fantástico e irreal silencio que flotaba sobre la ciudad y el puerto. Los muelles estaban desiertos, como nunca los había visto, y no podía acordarse de haber observado la presencia del Kerry Dancer o de cualquier otro buque enarbolando bandera inglesa, cuando llegaron allí. Estaba demasiado oscuro y tenía demasiados pensamientos que le agobiaban. Aún le esperaban nuevas preocupaciones. Se enteró de que las destilerías flotantes de Poko Bukum, Pulo Sambo y Pulo Sebarok habían sido incendiadas, o iban a serlo. Había sido incapaz de asegurarse de ello o verlo con sus propios ojos; el sudario de humo lo ocultaba todo. La última unidad de la escuadra había zarpado y no quedaba ninguna a la que poder entregar su fuel. Ni su gasolina de aviación: los Catalinas se habían marchado, y los únicos Brewster Buffalos y aviones torpederos Wildebestee que quedaban en el aeródromo de Selengar no eran más que unos calcinados esqueletos. Diez mil cuatrocientas toneladas de carburante explosivo atrapadas en la bahía de Singapur y…
—Se presenta McKinnon, señor. ¿Deseaba verme? —Veinte años en los que no había dejado de visitar ningún mar o puerto que en el mundo mereciese ser visitado, habían convertido a McKinnon, de un muchacho tosco, bisoño e ignorante, en un hombre conocido en los sesenta buques de la Compañía Angloárabe por su energía, sagacidad y competencia sin rival, pero no habían variado ni un ápice de su calmosa y suave entonación escocesa—. ¿Desea saber algo del Kerry Dancer, señor?
Findhorn asintió en silencio, sin dejar de mirar a la curtida y maciza figura que tenía ante él. «Un comodoro —pensó en su interior— tiene sus privilegios. El mejor primer oficial y el mejor contramaestre de la compañía…».
—Vi su bote salvavidas ayer por la noche, señor —dijo McKinnon con voz tranquila—. Zarpó antes que nosotros… con buena cantidad de pasajeros. —Miró pensativo al capitán—: En estos momentos es un buque hospital, capitán.
Findhorn se levantó de la silla y se enfrentó con McKinnon, sin moverse. Los dos hombres eran de la misma altura. Los demás no se movían para nada. Era como si cada uno de ellos temiera romper el repentino y profundo silencio que reinaba en el puente. El Viroma se desvió un grado de su rumbo, después dos, después tres, y Evans no hizo ningún movimiento para corregirlo.
—Un buque hospital —repitió Findhorn monótonamente—. ¿Un buque hospital, contramaestre? No es más que un pequeño trampero del servicio insular…; unas quinientas toneladas.
—Eso es. Pero ha sido ocupado militarmente, señor. Yo hablé con algunos de los soldados heridos, mientras estaba con Ferris en el embarcadero esperándole a usted. Al capitán le habían dado a escoger entre perder su barco o tratar de hacerlo llegar hasta Darwin. Hay una compañía de soldados a bordo para asegurarse de ello.
—Continúe.
—Esto es todo, señor. Llenaron por segunda vez el bote antes de que usted regresara. La mayor parte de ellos eran heridos que podían tenerse en pie, pero había unos cuantos en camillas. Creo que había cinco o seis enfermeras, ninguna de ellas inglesa, y un niño pequeño.
—Mujeres, niños y hombres heridos a bordo de uno de los ataúdes flotantes de la Compañía de Sulaimiya…, y con todo el archipiélago infectado de aviones japoneses. —Findhorn renegó salvajemente a media voz—. Me pregunto quién sería el genio con orejas de asno en Singapur a quien se le ocurriría esto.
—No lo sé, señor —respondió impasible McKinnon.
Findhorn le miró vivamente y después apartó la vista.
—La pregunta era meramente retórica, McKinnon —dijo fríamente. Su voz bajó casi una octava y continuó hablando, sin dirigirse a nadie en particular, como un hombre que pensara en voz alta, y a quien sus pensamientos distaran mucho de agradarle:
—Si vamos hacia el norte, las probabilidades de llegar a la altura de Rhio y regresar otra vez son menos que remotas: no tenemos ninguna. No vayamos a engañarnos con todo esto. Puede ser una trampa…, y probablemente lo es: el Kerry Dancer salió antes que nosotros y ya tendría que haber pasado por Rhio hace seis horas. Si no es una trampa, la probabilidad estriba en que el Kerry Dancer esté hundiéndose en estos momentos, o se haya hundido ya. Incluso si se mantiene a flote, el fuego tiene que haber obligado a los pasajeros y a la tripulación a abandonar el buque. Si están nadando por allí, la mayor parte de ellos son hombres heridos, y quedarán muy pocos de ellos al cabo de las seis o siete horas que necesitamos para llegar a su altura.
Findhorn se interrumpió durante un rato, encendió un cigarrillo, desafiando las instrucciones de la compañía y sus propias órdenes, y siguió hablando con la misma monotonía en su voz.
—Pueden haber utilizado sus botes, si les quedó alguno después de que las bombas, las ametralladoras y el fuego hubieron realizado su tarea. En pocas horas, todos los supervivientes pueden llegar a una isla o a varias de ellas. ¿Qué probabilidad tenemos de encontrar la isla que nos interesa en plena oscuridad y en medio de una tormenta, suponiendo que fuéramos lo bastante locos o lo bastante suicidas como para meternos en los estrechos de Rhio, despreciando todo el mar libre de que ahora disponemos, en medio de un tifón? —Gruñó indignado al introducírsele una espiral de humo en sus fatigados ojos (el capitán Findhorn no había abandonado el puente en toda la noche), miró con viva sorpresa, como si fuera la primera vez que lo viera, el cigarrillo que tenía entre los dedos, lo dejó caer y lo aplastó con el tacón de su zapato de lona blanca. Se quedó mirando la aplastada colilla durante largo rato después de haberse apagado, y después levantó la vista, dejándola recorrer lentamente sobre los cuatro hombres que había en el puente de mando. La mirada nada significaba; Findhorn no habría incluido nunca al timonel, al contramaestre o al cuarto oficial en sus consultas—. No encuentro la menor justificación para arriesgar el buque, la carga y nuestras vidas en una búsqueda descabellada.
Nadie dijo nada, nadie se movió. El silencio reinó de nuevo, pesado, cargado de presagios, impenetrable. El aire permanecía encalmado y sofocante; la tempestad se aproximaba, tal vez. Nicolson se apoyaba en el armario de banderas, con sus ojos fijos en sus brazos cruzados. Los demás miraban fijamente al capitán. Entretanto, el Viroma seguía apartándose de su ruta, diez, acaso doce grados, y continuaba apartándose.
La errante mirada del capitán Findhorn se posó finalmente en Nicolson. El aire de abstracción de los ojos del capitán desapareció al mirar a su primer oficial.
—¿Y bien, Mr. Nicolson? —preguntó.
—Tiene usted toda la razón, señor, desde luego. —Nicolson levantó la vista, y contempló desde la ventana el palo del trinquete que se balanceaba lenta y suavemente, bajo el impulso del oleaje cada vez más intenso—. Hay mil probabilidades contra una de que se trate de una trampa, o bien, en el caso de que no lo sea, el barco, la tripulación y los pasajeros habrán desaparecido ya de un modo u otro. —Miró gravemente al timonel, a la brújula, y después a Findhorn otra vez—. Pero ya que veo que nos hemos separado diez grados de nuestro rumbo, y que seguimos virando hacia estribor, bien podemos ahorrarnos preocupaciones y continuar virando hacia estribor. La derrota será aproximadamente de 320, señor.
—Gracias, Mr. Nicolson. —Findhorn dejó escapar un largo suspiro casi imperceptible. Se dirigió a Nicolson con su pitillera abierta—. Solamente por esta vez, vamos a mandar las reglas al diablo. Mr. Vannier, tiene usted la posición del Kerry Dancer. Haga el favor de indicarle el derrotero al timonel.
Lenta, pero firmemente, el gran buque aljibe viró en redondo, enfilando de nuevo hacia el noroeste, en dirección a Singapur, hacia el centro de la amenazadora tormenta.
Mil contra una eran las posibilidades que Nicolson hubiera ofrecido; el capitán le habría apoyado en ello, e incluso hubiera ido más allá; pero ambos se habrían equivocado. No había trampa alguna. El Kerry Dancer se mantenía aún a flote, y no había sido abandonado…, por lo menos por completo.
Aún estaba a flote a las dos de aquella tarde bochornosa e irrespirable, a mediados de febrero de 1942, pero con todo el aspecto de no seguir flotando durante mucho tiempo. Se hallaba medio hundido, sumergiéndose por la parte de proa y escorando tan profundamente a estribor que la barandilla de la cubierta de la sentina desaparecía en el agua, volviendo después a emerger, según el oleaje asaltase la inclinada cubierta o retrocediera, como las olas al romperse en una playa.
El mástil de proa había desaparecido, cortado a una altura de unos seis pies sobre la cubierta; un profundo y oscuro, agujero, aún humeante, mostraba el lugar donde había estado la chimenea. El puente resultaba irreconocible. No era más que un montón de planchas de acero retorcidas y ángulos de hierros rotos, que destacaban con una silueta absurda y surrealista contra un cielo color de bronce. El castillo de proa, y los dormitorios de la tripulación situados a proa de la sentina, daban la impresión de haber sido abiertos con un gigantesco abrelatas. Las lumbreras del costado del buque habían desaparecido por completo y no quedaban restos de las áncoras, de los cabrestantes, ni de las grúas de proa; claro resultado, toda esta destrucción del castillo de proa, de una bomba que había atravesado la débil protección de acero de la cubierta, y no había estallado hasta que hubo penetrado en las profundidades del buque. Nadie que estuviera allí pudo darse cuenta siquiera, pues la letal explosión debió haber sido más rápida que sus propios efectos. A popa, los departamentos de madera situados en la cubierta superior y en la inferior habían ardido enteramente, desapareciendo casi por completo hasta la altura de la sentina de popa, pudiéndose ver el cielo y el mar a través de su desolada y retorcida armazón.
Era imposible que seres humanos pudieran haber sobrevivido al insoportable y abrasador calor de metal, que había convertido el Kerry Dancer en un calcinado y muerto pecio que se dirigía imperceptiblemente en dirección sudoeste, hacia los estrechos de Abang y hacia la lejana Sumatra. Ciertamente, no había signos de vida en la cubierta del Kerry Dancer; ningún signo de vida en parte alguna, ni arriba ni abajo. Un esqueleto desierto y silencioso, el cadáver de un casco a la deriva por el mar de China… Pero quedaban veintitrés personas aún con vida en el castillo de popa del buque.
Sin embargo, a algunas de ellas no les restaba mucho tiempo de vida. Eran los soldados heridos, los que habían sido llevados en camillas, moribundos ya antes de zarpar el buque de Singapur, y a la mayoría de los cuales la conmoción del impacto de las bombas y el abrasador fuego que se había concentrado en las proximidades de la cubierta inferior de popa, habían destruido los débiles recursos y la voluntad de vivir que aún les quedaban, o al menos, disminuido las probabilidades de recobrarse. Podría haberles quedado alguna débil esperanza, si les hubieran sacado de aquella atmósfera sofocante mientras todavía hubo tiempo para ello, y les hubieran trasladado a las balsas y a los botes. Pero no pudieron hacerlo. A los pocos segundos de caer la primera bomba, alguien había cerrado desde fuera las ocho grapas que aseguraban la única puerta que daba acceso a la cubierta superior.
A través de esa puerta ennegrecida por el humo, un hombre profería de vez en cuando un grito, no de dolor, sino de un angustioso recuerdo que desgarraba a una mente oscurecida. También se oían sollozos de otros hombres gravemente heridos, pero tampoco eran gemidos de dolor. La enfermera eurasiática disponía de todas las drogas y sedantes que necesitaba. No eran gemidos de dolor, sino el débil e inconsciente murmullo de hombres moribundos. De vez en cuando, podía oírse la voz de una mujer, confortante, consoladora, cuyo dulce sonido era contrarrestado a veces por la profunda e irritada voz baja de un hombre. Pero casi siempre se oía solamente la ronca voz de los hombres, y muy raramente, los trémulos y profundos suspiros, el desamparado y solitario sollozo de un niño.
Durante el breve crepúsculo tropical, el mar tenía un color lechoso a todo lo largo del horizonte. Pero no era así en las cercanías. Alrededor era verde y blanco. Podían verse grandes masas verticales de color verde, coronadas y orladas por la espuma que llevaba el viento, olas que se derrumbaban formando una hirviente y agitada caldera vivamente fosforescente y que cubrían de blanca espuma las bajas y anchas cubiertas del Viroma, sumergiendo las escobillas, las tuberías, las válvulas, y a veces los aparejos y las pasarelas que unían popa y proa a ocho pies de altura sobre la cubierta. Pero lejos del buque, tan lejos como podía alcanzar la vista en la noche que empezaba a caer, no había nada más que la etérea y deslumbrante blancura de las crestas de las olas aplanadas por el viento y un sutil polvo de espuma.
El Viroma, con su única hélice girando al máximo de revoluciones, cabeceaba y se balanceaba en su recorrido hacia el norte a través de la tempestad. Su rumbo debía ser noroeste, pero el viento de cincuenta nudos que le azotaba por el costado de estribor, casi sin previa advertencia, y con el típico impacto del tifón en forma de una ola que avanza con la velocidad de un tren expreso, lo habían desviado de su derrotero, impulsándolo hacia el suroeste en dirección a Sebanga. Se hallaba ahora en alta mar, violentamente zarandeado y cabeceando trágica y monótonamente, mientras las gruesas y amenazadoras moles de agua se estrellaban contra los costados de su proa y pasaban por encima y por debajo de ella. Se estremecía cada vez que sus costados quedaban aprisionados entre dos olas, después temblaba y crujía cada pulgada de los cuatrocientos sesenta pies de su eslora, cuando los costados se levantaban y se libraban de la presión de la catarata de agua blanquecina. El Viroma estaba sufriendo un castigo demasiado severo, pero para este fin estaba construido.
En el lado de estribor del puente, envuelto en un impermeable, acurrucado tras la insuficiente protección de lona, y con los ojos semicerrados a causa de la incesante cortina de lluvia, el capitán Findhorn atisbaba en la amenazadora oscuridad. No parecía preocupado; su rostro rollizo se mostraba tan tranquilo e impasible como siempre, pero, en realidad, algo le hacía pensar profundamente, y no era la tempestad. El terrible balanceo del Viroma, el explosivo y escalofriante impacto del casco al bajar a plomo, sumergiéndose hasta los canales de los escobenes en el rugiente mar, habría constituido una experiencia insuperable para cualquier hombre de tierra adentro; en cambio, el capitán Findhorn apenas se daba cuenta. Un buque cisterna a plena carga tiene un centro de gravedad notablemente bajo, con la correspondiente estabilidad, lo que no le impedía balancearse del mismo modo, pero lo que importa no es la magnitud del cabeceo, si no que el buque se recobre de él, y un buque cisterna siempre lo logra: su sistema de mamparos dobles, completamente estancos, le confiere una resistencia enorme, y con las pequeñas escotillas de acceso herméticamente cerradas, la uniforme y lisa superficie de acero de sus cubiertas lo convierte en algo muy semejante a un submarino. Por lo que se refiere al viento y al agua, un buque cisterna es virtualmente indestructible. El capitán Findhorn no estaba preocupado por el Viroma.
Tampoco estaba preocupado por él. El capitán Findhorn no tenía nada que le pudiera preocupar, en el sentido literal de la palabra: tenía mucho que recordar de su pasado, pero nada que lógicamente pusiera en peligro su futuro. Siendo como era el decano de los comandantes de la Compañía Angloárabe de buques cisternas, ni el mar ni sus jefes podían ofrecerle otra cosa que dos años más de servicio, el retiro y una pensión satisfactoria. Cuando se retirase, no tenía ningún sitio al que dirigirse: su casa, durante los últimos ocho años, un modesto bungalow situado junto a la carretera de Bukit Timor, en las afueras de Singapur, había sido destruida por las bombas a mediados de enero. Sus hijos, dos gemelos que habían sostenido siempre que un hombre que se ganaba la vida en el mar necesitaba que su cerebro fuera examinado con frecuencia, se habían incorporado a la R.A.F. al estallar la guerra, y habían muerto pilotando sus Hurricanes, uno sobre Flandes, el otro sobre el Canal. Su esposa, Ellen, había sobrevivido sólo unas pocas semanas al segundo hijo. Un fallo cardíaco, según había dicho el médico, lo que representaba el exacto equivalente científico de un corazón destrozado. El capitán Findhorn no tenía por qué preocuparse de nada en el mundo por lo que a su persona se refería.
Pero el egoísmo no había sentado sus raíces en la naturaleza del capitán Findhorn, y el vacío que a él le rodeaba no le había despojado de su preocupación por aquellos para quienes la vida significaba todavía mucho. Pensaba en los hombres bajo su mando, hombres que no eran como él, sino hombres con padres y con chiquillos, esposas y novias, y se preguntaba qué justificación moral podía tener, si es que la había, en arriesgar la vida de aquellos que no eran combatientes, llevándoles hacia el enemigo. Se preocupaba también por el carburante que llevaba bajo sus pies, por su justificación en arriesgar un cargamento de incalculable valor, de urgente necesidad para su país… El pensamiento de la pérdida que podría representar para su compañía lo rechazó con un encogimiento de hombros, lleno de indiferencia. Por último, y más profundamente que todo lo demás pensó en su primer oficial durante los tres últimos años, John Nicolson.
No conocía ni comprendía a John Nicolson. Alguna mujer, tal vez, lo lograría un día, pero dudaba que hombre alguno fuera nunca capaz de ello. Nicolson era un hombre con dos personalidades, ninguna de las cuales tenía nada que ver en absoluto con sus deberes profesionales, o con su manera de cumplir con ellos, que era excepcional: a punto de conseguir el mando de un buque en la flotilla de la Compañía Angloárabe, Nicolson era considerado por el capitán Findhorn como el mejor oficial que había tenido bajo sus órdenes en los treinta y tres años que llevaba de comandante: siempre competente cuando se trataba de cuestiones de competencia, brillante cuando la simple competencia no bastaba, John Nicolson nunca cometía error alguno. Su eficiencia era casi inhumana. «Inhumano —pensó Findhorn—, esto es». En eso consistía el otro carácter. Normalmente, Nicolson era cortés, considerado, incluso de un humor afable; y, de repente, un extraño cambio se operaba en él y se volvía distante, remoto, frío…, y, sobre todo, insensible.
Tenía que haber un eslabón, un punto en el que se encontraran los dos Nicolson, algo que provocara la transición de una personalidad a la otra. El capitán Findhorn ignoraba lo que pudiera ser. Ni siquiera conocía la naturaleza del tenue vínculo que existía entre Nicolson y él. No es que estuviera unido a Nicolson, pero estaba seguro de que se sentía más unido a él que a cualquiera de sus conocidos. Podía ser por el hecho de que los dos fueran viudos, pero no se trataba de eso. Podría ser (los dos puntos de semejanza eran sorprendentes), porque ambas esposas hubieran vivido en Singapur, la de Nicolson durante su primer período de cinco años de servicio en el Lejano Oriente, la suya durante el segundo período. Ambas habían muerto con una semana de diferencia, y a un centenar de yardas de distancia la una de la otra. Mrs. Findhorn había muerto en su casa, de pena; Caroline Nicolson en el choque de un automóvil lanzado a gran velocidad, casi junto a la verja pintada de blanco del bungalow del capitán Findhorn, víctima de un borracho perdido que escapó sin el menor rasguño.
El capitán Findhorn se enderezó, arropó su cuello con la toalla, limpió la sal de sus ojos y sus labios y miró a Nicolson, que estaba en el extremo opuesto del puente. Estaba enhiesto, sin buscar la protección de la mampara, con sus manos descansando ligeramente sobre el borde del puente, los ojos de color azul intenso recorriendo lentamente el tenebroso horizonte, el rostro impasible e indiferente. John Nicolson concedía la misma importancia al viento y a la lluvia, que al calor sofocante del Golfo Pérsico o a las duras tempestades de aguanieve del Scheldt en enero. Era inmune a todo ello, se mostraba siempre indiferente a todo. Resultaba imposible descubrir qué era lo que estaba pensando.
El viento empujaba ahora hacia atrás, aumentando en violencia. Casi se extinguía el breve crepúsculo tropical, pero el mar continuaba teniendo un tinte lechoso que se extendía hasta la oscuridad lejana. Findhorn podía observar su brillante fosforescencia a babor y estribor, curvándose en una oleada en forma de inmensa herradura alrededor de la popa, pero más allá no podía distinguir absolutamente nada. El Viroma embestía ahora en dirección norte, directamente hacia el seno de la galerna, y la lluvia que caía copiosamente, extrañamente fría después del calor del día, barría casi horizontalmente de proa a popa las cubiertas y el puente, acribillando su rostro con millares de diminutas gotas y llenando de lágrimas sus doloridos ojos. Incluso con los ojos cerrados hasta formar dos estrechas rendijas, la lluvia penetraba en ellos cegándolos. Componían un grupo de hombres ciegos, que andaban a tientas por un mundo en tinieblas, y el fin de este mundo estaba donde ellos.
El capitán Findhorn sacudió la cabeza con una impaciencia compuesta a partes iguales de ansiedad y exasperación, y llamó a Nicolson. Este no pareció haberle oído. Findhorn formó bocina con las manos y llamó otra vez, comprendiendo entonces que lo que de su voz no era arrastrado por el viento, quedaba ahogado por el crujido del casco al sumergirse y por el agudo gemido de las drizas y el cordaje. Se acercó a Nicolson, le golpeó en el hombro, indicó con la cabeza la cabina del timonel y entró en ella. Nicolson le siguió. Tan pronto como estuvo dentro, Findhorn esperó un movimiento oportuno de las olas, aprovechó la inclinación del barco para correr la puerta deslizante, y la cerró. El cambio de la lluvia incesante, del viento y del rugido del mar a la sequedad, calor y quietud casi milagrosa, resultó tan brusco, tan completo, que alma y cuerpo necesitaron varios segundos para acostumbrarse a él.
Findhorn se secó la cabeza con la toalla, se dirigió a la ventana que daba a babor, y miró por la pantalla visual, una lámina interior de vidrio de forma circular movida a gran velocidad por un motor eléctrico. En condiciones normales de viento y de lluvia, la fuerza centrifuga es suficiente para mantener limpia la pantalla, y proporcionar una relativa visibilidad. Las condiciones de aquella noche no tenían nada de normal, y la gastada correa de transmisión, de la que carecían de recambio, resbalaba peligrosamente. Findhorn gruñó disgustado y se apartó de ella.
—¿Qué le parece esto, Mr. Nicolson?
—Lo mismo que a usted, señor. —No llevaba gorra y su rubio cabello estaba aplastado contra su cabeza y su frente—. No puedo ver más acá de mis narices.
—No me refería a eso.
—Lo sé. —Nicolson sonrió, y procuró mantener el equilibrio ante el repentino y violento balanceo que siguió a un choque terrible que estremeció las ventanas de la cabina—. Es la primera vez que podemos considerarnos seguros desde hace una semana.
Findhorn asintió.
—Probablemente está usted en lo cierto. Ni un loco saldría a buscarnos en una noche como ésta. Valiosas horas de seguridad, Johnny —murmuró a media voz—, y sería mejor que las empleáramos situando unas cuantas millas, más valiosas todavía, entre nosotros y nuestros amigos los japoneses.
Nicolson le miró y apartó la mirada. Era imposible saber lo que estaba pensando, pero Findhorn adivinaba alguno, por lo menos, de sus pensamientos, y juró para sus adentros. Lo estaba presentando tan fácil como era posible. Nicolson no tenía más que mostrarse de acuerdo con él.
—Las posibilidades de que haya supervivientes allí son remotas —continuó Findhorn—. Fíjese en la noche. Nuestras esperanzas de salvar a alguien resultan más remotas todavía. Repito, fíjese cómo está la noche y que además, como usted dice, no podemos ver más allá de nuestras narices. Y las probabilidades de estrellarnos nosotros contra un arrecife, o incluso contra una isla de respetable tamaño, van en aumento. —Miró hacia afuera por la ventana lateral, y contempló la furiosa lluvia y las bajas y velocísimas nubes—. No tenemos esperanza alguna de ver la luz de una estrella mientras dure todo esto.
—Nuestra probabilidad es extraordinariamente lejana —admitió Nicolson. Encendió un cigarrillo, volvió a meter automáticamente la apagada cerilla en la caja, y observó el humo azul retorciéndose perezosamente bajo la suave luz de la bitácora, mirando después a Findhorn—. ¿Qué opina usted de las posibilidades de que existan supervivientes del Kerry Dancer, señor?
Findhorn contempló el helado azul de aquellos ojos, apartó la vista, y no contestó.
—Si lograran trasladarse a los botes antes de que el tiempo empeorase, en estos momentos estarían en una isla —continuó Nicolson, tranquilamente—. Hay allí docenas de ellas. Por otra parte, si no pudieron conseguirlo, hace ya tiempo que han muerto… En una docena de éstos buques costeros no podría encontrarse ni un solo bote servible. Si quedan algunos supervivientes a quienes se pueda salvar, éstos se encuentran a bordo del Kerry Dancer. Ya sé que es una aguja en un pajar, pero una aguja mayor que una viga de madera.
El capitán Findhorn se aclaró la garganta.
—Estoy de acuerdo en todo esto, Mr. Nicolson…
—Estará a la deriva, en dirección más o menos hacia el sur —interrumpió Nicolson. Consultó el mapa que había sobre la mesa—. Dos nudos, acaso tres. Rumbo a los Estrechos de Merodong…, y obligado a embarrancar a última hora de la noche. Podríamos virar un poco a babor, pasando a buena distancia de la isla de Mesana y echar un vistazo.
—Supone usted muchas cosas —dijo lentamente Findhorn.
—Lo sé. Hablo bajo la suposición de que no se ha hundido hace ya horas. —Nicolson sonrió brevemente, o quizá fue sólo una mueca, ya que reinaba ahora la oscuridad en la cabina del timonel—. Acaso me sienta esta noche un poco aventurero. Tal vez es que mi sangre escandinava sale a flote… Dentro de una hora y media estaremos allí. Incluso con esta mar gruesa, no necesitaremos más de dos horas.
—¡Muy bien, maldición! —exclamó Findhorn irritado—. Dos horas más y regresamos. —Consultó la esfera luminosa de su reloj—. Son ahora las seis y veinticinco minutos. Le concedo hasta las ocho y veinticinco. —Dio unas breves órdenes al timonel, giró en redondo y siguió a Nicolson que estaba aguantando la puerta abierta, luchando contra el monstruoso cabeceo del Viroma. Una vez fuera, el viento ensordecedor era una inflexible e irresistible pared que les clavó irremediablemente donde estaban, durante interminables segundos, contra el costado de popa del puente, mientras luchaban por respirar. La lluvia no era ya lluvia, sino un diluvio que caía horizontalmente, frío como la nieve, cortante como el filo de una navaja, que daba la impresión de llegar hasta los huesos de sus descubiertas caras y frentes; el viento en el cordaje no era ya un gemido sino un aullido ululante, más allá de todo registro, que destrozaba los oídos. El Viroma navegaba en el centro del tifón.