Sofocante, densa, impenetrable, la humareda se extendía como un sudario sobre la ciudad moribunda. Cada edificación, cada zona de oficinas y cada casa, tanto las intactas como las destruidas por las bombas, se hallaban sumergidas en ella, envueltas en la oscura uniformidad de sus suaves remolinos. Cada callejuela, cada dársena del muelle aparecía oculta por el humo que se extendía por doquier, sulfuroso y maligno, sin moverse apenas en la tranquila atmósfera de la noche tropical.
A primeras horas de la tarde, cuando el humo se elevaba solamente de los edificios incendiados en el centro de la ciudad, se habían producido anchos e irregulares claros en él, y las estrellas habían podido ser observadas brillando en el cielo vacío. Pero un ligero cambio en la dirección del viento terminó ocultando aquellos claros, y había traído consigo la turbulenta y cegadora humareda del petróleo de los depósitos destruidos en las afueras de la ciudad. Nadie sabía de dónde procedía la humareda. Acaso del aeródromo de Kallang, o de la central eléctrica. Podía también haber llegado a través de la isla, procedente de la base naval situada al norte, quizá de las instalaciones petroleras de las islas de Pulo Sambo y Pulo Sebarok, a cuatro o cinco millas de distancia. Nadie lo sabía. Lo único que se podía saber era lo que uno veía, y la oscuridad de aquella medianoche era casi total. Difícilmente podía distinguirse claridad alguna, ni siquiera en los edificios incendiados, pues éstos ya habían ardido hasta su completa destrucción, y las últimas ascuas y las diminutas llamas se estaban extinguiendo, como la vida misma de Singapur.
Era una ciudad moribunda; el silencio de la muerte parecía envolverla ya. De vez en cuando una granada emitía un agudo silbido por encima de los tejados, hasta estallar inofensiva en el agua, o estallar produciendo un breve estruendo y un fogonazo de luz al caer en un edificio. Pero el fragor y la luz se extinguían y sofocaban al instante entre la humareda que lo cubría todo; tenían una especial calidad incorpórea, parecían parte natural e integral del misterio y de la remota irrealidad de la noche, y hacían que el silencio reinara de nuevo más profundo e intenso que antes. De cuando en cuando, entre Fort Canning y Pearls Hill, más allá del límite noroeste de la ciudad, se oía el irregular tableteo de fuego de fusiles y ametralladoras; pero también esto resultaba lejano e irreal, como un eco distante en medio de un sueño. Todo tenía aquella noche la misma apariencia de sueño, sombrío y absurdo: incluso los pocos que todavía se movían lentamente por las calles cubiertas de cascotes y casi desiertas de Singapur eran como los personajes errantes y sin rumbo de un sueño, vacilantes, indiferentes y torpes, tropezando entre los remolinos de humo, ciegos, como diminutas figuras perdidas, buscando a tientas, sin esperanza, entre la niebla de una pesadilla.
Avanzando lenta e inseguramente por las oscuras calles, el reducido grupo de soldados, acaso un par de docenas en total, seguía su camino hacia el puerto, como hombres muy viejos y muy cansados. Por su aspecto, todos parecían ancianos; andaban con pasos vacilantes, con las cabezas bajas y los hombros caídos como los viejos, aunque no lo eran (el mayor de ellos no tenía treinta años); pero estaban terriblemente cansados, tanto, que habían alcanzado aquella indiferencia total que produce el agotamiento, en la que nada importa ya, y en la que resulta más fácil seguir andando a tropezones que detenerse. Cansados y enfermos, heridos y deshechos por sus dolencias, realizaban cada una de sus acciones sin pensar, automáticamente, interrumpidos por completo sus actos conscientes. Pero el total agotamiento físico y mental aporta también sus ventajas, sus propias drogas y antídotos, y con los ojos apagados y sin vida fijos en el suelo, y sosteniéndose, a pesar de todo, sobre sus titubeantes pies, lo demostraban claramente: cualesquiera que fuesen aún sus sufrimientos físicos, por lo menos habían dejado de recordar.
En aquel momento ya no se acordaban de la horrible pesadilla que habían vivido durante los dos meses últimos, de las privaciones, del hambre, de la sed, de las heridas, de las enfermedades y del miedo, mientras los japoneses les acosaban a lo largo de la interminable península de Malaya, a través de la ahora destruida calzada de Johore, hasta llegar a la ilusoria seguridad de la isla de Singapur. Ya no se acordaban de sus camaradas desaparecidos, de los gritos del confiado centinela al ser asesinado en medio de la hostil oscuridad de la jungla, de los aullidos diabólicos de los japoneses al asaltar las posiciones defensivas, apresuradamente preparadas, en aquella hora negra que precede al amanecer. Ya no se acordaban de aquellos desesperados y suicidas contraataques que no lograban más que unas pocas yardas cuadradas de terreno, a precio terrible, reconquistadas inútilmente por pocos instantes, y que no les ofrecía más que el espectáculo de los cuerpos horriblemente torturados y mutilados de sus compañeros prisioneros y de los civiles que habían andado poco remisos en colaborar con el enemigo. Ya no se acordaban de su rabia, su aturdimiento y su desesperación, cuando el último de los cazas Brewster, y más tarde los Hurricanes fueron barridos del cielo, dejándoles por completo a merced de la aviación japonesa. Incluso su profunda decepción ante las noticias, cinco días antes, del desembarco de las tropas japonesas en la propia isla, y su amargura cuando la cuidadosamente trazada leyenda de la inexpugnabilidad de Singapur se derrumbó ante sus ojos, se había desvanecido de sus memorias. Ya no se acordaban de nada. Estaban demasiado extenuados y enfermos, heridos y débiles, para recordar. Aunque un día no muy cercano, si vivían, recordarían, y entonces podrían comprobar que ninguno de ellos volvería a ser el mismo de antes. Pero, entretanto, sólo andaban a tropezones, los ojos fijos en el suelo, las cabezas hundidas en los hombros, sin ver adónde iban, sin preocuparse por lo que pudiera suceder.
Pero había un hombre que miraba y que se preocupaba. Andaba lentamente en cabeza de la doble fila de hombres, enfocando de vez en cuando una linterna, mientras buscaba el camino entre los escombros que obstruían la calle, y comprobaba una y otra vez la dirección de su marcha. Era un hombre bajo, y de constitución endeble, el único de la comitiva que llevaba un kilt, y se cubría la cabeza con un balmoral[1]. Solamente el cabo Fraser conocía la procedencia del kilt; desde luego, no lo llevaba durante la retirada hacia el sur de Malaya.
El cabo Fraser estaba tan cansado como cualquiera de los demás. También sus ojos estaban ribeteados de rojo e inyectados en sangre, y su cara tenía el color grisáceo y el aspecto cansado del que sufre malaria o disentería, o ambas cosas a la vez. Andaba con su hombro izquierdo mucho más alto que el derecho, llegándole casi hasta la oreja, como si sufriera algún defecto físico, pero no existía tal deformidad. El bulto lo producía sólo un paquete de gasas y un vendaje que un enfermero había improvisado precipitadamente bajo su camisa, en un desesperado intento de detener la hemorragia procedente de una fea herida de metralla. En su mano izquierda llevaba un fusil ametrallador Bren, y su peso de veintitrés libras casi sobrepasaba lo que su cuerpo debilitado podía llevar, y hacía que su brazo derecho se inclinara hacia abajo y que su hombro izquierdo se levantara hasta casi la altura de la oreja.
La inclinación lateral, el balmoral bailoteando sobre su cabeza, y el kilt flotando suelto sobre sus flacas piernas, hacían que el aspecto del hombre resultara grotesco y ridículo. Pero no había nada de grotesco ni de ridículo en el cabo Fraser. Era pastor de los Cairngorms, para quien las privaciones y los trabajos más duros formaban parte de su misma vida y estaba acostumbrado a recurrir a sus últimas reservas de voluntad y resistencia. El cabo Fraser continuaba siendo la estampa de un soldado, del mejor tipo de soldado. El deber y la responsabilidad seguían haciendo sentir sobre él su peso; su propio sufrimiento y sus debilidades no existían, y sus pensamientos se dirigían únicamente a los hombres que avanzaban tambaleándose detrás de él. Dos horas antes, el oficial que mandaba su confusa y desorganizada compañía en los límites del norte de la ciudad, había ordenado a Fraser que condujera a todos los heridos que pudieran andar, y a aquellos que los demás pudieran transportar, fuera de la línea de fuego, hasta algún sitio relativamente tranquilo y seguro. Era solamente una orden rutinaria; el oficial lo sabía y Fraser también, ya que las últimas defensas se estaban derrumbando y Singapur estaba perdido. Antes de que transcurriera el siguiente día, todos los hombres que había en la isla de Singapur estarían muertos, heridos o prisioneros. Pero órdenes eran órdenes, y el cabo Fraser seguía marchando penosamente en dirección a la ensenada de Kallang.
De cuando en cuando, al llegar a algún punto despejado de la calle, se hacía a un lado y dejaba que sus hombres desfilasen lentamente ante él. Era dudoso que ninguno de ellos llegara a fijarse en lo que hacía, tanto los que estaban muy graves y eran llevados en camillas, como aquellos que los transportaban. Y cada vez, el cabo Fraser tenía que esperar al último de la comitiva, un jovenzuelo alto y delgado, cuya cabeza se balanceaba de un lado a otro, mientras murmuraba continuamente para sí, con una voz pastosa e incoherente. El joven soldado no padecía de malaria ni de disentería, ni tenía herida alguna, pero era el más enfermo de todos. Cada vez que Fraser le cogía por el brazo y le empujaba para que se uniera al resto del grupo, el muchacho apresuraba su paso sin protestar, mirando solamente al cabo Fraser con ojos indiferentes, carentes por completo de agradecimiento. Fraser le miraba vacilante, movía la cabeza y se daba prisa en alcanzar de nuevo la cabeza de la columna.
En una tortuosa callejuela llena de humo, un niño lloraba en la oscuridad. Era un niño muy pequeño, no tendría más de dos años y medio. Sus ojos eran azules, su cabello rubio y su tez muy blanca, pero sucia del polvo y las lágrimas. Llevaba puestos únicamente una delgada camisa y unos pantalones cortos color caqui, con tirantes. Sus pies estaban descalzos y no cesaba de temblar.
La criatura era presa de un llanto angustioso, que se perdía en la noche, porque no había nadie que pudiera oírle o prestarle la más mínima atención. Lloraba débilmente, emitiendo unos sollozos sofocados, que alternaba con largos y profundos suspiros. De vez en cuando se frotaba los ojos con los nudillos de sus puños, pequeños y sucios, como suelen hacer los chiquillos cuando están cansados, y con el dorso de sus manos trataba de mitigar las molestias que le causaba el humo negro que azotaba constantemente sus ojos llenos de lágrimas.
El pequeño lloraba porque se sentía muy cansado, y ya había transcurrido mucho tiempo desde la hora en que acostumbraba acostarse. Lloraba porque tenía hambre y sed y temblaba de frío. (Hasta una noche tropical puede resultar fría). Lloraba porque se sentía confuso y asustado, porque no sabía dónde estaba su casa ni dónde estaba su madre; había estado con su vieja amah, su niñera malaya, en un bazar cerca de allí, quince días antes, y era demasiado pequeño e inocente para comprender el significado de los bombardeados y calcinados escombros que les esperaban a su regreso. El y su madre tenían que embarcar en el Wakefield, el último buque de tonelaje que debía zarpar de Singapur, aquella misma noche del veintinueve de enero… Pero lloraba, sobre todo, porque estaba solo.
Anna, su vieja niñera, estaba recostada en un montón de escombros junto a él, como si estuviera profundamente dormida. Había estado durante horas recorriendo con él las oscuras calles, le había llevado en brazos durante las últimas dos horas, hasta que de pronto lo dejó en el suelo, se llevó ambas manos al corazón y se desplomó, diciendo que quería descansar. Ya hacía media hora que estaba allí, inmóvil, su cabeza caída sobre el hombro, sus ojos abiertos de par en par y sin movimiento alguno. Al principio, el niño se había acercado una o dos veces a ella para tocarla, pero ahora se mantenía alejado, temeroso de mirarla y de tocarla, con un vago conocimiento, sin conocer la causa, de que el descanso de la anciana niñera duraría mucho tiempo.
Tenía miedo de irse y miedo de quedarse, y entonces dirigió otra mirada, a través de sus dedos puestos en forma de reja, a la anciana, y sintió de pronto más miedo de quedarse que de marcharse de allí. Avanzó por la callejuela, sin saber dónde iba, tropezando y cayéndose sobre los ladrillos y las piedras, levantándose y volviendo a echar a correr, sin dejar de llorar y de temblar en la fría noche. Al final de la callejuela, una alta y demacrada figura cubierta con un andrajoso sombrero de paja, se quitó las correas de su rickshaw e intentó alcanzar al chiquillo. El hombre tenía buenas intenciones. Aun siendo, como era, un hombre enfermo —la mayor parte de los conductores de rickshaws de Singapur solían morir antes de transcurridos cinco años de ejercer el oficio—, era capaz de sentir compasión por los demás, especialmente por los chiquillos. Pero el pequeño sólo vio una figura alta y amenazadora que salía de las tinieblas, esquivó las manos que se le tendían y corrió a través de la callejuela, hacia la desierta calle, y hacia la oscuridad que venía después. El hombre no intentó nuevos movimientos, se limitó a arroparse con su manta y se unció de nuevo a su rickshaw.
Igual que el niño, dos de las enfermeras sollozaban en silencio mientras avanzaban trabajosamente. Pasaban junto al único edificio que seguía ardiendo en el barrio comercial de la ciudad, e inclinaban sus cabezas para evitar el calor de las llamas; pero, a pesar de ello, era posible ver la forma ligeramente aplanada de sus agachados rostros, y sus oblicuos ojos. Las dos eran chinas, raza que no suele dar rienda suelta a sus emociones, pero ambas eran muy jóvenes, y se encontraban en el camión de la Cruz Roja que la explosión de una granada había lanzado a la cuneta, cerca de la salida sur de la carretera de Bukit Timor. Ambas habían sido violentamente zarandeadas, y se sentían todavía mareadas y aturdidas.
Otras dos eran malayas. Una era joven, tan joven como las dos enfermeras chinas, y la otra era una mujer de mediana edad. Los ojos de la más joven, enormes y negros como el hollín, estaban dilatados por el terror, y mientras corría miraba nerviosamente por encima de su hombro. El rostro de la de más edad era una máscara de casi completa indiferencia. De vez en cuando trataba de protestar por la rapidez de la marcha, pero era incapaz de hacerse entender: también ella había estado muy cerca de la explosión, y sus cuerdas vocales habían quedado agarrotadas, quizá temporalmente, aunque era todavía prematuro predecirlo. Una o dos veces levantó la mano como para indicar un alto a la enfermera que guiaba el grupo, la que imprimía tanta viveza al paso, pero la otra se limitó a apartarle el brazo suavemente, pero con firmeza, y siguió avanzando.
La quinta enfermera, la que iba en cabeza, era alta, esbelta y aparentaba unos veinticinco años. Había perdido su cofia cuando la explosión la derribó sobre el suelo del camión, y su cabello espeso y de un negro azulado caía continuamente ante sus ojos. De cuando en cuando se lo echaba hacia atrás con un gesto de impaciencia, y entonces se podía advertir que no era malaya ni china, ni podía serlo con aquellos ojos intensamente azules. Eurasiática tal vez, pero decididamente no era europea. A la mortecina luz amarilla, era imposible distinguir su tez, el color de su piel, que de todos modos estaba sucia de barro y polvo. Incluso bajo aquella costra polvorienta, se podía ver una especie de larga cicatriz en su mejilla izquierda.
Era la que guiaba el grupo, y se había perdido. Conocía Singapur, y lo conocía bien, pero entre la humareda que lo envolvía todo y la oscuridad, era como una forastera perdida en una ciudad desconocida. En alguna parte de los muelles, le habían dicho, había un grupo de soldados, la mayoría de los cuales requerían urgentes cuidados, y si no conseguía reunirse con ellos aquella noche, desde luego ya no podrían atenderles en un campo de prisioneros japonés. Pero a cada minuto que transcurría, aumentaba la impresión de que los japoneses los encontrarían antes. Cuanto más se adentraban por las desiertas calles, tanto más desorientada se sentía. En algún lugar frente al cabo Ru y en la ensenada de Kallank acaso pudiera encontrarles, le habían dicho, pero tal como se presentaban las cosas, sin poder encontrar siquiera los muelles, no tenía la menor idea de dónde podría hallarse, en medio de la oscuridad, el cabo Ru.
Pasó media hora, una hora, y hasta sus propios pasos empezaron a flaquear cuando la desesperación se apoderó por primera vez de ella. Nunca podrían encontrar a los soldados, nunca, en esta interminable confusión y oscuridad. Era algo desesperadamente indigno por parte del doctor, el mayor Blackley, haber esperado de ellas que lo consiguieran. Y acompañando a este pensamiento, la joven sabía que no era Blackley el indigno, sino ella: cuando amaneciera, en los arrabales de Singapur, la vida de cualquier hombre o de cualquier mujer carecería de valor alguno. Todo dependía del humor que tuvieran los japoneses al entrar; ella se había encontrado antes con ellos y tenía amargos motivos para recordar el encuentro, y cicatrices que lo atestiguarían durante toda su vida. Cuanto más lejos se hallaran de la primera avidez de sangre de los japoneses, tanto mejor; además, como había dicho el mayor Blackley, ninguna de ellas estaba en condiciones de quedarse durante más tiempo donde estaban. Casi inconscientemente, la joven movió la cabeza, volvió a apresurar su paso y se metió por una calle desierta y oscura.
Terror y desaliento, enfermedad y desesperación, tales eran los elementos que coloreaban y dominaban por completo las existencias del errante grupo de soldados, el niño y las enfermeras, y de docenas de millares de personas más, en aquella medianoche del 14 de febrero de 1942, mientras los triunfantes e invictos japoneses se agazapaban ante las últimas defensas de la ciudad, esperando el amanecer, esperando el asalto, la orgía de sangre y la victoria que debía llegar inevitablemente. Pero para un hombre, por lo menos, no existían ni el miedo, ni el dolor, ni la desesperación.
El hombre alto y ya maduro, en la sala de espera, iluminada por las velas, de unas oficinas situadas al sur de Fort Canning, no tenía conciencia de nada de esto. Sólo tenía conciencia del rápido transcurrir del tiempo, de la más abrumadora urgencia que jamás había experimentado, de la carga casi inhumana de responsabilidad depositada exclusivamente en sus manos. Se sentía consciente de ella, y se consumía hasta excluir todo lo demás, pero ni una señal de ello se reflejaba en la inexpresiva calma del rostro lleno de finos surcos y de color de ladrillo, bajo el mechón de tupido cabello blanco. Acaso la brasa del cigarro birmano que sobresalía garbosamente bajo el hirsuto y blanco bigote y la aguileña nariz, brillaban con demasiada viveza. Estaba sentado con cierta languidez en su sillón de mimbre, pero esto era todo. Según las apariencias exteriores, Foster Farnholme, general de brigada retirado, se hallaba en paz con el mundo.
La puerta que había detrás de él se abrió, y un sargento joven y de aspecto fatigado, entró en la habitación. Farnholme se quitó el cigarro de la boca, volvió calmosamente la cabeza y alzó una espesa ceja en muda interrogación.
—He entregado su mensaje, señor. —La voz del sargento era tan fatigada como su aspecto—. El capitán Bryceland dijo que vendría en seguida.
—¿Bryceland? —Las blancas cejas se enarcaron, formando una raya sobre los hundidos ojos—. ¿Quién diablos es el capitán Bryceland? Mire, hijo, pedí específicamente ver a su coronel, y debo verle inmediatamente. En el acto; ¿me entiende?
—Quizás yo pueda ayudarle. —Había otro hombre ahora en la puerta, detrás del sargento. Hasta con la vacilante luz de las velas era posible ver los ojos fuertemente inyectados en sangre, y el febril rubor que coloreaba sus amarillentas mejillas, pero su voz de suave acento galés denotaba cortesía.
—¿Bryceland?
El joven oficial asintió en silencio.
—Desde luego que puede usted ayudarme —asintió Farnholme—. Presénteme a su coronel, por favor, y en seguida. No puedo perder ni un minuto.
—No puedo hacerlo —dijo Bryceland moviendo la cabeza—. Está durmiendo por primera vez desde hace tres días y tres noches, y sólo Dios sabe cuánto vamos a necesitarlo mañana por la mañana.
—Lo sé. Sin embargo, insisto en verle. —Farnholme hizo una pausa, esperó a que cesara el frenético martilleo de una ametralladora pesada en las cercanías, y después continuó tranquila y persistentemente—: Capitán Bryceland, no puede usted sospechar siquiera la vital importancia que tiene el que yo vea a su coronel. Singapur no representa nada, comparado con el asunto que me obliga a verle.
Deslizó una mano bajo su camisa, y extrajo una negra pistola automática Colt, una poderosa arma del calibre 45.
—Si tengo que ir a buscarle yo mismo, usaré esto y le encontraré, pero no creo que sea necesario. Dígale a su coronel que el brigadier Farnholme está aquí. El vendrá.
Bryceland se quedó mirándole durante largo rato, vaciló, asintió, y dio media vuelta sin pronunciar palabra. Regresó al cabo de tres minutos y se hizo a un lado en el umbral de la puerta, para dejar entrar en la habitación al hombre que le seguía.
El coronel, sospechó Farnholme, debía de ser un hombre de unos cuarenta y cinco años, cincuenta a lo más. Parecía tener setenta, y andaba con el paso inseguro de un borracho, como un hombre que ha quedado completamente exhausto. Conservaba los ojos abiertos con dificultad, pero se las compuso para sonreír mientras cruzaba lentamente la habitación, y tendía una mano cortés.
—Buenas tardes, señor. ¿De qué parte del mundo viene usted?
—Buenas tardes, coronel. —Farnholme, de pie, ignoró la pregunta—. ¿Me conoce usted, pues?
—Por referencias. He oído hablar de usted, por primera vez, señor…, hace exactamente tres días.
—Bien, magnífico —aprobó satisfecho Farnholme—. Ello nos ahorrará muchas explicaciones, para las que no dispongo de tiempo. Voy a ir derecho al grano. —Se volvió a medias, al retemblar la habitación a causa de la explosión de una granada que cayó muy cerca; la onda explosiva casi apagó las velas. Después volvió a enfrentarse con el coronel—: Quiero un avión para salir de Singapur, coronel. Me tiene sin cuidado el tipo de aparato que sea; ni me importa a quién tengan que dejar en tierra para conseguir una plaza para mí, ni a dónde se dirija: Birmania, la India, Ceilán, Australia, es igual. Quiero un avión para salir de Singapur… inmediatamente.
—Usted quiere un avión para salir de Singapur. —El coronel repitió monótonamente las palabras, con voz tan inexpresiva como su rostro; después sonrió de repente, con cansancio, como si le costara un gran esfuerzo—. Es lo que queremos todos, brigadier.
—No me ha comprendido. —Lentamente, con un gesto de paciencia controlada al máximo, Farnholme aplastó su cigarro contra un cenicero—. Ya sé que hay centenares de heridos y enfermos, mujeres y niños…
—El último avión ha salido ya —interrumpió tajante el coronel. Se pasó el desnudo antebrazo por sus cansados ojos—. Hace un día, o dos… No estoy seguro.
—El día once de febrero —intervino Bryceland—. Los Hurricanes, señor. Salieron hacia Palembang.
—Es verdad —asintió el coronel—. Los Hurricanes. Se marcharon precipitadamente.
—Ese fue el último avión. —La voz de Farnholme carecía de toda emoción—. El último avión. Pero…, había otros, lo sé. Cazas Brewster, Wildebestees…
—No queda ninguno; todos han sido destruidos. —El coronel observaba ahora a Farnholme con cierta vaga curiosidad en sus ojos—. Pero aunque no lo estuvieran, ello no representaría diferencia alguna. Seletar, Sembawang, Tengah…, todos los aeródromos están en poder de los japoneses. Ignoro la suerte que ha corrido el aeropuerto de Kallang…, pero me consta que está inutilizado.
—Ya veo; lo comprendo. —Farnholme contempló el maletín que había junto a sus pies, y alzó de nuevo la vista—. ¿Y los hidroaviones, coronel? ¿Los Catalinas?
El coronel negó lentamente con la cabeza. Farnholme se le quedó mirando sin pestañear durante largo rato, asintió con gesto de comprensión y resignación, y después consultó su reloj.
—¿Puedo hablar a solas con usted, coronel?
—Ciertamente.
El coronel no vaciló siquiera. Esperó a que la puerta se cerrara tras Bryceland y el sargento, y después sonrió débilmente a Farnholme.
—Temo que, a pesar de todo, el último avión haya salido ya, señor.
—Nunca dudé de ello. —Farnholme, atareado en desabrochar su camisa, hizo una pausa y le miró—. ¿Sabe usted quién soy, coronel? No me refiero solamente al nombre.
—Lo supe hace tres días. Secreto de Estado, y todo lo demás; se suponía que podía usted hallarse en esta zona. —Por primera vez el coronel contempló a su visitante con manifiesta curiosidad—. Diecisiete años de jefe de contraespionaje en el sudeste de Asia: habla más idiomas asiáticos que nadie…
—No me haga usted ruborizar. —Con su camisa desabrochada, Farnholme estaba desciñéndose un cinturón ancho y plano, forrado de goma, que rodeaba su cintura—. Supongo que no habla usted ningún idioma oriental, ¿es así, coronel?
—Sí, por mis pecados. Por eso estoy aquí. Sólo el japonés. —El coronel sonrió melancólicamente—. Supongo que me resultará muy útil en los campos de concentración.
—¿Japonés? Ya es una ayuda. —Farnholme abrió dos departamentos del cinturón y colocó su contenido en la mesa, ante él—. Vea usted lo que parece esto, coronel.
El coronel le miró fijamente, echó una mirada a los negativos y los rollos de película que yacían sobre la mesa, asintió, salió de la habitación, y regresó con unos lentes, una lupa y una linterna. Durante tres minutos estuvo sentado ante la mesa, sin levantar la vista ni hablar. Desde fuera se oía de vez en cuando el estampido de una granada al estallar, el rápido tableteo de una ametralladora lejana, y el maligno plañido de las balas al rebotar, silbando ciegamente en la noche llena de humo. Pero ningún ruido se oía en la habitación. El coronel seguía sentado ante la mesa, como un hombre esculpido en piedra; sólo sus ojos demostraban vida. Farnholme, con un nuevo cigarro en la boca, estaba echado en su sillón de mimbre, sumido en la más completa indiferencia.
A veces, el coronel se agitaba y miraba a Farnholme. Cuando habló, tanto su voz como las manos que sostenían los negativos, temblaban.
—No hace falta saber japonés para entender todo esto. Dios mío, ¿dónde se hizo usted con ellos, señor?
—En Borneo. Dos de nuestros mejores hombres y dos holandeses murieron en la empresa. Pero esto no importa ya, y resulta inoportuno recordarlo. —Farnholme dio una chupada a su cigarro—. Lo importante es que están en mi poder, y que los japoneses lo ignoran.
El coronel no pareció haberle oído. Estaba contemplando los papeles que tenía en sus manos, y moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro. Finalmente, dejó los papeles sobre el escritorio, metió sus gafas en el estuche y encendió un cigarrillo. Sus manos temblaban aún.
—Es fantástico —murmuró—. Es increíble. Sólo pueden existir muy pocos. ¡Todos los planos de la invasión del norte de Australia!
—Completos hasta el más ínfimo detalle —asintió Farnholme—. Los puertos de invasión y los campos de aviación, los horarios al minuto, las fuerzas que se emplearán, hasta el último batallón de infantería.
—Sí. —El coronel volvió a contemplar los negativos, frunciendo las cejas—. Pero hay algo que…
—Lo sé, lo sé —interrumpió Farnholme ásperamente—. No tenemos la clave. Era inevitable. Las fechas y los objetivos de primera y segunda clase están en código. No podían arriesgarse a citarlos en lenguaje corriente…, y los códigos japoneses son indescifrables para todos. Para todos, salvo un hombrecillo, un anciano que vive en Londres y que tiene el aspecto de ser incapaz de escribir su propio nombre. —Hizo una pausa y exhaló una bocanada de humo azul—. Ya es algo, ¿no es verdad, coronel?
—Pero…, pero ¿cómo pudo usted hacerlo para…?
—Eso no tiene importancia, ya se lo he dicho. —El interior de acero empezaba a mostrarse bajo el camuflaje de perezosa indiferencia. Movió la cabeza y se echó a reír quedamente—. Lo siento, coronel. Debo de estar algo nervioso. No fue por casualidad, se lo aseguro. He trabajado durante cinco años en esto, y solamente en esto…, para que me fuera entregado todo este material en el momento y en el lugar oportunos; los japoneses no son incorruptibles. Logré que me los entregaran en el momento oportuno, pero no en el lugar adecuado. Por eso me encuentro aquí.
El coronel ni siquiera le escuchaba. Había estado contemplando los papeles, moviendo lentamente la cabeza, pero ahora volvía a levantar la vista. De pronto su rostro apareció macilento, ajado y extraordinariamente envejecido.
—Estos documentos… tienen un valor incalculable, señor. —Levantó los negativos con una mano y miró a Farnholme sin verle—. ¡Por el amor de Dios, todos los tesoros que puedan haber existido no son nada comparados con esto! Representa la diferencia entre la vida y la muerte, entre la victoria y la derrota. Es…, es… ¡Cielo santo, señor, piense en Australia! ¡Nuestra gente debe tener estos negativos! ¡Deben tenerlos!
—Exactamente —afirmó Farnholme—. Deben hacerse con ellos.
El coronel le miró en silencio; sus cansados ojos se abrieron lentamente en horrorizada comprensión. Después, se desplomó en su silla, con la cabeza apoyada en su pecho. Las espirales del humo del cigarrillo irritaban los ojos, pero él no parecía darse cuenta de ello.
—Exactamente, repito —dijo Farnholme con sequedad. Recogió las películas y las fotocopias y empezó a colocarlas de nuevo cuidadosamente en las bolsas impermeables de su cinturón—. Quizás ahora empieza usted a comprender la ansiedad que le he manifestado antes para obtener un transporte aéreo que me sacara de Singapur. —Cerró los departamentos del cinturón—. Continúo con la misma ansiedad, se lo aseguro.
El coronel asintió melancólicamente, pero no dijo nada.
—¿No dispone de ningún avión? —insistió Farnholme—. ¿Ni siquiera de uno averiado y fuera de combate…? —se interrumpió de repente al ver la expresión del rostro del coronel, y después continuó—: ¿Ni de un submarino?
—No.
Farnholme apretó los labios.
—¿Un destructor, una fragata, cualquier clase de navío de guerra?
—No —murmuró el coronel—. Ni siquiera un buque mercante. Los últimos, el Grasshopper, el Tien Kwang, el Katydid, el Kuala, el Dragonfly y otros pequeños costeros como estos, han zarpado de Singapur durante la pasada noche. No llegarán más allá de unos centenares de millas empero; la aviación japonesa vigila todo el archipiélago. Hay heridos, mujeres y niños a bordo de estos barcos, brigadier. La mayoría de ellos acabarán en el fondo del mar.
—Una alternativa preferible a un campo de concentración japonés. Créame, coronel, lo sé. —Farnholme estaba abrochándose de nuevo el cinturón—. Todo esto está muy bien, coronel. ¿Qué podemos hacer?
—Por Dios, ¿cómo se le ocurrió venir aquí? —preguntó amargamente el coronel—. Entre todos los sitios, y en estos momentos, tuvo usted que venir a parar aquí. ¿Y cómo demonios pudo usted arreglárselas para llegar hasta aquí?
—Con un barco desde Banjermasin —contestó brevemente Farnholme—. El Kerry Dancer, el cascarón flotante más estropeado a quien jamás le fuera rehusado un certificado de navegación. Gobernado por un individuo falaz y peligroso llamado Siran. Es duro decirlo, pero casi juraría que es algún renegado inglés, y en relaciones más que amistosas con los japoneses. Afirmó que se dirigía a Kota Bharu, Dios sabe por qué, pero cambió de parecer y vino aquí.
—¿Cambió de parecer?
—Le pagué espléndidamente. Como no se trataba de dinero mío, pude mostrarme generoso. Pensé que Singapur resultaría lo bastante seguro. Me hallaba en el norte de Borneo cuando oí en mi propia radio que Hong Kong, Guam y Wake habían caído, pero tuve que marcharme muy apresuradamente. Pasó mucho tiempo antes de que oyera otro boletín de noticias, y ya me encontraba a bordo del Kerry Dancer. Esperamos diez días en Banjermasin antes de que Siran se decidiera a zarpar —continuó Farnholme con amargura—. El único equipo digno de respeto y el único hombre respetable de aquel barco se hallaba en la cabina de radio. Siran debía considerar a ambos indispensables para sus nefastas actividades. Yo me hallaba en la cabina de radio con este individuo, un tal Loon, en mi segundo día a bordo, o sea el 29 de enero, cuando pescamos la noticia de la B.B.C. de que Ipoh estaba sufriendo un bombardeo; por lo tanto, como es lógico, pensé que los japoneses estaban avanzando muy lentamente y que teníamos tiempo de sobra para llegar a Singapur y tomar un avión.
El coronel asintió comprensivamente.
—También yo oí ese comunicado. Sólo el cielo sabe quién fue el responsable de ese terrible engaño. Ya hacía un mes que Ipoh había caído en poder de los japoneses. Estos se hallaban ya a sólo unas pocas millas de la carretera principal, en aquellos momentos. ¡Dios mío, qué maldito desastre! —Movió lentamente la cabeza—. ¡Un maldito desastre!
—No exagera usted —afirmó Farnholme—. ¿De cuánto tiempo disponemos?
—Nos rendiremos mañana —respondió el coronel, contemplando sus manos.
—¿Mañana?
—Estamos deshechos, señor. No podemos hacer nada más. Y no disponemos de agua. Cuando volamos la calzada, quedó destruida la única tubería procedente de la península.
—Muy inteligentes y con mucha previsión los individuos que proyectaron nuestras defensas de aquí —murmuró Farnholme—. Y se gastaron treinta millones de libras en ello. Fortaleza inexpugnable. Mayor y mejor que Gibraltar. ¡Bah! ¡Dios mío, da asco todo esto! —Dio un bufido de desprecio, se levantó y suspiró—. Bien, nada más puede hacerse. Regresaré al querido y viejo Kerry Dancer. ¡Dios salve a Australia!
—¡El Kerry Dancer! —el coronel estaba estupefacto—. Una hora después del amanecer, ya estará hundido. Le aseguro que los estrechos están custodiados por un enjambre de aviones japoneses.
—¿Qué otra alternativa puede usted ofrecerme? —preguntó Farnholme con aire de fastidio.
—Lo sé, lo sé. Pero aunque tuviera suerte, ¿qué garantías tiene usted de que el capitán irá donde usted quiera que vaya?
—Ninguna —admitió Farnholme—. Pero hay a bordo un holandés muy diestro, llamado Van Effen. Entre los dos podemos persuadir a nuestro excelente capitán para que cumpla con su deber.
—Quizá. —Al coronel se le ocurrió un súbito pensamiento—. Además, ¿quién le asegura que esté esperándole siquiera cuando usted regrese al muelle?
—Aquí está mi garantía —dijo Farnholme señalando la gastada maleta que yacía junto a sus pies—. Mi garantía y mi póliza de seguro. Siran cree que está repleta de diamantes; utilicé algunos para sobornarle y hacer que viniera aquí, y él no tiene un pelo de tonto. Mientras crea que hay alguna posibilidad de librarme de ellos, se colgará de mi persona como si fuera mi hermano de sangre.
—¿Él…, él no sospecha…?
—Imposible. Cree que soy un viejo réprobo y borrachín que viaja con sus mal adquiridas ganancias. He tenido algunas dificultades, desde luego, para mantener este equívoco.
—Ya comprendo, señor. —El coronel había adoptado una decisión y alargó la mano hacia el timbre. Cuando apareció el sargento, dijo—: Dígale al capitán Bryceland que venga aquí.
Farnholme enarcó una ceja en silenciosa interrogación.
—Es lo menos que puedo hacer, señor —explicó el coronel—. No puedo facilitarle un avión. No puedo garantizarle que no les hundan a todos ustedes antes del mediodía de mañana. Pero puedo asegurarle que el capitán del Kerry Dancer seguirá al pie de la letra sus instrucciones. Voy a destacar a un subalterno y a un par de docenas de hombres de un regimiento de Highlanders, para que le acompañen a bordo del Kerry Dancer —Sonrió—. En tiempos normales, son gente bastante dura, pero en estos momentos han adquirido un temperamento casi salvaje. No creo que el capitán Siran le cause a usted ni la más mínima perturbación.
—Estoy seguro de ello. Le quedo muy reconocido, coronel. Será una buena ayuda. —Se abrochó la camisa, cogió su maleta y le tendió la mano—. Gracias por todo coronel. Parece una tontería sabiendo que le espera un campo de concentración, pero le deseo muchísima suerte.
—Gracias, señor. También yo a usted. Dios sabe que va a necesitarla. —Dirigió una mirada hacia donde estaba oculto el cinturón que contenía las fotocopias, y terminó sombríamente—: Por lo menos, tenemos una oportunidad.
El humo se disipaba lentamente cuando el brigadier Farnholme salió de nuevo a la oscuridad de la noche, pero el aire conservaba todavía aquella curiosa y desagradable amalgama de cordita, muerte y corrupción que tan bien conocen los soldados veteranos. Un subalterno y un destacamento de hombres estaban alineados afuera, esperándole.
El fuego de fusilería y ametralladoras iba en aumento y la visibilidad era bastante mejor, pero el bombardeo de artillería había cesado; probablemente los japoneses comprendían que no tenía sentido el infligir muchos daños a una ciudad que de todos modos les pertenecería al día siguiente. Farnholme y su escolta avanzaron rápidamente por las desiertas calles, bajo la lluvia que caía con suavidad, mientras resonaban sin interrupción los disparos en sus oídos, y llegaron al muelle al cabo de pocos minutos. Allí el humo, empujado por una débil brisa procedente del este había desaparecido casi por completo.
Casi inmediatamente Farnholme advirtió algo que le obligó a oprimir el asa del maletín hasta que sus nudillos adquirieron un tono blanco y su brazo empezó a dolerle. El diminuto bote del Kerry Dancer, que había dejado meciéndose suavemente al lado del embarcadero, había desaparecido también, y el espantoso sobresalto que se apoderó de él en seguida, le hizo levantar con ansiedad la cabeza y mirar hacia los muelles. Pero no había allí nada que ver. El Kerry Dancer había desaparecido como si nunca hubiera existido. Sólo se veía caer la lluvia, la suave brisa le azotaba la cara, y más allá, a su izquierda, se oían los débiles y angustiosos sollozos de un niño que lloraba, solo, en medio de las tinieblas.