Capítulo XI

Llegaron a la casa de campo situada a menos de quince kilómetros de la frontera austríaca, donde Jansci tenía su cuartel general, a las seis y media de la mañana siguiente, después de catorce horas de viaje por las heladas carreteras de Hungría, a una media de menos de treinta kilómetros por hora. Fue aquél el viaje más frío e incómodo que Reynolds realizara en su vida. Pero llegaron; y, a pesar del frío, del hambre, de la fatiga y del sueño, estaban de un humor inmejorable. Su euforia les hacía olvidar todas las penalidades; excepto al Conde que después del primer estallido de alegría, se volvió a encerrar, a medida que pasaban las horas, en su acostumbrado sarcasmo.

Durante aquella noche cubrieron exactamente cuatrocientos kilómetros, y el Conde estuvo al volante durante todo el tiempo. Se detuvo tan sólo dos veces para llenar de gasolina el depósito, despertando e intimidando a los encargados de los postes con la doble amenaza de su voz y su uniforme. Más de una vez, a medida que los pliegues de cansancio se acentuaban en el enjuto rostro del Conde, Reynolds estuvo a punto de pedir que le permitiera relevarle, pero, en cada ocasión, la prudencia le hizo contenerse: como ya observó en el primer viaje en el Mercedes, el Conde, detrás del volante, estaba en su elemento, y en aquellas carreteras heladas y traidoras, era más importante que llegaran sanos y salvos que aliviar la fatiga del Conde. Así pues, Reynolds pasó la noche dando cabezadas y observando al Conde, lo mismo que el Cosaco, que iba sentado a su lado. Ambos disfrutaban del privilegio de viajar en la cabina por la misma razón: ambos estaban congelados. El estado del Cosaco era todavía peor que el de Reynolds, y se comprendía. Durante los últimos treinta kilómetros, había viajado en el estribo del camión, limpiando la nieve del parabrisas, y desde allí pudo contemplar la suicida travesía del tren hecha por Reynolds. Ahora ya no le miraba con desagrado, sino con asombro y deferencia.

El camino más corto desde Pécs hasta la casa de Jansci comprendía menos de la mitad de la distancia recorrida, pero tanto Jansci como el Conde estaban convencidos de que aquel camino sólo les conduciría a un lugar: al campo de concentración. Los sesenta kilómetros del lago Balaton bloqueaban la mayoría de los caminos de la frontera austríaca, y los dos hombres estaban seguros de que ni la más insignificante carretera situada entre su extremo meridional y la frontera yugoslava estaría libre de policías. Las otras carreteras entre el extremo norte del Balaton y Budapest, podían o no estar vigiladas, pero era preferible no arriesgarse. Fueron doscientos kilómetros hacia el Norte, rodearon la capital y, desde allí, tomaron la carretera de Austria, doblando hacia el Sudoeste al llegar a Györ.

Y por eso tardaron catorce horas y tuvieron que recorrer cuatrocientos kilómetros para llegar a su destino. Estaban hambrientos y exhaustos, pero una vez dentro de la casa, el hambre y el cansancio quedaron olvidados. Y cuando Jansci y el Cosaco encendieron la estufa, Sandor les presentó un aromático guiso y el Conde sacó una botella de barack de la bien provista bodega que había en la casa, la alegría por su feliz llegada y el júbilo por haber burlado a la AVO se expresaron en risas y charlas. Reanimados por la comida caliente y por el barack del Conde, se olvidaron del cansancio y del sueño. Ya tendrían tiempo para dormir, tenían todo el día para dormir, pues Jansci no pensaba cruzar la frontera hasta la medianoche.

Dieron las ocho. Jansci puso el moderno aparato de radio que acababa de instalar en la casa. No se mencionaron sus actividades, ni se habló del rescate del profesor, cosa que no les sorprendió: lo último que harían los comunistas sería reconocer tamaño fracaso. El parte meteorológico que predecía la continuación de las nevadas sobre todo el país, contenía un dato del máximo interés. Todo el Sudoeste de Hungría, esto es, la región comprendida entre el lago Balaton, y Szeged, en la frontera yugoslava, estaba completamente bloqueada por la mayor tormenta de nieve que se había registrado desde el fin de la guerra. El tráfico aéreo, ferroviario y por carretera estaba completamente paralizado. Jansci y los demás escuchaban en silencio, pero aquel silencio era más elocuente que cualquier comentario: si la tentativa se hubiera llevado a cabo doce horas después, el rescate y la huida hubieran resultado imposibles.

Dieron las nueve. Empezaba a amanecer, y volvía a nevar copiosamente. Se descorchó la segunda botella de barack y empezaron los relatos. Jansci refirió la estancia en la Szarháza, el Conde con media botella de coñac en su cuerpo, describió con irónicas palabras su entrevista con Furmint, y Reynolds tuvo que contar, varias veces, su peligroso viaje por el techo del tren. El más ávido oyente era, sin duda, el viejo profesor, cuyos sentimientos hacia sus anfitriones rusos habían experimentado un cambio violento y radical, como ya pudieron apreciar Jansci y Reynolds cuando hablaron con él en la Szarháza. La actitud de los rusos para con él empezó a cambiar cuando se negó a participar en la conferencia hasta saber lo que había sido de su hijo, y, cuando supo que su hijo había escapado, se negó a participar, de todos modos. Los rusos habían perdido todo su ascendiente sobre él. Su encierro en la Szarháza le puso furioso, y el tener que viajar en el furgón con una pandilla de criminales de la peor especie fue lo que acabó de rematar su conversión. Al oír relatar los tormentos infligidos a Jansci y a Reynolds su furia se desató. Contra su costumbre, empezó a jurar.

—¡Esperen! —dijo—. Esperen a que llegue a casa. El gobierno británico, sus preciosos proyectos y sus cohetes… ¡Al diablo con los proyectos y los cohetes! Tengo cosas más importantes que hacer antes.

—¿Por ejemplo? —preguntó Jansci suavemente.

—¡Decir unas cuantas verdades acerca del comunismo! —Jennings apuró de un trago su copa de barack. Hablaba casi a gritos—. No lo digo por presumir, pero la mayoría de los grandes periódicos del país me escuchan, y me escucharán mucho más si recuerdan las tonterías que he dicho hasta ahora. Pondré en evidencia al asqueroso sistema comunista, y cuando haya terminado…

—Demasiado tarde.

La interrupción partió del Conde. Su tono era irónico.

—¿Qué quiere decir con eso de «demasiado tarde»? —preguntó Jennings.

—El Conde sólo quiere decir que el comunismo ha sido ya puesto en evidencia —dijo Jansci en tono conciliador—. Y, sin ánimo de ofender, Dr. Jennings, por gentes que sufrieron sus consecuencias durante años enteros, sólo durante un fin de semana.

—¿Pretende usted que cuando vuelva a Inglaterra, continúe como si tal cosa? —Jennings se interrumpió. Cuando volvió a hablar, su voz era más tranquila—. Vamos, hombre, es un deber… de acuerdo, de acuerdo, he tardado en darme cuenta, pero ahora lo veo, es un deber hacer cuanto esté en nuestra mano para detener el avance de esta condenada doctrina.

—Demasiado tarde.

Nuevamente, la seca interrupción vino del Conde.

—Quiere decir que el comunismo, fuera de su patria, está fracasado —se apresuró a explicar Jansci—. No es preciso que usted haga nada por detenerlo, Dr. Jennings, ya se ha detenido. Desde luego, en algunos países sigue prosperando, pero sólo entre gentes primitivas, como los mogoles, que se dejan convencer por una fraseología exaltada. No va con nosotros, con los húngaros, con los checos, con los polacos… ni va con los países cuya población está políticamente más avanzada que los rusos. Tomemos a este país, por ejemplo. ¿A quienes se inculcó la doctrina con más ahínco?

—A la Juventud, supongo —Jennings se contenía a duras penas—. Es lo de rigor.

—A la juventud —asintió Jansci— y a los niños mimados del comunismo: escritores, intelectuales, obreros de la industria pesada. Y ¿quiénes dirigieron el levantamiento contra los rusos? Exactamente los mismos, los jóvenes, los intelectuales y los obreros. El que yo piense que el levantamiento fue inútil e inoportuno no tiene nada que ver. Lo que quiero decir es que el comunismo fracasó más rotundamente entre los que más posibilidades de éxito tenía.

—Y tendría usted que ver las iglesias en mi país —murmuró el Conde—. Las misas del domingo no pueden verse más concurridas, y están llenas de niños.

Entonces no se preocuparía tanto por el comunismo, profesor. En realidad —continuó secamente—, su fracaso en nuestros países puede compararse tan sólo al éxito que consigue en países, como Italia o Francia, en donde nadie ha visto nunca a uno de éstos —señaló con evidente repugnancia el uniforme que vestía y movió la cabeza tristemente—. La naturaleza humana es algo extraordinario.

—Entonces, ¿qué diablos quieren que haga? ¿Olvidarme de todo? —preguntó Jennings.

—No. —Jansci negó con la cabeza, con un deje de cansancio—. Esto es lo último que aconsejaría a nadie. Quizás exista un delito mayor que la indiferencia, pero no lo conozco. No, Jennings, lo que yo le pediría que hiciese es que dijese a sus compatriotas que los pueblos de Centroeuropa sólo queremos vivir en paz, y que el tiempo apremia. Dígales que, antes de morir, nos gustaría respirar el dulce aire de la libertad. Dígales que llevamos esperando diecisiete largos años, y que la esperanza se acaba. Dígales que no queremos que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos caminen por la oscura senda de la esclavitud, sin ver una luz al final. Dígales que no pedimos mucho: sólo un poco de paz, campos verdes, campanas al vuelo en las iglesias y niños felices jugando al sol, sin temor, sin necesidades, sin preguntarnos qué nos deparará el mañana.

Jansci se inclinó hacia delante, olvidándose de su copa. Su cansado rostro, bajo un mata de cabello blanco, estaba encendido por el calor del fuego, y en él se veía una expresión, vehemente y emocionada, como Reynolds nunca viera en él.

—Diga a sus compatriotas que nuestras vidas, y las vidas de las generaciones que han de venir, están en sus manos. Dígales que en este mundo sólo hay una cosa que realmente importa, y es la paz en la tierra. Y dígales que es una tierra muy pequeña, que a cada año que pasa se hace más pequeña, pero que en ella hemos de vivir todos juntos, debemos vivir todos juntos.

—¿Coexistencia?

El Dr. Jennings arqueó una ceja.

—Coexistencia. Un espantajo grandilocuente. Pero ¿qué otra cosa puede pedir una persona sensata? ¿Los errores sin nombre de una guerra termonuclear, el réquiem por las esperanzas de la humanidad? No; tiene que venir la coexistencia, es preciso, si queremos que la humanidad sobreviva. Pero el mundo sin esferas, el sueño del gran americano Cordell Hull, nunca podrá existir mientras haya idiotas impetuosos que reclamen resultados tangibles e inmediatos. No existirá mientras en Occidente haya quienes crean en las quintas columnas, quienes pretendan ayudarnos a su modo… ¡Dios mío! No han visto nunca a una división mogólica en acción, o no hablarían de ese modo. No existirá mientras la gente viva engañada y considere al pueblo ruso como aliado suyo y diga: «Hay que llegar al pueblo ruso», o escuche los gratuitos consejos de los que huyeron de nuestros desgraciados países años atrás y han perdido todo contacto con lo que pensamos y creemos hoy. Lo que es más, no existirá mientras nuestros gobernantes, nuestros periódicos y nuestros propagandistas nos enseñen incesante, insistentemente a odiar, temer y despreciar a los pueblos que comparten con nosotros este pequeño mundo. El nacionalismo de los que afirman: «Nosotros somos el pueblo» y la patriotería exaltada son los grandes males de nuestros días, las barreras que nos separan de la paz y que nadie puede saltar. ¿Qué esperanzas puede haber para el mundo, mientras nos aferremos a las fórmulas trasnochadas de la pleitesía nacional? No debemos pleitesía a nadie, Dr. Jennings, por lo menos a nadie de este mundo. —Jansci sonrió—. ¡Jesucristo vino a salvar al mundo, pero quizás hizo una excepción con los rusos!

—Lo que Jansci trata de decirle, Dr. Jennings —murmuró el Conde—, es que todo lo que hay que hacer es convertir a Occidente al cristianismo.

—No es exacto. —Jansci negó con la cabeza—. Lo que yo digo puede aplicarse a los rusos tal vez más que a Occidente, pero creo que el primer paso debe darlo Occidente, por ser un pueblo más maduro y políticamente más adelantado, y que no teme a los rusos tanto como los rusos le temen a él.

—Palabras —Jennings no hablaba ya enojado, ni siquiera con ironía, sino pensativo—, palabras, palabras y palabras. Se necesita algo más, amigo mío, para traer el milenio al mundo. Se necesita acción. El primer paso, dijo usted, ¿qué paso?

—Sabe Dios —Jansci negó con la cabeza—. Yo, no. Si lo supiera, no habría en la historia nombre más venerado que el del comandante general Illyurin. Nadie puede, nadie se atreve a hacer más que proponer sugerencias.

Nadie dijo nada y, al cabo, Jansci continuó, lentamente:

—Lo esencial, creo yo, es inculcar la idea de la paz, la idea del desarme, para convencer a los rusos, ante todo, de la bondad de nuestras intenciones, de nuestras intenciones pacíficas —Jansci se echó a reír, sin alegría—. Ingleses y americanos llenando los arsenales de las naciones de la Europa Occidental con bombas de hidrógeno. ¡Bonito modo de demostrar intenciones pacíficas! Así, Rusia nunca soltará a unos satélites que ya no necesita. Con ello sólo se consigue que los hombres del Kremlin, hombres asustados, esté usted seguro de ello, se vayan acercando más y más a lo último que desean hacer en este mundo: enviar el primer cohete intercontinental. Es lo último que desean hacer, un último acto de pánico o desesperación, porque saben perfectamente que aunque consiguieran sobrevivir a las consecuencias de su acción, refugiados en los profundos refugios subterráneos de Moscú, no escaparían a la furia vengativa de los trastornados supervivientes del holocausto, que acabaría también con su propia nación. Mandar armas a Europa es provocar a los rusos a la locura; y lo esencial es evitar toda provocación y mantener la puerta siempre abierta a la negociación y al acercamiento, a pesar de todos sus desplantes.

—Es indispensable vigilarlos como águilas —comentó Reynolds.

—¡Y yo que creía que le habíamos hecho ver la luz! —exclamó el Conde con tristeza—. Quizá no lo consigamos nunca.

—Quizá no —dijo Jansci—. Pero tiene razón, de todos modos. Hay que tener el fusil en una mano y la rama de olivo en la otra. Y conservar el seguro puesto y la mano de paz más extendida… y hacer acopio de paciencia. Un momento de precipitación o de impaciencia podría provocar la catástrofe. Paciencia, paciencia infinita. ¿Qué importa que nuestro orgullo salga mal parado cuando está en juego la paz del mundo? Hay que procurar convivir con ellos en todos los ámbitos posibles, cultura, deportes, literatura, vacaciones, todas estas cosas son importantes, todo lo que contribuya al acercamiento de los pueblos y les permita darse cuenta de la insensatez del calvinismo es importante, pero lo más importante es el comercio. Comerciar con ellos sin reparar en concesiones. Las pérdidas serían insignificantes, comparadas con la buena voluntad que crearían y las sospechas que acallarían. Y procurar que la Iglesia ayude, como ayuda aquí y en Polonia. El cardenal Wyszinski que, en Polonia, va de la mano de Gomulka, sabe más sobre los métodos para conseguir la paz del mundo de lo que yo llegaré nunca a saber. En Polonia, la gente camina libremente, habla libremente, reza libremente, y quién sabe lo que podrá conseguirse con otros cinco años… Todo, porque unos hombres de creencias totalmente distintas, pero movidos por la misma buena voluntad, se decidieron a llevarse bien, y lo consiguieron, sin reparar en sacrificios ni en humillaciones. Y esto, creo yo, es la verdadera respuesta, no el proponer medidas, como sugirió el Dr. Jennings, sino el crear un clima de buena voluntad en el que aquellas acciones pueden fructificar. Si preguntamos a los gobernantes de las grandes naciones que deberían conducir a nuestro mundo enfermo hacia un mañana mejor, qué es lo que más necesitan hoy, nos contestarían que científicos y más científicos… esos seres brillantes y desdichados que hace tiempo empeñaron su independencia, enterraron sus escrúpulos y se vendieron a los gobiernos del mundo para ayudarles a conseguir el arma del aniquilamiento total.

Jansci hizo una pausa y movió la cabeza con cansancio.

—Los gobernantes del mundo tal vez no estén locos pero están ciegos, y su ceguera está a un paso de la locura. La necesidad más perentoria que puede conocer el mundo es la de un esfuerzo sin paralelo en la Historia por conocernos a nosotros mismos y a los demás pueblos como a nosotros mismos. Entonces veríamos que las otras gentes son exactamente iguales a nosotros, que el bien, la virtud y la verdad son tan suyos como nuestros. Hemos de pensar en los demás, no como en una masa compacta, como una nación sin rostro… Hemos de tener siempre presente que una nación se compone de millones de pequeños seres humanos exactamente iguales a nosotros, y hablar de la maldad, de la culpa o del pecado de determinada nación es ser voluntariamente ciego, injusto y mal cristiano; y si bien es cierto que una nación puede descarriarse, nunca lo hace porque quiere, sino porque no puede evitarlo, porque en su pasado o en su ambiente existe algo que la hace ser como es, del mismo modo que incidentes e influencias olvidados, que no podemos recordar ni comprender, nos han hecho a cada uno de nosotros como somos hoy. Y con esta comprensión y conocimiento mutuo vendrá la compasión, y no hay en la tierra fuerza que pueda competir con ella. Esa compasión que impulsa a la Sociedad Semita a lanzar al mundo peticiones de fondos en favor de sus ancestrales enemigos, los refugiados árabes, que se mueren de hambre, la compasión que impulsó a un soldado ruso a poner su fusil en manos de Sandor, la compasión, nacida de la comprensión, que impulsó a la casi totalidad de los soldados rusos estacionados en Budapest a negarse a combatir contra los húngaros, a los que tan bien habían llegado a conocer. Y esta compasión, esta caridad, vendrá, tiene que venir; pero antes es preciso que los hombres de todo el mundo la deseen. No existe nada que nos permita suponer que vendrá en nuestro tiempo. Es un juego de azar. Pero es preferible jugar con la esperanza que con la desesperación que puede llevarnos a pulsar el botón que lance el primer cohete intercontinental. Pero, para que el juego salga bien, lo primero es comprendernos: cordilleras, ríos y mares no son ya las barreras que separan a los pueblos, sino a las mentalidades de los pueblos. La intolerancia de los ignorantes, el no querer comprender, ésta es la última frontera que queda en la tierra.

Se hizo un largo silencio. Sólo se oía el crepitar de los troncos de pino en el fuego, y el suave murmullo del agua que hervía en la tetera. El fuego parecía fascinarlos, hipnotizarlos a todos, y lo miraban como si esperaran ver reflejado en él el sueño de Jansci. Pero no era el fuego lo que les fascinaba, era el eco de la voz suave y serena de Jansci y el recuerdo de lo que aquella voz acababa de decir. Hasta el enojo del profesor se había esfumado, y Reynolds pensó que si el coronel Mackintosh pudiera sospechar los pensamientos que cruzaban por su cerebro en aquel momento, se encontraría sin empleo al llegar a Inglaterra. Al cabo de un rato, el conde se levantó, volvió a llenar los vasos y se sentó de nuevo en silencio. Nadie le miró, nadie quería ser el primero en romper el silencio ni quería que el silencio se rompiera. Todos se hallaban ensimismados. Reynolds pensaba en el poeta inglés que siglos atrás dijera casi exactamente lo mismo que Jansci acababa de decir, cuando se produjo la interrupción: el estridente sonido del teléfono, y en aquel momento, un momento que nunca olvidaría, lo primero que le vino a la mente fue preguntarse por quién sonarían las campanas. La respuesta no se hizo esperar. Sonaban por Jansci.

Con un sobresalto, Jansci salió de su profundo ensueño, se levantó, pasó el vaso a la mano derecha, y cogió el teléfono con la izquierda. Al levantar el aparato, cesó bruscamente el timbre y, en su lugar, perfectamente audible, a todos los que estaban en la habitación llegó un chillido estridente, un grito de angustia que se apagó hasta convertirse en un horrible cuchicheo, cuando Jansci se aplicó el auricular al oído. Luego, el susurro cedió paso a unas palabras y luego a una voz más aguda y a unos sollozos, pero nadie pudo distinguir las palabras. Jansci apretaba el auricular con tal fuerza, que sólo se oían sonidos incoherentes. Los otros no podían hacer más que observar el rostro de Jansci, convertido en una máscara de piedra tan blanca como su cabello. Pasaron veinte segundos, quizá treinta, sin que Jansci pronunciara una sola palabra. Luego se oyó un chasquido y el vaso que Jansci tenía en la mano cayó al suelo hecho astillas, y de su mano informe y desgarrada empezó a gotear la sangre. Jansci ni siquiera se dio cuenta. Todo su espíritu, todo su ser estaba en aquel momento al otro extremo del hilo. Luego, dijo de repente:

—Luego le llamaré —escuchó durante unos momentos y susurró—: No, no —con voz ahogada, y colgó rápidamente, pero no sin que los demás tuvieran tiempo de oír el mismo grito de dolor que terminó bruscamente, como guillotinado, cuando Jansci cortó la comunicación.

—¿Qué tontería, verdad? —Jansci, mirándose la mano, fue el primero en hablar. Su voz era serena e inexpresiva. Sacó un pañuelo y lo aplicó a la herida—. Y malgastar todo ese excelente barack. Mis disculpas, Vladimir. —Era la primera vez que alguien le oía llamar al Conde por su verdadero nombre.

—¡Por el amor de Dios! Díganos qué ha sido eso. —Al viejo Jennings le temblaban las manos, y el coñac se vertía por el borde del vaso. Su voz era un murmullo tembloroso.

—La respuesta a muchas cosas —Jansci se ató el pañuelo y apretó el puño para mantenerlo en su sitio. Luego se quedó con los ojos fijos en el fuego—. Ahora sabemos por qué desapareció Imre, ahora sabemos por qué descubrieron al Conde. Capturaron a Imre, se lo llevaron a la calle Stalin y él habló. Poco antes de morir.

—¡Imre! —susurró el Conde—. Antes de morir. ¡Qué Dios me perdone! Creí que nos había traicionado. —Miró el teléfono sin comprender—. Quieres decir que…

—Imre murió ayer —murmuró Jansci—. El pobre y solitario Imre. Quien habló fue Julia. Imre les dijo dónde se encontraba, fueron a la casa y se la llevaron, cuando se disponía a salir hacia aquí. Y después la obligaron a decir dónde estaba esta casa.

La silla de Reynolds cayó hacia atrás cuando se puso en pie, enseñando los dientes, como un lobo.

—Era Julia quien gritaba. —Su voz sonaba ronca y remota, completamente distinta—. ¡La han torturado, la han torturado!

—Era Julia. Hidas quiso demostrar que no se anda por las ramas. —La opaca voz de Jansci se apagó al enterrar él su rostro entre las manos—. Pero no la han torturado a ella. Han torturado a Catherine en presencia de Julia, y Julia ha tenido que hablar.

Reynolds le miró sin comprender. Jennings parecía desconcertado y asustado, y el Conde repetía entre dientes una blasfema letanía de juramentos. Reynolds vio que el Conde comprendía. Luego, Jansci siguió hablando consigo mismo y Reynolds comprendió también. Se sintió enfermo, levantó la silla y se volvió a sentar. Las piernas le flaqueaban.

—Sabía que no había muerto —murmuró Jansci—. Lo sabía. Nunca perdí la esperanza, ¿verdad Vladimir? Sabía que no había muerto. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no la dejaste morir, por qué no la hiciste morir?

La esposa de Jansci, se dijo Reynolds lentamente, su esposa seguía con vida. Julia dijo que debía haber muerto, a los pocos días de llevársela la AVO, pero no fue así. La misma fe que obligó a Jansci a remover toda Hungría debió conservar en Catherine un soplo de vida, y la esperanza de que Jansci la encontraría. Pero ahora la tenían los otros. Hidas se marchó de Szarháza porque sabía dónde encontrarla, los demonios de la AVO la tenían, y también a Julia, y eso era mil veces peor. Espontáneamente acudieron a su memoria nebulosas imágenes de la muchacha: la traviesa sonrisa con que le besó al despedirse de él, junto a la isla Margit, la profunda pena que asomó a sus ojos al ver lo que Coco le había hecho, la mirada que sorprendió en ella al despertarse, la trágica expresión de su rostro cuando pareció asaltarle un presentimiento de desgracias… Bruscamente, sin darse cuenta de lo que hacía, Reynolds se puso en pie.

—¿Desde dónde hicieron la llamada, Jansci?

Su voz volvía a ser la de siempre, no dejaba traslucir la sorda rabia que le consumía.

—Desde Andrassy Ut. ¿Qué importa eso, Mi’hail?

—Te las traeremos. Podemos ir ahora y rescatarlas. El Conde y yo. Podemos hacerlo.

—Si hay en el mundo dos hombres capaces de ello, sois vosotros. Pero ni siquiera vosotros podéis… —Jansci sonrió casi sin mover los labios—. La misión, la misión y nada más que la misión. Ese es tu credo y tu norma de vida. Has cumplido tu misión. ¿Qué pensaría el coronel Mackintosh, Mi’hail?

—No lo sé —dijo Reynolds lentamente—. No lo sé, ni me importa. Ya he terminado. Este ha sido mi último trabajo para el coronel Mackintosh, la última misión para nuestro Intelligence Service. De modo que, con tu permiso, el Conde y yo…

—Un momento. —Jansci levantó una mano—. Hay algo más. Es peor de lo que creéis… ¿Qué dice, Jennings?

—Catherine —murmuró el viejo—. ¡Qué extraña coincidencia! Mi mujer también se llama Catherine.

—Por desgracia, la coincidencia llega más lejos, profesor. —Durante unos momentos, Jansci miró el fuego, luego se revolvió en su asiento—. Los ingleses se sirvieron de su esposa y ahora…

—Claro, claro —murmuró Jennings. Había dejado de temblar y estaba tranquilo—. Es evidente, ¿verdad? ¿Por qué, si no, iban a llamar? Me marcharé inmediatamente.

—¿Se marcha? —Reynolds le miró fijamente—. ¿Qué quiere decir?

—Si conociera a Hidas tan bien como yo —dijo el Conde—, no tendría necesidad de preguntar. Un intercambio, ¿verdad Jansci? Proponen devolver a Catherine y Julia vivas a cambio del profesor.

—Eso han dicho. Que me las devolverán si les devolvemos al profesor. —Jansci meneó la cabeza lentamente, con decisión—. Desde luego, no puede ser, no puede ser. No puedo entregarle a ellos, no puedo. Sabe Dios lo que harían con usted, si volviera a caer en sus manos.

—Pues tiene que hacerlo. —Jennings se había levantado y miraba a Jansci fijamente—. A mí no me harán ningún daño. Les hago falta. Su esposa, Jansci, su familia, ¿qué es mi libertad comparada con su vida? No tiene usted opción. Me marcho.

—Usted me devolvería a mi familia y, en cambio, nunca volvería a ver a la suya. ¿Se da cuenta de lo que está diciendo, Dr. Jennings?

—Sí. —Jennings hablaba con serenidad y terquedad—. Sé lo que me digo. No es la separación lo que importa. Lo que importa es que si yo vuelvo con ellos, su familia y la mía seguirán vivas. Y… ¡quién sabe! Tal vez algún día pueda volver a disfrutar de libertad. Si no, su esposa y su hija morirán. ¿Se da usted cuenta?

Jansci asintió y Reynolds, a pesar de su angustia y de su cólera, sintió piedad por aquel hombre, al que se obligaba a una elección tan cruel e inhumana. Y el que semejante alternativa se presentara a un hombre como Jansci, que hacía un momento abogaba por el amor hacia los enemigos, por la necesidad de comprender, ayudar y conciliar a sus hermanos comunistas, era intolerable. Jansci se aclaró la garganta para hablar. Y antes de que empezara, Reynolds sabía ya lo que iba a decir.

—Celebro más que nunca haber ayudado en todo lo posible a salvarle, Dr. Jennings. Es usted un hombre valiente y una buena persona, pero no morirá por mí ni por los míos. Le diré al coronel Hidas…

—No. Yo hablaré con el coronel Hidas —interrumpió el Conde. Cogió el teléfono, hizo girar una manivela y dio un número—. Al coronel le encanta recibir informes de sus subordinados… No, Jansci, déjame hacer a mí. Hasta el momento nunca has discutido mi modo de proceder, no empieces a hacerlo ahora.

Se interrumpió, se contrajo ligeramente, luego se relajó y sonrió.

—¿Coronel Hidas? Aquí el ex comandante Howarth… Perfectamente, celebro decírselo… Sí, hemos reflexionado acerca de su proposición, y yo tengo otra que hacerle a cambio. Me figuro lo mucho que me echarán de menos. A mí, el mejor oficial de la AVO, según admitió usted mismo, como recordará… Y quisiera remediarlo. Si yo les garantizara que el profesor Jennings no hablará al llegar a Inglaterra, ¿me aceptarían a mí, humilde contrapartida, desde luego, a cambio de la esposa y la hija del general Illyurin? Sí, sí, espero. Pero no disponemos de todo el día.

Cubrió el micrófono con la mano y se volvió hacia el profesor y Jansci, levantando una mano para acallar sus protestas y atajar los esfuerzos del profesor por arrebatarle el teléfono.

—Tranquilícense, caballeros. Y no tengan cuidado. El autosacrificio no tiene el menor atractivo para mí… Ah, coronel Hidas… Ah, ya. Lo temía… Es un rudo golpe para mi amor propio, pero supongo que yo no soy más que un pobre diablo… Tendrá que ser, pues, el profesor… Sí, está más que dispuesto… No volverá a Budapest para efectuar el canje, coronel… ¿Nos toma por locos? En ese caso nos tendría a los tres… Si insiste en que lo llevemos a Budapest, cruzaremos la frontera esta misma noche, sin que usted ni nadie pueda impedírnoslo. Sabe perfectamente que… ajá… sabía que lo comprendería. Usted siempre tan razonable. Ahora escuche con atención. A unos tres kilómetros al Norte de esta casa —la hija del general les mostrará el camino si tienen dificultad en encontrarlo— arranca una carretera que se dirige hacia la izquierda. Síganla… termina unos ocho kilómetros más lejos, en un pequeño ferry que cruza un afluente del Raab. Esperen allí. Unos tres kilómetros más al Norte hay un puente que cruza el río. Nosotros lo cruzaremos y lo destruiremos, para que no les entre la tentación de seguirnos, y nos dirigiremos a la casa del barquero, frente a la cual se situarán ustedes. Allí existe una pequeña barca movida por una cuerda que utilizaremos para el canje. ¿Está claro?

Siguió una prolongada pausa, luego les llegó el murmullo metálico de la voz de Hidas, el único ruido que se oía en la habitación, y el Conde contestó:

—Un momento.

Cubrió el teléfono con la mano y se volvió hacia los demás.

—Pide un aplazamiento de una hora, para pedir permiso al Gobierno. Parece bastante plausible. Pero también parece plausible que, en circunstancias normales, nuestro querido amigo emplee esta hora para pedir al ejército que nos rodee o a la aviación que deje caer unas bombas por la chimenea.

—Imposible. —Jansci negó con la cabeza—. Las unidades del ejército más próximas están en Kaposvár, el Sur del Balaton, y sabemos por la radio que se encuentran incomunicadas.

—Y las bases de aviación más cercanas están en la frontera checa. —El Conde miró por la ventana la cortina de nieve—. Aunque no estén cerradas, ningún avión podría dar con nosotros con este tiempo. ¿Nos arriesgamos?

—Nos arriesgamos —dijo Jansci.

—Puede disponer de esa hora, coronel Hidas. Pero si llama un minuto después nos habremos marchado. Otra cosa. Vendrán por Vylok. No queremos que nos corten la retirada. Y ya conoce la magnitud de nuestra organización. Las restantes carreteras al Norte de Szombathély estarán vigiladas, y si un sólo vehículo se mueve por alguna de ellas, cuando lleguen aquí nos habremos ido. Hasta pronto, querido coronel… ¿Hasta dentro de tres horas, cree usted? Au revoir.

Colgó el teléfono y se volvió hacia los demás.

—Ya ven como están las cosas, caballeros. Yo me gano fama de valiente y abnegado sin necesidad de tener que correr los riesgos que acostumbran a acompañar a estas cosas. Los cohetes son más importantes que la venganza, y quieren al profesor. Tenemos tres horas.

* * *

Tres horas. Ya había transcurrido una. Una hora que hubieran debido dedicar al descanso. Todos estaban exhaustos y necesitaban descansar, pero a nadie se le ocurrió dormir. No se le ocurrió a Jansci, dividido entre la alegría de volver a ver a Catherine y la ansiedad por la suerte que correría el profesor al que, en su fuero interno, estaba decidido a no entregar. Tampoco se le ocurrió a Jennings, que no tenía el menor deseo de pasarse durmiendo sus últimas horas de libertad. No se le ocurrió al Cosaco, que estaba practicando con el látigo, preparándose para pelear contra los malditos AVO. Tampoco a Sandor, que se limitó a pasear por delante de la casa, bajo la nieve, al lado de Jansci, decidido a no dejarle en aquellos momentos. El Conde, por su parte, bebía sin cesar, como si esperara no volver a ver una botella nunca más. Reynolds le vio descorchar la tercera botella de barack, después de haber consumido más de la mitad de las dos anteriores. Pero, por el efecto que parecía causarle, cualquiera hubiera dicho que bebía agua.

—¿Cree que bebo demasiado, amigo mío? —sonrió el Conde—. No sabe disimular sus pensamientos.

—Se equivoca. ¿Por qué no iba a beber?

—¿Por qué no? Me gusta la bebida.

—Pero…

—¿Pero qué, amigo?

—No es por eso por lo que bebe —dijo Reynolds encogiéndose de hombros.

—¿No? —El Conde arqueó una ceja—. ¿Para ahogar mis muchas penas entonces?

—Para ahogar las penas de Jansci, creo yo —dijo Reynolds lentamente. Entonces tuvo un destello de desusada clarividencia—. No; me parece que no es por eso. Usted sabe, no sé cómo puede estar seguro, pero sabe que Jansci volverá a ver a su Catherine y a Julia. Sus penas han terminado, pero las suyas, no, y eran las mismas, y ahora tendrá que soportarlas solo, y su dolor se recrudece.

—¿Jansci le ha contado algo?

—Nada.

—Le creo. —El Conde le miró, pensativo—. ¿Sabe que ha envejecido diez años en unos cuantos días, amigo? Ya no volverá a ser el de antes. ¿Supongo que abandona el Intelligence Service?

—Está es mi última misión. Se acabó.

—¿…y se casará con la hermosa Julia?

—¡Dios santo! —Reynolds le miró con ojos muy abiertos—. ¿Está… está tan claro como todo eso?

—Usted ha sido el último en darse cuenta. Para los demás siempre ha estado claro.

—Pues… sí. Desde luego. —Frunció el ceño, sorprendido—. Todavía no se lo he pedido.

—No es necesario. Conozco a las mujeres. —El Conde agitó una mano—. Probablemente alimenta la esperanza de sacar algún provecho de usted.

—¡Ojalá sea así! —Reynolds hizo una pausa, vaciló y luego miró directamente al Conde—. Me ha dado una bonita lección, ¿no cree?

—Sí, es verdad. Y no es justo… Empecé a personalizar y usted tuvo la gentileza de no pararme los pies. A veces creo que el orgullo es algo asqueroso. —El Conde se sirvió medio vaso de coñac, bebió un sorbo, encendió otro cigarrillo ruso y prosiguió, con brusquedad—: Jansci buscaba a su esposa, yo, a mi hijito. ¡Hijito! Cumpliría veinte años el mes que viene… Quizás los cumpla. No sé. Espero que esté vivo.

—¿No fue su único hijo?

—Tenía cinco hijos. Y mis hijos tenían madre, abuelo y tíos, pero no tengo que preocuparme por ellos. Están todos a salvo.

Reynolds no dijo nada. No había nada que decir. Por lo que Jansci le había dicho, sabía que el Conde lo había perdido absolutamente todo, todo excepto a su hijo pequeño.

—Cuando me fueron a buscar, él no tenía más que tres años —continuó el Conde en voz baja—. Me parece estar viéndole, de pie, en la nieve, sin comprender. Continuamente pienso en él. Todas las noches y todos los días de mi vida. ¿Logró sobrevivir? ¿Quién le cuidó? ¿Tiene ropas para protegerse del frío? ¿Tiene lo suficiente para comer? ¿Está flaco y acabado? Quizá nadie le recogiera… ¡Pero, Dios mío, si era una criatura tan pequeña! Me gustaría saber qué cara tiene. Siempre me he preguntado qué cara tendría. Me preguntaba cómo sonreiría, como jugaría, cómo correría. Hubiera querido estar siempre a su lado, verle todos los días y ver las cosas inefables que se ven cuando los hijos van creciendo, pero lo he perdido todo. Los mejores años han pasado, y ahora ya es demasiado tarde. El ayer no vuelve para nadie. *** NO HAY *** era lo único por lo que yo vivía. A cada hombre le llega la hora de la verdad y la mía ha llegado esta mañana. Nunca volveré a verle. Que Dios le proteja.

—Siento haber preguntado —murmuró Reynolds—. Lo siento infinito. —Hizo una pausa y luego dijo—: No es verdad, no sé por qué dije eso. Me alegro de haber preguntado.

—Es extraño, pero también yo me alegro de habérselo dicho. —El Conde vació el vaso, lo llenó otra vez, miró el reloj y cuando habló de nuevo volvía a ser el de siempre, autoritario y sarcástico—. El barack suscita la nostalgia, pero también la disipa. Es hora de que empecemos a movernos, amigos. Ya es casi la hora. No podemos quedarnos aquí. Sólo un loco se atrevería a confiar en Hidas.

—Así pues, Jennings debe marcharse.

—Jennings debe marcharse. O, de lo contrario, Catherine y Julia…

—Sería el fin para ellas, ¿verdad?

—Me temo que sí.

—A Hidas debe hacerle una falta desesperada.

—Desesperada. Los comunistas temen que si escapa a Occidente y habla… sería un golpe del que tardarían en rehacerse. El daño sería irreparable. Es por eso por lo que llamé ofreciéndome en su lugar. Sabía lo que les gustaría tenerme, y quería descubrir si tener a Jennings les gustaría más. Le necesitan desesperadamente.

—¿Por qué?

La voz de Reynolds estaba tensa.

—Nunca volverá a trabajar para ellos. Eso ya lo saben.

—Quiere decir que…

—Quiero decir que sólo quieren asegurarse de su silencio —dijo el Conde brutalmente—. Y sólo existe un medio completamente infalible.

—¡Santo Cielo! —exclamó Reynolds—. No podemos dejarle marchar. No podemos consentir que vaya a la muerte sin hacer…

—Se olvida de Julia —dijo el Conde en voz baja.

Reynolds ocultó el rostro entre las manos, demasiado turbado, demasiado aturdido para pensar. Pasó medio minuto, tal vez un minuto. Luego se incorporó de un salto cuando el estridente timbre del teléfono rompió el silencio que reinaba en la habitación. El Conde descolgó el aparato inmediatamente.

—Habla Howarth.

Era el coronel Hidas.

Otra vez a la escucha… Jansci y Sandor acababan de entrar apresuradamente, con la cabeza y los hombros cubiertos de nieve. Era imposible distinguir las palabras, sólo se oía un murmullo metálico. Lo único que podían hacer era observar al Conde que, apoyado negligentemente en la pared, dejaba vagar la mirada por la habitación. De pronto, se incorporó frunciendo el entrecejo.

—¡Imposible! Dije una hora, coronel Hidas. No podemos esperar más. ¿Nos toma por locos? ¿Se figura que vamos a esperar que pueda cazarnos a placer?

Hizo una pausa cuando la voz del otro extremo del hilo le interrumpió, escuchó unos momentos el insistente cuchicheo, se puso rígido al oír el chasquido del auricular al ser colgado, miró durante un segundo al teléfono que había enmudecido, y lo colgó parsimoniosamente. Cuando se volvió hacia los demás, se frotaba nerviosamente el índice de la mano derecha con el pulgar, mordiéndose el labio inferior.

—Hay algo que no me agrada. —Su voz reflejaba la misma ansiedad que se leía en su semblante—. Hay algo que no me agrada en absoluto. Hidas dice que el ministro responsable se encuentra en su casa de campo, que la línea telefónica está interceptada, que ha tenido que mandar un coche a buscarle, que tal vez tarde media hora más o que… ¡Pedazo de idiota!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jansci—. ¿Quién es el idiota?

—Yo. —La incertidumbre había desaparecido de la cara del Conde y en su voz, de ordinario grave y reposada, vibraba una nota de ansiedad que Reynolds no había oído nunca—. Sandor, pon en marcha el camión. Inmediatamente. Granadas, nitrato de amonio para el puente y el teléfono de campaña. De prisa, todo el mundo. ¡Por el amor de Dios, de prisa!

Nadie se detuvo a hacer preguntas. Diez segundos después estaban todos fuera, bajo la nieve, cargando el equipo en el camión y, antes de un minuto, el camión saltaba sobre el desigual sendero, en dirección a la carretera. Jansci se volvió hacia el Conde, levantando una ceja en muda interrogación.

—La última llamada fue hecha desde un teléfono público —dijo el Conde suavemente—. Fue una distracción imperdonable por parte mía no darme cuenta inmediatamente. ¿Por qué llama el coronel Hidas, de AVO, desde un teléfono público? Porque no se encuentra ya en su despacho de Budapest. Apostaría cualquier cosa a que la llamada anterior tampoco fue hecha desde Budapest, sino desde la oficina de Györ. Hidas está en camino hacia aquí desde hace mucho rato, y ha estado tratando desesperadamente de retenernos, con sus llamadas telefónicas. El ministro, el permiso gubernativo, las líneas cortadas… Mentira, todo mentira. ¡Dios mío! ¡Y pensar que nos dejamos engañar con semejantes artimañas! ¡Budapest! ¡Hidas salió de Budapest hace horas! Apostaría a que en estos momentos se encuentra a menos de cinco millas de aquí. Quince minutos más y nos hubiera cazado como seis mosquitas incautas, esperando en la antesala de la araña.