Eran poco más de las cuatro de la mañana cuando Jansci se detuvo al borde del espeso cañaveral y esperó a que los demás llegaran junto a él. Venían en fila india, Julia, Reynolds, el Cosaco y el Dr. Jennings, con Sandor a su lado, que casi le llevaba en vilo. Todos caminaban con la cabeza baja, todos, menos Sandor, con el paso vacilante de quienes están a punto de caer agotados.
Y tenían motivos para estarlo. Dos horas y cinco kilómetros les separaban del momento y lugar en que habían dejado el camión. Dos horas de andar entre helados cañaverales que, al más ligero contacto, crujían o les golpeaban, dos horas de interminable chapotear en el barro y el hielo, que no era lo bastante duro para resistir su peso y, en cambio, entorpecía su avance haciéndoles levantar los pies exageradamente a cada paso, antes de volverse a hundir hasta las rodillas. Pero el mismo hielo fue su salvación. Los perros de los guardas fronterizos no hubieran podido actuar. Aunque no vieron ni a un solo guarda. Con semejante noche, hasta los más fanáticos AVO se acurrucaban alrededor del fuego, dejando el campo libre a los que quisieran arriesgarse.
Era una noche parecida a aquélla en que Reynolds cruzó la frontera. Las estrellas refulgían en un cielo diáfano y el viento soplaba suavemente, un viento helado que cortaba la cara y se llevaba el vaho de su aliento por entre las susurrantes cañas. Por un momento, Reynolds se perdió en el recuerdo de aquella primera noche en que permaneció echado sobre la nieve, con más frío que ahora, sintiendo en su rostro el viento helado, bajo las relucientes estrellas. Pero, haciendo un esfuerzo, desechó el pensamiento. Acababa de verse en el puesto de la policía, en el momento en que apareció el Conde, y sintió una punzada de dolor cuando, por centésima vez, recordó que el Conde ya no volvería a aparecer nunca más.
—No es momento de soñar, Mi’hail —dijo Jansci suavemente.
Hizo un ligero movimiento de cabeza, se inclinó y separó las cañas para que Reynolds pudiera ver lo que había al otro lado. Una franja de hielo, de unos dos metros y medio de ancho, que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista. Se volvió hacia Jansci.
—¿Un canal?
—Una zanja, nada más. Una zanja para riego, pero la más importante de Europa. Al otro lado, está Austria —Jansci sonrió—. Estamos a cinco metros de la libertad, Mi’hail, la libertad y el éxito de tu misión. Nada podrá detener tu carrera.
—Nada podrá detener mi carrera —repitió Reynolds. Su voz era triste, sin vida. La tan ansiada libertad apenas le interesaba ya, y el éxito de su misión, mucho menos. El éxito sabía a cenizas. El precio había sido demasiado elevado. Y lo peor aún estaba por llegar. Reynolds sabía lo que era. Tiritó de frío—. El frío va en aumento, Jansci. El cruce está despejado. ¿No hay guardas cerca?
—Ninguno.
—Vamos, pues, no esperemos más.
—Yo no voy —Jansci negó con la cabeza—. Sólo tú, el profesor y Julia. Yo me quedo.
Reynolds asintió lentamente sin decir nada. Esperaba aquello, y sabía que sería inútil intentar disuadir a Jansci. Volvió la cabeza, sin saber qué decir. Julia se desasió de él y cogió a su padre por las solapas del abrigo.
—¿Qué dices, Jansci?
—Por favor, Julia, compréndelo. No hay más remedio. Sabes bien que no hay más remedio. Tengo que quedarme.
—¡Oh, Jansci, Jansci! —Le tiraba de las solapas con ansiedad—. No puedes quedarte, no debes quedarte, ahora, después de todo lo que ha ocurrido.
—Más que nunca, después de lo que ha ocurrido. —La atrajo hacia sí—. Queda mucho por hacer. Apenas he comenzado. Si abandonase ahora, el Conde nunca me lo perdonaría —acarició el rubio cabello de la muchacha con su mano llena de cicatrices—. Julia, Julia, ¿cómo podría aceptar la libertad para mí, sabiendo que centenares de personas jamás la conocerán si no es por mediación mía? Nadie puede ayudarles tan bien como yo, lo sabes. ¿Cómo puedo aceptar para mí, a expensas de otros, una felicidad que no sería felicidad? ¿Esperas que me encuentre a gusto, en algún lugar de Occidente, mientras aquí los jóvenes son enviados al canal del mar Negro y las viejas tienen que salir a trabajar a los campos, mientras todavía hay nieve? ¿Me crees capaz de ello?
—Jansci —la muchacha hundió la cara en su abrigo. Su voz sonaba ahogada—. No puedo dejarte, Jansci.
—Puedes y debes dejarme. Antes no te conocían, pero ahora te conocen, y no hay lugar para ti en toda Hungría. A mí no me ocurrirá nada, mientras viva Sandor, y el Cosaco también cuidará de mí. —A la luz de las estrellas, el Cosaco pareció crecer.
—¿Y puedes separarme de ti, dejarme marchar?
—Tú ya no me necesitas, hija. Has permanecido a mi lado todos estos años porque creías que te necesitaba… Y ahora Mi’hail cuidará de ti. Ya lo sabes.
—Sí.
La voz de la muchacha sonó más ahogada que nunca.
Jansci la cogió por los hombros y la apartó ligeramente.
—Para ser hija del general Illyurin eres muy tontita. ¿No te das cuenta, cariño, de que si no fuera por ti Mi’hail no volvería a Occidente?
Ella se volvió y miró con fijeza a Reynolds. *** NO HAY *** pudo ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Es eso cierto?
—Es cierto —Reynolds sonrió levemente—. Ha sido una larga discusión, pero he salido derrotado. No me quiere a ningún precio.
—Lo siento. Yo no sabía… Entonces… esto es el fin.
—No, cariño, sólo el principio. —Jansci la abrazó mientras sollozos secos y silenciosos sacudían el cuerpo de la muchacha, miró a Reynolds por encima de su hombro e hizo una señal con la cabeza a Sandor.
Reynolds asintió, a su vez, estrechó la deforme mano en silencio, murmuró un adiós al Cosaco, separó las cañas y se deslizó al canal, seguido de Sandor, que tenía en la mano un extremo del látigo mientras Reynolds sujetaba el otro, y empezaba a caminar cuidadosamente sobre el hielo. Al dar el segundo paso, el hielo se quebró bajo su peso y él se encontró con los pies clavados en el barro del fondo y con el agua hasta las caderas; pero, sin hacer caso del frío, acabó de partir el hielo y subió a la orilla. Austria, se dijo, esto es Austria. Pero aquella palabra no significaba nada para él.
Oyó chapotear en el agua, se volvió y vio avanzar a Sandor, llevando en brazos al Dr. Jennings. Tan pronto Reynolds le hubo aligerado de su carga, Sandor volvió a la orilla húngara, cogió suavemente a la muchacha de brazos de Jansci, y la transportó al otro lado. Por un momento, ella se aferró desesperadamente a Sandor, como si temiera perder aquel último contactó con la vida que dejaba detrás. Luego, Reynolds se inclinó, la cogió y la depositó en la orilla, a su lado.
—No olvide mis palabras, Dr. Jennings —dijo Jansci en voz baja. El y el Cosaco habían salido del cañaveral y estaban en la orilla opuesta—. Caminamos por una senda larga y oscura, pero no queremos seguir siempre por ella.
—No lo olvidaré —Jennings estaba tiritando—. Nunca lo olvidaré.
—Está bien —Jansci, con su vendada cabeza, hizo un gesto de despedida apenas perceptible—. Que Dios os proteja. Dowidzenia.
—Dowidzenia —repitió Reynolds—. Dowidzenia… Hasta la vista.
Se volvió, cogió de un brazo a Julia, que sollozaba en silencio, y al Dr. Jennings, que temblaba de frío, y los condujo por la suave pendiente, hacia los campos y hacia la libertad. Al llegar arriba, volvió la cabeza un momento y pudo ver a los tres hombres que se alejaban por la llanura de Hungría, sin mirar hacia atrás. Pronto se perdieron entre los cañaverales, y Reynolds comprendió que nunca más volvería a verlos.