Cuando Reynolds se despertó, todavía estaba oscuro, pero las primeras luces del día empezaban a colarse por la pequeña ventana que miraba al Este. Reynolds sabía que la habitación tenía ventana, pero no dónde se encontraba ésta; cuando llegaron a aquella granja abandonada la noche anterior, mejor dicho, aquella madrugada, a las dos, después de recorrer a pie más de un kilómetro entre la nieve, Jansci prohibió las luces en las habitaciones sin postigos, y la de Reynolds no los tenía.
Desde donde estaba, dominaba toda la habitación, sin necesidad de mover la cabeza. Su superficie era escasamente el doble de la de la cama, y la cama, un catre de lona, era estrecha. Una silla, un palanganero y un espejo picado constituían todo el mobiliario de la habitación. Tampoco había sitio para más.
La luz que se filtraba por la ventana, situada encima del palanganero, era cada vez más fuerte. Reynolds vio a lo lejos, a una distancia de medio kilómetro, unos pinos cubiertos de una pesada capa de nieve. Aquellos pinos estaban a un nivel inferior al de la casa. Su copa quedaba a la altura de los ojos de Reynolds. El aire era tan diáfano, que se podía distinguir hasta el menor detalle de las ramas. El gris del cielo se iba volviendo azulado. No se veía ni una nube. Aquél era el primer cielo azul que veía Reynolds desde que entró en Hungría. Tal vez fuera un buen augurio. Desde luego, iba a necesitar todos los buenos augurios que pudiera reunir. El viento se había calmado. En la inmensa llanura no se movía ni la más leve brisa. El silencio era profundo como sólo puede serlo un amanecer, a muchos grados bajo cero, en un mundo cubierto de nieve.
El silencio fue interrumpido —no hubiera podido decirse roto, pues después fue todavía más profundo que antes— por un ruido seco, parecido a un lejano disparo de rifle, y entonces Reynolds se dio cuenta de que había sido otro ruido igual el que le había despertado. Aguzó el oído. Al cabo de un minuto, volvió a sonar, algo más cerca quizá. Después de un intervalo más corto, lo oyó por tercera vez, y decidió ir a investigar. Apartó la ropa y sacó las piernas de la cama.
Segundos después decidió no investigar, y se dijo que sacar las piernas de la cama sin las debidas precauciones era poco recomendable. Aquel brusco movimiento le hizo sentir un dolor en la espalda como el que hubiera experimentado si alguien le hubiera clavado una horquilla de labranza entre las costillas. Despacio, con cuidado, volvió a echarse en el catre, dando un profundo suspiro. El dolor provenía de una extensa zona situada entre los omoplatos, y aquella brusca sacudida de los músculos, le produjo una angustia mortal. El ruido podía aguardar. Nadie parecía preocuparse por él. Además, incluso aquel breve contacto con el aire de la habitación —lo único que llevaba puesto era un pantalón de pijama prestado— le convenció de que lo mejor sería retrasar todo lo posible el momento de levantarse: no había calefacción de ninguna clase y el cuartucho estaba helado.
Con los ojos fijos en el techo, se preguntó si Imre y el Conde habrían llegado a Budapest sin novedad la noche anterior, después de dejarles a ellos. Era indispensable abandonar el camión en el anonimato de la ciudad. Dejarlo por los alrededores equivalía a tentar a la suerte. Como bien decía Jansci, aquella mañana se iniciaría una búsqueda desesperada en toda la Hungría Occidental, y no había mejor sitio para el vehículo que un callejón desierto en una gran ciudad.
Además, era preciso que el Conde regresara también. Estaba casi seguro de que no se sospechaba de él, y si habían de averiguar el paradero del Dr. Jennings —era poco probable que los rusos se arriesgaran a dejarle en el hotel, por muy custodiado que estuviera—, era indispensable que volviera a las oficinas de la AVO, en las que entraba de guardia después del almuerzo. No había otro medio para encontrar al profesor… Naturalmente, existía cierto riesgo, pero siempre lo hubo.
Reynolds no se hacía ilusiones. Con la mejor ayuda del mundo —y contando con Jansci y con el Conde creía tenerla—, las posibilidades de éxito eran bastante remotas. Los comunistas estaban avisados. Pensó en el magnetofón con una amargura que tardaría todavía mucho tiempo en desaparecer. Podían cortar todas las carreteras, podían detener todo el tráfico que entrara o saliera de Budapest, podían encerrar al profesor en la más inexpugnable fortaleza, en la cárcel mejor custodiada o en el más seguro de los campos de concentración de Hungría. Podían, en fin, llevárselo a Rusia. Por encima de todo, había que pensar en la suerte que correría el joven Brian Jennings en Stettin. Aquel puerto del Báltico sería registrado como nunca, y al menor descuido de los dos agentes responsables de la seguridad del muchacho, todo se habría perdido. Y ellos no podían sospechar que se había dado la voz de alarma y centenares de policías de la UB polaca estaban registrando la ciudad de punta a punta. Era terrible tener que permanecer allí, echado, sin poder hacer nada, mientras el cerco se cerraba a kilómetros de distancia.
La quemazón de la espalda fue atenuándose y las punzadas cesaron por completo. Pero lo que no cesaba era el ruido del exterior. A cada minuto, se oía con mayor claridad. Por fin Reynolds no pudo contener ya más la curiosidad. Además, necesitaba urgentemente un lavado. Aquella noche, al llegar se dejó caer, exhausto, sobre la cama, quedándose dormido al momento. Con infinita precaución se sentó en el lecho, dejó los pies en el suelo, se puso el pantalón de su traje gris —a la sazón bastante menos impecable que cuando salió de Londres tres días antes—, se levantó con cuidado y se acercó a la ventana.
A sus ojos se ofreció un espectáculo asombroso, aunque el espectáculo en sí no era tan asombroso como su figura central. El hombre que estaba al pie de la ventana, poco más que un adolescente en realidad, parecía un personaje de opereta. Llevaba un sombrero de terciopelo adornado con una pluma, una capa de lana amarilla y botas altas, finamente bordadas y rematadas con brillantes espuelas. La blancura de la nieve hacía resaltar el colorido de aquellos atavíos, que tanto desentonaban con los tonos tristes y desvaídos que imperaban en la Hungría comunista.
Su ocupación no era menos singular que su apariencia. En su enguantada mano sostenía un látigo muy largo y cimbreante. Con un leve movimiento de la muñeca, hizo dar un salto de tres metros a un corcho tirado sobre la nieve a más de cuatro metros de distancia. Al siguiente trallazo, el corcho volvió al lugar que ocupara antes. La operación se repitió una docena de veces, y ni una sola pudo ver Reynolds que la punta del látigo tocara el corcho. El golpe era demasiado rápido, para poder seguirlo con la vista. La destreza del muchacho era fantástica y su concentración, absoluta. También Reynolds acabó por concentrarse. Tal era su abstracción que no oyó que la puerta se abría suavemente. Pero oyó una exclamación de sorpresa, y giró bruscamente, por lo que su rostro se contrajo en una mueca de dolor.
—Perdón. —Julia estaba turbada—. No sabía…
Reynolds la atajó con una sonrisa.
—Pase, pase, estoy respetable. Además, ha de saber que nosotros, los agentes secretos, estamos acostumbrados a recibir a señoras en nuestro dormitorio. —Miró la bandeja que ella acababa de depositar sobre la cama—. ¿Sustento para el inválido? Muy amable.
—Más inválido de lo que él parece dispuesto a admitir. —Llevaba un traje de lana azul, con cuello y puños blancos. Se había cepillado el cabello hasta dejarlo reluciente, y su cara y sus ojos parecían recién lavados en la nieve. Los dedos que le palpaban suavemente la espalda eran tan frescos como su apariencia. La oyó contener el aliento.
—Es preciso que le vea un médico, Mr. Reynolds. Rojo, azul, morado… todos los colores que pueda imaginarse. No es posible dejarlo así. Tiene un aspecto horrible. —Le hizo dar la vuelta suavemente y miró su rostro sin afeitar—. Duele, ¿verdad?
—Sólo cuando me río, como dijo aquel sujeto atravesado por el arpón. —Se apartó de la ventana y señaló al exterior con un movimiento de cabeza—. ¿Quién es el malabarista?
—No tengo que mirar —río ella—. Me basta con oírle. Es el «Cosaco», uno de los hombres de mi padre.
—¿El cosaco?
—Es como se hace llamar. Su verdadero nombre es Alexander Moritz. El cree que no lo sabemos, pero papá conoce todo cuanto se refiere a él, como conoce cuanto se refiere a casi todo el mundo. Dice que Alexander es nombre de niño bonito, y por eso se hace llamar Cosaco. No tiene más que dieciocho años.
—¿Y por qué va vestido de tenor de ópera cómica?
—¡Lo que es la ignorancia insular! —le reconvino ella—. Su atavío no tiene nada de cómico. Nuestro Cosaco es un auténtico csikós, lo que ustedes llamarían un cowboy de la puszta, esto es, de la pradera del Este, de la región de Debrecen. Y es así como visten. Hasta el látigo. El Cosaco representa otra faceta de las actividades de Jansci, de la que usted nada sabe todavía: dar de comer al hambriento. —La voz de la muchacha era suave—. Cuando llega el invierno, Mr Reynolds, muchos húngaros se mueren de hambre. El Gobierno se lleva demasiada carne y demasiadas patatas de las granjas. Hay que satisfacer unos cupos muy elevados. Y la situación es aún peor en las regiones trigueras, en las que el Gobierno se queda con todo. Hubo una época en la que los ciudadanos de Budapest tenían que mandar pan al campo. Y Jansci da de comer a esa pobre gente. Decide de qué granja del Gobierno hay que sacar el ganado y dónde hay que llevarlo. El Cosaco se encarga de hacerlo. Anoche cruzó la frontera.
—Lo dice como si fuera la cosa más sencilla del mundo.
—Para el Cosaco lo es. Tiene una rara habilidad para conducir ganado. La mayoría de las cabezas vienen de Checoslovaquia. La frontera está sólo a veinte kilómetros de aquí. El Cosaco les da un poco de cloroformo o agua de salvado aderezada con coñac barato y cuando las bestias están medio borrachas o medio anestesiadas, se las lleva al otro lado de la frontera, con la misma facilidad con que usted o yo cruzaríamos la calle.
—Es una lástima que no se pueda hacer lo mismo con las personas —dijo Reynolds amargamente.
—Eso es lo que quiere el Cosaco: ayudar a Jansci y al Conde con personas. Anestesiándolas no, claro. Y pronto lo hará. —La muchacha pareció desinteresarse del Cosaco, miró por la ventana sin ver, luego se volvió hacia Reynolds, con los extraordinarios ojos azules serenos y tranquilos, y empezó, tanteando el terreno—: Mr. Reynolds, yo…
Reynolds sabía lo que iba a venir, y se apresuró a adelantársele. No era preciso ser un lince para darse cuenta de que su aceptación de la decisión de no abandonar la búsqueda de Jennings fue sólo momentánea; él esperaba aquella apelación. Sabía que ella no pensaba en otra cosa desde que entró en la habitación.
—¿Por qué no Michael? —sugirió—. Me resulta difícil observar tanta etiqueta estando sin camisa.
—Mi’hail —dijo ella lentamente—. ¿Mike?
—Te mato —bromeó él.
—Está bien. Mi’hail.
—Mi’hail —remedó él, sonriendo—. ¿Ibas a decirme algo?
Los ojos oscuros y los ojos azules se encontraron unos momentos, comprendiéndose mutuamente. La muchacha supo cuál era la contestación a su pregunta, antes de formularla, y dejó caer sus esbeltos hombros con abatimiento. Se volvió hacia la puerta.
—No era nada. —Su voz era inexpresiva—. Llamaré al médico. Jansci dice que bajes antes de veinte minutos.
—¡Santo Cielo! —exclamó Reynolds—. Las noticias de la BBC. Lo había olvidado por completo.
—Algo es algo —sonrió ella, cerrando la puerta suavemente.
* * *
Jansci se levantó, apagó la radio y miró a Reynolds que continuaba sentado.
—¿Cree usted que es mala señal?
—Pésima. —Reynolds se revolvió en su asiento, tratando de encontrar una postura que le aliviara el dolor de la espalda. Lavarse, vestirse y bajar le costó un esfuerzo mayor de lo que supuso, y ahora el dolor era constante—. La clave estaba prometida para hoy.
—Tal vez estén ya en Suecia y no hayan tenido tiempo de establecer contacto —sugirió Jansci.
—No puede ser. —Reynolds estaba profundamente decepcionado—. Todo estaba dispuesto. En Halsingborg, un enlace de la oficina consular espera continuamente.
—Ah, ya… Pero si esos agentes son tan buenos como usted dijo, tal vez hayan concebido sospechas y se hayan ocultado en Stettin por un par de días. Hasta que… como dicen ustedes, las aguas hayan vuelto a su cauce.
—¿Y qué otra cosa podemos esperar? ¡Dios mío! ¡Cuándo pienso que me pasó por alto el micro de la ducha! —dijo amargamente—. ¿Qué hacemos ahora?
—Nada. Hay que tener paciencia —dijo Jansci—. Y usted, a la cama, sin protestar. He visto demasiados sufrimientos para no saber cuando un hombre está enfermo. Hemos llamado a un médico. Es un viejo amigo mío —sonrió al ver la mirada de Reynolds—. Podemos fiarnos completamente de él.
Veinte minutos después, el médico subía con Jansci a la habitación de Reynolds. Era un hombrón corpulento, de bigotito recortado. Hablaba con el acento alegre y animado que caracteriza a los de su profesión, y que invariablemente hace sospechar lo peor al paciente, irradiaba plena confianza en sí mismo. También, como la mayoría de los médicos, sea cual sea su país, era hombre de acusadas opiniones, que no se recataba en expresar sin ambages. Entró en la habitación soltando denuestos contra «esos canallas de comunistas», y no paró de despotricar ni un minuto.
—¿Cómo se las arregla para que no lo maten? —sonrió Reynolds—. Quiero decir que si va por ahí…
—¡Bah! Todo el mundo sabe lo que opino de esos canallas. Pero con los matasanos no se atreven, amiguito. Somos indispensables. Especialmente, los buenos. —Se ajustó el estetoscopio a los oídos—. No es que yo sea bueno. Todo consiste en hacérselo creer.
El doctor no se hacía justicia a sí mismo. El reconocimiento fue hábil, minucioso y rápido.
—Vivirá —anunció—. Tiene hemorragia interna, pero muy ligera. Considerable inflamación y magníficos cardenales. Una almohada, Jansci, hazme el favor. La eficacia de este remedio —prosiguió— está en proporción directa con el dolor que produce. Probablemente saltará hasta el techo, pero mañana se encontrará mucho mejor. —Esparció una generosa capa de un ungüento grisáceo sobre la almohada—. Linimento de caballo. La fórmula es centenaria. Lo aplico a todo el mundo. No sólo los pacientes tienen más confianza en el médico que se aferra a las viejas fórmulas, sino que, al propio tiempo, me evita tener que mantenerme al corriente de los últimos adelantos. Además, son los únicos remedios que nos han dejado esos canallas.
Cuando el linimento le abrasó la piel, Reynolds hizo una mueca, y rompió a sudar.
—¿Qué le dije? Mañana nuevo. Tómese un par de estas tabletas blancas, muchacho. Le aliviarán el dolor interno. Y una de las azules. Le hará dormir. Si no duerme, se quitará el emplasto antes de diez minutos. Es de efecto fulminante.
Lo era, desde luego. Lo último que Reynolds oyó fue la voz del doctor, despotricando, contra «esos canallas» mientras bajaba la escalera. Después, nada más, durante doce horas.
Cuando despertó, era nuevamente de noche, pero ahora la ventana estaba cubierta por una cortina y una lámpara de aceite ardía en la habitación. Se despertó instantáneamente, sin moverse ni alterar el ritmo de su respiración, como se había entrenado a hacer, y sus ojos estaban en el rostro de Julia —un rostro con una expresión nueva y extraña— un segundo antes de que la muchacha pudiera darse cuenta de que él estaba despierto y mirándola. Observó que su garganta y sus mejillas se teñían de rojo, y lentamente retiró de su hombro la mano que le había estado sacudiendo para despertarle. Aparentando no haberse dado cuenta de nada, Reynolds miró el reloj.
—¡Las ocho! —exclamó, incorporándose de un salto.
Fue después de hacerlo cuando recordó el dolor que había seguido al primer movimiento que hiciera aquella mañana. La sorpresa se pintó en su rostro.
—¿Cómo te encuentras? —sonrió ella—. Mejor, ¿verdad?
—¿Mejor? —Es un milagro. Le ardía la espalda, pero el dolor había desaparecido por completo—. ¡Las ocho! —repitió incrédulo—. He dormido doce horas.
—Eso es. Hasta tienes mejor aspecto. —Había recobrado el aplomo—. La cena está preparada. ¿Te la subo?
—Antes de dos minutos estoy abajo.
Y cumplió su palabra. En la pequeña cocina ardía un alegre fuego de troncos, y la mesa, con cinco cubiertos, estaba arrimada al hogar. Sandor y Jansci se mostraron encantados al enterarse de su mejoría, y le presentaron al Cosaco. Este le tendió la mano, inclinó secamente la cabeza, frunció el ceño, se sentó a la mesa y se concentró en la sopa de pan. Durante toda la cena no pronunció palabra y se mantuvo con la cabeza inclinada, de modo que Reynolds disfrutó de un primer plano de su negra y abundante cabellera de magiar. Sólo cuando, con el último bocado, el muchacho se levantó de la mesa y, después de murmurar breves palabras a Jansci, salió de la habitación, Reynolds vio por primera vez el rostro franco y aniñado del Cosaco, ensombrecido por una mal disimulada expresión de furor. A Reynolds no le cabía ninguna duda de que aquella expresión le estaba dedicada. Segundos después de que la puerta se cerrara violentamente, oyeron roncar lo que parecía una potente motocicleta, cuyo sonido se perdió rápidamente en la distancia. Reynolds paseó la mirada alrededor de la mesa.
—¿Querrán hacer el favor de decirme qué es lo que he hecho yo? El joven amigo ha estado tratando de reducirme a cenizas con el pensamiento.
Jansci parecía encontrar dificultades para encender la pipa, mientras Sandor permanecía con la mirada fija en el fuego, con expresión ausente. La explicación vino de Julia. En su voz vibraba una nota de furor tan insólita que Reynolds la miró con sorpresa.
—Está bien. Si estos dos cobardes no quieren hablar, no voy a tener más remedio que decirlo yo. Lo único que disgusta al Cosaco es su presencia aquí. *** NO HAY *** se cree enamorado de mí. De mí, que tengo seis años más que él.
—¿Y qué son seis años, al fin y al cabo? —empezó Reynolds, con aires de persona entendida.
—¡Oh, basta! Y una noche que encontró una botella de szilvorium que el Conde había dejado por ahí, me lo dijo. Me quedé petrificada. Pero es un muchacho tan simpático, que me supo mal ser brusca con él y, como una idiota, le dije que lo mejor sería esperar hasta que él hubiera crecido. Se puso furioso.
Reynolds arqueó las cejas.
—Y qué tiene que ver eso…
—¡No seas tan obtuso! El cree que eres un rival…
—Pues… que gane el mejor —dijo Reynolds con solemnidad.
Jansci se atragantó con el humo de la pipa, Sandor se tapó la cara con una de sus manazas, y a la cabecera de la mesa se hizo un silencio glacial, por lo que Reynolds se dijo que sería más prudente mirar para otro lado. Pero el silencio persistía y por fin tuvo que volverse a mirar. Cuando lo hizo no encontró allí ni el enojo ni la turbación que esperaba, sino a una Julia muy tranquila que, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, le miraba pensativa y con un aire ligeramente burlón, que Reynolds encontró francamente inquietante. Una vez más, se dijo que menospreciar a la hija de un hombre como Jansci era una solemne majadería.
Por fin, ella se levantó para llevarse los platos, y Reynolds se volvió hacia Jansci.
—Si no me equivoco, era el Cosaco el que oímos marchar. ¿Dónde ha ido?
—A Budapest. Tiene una cita con el Conde en las afueras de la ciudad.
—¿Qué? ¿En una potente motocicleta, que se oye a varias millas de distancia y vestido con unas ropas que se ven a la legua?
—Es una moto pequeña… El Cosaco le quitó el silenciador porque no se le da lo suficiente… Tiene la vanidad propia de los pocos años. Pero la estridencia de la máquina y de su traje es su mejor salvaguarda. Se le ve y se le oye tanto que nadie soñaría siquiera en sospechar de él.
—¿Cuánto tardará?
—Con buena carretera, podría ir y volver en media hora… Estamos a 15 kilómetros de la ciudad. Pero, con esta noche… quizá una hora y media.
Tardó dos horas. Dos de las horas más inolvidables que Reynolds había vivido hasta aquel momento. Jansci estuvo hablando durante casi todo el rato, y Reynolds le escuchó con la atención del que sabe que se le otorga un raro privilegio, que tal vez nunca más pueda llegar a disfrutar. Reynolds creyó adivinar que aquél no era hombre muy dado a expansionarse. En su azarosa vida, conoció a muchos hombres extraordinarios, pero ante aquél, todos, con la excepción del alter ego de Jansci, el inefable Conde, quedaban empequeñecidos. Y durante dos horas Julia permaneció sentada en un almohadón, al lado de su padre. El brillo de travesura que solía bailar en sus ojos había desaparecido por completo y en su rostro había una expresión de gravedad y tristeza que Reynolds nunca creyó poder ver en él. Durante aquellas dos horas, los ojos de la muchacha no se apartaron del rostro de su padre más que para contemplar sus destrozadas manos. Era como si ella compartiera el presentimiento de Reynolds, de que aquel privilegio tal vez no volviera a presentarse, como si tratara de grabar en su memoria todos los detalles del rostro y de las manos de su padre, para no olvidarlos nunca. Y Reynolds, al recordar la rara expresión que viera en sus ojos la noche anterior, sintió un escalofrío. Le costó un esfuerzo casi físico sacudirse aquella extraña sensación, apartar de su cerebro lo que sabía que no eran más que supersticiones.
Jansci no habló de sí mismo, y sólo lo indispensable, de su organización y métodos de trabajo. El único dato concreto que Reynolds dedujo fue que el Cuartel General no era aquella casa, sino una granja situada entre Szombáthely y el lago Neusiedler, a poca distancia de la frontera austríaca, la única frontera que interesaba a los que escapaban hacia Occidente. Habló de la gente, de los centenares de seres que él, el Conde y Sandor habían ayudado a escapar, de sus ilusiones, de sus temores y de aquel mundo de terror. Habló de la paz, de sus esperanzas para el mundo, de su convencimiento de que la paz sólo llegaría al mundo si había un hombre bueno entre un millar que trabajara por ella; del error de creer que en el mundo había otra cosa por la que mereciera la pena trabajar, ni siquiera la paz definitiva, que sólo podría conseguirse si se disfrutaba de la otra. Habló de comunistas y anticomunistas, y de sus diferencias, diferencias que existían únicamente en los estrechos cerebros de los hombres; de la intolerancia y mezquindad de los cerebros que creían a rajatabla que unos hombres eran distintos a otros porque su nacimiento o su credo fuera distinto, y que el Dios que dijo que todos éramos hermanos no sabía lo que se decía. Habló de la tragedia de los que afirmaban que sus creencias eran las únicas verdaderas, de las sectas religiosas que cerraban las puertas del cielo a todo el mundo, de la tragedia de sus compatriotas rusos, que estaban perfectamente dispuestos a permitirlo, porque, al fin y al cabo, no había tales puertas.
Jansci divagaba, no discutía, y, al hablar de sus compatriotas, saltó a su propia juventud. En un principio, aquella transición pareció inconsecuente, pero Jansci sabía por donde iba. Casi todo lo que dijo iba encaminado a consolidar en sí mismo y en sus oyentes el convencimiento, casi podría decirse la obsesión, de que la humanidad era una. Al hablar de su juventud y de su país, lo hacía como cualquier hombre de cualquier credo podía recordar las horas más felices de su vida, en una tierra feliz. Su descripción de Ucrania estaba quizás matizada del sentimentalismo por lo que está irremisiblemente perdido, pero Reynolds comprendió que aquella descripción era auténtica, pues la tristeza que el recuerdo de aquellas horas de felicidad llevaba a los cansados y dulces ojos de Jansci no podía nacer de un espejismo. Jansci no ocultaba las penalidades de aquella vida, ni omitía hablar de las largas horas pasadas en los campos, ni de los años de hambre, ni del asfixiante calor del verano ni del frío glacial del invierno, cuando los vientos siberianos barrían la estepa, pero, en general, su descripción era la de una tierra feliz, de anchos horizontes, en la que el trigo maduro, movido por el viento, formaba un oleaje que se perdía en la distancia; tierra de risas, de canciones y de danzas. Habló de los paseos en troikas, tiradas por caballos brillantemente enjaezados, bajo las rutilantes estrellas, en las noches de invierno, de los viajes en barco por el Dniéper, en las noches de verano, en que la música se perdía sobre las aguas. Y fue entonces, mientras Jansci hablaba nostálgicamente de aquellas noches en las que el aroma de las madreselvas se confundía con el del trigo maduro, el del jazmín y el del heno recién cortado, cuando Julia se puso en pie y, murmurando algo acerca del café, salió precipitadamente de la habitación. Reynolds sólo pudo verle la cara breves momentos, pero advirtió que la muchacha tenía los ojos llenos de lágrimas.
El encanto estaba roto, pero en el aire flotaba todavía un efluvio de magia. Reynolds comprendió que, a pesar de aparente falta de objetivo, Jansci estuvo hablándole directamente a él, tratando de minar creencias y prejuicios, tratando de hacerle ver el trágico contraste existente entre las gentes felices que acababa de describir y los siniestros apóstoles de la revolución mundial, haciéndole preguntas si una diferencia tan radical cabía dentro de los límites de lo posible. Y no fue por casualidad, se dijo Reynolds por lo que la primera parte de las disquisiciones de Jansci estuvo dedicada a la intolerancia y a la ceguera de la humanidad en general. Jansci se propuso deliberadamente que Reynolds se considerara a sí mismo un microcosmo de aquella humanidad, y Reynolds advertía con inquietud que lo había conseguido. No le gustaban los interrogantes que acudían a su cerebro ni las dudas que empezaban a asaltarle, por lo que, con un esfuerzo, las desechó. A pesar de su amistad con Jansci, era problemático que el coronel Mackintosh aprobara su discurso de aquella noche. Al coronel no le gustaba que nada turbara a sus hombres. Estos debían poner todos sus pensamientos en la misión que tenían entre manos, y sólo en la misión, sin preocuparse de nada más. Haciendo un esfuerzo, Reynolds desechó aquellos pensamientos.
Ahora Jansci hablaba con Sandor, en voz baja y cordial. Y, al oírles, Reynolds se dio cuenta de que se había equivocado al juzgar la relación que existía entre aquellos dos hombres. No era una relación de amo a criado, de jefe a subordinado; no, era muchísimo más íntima. Jansci escuchaba a Sandor con la misma deferencia con que Sandor le escuchaba a él. Existía entre aquellos dos hombres un vínculo, no por intangible menos poderoso: la devoción a un ideal común, una devoción que, para Sandor no establecía diferencias entre el ideal en sí y el hombre que lo encarnaba. Reynolds empezaba a descubrir que Jansci tenía el don de inspirar en los demás una lealtad rayana en la idolatría, y el propio Reynolds, individualista inflexible por naturaleza y por profesión, se sentía atraído por aquella fuerza magnética.
Eran las once en punto cuando la puerta se abrió violentamente para dar paso al Cosaco, que dejó caer un voluminoso paquete en un rincón. Sacudió violentamente los guantes. Tenía la cara y las manos amoratadas por el frío, pero aparentó no haberse dado cuenta, y ni siquiera hizo ademán de acercarse al fuego. Por el contrario, se sentó a la mesa, encendió un cigarrillo, se lo puso entre los labios y allí lo dejó. Reynolds observó, divertido, que a pesar de que el humo se le metía en los ojos, haciéndole lagrimear, el Cosaco no lo apartó. Allí lo había puesto y allí tenía que quedarse.
Su informe fue breve y conciso. Según lo convenido, se había reunido con el Conde. Jennings no estaba en el hotel, y ya circulaba el rumor de que no se encontraba bien. El Conde no sabía adónde lo habían trasladado. Desde luego, no se encontraba en el Cuartel General de la AVO ni en ninguna de sus oficinas de Budapest. O se lo habían llevado a Rusia, o lo tenían en algún lugar bien vigilado, fuera de la ciudad. El Conde procuraría enterarse, aunque tenía pocas esperanzas de conseguirlo. Era casi seguro que no se lo llevarían directamente a Rusia. Era un hombre demasiado importante para la conferencia. Con toda seguridad, le habrían puesto a buen recaudo hasta recibir noticias de Stettin. Si Brian estaba aún allí, los rusos obligarían al profesor a tomar parte en la conferencia, después de dejarle hablar con su hijo por teléfono. Pero si el muchacho había logrado escapar, entonces Jennings sería llevado inmediatamente a Rusia. Budapest estaba demasiado cerca de la frontera, y los rusos no podían arriesgarse a sufrir la tremenda pérdida de prestigio que suponía dejarle escapar… Por último, había otra noticia extremadamente alarmante: Imre había desaparecido, y el Conde no había logrado dar con él.
* * *
Del día siguiente, un domingo interminable y esplendoroso, con cielo transparente y sol radiante, que convertía el paisaje en una postal de Navidad de increíble belleza, Reynolds sólo conservó confusos recuerdos. Fue como si todo lo que había sucedido aquel día hubiera quedado envuelto en una suave neblina o formara parte de un sueño lejano. Era casi como un día vivido por otra persona, tal era su irrealidad, cada vez que trataba de rememorarlo.
Y no a causa de su estado físico, ni de las lesiones sufridas. El médico no exageró al ponderar las virtudes de su linimento, y aunque la rigidez de la espalda persistía, el dolor había desaparecido casi por completo. La boca y el maxilar se cicatrizaban rápidamente, a pesar de algún que otro latigazo en el hueco que ocuparan sus dientes antes de que irritara al gigantesco Coco. Reynolds se conocía bien, y sabía que todo partía de una desgarradora ansiedad que le consumía, de una inquietud que le hacía pasear de un lado para otro, dentro y fuera de la casa, hasta que el flemático Sandor le aconsejó que se sentara a descansar.
Aquella mañana, a las siete, volvieron a sintonizar la BBC, pero el mensaje no se radió. Brian Jennings no había logrado llegar a Suecia, y Reynolds sabía que no quedaba ya ni la menor esperanza. Pero había fracasado ya en otras misiones, y el fracaso nunca le importó. Lo que ahora le atormentaba era Jansci, pues sabía que aquel hombre bueno, después de dar su palabra de ayudarle, querría cumplirla a todo trance, aun sabiendo cuál podía ser la consecuencia de intentar rescatar al hombre mejor custodiado de Hungría. Y sabía también que su preocupación no era sólo por Jansci, a pesar de la profunda admiración que por él sentía, sino por su hija, que adoraba a su padre, y a la que la pérdida del último miembro de su familia destrozaría el corazón. Y, lo que era peor, le consideraría a él único responsable de la muerte de su padre. Entre los dos se levantaría un muro infranqueable, y Reynolds al contemplar por enésima vez la sonrisa de aquellos labios y la tristeza de aquellos ojos, comprendió que eso era lo que más temía. Pasaron juntos la mayor parte del día, y Reynolds acabó adorando aquella lenta sonrisa y la extraña forma en que ella pronunciaba su nombre. Pero cuando, una vez, ella dijo Mi’hail sonriéndole al mismo tiempo con los labios y con los ojos, él estuvo brusco, casi brutal, con ella. Y al ver la expresión de pena que asomaba a aquellos ojos y observar como la sonrisa moría en sus labios, sintió que le ahogaba el dolor. Reynolds daba gracias al cielo de que el coronel Mackintosh no pudiera ver al hombre que consideraba como su más digno sucesor. Pero el coronel tampoco lo hubiera creído.
Aquel interminable domingo llegó lentamente a su fin. El sol, al ponerse tras las lejanas colinas del Oeste, tiñó de fuego y oro las nevadas copas de los pinos, y la oscuridad se abatió rápidamente sobre la tierra y las blancas estrellas surgieron en aquel cielo de invierno. La cena transcurrió casi en silencio. Después, Jansci y Reynolds se probaron los uniformes de la AVO que el Cosaco había llevado en el paquete la noche anterior, y Julia los retocó ligeramente. Nadie dudó ni un momento de la utilidad del envío del Conde. Estuviera donde estuviera el viejo Jennings, serían indispensables. Eran el «ábrete Sésamo» para todas las puertas de Hungría. Y sólo Reynolds y Jansci podrían vestirlos. No había uniforme capaz de abarcar las dimensiones de Sandor.
El Cosaco se marchó en su motocicleta poco después de las nueve. Con su vistoso atuendo, un cigarrillo sobre cada oreja y un tercero, apagado también, entre los labios, se marchó de un humor excelente. Había observado la tirantez existente entre Reynolds y Julia y sonreía muy satisfecho.
Debía estar de vuelta a las once, lo más tardar a las doce. Pero pasó la medianoche y el Cosaco no regresó. Dio la una, la una y media, y la impaciencia rayaba ya en la desesperación cuando escasos minutos antes de las dos, el muchacho hizo su aparición. No venía en la moto, sino al volante de un magnífico Opel «Kapitän». Frenó, paró el motor y saltó del coche con la indiferencia del que está harto de realizar semejantes operaciones. No fue sino más tarde, cuando descubrieron que aquélla era la primera vez que el Cosaco conducía un automóvil, y ésta era la única causa de su retraso.
El Cosaco traía noticias buenas, malas, documentos e instrucciones. La buena noticia era que el Conde había descubierto el paradero de Jennings con pasmosa facilidad. El propio Furmint, su superior, se lo dijo casualmente en el curso de una conversación. Las malas noticias eran dos: el lugar al que habían trasladado al Dr. Jennings era la tristemente célebre prisión de Szarháza, situada a unos 100 kilómetros al sur de Budapest, considerada la fortaleza más inexpugnable de Hungría, reservada generalmente a los enemigos del Estado y a todos aquéllos que debían desaparecer definitivamente. Pero, por desgracia, el Conde no podría acompañarles. El coronel Hidas le había encomendado personalmente una misión en la ciudad de Gödöllö, en la que los disconformes habían promovido disturbios. La otra mala noticia era que Imre seguía sin aparecer. El Conde temía que se hubiera trastornado por completo y les hubiera traicionado.
El Cosaco dijo que el Conde lamentaba no poder darles prácticamente ningún dato de Szarháza, pues él nunca había estado allí, ya que su campo de operaciones estaba limitado a Budapest y al noroeste de Hungría. La geografía interna y la rutina de la prisión, continuaba el Conde, no importaban. Sólo podrían alcanzar el éxito haciendo gala de la mayor desfachatez. De ahí los documentos.
Los documentos eran para Reynolds y Jansci, y verdaderas obras maestras dentro del género. Carnet de AVO para cada uno, y una carta en el papel con el membrete de Allám Védelmi Hátoság, firmada por el propio Furmint y contraseñada por un ministro del Gobierno, con todos los sellos correspondientes, autorizando al comandante de la prisión de Szarháza a entregar al profesor Harold Jennings a los dadores del documento.
Según el Conde, si el rescate del prisionero era todavía viable, les quedaba una posibilidad de éxito. Era imposible encontrar autorización más contundente para el traslado de un prisionero; y la sola idea de que nadie penetrara en la temida Szarháza por propia voluntad era tan fantástica que no cabía posible explicación.
El Conde proponía también que el Cosaco y Sandor les acompañaran hasta el albergue de Petoli, pueblecito situado a unos siete kilómetros al norte de la prisión, y aguardaran allí su llamada: de este modo, todos los miembros de la organización se mantendrían en contacto. Y, para terminar el magnífico trabajo del día, el Conde les facilitaba el transporte indispensable. Omitió decir de dónde lo había sacado.
Reynolds movió la cabeza, asombrado.
—¡Este hombre es una maravilla! Sabe Dios cómo habrá conseguido todo eso en un solo día. Se diría que le han dado permiso, para que pudiera concentrarse en nuestro caso. —Miró a Jansci, inexpresivamente—. ¿Qué opina?
—Iremos adelante —dijo Jansci suavemente. Miraba a Reynolds, pero éste comprendió que sus palabras estaban dirigidas a Julia—. Si recibimos buenas noticias de Suecia, iremos adelante. Es un pobre viejo y sería inhumano dejarle morir lejos de su esposa y de su patria. Si nos retiráramos ahora… —se interrumpió, sonriendo—. ¿Saben lo que el Señor, o tal vez ni siquiera pasa de San Pedro, saben lo que me diría San Pedro? Me diría: «Jansci, aquí no hay lugar para ti. No esperes compasión de nosotros. ¿Qué compasión tuviste tú para Harold Jennings?».
Reynolds recordó sus palabras de la noche anterior, que le habían revelado como un hombre al que la compasión con sus semejantes y la fe en la misericordia divina eran la clave de la existencia, y comprendió que estaba mintiendo. Miró a Julia y la vio sonreír, comprensiva, pero su mirada era sombría y afligida, y advirtió que tampoco la engañaba.
* * *
—… la conferencia de París termina esta tarde, en que se hará público un comunicado oficial. Se espera que el ministro regrese esta noche —perdón, quise decir: mañana noche— y presente un informe al Gobierno. Se desconoce todavía…
La voz del locutor se apagó, y el conmutador del aparato de radio giró con un chasquido. Durante un buen rato, todos permanecieron en silencio, sin mirarse. Fue Julia quien dijo por fin con voz forzadamente serena e inexpresiva:
—Bueno, ya está. Esa es la consigna que tanto ha tardado en llegar. Esta noche… mañana noche. El muchacho está a salvo. Será mejor que os marchéis cuanto antes.
—Sí. —Reynolds se levantó. No sentía ni el alivio ni la alegría que esperó experimentar ahora que, por fin, se había encendido para ellos la luz verde; sólo aturdimiento y tristeza como la que vio aquella noche en los ojos de Julia, y un extraño peso en el corazón—. Si nosotros lo sabemos ya, los comunistas lo sabrán también, y en cualquier momento se llevarán al profesor a Rusia. No hay tiempo que perder.
—Desde luego que no. —Jansci se puso el capote y se calzó los guantes. Al igual que Reynolds, llevaba ya el uniforme de la AVO—. No te preocupes por nosotros, querida. Estate en nuestro cuartel general dentro de veinticuatro horas… y no pases por Budapest. —Le dio un beso y salió. La mañana era oscura y fría. Reynolds vaciló, dio un paso hacia la muchacha, la vio volver la cabeza y mirar fijamente el fuego, y se marchó sin decir palabra. Al subir al Opel vio que el Cosaco, que le seguía, estaba radiante.
Tres horas después, bajo un cielo plomizo, con nubes bajas y amenazando nieve, Sandor y el Cosaco se apearon en las proximidades del albergue de Poteli. El viaje transcurrió sin incidentes, y aunque esperaban encontrar policías en la carretera, no fue así. Los comunistas estaban muy seguros de sí mismos. No tenían por qué no estarlo. Diez minutos después avistaron la imponente mole gris de la prisión de Szarháza. Era un edificio de gruesos muros rodeado de tres alambradas plantadas en una franja de tierra removida. Las alambradas estaban, sin duda, electrificadas y la tierra sembrada de minas. Las cercas interior y exterior estaban tachonadas de altas torres de ametralladoras. Reynolds sintió una punzada de miedo al comprender la locura que iban a cometer.
Jansci debió adivinar sus pensamientos, pues, sin hacer ningún comentario, pisó el acelerador y, al poco rato, detuvo el automóvil ante el portalón de la cárcel. Uno de los centinelas se acercó corriendo, fusil en mano, para exigirles la documentación, pero se apartó respetuosamente cuando Jansci bajó del coche, le asaeteó con la mirada y exigió ser conducido inmediatamente a presencia del comandante. Prueba del temor que inspiraba aquel uniforme, incluso a los que no tenían motivos para temerlo, fue que antes de cinco minutos, estuvieron en el despacho del comandante. El comandante era el tipo de hombre que Reynolds menos esperaba encontrar en semejante cargo. Alto, ligeramente encorvado y enfundado en un oscuro traje de paisano, de impecable corte. Tenía un rostro estirado y anguloso, de intelectual, usaba quevedos y sus manos eran largas y ágiles. Reynolds se dijo que tenía aspecto de cirujano o de científico de categoría. En realidad, era ambas cosas, y estaba conceptuado como el mejor especialista en los procedimientos psicológicos de lavado de cerebro fuera de la Unión Soviética.
Reynolds vio que no tenía la menor duda acerca de su identidad. Les ofreció unas copas, sonrió cuando ellos rehusaron, les invitó a sentarse y cogió el recibo que Jansci le tendía.
—¡Hum! No cabe la menor duda acerca de la autenticidad del documento, ¿verdad, caballeros? —«Caballeros», pensó Reynolds. Aquel hombre tenía que estar muy seguro de sí mismo para emplear aquel vocablo, en lugar del ubicuo «camaradas»—. Esperaba esto de mi buen amigo Furmint. Al fin y al cabo, la conferencia empieza hoy, ¿verdad? No podemos permitir que el profesor Jennings deje de concurrir a ella. *** NO HAY *** es la mejor joya de nuestra corona, si me es permitido emplear una expresión algo… pasada de moda. ¿Puedo ver su documentación, caballeros?
—¡Naturalmente! —Jansci exhibió su carnet y Reynolds hizo lo mismo. El comandante asintió, satisfecho en apariencia. Miró a Jansci y luego señaló el teléfono con un movimiento de cabeza.
—Ustedes sabrán ya, por supuesto, que tengo línea directa con Andrassy Ut. No puedo correr riesgos con un prisionero de la… magnitud de Jennings. ¿No se ofenderán si llamo por teléfono para pedir confirmación de este recibo y de sus documentos de identidad?
A Reynolds le pareció que el corazón le dejaba de latir, y que la piel del rostro se le acartonaba. ¡Cielos! ¿Cómo pudieron pasar por alto una cosa tan elemental? Las pistolas… sólo quedaba una posibilidad: las pistolas… coger al comandante como rehén… Ya empezaba a mover la mano, cuando Jansci contestó con voz serena y mirada tranquila:
—¡Pues no faltaba más, comandante! Con un prisionero de la importancia de Jennings todas las precauciones son pocas. No esperábamos otra cosa.
—En tal caso, no hay necesidad. —El comandante sonrió, les tendió los documentos y Reynolds sintió que todos sus músculos se relajaban y que le invadía una oleada de alivio. Entonces empezó a darse cuenta de la clase de hombre que era Jansci en realidad: comparado con Jansci, él no era más que un aprendiz.
El comandante cogió una hoja de papel, garrapateó unas palabras y lo selló con un timbre oficial. Apoyó un dedo sobre un pulsador y entregó el papel al ordenanza, al que despidió con un gesto.
—Tres minutos, caballeros. No está lejos.
Pero el comandante exageró. No pasaron ni treinta segundos antes de que la puerta se abriese nuevamente y entrase por ella, no el Dr. Jennings, sino media docena de hombres armados que amarraron a Reynolds y a Jansci a las sillas antes de que éstos, aletargados por la confianza, pudieran darse cuenta de lo que ocurría. El comandante meneó la cabeza, sonriendo tristemente.
—Tendrán que disculparme, caballeros. Siento haber tenido que recurrir a tan indigno subterfugio, pero era esencial. El documento que firmé no era la salida del profesor, sino el arresto de ustedes. —Se sacó las gafas, las limpió y suspiró—: Capitán Reynolds, es usted un joven de una persistencia poco común.