Las oscuras y mansas aguas del río estaban heladas como una tumba, pero Reynolds ni siquiera lo notó y, a pesar de que su cuerpo tiritó involuntariamente cuando, silenciosamente, penetró en el río, su cerebro ni siquiera acusó la reacción. En su cerebro no cabía ninguna sensación física, ninguna emoción ni ningún pensamiento que no fuera aquel deseo primitivo y salvaje que le poseía y había barrido de su mente todos los atributos de la civilización: el deseo de venganza. Venganza… asesinato… En aquel momento, la mente de Reynolds no hacía distinciones, la fijeza de su propósito no las admitía. Aquel atemorizado muchacho de Budapest, la esposa de Jansci, el incomparable Conde… todos muertos. Muertos porque él, Reynolds, había puesto los pies en Hungría, sí, pero él no había sido su ejecutor. Sólo la maldad de Hidas era responsable de aquellas muertes. Hidas había vivido demasiado.
Con la carabina automática levantada sobre su cabeza, Reynolds se abrió camino a través de la delgada capa de hielo, tocó el fondo con los pies y se encaramó a la orilla. Llenó un pañuelo de piedras y arena, ató las cuatro puntas y se puso a caminar, sin detenerse siquiera a escurrir el agua helada que chorreaba de sus ropas.
Antes de cruzar el río, anduvo doscientos metros aguas abajo y ahora se encontraba en el lindero del bosque, al Sur de la carretera donde estaban estacionados los dos camiones. A la sombra de los árboles no sería descubierto, y el hielo que cubría la tierra, bajo las pesadas ramas, era tan fino que sus pisadas apenas podían oírse a tres metros de distancia. Con la carabina colgada de un hombro y el pañuelo lleno de piedras balanceándose en su otra mano, fue avanzando de árbol el árbol.
A pesar de su sigilo, cubrió la distancia rápidamente y, en menos de tres minutos llegó junto a los camiones. De ninguno de los dos se escapaba ningún ruido. Las puertas estaban cerradas, no había el menor signo de vida. Reynolds se disponía a dirigirse hacia el camión de Hidas cuando, de pronto, se quedó inmóvil, pegado al tronco de un árbol. De detrás del camión acababa de salir un hombre que se dirigía en línea recta hacia él.
Por un momento, Reynolds se creyó descubierto, pero casi inmediatamente se tranquilizó. Los de la AVO no iban a la caza de enemigos armados con un cigarrillo en la mano. Evidentemente, el centinela no tenía la menor sospecha. Se limitaba a pasear, para no quedarse congelado. Pasó a menos de dos metros del lugar donde se encontraba Reynolds. Este no esperó. Cuando el hombre iba a alejarse, dio un salto, describió un círculo en el aire con el brazo derecho y, cuando el hombre fue a dar media vuelta, con la boca abierta para lanzar un grito, el pañuelo lleno de piedras le dio de lleno en la parte posterior de la cabeza. Reynolds no tenía prisa, por lo que sujetó al hombre y a su fusil y los depositó silenciosamente en el suelo.
Ahora tenía la carabina en la mano y, con media docena de pasos, se colocó frente al camión de los policías. Este tenía el capó destrozado y el motor deshecho por efecto de la granada arrojada por el Conde.
Luego, sigilosamente, se dirigió hacia la trasera del camión de Hidas. Tenía la mirada fija en la puerta, por lo que tropezó con una figura tendida en el suelo. Aunque Reynolds sabía ya, antes de agacharse, a quién iba a encontrar, al verlo, apretó el cañón de su carabina con fuerza, como si quisiera romperlo con las manos.
El Conde estaba tendido boca arriba en la nieve. El gorro de la AVO enmarcaba todavía su aristocrático rostro. Sus aquilinas facciones tenían una expresión todavía más distante y altiva en la muerte que en vida. No era difícil ver cómo había muerto. Aquella ráfaga de ametralladora debió deshacerle el costado. Le habían matado como a un perro y como a un perro le habían dejado allí tirado. Finos copos de nieve empezaban a velar su rostro. Movido por un extraño impulso, Reynolds le arrancó el aborrecido gorro AVO, lo arrojó lejos, sacó un pañuelo del bolsillo del muerto —manchado en su sangre— y le cubrió delicadamente el rostro. Luego, se puso en pie y se dirigió hacia el camión de Hidas.
Cuatro peldaños de madera conducían a la puerta y Reynolds los subió con suavidad felina, arrodillándose en el superior, para mirar por el agujero de la cerradura. En un segundo vio todo lo que deseaba ver: una silla a la izquierda, una cama de campaña a la derecha y, al fondo, una mesa con lo que parecía un transmisor de radio. Hidas, de espaldas a la puerta, se sentaba en aquel momento frente a la mesa y hacía girar una manivela con la mano derecha mientras descolgaba un teléfono con la izquierda. Reynolds comprendió que no era un transmisor sino un radioteléfono. Debieron suponerlo. Hidas no era hombre que se arriesgara a ir por el mundo sin el medio de poderse comunicar inmediatamente con quien más le conviniera, y ahora, que las nubes empezaban a dispersarse, se dispondría a llamar a la aviación, en un último y desesperado esfuerzo por detenerles. Pero ya no importaba. Era demasiado tarde. No importaba ya ni a los perseguidos ni al propio Hidas.
Reynolds encontró el picaporte y se introdujo como una sombra por la bien engrasada puerta, dejándola entornada. Hidas, con el teléfono al oído, no le oyó entrar. Reynolds avanzó tres pasos, con el cañón de la carabina entre las manos y la culata levantada sobre su hombro, y en el momento en que Hidas empezaba a hablar, lo dejó caer sobre el delicado mecanismo, haciéndolo pedazos.
Hidas se quedó un momento petrificado por el asombro. Luego se revolvió en su asiento, pero había perdido ya el único segundo que hubiera podido salvarle. Reynolds estaba a más de dos pasos de distancia, apuntándole al corazón. La cara de Hidas era una máscara de asombro. Movió los labios, pero no salió por ellos ni el más leve murmullo. Caminando hacia atrás, Reynolds cogió la llave que había visto sobre la cama, buscó la cerradura a tientas, y cerró la puerta sin apartar los ojos de Hidas. Luego dio un paso hacia delante y se detuvo, con el cañón de la carabina a medio metro del hombre sentado en la silla.
—Parece que le sorprende verme, coronel Hidas. —Reynolds hablaba en voz baja—. No debiera sorprenderse, usted menos que nadie. Los que a hierro matan, como usted ha matado, deben saber mejor que nadie que este momento les llega a todos. El suyo ha llegado esta noche.
—Viene a asesinarme. —Era una afirmación, no una pregunta. Hidas había visto la muerte demasiadas veces desde la barrera para no reconocerla ahora que la tenía delante. El asombro iba desapareciendo lentamente de su semblante, y, de momento, no demostraba temor.
—¿Asesinarle? No. Vengo a ejecutarle. Asesinar es lo que ha hecho usted con el comandante Howarth. Existe alguna razón por la que no pueda matarle a sangre fría, como usted le mató a él. Ni siquiera llevaba armas.
—Era un enemigo del Estado, un enemigo del pueblo.
—¡Dios mío! ¿Es que pretende justificar sus actos?
—No necesitan justificación, capitán Reynolds. El deber nunca necesita justificación.
Reynolds le miró abriendo mucho los ojos.
—¿Trata de excusarse, o simplemente suplica por su vida?
—Yo nunca suplico.
No había orgullo ni arrogancia en la voz del judío. Simplemente, dignidad.
—Imre, el muchacho de Budapest. Murió… lentamente.
—Retenía información importante. Era indispensable obtenerla cuanto antes.
—La esposa del general Illyurin. —Reynolds hablaba de prisa, tratando de combatir un creciente sentimiento de irrealidad—. ¿Por qué la asesinó?
Por primera vez, en el enjuto e inteligente rostro del coronel aleteó fugazmente la emoción.
—No sabía eso. —Inclinó la cabeza—. No forma parte de mi trabajo pelear contra mujeres. Lamento sinceramente su muerte. Aunque, en realidad, ya se estaba muriendo.
—¿Es usted responsable de los actos de sus asesinos?
—¿De mis hombres? —Asintió con la cabeza—. Reciben las órdenes de mí.
—Ellos la mataron. Usted es responsable de sus actos. Por lo tanto, usted es responsable de su muerte.
—Visto de este modo, lo soy.
—De no haber sido por usted, esas tres personas estarían ahora con vida.
—La esposa del general, no lo sé. Los otros dos, sí.
—¿Existe, pues, se lo pregunto por última vez, existe alguna razón por la cual no pueda matarle ahora?
El coronel Hidas le miró con fijeza durante un rato, luego sonrió débilmente, y Reynolds hubiera jurado que aquella sonrisa estaba impregnada de tristeza.
—Numerosas razones, capitán Reynolds, pero ninguna que pudiera convencer a un agente enemigo enviado por Occidente.
Fue la palabra «Occidente» la que produjo el efecto; pero Reynolds no lo descubrió hasta mucho después. Lo único que sintió fue que algo abría súbitamente las compuertas de su cerebro, inundándolo de imágenes y palabras. Imágenes de Jansci, hablándole en la casa de Budapest, en la asfixiante oscuridad de la cámara de tormento de la Szarháza, en su casa de campo, con el resplandor del fuego en las mejillas, palabras que había pronunciado una y otra vez con apasionada convicción y que se habían grabado en su mente con mayor fuerza de la que Reynolds había supuesto. Todo lo que dijo sobre… Reynolds hizo un esfuerzo para desechar aquellos pensamientos. Acercó la carabina a su enemigo otros diez centímetros.
—En pie, coronel Hidas.
Hidas se levantó y se quedó frente a él, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y la mirada fija en la carabina.
—¿Limpio y rápido, eh coronel Hidas?
—Como usted guste. —Sus ojos se apartaron del arma para ir a buscar el rostro de Reynolds—. No voy a mendigar para mí lo que negué a tantas de mis víctimas.
Durante una fracción de segundo, Reynolds continuó, luego, como si algo hubiera saltado dentro de él lo soltó, dando un paso atrás. La cólera seguía consumiéndole, su fuego quemaba como antes, pero con aquellas últimas palabras, palabras de un hombre que no temía a la muerte, se sintió derrotado y le pareció que notaba en la boca un sabor amargo. Cuando habló, casi no reconoció su propia voz.
—¡Vuélvase!
—No; muchas gracias. Prefiero morir así.
—¡Vuélvase! —dijo Reynolds, furioso—, o le destrozaré las rodillas y le volveré yo.
Hidas le miró, vio en su rostro su decisión implacable, se encogió de hombros y se volvió. Sin un sonido, se desplomó sobre la mesa cuando la culata del rifle le dio de lleno detrás de la oreja. Durante un rato, Reynolds contempló al caído, mascullando juramentos, dirigidos, no contra el hombre que yacía allí, sino contra sí mismo. Dio media vuelta y salió del camión.
Su cabeza estaba hueca. Ya no hacía nada por ocultar su presencia. La furia que le consumía no había encontrado todavía su válvula de escape, y aunque nunca lo hubieran reconocido, se hubiera alegrado de poder disparar contra los AVO del camión, y liquidarlos sin compunción, mientras iban saliendo por la puerta recortando su silueta contra la luz del interior del camión, como ellos habían asesinado a la esposa de Jansci cuando recortó su silueta en la puerta de la casa del barquero. De pronto, se quedó inmóvil: acababa de advertir algo que debió llamarle la atención mucho antes, de no haber estado ofuscado por su deseo de acabar con el coronel Hidas. El camión de los policías no estaba sólo silencioso, estaba demasiado silencioso.
En tres zancadas se colocó al lado del camión y aplicó el oído. No se oía nada, absolutamente nada. Se dirigió a la trasera, abrió la puerta y miró al interior. No vio nada, estaba muy oscuro, pero tampoco necesitó ver nada. El camión estaba vacío. En su interior, nadie se movía ni respiraba.
La verdad se le ofreció con tal brusquedad que, durante un momento se quedó aturdido, incapaz de obrar, incapaz de hacer nada más que pensar en la enormidad de su fallo, en la facilidad con que Hidas le había engañado. Debió suponer —el Conde lo sospechó desde el principio— que el coronel Hidas no aceptaría la derrota ni cedería, y mucho menos con tanta facilidad. El Conde nunca se hubiera dejado engañar, nunca. Los hombres de Hidas debían estar ya río abajo, para cruzarlo hacia el Sur, en el momento en que el Cosaco apagó el foco con sus disparos, y tanto el Cosaco como él aceptaron como auténtica la ruidosa retirada a través del bosque. Ya estarían allí, ya debían estar allí, y él, Reynolds, estaba ausente en el momento en que sus amigos más necesitaban de él. Y, para coronar su error, envió a Sandor, el único que podía haberles defendido, a buscar el camión. Jansci tenía sólo al muchacho y al viejo para ayudarle, y Julia estaba allí. Cuando pensó en Julia, y en la cara de gárgola de Coco, algo se disparó en su interior haciéndole salir de su inmovilidad.
Entre él y la orilla del río había una distancia de doscientos metros, cubiertos de una espesa capa de nieve y hielo. Estaba agotado por el cansancio y la falta de alimentos, y sus ropas estaban chorreando, pero cubrió aquella distancia en un tiempo inverosímil. No era ya la cólera —que todavía no se había apaciguado— lo que le daba alas, era el miedo, un miedo como nunca había conocido.
Pero no era un miedo que le paralizara, sino un miedo que parecía aguzar todos sus sentidos, y darle una clarividencia desacostumbrada. Se detuvo bruscamente, abriendo los brazos, al llegar al dique, se deslizó silenciosamente sobre los guijarros, se acercó al agua sin hacer ruido y entró en el helada corriente sin el más leve chapoteo. Estaba ya en el centro del río, nadando con suavidad y energía, con la carabina en alto, cuando oyó el primer disparo desde la casa del barquero, seguido inmediatamente por otros dos.
La hora de la prudencia había pasado. Dando furiosos manotazos en el agua, Reynolds llegó a la orilla en pocos segundos, tocó el fondo, resbaló sobre las piedras, subió al dique, conmutó la carabina de disparo automático a tiro simple —una metralleta era un arma, más que inútil, peligrosa, cuando amigos y enemigos luchaban en un espacio reducido—, y entró a todo correr por el rectángulo de luz de la puerta. Habían pasado, a lo sumo, diez minutos desde que salió de allí.
La esposa de Jansci no estaba ya en el pasillo, pero el pasillo no estaba vacío. Un AVO, carabina en mano, acababa de salir del cuarto y cerraba la puerta tras sí. En aquel momento, Reynolds se dio cuenta de que aquello sólo podía significar una cosa: la lucha, en el interior, si es que hubo lucha, y no simplemente una matanza, había terminado. El AVO le vio, trató de echarse la carabina a la cara, comprendió que no podría hacerlo a tiempo, y la voz de alarma murió en su garganta cuando la culata de la carabina de Reynolds le golpeó en la sien.
Apuntando al interior de la habitación, Reynolds abrió suavemente la puerta con la punta del pie. De una rápida ojeada comprendió que la lucha había terminado. En la habitación, podía ver a seis AVO, cuatro de ellos todavía con vida; uno estaba casi a sus pies, con esa actitud descuidada y forzada a la vez que sólo da la muerte. Otro, junto a la pared de la derecha, a escasa distancia de donde estaba sentado el Dr. Jennings con la cabeza casi a la altura de las rodillas, moviéndola de un lado para otro. Al fondo, en un rincón, un hombre apuntaba a Jansci con una carabina mientras otro le ataba las manos a la silla. En el rincón opuesto, el Cosaco, tendido de espaldas, luchaba desesperadamente con el hombre que, sentado encima de él, le golpeaba insistentemente en la cabeza; pero el Cosaco seguía peleando, y Reynolds vio como peleaba: tiraba con todas sus fuerzas del látigo, que había enroscado en el cuello del hombre que tenía encima, al que estaba estrangulando lentamente. Cerca del centro de la pieza estaba el gigantesco Coco que, haciendo caso omiso de la muchacha que se debatía frenética e inútilmente en uno de sus brazos, sonreía con salvaje expectación al ver que el AVO que luchaba con el Cosaco sacaba un cuchillo.
Reynolds había sido adiestrado, y bien adiestrado, por veteranos de la guerra que habían sobrevivido a situaciones semejantes docenas de veces y que habían sobrevivido por no exigir rendición ni malgastar una fracción de segundo en innecesarios anuncios de su presencia. Los que abrían la puerta de un puntapié diciendo: «Buenas noches, caballeros», no solían vivir para contarlo. La puerta se movía todavía sobre sus goznes cuando Reynolds hizo el primero de tres cuidadosos disparos. Este lanzó al que luchaba con el Cosaco a un rincón de la habitación. El cuchillo se le escapó yendo a caer al suelo. El segundo alcanzó al que apuntaba a Jansci y el tercero al que estaba atando a Jansci. Reynolds iba ya a hacer su cuarto disparo, apuntando, con una calma casi inhumana, a la cabeza de Coco —el AVO había puesto a la muchacha delante de su cuerpo, para protegerse— cuando el cañón de una carabina se abatió sobre el arma de Reynolds haciéndola caer pesadamente al suelo y golpeándole furiosamente el antebrazo. Había otro AVO en la habitación, oculto por completo detrás de la puerta. Seguramente creyó que regresaba el compañero que acababa de salir, hasta que oyó el primer disparo de Reynolds.
—¡No dispares, no dispares! —gritó Coco—. De un empujón lanzó a la muchacha sobre el sofá y se quedó en jarras, en el centro de la pieza, mientras en su rostro luchaba la cólera por lo que acababa de suceder y la alegría de ver a Reynolds inerme ante él. La lucha duró poco rato. Las vidas, incluso las de sus camaradas, importaban poco a Coco, y a su embrutecido semblante asomó una diabólica sonrisa.
—Mira si nuestro amigo lleva armas.
El otro hombre cacheó rápidamente a Reynolds y negó con la cabeza.
—Magnífico. Coge esto. —Coco arrojó la carabina, y se restregó lentamente las palmas de las manos en la guerrera—. Tengo una cuenta pendiente con usted, capitán Reynolds. ¿Lo ha olvidado?
Coco quería matarle. Reynolds lo sabía, quería darse el gusto de matarle con sus propias manos. Su brazo izquierdo estaba inutilizado. Le dolía como si estuviera roto. En su interior comprendió que no tenía ninguna posibilidad, que no podría rechazar a Coco más que breves segundos y se dijo que su única posibilidad estaba en atacar por sorpresa. Mientras lo pensaba, se lanzó hacia el centro de la habitación, para descargar el pie en el pecho de Coco. Su ataque casi pilló de sorpresa a Coco, pero no del todo. Cuando el pie de Reynolds le alcanzó, haciéndole soltar un gruñido de dolor, había empezado ya a retroceder, moviendo los brazos como aspas de molino. Con uno de ellos golpeó a Reynolds en la nuca, lanzándolo contra la pared, al lado del sofá, con una fuerza que le hizo perder el aliento. Por un momento, quedó inmóvil, pero luego, magullado y dolorido, se puso trabajosamente en pie. Si la bota de Coco le alcanzaba mientras estuviera en el suelo, nunca más podría levantarse. Se dirigió al encuentro del gigante y reuniendo las fuerzas que le quedaban descargó un puñetazo en el rostro que bailaba, burlón, ante su vista. Sintió que su puño chocaba con hueso y carne, y luego lanzó un estertor de angustia cuando Coco, sin hacer caso del golpe, le pegó en medio del cuerpo con furia salvaje.
A Reynolds nunca le habían pegado tan fuerte. Nunca imaginó que hubiera alguien capaz de pegar tan fuerte. Aquel hombre tenía la fuerza de un toro. A pesar del agudo dolor que sentía en el pecho, a pesar de que las náuseas amenazaban con asfixiarle, seguía en pie, pero sólo porque la pared le sostenía. Creyó oír a la muchacha pronunciar su nombre, pero no estaba seguro, parecía haberse quedado repentinamente sordo. Su vista estaba nublada. Sólo podía ver vagamente a Jansci luchar frenéticamente por soltar sus ligaduras. Entonces advirtió que Coco volvía a la carga. Desesperado, Reynolds se lanzó hacia delante, en un último esfuerzo para derribar a su verdugo, pero Coco se limitó a saltar hacia un lado, echándose a reír y dándole un manotazo en la espalda que le envió al otro extremo de la habitación. Reynolds fue a estrellarse contra el marco de la puerta y fue deslizándose lentamente al suelo.
Allí quedó sin sentido durante unos momentos. Luego, volvió en sí y sacudió la cabeza, atontado. Coco seguía en el centro de la pieza, con las manos en las caderas y el triunfo retratado en su cara llena de costurones. Coco quería matarle, se dijo Reynolds, pero lentamente. Bien, a este paso no tardaría mucho. No le quedaban fuerzas y tenía que luchar por seguir respirando. Apenas sentía las piernas.
Atontado, se levantó como pudo y se quedó apoyado en el marco de la puerta. La habitación le daba vueltas, el cuerpo le ardía, notaba en los labios el gusto salobre de la sangre. Y su indestructible enemigo seguía allí, riéndose, en el centro de la habitación. Otra vez, se dijo Reynolds, otra vez. Sólo puede matarme una vez. Ya apoyaba las manos en la pared para arrojarse a la última carrera, cuando vio mudar de expresión a Coco y notó que un brazo de hierro le empujaba hacia el rincón. Sandor penetró lentamente en la habitación.
Reynolds nunca olvidaría el aspecto que tenía Sandor en aquel momento. Parecía un personaje arrancado a la mitología escandinava en vez de un simple mortal. Habían transcurrido quince minutos, quizá veinte, desde que Sandor se arrojara al agua. Desde entonces, permaneció casi continuamente a la, intemperie, a bajo cero. Estaba envuelto en hielo de pies a cabeza, y la nieve que le había caído encima se había convertido también en hielo. A la luz de la lámpara de aceite, aquella rígida armadura, relucía de un modo irreal.
El AVO de la puerta quedó boquiabierto por el espanto. Con un visible esfuerzo, se rehízo y tiró una de las dos carabinas —la suya y la de Coco— que le entorpecían los movimientos. Fue a echarse la otra a la cara, pero ya era demasiado tarde. Sandor, cogiendo el arma por el cañón se la arrebató de las manos como si se tratara de arrancarle un bastón a un niño, y de un empujón lanzó al hombre contra la pared. El AVO profirió un juramento y se abalanzó sobre Sandor, pero Sandor le cogió en el aire, le hizo dar una vuelta completa sobre su cabeza y lo arrojó contra la pared. El hombre fue a estrellarse a una altura considerable y durante unos instantes quedó suspendido, como si unas manos invisibles le sujetaran. Luego cayó pesadamente al suelo, como un muñeco descoyuntado.
Cuando el AVO se abalanzó sobre Sandor, Julia se deslizó del sofá y abrazó a Coco por la espalda, tratando de inmovilizarle aunque no fuera más que un segundo. Pero ni siquiera pudo abarcar con los brazos el cuerpo del gigante que, sin mirarla siquiera la lanzó hacia un lado, echándose sobre Sandor antes de que éste pudiera recobrar el equilibrio y martilleándole la cabeza con los puños. Sandor cayó debajo de Coco, que le rodeó el cuello con sus manazas. Ya no sonreía, estaba luchando por su vida, y lo sabía.
Durante un momento, Sandor permaneció inmóvil, mientras los férreos dedos de Coco se hundían inexorablemente en su garganta. Luego, Sandor levantó las manos y cogió a Coco por las muñecas.
Reynolds, todavía débil e incapaz de sostenerse en pie, con Julia a su lado, cogiéndole del brazo, miraba la escena fascinado. El cuerpo de Reynolds parecía un mar de dolor, pero, por encima de aquel dolor, le pareció volver a experimentar la angustia que sintió cuando Sandor le apretó los brazos, aunque sin clavar los dedos en sus tendones, como hacía ahora con Coco.
Al rostro de Coco asomó primero la sorpresa, luego la incredulidad y, finalmente, el espanto, al sentirse las muñecas trituradas por los garfios de Sandor. Sus manos soltaron lentamente su presa. Sujetándole aún las muñecas, Sandor le empujó hacia un lado, se puso en pie e hizo levantar a Coco. El gigantesco AVO le aventajaba en estatura. Sandor le soltó entonces las muñecas y le rodeó el pecho con los brazos, antes de que Coco pudiera darse cuenta de lo que ocurría. Reynolds pensó que Sandor se proponía arrojar lejos a su adversario y, por el momentáneo alivio que asomó al rostro de Coco, comprendió que también él debió creerlo así. Pero el dolor y el miedo volvieron a aparecer cuando Sandor hundió la cabeza en el pecho de Coco, encogió los hombros y empezó a aplastar al gigante en un abrazo de oso. Coco comprendió que no saldría vivo de aquel abrazo y sus facciones se contrajeron en una mueca de terror mientras su rostro se volvía de púrpura y él jadeaba, luchando por enviar a sus pulmones una bocanada de aire y golpeaba frenéticamente con los puños la espalda de Sandor, con el mismo efecto que si golpeara una pared de granito. Pero el recuerdo que Reynolds conservó de aquel momento, no fue el pánico que se leía en el amoratado rostro de Coco, ni la mirada todavía bondadosa de Sandor, sino el crujir del hielo, que se iba partiendo a medida que Sandor apretaba su abrazo y el horror reflejado en los ojos de Julia cuando él la atrajo hacia sí, para cerrar sus oídos, lo mejor que pudo, a aquel ronco alarido que llenó la habitación y que, poco a poco, fue extinguiéndose hasta morir.