Capítulo IX

Reynolds creyó que sus ojos y su cerebro le engañaban. Sabía que el Conde estaba lejos de allí y que sus jefes de la AVO no le dejarían dar un solo paso sin vigilarle con ojos de lince. Sabía también que la última hora y media pasada en la celda le había debilitado enormemente y que su cerebro, oscurecido y confuso, empezaba a jugarle malas pasadas. Entonces, el hombre apoyado en la ventana, se irguió y cruzó el despacho garbosamente, en una mano la boquilla y en la otra un par de gruesos guantes de piel. Todas las dudas de Reynolds se desvanecieron. Era el Conde en persona, completamente ileso y con su característico aire sarcástico. Reynolds abrió la boca, dilató los ojos y su demacrado rostro empezó a suavizarse con una sonrisa.

—Pero, de dónde… —empezó a decir. Y casi inmediatamente se vio lanzado contra la pared, al ser alcanzado en pleno rostro por los pesados guantes del Conde. Uno de los cortes del labio superior empezó a sangrarle de nuevo y, después de todos los sufrimientos padecidos, la sorpresa y el dolor le dejaron atontado, y sólo pudo ver al Conde como a través de una densa niebla.

—Lección primera, jovencito —dijo el Conde con indiferencia. Miró con evidente repugnancia una manchita de sangre que le había quedado en el guante—. En lo sucesivo hablará tan sólo cuando se le pregunte. —La mirada de repugnancia pasó de los guantes a los prisioneros—. ¿Han caído al río, comandante?

—Nada de eso, nada de eso. —El comandante parecía malhumorado—. Estaban en tratamiento, en una de nuestras celdas de vapor. Eso es todo. Es una lástima, una verdadera lástima, interrumpir la secuencia, capitán Zsolt.

—No se apure, comandante, extraoficialmente le diré que se les volverá a traer a última hora de la noche o mañana por la mañana. Tengo entendido que el camarada Furmint tiene gran confianza en usted y en sus dotes de… psicólogo —dijo el Conde, conciliador.

—¿Está seguro, capitán? —preguntó el comandante con ansiedad—. ¿Está seguro?

—Completamente. —El Conde miró su reloj—. No podemos entretenernos, comandante. Ya sabe que es esencial no perder tiempo. —Sonrió—. Cuanto antes se vayan, antes volverán.

—Entonces, no les entretengo. —El comandante era la amabilidad personificada—. Lléveselos. Espero con impaciencia completar mi experimento en un personaje tan ilustre como el comandante-general Illyurin.

—Jamás volverá a presentársele semejante oportunidad —convino el Conde. Se volvió hacia los cuatro AVO—. Llévenlos al camión, pronto… Coco, hijo mío, estás perdiendo facultades. ¿Te has creído que son de cristal?

Coco sonrió ampliamente y captó la onda. Descargó su pesada manaza en el rostro de Reynolds, haciéndole retroceder hasta la pared. Otros dos AVO cogieron a Jansci y lo sacaron violentamente del despacho. El comandante levantó los brazos, horrorizado.

—Capitán Zsolt, es necesario… Quiero decir que los necesito en buen estado, a fin de que…

—No se preocupe, comandante —sonrió el Conde—. Nosotros, a nuestro modo, también somos especialistas. ¿Se lo explicará al coronel Hidas cuando yo regrese y le dirá que llame al jefe, por favor? Dígale también que lamento no haberle encontrado aquí, pero que no puedo esperar. Bueno, muchas gracias, comandante. Hasta la vista.

Tiritando violentamente en sus empapados uniformes, Jansci y Reynolds subieron a un camión de la AVO. Un policía se instaló en la cabina, junto al conductor, mientras el Conde, Coco y el otro policía también tomaban asiento en la trasera del camión, con los fusiles sobre las rodillas, sin apartar los ojos de los prisioneros. Momentos después, el motor empezó a roncar, el camión arrancó y a los pocos segundos cruzó junto al centinela que saludaba en la puerta.

Casi inmediatamente, el Conde extrajo un mapa del bolsillo, lo consultó brevemente y lo volvió a guardar. Cinco minutos después, cruzó junto a Jansci y Reynolds, abrió la mirilla que comunicaba con la cabina y dijo al conductor.

—A medio kilómetro de aquí, una carretera secundaria arranca hacia la izquierda. Tuerce al llegar allí y no pares hasta que yo te lo ordene.

Al cabo de un minuto, el camión aminoró la marcha, dejó la carretera principal y empezó a saltar por una senda. Había tantos baches que el camión iba zigzagueando continuamente y el conductor tenía que hacer esfuerzos para no meterse en la cuneta, pero la marcha, aunque lenta, era regular. Al cabo de diez minutos, el Conde se dirigió hacia la puerta trasera del camión, la entreabrió y pareció buscar un lugar conocido. A los pocos minutos, lo encontró. A una orden, el camión se detuvo. Saltó a la nieve, seguido por Coco y por el otro policía. Obedeciendo a los elocuentes cañones de revólver, Jansci y Reynolds saltaron tras ellos.

El Conde había hecho parar el camión en medio de un espeso bosque, cerca de un claro. A otra orden suya el conductor dio la vuelta al camión. Las ruedas traseras resbalaron sobre la hierba mojada, pero empujando y poniendo ramas secas debajo de las ruedas, lo hicieron salir de nuevo a la carretera, en la que quedó apuntando en la dirección por la que había venido. El conductor paró el motor y saltó a tierra, pero el Conde le ordenó ponerlo otra vez en marcha y dejarlo funcionando; no estaba dispuesto a que se le congelara el motor, con aquella temperatura, dijo.

Porque hacía frío. Jansci y Reynolds, con las ropas mojadas, tiritaban convulsivamente. El aire helado ponía manchas azules y rojas en sus rostros y la condensación del aliento era densa como el humo y se evaporaba lentamente, en el aire quieto y transparente.

—¡De prisa! —ordenó el Conde—. ¿O es que queréis morir congelados? Coco, tú vigilarás a estos hombres. ¿Puedo confiar en ti?

—Hasta la muerte. —Coco sonrió satánicamente—. Al menor movimiento, los dejo secos.

—No lo dudo. —El Conde le miró, pensativo—. ¿A cuántos has matado, Coco?

—Hace años que perdí la cuenta, camarada —dijo Coco con sencillez.

Reynolds al mirarle, comprendió que decía la verdad.

—Un día de estos vas a tener tu recompensa —dijo enigmáticamente—. Los demás, una pala cada uno. Tenemos algo que hacer que os calentará la sangre.

Uno de los policías se le quedó mirando con expresión estúpida.

—¿Palas, camarada? ¿Para los prisioneros?

—No será para trabajos de jardinería —dijo el Conde secamente.

—No, no. Es que… como dijiste al comandante… Es decir, pensé que iríamos a Budapest… —Dejó la frase sin terminar.

—Exactamente, camarada —dijo el Conde fríamente—. Te has dado cuenta de tu error a tiempo. A vosotros no se os pide que penséis. Vamos, o nos quedaremos congelados. Y no temáis, no será necesario cavar hondo. La tierra está dura como la roca. Buscaremos un vallecito en el bosque, donde se haya acumulado la nieve y… Vaya, veo que Coco ya ha comprendido.

—¡Claro! —Coco se relamió de gusto—. Tal vez el camarada me permita…

—¿Poner fin a sus sufrimientos? —sugirió el Conde. Se encogió de hombros con indiferencia—. No tengo inconveniente. Al fin y al cabo, ¿qué pueden representar dos más, si ya has perdido la cuenta?

Desapareció en el bosque, al otro lado del claro, seguido de los otros tres policías, y, a pesar de la claridad del aire, los que quedaron atrás dejaron de oír sus voces. El Conde los llevaba al mismo corazón del bosque. Coco, entretanto, los vigilaba sin pestañear, con sus ojillos venenosos, y Jansci y Reynolds comprendían perfectamente que al menor pretexto apretaría el gatillo de la carabina que acariciaba entre sus manos como si fuera un juguete. Pero no le dieron el pretexto. Exceptuando el temblor que no podían dominar, permanecieron como estatuas.

Al cabo de cinco minutos, el Conde salió del bosque sacudiéndose la nieve de sus brillantes botas y de los faldones de su capote.

—El trabajo adelanta —anunció—. Dentro de dos minutos nos reuniremos con nuestros camaradas. ¿Se han portado bien, Coco?

—Sí. Se han portado bien.

La desilusión de Coco no podía ser más evidente.

—No te preocupes, camarada —le consoló el Conde. Se paseaba, detrás de Coco, golpeándose los brazos para entrar en calor—. Ya no tendrás que esperar mucho. No les quites ni un momento la vista de encima. ¿Cómo te encuentras hoy de tu lesión? —preguntó, solícito.

—Todavía me duele. —Coco miró a Reynolds con rabia y profirió un juramento—. Tengo el cuerpo lleno de cardenales.

—¡Mi pobre Coco! Lo estás pasando mal estos días —dijo el Conde suavemente.

El culatazo que descargó en la sien de Coco resonó como un disparo en el silencio de la noche. Coco soltó la carabina, se tambaleó, puso los ojos en blanco y se desplomó sobre la nieve como un árbol al ser derribado. El Conde se hizo respetuosamente a un lado para dejar sitio al gigante. Veinte segundos después, el camión estaba nuevamente en marcha, y el claro del bosque había desaparecido tras un recodo del camino.

Durante los tres o cuatro primeros minutos, en la cabina del camión no se oyó más ruido que el zumbido del motor Diesel. Un centenar de preguntas y comentarios acudían en tropel a los labios de Jansci y de Reynolds, pero no sabían por donde empezar. La pesadilla de la que acababan de escapar estaba todavía demasiado viva en sus mentes. Al poco rato, el Conde aminoró la marcha y detuvo el camión. Una de sus raras sonrisas iluminaban su delgado y aristocrático semblante, mientras extraía del bolsillo el frasco de metal.

—Coñac, amigo. —Su voz no era muy firme—. Bien sabe Dios que nadie lo necesita más que nosotros tres. Yo, porque he muerto mil veces, especialmente cuando el amigo aquí presente por poco lo echa todo a perder, al verme en el despacho del comandante, y vosotros porque estáis helados y chorreando y sois candidatos de primera para una pulmonía. Y también porque, supongo, que no os trataron demasiado bien.

—Y no te equivocas. —Fue Jansci quien contestó, porque Reynolds sufrió un acceso de tos, cuando el licor le abrasó la garganta—. Nos administraron las drogas de rigor y, además, una que acaba de inventar, acompañadas, como ya sabes, del baño de vapor.

—No fue difícil adivinarlo —dijo el Conde moviendo afirmativamente la cabeza—. No parecíais muy contentos. En realidad, lo sorprendente es que sigáis en pie. Pero sin duda os sostenía el convencimiento de que era puramente cuestión de tiempo el que yo apareciera en escena.

—Desde luego —dijo Jansci secamente.

Bebió un buen trago de coñac, se le llenaron los ojos de lágrimas y aspiró una bocanada de aire.

—Veneno, puro veneno. Pero en toda mi vida he probado nada mejor.

—Hay momentos, en que es preferible no emitir juicios críticos. —El Conde se arrimó la botella a los labios y bebió coñac como otra persona hubiera podido beber agua, a juzgar por los efectos que le producía. Luego, volvió a guardarse el frasco—. Parada indispensable, pero hemos de seguir adelante, a toda marcha. No podemos perder tiempo.

Pisó el embrague y el camión se puso en marcha. Reynolds tuvo que levantar la voz para que se oyera su protesta sobre el ruidoso trepidar de la primera marcha.

—Pero tiene que explicarnos…

—¡A ver quién me lo impide! —dijo el Conde—. Pero mientras viajamos, si no tenéis inconveniente. El por qué, lo sabréis más tarde. Por lo que respecta a los acontecimientos del día… Ante todo tengo que participaros que he presentado la dimisión de mi cargo en la AVO. A la fuerza, desde luego.

—Desde luego —coreó Jansci—. ¿Lo sabe alguien?

—Furmint debe suponérselo. —Los ojos del Conde no se apartaban de la carretera, mientras hacía avanzar el vacilante camión por entre los estrechos márgenes del sendero, tratando de sortear los baches—. No es que la presentara por escrito, desde luego, pero cuando le dejé atado y amordazado en su propio despacho no le debieron quedar dudas acerca de mis intenciones.

Ni Reynolds ni Jansci pronunciaron palabra. No encontraron exclamación adecuada. En silencio observaron que la sonrisa se ensanchaba en los finos labios del Conde.

—¡Furmint! —Jansci fue el primero en hablar, con voz tensa—. ¡Furmint! ¿Te refieres a tu jefe?

—Ex jefe —corrigió el conde—. El mismo. Pero dejadme empezar desde por la mañana. Recordaréis que os mandé recado con el Cosaco… a propósito, ¿llegaron bien, él y el Opel?

—Intactos.

—Milagro. Debierais haberle visto arrancar. Como recordaréis, se me envió a Gödöllö, en una misión de reconocimiento. Cosa importante. Creí que Hidas se ocuparía personalmente del caso, pero me dijo que tenía otro quehacer en Györ. Bueno, salimos para Gödöllö. Ocho hombres, el que os habla y un tal capitán Zsolt, hombre muy diestro en el manejo de la porra, pero singularmente inepto para todo lo demás. Durante el viaje, yo iba preocupado. Al salir de Andrassy Ut, sorprendí a través de un espejo una extraña mirada en los ojos del jefe. Y no es que tenga nada de extraordinario que el jefe mire a la gente de modo extraño. No se fía ni de su mujer… Pero sí que era extraordinario en un hombre que hace apenas una semana me felicitó por ser el más competente oficial de la AVO de todo Budapest.

—Eres insustituible —murmuró Jansci.

—Muchas gracias… Luego, cuando llegamos a Gödöllö, Zsolt dejó caer la bomba. Casualmente mencionó que el chófer de Hidas le había dicho aquella mañana que el coronel iba a Szarháza, y se preguntaba, qué diablos iría a hacer el coronel en aquel antro. Y siguió hablando… pero yo no le escuchaba. Estoy seguro que mi cara debía ser un espectáculo interesante para cualquiera que se molestara en examinarla. En mi cerebro todo se derrumbó con tal estruendo que es un milagro que Zsolt no oyera nada. Me enviaban a Gödöllö, el jefe me miraba de modo extraño, Hidas me decía una mentira, la facilidad con que conseguí enterarme del paradero del profesor, la facilidad todavía mayor con que saqué el papel y los sellos del despacho de Furmint. ¡Santo Cielo! Me hubiera dado de bofetadas cuando recordé que Furmint había mencionado, ex profeso y sin ninguna necesidad, que se iba a una reunión de oficiales, haciéndome saber así que su despacho quedaría vacío durante un rato… fue durante la hora del almuerzo, en que no hay nadie en el antedespacho… No me explico cómo lograron desenmascararme. Juraría que hace cuarenta y ocho horas yo era el oficial más digno de confianza de todo Budapest. Sin embargo, eso ahora ya no importa. Tenía que actuar. Tenía que actuar inmediatamente y con decisión. Sabía que mis naves estaban quemadas y que no tenía nada que perder. Tenía que basarme en la suposición de que sólo Furmint e Hidas conocían mis actividades. Era evidente que Zsolt no las sabía, pero eso no quería decir nada. Es demasiado estúpido para que le confíen cosa alguna. Lo cierto es que Furmint e Hidas son, por naturaleza, tan desconfiados que no quisieron arriesgarse a revelárselas a nadie. —El Conde sonrió ampliamente—. Al fin y al cabo, si su mejor hombre se había pasado al enemigo, ¿cómo iban a saber si podían confiar en los demás?

—Exactamente —dijo Jansci.

—Exactamente. Cuando llegamos a Gödöllö, nos dirigimos a la oficina del alcalde, no a nuestra oficina de allí, pues ellos son, entre nosotros, los que hay que investigar. Echamos al alcalde y nos instalamos en su despacho. Dejé allí a Zsolt, bajé a la planta baja, reuní a los hombres y les dije que su misión, hasta las cinco de la tarde, consistiría en frecuentar bares y cafés, hacerse pasar por miembros de la AVO descontentos y ver lo que pescaban en el terreno de conversaciones sediciosas. El trabajo no podía ser más de su agrado. Les procuré bastante dinero, para mayor color local. Beberán durante varias horas. Luego, volví a toda prisa al despacho del alcalde, en un estado de gran excitación, y dije a Zsolt que acababa de descubrir algo de la mayor importancia. Ni siquiera me preguntó de qué se trataba. Salió disparado de la oficina, brillándole los ojos, ante la perspectiva de un ascenso. —El Conde carraspeó—. Omitiremos los detalles más desagradables. Baste decir que en estos momentos se encuentra encerrado en una bodega abandonada, a menos de cincuenta pasos de la oficina del alcalde. No está ni atado ni malherido pero necesitarán un soplete de oxiacetileno para sacarle de allí.

El Conde enmudeció, frenó y salió a limpiar el parabrisas. Hacía dos o tres minutos que nevaba copiosamente, pero ninguno de sus acompañantes lo había advertido.

—Cogí la documentación de mi infortunado colega. —El Conde reanudó la marcha y el relato—. Cuarenta y cinco minutos después, con una única parada en route para comprar una cuerda, me detenía ante la puerta de nuestro Cuartel General y un minuto más tarde penetraba en el despacho de Furmint. El mero hecho de haber podido llegar allí demostraba que Furmint e Hidas habían mantenido la boca cerrada, tal como yo suponía. Todo fue entonces ridículamente fácil. Yo no tenía nada que perder. Oficialmente, seguía en activo, y nada es tan eficaz como la desfachatez. Furmint se asombró de tal modo al verme, que yo ya le había puesto el cañón de mi pistola entre los dientes antes de que pudiera cerrar la boca. Está rodeado de pulsadores y conmutadores, todos destinados a salvarle la vida, en caso de emergencia, pero, como comprenderéis, no podían protegerle de mí. Le amordacé y le obligué a escribir una carta, de puño y letra, que yo le dicté. Furmint es valiente, y se resistió a hacerlo, pero nada afecta tanto los altos principios morales de un hombre como el cañón de una pistola acariciándole el oído. La carta iba dirigida al comandante de la prisión de Szarháza, que conoce la letra de Furmint casi tan bien como la suya propia, y en ella se autorizaba a entregaros a los dos al llamado capitán Zsolt. La firmó, le pusimos los sellos que encontramos en el despacho, la metió en un sobre y lo lacró con su sello privado, que ni una veintena de personas en toda Hungría saben que existe; afortunadamente, yo era una de ellas, aunque Furmint lo ignoraba. Yo llevaba veinte metros de cuerda y, cuando terminé, Furmint estaba hecho un bonito paquete. Lo único que podía mover eran los ojos y las cejas, y con ellos se expresó con gran elocuencia, cuando, cogiendo el teléfono directo con Szarháza, hablé con el comandante imitando, perfectamente en mi opinión, la voz de Furmint. Entonces debió comprender muchas cosas que le habrán estado intrigando durante este último año. Dije al comandante que enviaba al capitán Zsolt a recoger a los prisioneros con una autorización de mi puño y letra. Y mi sello personal. Había que pensar en todo.

—¿Y si Hidas hubiera seguido allí? —preguntó Reynolds—. Cuando llamó usted acabaría de marcharse.

—Nada mejor, ni más fácil. —El Conde hizo un gesto con la mano y volvió a coger el volante rápidamente, cuando el camión se acercó peligrosamente a la cuneta—. Le hubiera ordenado que os trajera inmediatamente, y le hubiera asaltado por el camino. Mientras hablaba con el comandante, no dejaba de toser y estornudar, poniendo la voz un poco ronca. Le dije que tenía un fuerte resfriado. Tenía mis razones para hacérselo creer. Luego, por el micrófono de sobremesa, dije a los del antedespacho que no se me molestara, por ningún motivo, durante las tres horas siguientes, ni aunque me llamara un ministro. No les dejé la menor duda sobre lo que les sucedería si me desobedecían. Creí que Furmint iba a ser víctima de un ataque de apoplejía. Luego, imitando todavía la voz de Furmint llamé a la cochera y pedí un camión con cuatro hombres para el comandante Howarth. En realidad, no los necesitaba, pero tenía que llevarlos, para dar más color local. Luego metí a Furmint en un armario, lo cerré con llave, salí de su despacho, lo cerré también con llave y me llevé las llaves. Luego, nos pusimos en marcha hacia Szarháza… Me pregunto que estará pensando Furmint a estas horas, lo que pensará Zsolt, o si alguno de los hombres que dejé en Gödöllö sigue sereno. ¿Os imagináis las caras de Hidas y del comandante cuando se den cuenta de lo ocurrido? —El Conde sonrió, con expresión soñadora—. Me pasaría el día pensando en estas cosas.

Viajaron unos minutos en silencio. La nieve, aunque no cegaba por completo el camino, iba arreciando por momentos, y el Conde tenía que concentrar toda su atención en la carretera. A su lado, Jansci y Reynolds, reconfortados por el calorcillo del motor y por un segundo trago de la botella del Conde, se sentían entrar poco a poco en reacción. El temblor fue disminuyendo hasta cesar por completo, y un millón de puntas de alfiler se clavaban en sus brazos y piernas, insensibles hasta entonces, produciéndoles una sensación dolorosa, pero deliciosa, al reanudarse la circulación. Escucharon el relato del Conde en silencio, y cuando acabó de hablar, continuaron callados. A Reynolds no se le ocurría el comentario adecuado a aquel hombre fabuloso ni a su no menos fabulosa historia, y no se le alcanzaba la forma de empezar a darle las gracias. Aunque sospechaba que las frases de agradecimiento no recibirían buena acogida.

—¿Alguno de vosotros vio el coche en que viajaba Hidas? —preguntó el Conde de pronto.

—Yo lo vi —respondió Reynolds—. Un Zis ruso negro, grande como una casa.

—Lo conozco. La plancha es de acero y los cristales, a prueba de balas. —El Conde aminoraba la marcha, dirigiéndose hacia un grupito de árboles que crecían junto a la carretera—. Es poco probable que Hidas no reconozca uno de sus camiones y lo deje pasar sin comentario. Vamos a echar un vistazo.

Paró el camión y saltó a la carretera, entre remolinos de nieve. Los otros le siguieron. Veinte pasos más allá estaba el cruce con la carretera principal. La nieve que la cubría estaba intacta.

—Es evidente que desde que empezó a nevar no ha pasado nadie por aquí —observó Jansci.

El Conde miró su reloj.

—Hace exactamente tres horas que Hidas salió de Szarháza, y prometió volver antes de tres horas. No tardará.

—¿No podríamos atravesar el camión en la carretera y detenerle? —propuso Reynolds—. Eso retrasaría la alarma otras dos horas.

El Conde negó con la cabeza.

—Desgraciadamente, eso es imposible. Ya pensé en ello, pero no puede ser. En primer lugar, los hombres que dejamos en el bosque volverán a Szarháza en una hora, hora y media a lo sumo. En segundo lugar, se necesitaría una palanca de hierro o una carga de dinamita para entrar en un automóvil blindado como el Zis. Pero eso no es lo peor. Con este tiempo, el conductor no vería el camión hasta que fuera demasiado tarde… y ese Zis pesa casi tres toneladas. Destrozaría el camión. Y si hemos de sobrevivir, necesitamos conservar intacto el camión.

—Pueden haber pasado minutos antes de que empezara a nevar, después de dejar nosotros la carretera —dijo Jansci.

—Tal vez —concedió el Conde—, pero opino que deberíamos darle unos minutos de margen. —Se interrumpió bruscamente y aguzó el oído. Reynolds lo oyó al mismo tiempo: el zumbido de un potente motor que se acercaba a toda velocidad.

Apenas tuvieron tiempo de esconderse detrás de unos árboles. El automóvil, sin lugar a dudas el Zis de Hidas, pasó veloz entre la nieve, acompañado de un crujido de neumáticos, y dejó de verse y oírse casi inmediatamente. Reynolds pudo ver, durante un momento, a un chófer en el asiento delantero, y a Hidas en el trasero. A su lado viajaba un pequeña figura encogida, pero apenas pudo distinguirla. Echaron a correr hacia el camión. El Conde lo sacó a la carretera principal: la caza empezaría dentro de breves minutos. Acababa de poner la directa, cuando volvió a cambiar la marcha y detuvo el camión junto a un bosquecillo, cruzado por hilos telefónicos. Casi en el acto, salieron del bosque dos hombres cubiertos de nieve que echaron a correr hacia el camión. Parecían dos muñecos de nieve vivientes. Cada uno transportaba una caja debajo del brazo. Al ver a Jansci y a Reynolds, por el parabrisas, movieron los brazos entusiasmados y sonrieron con la expresión del que saluda a un amigo que regresa del otro mundo. Se encaramaron a la caja del camión, con toda la ligereza que les permitieron sus entumecidos miembros y, a los quince segundos de haberse detenido, el Conde volvía a poner el vehículo en marcha.

El portillo de detrás de la cabina se abrió y Sandor y el Cosaco les abrumaron con preguntas y jubilosas exclamaciones. Al cabo de uno o dos minutos, el Conde les pasó el frasco de coñac, y Jansci, aprovechando el repentino silencio, preguntó:

—¿Qué hay en esas cajas?

—La más pequeña es una centralita portátil que sirve para interferir líneas —explicó el Conde—. Cada camión de la AVO va provisto de una. Al venir, cuando pasaba por el parador de Poteli, se la dejé a Sandor con instrucciones para que nos siguiera hasta cerca de Szarháza, se subiera a un poste telefónico e interfiriera la línea directa de la prisión a Budapest. Si el comandante sospechaba y pedía confirmación, Sandor contestaría. Le dije que hablara con un pañuelo en la boca, como si el catarro de Furmint, del que yo había hablado al comandante, hubiese empeorado.

—¡Santo Cielo! —Reynolds no pudo disimular su admiración—. ¿Hay algo en lo que no haya pensado usted?

—Casi nada —dijo el Conde, con modestia—. De todos modos, la precaución fue superflua. El comandante no sospechó en ningún momento. Lo único que me preocupaba era que uno de esos pedazos de asno que me acompañaban me llamara comandante Howarth, en presencia del comandante, en lugar de capitán Zsolt, como les había ordenado que me llamaran, por razones que el mismo Furmint les explicaría si alguno se equivocaba… La otra caja contiene vuestra ropa, que Sandor trajo de Petoli en el Opel. Pararé un momento para que podáis subir a la caja y quitaros el uniforme… ¿Dónde dejaste el Opel, Sandor?

—En lo más profundo del bosque. Nadie lo encontrará.

—No es ninguna pérdida. —El Conde hizo un gesto displicente—. Ni siquiera era nuestro… Bien, caballeros, la caza ha comenzado, o comenzará de un momento a otro, y con ansias de venganza. Todos los caminos que conducen hacia Occidente, desde las grandes carreteras hasta los caminos de bicicletas estarán bloqueados como nunca. Con los debidos respetos, Mr. Reynolds, el general Illyurin es el pez más gordo que nunca haya amenazado con escurrírseles de entre las redes. No creo que nuestras posibilidades de escapar con vida sean muy elevadas. Y ahora, ¿qué?, pregunto yo.

Nadie parecía tener nada que decir. Jansci tenía la mirada puesta en la carretera. Su arrugado rostro, debajo de su espesa cabellera blanca, aparecía sereno como siempre. Reynolds hubiera jurado que una ligera sonrisa curvaba las comisuras de sus labios. Reynolds, en cambio, no sentía ningún deseo de sonreír, y mientras el camión zumbaba con regularidad en medio de aquel mundo blanco y opaco, hizo mentalmente inventario de los éxitos y fracasos cosechados desde que entrara en Hungría, cuatro días antes. El balance no podía ser más desolador. En el activo sólo contaban los contactos que había establecido, primero con Jansci y sus hombres y luego con el profesor, y no se sentía orgulloso de ellos porque, sin la ayuda del Conde, nunca los hubiera conseguido. En el pasivo… Hizo una mueca al darse cuenta de la longitud de la lista: ser capturado nada más entrar en el país, regalar a la AVO una cinta magnetofónica que lo había desbaratado todo, ser atrapado por Hidas y tener que ser rescatado por Jansci y sus hombres, tener que ser salvado por Jansci de sucumbir a los efectos de las drogas en Szarháza, estar a punto de traicionar a sus amigos al dejarse dominar por el asombro al ver al Conde en el despacho del comandante… Se revolvió en su asiento. En resumen, había perdido al profesor, había deshecho a su familia sin remisión; por culpa suya, el Conde había perdido la situación que permitía a la organización de Jansci funcionar con seguridad, y, lo peor, había perdido la esperanza de que la hija de Jansci volviera a mirarle con simpatía. Era la primera vez que Reynolds reconocía haber alimentado tal esperanza y, durante un buen rato, quedó atónito y desconcertado. Haciendo un esfuerzo casi físico, desechó aquellos pensamientos y, cuando abrió la boca para hablar, sabía que sólo había una cosa que decir:

—Hay algo que tengo que hacer, y que tengo que hacer yo solo —dijo lentamente—. Quiero encontrar un tren, el tren que…

—¡Y qué cree usted que queremos los demás! —gritó el Conde. Con su enguantada mano, descargó tal golpe sobre el volante que casi lo rompió—. Y mire a Jansci, hace diez minutos que no piensa en otra cosa.

Reynolds miró vivamente al Conde y luego se volvió hacia Jansci. Era verdad, ahora se daba perfecta cuenta de que Jansci sonreía en realidad, y su sonrisa se ensanchó al decir:

—Conozco este país como la palma de la mano. —Su tono era casi de disculpa—. Cinco kilómetros más atrás advertí que el Conde se dirigía hacia el Sur. Y no creo que nos espere un gran recibimiento en Yugoslavia.

—No estoy de acuerdo. —Reynolds movió la cabeza con testarudez—. Ahora actuaré yo solo. Hasta este momento, todo lo que he tocado ha salido mal, llevándonos cada vez más cerca del campo de concentración. La próxima vez, el Conde no podrá ir a salvarnos con un camión de la AVO. ¿En qué tren va el profesor?

—¿Quieres ir tú solo? —preguntó Jansci.

—Sí. Tengo que hacerlo.

—Se ha vuelto loco —dijo el Conde.

Jansci meneó su blanca cabeza.

—No puedo permitirlo. Ponte en mi lugar, y reconoce que eres egoísta. Desgraciadamente, tengo conciencia. No me gustaría que me atormentara durante el resto de mi vida. —Miró fijamente la carretera—. Y, lo que es peor, no me atrevería a enfrentarme con mi hija.

—No comprendo…

—¡Claro que no! —terció el Conde, con jovialidad—. Su absoluta dedicación a su trabajo puede ser admirable (en confianza no creo que lo sea), pero no le deja ver ciertas cosas que, para sus mayores, son tan claras como la luz. Pero estamos discutiendo sin ton ni son. En estos momentos, el coronel Hidas debe ser víctima de un ataque de nervios en el despacho de nuestro querido comandante. ¿Jansci? —Pedía una decisión, y así lo comprendió Reynolds.

—Naturalmente. —El Conde parecía ofendido—. Dispuse de cuatro minutos mientras esperaba que los… prisioneros fueran traídos. No perdí el tiempo.

—Bien. Entonces, escucha, Mi’hail. La información a cambio de que aceptes nuestra ayuda.

—No tengo opción.

—Se distingue al hombre inteligente en que sabe cuando ha perdido una discusión. —El Conde casi ronroneaba de placer. Pisó el freno, sacó un mapa del bolsillo, se aseguró de que Sandor y el Cosaco pudieran verlo por la mirilla y, señalando un punto dijo—: Aquí está Cece, donde el profesor tiene que subir al tren, o, mejor dicho, ha subido ya. Viaja en el furgón.

—Dijo el comandante que un grupo de personalidades… —empezó Jansci.

—¡Bah! ¡Personalidades! Criminales de la peor calaña, camino de la taiga siberiana, que es donde merecen estar. Y Jennings viaja con ellos. —Siguió con el dedo la línea del ferrocarril hasta Sekszárd, a 60 kilómetros de la frontera yugoslava, punto en el que la vía se cruzaba con la carretera principal que, partiendo de Budapest, se dirigía hacia el Sur—. El tren parará aquí. Luego, seguirá paralelo a la carretera principal hasta Bataszék, donde no tiene parada, torciendo después en dirección al Oeste, hacia Pécs, donde la vía deja definitivamente la carretera. Tendrá que ser entre Sekszárd y Pécs, caballeros, y es todo un problema. Hay multitud de trenes que no tendría el menor empacho en hacer descarrilar, pero no un tren cargado de centenares de mis compatriotas de adopción. Se trata de un tren de viajeros.

—¿Me deja ver el mapa? —preguntó Reynolds. Era un mapa de carreteras a gran escala, en el que se indicaban también ríos y sistemas montañosos y, a medida que lo estudiaba, su excitación subía de punto. Su memoria retrocedió catorce años, a los días en que él era el más joven subalterno de la S.O.E. Era una idea descabellada, pero también entonces lo fue… Señaló un punto del mapa, no muy lejos de Pécs, hacia el Norte, donde la carretera de Sekszárd, después de recorrer casi catorce kilómetros campo atraviesa, volvía a discurrir paralelamente a la vía del tren y miró al Conde.

—¿Puede llegar con el camión hasta aquí antes que el tren?

—Con suerte, si no encuentro la carretera cortada y, sobre todo, si llevo a Sandor conmigo para que me saque de la cuneta… creo que sí.

—Bien. He aquí el plan que propongo.

Rápida y sucintamente, Reynolds esbozó el plan y, al final, miró a los otros dos.

—¿Bien?

Jansci negó con la cabeza, pero fue el Conde el que habló.

—Imposible —dijo categóricamente—. No puede hacerse.

—Se ha hecho antes que ahora. En las montañas de los Vosgos, en 1944. Un vagón de municiones saltó por los aires. Lo sé, porque estaba allí… ¿Qué alternativa proponen?

Después de un corto silencio, Reynolds volvió a hablar.

—Eso es. Como dice el Conde, se distingue al hombre inteligente en que sabe cuándo ha perdido una discusión. Estamos perdiendo el tiempo.

—Es cierto.

Jansci había tomado una decisión.

—Podemos probar —dijo el Conde—. Subid a la caja y cambiaros. El tren tiene la llegada a Sekszárd para dentro de veinte minutos. Nosotros estaremos allí dentro de quince.

—Mientras la AVO no llegue dentro de diez… —dijo Reynolds, sombrío.

Casi involuntariamente, el Conde miró hacia atrás.

—Imposible. No hay señales de Hidas todavía.

—Existe algo que se llama teléfono.

—Existía. —Sandor hablaba por primera vez desde hacía un buen rato. Mostró a Reynolds los alicates que tenía en su manaza—. Seis cables, seis cortes. La Szarháza está completamente aislada del mundo exterior.

—Yo —dijo el Conde, modestamente— pienso en todo.