Reynolds permaneció mudo e inmóvil en el centro del garaje durante un lapso de tiempo que a él se le antojó una eternidad, mientras su cerebro trabajaba frenéticamente para explicarse la presencia de la AVO y la ausencia de sus amigos. Pero no fue una eternidad. Apenas quince segundos, durante los cuales Reynolds abrió la boca, asustado, mientras sus ojos se dilataban de terror.
—Reynolds —murmuró lenta y pesadamente. Pronunció el nombre defectuosamente, como lo haría un húngaro—. ¿Michael Reynolds? No… no sé qué quieres decir, camarada. ¿Qué… qué ocurre? ¿Por qué me apuntáis con esas armas? ¡Juro que no hecho nada, camaradas, nada! ¡Lo juro!
Se retorcía las manos frenéticamente, y su voz temblaba de miedo.
Los dos policías que Reynolds podía ver fruncieron sus pobladas cejas y se miraron desconcertados, pero a los ojos negros y divertidos del judío no asomó ni sombra de duda.
—Amnesia —dijo amablemente—. El susto, amigo mío, le ha hecho olvidar su nombre. Extraordinaria representación, no obstante. Si no me cupiera la menor duda acerca de su identidad, hubiera picado igual que mis colegas, aquí presentes, que todavía la desconocen. El Servicio de espionaje británico nos hace un gran honor, al enviarnos a sus mejores hombres. Pero ¿qué otra cosa cabía esperar, si pensamos que se trataba de… recobrar al profesor Harold Jennings?
Reynolds sintió en la boca el gusto amargo de la desesperación. ¡Cielos! Aquello era peor de lo que se figuraban. Si sabían lo de Jennings, lo sabían todo. Era el fin. Pero su rostro seguía reflejando la misma expresión de temor y estupidez. Luego, sacudió levemente la cabeza, como una persona que trata de salir de una terrible pesadilla, y miró, aterrado, alrededor.
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir! —aulló—. Yo no he hecho nada, lo juro. ¡Nada! Soy un buen comunista, un miembro del Partido. —Le temblaban los labios—. Soy un ciudadano de Budapest, camarada. Aquí está mi documentación, el carnet del Partido. ¡Te lo voy a enseñar! Se dispuso a llevarse la mano al bolsillo interior de la americana, cuando una sola palabra del oficial le paralizó.
—¡Alto! —dijo sin levantar la voz, pero en tono frío y cortante, como un látigo.
Reynolds dejó caer las manos lentamente. El judío sonrió.
—Lástima que no pueda vivir lo suficiente para retirarse del Servicio Secreto de su país, capitán Reynolds. Lástima que se enrolara en él. ¡Qué gran actor se han perdido las pantallas y los escenarios del mundo! —Por encima del hombro de Reynolds, se dirigió a un hombre situado junto a la puerta del garaje—. Coco, el capitán Reynolds iba a sacar una pistola, o algo parecido. Haz el favor de librarle de la tentación.
Reynolds oyó unas fuertes pisadas en el suelo de cemento, y soltó un quejido de angustia cuando la culata de un fusil le golpeó brutalmente las costillas. Se puso en pie, vacilando. En medio de una niebla roja, que parecía envolverlo todo, sintió que unos ágiles dedos le registraban los bolsillos, y oyó murmurar al judío en tono de disculpa:
—Tendrá que excusar a Coco, capitán Reynolds. Es algo brusco, no cabe duda, pero hay que reconocer que una pequeña muestra de lo que puede acarrear la falta de… cooperación, resulta mucho más convincente que las más terribles amenazas. —Su voz cambió ligeramente de tono—. Ajá, pieza número 1, y muy interesante: pistola automática, 6.35, de fabricación belga, con silenciador. Ni una cosa ni la otra se encuentran en este país. Sin duda las halló tiradas por la calle… ¿Alguien reconoce esto?
Reynolds tuvo que hacer un esfuerzo para distinguir el objeto. El judío jugueteaba con la porra que Reynolds quitara aquella noche a su asaltante.
—Me parece que sí, coronel Hidas. —El llamado Coco se puso en el campo visual de Reynolds. Era una mole, de casi dos metros de estatura, y peso proporcionado, de nariz achatada y rostro lleno de cicatrices. Cogió la porra, que casi desapareció en su peluda manaza—. Era de Herped, coronel. Seguro. Mire, aquí están sus iniciales. ¡Mi amigo Herped! ¿De dónde la sacaste? —gritó salvajemente a Reynolds.
—La encontré con la pistola —dijo Reynolds, malhumorado—. En un paquete, en la esquina de Brody Sandor y…
Vio que la porra se cernía sobre él, pero demasiado tarde para esquivarla. Le lanzó contra la pared. Cayó al suelo. Al levantarse oyó que de sus maltrechos labios goteaba la sangre sobre el pavimento, y sintió que le bailaban los dientes.
—Vamos, vamos, Coco —dijo Hidas reprobadoramente—. Devuélveme eso. Gracias. Capitán Reynolds, la culpa es sólo suya. A estas horas, no sabemos si Herped es amigo de Coco o fue amigo de Coco: estaba a las puertas de la muerte cuando lo encontramos en la parada del tranvía. —Levantó una mano y dio unas palmaditas en el hombro del ceñudo gigante—. No sea injusto con nuestro amigo, Mr. Reynolds. Como podrá deducir de su apodo, el de un payaso famoso en el mundo entero, Coco no está siempre de tal mal humor. Es de lo más divertido, se lo aseguro. He visto a sus compañeros retorcerse de risa en los sótanos de la calle Stalin, con las fantásticas innovaciones que introduce en sus… técnicas.
Reynolds no respondió. La mención de las cámaras de tormento de la AVO, la libertad que el coronel Hidas daba a aquel sádico no eran casuales. Hidas estaba midiendo a Reynolds. Quería descubrir su reacción ante aquel sistema. Hidas tan sólo deseaba obtener su confesión, por los métodos más rápidos, y si se convencía de que la brutalidad y la violencia nada conseguían de Reynolds, buscaría métodos más refinados. Hidas era un hombre peligroso, astuto e implacable, pero Reynolds no descubrió ni rastro de sadismo en sus facciones morenas y enjutas. Hidas hizo una seña a uno de sus hombres.
—Llégate a la esquina. Allí encontrarás un teléfono. Di que manden un camión inmediatamente. Ya saben donde estamos. —Sonrió a Reynolds—. Por desgracia no pudimos dejarlo en la puerta. Hubiera despertado sus sospechas, ¿verdad, capitán Reynolds? —Miró el reloj. El camión no tardará más que diez minutos, pero podemos aprovecharlos. El capitán Reynolds quizá quiera redactar un informe de sus últimas actividades. Verídico, desde luego.
Le llevaron ante la mesa de Jansci, detrás de la cual se instaló Hidas, ajustando la lámpara de forma que iluminara el rostro de Reynolds desde una distancia inferior a medio metro.
—Vamos a cantar, capitán Reynolds, y luego grabaremos la letra de la canción para la posteridad, o, por lo menos, para el Tribunal Popular. Le espera un juicio legal. De nada le servirán subterfugios ni mentiras. Una rápida confirmación de lo que ya sabemos tal vez le salve la vida. Preferiríamos ahorrarnos lo que, inevitablemente, se convertiría en un incidente internacional. Y lo sabemos todo, capitán Reynolds, todo. —Movió la cabeza entre asombrado y maravillado—. ¿Quién había de decir que su amigo —chasqueó los dedos— olvidé su nombre… Ese de las anchas espaldas, tuviera tan bonita voz? —Sacó una hoja de papel de un cajón, y Reynolds pudo ver que estaba cubierta de apretada escritura—. Tiene una letra algo irregular, pero no hay que ser exigentes, dadas las circunstancias. Aunque me parece que el juez no tendrá la menor dificultad en descifrar lo escrito.
A pesar del agudo dolor que notaba en el costado y de los horribles latigazos que sentía en su destrozada boca, Reynolds experimentó una oleada de alegría. Se agachó a escupir sangre en el suelo, para ocultar la expresión de su rostro. Ahora sabía que nadie había hablado, porque la AVO a nadie había cogido. Todo lo que sabían de Jansci y sus hombres era que uno de ellos tenía anchas espaldas, y eso porque alguno de sus informadores debió verle fugazmente trabajando en el garaje… Había demasiados cabos sueltos en lo que Hidas acababa de decir.
Reynolds estaba seguro de que Sandor no sabía lo suficiente para decir a Hidas todo lo que éste quería saber. De todos modos, no hubieran empezado con Sandor, estando allí Imre y la muchacha. Tampoco era Hidas hombre que olvidara un nombre, en especial un nombre que había oído aquella misma noche. Además, la sola idea de que Sandor hablara en el tormento (no había habido tiempo para nada más) era inconcebible. Reynolds se dijo que Hidas nunca se había visto atenazado por las manazas de Sandor ni se había mirado en aquellos ojos de hombre bueno, pero implacable, desde escasos centímetros de distancia. Reynolds clavó los ojos en el papel que Hidas tenía delante y luego miró a su alrededor. Si hubieran tratado de dar tormento a Sandor en aquella habitación, era problemático que las paredes hubieran seguido en pie.
—Supongamos que, para empezar, nos dice usted cómo entró en el país —sugirió Hidas—. ¿Estaban helados los canales, Mr. Reynolds?
—¿Qué cómo entré en el país? ¿Canales? —La voz de Reynolds salía ronca e ininteligible, por entre sus hinchados labios—. Lo siento, pero no…
Se interrumpió, saltó hacia un lado y giró sobre sí en un movimiento rápido y convulsivo, un movimiento que le produjo una honda punzada en el costado. A pesar de la relativa penumbra que envolvía a Hidas, le había visto levantar los ojos hacia Coco y mover levemente la cabeza, y no fue sino más tarde cuando Reynolds advirtió que fue intención de Hidas que él se diera cuenta del movimiento. El puño de Coco le pasó rozando, sin producirle más daño que el arañazo con el anillo desde la sien hasta la mandíbula, pero, en cambio, Reynolds, cogiendo al gigante desprevenido, no falló.
Hidas se puso en pie, pistola en mano. Sus ojos se pasearon por la escena: los otros dos policías se acercaban con las carabinas en ristre, Reynolds se apoyaba pesadamente sobre un pie (el otro le había quedado momentáneamente inservible) y Coco se retorcía en el suelo, de dolor. Sonrió levemente.
—Usted mismo se ha traicionado, capitán Reynolds. Un inocente ciudadano de Budapest estaría ahora donde se encuentra el pobre Coco. En nuestras escuelas no se enseña el savate[2]. —Reynolds comprendió entonces, con asombro, que Hidas había provocado el incidente con toda deliberación, sin importarle las consecuencias que pudiera tener para su subordinado—. Ya sé todo lo que quería saber. Reconozco que tratar de romperle los huesos sería perder el tiempo. Tendremos que ir a la calle Stalin. Allí disponemos de medios de persuasión más finos.
Tres minutos después estaban todos en el camión que acababa de detenerse a la puerta del garaje. El gigantesco Coco, jadeante y con la cara lívida, estaba tendido en un banco. El coronel Hidas y dos de sus subordinados tomaron asiento en el del lado opuesto. Reynolds iba en el suelo, y el cuarto policía subió a la cabina, junto al conductor.
La colisión que hizo saltar a todos de sus asientos y tiró sobre Reynolds a uno de los policías se produjo a los pocos segundos de arrancar, al ir a doblar la primera esquina. El batacazo les pilló desprevenidos. No tuvieron ni una fracción de segundo para prepararse. Sólo oyeron el chirrido de los frenos, y un ruido de metal al rasgarse. El camión patinó sobre el hielo yendo a chocar violentamente con la acera del lado opuesto.
Todavía estaban amontonados en el suelo del camión, preguntándose qué habría ocurrido, cuando se abrieron las puertas, se apagó la luz y fueron enfocados por la luz blanca y cegadora de dos potentes linternas. Brillaron los cañones de dos fusiles y una voz grave y profunda les ordenó que levantaran las manos sobre sus cabezas. Luego, las dos linternas se apartaron y un hombre —Reynolds reconoció en él al cuarto policía— subió al camión dando un traspiés. Casi inmediatamente, le siguió un bulto inanimado que fue depositado en el suelo, sin demasiadas contemplaciones. Entonces se cerraron las puertas, el motor roncó furiosamente, haciendo marcha atrás, se oyó un ruido metálico, como si el camión se liberase de un obstáculo de metal, y un segundo después estaban de nuevo en marcha. La operación no duró ni veinte segundos, y Reynolds se inclinó mentalmente ante la maestría de aquel grupo de expertos.
No alimentaba la menor duda sobre la identidad de los expertos pero, no obstante, hasta que no vio por un momento la mano que sostenía una de las armas, una mano desfigurada que apareció y desapareció fugazmente, no se sintió del todo aliviado. Sólo entonces pudo percatarse de la tensión que había estado ejerciendo sobre sus nervios y sus pensamientos, para no pensar en los horrores sin nombre reservados a los desgraciados que eran interrogados en los sótanos de la calle Stalin.
El dolor de la boca y del costado se recrudeció, cuando, al no tener que preocuparse por el futuro, Reynolds pudo volver a pensar en el presente. Sentía unas náuseas incontenibles, las sienes le latían violentamente y se daba cuenta de que, al menor relajamiento de su voluntad, perdería el conocimiento. Pero no había que pensar en eso. Más tarde…
Con el rostro lívido por el dolor, apretando los dientes para ahogar el gemido que le subió a la garganta, apartó de un empujón al policía que había caído encima de él, se inclinó y le quitó la carabina. La colocó en el banco situado a su izquierda y la envió al fondo, de un empujón, en donde una mano invisible la hizo desaparecer en la oscuridad. Dos carabinas más siguieron el mismo camino, al igual que el revólver de Hidas. De la guerrera de Hidas, cogió su propia pistola, la guardó bajo la americana y se sentó en el banco, frente a Coco.
A los pocos minutos oyeron que el camión cambiaba la marcha y se detenía. Los cañones de las armas que les apuntaban se adelantaron, amenazadores, unos centímetros, y una voz ronca les aconsejó que guardaran el más absoluto silencio. Reynolds sacó su pistola, montó el silenciador y lo apoyó sin demasiada delicadeza en la nuca de Hidas. Del fondo del camión llegó hasta él un murmullo de aprobación, en el momento en que el vehículo se detenía.
La parada fue corta. Se oyó una voz desconocida que preguntaba algo, y una respuesta seca y autoritaria. Desde el interior del camión resultaba imposible distinguir las palabras. El desconocido volvió a hablar brevemente. El camión se puso en marcha. Reynolds se recostó en el banco, con un suspiro profundo y silencioso, y volvió a guardarse la pistola. En el cuello de Hidas, el silenciador dejó una marca roja y profunda. Fue un momento cargado de electricidad.
Volvieron a parar, y la pistola de Reynolds volvió a apoyarse en el mismo lugar. Pero esta vez la parada fue todavía más corta. No hubo ya más paradas, y por las suaves ondulaciones del recorrido, así como por la falta de resonancia del motor en las paredes de las casas, Reynolds comprendió que habían salido a campo abierto. Hacía esfuerzos por mantenerse despierto y no perder el sentido, y para ello, paseaba la mirada continuamente por el interior del camión. Sus pupilas, acostumbradas ya a la oscuridad, distinguían a dos figuras inmóviles que empuñaban fusiles y linternas. Había algo sobrehumano en la intensidad de aquella vigilancia y en la concentración de aquellos hombres, y Reynolds empezó a comprender por qué Jansci y sus amigos habían logrado sobrevivir tanto tiempo. De vez en cuando, Reynolds contemplaba a los policías, sentados en el suelo, con expresión de asombro y temor, y observaba el temblor de sus brazos, al empezar a fatigarse los músculos de los hombros. Sólo Hidas permanecía inmóvil, con las facciones impenetrables y vacías de toda expresión. Reynolds tuvo que admitir que había algo admirable en aquel hombre. No mostraba ni temor ni compasión de sí mismo, y aceptaba la derrota con la misma indiferencia que le caracterizaba en el momento de la victoria.
Uno de los dos hombres, enfocó fugazmente su reloj y dijo, con voz grave y profunda, ahogada por los pliegues del pañuelo que le cubría el rostro:
—Descálcense, uno después de otro. Coloquen las botas sobre el banco de la derecha. —Por un momento pareció que el coronel Hidas iba a negarse. No había duda de que el hombre tenía el suficiente valor para hacerlo, pero la impaciente sacudida de la pistola de Reynolds puso de manifiesto que toda resistencia sería inútil. Incluso Coco, ya lo suficientemente repuesto para apoyarse en un codo, se quitó las botas en menos de treinta segundos.
—Excelente —dijo la voz—. Ahora, el capote, caballeros, y eso será todo. —Una pausa—. Muchas gracias. Escuchen con atención: Nos encontramos en una carretera desierta. Nos detendremos frente a una cabaña. La casa más cercana, y no voy a decirles en qué dirección, está a cinco kilómetros. Si intentan buscarla esta noche, en la oscuridad, y descalzos, se les congelarán los pies y seguramente tendrán que amputárselos. No son bromas, es una simple advertencia. Por el contrario, la cabaña es un refugio seco, en el que no penetra el viento, y tiene una buena provisión de leña. Estarán calientes y por la mañana les recogerá el carro de algún granjero.
—¿Por qué hacen todo esto?
La voz de Hidas era tranquila, casi denotaba aburrimiento.
—¿Dejarles en descampado o perdonarles su preciosa vida?
—Las dos cosas.
—Podría figurárselo. Nadie sabe que tenemos un camión de la AVO y, si no les dejamos cerca de algún teléfono, nadie lo sabrá hasta que estemos en la frontera de Austria. Este camión nos servirá de salvoconducto. En lo tocante a perdonarles la vida, la pregunta se comprende, viniendo de usted. El que a hierro mata justo es que a hierro muera. Pero nosotros no somos asesinos.
Casi al mismo tiempo que el hombre de la linterna acababa de hablar, el camión se detuvo. Pasaron unos segundos de completo silencio. Luego se oyó crujir unos pies en la nieve, y las puertas se abrieron de par en par. Reynolds pudo ver dos figuras recortando su silueta sobre los nevados muros de una cabaña. Luego, obedeciendo a una ronca voz, Hidas y sus hombres bajaron del camión. Uno de ellos ayudaba a Coco, que todavía no podía andar. Reynolds oyó abrirse la mirilla de la cabina del conductor, pero no pudo ver la cara del que atisbaba por ella. Volvió a mirar al exterior a tiempo de ver entrar en la cabaña al último AVO. La puerta se cerró tras ellos, y también la mirilla. Casi inmediatamente, tres figuras subieron al camión, las puertas se cerraron y el vehículo volvió a ponerse en marcha.
Se encendió la luz y los recién llegados desataron rápidamente los pañuelos que les cubrían el rostro. Entonces, Reynolds oyó salir de una garganta de mujer una exclamación de horror. Se comprende, pensó él, si el aspecto de su rostro corría parejas con el dolor que sentía. Pero fue el Conde el primero en hablar.
—¿Se ha caído debajo de las ruedas de un autobús, Mr. Reynolds, o ha pasado media horita con nuestro buen amigo Coco?
—¿Le conoce? —preguntó Reynolds roncamente.
—Todos los de la AVO le conocemos, y también medio Budapest, a pesar suyo. Hace amistades dondequiera que va. Y, a propósito, ¿qué le pasó al grandullón? No parecía tan contento como de costumbre.
—Le pegué.
—¿Qué le pegó? —El Conde levantó una ceja. Aquel gesto equivalía a la expresión del más vivo asombro en cualquier otro hombre—. Ponerle la mano encima a Coco es ya toda una hazaña, pero dejarle fuera de combate…
—¡Oh, queréis callaros! —La voz de Julia reflejaba pena e irritación—. ¡Mirad qué cara! Hay que hacer algo.
—No está muy guapo —admitió el Conde. Sacó el frasco del bolsillo—. Beba. Específico universal.
—Dile a Imre que pare. —Era Jansci el que hablaba. Su voz era profunda, baja y autoritaria. Miró de cerca a Reynolds, que tosía y juraba entre dientes, al sentirse la boca y la garganta abrasadas por el líquido, cerrando los ojos, a cada golpe de tos—. Está usted malherido, Mr. Reynolds. ¿Dónde?
Reynolds se lo dijo, y el Conde lanzó un juramento.
—Mil perdones, amigo. Debí darme cuenta. Ese bandido de Coco… Vamos, beba más barack. Escuece, pero cura.
El camión se detuvo. Jansci saltó a tierra y volvió un minuto después con un capote de la AVO lleno de nieve.
—Trabajo de mujer, querida. —Dejó el abrigo al lado de Julia, y le dio un pañuelo—. A ver si le dejas un poco más presentable.
Ella cogió el pañuelo de manos de Jansci y se volvió hacia Reynolds. Sus manos eran tan suaves como apenada su expresión, pero aun así, al sentir la nieve helada sobre su lacerado rostro, Reynolds no pudo reprimir una mueca de dolor. El Conde carraspeó.
—Tal vez sería preferible que probaras el método más directo, Julia —sugirió—. Como cuando el policía os estaba vigilando, en Margitsziget. Mr. Reynolds, dice Julia que durante tres minutos…
—Embustera y descarada. —Reynolds trató de sonreír pero no pudo. Dolía demasiado—. Treinta segundos, y en defensa propia. —Miró a Jansci—. ¿Qué ocurrió esta noche? ¿Qué es lo que falló?
—¿Qué falló? —dijo Jansci suavemente—. Todo, hijo mío, todo. Fallamos todos. Usted, nosotros, la AVO… El primer fallo fue nuestro. Como ya sabe, la casa estaba vigilada, y supusimos que se trataba de vulgares delatores. Grave error el mío; eran AVO. El Conde reconoció a los dos hombres que capturó Sandor en cuanto llegó a casa después de terminar su guardia. Pero entonces Julia ya había ido a reunirse con usted, y no podíamos avisarle por mediación de ella. Después decidimos que no tenía importancia. El Conde conoce mejor que nadie las costumbres de la AVO, y estaba seguro de que no se presentarían en casa hasta primeras horas de la madrugada… Eso es lo que hacen invariablemente. Y nosotros íbamos a marcharnos a medianoche.
—Así pues, el que seguía a Julia, la seguía desde la casa.
—Sí; y he de felicitarle por el modo de despacharlo. Pero de usted, era de esperar… No obstante, el peor error de la noche se había producido antes, mientras usted hablaba con el Dr. Jennings.
—No comprendo.
—El fallo fue tan mío como suyo —dijo el Conde lentamente—. Yo lo sabía y debí advertirle.
—¿De qué están hablando? —preguntó Reynolds.
—De esto. —Jansci se miró las manos y luego levantó lentamente los ojos—. ¿Buscó micrófonos en la habitación del profesor?
—Sí. Estaba detrás de la rejilla de ventilación.
—¿Y en el baño?
—Allí no había nada.
—Lo siento. Pero había. Estaba oculto en la ducha. Dice el Conde que hay un micrófono en cada cuarto de baño del Tres Coronas. Ninguna de las duchas funciona. Debió usted cerciorarse.
—¡En la ducha! —Olvidándose del dolor de la espalda, Reynolds se incorporó de un salto, apartando a la sorprendida Julia hacia un lado—. ¡Un micrófono! ¡Cielo Santo!
—Ya puede decirlo —asintió Jansci.
—Entonces, todo lo que dije al profesor, hasta la última palabra… —Reynolds se interrumpió y se apoyó en el costado del camión, abrumado por la enormidad de las consecuencias del fallo fatal que había cometido. No era de extrañar que Hidas conociera su identidad y el objeto de su misión. Hidas lo sabía todo. Por lo que al profesor se refería, lo mismo hubiera sido quedarse en Londres. Eso se lo imaginó ya en el garaje de Jansci, al oír a Hidas, pero la forma en que éste pudo enterarse y conseguir la prueba ponía el sello de derrota definitiva en todo el proyecto.
—Es un golpe duro —dijo Jansci con suavidad.
—Hizo usted todo lo que pudo —murmuró Julia. Le volvió a coger la cabeza, y él no opuso resistencia—. No tiene nada que reprocharse.
Transcurrió un minuto en silencio, mientras el camión saltaba y zigzagueaba por la nevada carretera. El dolor de la espalda y de la cabeza iba disminuyendo, y Reynolds empezó a pensar con claridad, por primera vez desde que fue golpeado por Coco.
—Jennings estará rodeado de policías… Tal vez se encuentra ya camino de Rusia —dijo dirigiéndose a Jansci—. Le hablé de Brian, de modo que habrán cursado órdenes a Stettin para que sea detenido. Se ha perdido la partida. —Se interrumpió, se palpó, con la lengua dos dientes del maxilar inferior que se movían—. Se ha perdido la partida, pero nada más. No mencioné ni el nombre ni las actividades de ninguno de ustedes, aunque di al profesor la dirección de su casa. Claro que eso no importa pues, de todos modos, ya la conocían. Por lo que respecta a ustedes, personalmente, para la AVO como si no existieran. Hay dos cosas que me sorprenden.
—¿Sí?
—Sí. Primera: si estaban a la escucha en el hotel, ¿por qué no me cogieron allí mismo?
—Muy sencillo. Casi todos los micrófonos del hotel están conectados a magnetófonos. —El Conde sonrió—. Hubiera dado una fortuna por verles la cara cuando pasaron esa cinta.
—¿Por qué no me llamaron para detenerme? Por lo que les explicó Julia debieron suponer que la AVO se presentaría en su casa inmediatamente.
—Sí. Llegaron diez minutos después de habernos ido nosotros. Y le llamamos. Pero no contestó.
—Salí pronto del hotel. —Reynolds recordó el timbre del teléfono que oyó al llegar a la calle—. Pero aún podían haberme salido al encuentro por la calle.
—Sí —dijo Jansci—. Será mejor que se lo digas —añadió, dirigiéndose al Conde.
—Está bien. —Por un momento el Conde pareció turbado. Era aquélla una expresión tan insólita en él que Reynolds creyó haberla interpretado mal. Pero no era así.
—Esta noche ha conocido a mi amigo, el coronel Hidas —empezó el Conde, dando un rodeo—, segundo de a bordo en la AVO. Un hombre peligroso y listo. No hay otro más peligroso ni más listo que él en todo Budapest. Un hombre dedicado a su trabajo en cuerpo y alma. Un hombre que ha conseguido éxitos más resonantes que ningún otro policía en toda Hungría. Es más que listo, es un superdotado, lleno de recursos y carente de sentimientos: un hombre que nunca se rinde. Me inspira el más profundo respeto. Habrá observado que esta noche procuré por todos los medios no dejarme ver, a pesar de ir disfrazado, y que Jansci se esforzó en hacerle creer que nos dirigíamos a la frontera austríaca, adonde no tenemos la menor intención de dirigirnos.
—Vamos al grano —dijo Reynolds con impaciencia.
—Ya llegamos. Hace años que nuestras actividades constituyen una pesadilla para él. Últimamente me ha parecido advertir en él un interés desusado hacia mi persona. —Hizo un ademán despectivo con la mano—. Desde luego, los oficiales de la AVO somos sometidos a vigilancia de vez en cuando, pero tal vez me haya vuelto demasiado susceptible. Pensé que mis excursiones nocturnas a los puestos de policía tal vez no hubieran pasado tan desapercibidas como yo hubiera deseado, y que Hidas le había puesto deliberadamente en mi camino, para atraparme. —Sonrió levemente, sin hacer caso del asombro de Reynolds y de Julia—. Seguimos vivos porque desconfiamos de todo, Mr. Reynolds. Y todo un espía occidental, puesto tan a mano… Como le digo, creímos que era usted un cebo. El que supiera, o dijera que el coronel Mackintosh sabía que Jennings estaba en Budapest, cuando nosotros no teníamos ninguna noticia de su llegada, le hacía sospechoso. Además, todas sus preguntas de esta noche a Julia, acerca de nosotros y de nuestra organización podían estar inspiradas en un interés puramente amistoso, pero también en motivos menos inocentes. Y aquellos policías podían haberle dejado marchar porque conocían su identidad, no por sus… actividades en la caseta del vigilante.
—¡Yo no sabía nada de eso!
Julia tenía la cara encendida y sus ojos azules brillaban coléricos.
—Procuramos mantenerte al margen de la triste realidad de la vida —dijo el Conde, galante—. Luego, al no recibir contestación a nuestra llamada telefónica, supusimos que tal vez estuviera usted en otro lugar, en Andrassy Ut, por ejemplo. No estábamos seguros, ni mucho menos, pero nuestras sospechas eran lo bastante fuertes para hacernos desconfiar. De modo que le dejamos meterse en la boca del lobo. Le vimos entrar en ella. Estábamos a menos de cien pasos de distancia, agazapados en el automóvil (el mío no, por fortuna) que Imre lanzó después contra el camión. —Miró con lástima el rostro de Reynolds—. No esperábamos que le aplicaran el tratamiento con tanta diligencia.
—Mientras no pretendan hacerme volver a pasar por todo ello… —Reynolds tiró de un diente que se movía, hizo una mueca cuando se desprendió, y lo arrojó al suelo—. Espero que se den por satisfechos.
—¿Es eso cuanto tiene que decir? —preguntó Julia. Sus ojos, hostiles cuando miraba al Conde y a Jansci, se dulcificaron al contemplar aquella maltrecha boca—. ¿Después de todo lo que ha tenido que soportar?
—¿Y qué quiere que haga? —preguntó Reynolds blandamente—. ¿Saltarle un par de dientes al Conde? Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo.
—Comprensión profesional, querida —murmuró Jansci—. A pesar de todo, lamentamos profundamente lo ocurrido, Mr. Reynolds. Y ahora que esa cinta magnetofónica habrá desencadenado la mayor caza del hombre que se ha conocido desde hace meses, supongo que lo que se impone es la frontera austríaca, y a toda máquina.
—Sí; la frontera austríaca. A toda máquina… no sé. —Reynolds miró a los dos hombres sentados ante él, pensó en sus fantásticas historias, y comprendió que sólo cabía una respuesta a la pregunta de Jansci. Dio un tirón a otro diente, suspiró, aliviado, al extraérselo, y miró a Jansci—. Todo depende de lo que tarde en encontrar al profesor Jennings.
Pasaron diez segundos, veinte, medio minuto… Lo único que se oía era el ronquido del motor y el murmullo de las voces de Sandor e Imre, en la cabina. La muchacha cogió suavemente el hinchado rostro de Reynolds, lo volvió hacia sí y dijo:
—Está loco. —Le miró con ojos muy abiertos, incrédula—. Debe de estar loco.
—No cabe la menor duda. —El Conde destapó su frasco, bebió un trago y volvió a taparlo—. Esta noche ha sufrido mucho…
—Es la locura —asintió Jansci. Se contempló las destrozadas manos, y prosiguió con voz suave—: No hay enfermedad más contagiosa.
—Ni más fulminante. —El Conde miró tristemente el frasco que había sacado del bolsillo—. La panacea universal, pero esta vez la dejé para demasiado tarde.
Durante un buen rato, la muchacha miró a los tres hombres, desconcertada. Luego, comprendió y, al mismo tiempo, pareció que la asaltaba un negro presentimiento que la hizo palidecer e inundó sus ojos de lágrimas. No protestó ni hizo el menor gesto de disconformidad, fue como si aquel mismo presentimiento la advirtiera de la inutilidad de sus protestas. Y cuando las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas, volvió la cara para que no pudieran ver su expresión.
Reynolds alargó una mano, para consolarla, vaciló, su mirada se cruzó con la de Jansci que, con gesto preocupado meneó lentamente la cabeza. Reynolds asintió y retiró la mano.
Sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos, se puso uno entre sus hinchados labios y lo encendió. Sabía a papel quemado.