Capítulo XII

Se quedaron al pie del poste telefónico, en el lindero del bosque, atisbando por entre la nieve, que en aquel momento parecía amainar, y tiritando continuamente. La falta de reposo, el cansancio y el falso calor proporcionado por el coñac no eran la preparación más adecuada para una vigilia, ni siquiera una vigilia tan breve como aquélla, con una temperatura glacial.

Apenas habían transcurrido quince minutos desde que dejaron la casa, bajaron por el sendero, cruzaron el doble puente vertiente y doblaron hacia el Oeste, por la carretera principal, hasta llegar a aquel bosque situado a doscientos metros del recodo en el que habían ocultado el camión. El Conde y Sandor bajaron al puente para colocar las cargas de nitrato de amonio, mientras Reynolds y el profesor corrían hacia el bosque en busca de ramas secas para improvisar interruptores, y volvían al puente a ayudar al Conde y a Sandor a borrar las huellas de los neumáticos y ocultar el cable que iba desde el nitrato hasta el bosque en el que se escondió Sandor, émbolo en mano. Cuando Reynolds, el Conde y el profesor llegaron al camión, Jansci y el Cosaco habían ya conectado el teléfono de campaña a la línea de la casa. El muchacho se encaramaba a los postes con la agilidad de un mono.

Pasaron otros diez minutos, veinte, media hora. La nieve caía lentamente. El frío se les metía en los huesos, y tanto Jansci como el Conde, al ver que la AVO se retrasaba daban muestras de ansiedad. No era propio de la AVO llegar tarde, especialmente con semejante presa en perspectiva. No era propio del coronel Hidas llegar tarde en ningún caso. Tal vez Hidas había hecho caso omiso de las instrucciones y en aquellos momentos sus hombres estaban cerrando el acceso a la frontera, o les tenían ya rodeados, pero el Conde lo consideraba poco probable. Sabía que Hidas tenía la impresión de que Jansci contaba con una organización muy extensa, y el que descuidara una precaución tan elemental como colocar vigías en las carreteras no se le habría pasado por la imaginación. Pero que Hidas planeaba alguna estratagema era indudable. Hidas era un adversario formidable en cualquier caso, y los campos de concentración estaban llenos de gente que habían menospreciado la astucia y la tenacidad de aquel judío flaco y amargado. Hidas tramaba algo.

Y cuando, por fin, apareció Hidas quedó ampliamente demostrado. Venía del Este, en un enorme camión verde que, según dijo el Conde, era su despacho ambulante. A éste le seguía otro más pequeño, repleto con seguridad de asesinos AVO. Pero lo que no esperaban, y que explicaba sobradamente su retraso, era el tercer vehículo del convoy, un enorme carro blindado, pesado y equipado con un cañón antitanque de gran velocidad, cuya longitud era casi igual a la mitad del vehículo. Los que desde, el lindero del bosque, contemplaban aquella llegada, se miraron perplejos, preguntándose a qué vendría aquel despliegue de fuerzas. Pronto lo descubrieron.

Hidas sabía perfectamente lo que hacía. Por Julia debió enterarse de que la casa de Jansci tenía los muros laterales ciegos, pues no vaciló ni un momento. Sus hombres iban bien aleccionados, y la maniobra fue ejecutada con prontitud y decisión. A pocos centenares de pasos del sendero que conducía de la carretera hacia la casa, los dos camiones aceleraron, dejando atrás al carro, luego, casi al unísono, aminoraron la marcha, abandonaron la carretera, cruzaron el puente, se aproximaron a la casa a gran velocidad y se detuvieron a cada lado, a escasos metros de los muros laterales. Saltaron a tierra hombres armados, que tomaron posiciones detrás de los camiones, junto a los cobertizos y detrás de los árboles que crecían en la parte posterior de la casa.

Antes de que el último policía tomara posición, el carro había dejado la carretera, cruzando el puente de doble vertiente, apuntando grotescamente primero al cielo y luego al suelo con su largo cañón y acababa de detenerse a unos cincuenta metros de la casa. Pasó un segundo, dos, y entonces se oyó una detonación seca que provocó una erupción de humo y cascotes cuando el proyectil fue a estrellarse en la pared de la casa, debajo de las ventanas de la planta baja. Pasaron unos segundos. El polvo de la primera explosión todavía no había tenido tiempo de posarse cuando el segundo proyectil fue a estallar a menos de un metro del primero, y luego se oyeron dos detonaciones más. En la pared de la casa había un boquete de casi tres metros de largo.

—¡Cerdo, traidor, asesino! —susurró el Conde, con rostro impasible—. Sabía que no podía fiarme de él, pero hasta qué punto, no lo he sabido hasta ahora. —Se interrumpió cuando el cañón volvió a disparar, y esperó a que el eco de la explosión se extinguiera—. Lo he visto centenares de veces. Es la técnica que los alemanes emplearon en Varsovia. Si se quiere derribar una casa sin bloquear las calles, lo único que hay que hacer es pulverizar la planta baja y la casa se desploma. También descubrieron que, además, todos los que estaban en la casa morían aplastados.

—Y eso es lo que pretenden… Es decir, creen que estamos allí.

Al Dr. Jennings le temblaba la voz.

—No supondrá que lo que quieren es practicar el tiro al blanco —dijo el Conde ásperamente—. Claro que suponen que estamos dentro. Y Hidas ha estacionado a sus mastines alrededor de la casa, por si los ratones tratan de salir del agujero.

—Ya entiendo. —La voz de Jennings era más firme—. Al parecer, he sobreestimado el valor de mis servicios para los rusos.

—No es eso —mintió el Conde—. Le necesitan, pero sospecho que prefieren acabar con el general Illyurin y conmigo. Jansci es el enemigo público número uno de la Hungría comunista, y saben que no se les volverá a presentar una oportunidad como esta. No pueden dejar de aprovecharla, aunque para ello tengan que sacrificarlo a usted.

Reynolds se sintió dividido entre la ira y la admiración. Ira por la mentira en sí, admiración por la habilidad con que había inventado engaño tan plausible.

—Son unos canallas, unos monstruosos canallas —dijo Jennings, con asombro.

—A veces, resulta difícil considerarlos de otro modo —dijo Jansci lentamente—. ¿Las ha visto alguien? —No había necesidad de preguntar a quién se refería. Todos movieron negativamente la cabeza, demostrando que le habían comprendido—. ¿No? Entonces, tal vez sea preferible llamar por teléfono a nuestro amigo. La acometida del teléfono está en la pared lateral. Debe seguir intacta.

Lo estaba. Durante una pausa en el fuego, se oyó con toda claridad en el aire helado y diáfano el repicar de un timbre en el interior de la casa cuando Jansci hizo girar la manivela del teléfono de campaña. Oyeron también una orden y vieron a un hombre salir corriendo de detrás de la casa y hacer una seña con la mano a los artilleros del carro blindado. Casi inmediatamente, el cañón giró hacia un lado. Otra orden, y los soldados que estaban agazapados detrás de la casa, salieron de sus escondrijos y se dirigieron corriendo a la casa, unos a la parte delantera y otros, a la posterior. Los observadores vieron a los AVO agacharse al pasar frente al boquete abierto en el muro, luego ponerse en pie de un salto y meter el cañón de las ametralladoras por las destrozadas ventanas, mientras otros dos policías abrían la puerta a puntapiés y penetraban en la casa. Ni siquiera a aquella distancia era posible confundir al primero de los dos hombres que había entrado. Era imposible confundir al gorila de Coco.

—¿Empiezan a comprender por qué el bueno del coronel Hidas dura tanto? —murmuró el Conde—. No se puede decir que se arriesgue inútilmente.

Coco y los otros AVO reaparecieron en la puerta, y, a una palabra del gigante, los hombres apostados en las ventanas se retiraron. Uno de ellos desapareció detrás de la casa para volver casi inmediatamente con otro hombre, que no podía ser otro que el coronel Hidas, pues casi al instante oyeron su voz por el teléfono de campaña. Jansci acercó uno de los auriculares al oído, mientras los demás escuchaban por el otro.

—¿El comandante-general Illyurin, sino me equivoco? —La voz de Hidas era serena, y sólo el Conde, que la conocía, bien, acertó a descubrir en ella la cólera reprimida.

—Sí. ¿Es así como los caballeros de la AVO cumplen sus tratos, coronel Hidas?

—Entre nosotros dos no caben recriminaciones infantiles —repuso Hidas—. ¿Desde dónde habla usted, si me es lícito preguntar?

—Eso tampoco hace al caso. ¿Ha traído a mi esposa y a mi hija?

Una pausa. Luego la voz de Hidas llegó de nuevo.

—Naturalmente. Prometí traerlas.

—¿Puedo verlas, por favor?

—¿No se fía de mí?

—Una pregunta superflua, coronel Hidas. Déjeme verlas.

—Tengo que pensarlo.

El teléfono volvió a enmudecer, y el Conde dijo con ansiedad:

—No está pensando. Ese zorro nunca necesita pensar. Sólo quiere ganar tiempo. Sabe que tenemos que estar cerca y que podemos verle, por lo tanto, sabe que tiene que poder vernos. Por eso hizo antes una pausa, para decir a sus hombres…

Un grito desde la casa le confirmó la sospecha del Conde, antes de que éste pudiera expresarla con palabras, y un momento después un hombre salió corriendo de la casa, en dirección al carro blindado.

—Nos ha visto —dijo el conde en voz baja—. A nosotros o al camión. Y ahora qué…

—Muy sencillo. —Jansci soltó el teléfono—. Lanzarán el carro contra nosotros. ¡Poneos a cubierto! Nos atacarán desde allí o vendrán por nosotros. Esta es la única incógnita.

—Vendrán por nosotros —afirmó Reynolds—. Los explosivos no sirven de nada en un bosque.

Tenía razón. Mientras hablaba, el potente Diesel del carro se puso en marcha y el armatoste, moviéndose lentamente, se desplazó hasta el claro situado frente a la casa, se detuvo e hizo marcha atrás.

—Viene, no hay duda —asintió Jansci—. De lo contrario no tenían por qué moverse de donde están. Ese cañón tiene un ángulo de tiro de 360 grados.

Salió de detrás del árbol, saltó a la carretera y levantó los brazos, con las manos juntas. Era la señal convenida para que Sandor oprimiera el «plunger».

Nadie estaba preparado para lo que entonces ocurrió, ni siquiera el Conde, que había calculado mal la desesperación de Hidas. Débilmente, por el teléfono de campaña tirado en el suelo, se oyó gritar a Hidas:

—¡Fuego!

Antes de que el Conde tuviera tiempo de lanzar un grito de advertencia, varias carabinas automáticas abrieron fuego desde la casa, y todos saltaron detrás de los troncos, para ponerse a cubierto de las balas que martillearon en los árboles o se perdieron silbando por el bosque. Pero Jansci no tuvo tiempo de prepararse y se desplomó en medio de la carretera como un árbol abatido por el hacha del leñador. Reynolds salió de su refugio y fue a lanzarse hacia la carretera, cuando se sintió cogido por la espalda y empujado violentamente contra el árbol que acababa de abandonar.

—¿Quiere que le maten también? —El Conde estaba furioso, pero su furia no iba dirigida a Reynolds—. No creo que haya muerto. Acaba de mover un pie.

—Volverán a disparar —protestó Reynolds. Las detonaciones habían cesado con la misma brusquedad con que empezaron—. Le acribillarán ahí tendido.

—Razón de más para que no se suicide usted.

—¡Pero Sandor está esperando! No tuvo tiempo de ver la señal.

—Sandor no es ningún idiota. No necesita señal. —El Conde se asomó y vio al carro dirigirse hacia el puente—. Si el puente salta ahora, ese condenado tanque puede pulverizarnos desde ahí. Lo que es peor, puede hacer marcha atrás, cruzar la zanja y salir a la carretera principal. Sandor lo sabe. ¡Mire!

Reynolds miró. El carro casi había llegado al puente. Diez pasos, cinco. Empezaba a subir. Sandor había esperado demasiado, Reynolds estaba seguro de que había esperado demasiado. Entonces vio una llamarada, oyó un zumbido sordo, mucho menos estruendoso de lo que esperaba, seguido primero por un ruido de escombros y después por un chirrido metálico y un estallido que hizo temblar el suelo casi tanto como la explosión. El carro se precipitó en el lecho del río yendo a estrellarse contra el pilar del puente. El cañón, al chocar con lo que quedaba del puente, se dobló hacia arriba como si fuera de cartón.

—Nuestro amigo tiene un soberbio sentido de la oportunidad —murmuró el Conde—. Su tono seco e irónico conjugaba mal con la tensión de su rostro. A duras penas lograba dominar su furia. Cogió el teléfono, hizo girar frenéticamente la manivela y esperó.

—¿Hidas? Aquí, Howarth. —El Conde parecía morder las palabras—. ¡Loco! ¡Estúpido! ¿Sabe a quién han derribado?

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Y qué me importa a mí!

La forzada amabilidad de Hidas se había esfumado. La pérdida de su carro le había afectado profundamente.

—Le importa, ya lo creo. —El Conde había vuelto a dominarse, y en su voz temblaba la amenaza—. Es Jansci quien ha caído, y si ha muerto, haría usted bien en acompañarnos cuando crucemos la frontera esta noche.

—¡Idiota! ¿Se ha vuelto loco?

—Escuche, y luego juzgue por sí mismo quien es el loco. Si Jansci ha muerto, su mujer y su hija ya no nos interesan. Puede hacer con ellas lo que le parezca. Si ha muerto, cruzaremos la frontera antes de medianoche y veinticuatro horas después la historia del profesor Jennings saldrá en grandes titulares en todos los periódicos de la Europa Occidental y de América, en todos los periódicos del mundo libre. La furia de sus amos de Budapest y Moscú no conocerá límites… Y ya me ocuparé yo de que todos los periódicos publiquen un buen reportaje de nuestra huida y del papel que desempeñó usted en ella, coronel Hidas. Le espera el canal del mar Negro, si tiene suerte, o tal vez Siberia. Lo cierto es que le retirarán de la circulación. Si muere Jansci, usted muere también… y eso nadie lo sabe mejor que usted, coronel Hidas.

Un largo silencio. Cuando, por fin habló Hidas, su voz no era más que un ronco murmullo.

—Quizá no haya muerto, comandante Howarth.

—Ruegue usted para que así sea. Vamos a examinarle. Ahora saldré… Si aprecia en algo su vida, retire a sus asesinos.

—Daré órdenes inmediatamente.

El Conde colgó el teléfono, y se encontró con la asombrada mirada de Reynolds.

—¿Habla en serio? Abandonaría a Julia y a su madre a…

—Dios mío, ¿por quién me ha tomado? Lo siento, chico, no quise asustarle. Debí estar convincente, ¿eh? Desde luego, fue un farol, pero Hidas no lo sabe, y aunque no hubiera estado tan asustado y hubiera advertido el «bluff», no se hubiera atrevido a arriesgarse. Le tenemos cogido. Vamos, ya habrá retirado a sus perros.

Salieron corriendo a la carretera y se inclinaron sobre Jansci, que estaba tendido de espaldas, con los brazos abiertos. Respiraba regularmente. No hubo necesidad de buscar el impacto de la bala. La sangre que manaba de una herida alargada que iba desde la sien hasta detrás de la oreja contrastaba violentamente con su blanco cabello. El Conde se inclinó, lo examinó brevemente y se puso en pie.

—Nadie podría esperar que Jansci muriera con tanta facilidad. —La amplia sonrisa que iluminaba el rostro del Conde era prueba evidente del alivio que sentía—. Tiene conmoción, pero la herida no interesa el hueso. Dentro de un par de horas estará perfectamente. Vamos. Écheme una mano. Lo levantaremos.

—Yo lo llevaré. —Era Sandor, que acababa de salir del bosque, y los apartó suavemente. Se inclinó, cogió a Jansci y lo levantó como si se tratara de un niño—. ¿Es grave?

—Gracias, Sandor. No, un rasguño… Buen trabajo el del puente. Llévale al camión e instálale cómodamente. Cosaco, coge unos alicates, trepa al poste y espera mi señal. Ponga en marcha el motor, Mr. Reynolds, por favor. Quizá esté frío.

El Conde cogió el teléfono y sonrió ligeramente. Podía oír la angustiada respiración de Hidas.

—Todavía no le ha llegado la hora, coronel Hidas. Jansci está gravemente herido, tiene un balazo en la cabeza, pero vivirá. Ahora escuche con atención. Por desgracia, es evidente que no se puede confiar en usted… aunque debo decir que para mí eso no constituye ninguna sorpresa. No podemos, ni queremos, efectuar el canje en este lugar… No tenemos ninguna garantía de que vaya usted a cumplir su palabra y, en cambio, las mayores sospechas de que no la cumpla. Sigan por ese campo medio kilómetro. Será difícil, con tanta nieve, pero dispone usted de muchos hombres. Y así nos dará tiempo para llegar a nuestro destino. Entonces encontrarán un puente de madera que les permitirá salir nuevamente a la carretera. Desde allí diríjanse en línea recta al ferry. ¿Está claro?

—Está claro. —La voz de Hidas era ya más firme—. Procuraremos llegar lo antes posible.

—Deberán estar allí dentro de una hora. Ni un minuto más. No queremos darles tiempo para que pidan refuerzos y nos corten las salidas hacia Occidente. A propósito, no malgaste un tiempo precioso tratando de pedir ayuda por ese teléfono. Voy a cortar los hilos, y los volveré a cortar a cinco kilómetros de aquí.

—¡Una hora! —En la voz de Hidas se advertía de nuevo el desaliento—. Tenemos que limpiar de nieve este campo… y quien sabe cómo estará la carretera del río. Si no llegamos dentro de una hora…

—Nosotros nos habremos marchado.

El Conde colgó, hizo una señal al Cosaco, echó una ojeada al interior del camión, para ver si Jansci estaba bien instalado y subió a la cabina. Reynolds tenía el motor en marcha, se hizo a un lado para dejar sitio al Conde detrás del volante, y pocos segundos después salían del bosque a la carretera principal en dirección al Noroeste. El crepúsculo empezaba a sombrear las cimas nevadas de las colinas, bajo un cielo plomizo.

* * *

Ya era casi de noche. Volvía a nevar copiosamente cuando el camión conducido por el Conde dejó la carretera, cubrió unos doscientos metros saltando por un sendero lleno de baches y se detuvo al pie de una cantera abandonada. Reynolds miró sorprendido al Conde, saliendo de su abstracción.

—La casa del barquero… ¿Hemos dejado el río?

—Sí. El ferry está a unos trescientos metros. Dejar el camión a la vista de Hidas sería una tentación demasiado fuerte para él.

Reynolds asintió sin pronunciar palabra. Apenas había hablado desde que salieron de casa de Jansci. Permaneció mudo al lado del Conde durante el camino. Apenas cambió una palabra con Sandor cuando le ayudó a destruir el puente que acababan de cruzar. Su mente estaba revuelta, se sentía dividido por emociones contradictorias, consumido por una ansiedad angustiosa que nunca había sentido. Lo peor de todo era que el viejo Jennings se mostraba ahora hablador y animado como nunca, y hacía todo lo posible por levantar el decaído ánimo de sus compañeros. Reynolds sospechaba, sin saber por qué, que el viejo profesor, a pesar de las palabras del Conde, sabía que iba hacia la muerte. Era intolerable. Pero si no se sacrificaba él, lo más seguro era que Julia muriese. Reynolds apretó los puños hasta que le dolieron los brazos, pero en el fondo sabía, aun sin reconocerlo, que únicamente cabía una solución.

—¿Cómo está Jansci, Sandor?

El Conde descorrió la mirilla.

—Empieza a moverse. —La voz de Sandor era profunda y apacible—. Y a hablar consigo mismo.

—Excelente. Se necesita algo más que un balazo en la cabeza para terminar con Jansci. —El Conde hizo una pausa y luego prosiguió—: No podemos dejarle aquí. Hace demasiado frío y no quiero que vuelva en sí sin saber donde se encuentra ni donde nos encontramos nosotros. Creo que…

—Lo llevaré a la casa.

Cinco minutos después, llegaron a la casa del barquero, un edificio de piedra blanca, situado entre la carretera y la pedregosa y empinada orilla. En aquel punto, el río tendría unos doce metros de ancho, la corriente era muy lenta y, a pesar de que la oscuridad era casi completa, parecía bastante profundo. Dejando a los demás en la puerta de la casa del barquero, que se abría al río, el Conde y Reynolds, saltaron el dique, que mediría aproximadamente un metro de alto, y se acercaron a la orilla, caminando sobre los guijarros.

La barca, en forma de canoa, no llevaba motor ni remos. El único sistema de propulsión consistía en una cuerda atada a unos postes de hierro que se levantaban a cada orilla. La cuerda pasaba por unas poleas fijas a ambos extremos de la barca y a una garrucha situada en el centro de la embarcación. Los pasajeros iban de una orilla a la otra haciendo deslizar el bote a lo largo de la cuerda. Era un tipo de ferry que Reynolds nunca había visto, pero tuvo que admitir que, para dos mujeres que, con toda seguridad, no sabían nada de barcos, el sistema no podía ser más seguro. El Conde pareció adivinar sus pensamientos.

—Satisfactorio, Mr. Reynolds, completamente satisfactorio. Lo mismo que la orilla opuesta. —Señaló el otro lado del río, en donde los árboles se abrían en media luna, dejando un amplio espacio despejado, atravesado por la carretera que llegaba hasta la misma orilla—. Un terreno que parece especialmente diseñado para desanimar a nuestro buen amigo, el coronel Hidas, que a estas horas debe estar pensando en apostar a sus hombres en la orilla, con las manos llenas de ametralladoras. Hubiera sido difícil, lo digo con modestia, dar con un sitio mejor para realizar el canje… Bueno, vamos a hacer una visita al barquero, que está a punto de realizar un poco de ejercicio, algo a lo que no debe estar muy acostumbrado, y todavía no lo sabe.

El barquero abría la puerta en el preciso momento en que el Conde se disponía a llamar. Miró fijamente el gorro puntiagudo del Conde, luego la cartera que tenía en la mano, y se pasó la lengua por los labios que de repente se le habían quedado secos. En Hungría no era necesario tener la conciencia sucia para temblar ante la AVO.

—¿Vives solo? —preguntó el Conde.

—Sí, sí. Solo. ¿Qué ocurre, camarada? —Hizo un esfuerzo por dominar el miedo—. Yo no he hecho nada, camarada, nada.

—Eso dicen todos —dijo el Conde fríamente—. Ponte el sombrero y el abrigo y sal inmediatamente.

El hombre volvió al cabo de pocos segundos, calándose un gorro de piel. Fue a decir algo, pero el Conde levantó una mano.

—Vamos a usar tu casa durante un rato, para algo que no te interesa. No venimos por ti. —El Conde señaló la carretera en dirección al Sur—. Ve a dar un paseo, camarada. Y no vuelvas hasta dentro de una hora. Entonces ya nos habremos marchado.

El hombre le miró con incredulidad, buscó la trampa con la mirada y, al no ver ninguna, dio media vuelta y desapareció detrás de la casa. Salió a la carretera y antes de medio minuto, moviendo las piernas como pistones, se perdió de vista tras un recodo.

—Aterrorizar al prójimo me resulta un pasatiempo cada vez más repugnante —murmuró el Conde—. Tengo que acabar con esto. ¿Quieres traer a Jansci, Sandor?

El Conde les precedió por el pasillo en dirección al cuarto de estar. En la puerta se detuvo, dio un resoplido y volvió a salir.

—Será mejor que le dejes en el pasillo. Eso de ahí dentro es un horno… Sólo conseguiremos que vuelva a desvanecerse. —Se acercó a mirar a Jansci, mientras Sandor le instalaba en un rincón sobre unas mantas y almohadones sacados del cuarto de estar—. Ya abre los ojos, pero todavía está aturdido. Quédate junto a él, Sandor, y deja que vaya reaccionando por sí mismo. ¿Qué hay, muchacho?

El Cosaco acababa de entrar corriendo.

—El coronel y sus hombres han llegado. Los dos camiones acaban de detenerse en la orilla.

—No es para tanto. —El Conde insertó uno de sus cigarrillos rusos en la boquilla, lo encendió y tiró la cerilla al exterior, a través del oscuro rectángulo de la puerta—. Puntuales por demás. Bueno, vamos a dialogar con ellos.