Capítulo XIII

El Conde cruzó el pasillo y se detuvo ante la puerta, barrándola con el brazo.

—Quédese dentro, profesor Jennings, haga el favor.

—¿Yo? —Jennings le miró sorprendido—. ¿Que me quede dentro? Amigo mío, soy el único que no se queda dentro.

—Ya lo sé. No obstante, quédese aquí por el momento. Sandor, no le dejes salir.

El Conde dio media vuelta y se marchó a paso rápido, sin dar al profesor oportunidad de responder. Reynolds le siguió y murmuró amargamente:

—¿Piensa usted que con una sola bala bien dirigida al corazón del profesor, el coronel Hidas podría retirarse con sus prisioneras, satisfecho de su trabajo?

—Algo así —admitió el Conde.

Los guijarros de la orilla crujieron bajo sus pies. Se detuvo junto a la barca y escudriñó las aguas oscuras y frías del adormecido río. Se podía ver con facilidad los camiones y los hombres, que recortaban sus siluetas sobre el fondo blanco de la nieve, pero estaba ya tan oscuro que resultaba casi imposible distinguir rasgos o uniformes, sólo unas siluetas oscuras y borrosas. Únicamente se podía reconocer a Coco, a causa de su estatura. Pero había un hombre más adelantado que los demás, que rozaba la orilla con las puntas de los pies, y a este hombre se dirigió el Conde.

—¿Coronel Hidas?

—Aquí estoy, comandante Howarth.

—Bien. No perdamos tiempo. Deseo efectuar el canje lo antes posible. La noche se nos echa encima, coronel Hidas, y si de día es usted ya bastante traicionero, sólo Dios sabe de lo que puede ser capaz en la oscuridad. No me propongo quedarme aquí para averiguarlo.

—Haré honor a mi promesa.

—No debería emplear palabras que no comprende… Ordene a sus conductores que den la vuelta y se sitúen al borde del bosque. Usted y sus hombres deberán retroceder hasta allí. A esa distancia, doscientos metros, no podrán reconocer a ninguno de nosotros. A veces ocurre que un arma se dispara accidentalmente. Esta noche, no.

—Se hará exactamente como usted dice.

Hidas se volvió, dio unas órdenes, esperó a que los dos camiones y sus hombres empezaran a alejarse del río y, dirigiéndose nuevamente al Conde, preguntó:

—¿Y ahora, comandante Howarth?

—Preste atención. Cuando yo llame, soltará a la esposa y a la hija del general, que empezarán a caminar hacia el ferry. En el mismo momento, el Dr. Jennings subirá a la barca y cruzará a la otra orilla. Una vez allí, subirá al dique y esperará a que las dos mujeres estén cerca. Cuando ellas lleguen al río, él seguirá caminando lentamente hacia ustedes. Cuando llegue ahí, ellas deberán haber cruzado ya, y entonces estará demasiado oscuro para que nadie, de un bando ni otro pueda hacer blanco si pretende disparar. Me parece que el plan es bien sencillo.

—Así se hará —dijo Hidas.

Dio media vuelta, subió al dique y se dirigió hacia la línea de árboles que se distinguía a lo lejos, dejando al conde muy pensativo.

—Demasiado complaciente —murmuró, restregándose la barbilla—, demasiado obsequioso. ¡Bah! No se puede ser tan suspicaz. ¿Qué puede hacer? Ha llegado la hora. ¡Sandor! ¡Cosaco! —Esperó a que los dos hombres salieran de la casa y, dirigiéndose a Sandor, preguntó—: ¿Cómo está Jansci?

—Ya se ha incorporado. Pero todavía está atontado. Le duele mucho la cabeza.

—Era de esperar. —El Conde se volvió hacia Reynolds—. Tengo que decir una palabras a Jennings, a solas con Jansci. Espero que comprenderá. No le entretendré ni un minuto. Se lo prometo.

—Tómese todo el tiempo que quiera —dijo Reynolds lentamente—. No tengo prisa.

—Lo sé. —El Conde vaciló, fue a decir algo pero se contuvo—. Eche la barca al agua, ¿quiere?

Reynolds asintió, miró al Conde mientras se alejaba y entraba en la casa y se volvió a ayudar a los otros dos a empujar el bote sobre las piedras. La embarcación era más pesada de lo que parecía, pero con la ayuda de Sandor la echaron al agua en pocos segundos. La mansa corriente la hacía dar suaves tirones de la cuerda. Sandor y el Cosaco volvieron a subir al dique, pero Reynolds se quedó en la orilla. Permaneció unos momentos inmóvil, luego sacó el revólver, comprobó que el seguro estaba puesto y volvió a guardarlo en el bolsillo de la gabardina, sin soltarlo.

Apenas habían transcurrido unos momentos, pero el Dr. Jennings estaba ya en la puerta. Dio algo que Reynolds no logró comprender, luego Reynolds oyó la voz profunda de Jansci y, finalmente, la del Conde.

—¿Me… disculpará si permanezco aquí. Dr. Jennings? —Era la primera vez que Reynolds oía temblar aquella voz—. Es que… preferiría…

—Lo comprendo perfectamente. —La voz de Jennings era reposada—. No se aflija por mí, amigo mío. Y mil gracias por todo.

Jennings se volvió bruscamente, se apoyó en el brazo de Sandor para bajar del dique, y dio un traspiés al pisar los guijarros de la orilla. Hasta entonces, Reynolds no se había dado cuenta de lo encorvado que caminaba el profesor. Este se había subido el cuello para protegerse del frío, y los faldones de su delgado abrigo raglan le golpeaban patéticamente las piernas. Reynolds se sintió ganado por aquel anciano indefenso y valiente.

—Fin de la jornada, amigo mío. —Jennings se mantenía sereno, pero su voz era algo ronca—. Lo siento, lo siento infinito… Haberles ocasionado tantos quebraderos de cabeza, para nada. Vino usted de muy lejos y para qué… Debe ser un rudo golpe para usted.

Reynolds no dijo nada. No sabía si la voz le obedecería. Pero ya había sacado la pistola.

—Olvidé decir algo a Jansci —murmuró Jennings—. Dowidzenia. Dígaselo en mi nombre. Sólo Dowidzenia. *** NO HAY *** comprenderá.

—Yo no lo comprendo. Pero no importa. —Jennings, que se dirigía ya hacia el bote, dio un respingo al ver ante sí el cañón de la pistola que esgrimía Reynolds—. No va usted a ninguna parte, profesor Jennings. Puede dar usted sus propios recados.

—¿Qué dice, muchacho? No comprendo.

—No hay nada que comprender. Sencillamente, usted no se mueve de aquí.

—Pero entonces… entonces Julia…

—Lo sé.

—Pero… dijo el Conde que iba usted a casarse con ella.

Reynolds asintió en la oscuridad.

—Y está dispuesto… Es decir, renuncia a ella…

—Hay cosas más importantes.

La voz de Reynolds era tan ronca que Jennings tuvo que inclinarse hacia delante para oír sus palabras.

—¿Es su última palabra?

—Es mi última palabra.

—Me satisface —murmuró Jennings—. No deseaba oír otra cosa. —Se volvió, haciendo ademán de volver a subir al dique y, cuando Reynolds fue a guardarse el arma en el bolsillo, se sintió violentamente empujado, resbaló sobre los guijarros de la orilla y cayó pesadamente hacia atrás, golpeándose la cabeza con una piedra. El golpe le hizo perder momentáneamente el sentido, y cuando volvió en sí, Jennings había ya gritado algo con todas sus fuerzas. No fue hasta mucho después cuando Reynolds se dio cuenta de que aquélla era la señal convenida para que Hidas soltara a las dos mujeres— y se encontraba ya en la barca, en medio del río.

—¡Vuelva, vuelva, loco idiota!

La voz de Reynolds era ronca y salvaje y, sin darse cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos, tiraba frenéticamente de la cuerda, hasta que recordó que la cuerda estaba fija y el bote avanzaba con completa autonomía. Jennings no prestó la menor atención a su llamada; ni siquiera volvió la cabeza. La quilla chirriaba ya sobre los guijarros de la otra orilla cuando Reynolds le llamaba roncamente desde la puerta.

—¿Qué sucede?

—Nada —dijo Reynolds con hastío—. Todo marcha según el plan. —Subió al dique. Sus piernas parecían de plomo. Se detuvo junto a Jansci y contempló la mancha de sangre que le cubría la sien y la mejilla—. Será mejor que te laves un poco. Tu esposa y tu hija estarán aquí de un momento a otro… Ahora están cruzando el campo.

—No comprendo.

Jansci se oprimió la cabeza con la mano.

—No importa. —Reynolds cogió un cigarrillo con mano torpe y lo encendió—. Hemos cumplido nuestra parte del trato, y Jennings se ha marchado. —Miró la punta del cigarrillo que brillaba en su mano semicerrada, y luego levantó la cabeza—. Se me olvidó. Me pidió que te dijera esto en su nombre: Dowidzenia

—¿Dowidzenia? —Jansci había retirado la mano de su cabeza y miraba, perplejo, la sangre que manchaba sus dedos, pero levantó los ojos con extraña expresión—. ¿Dijo eso?

—Sí. Y que tú lo comprenderías. ¿Qué quiere decir?

—Hasta la vista, en polaco.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo Reynolds quedamente—. Arrojó el cigarrillo, dio media vuelta y cruzó el pasillo con lentitud. En el sofá del cuarto de estar, junto a la chimenea, sin sombrero y sin abrigo, el viejo Jennings movía la cabeza de derecha a izquierda, tratando de incorporarse. Reynolds cruzó en dirección a él, seguido por Jansci, y le ayudó a levantarse, pasándole un brazo por los hombros.

—¿Qué sucedió? —preguntó Reynolds suavemente—. ¿El Conde?

—Entró aquí. —Jennings se restregaba la mandíbula que, evidentemente, le dolía—. Cogió dos granadas de una bolsa y las puso sobre la mesa. Le pregunté para qué las quería y me contestó: «Si piensan volver a Budapest en esos camiones, les costará trabajo llegar allí». Luego se acercó a mí y me dio la mano. Es cuanto recuerdo.

—Eso es todo, profesor —dijo Jansci lentamente—. Espere aquí. Volveremos en seguida… y antes de cuarenta y ocho horas estará usted con su mujer y su hijo.

Reynolds y Jansci salieron al pasillo. Jansci iba diciendo en voz baja:

—El Conde. —Había veneración en su voz—. Esas granadas destruyen la última posibilidad de que puedan cortarnos el paso antes de llegar a la frontera.

—¡Granadas! —Una rabia sorda empezó a bullir en el interior de Reynolds, produciéndole una sensación extraña, insólita en él—. Ahora hablas de granadas. Creí que era amigo tuyo.

—Nunca podrías encontrar a un amigo como él. —Jansci destilaba un sencillo convencimiento—. Es el mejor amigo que nadie haya podido tener, y precisamente por eso ahora no le detendría aunque pudiera. El Conde quería morir, lo deseó siempre, desde que le conocí, pero para él era cuestión de honor retrasar su muerte todo lo posible, para dar al mayor número posible de los que sufrían todo lo que pedían de la vida y de la felicidad, antes de tomar lo que él pedía de la muerte. Por eso para el Conde no existía el peligro. Caminaba junto a la muerte continuamente, pero no abiertamente. Yo siempre supe que cuando se presentara la oportunidad de morir con honor la cogería con ambas manos. —Jansci meneó la cabeza y, a la luz que salía del cuarto de estar, Reynolds vio que sus tristes ojos estaban empañados por las lágrimas—. Tú eres joven. Mi’hail, no puedes imaginarte lo vacía, lo horrible que es la existencia cuando ha muerto en ti el deseo de vivir. Yo soy tan egoísta como cualquiera, pero no lo suficiente para comprar mi felicidad al precio de la suya. Yo quería al Conde. Que la nieve le cubra piadosamente esta noche.

—Lo siento de veras, Jansci.

Reynolds se sentía profundamente apenado, pero por qué o por quién no hubiera podido decirlo. Lo único que advertía era que su ira iba en aumento y que le abrasaba como nunca. Estaban junto a la puerta, y aguzó la vista para ver lo que ocurría en la otra orilla. Podía ver con toda claridad a Julia y a su madre, caminando lentamente hacia la orilla, pero en un principio no vio ni rastro del Conde, cuando sus pupilas se dilataron, distinguió su borrosa silueta sobre la oscura franja de los árboles. De pronto comprendió que estaba demasiado cerca de los árboles. Julia y su madre apenas habían llegado a la mitad del campo.

—¡Mira! —Reynolds cogió a Jansci de un brazo—. El Conde ya casi ha llegado, y Julia y tu esposa apenas se mueven. En nombre del cielo, ¿qué les pasa? Las cogerán, las matarán… ¿Qué ha sido eso?

En el silencio de la noche se oyó un violento chapoteo, que le sobresaltó por lo inesperado. Echó a correr hacia el dique y vio que las negras aguas del río hervían y se levantaban en espumeantes remolinos movidas por unos brazos invisibles. Sandor había advertido el peligro antes que él, había tirado el abrigo y la chaqueta y sus poderosos brazos le impulsaban hacia la orilla opuesta con la velocidad de un torpedo.

—Se encuentran mal, Mi’hail. —Jansci estaba también en el dique, y la ansiedad tensaba su voz—. Una de ellas, debe ser Catherine, apenas puede andar. Mira como arrastra los pies. Es demasiado para Julia…

Sandor estaba ya en la orilla. Salió del agua, atravesó la franja de guijarros, salvó el desnivel del dique como si no existiera, a pesar de sus buenos cuatro palmos. Y entonces, precisamente cuando Sandor acababa de dejar atrás el dique, se oyó una explosión, era el inconfundible estallido de una granada que resonó en el bosque, y cuando todavía no se había apagado su eco, se produjo otra. Inmediatamente después, llegó hasta ellos el agudo tableteo de una ametralladora. Después, silencio.

Reynolds hizo una mueca de dolor y miró a Jansci, pero estaba demasiado oscuro, y no pudo ver su expresión. Sólo le oyó musitar algo, una y otra vez, sin distinguir las palabras. Debía hablar en ucraniano. Pero no había tiempo para pensar en aquello. En aquel mismo instante, el coronel Hidas debía estarse inclinando sobre el hombre al que él creía el profesor Jennings…

Sandor había llegado junto a las dos mujeres, había cogido a una debajo de cada brazo y corría hacia el río como si, en vez de llevarlas materialmente en vilo, condujera de la mano a dos veloces corredores. Reynolds dio media vuelta y dijo al Cosaco que estaba a su lado.

—Habrá lucha. Sube al piso alto, coge una metralleta, colócate en la ventana y cuando Sandor haya bajado del dique…

Pero el Cosaco corría ya hacia la casa.

Reynolds volvió a mirar a la otra orilla, apretando los puños, desesperado por no poder hacer nada. Treinta pasos, veinticinco, veinte… y del otro lado no se oía absolutamente nada. Reynolds empezaba a concebir esperanzas cuando se oyó un gritería, una orden y casi inmediatamente empezó a ladrar una carabina automática. Los primeros proyectiles silbaron a escasos centímetros de la cabeza de Reynolds. Se arrojó al suelo como una piedra, arrastrando a Jansci consigo y quedó tendido, golpeando furiosamente los guijarros con la palma de la mano, mientras las balas silbaban por encima de su cabeza, sin causar daño. Pero incluso entonces se preguntó por qué dispararía únicamente un hombre. Lo lógico sería que Hidas lanzara a todos sus efectivos al ataque.

Entonces se oyó el apresurado batir de unos pies sobre la nieve y, momentos después, Sandor saltó el dique, levantando materialmente a Julia y a su madre, y aterrizó sobre los guijarros de la orilla. Mientras todavía luchaba por recobrar el equilibrio, abrió fuego otra metralleta con ciclo distinto. El Cosaco no había perdido ni un segundo. Era difícil que pudiera ver a nadie sobre el oscuro fondo de los árboles, pero la ametralladora de la AVO estaba enfrente y el fuego del cañón debió delatar su posición, a pesar del cubrellamas. De todos modos, los disparos hechos desde el bosque cesaron casi inmediatamente.

Sandor había llegado al bote y en aquel momento metía a alguien. Al segundo siguiente, hizo subir a la segunda figura, lanzó el bote al río de un violento empujón y se puso a manejar la cuerda con tal furia que la quilla levantaba abanicos de espuma.

Jansci y Reynolds, otra vez en pie, esperaban en la orilla con las manos extendidas, esperando coger el bote y arrastrarlo a tierra cuando, de pronto, se oyó un siseo, un leve chasquido y una cegadora luz blanca se encendió a menos de treinta metros de donde ellos estaban. Casi al instante, abrieron fuego varios rifles y una ametralladora. Disparaban desde el bosque, pero más hacia el Sur, donde los árboles tocaban a la orilla.

—¡Apaga esa luz! —gritó Reynolds al Cosaco— no te preocupes de los AVO. Apaga ese maldito foco.

Cegado, se arrojó al río y oyó que Jansci hacía lo mismo. Ahogó un juramento cuando el costado del bote le golpeó furiosamente la rodilla, agarró la borda, dio un tirón al bote y lo clavó en la playa. Estuvo a punto de caer cuando una figura se echó en sus brazos. Recobró el equilibrio y la cogió en el mismo momento en que la luz se extinguía, con la misma brusquedad con que se había encendido. El Cosaco se estaba portando bien. Pero los rifles seguían disparando desde el bosque. Los hombres tiraban de memoria, y las balas rebotaban y silbaban a su alrededor.

No había duda de que la persona que Reynolds llevaba en brazos era la esposa de Jansci. Era demasiado frágil, demasiado ligera, para ser Julia. Guiado únicamente por el desnivel de la orilla —al apagarse el foco la oscuridad se hizo totalmente impenetrable— Reynolds dio un paso y le faltó poco para que el dolor de la rodilla, momentáneamente paralizada, le derribara. Extendió una mano, cogió la cuerda para conservar el equilibrio, oyó un ruido sordo, como el de un cuerpo al caer pesadamente, sintió que alguien le pasaba rozando y oyó unos pasos apresurados por el dique, apretó los dientes para dominar el dolor y subió cojeando por las piedras, con toda la velocidad que pudo. Sintió que una bala se le clavaba en la manga de la trinchera. El dique que tenía que escalar, con la pierna casi inutilizada, le pareció un obstáculo imposible de salvar. Entonces, un par de manos le empujaron con fuerza desde detrás y se encontró, sin saber cómo, de pie en el parapeto.

Ante él se abría el rectángulo de luz que se escapaba por la puerta de la casa, a menos de tres metros. Oía el ruido de las balas que se clavaban en las paredes de la casa o se perdían silbando en la oscuridad. Jansci, que había sido el primero en llegar, reapareció en la puerta. Su figura se recortó nítidamente sobre el fondo iluminado. Reynolds fue a gritar, pero se contuvo. Si algún tirador había apuntado, era ya demasiado tarde, y él sólo tardaría dos segundos en llegar hasta Jansci. Fue a dar un paso, oyó que la mujer que llevaba en brazos murmuraba algo, supo instintivamente lo que le decía, sin comprender sus palabras, y la dejó suavemente en el suelo. Ella dio dos o tres pasos vacilantes y se arrojó en los brazos que la estaban esperando, mientras murmuraba:

—Alex, Alex, Alex.

Pareció estremecerse, se recostó pesadamente en él, como si la hubieran golpeado desde detrás, y eso fue todo lo que Reynolds pudo ver. Sandor los había empujado a todos al pasillo, cerrando la puerta tras de sí.

Julia estaba medio tendida en el suelo, al fondo del pasillo, sostenida por el Dr. Jennings, que la miraba preocupado. Reynolds llegó a su lado en dos zancadas. La muchacha tenía los ojos cerrados, la cara pálida y en su frente empezaba a aparecer la señal de un golpe, pero su respiración era regular, aunque jadeante.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Reynolds roncamente—. ¿Es que la han…?

—Pronto estará bien. —La voz de Sandor era profunda y tranquilizadora. Se agachó, levantó a la muchacha en brazos y la llevó al cuarto de estar—. Se ha caído al saltar del bote, y ha debido dar con la cabeza en alguna piedra. Voy a ponerla en el sofá.

Reynolds contempló al gigante que, chorreando agua, había levantado a la muchacha como si se tratara de una pluma. Se puso en pie lentamente y casi tropezó con el Cosaco. El muchacho estaba radiante.

—Debieras estar en la ventana —dijo Reynolds suavemente.

—No hace falta. —La sonrisa del muchacho se ensanchó de oreja a oreja—. Han dejado de disparar y han vuelto a los camiones. Oí sus voces por el bosque. ¡Di a dos, Mr. Reynolds, a dos! Los vi caer a la luz del foco antes de que me mandara apagarlo.

—Y además, lo apagaste —dijo Reynolds.

—Por eso no se habían visto más fogonazos. —A Hidas le había salido el tiro por la culata—. Esta noche nos has salvado a todos. —Dio una palmada en el hombro del muchacho, se volvió hacia Jansci y se quedó petrificado.

Jansci estaba arrodillado sobre el áspero suelo de madera, con su mujer en brazos. Ella estaba vuelta de espalda hacia Reynolds, y lo primero que éste vio fue el agujero redondo, bordeado de rojo, que había en su abrigo, debajo del hombro izquierdo. Era un agujero muy pequeño. Sólo se veía un poco de sangre, y la mancha no aumentaba de tamaño. Lentamente, Reynolds cruzó el pasillo y se arrodilló junto a Jansci. Jansci levantó la ensangrentada cabeza y le miró con ojos extraviados.

—¿Muerta? —susurró Reynolds.

Jansci asintió en silencio.

—¡Dios mío! —El espanto que Reynolds sentía se reflejaba en todos sus rasgos—. ¡Ir a morir ahora!

—Dios es misericordioso, Mi’hail. Y comprensivo. Esta mañana le pregunté por qué no había dejado morir a Catherine, por qué no la había hecho morir… Me ha perdonado mi presunción. El sabe más que yo. Catherine estaba acabada, Mi’hail, acabada antes de que la tocara la bala. —Jansci meneó la cabeza, deslumbrado y maravillado—. ¿Hay algo más hermoso Mi’hail que dejar este mundo, sin sufrir, en el momento de la mayor dicha? ¡Mira! ¡Mira su rostro! ¡Mira como sonríe!

Reynolds movió la cabeza sin poder hablar. No se le ocurría qué decir, su cerebro estaba apagado.

—Es una dicha para los dos. —Jansci hablaba, casi divagaba consigo mismo. Abrió los brazos para que Reynolds pudiera ver el rostro de la muerta, y su voz pareció perderse en el recuerdo—. El tiempo ha sido bueno con ella, Mi’hail, la amaba casi tanto como yo. Hace veinte años… veinticinco… el barco bajaba por el Dniéper una noche de verano. Está igual que entonces. El tiempo la ha dejado intacta. —Su voz se apagó y Reynolds no pudo oír lo que decía. Luego, volvió a subir el tono y continuó—: ¿Te acuerdas de su fotografía, Mi’hail, la que creíste que favorecía a Julia? Juzga por ti mismo. No podía ser otra.

—No podía ser otra, Jansci —repitió Reynolds. Pensó en la fotografía de la hermosa y risueña muchacha y miró el rostro que Jansci tenía entre sus brazos, el fino cabello blanco, la cara gris, marchita y demacrada, un rostro lastimosamente envejecido por penalidades y privaciones inimaginables, y sintió que se le nublaba la vista—. No podía ser otra —repitió—. La fotografía no le hacía justicia.

—Eso es lo que yo siempre le dije —murmuró Jansci.

Volvió la cara y se inclinó profundamente. Reynolds comprendió que quería estar solo. Se puso en pie tambaleándose. Tuvo que apoyarse en la pared. El aturdimiento de su cerebro dejó paso primero a un aluvión de pensamientos y emisiones contradictorias que, poco a poco, fue alejándose, dejando en su mente un solo pensamiento. La rabia sorda que le había estado consumiendo durante toda la tarde estalló entonces con una llamarada que calcinó cualquier otra idea. Pero en su voz no se advertía el menor rastro de ira cuando, volviéndose hacia Sandor, le dijo serenamente:

—¿Quiere traer el camión, por favor?

—Al momento —prometió Sandor. Señaló con un ademán a la muchacha tendida en el sofá—. Está volviendo en sí. Tenemos que darnos prisa.

—Gracias. Así lo haremos. —Reynolds se volvió y dijo al cosaco—: Vigila bien, Cosaco, no tardaré. —Cruzó el pasillo, pasó junto a Jansci y Catherine sin mirarles, cogió la carabina automática apoyada en la pared y salió cerrando suavemente la puerta.