El viejo tren se balanceaba de un modo alarmante sobre los mal conservados raíles, y se estremecía y tambaleaba cada vez que una ráfaga de viento del Sudeste le cogía de flanco y amenazaba con hacerle salir de la vía. Las ruedas de los vagones, descoyuntadas de un sistema de suspensión que hacía tiempo había abandonado una desigual batalla con los años, chirriaban al saltar sobre las irregulares intersecciones de los raíles. El viento se colaba por infinidad de grietas abiertas en puertas y ventanas. Los vagones y los asientos de madera crujían y gemían como un barco que estuviera capeando un tifón, pero el viejo tren seguía batallando contra la tormenta de nieve de aquella tarde de invierno, unas veces aminorando la marcha en un tramo liso y otras, aumentando la velocidad en las curvas peligrosas. El maquinista, con la mano casi constantemente en el silbato que, a causa de la nieve, apenas se oía a un centenar de pasos de distancia, tenía, evidentemente, plena confianza en sí mismo, en las posibilidades del tren y en su conocimiento del trayecto.
Reynolds, mientras avanzaba por el pasillo, tambaleándose violentamente, no compartía la confianza del maquinista, no en la seguridad del tren —ésta era la última de sus preocupaciones— sino en su propia capacidad para llevar a cabo la tarea que se había impuesto. Cuando propuso el plan, tenía en su mente el recuerdo de una apacible noche de verano y de un tren que se deslizaba suavemente entre las boscosas colinas de los Vosgos. Ahora, diez minutos después de que él y Jansci sacaran sus billetes y subieran al tren en Sekszárd, sin el menor incidente, lo que tenía que hacer asumía las proporciones de una hazaña de pesadilla.
Lo que tenía que hacer se decía pronto. Tenía que poner en libertad al profesor, y para poner en libertad al profesor, tenía que desenganchar el furgón del resto del tren, cosa que únicamente podía hacerse deteniendo el tren para que se aflojara la tensión del pasador de enganche del furgón al coche de los guardianes. De uno u otro modo, tenía que llegar hasta la locomotora, cosa que, en aquel momento, parecía totalmente imposible y convencer al maquinista que detuviera el tren en el lugar y en el momento que se lo indicara. «Convencer» era la palabra, se dijo Reynolds amargamente. Tal vez consiguiera persuadirle, si su actitud era medianamente amistosa; tal vez consiguiera atemorizarle. Pero lo cierto era que no podía obligarle. Si se negaba, él nada podría hacer. La cabina de una locomotora era un completo misterio para él, y ni siquiera por el profesor podía matar o dejar sin sentido al maquinista y fogonero poniendo a centenares de inocente pasajeros en peligro de muerte o mutilación. Sólo de pensar en esas cosas, le entraba una fría desesperación. Hizo un esfuerzo por desechar aquellos pensamientos. Cada cosa a su tiempo. Lo primero era llegar a la máquina.
Estaba ya al final del pasillo, sujetándose con una mano a la barra de la ventanilla, mientras con la otra ocultaba en el bolsillo de la gabardina un pesado martillo y una linterna, cuando tropezó con Jansci. Este murmuró una palabra de disculpa, le miró rápidamente, como si no le conociera, echó una ojeada al pasillo por el que Reynolds acababa de llegar, comprobó que el lavabo estuviera vacío y dijo, en voz baja:
—¿Bien?
—No muy bien. Me siguen.
—¿Te siguen?
—Dos hombres. De paisano, trincheras, sin sombrero. Me han seguido cuando me dirigía hacia la cabeza del tren, y a la vuelta. Con discreción. Si no les hubiera buscado, no me habría dado cuenta.
—Ponte en el corredor. Dime cuando…
—Ahí vienen —murmuró Reynolds.
Miró brevemente a los dos hombres que se dirigían hacia él, mientras Jansci entraba silenciosamente en el lavabo, entornando la puerta. El que venía delante, un tipo alto, de cara blanca y ojos negros, miró a Reynolds con indiferencia, pero el otro hizo como si no le viera.
—Vienen por ti —dijo Jansci cuando hubieron desaparecido—. Lo que es más, saben que te has dado cuenta. Debimos recordar que todos los trenes que entran y salen de Budapest están vigilados durante la conferencia.
—¿Los conoces?
—Me temo que sí. El pálido es AVO, uno de los esbirros de Hidas. Peligroso como una víbora. Al otro no le conozco.
—Pero hay que suponer que también es AVO. Sin duda, la Szarháza…
—Todavía no saben nada de eso. Es imposible. Pero hace un par de días que todos los de la AVO tienen tus señas personales.
—Eso es —Reynolds asintió lentamente—. Por supuesto… ¿Cómo van las cosas por tu demarcación?
—Hay tres soldados en el vagón de la guardia. En el furgón, ninguno. No suelen viajar con los reos. Los guardianes están sentados alrededor de una estufa de leña, y circula una botella de vino.
—¿Te las podrás arreglar?
—Creo que sí. Pero ¿cómo…?
—¡Escóndete! —cuchicheó Reynolds.
Estaba apoyado en la ventana, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo, cuando los dos hombres volvieron a pasar. Levantó los ojos con indiferencia, arqueó levemente una ceja al ver de quien se trataba, volvió a bajar la cabeza, y por el rabillo del ojo, les vio desaparecer por el fondo del pasillo.
—Guerra de nervios —murmuró Jansci—. Todo un problema.
—Si fuera el único… No puedo entrar en los tres primeros vagones.
Jansci le miró fijamente, sin pronunciar palabra.
—El ejército —explicó Reynolds—. El tercer coche es un vagón-tranvía, abarrotado de soldados. Un oficial me echó de allí. En cuanto dio media vuelta, probé una de las puertas del exterior. Estaba cerrada.
—Cerrada desde fuera —asintió Jansci—. El vagón va lleno de reclutas y el ejército trata de impedir su prematura vuelta a la vida civil. ¿Queda alguna esperanza, Mi’hail? ¿Timbre de alarma?
—No he visto ni uno en todo el tren. Ya me arreglaré. No tengo más remedio. ¿Tienes asiento?
—Penúltimo vagón.
—Te avisaré con diez minutos de antelación. Será mejor que me marche. Pueden volver en cualquier momento.
—Bien. Dentro de cinco minutos llegaremos a Bataszék. Recuerda que si el tren para allí significa que Hidas sospecha nuestras intenciones y nos ha preparado un recibimiento. Salta a la vía por el lado opuesto al andén y escapa a todo correr.
—Ya vuelven.
Reynolds se separó de la ventana y se cruzó con los dos hombres. Esta vez, los dos le miraron con rostro inexpresivo, y Reynolds se preguntó qué esperarían para lanzarse al ataque. Cruzó otros dos vagones y entró en el lavabo situado al final del cuarto coche, escondió el martillo y la linterna en el pequeño armario situado debajo del lavabo, pasó el revólver al bolsillo de la derecha y cerró su mano alrededor de la culata antes de volver a salir al corredor. No llevaba ya su pistola, que le había sido arrebatada, sino el revólver del Conde, que no tenía silenciador, y del que no quería servirse más que en última instancia. Pero, para seguir viviendo, tal vez se viera obligado a utilizarlo: todo dependía de los dos hombres que le seguían los pasos.
Ahora estaban ya en las afueras de Bataszék, y Reynolds advirtió que el tren aminoraba sensiblemente la marcha. Inmediatamente, tuvo que sujetarse para no caer hacia delante, cuando el maquinista aplicó el freno de aire. Sentía un cosquilleo en los dedos de la mano que empuñaba el revólver. Salió del lavabo y se colocó en el centro de la plataforma, entre las dos puertas —no tenía la menor idea del lado en que estaría el andén— se aseguró de que el seguro del arma estaba libre y esperó ansiosamente. El corazón le latía con fuerza. Seguían perdiendo velocidad. Tuvo que agarrarse para no caer al suelo cuando el tren pasó sobre una bifurcación y seguidamente, el freno de aire fue soltado tan de improviso que Reynolds se tambaleó violentamente. La locomotora emitió un silbido y el tren empezó a acelerar. Pronto, las luces de la estación de Bataszék se perdieron tras la cortina grisácea de la nieve.
Reynolds aflojó la presión de su mano sobre el revólver. A pesar del frío que hacía en el corredor, sentía el cuello de la camisa húmedo de sudor, lo mismo que la mano del revólver y, mientras se dirigía hacia la puerta de la izquierda, la restregó en la gabardina, para secársela.
Bajó el cristal de la puerta escasos centímetros. Un segundo después, lo volvió a subir, retrocediendo, jadeante, y limpiándose los ojos, cegado momentáneamente por el latigazo del viento y de la nieve. Se apoyó en la pared y encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.
Es imposible, se dijo, totalmente imposible. La velocidad del viento aumentaba sin cesar. Ahora sería de unos cincuenta o sesenta kilómetros por hora y el tren llevaba la misma velocidad, en diagonal a la dirección del viento, por lo que en el exterior del tren soplaba un verdadero huracán que arrastraba hielo y nieve casi en sentido horizontal. Una fracción de segundo de sentir aquel soplo en una pequeña parte de su cuerpo, mientras permanecía todavía en la tibia atmósfera del tren, había sido ya demasiado… Sólo Dios sabía lo que sería soportar aquello afuera, durante varios minutos, en los que su vida dependería tan sólo de…
Implacablemente, desechó el pensamiento. Cruzó con rapidez el empalme de fuelle que comunicaba con el siguiente vagón y echó una rápida ojeada al corredor. Los dos hombres todavía no volvían. Regresó al otro coche, se dirigió a la puerta del lado opuesto, la abrió con cuidado para no ser absorbido por el vacío, midió el agujero que alojaba el perno del cierre, volvió a cerrar, comprobó que la ventana funcionaba con suavidad y volvió a entrar en el lavabo. Con la navaja, cortó un pequeño trozo de madera de la puerta situada detrás del lavabo y, en un par de minutos, la moldeó a una medida ligeramente superior a la del agujero del cierre. En cuanto hubo terminado, volvió a salir al corredor. Era indispensable dejarse ver por sus dos perseguidores. Si le perdían, empezarían a registrar el tren, y en los primeros vagones viajaban cien o doscientos soldados a los que podían recurrir para que les ayudaran a buscarle.
Esta vez, casi tropezó con ellos. Pudo darse cuenta de que venían muy de prisa. El más bajo, puso cara de alivio cuando le vio salir. El alto, de cara pálida, no demostró ninguna emoción, pero aflojó el paso tan de repente, que el otro casi se le echó encima. Los dos hombres se detuvieron a medio metro de Reynolds. *** NO HAY *** no se movió. Se limitó a apoyarse en un rincón, para contrarrestar el violento traqueteo del tren y conservar libres las dos manos. El de la cara pálida lo advirtió y sus ojos se achicaron ligeramente. Luego, sacó un paquete de cigarrillos y, esbozando una sonrisa que no pasó de las comisuras de sus labios, le preguntó:
—¿Tienes una cerilla, camarada?
—Desde luego. Sírvete. —Con la mano izquierda, Reynolds sacó una caja y se la tendió al otro alargando mucho el brazo. Al mismo tiempo, su otra mano se movió ligeramente en el bolsillo y la boca del revólver se recortó nítidamente bajo el fino tejido de su trinchera. El de la cara pálida vio el movimiento y bajó los ojos, pero los de Reynolds no se apartaron de su rostro. Un momento después, el policía le miró sin pestañear por encima de la llama de la cerilla, le devolvió la caja con movimiento pausado y siguió su camino. Una desgracia, se dijo Reynolds, pero inevitable. Fue, simplemente, un desafío mudo, un tanteo para ver si iba armado. Y, si no les hubiera convencido de ello, estaba seguro de que le hubieran apresado allí mismo.
Consultó su reloj por enésima vez. Tenía tres minutos, cuatro, a lo sumo. Sentía que la velocidad del tren disminuía el empezar a subir una suave pendiente y le pareció descubrir la carretera, casi paralela a la vía. Se preguntó si el Conde y los demás llegarían a tiempo, y se dijo que era problemático. Oía ulular el viento con toda claridad, a pesar de los chirridos del tren; miró la densa cortina de nieve y hielo que limitaba la visibilidad a escasos palmos de distancia e, inconscientemente, meneó la cabeza. Con semejante tormenta, un tren sobre raíles y un camión sobre neumáticos eran dos cosas totalmente distintas, y era fácil imaginarse la tensión del rostro del Conde mientras atisbaba por los arcos cada vez más estrechos que dejaban en los cristales los limpiaparabrisas.
Pero no tenía más remedio que confiar, y Reynolds lo sabía. Tenía que tratar una remota posibilidad como un cosa segura. Miró el reloj por última vez, entró de nuevo en el lavabo, llenó de agua un jarro de loza, lo puso en el armario, cogió el trozo de madera que había dejado allí, salió, abrió la puerta de la derecha e incrustó la madera en el agujero golpeándola con la culata del revólver. Volvió a ajustar le puerta. Hizo girar el picaporte. El pestillo se deslizó sobre la chapa de madera y la puerta quedó cerrada. Con una presión de quince o veinte kilos, la madera se rompería.
Se dirigió rápidamente hacia la cola del tren. Un vagón más allá, dos sombras salieron de un oscuro rincón y le siguieron sigilosamente, pero no les hizo caso. Sabía que no intentarían nada mientras estuvieran frente a los compartimientos llenos de viajeros, y, cuando llegaba al final de un coche, cruzaba el empalme de fuelle a todo correr. Por fin llegó al antepenúltimo vagón. Se puso a andar despacio, la cabeza erguida, para engañar a sus perseguidores, pero registrando los departamentos por el rabillo del ojo.
Jansci iba en el tercero. Reynolds se detuvo bruscamente, cogiendo desprevenidos a sus dos sombras, se hizo rígidamente a un lado para dejarles pasar, esperó hasta que estuvieron a unos tres metros, hizo una señal a Jansci con la cabeza y echó a correr en dirección a su vagón, mientras se repetía que si alguien le obstruía el paso, todo habría terminado.
Oyó ruido de pasos detrás de él, aumentó la velocidad, y esto casi le perdió: resbaló en un rincón mojado, dio con la cabeza en la barra de una ventanilla y cayó al suelo, pero, sin hacer caso del agudo dolor que sentía en la cabeza ni de las lucecitas que empezaron a bailar ante sus ojos, se puso en pie y echó a correr de nuevo. Dos vagones, tres, cuatro, por fin llegó al suyo. Se metió en el lavabo y cerró la puerta con la mayor violencia que pudo. No quería que sus perseguidores tuvieran la menor duda acerca de su escondite. Corrió el pestillo.
Una vez dentro, no perdió ni un segundo. Cogió el jarro que había llenado de agua, metió en él una toalla sucia, para que retuviera toda el agua posible, tomó impulso y lo arrojó con todas sus fuerzas por la ventanilla. El estallido fue todo lo fuerte que esperaba, y más. Dentro de aquel pequeño recinto, el ruido fue casi ensordecedor. El estallido vibraba aún en sus oídos cuando sacó el revólver del bolsillo, lo cogió por el cañón, apagó la luz, descorrió suavemente el pestillo y salió al corredor.
Sus dos sombras habían bajado la ventanilla y estaban mirando al exterior, con medio cuerpo fuera, empujándose uno a otro, en su afán por ver lo que había sido de Reynolds, adónde había ido a parar. Era humanamente imposible que reaccionaran de otro modo. Reynolds ni siquiera se detuvo. Descargó un violento puntapié sobre el que estaba más cerca y la puerta se abrió. Uno de los dos hombres, salió disparado, sin tiempo de gritar. El otro, el de la cara pálida, dio media vuelta en el vacío, se agarró con una mano al interior de la puerta, con el rostro contraído por la rabia y el miedo y luchó, desesperadamente, como un gato salvaje, para volver a entrar en el coche. Pero la lucha no duró ni dos segundos. Reynolds fue implacable. Dirigió un culatazo al rostro del hombre y cuando éste, instintivamente, levantó la mano que tenía libre para protegerse del golpe, Reynolds cambió de dirección y martilleó con toda su fuerza sobre los dedos que se aferraban a la puerta. El hombre desapareció. En el hueco no se veía más que la tenue luz del atardecer. A lo lejos, un grito se confundió con el chirrido de los ejes y los alaridos del viento.
Reynolds sacó la madera, que ya se había desprendido, y cerró la puerta firmemente. Luego, se echó el revólver al bolsillo, cogió del lavabo el martillo y la linterna y se dirigió hacia la otra puerta, la de la izquierda.
Allí tuvo su primer tropiezo, y un tropiezo que casi le hizo abandonar, incluso antes de comenzar. El tren se dirigía entonces hacia el Sudoeste, hacia Pécs, y el vendaval, que soplaba en dirección al Sudeste, le azotaba de flanco. Parecía que un hombre, de una fuerza muy superior a la suya, se apoyara en la puerta por el otro lado. Empujó dos, tres veces con todas sus fuerzas, pero la puerta no cedió.
Quedaba poco tiempo, siete minutos, ocho, a lo sumo. Levantó el brazo, de un tirón bajó la ventanilla. La sacudida fue tan brusca que Reynolds cayó al suelo. Si no hubiera caído, el golpe de viento que penetró por la ventana, le hubiera arrojado al otro lado del vagón. Era mucho peor de lo que se había imaginado. Ahora comprendía por qué aminoraba la marcha el maquinista. No era por la pendiente, era porque quería mantener el tren sobre los raíles. Por un momento, Reynolds estuvo tentado de abandonar aquel proyecto suicida. Luego pensó en el profesor, encerrado en el furgón con una pandilla de criminales, en Jansci y en todos los demás que confiaban en él, y pensó en la muchacha que le había vuelto la espalda cuando él fue a despedirse. Al momento se puso en pie, jadeando, mientras la nieve le azotaba cruelmente el rostro y la fuerza del viento le ahogaba. Empujó con todas sus fuerzas una, dos, tres veces, sin detenerse a pensar que si el aire cesaba bruscamente, él iría a parar a la nieve. A la cuarta tentativa, consiguió pasar la suela del zapato por el resquicio. Sacó el brazo por la abertura, luego el hombro y, por fin, medio cuerpo. Empujó hacia afuera con todas sus fuerzas, tanteó con el pie derecho hasta que encontró el estribo, cubierto de hielo, y colocó el pie izquierdo en el hueco de la puerta. Fue entonces cuando la linterna y el martillo quedaron aprisionados, y él tuvo que luchar durante casi un minuto por desprenderlos, temiendo que en cualquier momento, alguien saliera al pasillo para investigar la causa de la tormenta de nieve que se abatía sobre él. Finalmente, dejando tras de sí un trozo de trinchera y algunos botones, consiguió liberarse, pero la fuerza de la sacudida le hizo resbalar del estribo y durante unos momentos sólo se sujetó con la mano izquierda y con el pie izquierdo que seguía aprisionado en la puerta. Luego, lenta, penosamente, se enderezó. No encontraba asidero para la mano derecha. Volvió a apoyar el pie en el estribo y esperó a recobrar el dominio de sí mismo. Sacó la mano izquierda, se aferró al marco de la ventana y, dando un tirón, sacó el pie izquierdo. La puerta se cerró con un golpe seco. Ya estaba fuera, sujetándose únicamente con la mano izquierda, insensible por el frío. Por fortuna, la fuerza del viento le aplastaba contra el costado del vagón.
Anochecía, pero aunque todavía quedaba algo de luz, la nieve le cegaba totalmente. Sabía que estaba al final del vagón, y que la esquina quedaba a escasos palmos de allí, pero aunque tanteaba desesperadamente con la mano derecha, no encontraba asidero. Extendió al máximo el brazo izquierdo, buscó con el pie derecho y tropezó con la pieza de acero que alojaba el parachoques, pero estaba en un ángulo demasiado agudo para poder alcanzarla, buscó el parachoques, pero se le escabulló.
Empezaba a dolerle el antebrazo izquierdo, pues era el que soportaba todo el peso de su cuerpo. Tenía los dedos tan insensibles que no sabía si resbalaba o no. Se irguió junto a la portezuela, cambió de brazo y maldijo su estupidez al recordar la linterna. Volvió a cambiar de brazo y se echó hacia atrás todo lo que pudo, para enfocar con su potente linterna la parte posterior del coche. En menos de dos segundos, vio todo lo que tenía que ver, y se hizo un esquema mental de la posición de la pieza metálica que alojaba el parachoques, del empalme de fuelle, y del parachoques, que bailaba furiosamente. Volvió a erguirse con rapidez, guardó la linterna en el bolsillo y no se detuvo a pensarlo. Comprendía vagamente, aunque sin reconocerlo conscientemente, que si se paraba a meditar las posibilidades de fallar, resbalar y caer entre las ruedas, nunca podría hacer lo que se proponía, y lo que hizo, sin pensar en las consecuencias. Arrastró los pies hasta el extremo del estribo, soltó la mano izquierda, quedó sujeto al cóncavo costado del vagón por la sola presión del viento, luego, levantó el pie derecho y dio un paso en el vacío, apoyando todo el cuerpo en el izquierdo. Por un momento quedó suspendido en el aire. La punta del pie derecho era su único contacto con el tren y entonces, cuando ya empezaba a resbalar sobre el estribo helado, tomó impulso y saltó hacia delante, en la oscuridad.
Fue a caer en la pieza lateral, sobre una rodilla, golpeándose la espinilla de la otra pierna con el parachoques, mientras con las manos se aferraba al fuelle del empalme. Llevaba tal impulso que la pierna derecha resbaló sobre el helado metal del parachoques, pero con un movimiento convulsivo, tensó los músculos de la pierna y se apoyó en la parte más estrecha del parachoques, mientras sus rodillas apuntaban a la vía que huía debajo de él. Durante unos segundos, permaneció allí sujetándose con los brazos y con una pierna, mientras se preguntaba si la otra pierna estaría rota. Entonces sintió que sus manos, a pesar de la presión que ejercía sobre ellas, empezaban a resbalar irremisiblemente por la helada superficie del fuelle. Desesperado, extendió la mano izquierda que golpeó dolorosamente la parte posterior del vagón que acababa de abandonar, la movió hacia delante y sintió que sus rígidos dedos se deslizaban en la estrecha cavidad existente entre el vagón y el fuelle. Agarró el canto de la dura tela como si tratara de perforarla con los dedos y tres segundos después, estaba de pie en la pieza lateral, agarrándose con firmeza con la mano izquierda y temblando inconteniblemente a causa del esfuerzo realizado.
El temblor no era de miedo. Reynolds, que momentos antes estaba asustado como no lo estuviera en toda su vida, acababa de cruzar la nebulosa frontera entre el temor y el extraño mundo de indiferencia que se encuentra más allá. Con la mano derecha, sacó la navaja, soltó la hoja y clavó la punta en el fuelle, a la altura del pecho; en aquel momento, por lo que a él se refería, podían haber pasado por la plataforma una docena de personas. Durante unos segundos, aserrando vigorosamente, practicó en la tela un boquete lo bastante grande para meter en él la punta del pie. A la altura de la cabeza, hizo otro para la mano. Luego metió el pie derecho en el primer agujero y la mano izquierda en el segundo, tomó impulso y clavó la hoja del cuchillo en el techo del fuelle. Por fin estaba arriba, agarrándose desesperadamente al mango del cuchillo, para no ser barrido por el viento.
El primer vagón, esto es, el cuarto contando desde la máquina, resultó relativamente fácil. La visera de las lumbreras de la ventilación corría a todo lo largo del techo del vagón y, en menos de medio minuto, con la cabeza vuelta hacia el viento, se arrastró hasta el otro extremo del vagón, cogido a la visera. Durante todo el recorrido, los pies le colgaron en el vacío. *** NO HAY *** hubiera preferido apoyarlos en el canalón del extremo, pero estaba cubierto de hielo.
Ahora tanteaba con cuidado los pliegues del fuelle del siguiente empalme, y no bien hubo soltado la cubierta de la ventilación se percató de su error. Debió saltar al otro vagón, en lugar de exponerse a la fuerza del viento, que le azotaba con peligrosas intermitencias, que tan pronto amenazaba con barrerle de allí como cesaba bruscamente, por lo que él tenía que luchar penosamente, para no caer en el vacío. Pero, arrastrándose de pliegue en pliegue, alcanzó por fin el tercer vagón.
Este fue también bastante fácil de cruzar y, al llegar al extremo, se incorporó, apoyó los pies en el techo del fuelle y, de un salto, se lanzó sobre el techo del segundo vagón, golpeándose con fuerza en una rodilla, pero consiguiendo, al mismo tiempo, asirse con firmeza. Segundos después, se encontraba en el extremo opuesto del vagón. Al ir a poner los pies en el fuelle lo vio, vio la luz de unos faros que parpadeaban a través de la nieve por una carretera que corría paralela a la vía, a menos de veinte pasos. La alegría disipó el frío y el cansancio que sentía. Ni siquiera recordó que sus dedos, ya insensibles, pronto dejarían de servirle. Podía ser cualquiera, desde luego, cualquiera que condujera aquel vehículo en la tormenta, pero Reynolds estaba seguro de que eran sus amigos. Volvió a agacharse, hizo presión sobre las puntas de los pies y saltó al primer coche. No fue sino cuando llegó a él y empezó a resbalar, cuando se dio cuenta de que aquel vagón no tenía visera de ventilación a lo largo del techo.
Por un momento, volvió a asaltarle el pánico, y arañó frenéticamente aquella helada y resbaladiza superficie, buscando donde asirse. Luego hizo un esfuerzo por sobreponerse y recobrar la calma, pues aquel frenético batir de brazos y piernas era lo más indicado para destruir el escaso coeficiente de fricción que existía entre él y el tren, y apresurar su caída. Desesperadamente, se dijo que debía haber ventiladores de alguna clase. De pronto, se imaginó de qué se trataba: serían esas pequeñas chimeneas cilíndricas que solía haber en algunos coches, en cantidad de tres o cuatro por unidad. Pero en aquel momento se dio cuenta de algo más: el tren había entrado en una curva, avanzaba ahora contra el viento, y la fuerza centrífuga le empujaba hacia el costado del vagón.
Resbalaba hacia atrás. Golpeó el techo con los pies, tratando desesperadamente de romper el hielo que llenaba el canalón y poder apoyar, por lo menos, la punta de un pie. Pero fue en vano. Seguía resbalando y, pronto, en vez de golpear con la punta del pie, lo hizo con la espinilla. Entonces comprendió que estaba perdido. Y el tren seguía en aquella curva interminable.
Tenía el canto del techo a la altura de las rodillas. Se rompió las uñas, tratando de clavarlas en el hielo. Sabía que nada podía ya salvarle. Nunca logró explicarse después qué instinto del subconsciente (en aquel momento en que la muerte se le acercaba su cerebro había dejado de funcionar) le hizo sacar el cuchillo y hundir la hoja en el techo, poco antes de que las caderas llegaran al canto del vagón y la caída se hiciera inevitable.
No hubiera podido decir el tiempo que permaneció allí, cogido al mango del cuchillo. Tal vez sólo unos segundos. Poco a poco, advirtió que la vía había vuelto a enderezarse, que la fuerza centrífuga ya no le arrastraba y que podía empezar a moverse, aunque con infinitas precauciones. Centímetro a centímetro, volvió a izar las piernas al techo, tiró del cuchillo, lo enterró más lejos y, por fin, pudo volver a colocarse en medio del vagón. Un momento después, utilizando todavía el cuchillo como único punto de apoyo, llegó al primer ventilador, aferrándose a él como si nunca fuera a soltarlo. Pero tenía que soltarlo, sólo le quedaban dos o tres minutos. Tenía que llegar al siguiente ventilador, extendió los brazos y hundió el cuchillo en el hielo, pero chocó con algo duro, probablemente la cabeza de algún tornillo, y la hoja se partió junto a la empuñadura. Tiró el mango, apoyó los pies en el ventilador y se lanzó hacia delante, yendo a chocar violentamente contra el siguiente, situado a dos metros escasos. Segundos después, haciendo palanca con los pies, llegó al tercer ventilador, y luego, al cuarto. Entonces se dio cuenta de que no sabía la longitud del vagón ni si había más ventiladores. Quizá el salto siguiente le hiciera caer bajo las ruedas. Decidió correr el riesgo y ya iba a darse el impulso cuando le asaltó la idea de que, incorporándose un poco, tal vez consiguiera distinguir la cabina de la locomotora y el canto del vagón pues, al fin, parecía que la nieve era menos densa.
Se arrodilló, sujetando firmemente el ventilador con las piernas. El corazón le dio un vuelco, al ver, a poco más de un metro de distancia, el contorno del vagón recortándose nítidamente sobre el resplandor de la caldera. En la cabina, a través de una cortina de nieve, vio al maquinista y al fogonero que, en aquel momento, estaba echando carbón del ténder a la caldera, con una pala. Y vio algo que no tenía por qué estar allí, pero que debía haber esperado encontrar: un soldado, armado con un fusil, calentándose, en cuclillas, junto a la caldera.
Reynolds sacó el revólver, pero sus manos estaban insensibles y no consiguió siquiera pasar el índice por el gatillo. Volvió a guardárselo en el bolsillo y se levantó con rapidez. Iba a jugarse el todo por el todo. Dio un paso corto y apoyó la suela de su zapato derecho en el canto del vagón, luego se lanzó al aire y un segundo después se deslizaba entre el carbón del ténder hasta caer en el suelo de la cabina.
Los tres hombres, maquinista, fogonero y soldado, se volvieron a mirarle con una expresión de asombro e incredulidad que resultaba casi cómica. Transcurrieron quizá cinco segundos, cinco preciosos segundos que permitieron a Reynolds recobrar en parte el aliento antes de que el soldado, reponiéndose bruscamente del susto, echara mano del fusil y, con la culata en alto, se abalanzara sobre el postrado Reynolds: Este cogió un trozo de carbón, lo primero que se le vino a las manos y lo arrojó a la cara del hombre que se le echaba encima, pero sus dedos estaban demasiado rígidos. El soldado se agachó, y el trozo de carbón le pasó por encima de la cabeza. Pero el fogonero no falló y el soldado se desplomó en la cabina, cuando la pala le alcanzó de lleno en la coronilla.
Reynolds se puso trabajosamente en pie. Con la ropa hecha jirones, la cara y las manos amoratadas por el frío, ensangrentadas y tiznadas de carbón, ofrecía un aspecto indescriptible, pero en aquellos momentos no le preocupaba su aspecto. Miró fijamente al fogonero, un muchachote fornido, de cabello rizado, con las mangas de la camisa subidas, desafiando al frío, y luego clavó los ojos en el soldado tendido a sus pies.
—Demasiado calor —el muchacho sonreía ampliamente—. Se ha puesto malo.
—Pero ¿por qué…?
—Mire, amigo, no sé con quién estará usted, pero sé perfectamente contra quién estoy yo. —Se apoyó en la pala—. ¿Podemos hacer algo por usted?
—Desde luego que sí. —Reynolds les explicó rápidamente de lo que se trataba, y los dos hombres cambiaron una miraba. El más viejo, el maquinista, vacilaba.
—Miren —Reynolds abrió su gabardina—. Aquí tengo una cuerda. Cójanla. Mis manos están inservibles. Pueden atarse las muñecas. Eso será suficiente para…
—¡Pues, claro! —El muchacho sonrió y el maquinista se volvió hacia el freno de aire—. Nos atacaron. Cinco o seis hombres por lo menos. ¡Feliz viaje, amigo!
Reynolds apenas se detuvo a dar las gracias a aquellos dos hombres que le ayudaban con tanto desinterés. El tren aminoraba la marcha bruscamente en aquella pendiente, y él tenía que llegar al furgón antes de que parara del todo, y la cadena de enganche se tensara, en cuyo caso sería imposible desengancharlo. Saltó al suelo, cayó de bruces, se levantó rápidamente y echó a correr hacia el furgón. Al pasar junto al coche de los guardianes vio con alegría a Jansci de pie junto a la puerta trasera del coche, empuñando un revólver con mano firme.
Luego, cuando la locomotora se detuvo y los topes de los vagones empezaron a chocar entre sí, Reynolds tenía ya la linterna encendida y estaba desenganchando las cadenas y rompiendo a martillazos la transmisión del freno. Buscó la conexión de la tubería de calefacción pero no había ninguna. Los prisioneros no necesitaban calefacción. Todas las conexiones entre el furgón y el resto del tren estaban rotas. Los vagones se movían hacia atrás por efecto del retroceso, al soltarse los muelles de los topes, cuando Jansci, con un manojo de llaves en una mano y la pistola en la otra, cruzó la plataforma entre el vagón de los guardianes y el furgón; y el propio Reynolds acababa de agarrarse al pasamanos cuando el vagón de los guardianes chocó suavemente con el furgón, dándole el impulso que le hizo iniciar su carrera cuesta abajo.
La rueda del freno estaba en la plataforma, y Reynolds empezaba a hacerla girar, a cosa de un kilómetro y medio de distancia del tren cuando Jansci encontró por fin la llave del furgón, abrió la puerta de un puntapié y enfocó el interior con la linterna. Un kilómetro más allá, Reynolds acababa de dar la última vuelta a la rueda, haciendo detenerse al vagón bajo la mirada de un Jansci y un Dr. Jennings que había pasado del estupor a la más entusiástica alegría. Y apenas bajaron del vagón y echaron a correr hacia el Oeste, donde sabían que se encontraba la carretera, oyeron un grito y vieron a una figura que corría hacia ellos entre la nieve. Era el Conde que, olvidándose de su aristocrática reserva, gritaba y agitaba los brazos como un loco.