Reynolds sacó la pistola casi sin darse cuenta. Si el acompañante de Jennings decidía registrar el cuarto de baño, a Reynolds no le daría tiempo de refugiarse en el armario. Si le descubrían, Reynolds no tendría donde elegir. Y una vez hubiera matado o golpeado al guardián para dejarle sin sentido —y, para mayor seguridad, lo mejor sería suponer que se trataba de un guardián— Reynolds habría quemado sus naves. No volvería a tener ocasión de ver a Jennings. El viejo profesor tendría que ir con él aquella misma noche, le gustase o no, y Reynolds no se hacía muchas ilusiones de poder salir del Tres Coronas encañonando a un prisionero.
Pero el que venía con Jennings no hizo el menor movimiento en dirección al cuarto de baño, y pronto se vio que no era ningún guardián. Jennings le trataba con bastante cordialidad, le llamaba Jozef y hablaba con él, en inglés, empleando tecnicismos que Reynolds ni siquiera trató de comprender. Aquél era, pues, sin duda, un colega del profesor. Reynolds no pudo menos de asombrarse de que los rusos permitieran a dos científicos, uno de ellos extranjero, hablar con tanta libertad, luego se acordó del micrófono y su asombro se esfumó. El del traje marrón era el que llevaba el peso de la conversación, y ello no dejaba de ser sorprendente, pues Harold Jennings tenía fama de ser muy hablador y su franqueza rayaba a veces en la indiscreción. Pero, a través de la rendija de la puerta, Reynolds pudo darse cuenta de que aquel hombre era muy distinto del Jennings que aparecía en los centenares de fotografías que él había estudiado. En los dos años pasados en el exilio había envejecido diez. Parecía más bajo, como encogido, y en lugar de su espléndida cabellera blanca, no conservaba más que unos cuantos mechones diseminados por el cráneo; su rostro tenía una palidez enfermiza, y únicamente los ojos, dos brasas rodeadas de profundas arrugas, conservaban intacto su antiguo fulgor. Reynolds sonrió para sí, en la oscuridad. Fuera lo que fuese, lo que los rusos hubieran hecho al viejo, era evidente que no habían quebrantado su espíritu, esto hubiera sido demasiado, incluso para ellos.
Reynolds miró la esfera luminosa de su reloj, y su sonrisa se esfumó. El tiempo apremiaba. Tenía que hablar con Jennings, a solas y pronto. En el espacio de un minuto, se le ocurrieron media docena de ideas, pero las fue desechando una a una, por poco prácticas. No debía correr ningún riesgo. A pesar de su aparente cordialidad del hombre del traje marrón, no había que olvidar que era ruso, y por lo tanto, había que tratarlo como a un enemigo.
Finalmente, decidió poner en práctica un plan que tenía, por lo menos, una remota posibilidad de éxito. Distaba mucho de ser infalible, tanto podía salir bien como mal, pero había que arriesgarse. Cruzó el cuarto de baño sin hacer ruido, cogió un trozo de jabón, volvió al armario, abrió la puerta del espejo y empezó a escribir.
Nada. El jabón estaba demasiado seco y resbalaba sobre el espejo sin apenas dejar huella. Reynolds masculló una imprecación entre dientes, fue nuevamente al lavabo, hizo girar el grifo con infinita cautela hasta que salió un chorrito de agua y pudo mojar el jabón. Esta vez, su escritura era todo lo perfecta que cabía esperar y, en claras mayúsculas, escribió:
VENGO DE INGLATERRA. DESPIDA A SU AMIGO AHORA MISMO.
Luego, sigilosamente, procurando evitar el menor chasquido del picaporte y el más leve crujido de los goznes de la puerta, la entreabrió y lanzó una ojeada al corredor. Estaba desierto. En dos zancadas estuvo delante de la puerta del dormitorio, llamó suavemente con los nudillos y volvió a entrar en el cuarto de baño, tan silenciosamente como saliera de él, recogiendo, de paso, la linterna que dejara en el suelo.
El del traje marrón estaba ya de pie, camino de la puerta, cuando Reynolds asomó la cabeza al interior del dormitorio por la puerta de comunicación y, llevándose un índice a los labios para indicar al profesor que guardara silencio, oprimió el botón de la linterna durante una fracción de segundo, para atraer la atención de Jennings. Este levantó inmediatamente la cabeza, y ni siquiera el elocuente gesto de Reynolds pudo impedir que lanzara una exclamación. El del traje marrón que había abierto la puerta y miraba desconcertado a uno y otro lado del corredor, se volvió rápidamente.
—¿Ocurre algo, profesor?
—Esta maldita cabeza… —dijo Jennings—. Ya sabe cuánto me hace sufrir. ¿No había nadie?
—Nadie. Y yo hubiera jurado… No tiene usted buen semblante, profesor Jennings.
—No. Discúlpeme. —Jennings sonrió débilmente y se puso en pie—. Voy a tomar un par de tabletas de mi calmante, con un poco de agua.
Reynolds estaba dentro del armario, con la puerta entornada. En cuanto vio entrar a Jennings, la abrió de par en par. El profesor no podía dejar de leer el mensaje. Asintió casi imperceptiblemente, lanzó a Reynolds una rápida mirada de alerta y siguió hasta el lavabo sin detenerse. Para un viejo poco habituado a aquellas situaciones, fue una actuación muy notable.
Reynolds interpretó correctamente la mirada, y la puerta del armario no había hecho más que cerrarse cuando el acompañante de Jennings entró en el baño.
—¿Quiere que avise al médico del hotel? Estará encantado de poder serle útil.
—No, no. —Jennings se tragó una tableta y bebió un sorbo de agua—. Conozco estas malditas jaquecas mías mejor que ningún médico. Tres tabletas de éstas, tres horas de reposo a oscuras, y desaparecen. Lo lamento infinito, Jozef, nuestra conversación empezaba a hacerse realmente interesante. Pero si quisiera disculparme…
—Pues no faltaba más. —El otro era la cordialidad y la comprensión personificadas—. Tenemos que conservarle sano y bueno a todo trance para el discurso de inauguración del lunes. —Y después de unas cuantas frases de cortesía, el hombre del traje marrón se despidió y se marchó.
La puerta del dormitorio se cerró y sus pisadas, ahogadas por la alfombra, no tardaron en perderse. Jennings, con la curiosidad, la indignación y la aprensión reflejadas en el semblante, fue a decir algo, pero Reynolds levantó una mano para hacerle callar, cruzó el dormitorio en dirección a la puerta, la cerró, sacó la llave, la probó en la puerta del baño que daba al pasillo, vio con alivio que se adaptaba a la cerradura, la hizo girar, y cerró la puerta de comunicación con el dormitorio. Sacó la pitillera y la tendió al profesor. Este rehusó con un gesto.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo en mi habitación? —El profesor hablaba en voz baja, pero su aspereza, una aspereza matizada ahora de temor, era inconfundible.
—Me llamo Michael Reynolds. —Reynolds encendió un cigarrillo. Notaba que lo necesitaba—. Sólo hace cuarenta y ocho horas que salí de Londres, y desearía hablar con usted.
—Entonces, ¿por qué diablos no podemos hablar con comodidad, en mi habitación?
Jennings dio media vuelta, pero se detuvo bruscamente cuando Reynolds le cogió de un hombro.
—En la habitación no, señor. —Reynolds negó suavemente con la cabeza—. Hay un micrófono oculto en la rejilla de la ventilación, encima de la ventana.
—¿Un qué? ¿Cómo lo sabe, joven? —El profesor se acercó a Reynolds lentamente.
—Eché un vistazo antes de que llegara usted —dijo Reynolds, en tono de disculpa—. Entré un minuto antes.
—¿Y encontró un micrófono en ese tiempo? —Jennings ni le creía ni hacía nada por disimular su incredulidad.
—Lo encontré en seguida. Mi trabajo consiste en saber donde buscar esas cosas.
—Por supuesto, ¿qué otra cosa podía ser? Un agente de espionaje, o contraespionaje, lo mismo da. Bueno, el Servicio Secreto Británico.
—Una denominación popular, pero errónea…
—¡Bah! ¿Qué más da un nombre que otro? —Reynolds se dijo con amargura que si aquel hombre temía alguna cosa, su temor no era por sí mismo. El fuego del que tanto oyera hablar, ardía con el mismo fulgor de siempre—. ¿Qué es lo que desea, caballero? ¿Qué busca aquí?
—A usted —y dijo Reynolds suavemente—. Mejor dicho: el Gobierno británico le busca, y me ha encargado le transmita la más cordial invitación…
—El Gobierno británico es muy amable, hay que reconocerlo. Ah, lo esperaba. Hacía tiempo que lo esperaba. —Reynolds se dijo que si Jennings hubiera sido un dragón, todo lo que se encontraba a menos de dos metros de él hubiera quedado incinerado—. Mis respetos al Gobierno británico, Mr. Reynolds. Y dígale de mi parte que se vaya al infierno. Tal vez allí encuentre a alguien que le ayude a construir sus infernales máquinas, pero ese alguien no voy a ser yo.
—El país le necesita, señor. Le necesita desesperadamente.
—La última llamada y la más patética. —El viejo no ocultaba ya su desdén—. Esas son fórmulas de un nacionalismo trasnochado, fraseología barata de politicastros que se escudan en una patriotería caduca para embaucar a los incautos, Mr. Reynolds, a los retrasados mentales, a los egoístas y a los que sólo viven para la guerra. Yo sólo quiero trabajar para la paz del mundo.
—Muy bien, señor. —Reynolds pensó sombríamente que sus superiores habían menospreciado la credulidad de Jennings y la astucia con que los rusos esgrimían sus argumentos de persuasión—. Desde luego, la decisión debe partir de usted.
—¿Qué? —Jennings estaba asombrado, y no podía ocultar su asombro—. ¿Lo toma con esa calma? ¿Después de venir de tan lejos?
Reynolds se encogió de hombros.
—No soy más que un simple mensajero, doctor Jennings.
—¿Un mensajero? ¿Y qué habría hecho si yo hubiera accedido a su ridícula proposición?
—Acompañarle a Inglaterra, desde luego.
—¿Acompañarme…? ¿Se da cuenta de lo que dice, Mr. Reynolds? ¿Me hubiera hecho salir de Budapest, atravesar Hungría, cruzar la frontera…? —La voz de Jennings se fue apagando lentamente, y cuando se volvió a mirar a Reynolds, el temor volvía a asomarse a sus ojos—. Usted no es un mensajero corriente, Mr. Reynolds —susurró—. Las personas como usted no suelen hacer de mensajeros. —De pronto, comprendió, y una línea blanca se dibujó junto a las comisuras de sus labios—. Usted no ha venido hasta aquí para invitarme a regresar a Inglaterra. Usted ha venido a llevárseme, de grado o por fuerza.
—Eso no tiene sentido, señor —dijo Reynolds suavemente—. Ni aunque estuviera autorizado a obligarle, que no lo estoy, sería tan idiota como para hacer nada semejante. Suponiendo que me lo llevara a Inglaterra, atado de pies y manos, no existe medio de hacerle trabajar en contra de su voluntad. No confundamos a los politicastros, con la policía secreta de un país satélite.
—Ni por un momento se me ha ocurrido pensar que pretendiera llevarme a Inglaterra empleando la violencia. —En sus ojos se leía el temor y la angustia—. Mr. Reynolds, ¿sigue… sigue con vida mi esposa?
—La vi dos horas antes de tomar el avión. —En las palabras de Reynolds había una tranquila sinceridad, y no obstante, en su vida había visto a Mrs. Jennings—. Seguía resistiendo, al parecer.
—¿Quiere decir… quiere decir que sigue gravemente enferma?
—Eso deben decirlo los médicos —dijo Reynolds, encogiéndose de hombros.
—Por el amor de Dios, no me atormente. ¿Qué es lo que dicen los médicos?
—Falta de animación. No es un término médico, doctor Jennings, pero así lo llama Mr. Bathurst, el cirujano. Conserva toda su lucidez y apenas siente dolor, pero está muy débil. Perdone la brutalidad, pero, con franqueza hay que decir que puede fallecer en cualquier momento. Mr. Bathurst dice que la enferma ha perdido el deseo de vivir.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —Jennings le volvió la espalda y miró sin ver a través de la escarcha que cubría la ventana. Después de un momento, con el rostro contraído y los ojos llenos de lágrimas—. No puedo creerlo, Mr. Reynolds. No lo creo. No es posible. Mi Catherine fue siempre una mujer luchadora. Siempre…
—Diga mejor que no quiere creerlo —atajó Reynolds. Su voz era fría y hasta cruel—. Se engaña a sabiendas, con tal de conservar la conciencia tranquila, esa preciosa conciencia que le hace traicionar a los suyos, a cambio de toda esa sarta de sandeces sobre la coexistencia. Sabe perfectamente que a su esposa le falta la ilusión de vivir, con el marido y el hijo detrás del telón de acero, perdidos para siempre.
—¿Cómo se atreve…?
—Me pone malo. —Reynolds sintió una oleada de repugnancia por lo que estaba haciendo a aquel pobre viejo indefenso, pero se sobrepuso—. Usted permanece aquí, pronunciando sublimes discursos, escudado en sus maravillosos principios, mientras su mujer se muere en un hospital de Londres. Se muere, Mr. Jennings, y es usted el que la mata, la mata como si le apretara el cuello con las manos.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Por Dios, basta! —Jennings se había llevado las manos a los oídos, y movía la cabeza de un lado para otro, dominado por la angustia. Se pasó las manos por la frente—. Tiene razón, Reynolds, tiene razón. Y yo iría mañana mismo a reunirme con ella, pero hay algo más. —Movió la cabeza con desesperación—. ¿Cómo puede pedirse a un hombre que escoja entre la vida de su mujer, que tal vez no quede ya esperanza de salvar, y la de su único hijo? Mi situación es insostenible. Yo tengo un hijo…
—Sabemos todo lo que se refiere a su hijo, doctor Jennings. No somos del todo inhumanos. —La voz de Reynolds era ahora suave y persuasiva—. Ayer, Brian estaba en Poznan. Esta tarde, estará en Stettin y mañana por la mañana, en Suecia. Sólo estoy esperando confirmación por radio desde Londres. Antes de veinticuatro horas podremos marcharnos.
—No lo creo, no lo creo. —La esperanza y la incredulidad pugnaban lastimosamente por la supremacía en el rostro del anciano—. ¿Cómo va usted a saber…?
—No puedo probar nada, ni tengo que hacerlo —dijo Reynolds con hastío—. Con todos los respetos, señor, ¿qué le ha pasado a esa privilegiada inteligencia? Debería saber que todo lo que el Gobierno quiere de usted es que vuelva a trabajar para él, y también debiera saber que en Inglaterra se le conoce bien. Allí saben perfectamente que si al volver a casa, ve que su hijo continúa prisionero de los rusos, nunca más trabajará para Inglaterra. Y esto es precisamente lo que quieren evitar a todo trance.
Jennings tardó en convencerse, pero una vez convencido, no volvió a dudar. Reynolds, al ver la nueva vida que sustituía a la preocupación, la pena y el temor que se reflejaban antes en el rostro del viejo profesor, tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír de alegría. Su misma tensión era mayor de lo que había creído. Cinco minutos más, un montón de atropelladas preguntas, y el profesor, con la esperanza de ver a su mujer y a su hijo dentro de pocos días, quería salir aquella misma noche, en aquel momento, y fue preciso frenarle. Había que trazar un plan, explicó Reynolds con suavidad, y, lo que era más importante, tenían que esperar noticias de Brian. Esto tuvo la virtud de hacer bajar de las nubes al profesor. Prometió aguardar instrucciones, repitió en voz alta varias veces las señas de la casa de Jansci hasta aprenderlas de memoria, aunque accedió a no emplearlas salvo en caso de extrema urgencia —según las noticias de Reynolds, la policía podía estar ya allí— y prometió seguir trabajando y conduciéndose como hasta entonces.
Su actitud hacia Reynolds había cambiado tan radicalmente que intentó convencerle para que tomara una copa, pero Reynolds rehusó. No eran más que las siete y media, y le sobraba tiempo para la hora de la cita en «El Ángel Blanco», pero se dijo que ya había abusado demasiado de su buena suerte. En cualquier momento, el policía del armario podía recobrar el conocimiento y empezar a dar puntapiés a la puerta, o un vigilante echarle de menos al hacer la ronda. Se marchó inmediatamente, descolgándose por la ventana de la habitación del profesor con ayuda de un par de sábanas, que le permitieron descender hasta agarrarse a los barrotes de las ventanas de la planta baja. Antes de que Jennings tuviera tiempo de recoger las sábanas y cerrar la ventana, Reynolds se había dejado caer silenciosamente en el suelo, y había desaparecido tras una cortina de nieve.
* * *
«El Ángel Blanco» estaba en la orilla oriental del Danubio, en el lado de Pest, frente a la isla de St. Margit. Reynolds empujó sus escarchadas vidrieras en el momento en que el reloj de una iglesia vecina empezaba a dar las ocho, con voz que la nieve hacía opaca.
El contraste entre el mundo situado al otro lado de aquella puerta y el que quedaba atrás no podía ser más violento. Al cruzar el umbral de «El Ángel Blanco», la nieve, el frío, la oscuridad y el silencio de las calles de Budapest se transformaban, como por arte de magia, en un ambiente cálido y alegre, poblado de voces y de risas. Hombres y mujeres encontraban entre las paredes de aquel cafetín una válvula de escape para su innata alegría, y trataban de sustraerse, por efímera que fuera su evasión, a la realidad del mundo exterior. La reacción inmediata que experimentó Reynolds fue de sorpresa, casi de asombro, al encontrar semejante oasis de luz y color en medio de los sombríos contornos de un estado policíaco, pero aquella reacción fue breve. Era lógico que los comunistas, como buenos psicólogos, no sólo toleraran lugares como aquél, sino que fomentaran su existencia. Si, de todos modos, la gente tenía que reunirse, a pesar de todas las prohibiciones, era mejor que lo hiciera abiertamente, y tomara su café, su vaso de vino o su jarra de cerveza a la luz del día, bajo la mirada indulgente de algún fiel servidor del Estado, en lugar de reunirse clandestinamente para conspirar contra el régimen. Excelentes válvulas de seguridad, se dijo Reynolds, amargamente.
Se detuvo nada más cruzar la puerta, y luego echó a andar de nuevo, sin prisa. Junto a la puerta había dos mesas llenas de soldados rusos que reían, cantaban y golpeaban la mesa con los vasos, promoviendo gran alboroto. Reynolds se dijo que parecían bastante inofensivos, y sin duda por eso se había elegido aquel café como punto de la cita. Nadie buscaría a un espía occidental en el lugar de reunión de los soldados rusos. No obstante, aquéllos eran los primeros rusos que veía Reynolds, y prefería no detenerse demasiado.
Se dirigió hacia el fondo del café, y la vio casi inmediatamente, sola, en una mesa para dos. Llevaba el impermeable con capucha que describiera el gerente del hotel, pero con la capucha baja y el cuello desabrochado. Miró a Reynolds simulando no conocerle, y él comprendió en seguida. Por allí había una media docena de mesas, cada una con una o dos plazas vacantes, y él se quedó dudando unos segundos, los suficiente para hacer notar su presencia. Entonces se dirigió hacia la mesa de Julia.
—¿Le importaría compartir su mesa conmigo? —preguntó.
Ella señaló con la mirada una mesa vacía que había en el rincón y se volvió de espaldas a él. No pronunció palabra, y Reynolds pudo oír risas ahogadas a su espalda. Arrimó su silla a la muchacha y preguntó:
—¿Alguna dificultad?
—Me siguen.
Se volvió hacia él con altivez y hostilidad. Es lista, pensó Reynolds, y buena actriz.
—¿Está él aquí?
Ella asintió casi imperceptiblemente.
—¿Dónde?
—Cerca de la puerta. Al lado de los soldados.
Reynolds no hizo siquiera ademán de volver la cabeza.
—Descríbamelo.
—Estatura regular, impermeable marrón, sin sombrero, cara delgada y bigote negro.
El desdén que reflejaba su rostro contrastaba cómicamente con sus palabras.
—Tenemos que deshacernos de él. Afuera. Salga usted primero. Yo la seguiré. —Reynolds alargó la mano, estrechó el antebrazo de la muchacha, se inclinó y sonrió con picardía—. Estuve tratando de conquistarla, y acabo de hacerle una proposición vergonzosa. ¿Cómo reacciona usted?
—De este modo. —Con la mano que le quedaba libre, le propinó un sonoro bofetón. Todas las conversaciones cesaron instantáneamente, y todos los ojos se volvieron hacia ellos. Julia se levantó, recogió el bolso y los guantes y, con actitud de reina ofendida, se dirigió hacia la salida, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. De pronto, como obedeciendo a una señal, las conversaciones y las risas se reanudaron. Reynolds sabía que la mayoría de aquellas risas estaban dedicadas a él.
Levantó una mano y se acarició la mejilla, que le ardía. Tampoco había necesidad de hacer las cosas tan a lo vivo, se dijo. Con expresión malhumorada, se volvió en su silla, a tiempo de ver salir a la muchacha. Un individuo con impermeable marrón se levantó entonces con disimulo de una mesa cercana a la puerta, dejó unas monedas sobre la mesa, y salió en pos de la muchacha, antes de que las puertas dejaran de moverse.
Reynolds se puso en pie, ostensiblemente deseoso de abandonar a toda prisa el escenario del ridículo. Sabía que todo el mundo le estaba mirando, y cuando se subió el cuello de la gabardina y se bajó el ala del sombrero, se oyeron nuevas risas ahogadas. Al llegar a la puerta, un fornido soldado ruso, con la cara encendida por el vino y la risa, le dijo algo, le dio una palmada en la espalda que le hizo caer contra el mostrador, y se retorció de risa, divertido por su propio ingenio. No conociendo a los rusos ni sus costumbres, Reynolds no tenía la menor idea de cuál debía ser su reacción en semejantes circunstancias. Se contentó con hacer una mueca consistente en un fruncimiento de cejas y una sonrisita boba, y salió rápidamente del local, sin dar tiempo al humorista para que repitiera la broma.
La nevada había amainado, y Reynolds pudo localizar sin dificultad a la muchacha y al hombre. Subían despacio por la acera de la izquierda, y él les siguió de lejos. Doscientos pasos, cuatrocientos, dos esquinas… Julia se detuvo en una parada de tranvía recubierta de cristales («tram-shelter»), junto a un grupo de tiendas. Su seguidor se deslizó al interior de un portal. Reynolds pasó de largo ante el portal y fue a reunirse con la muchacha.
—Está en un portal, detrás de nosotros —murmuró Reynolds—. ¿Cree que podría librar una lucha desesperada por su honor?
—Pero… —ella se interrumpió y miró furtivamente a derecha e izquierda—. Hemos de andar con cuidado. Es AVO, estoy segura, y todos los AVO son peligrosos.
—No podemos pasarnos la noche aquí —dijo Reynolds bruscamente. La miró con fijeza y la cogió por las solapas—. Será mejor que simule estrangularla. Así no tendrá que gritar pidiendo auxilio. ¡Ya somos bastantes!
El policía mordió el anzuelo. No hubiera sido humano, si no hubiera picado. Vio al hombre y a la mujer salir tambaleándose de la parada del tranvía. La mujer luchaba desesperadamente por desasirse de las manos que le atenazaban la garganta. Ni lo pensó. Cruzó la acera corriendo. La nieve ahogó sus pisadas. Llevaba el brazo derecho levantado, y blandía una porra. Reynolds, a una seña de la muchacha, giró sobre sus talones, le golpeó con el codo en el plexo solar y le asestó un fuerte golpe en la parte lateral del cuello con el canto de la mano. Coger la porra —un tubo lleno de plomo— echársela al bolsillo, sentar al hombre en un rincón de la parada del tranvía, coger a la muchacha del brazo y echar a correr fue cosa de segundos.
* * *
La muchacha se estremeció violentamente, y Reynolds la miró, sorprendido, en la casi completa oscuridad de la caseta del vigilante. En aquel estrecho recinto, resguardados de la nieve y del helado viento que soplaba fuera, la temperatura era casi templada y, a través de la gabardina, Reynolds percibía el calor del hombro de la muchacha. Reynolds trató de cogerle una mano —cuando llegaron a la caseta, diez minutos antes, la joven se había quitado los guantes, para restablecer la circulación en sus dedos dándose masajes— pero ella la apartó como si su contacto la abrasara.
—¿Qué es esto? ¿Todavía tiene frío? —susurró Reynolds, perplejo.
—No sé… Sí, lo sé. No es frío —volvió a estremecerse—. Es usted… es un ser inhumano, y tengo miedo de las personas inhumanas.
—¿Miedo de mí? —La voz de Reynolds sonó incrédula—. Querida niña, soy incapaz de tocarle ni un cabello.
—¡No me llame niña! —dijo ella, con una brusca llamarada de genio. Y luego, en voz baja, añadió—: Ya sé que no me haría ningún daño.
—Entonces, ¿de qué se me acusa? ¿Qué he hecho?
—Nada. Eso es lo malo. No es lo que hace, sino lo que no hace. No demuestra sentimientos ni emociones, ni le interesa nada, ni se apena por nada. ¡Oh, sí! Lo único que le interesa es su misión, pero el medio de realizarla le es absolutamente indiferente, mientras la misión se realice, nada importa. Dice el Conde que es usted como una máquina, un mecanismo que tiene por objeto realizar determinado trabajo, pero que carece de vida propia. Dice que es usted la única persona que conoce que es incapaz de sentir miedo, y él tiene miedo de la gente que no sabe tenerlo. ¡Imagínese, el Conde, miedo!
—¡Imagínese! —dijo Reynolds cortésmente.
—Y lo mismo dice Jansci. Dice que no es usted ni moral ni inmoral, simplemente amoral, con ciertos prejuicios anticomunistas y probritánicos que en sí no valen nada. Dice que para usted matar o no matar no es cuestión de bien o de mal, sino de simple conveniencia. Dice que es usted igual que centenares de hombres que ha conocido de la NKV, la SS y organizaciones parecidas, hombres que obedecen ciegamente y matan ciegamente, sin ni siquiera preguntarse si lo que hacen está bien o está mal. La única diferencia entre usted y ellos, según mi padre, es que usted no mataría por el placer de matar. Pero es la única diferencia.
—Tengo amigos en todas partes —murmuró Reynolds.
—¡Ya lo sé! ¿Comprende ahora lo que quiero decir? Es imposible tocarle. Y esta noche, encierra a un hombre en un armario, atado y amordazado, expuesto a asfixiarse, seguramente se habrá asfixiado, golpea a otro y lo deja tirado en la nieve para que se muera de frío, con este tiempo, no durará ni veinte minutos, y…
—Al primero pude matarle —dijo Reynolds suavemente—. Llevo silenciador. Y ¿cree que el de la porra no me hubiera dejado a mí tirado en la nieve para que me muriese yo de frío, si le hubiera dado ocasión?
—No se salga por la tangente. Y lo que es peor… ese pobre viejo. No le importa hacer lo que sea con tal de poder llevárselo a Inglaterra, ¿verdad? El cree que su mujer está muriéndose, y usted le atormenta hasta volverle loco de pena. Le hace creer que si ella muere, él la habrá matado. ¿Por qué, Mr. Reynolds, por qué?
—Ya sabe por qué. Porque soy un gángster amoral y sin sentimientos que trabaja como un autómata. Eso es lo que acaba de decir.
—Me canso inútilmente, ¿verdad Mr. Reynolds? —dijo ella con voz opaca.
—De ningún modo. —Reynolds sonrió en la oscuridad—. La estaría escuchando toda la noche, y estoy convencido de que no me hablaría con tanta severidad si no creyera que existe alguna esperanza de conversión.
—Se burla de mí, ¿verdad?
—Sólo una risita condescendiente y antipática. —De pronto, la cogió de la mano y susurró—: Cállese, no se mueva.
—Qué… —Fue la única palabra que ella logró articular antes de que Reynolds le tapara la boca con una mano. Empezó a debatirse, pero casi inmediatamente se quedó inmóvil. También ella acababa de oír el crujido de unas botas sobre la nieve. Permanecieron sin moverse, sin atreverse siquiera a respirar, mientras por su lado pasaban tres policías, y desaparecían por un tortuoso sendero que serpenteaba entre las hayas, los plátanos y los robles, desnudos de hojas y cargados de nieve, que bordeaban el nevado césped.
—Creí que esta parte de la isla de Margit estaba siempre desierta —susurró Reynolds furioso—, que nadie venía por aquí durante el invierno.
—Y así es —murmuró la muchacha—. Sabía que la policía hacía una ronda, pero no que pasaran por aquí. De todos modos, no volverán antes de una hora. Estoy segura. Margitsziget es muy grande, y tardarán en dar una vuelta completa.
Fue Julia, con los dientes castañeteando de frío y deseosa de encontrar un lugar donde poder hablar a solas —«El Ángel Blanco» era el único café abierto por aquellos alrededores—, quien sugirió ir a la isla de Margit. En algunos lugares de la isla estaba decretado el toque de queda, pero no se respetaba con demasiada escrupulosidad. Los guardias que patrullaban por los alrededores, pertenecían a las fuerzas de la policía municipal, no a la secreta, y eran tan distintos de los AVO como el yeso del queso. Reynolds, aterido como la muchacha, accedió inmediatamente, y la caseta del vigilante, rodeada de montones de grava y latas de alquitrán destinados a la reparación del pavimento, trabajo abandonado a la llegada del frío, les pareció el refugio ideal.
Allí, Julia le dio cuenta de lo sucedido últimamente en casa de Jansci. Los dos hombres que tan asiduamente habían estado vigilando la casa cometieron un error —sólo uno, desde luego, pero el último—. Se confiaron demasiado y empezaron a pasear por la acera del garaje, en lugar de seguir haciéndolo por la de enfrente. Y, en cierta ocasión, al encontrar la puerta abierta, se dejaron dominar por la curiosidad y se asomaron. Ese fue su error. Allí estaba Sandor esperándoles. Todavía no se sabía si eran vulgares delatores o miembros de la AVO, pues Sandor les machacó la cabeza un poco más fuerte de lo necesario. Lo único que importaba era que estaban encerrados, y ahora Reynolds podría ir allí sin temor, para hacer los planes para la salida del profesor. Pero no debía ir antes de medianoche. Jansci había insistido en ello.
Reynolds, por su parte, le refirió sus actividades de las últimas horas, y ahora, cuando los tres policías se hubieron alejado, se volvió a mirarla, en la oscuridad de su refugio. La mano de la muchacha estaba todavía en la de él, pero ella no se daba cuenta, y aquella mano estaba rígida.
—Realmente, esta vida no es para usted, miss Illyurin —dijo suavemente—. Son pocos los que están hechos a ella. Usted no se queda aquí porque le guste, ¿verdad?
—¡Gustarme! Dios mío, ¿es que puede gustar a alguien? ¡Si todo es temor, hambre y opresión! Y, para nosotros, la huida. Siempre de un lado para otro, siempre mirando hacia atrás, para ver si nos sigue alguien, y temiendo mirar, por si realmente nos sigue alguien. Temiendo siempre hablar con indiscreción o reír con inoportunidad.
—Usted se marcharía a Occidente mañana mismo, ¿verdad?
—Sí. No, no. No puedo. El caso es que…
—Espera a su madre, ¿verdad?
—¡Mi madre! —Él la sintió volverse a mirarle en la oscuridad—. Mi madre ha muerto, Mr. Reynolds.
—¿Qué ha muerto? —exclamó él, asombrado—. No es eso lo que dice su padre.
—Ya lo sé —su voz se dulcificó—. ¡Pobre Jansci! Nunca podrá llegar a convencerse de que mamá haya muerto. Pero estaba moribunda cuando se la llevaron. Tenía un pulmón casi deshecho. No es posible que resistiera ni dos días. Pero Jansci no quiere creerlo. Mientras viva, seguirá esperando.
—Pero usted finge creerlo también.
—Sí. Permanezco aquí porque soy lo único que a Jansci le queda en el mundo, y no puedo abandonarle. Pero si le dijera esto, me haría cruzar la frontera mañana mismo… nunca consentiría que arriesgara la vida por él. Por eso le digo que espero a mamá.
—Ya comprendo. —A Reynolds no se le ocurrió otra cosa, y se preguntó si él podría hacer lo que hacía aquella muchacha, pensando como ella pensaba. Recordó la impresión que le causara Jansci, su aparente indiferencia por la suerte de su esposa—. Pero ¿su padre la ha buscado?
—A usted le parece que no, ¿verdad? Siempre da esa impresión, no sé por qué. —Hizo una pausa, y luego prosiguió—: No me creerá, nadie lo cree, pero es la verdad: existen en Hungría nueve campos de concentración. En los dieciocho meses, Jansci ha estado en cinco de ellos, buscando a mi madre. Y, como puede ver, ha vuelto a salir. Imposible, ¿verdad?
—Imposible —repitió Reynolds.
—Y ha buscado en más de un millar de granjas colectivas. O lo que, antes de la Revolución de Octubre, eran granjas colectivas. Sin resultado. Nunca la encontrará. Pero no por eso deja de buscar. Siempre seguirá buscando.
Algo en su voz atrajo la atención de Reynolds. Levantó una mano y le tocó la mejilla. Estaba húmeda, pero ella no se movió ni pareció ofenderse por el gesto.
—Ya le dije que esta clase de vida no era apropiada para usted, miss Illyurin.
—Julia, siempre Julia. No debe pronunciar nunca ese otro nombre, ni pensar en él. ¿Por qué le cuento todo esto?
—¡Quién sabe! Pero siga contando. Cuénteme cosas de Jansci. Sé algo de él, pero poca cosa.
—¿Qué puedo contarle? Usted dice saber algo. Yo tampoco sé mucho. No le gusta hablar del pasado, ni siquiera dice por qué se resiste a hablar. Creo que es porque ahora sólo vive para la paz y para ayudar a todos los que le necesitan. Eso es lo que le oí decir en cierta ocasión… Creo que sus recuerdos le atormentan. Ha perdido tanto, y ha matado a tanta gente…
Reynolds no dijo nada y, después de una pausa, la muchacha prosiguió:
—El padre de Jansci era un líder comunista de Ucrania. Era un buen comunista y una buena persona. Se puede ser ambas cosas, Mr. Reynolds. En 1938, él y casi todos los comunistas prominentes de Ucrania murieron en las cámaras de tormento de la policía secreta de Kief. Allí empezó todo. Jansci ejecutó a los asesinos de su padre y a algunos de sus jueces, pero eran demasiados contra él. Fue llevado a Siberia, y pasó seis meses en una celda subterránea del campo de tránsito de Vladivostok, esperando que se fundiera el hielo y llegara el vapor que debía llevárselo. Pasó seis meses sin ver la luz y sin ver a otro ser viviente. Le bajaban los mendrugos y el agua por un agujero del techo. Todos conocían su identidad, y debía morir despacio. No tenía mantas ni cama, y la temperatura era de muchos grados bajo cero. Durante el último mes, le suprimieron el agua, pero Jansci sobrevivió lamiendo el hielo que se formaba en la puerta metálica de la celda. Allí empezaron a darse cuenta de que Jansci era indestructible.
—Siga, siga, por favor. —Reynolds seguía oprimiendo la mano de la muchacha, pero ninguno de los dos se daba cuenta—. ¿Qué ocurrió después?
—Llegó el buque y se lo llevó a las montañas de Kolyma. Nadie había vuelto nunca de las montañas de Kolyma, pero Jansci volvió. —Reynolds advertía el horror que temblaba en la voz de la muchacha, al referir sucesos en los que debió pensar centenares de veces—. Aquéllos fueron los peores meses de su existencia. No sé lo que ocurrió allí. No creo que haya nadie con vida que lo sepa. Lo único que sé es que algunas veces, Jansci se levanta en sueños, con la cara lívida, gritando: «¡Davai, davai!», ¡en marcha, en marcha!, y «¡Bystrey, bystrey!», ¡más de prisa, más de prisa! Es algo relacionado con el arrastre de trineos; y tampoco puede soportar el tintineo de los cascabeles de un trineo. Habrá observado que le faltan dedos. Uno de los deportes favoritos de la NKVD, la OGPU como se llamaba entonces, consistía en atar a los prisioneros a los trineos de hélice y ver quién podía acercarlos más a la hélice… Algunas veces los arrimaban demasiado y la cara… —Guardó silencio durante un momento, y luego prosiguió, con voz temblorosa—: Hay que admitir que Jansci tuvo suerte. Sólo perdió dos dedos. Y sus manos, ¿sabe usted cómo se hizo esas cicatrices?
Él movió la cabeza negativamente, y la muchacha pareció advertir el movimiento en la oscuridad.
—Lobos, Mr. Reynolds, lobos hambrientos. Los guardianes los cazaban con trampas, los dejaban varios días sin comer y luego arrojaban a un hombre y a un lobo al mismo foso. El hombre no tenía más que las manos para defenderse. Jansci no tenía más que las manos. Sus brazos, todo su cuerpo está lleno de esas cicatrices.
—No es posible. Nada de eso es posible.
Reynolds parecía querer convencerse de algo que le parecía inconcebible.
—En Kolyma todo es posible. Y no fue eso lo peor. Eso no fue nada. Le ocurrieron otras cosas, terribles y denigrantes, pero nunca me las ha referido.
—¿Y las señales de la crucifixión que tiene en las palmas de las manos?
—No son señales de crucifixión. Todos los grabados bíblicos están mal. No es posible crucificar a nadie por las palmas de la mano. Jansci había hecho algo horrible, no sé qué, de modo que se lo llevaron a la taiga, al bosque, en pleno invierno, le desnudaron, le clavaron a dos árboles que crecían juntos y le dejaron allí. Sabían que no tardaría en morir, o el frío o los lobos acabarían con él… Pero consiguió escapar. Encontró su ropa donde la habían tirado, y se marchó de Kolyma. Allí perdió las yemas de los dedos, las uñas y los dedos de los pies. ¿Se ha dado cuenta de la forma en que anda?
—Sí. —Reynolds recordó el modo de andar envarado de Jansci, recordó también la infinita bondad y dulzura de su rostro, y trató de asociar aquel rostro con aquel horrible pasado, pero la diferencia era demasiado brutal, y su imaginación no alcanzaba a tanto—. Nunca hubiera creído que nadie pudiera sobrevivir a laníos sufrimientos, Julia. Debe de ser indestructible.
—Yo también lo creo… Tardó cuatro meses en llegar al ferrocarril transiberiano, en el punto en que cruza el Lena, y, cuando detuvo el tren, había perdido la razón. Estuvo loco durante mucho tiempo, pero finalmente logró reponerse y volver a Ucrania. Eso ocurrió en 1941. Se alistó en el Ejército y, antes de un año había alcanzado el grado de comandante. Se alistó por la misma razón por la que se alistaron la mayoría de ucranianos: para esperar la oportunidad, que siguen esperando todavía, de levantar a sus regimientos contra el Ejército Rojo. Y la oportunidad se presentó pronto, cuando Alemania atacó.
Después de una pausa, la muchacha continuó:
—Ahora sabemos (entonces no) lo que los rusos decían al mundo. Ahora sabemos lo que contaban, acerca de la sangrienta retirada hasta el Dniéper, de la tierra chamuscada, de la desesperada defensa de Kief. Mentira, mentira, todo mentira. Y pensar que hay gente que todavía no lo sabe… —Su voz se dulcificó al recordarlo—. Recibimos a los alemanes con los brazos abiertos. Les dispensamos la acogida más maravillosa que haya tenido nunca ejército alguno. Les dimos comida y vino, engalanamos las calles y adornamos los grupos de asalto con guirnaldas de flores. En defensa de Kief no se hizo ni un solo disparo. Regimientos y divisiones ucranianas se pasaban en masa a los alemanes. Jansci dijo que la historia no conocía cosa igual, y los alemanes no tardaron en disponer de un ejército de un millón de rusos, que luchaba a su lado, al mando del general soviético Andrei Vlassof. Jansci estaba con aquel ejército, ascendió a comandante general, y llegó a convertirse en uno de los mejores ayudantes de Vlassof. Luchó con aquel ejército hasta que, en 1943, los alemanes llegaron, en su retirada, a Vinnitsa, su ciudad natal. —La muchacha enmudeció unos momentos. Luego continuó—: Después de Vinnitsa, Jansci se convirtió en otro hombre. Juró no volver a pelear, ni volver a matar. Y ha cumplido su palabra.
—¿Vinnitsa? —La curiosidad de Reynolds se despertó—. ¿Qué ocurrió en Vinnitsa?
—¿Es que nunca ha oído hablar de Vinnitsa?
—No.
—¡Dios mío! —susurró ella—. Creí que todo el mundo sabía lo ocurrido en Vinnitsa.
—Lo siento. No lo sé. ¿Qué ocurrió?
—No me obligue a decírselo. —Reynolds la oyó suspirar entrecortadamente—. Pregunte a quien quiera, pero no a mí.
—Bueno, bueno. —Reynolds estaba sorprendido. Notaba que los sollozos sacudían el cuerpo de la muchacha, y le dio unas palmaditas en el hombro—. Déjelo. No importa.
—Gracias —dijo ella con voz ahogada—. Y eso es todo, Mr. Reynolds. Jansci fue a visitar su antigua casa de Vinnitsa, y los rusos le estaban esperando, hacía tiempo que le esperaban. Le dieron el mando de un regimiento ucraniano, compuesto por desertores en su totalidad, y, sin apenas armas ni uniformes, fueron situados en una posición suicida. Esto ocurrió a docenas de millares de ucranianos. Volvió a caer en manos de los alemanes. Después de tirar las armas, se pasó a sus filas, fue reconocido y pasó el resto de la guerra con el general Vlassof. Después de la guerra, el ejército ucraniano de liberación se desintegró. Algunos de sus hombres, tanto si lo cree como si no, siguen luchando. Allí conoció al Conde. Nunca se han separado.
—Es polaco, ¿verdad?
—Sí. Se conocieron en Polonia.
—Y ¿quién es en realidad?
*** NO HAY *** notó, más que vio, el movimiento de cabeza en la oscuridad.
—Jansci lo sabe, pero es el único. Lo único que yo sé es que, después de mi padre, es la persona más maravillosa que he conocido. Existe entre ellos dos una especie de vínculo. Tal vez sea que los dos han hecho correr tanta sangre, y que ninguno de ellos ha matado a nadie desde hace muchos años. Son hombres abnegados, Mr. Reynolds.
—¿Es realmente conde?
—Sí. Es lo único que sé. Era dueño de vastas posesiones, lagos, bosques y pastos en un lugar llamado Augustow, cerca de la antigua frontera entre Lituania y la Prusia Oriental. En 1939, peleó contra los alemanes. Luego, se pasó a la resistencia. Después de algún tiempo, fue capturado, y los alemanes creyeron que sería divertido obligar a un aristócrata polaco a ganarse la vida haciendo trabajos forzados. Y ya se puede imaginarse qué clase de trabajos, Mr. Reynolds: limpiar la judería de Varsovia de millares de cadáveres, después que los Stukas y los tanques pasaran por allí. El y unos cuantos más mataron a sus guardianes y se alistaron en el ejército de resistencia del general Bor. Ya recordará lo que sucedió. El mariscal Rossokovsky detuvo a sus ejércitos rusos a las puertas de Varsovia, y dejó que los alemanes y los de la resistencia polaca lucharan hasta la muerte en las cloacas de Varsovia.
—Lo recuerdo. La gente habla de aquella batalla como de la más feroz de toda la guerra. Los polacos fueron aniquilados, desde luego.
—Casi todos. Los que quedaron con vida, como el Conde, fueron llevados a las cámaras de gas de Auschwitz. Allí, los alemanes, no sé por qué, los dejaron marchar a casi todos, pero no sin antes marcarlos. El Conde lleva su número en la parte interior del antebrazo, desde la muñeca hasta el codo. Unas cicatrices horribles.
Se estremeció.
—¿Y entonces conoció a Jansci?
—Sí. Los dos estaban con Vlassof, pero no siguieron con él mucho tiempo. Las matanzas sin ton ni son les horrorizaban. Aquellas hordas solían disfrazarse de rusos, hacían parar los trenes polacos y mataban a todos los pasajeros que llevaran carnets del Partido Comunista… Muchos de aquellos hombres no tenían más remedio que inscribirse en el Partido, si querían que sus familias pudieran sobrevivir. O entraban en las ciudades, cogían a los «stakhanovistas» y a sus simpatizantes, y los arrojaban a los hielos del Vístula. Por eso se marcharon a Checoslovaquia, y se unieron a los partisanos de Slakof, en el Alto Tatra.
—Incluso en Inglaterra se habla de ellos —dijo Reynolds—. Son los más feroces e independientes luchadores de todo Centroeuropa.
—Creo que Jansci y el Conde estarían de acuerdo con usted —dijo ella con vehemencia—. Pero los dejaron pronto. Los eslovacos no estaban interesados en luchar por algo en particular, lo único que les interesaba era luchar, y cuando había calma, lo mismo les daba luchar entre ellos. Así pues, Jansci y el Conde vinieron a Hungría. Hace siete años que están aquí. La mayoría del tiempo fuera de Budapest.
—¿Y cuánto tiempo lleva usted aquí?
—El mismo. Una de las primeras cosas que hicieron Jansci y el Conde fue ir a buscarnos a Ucrania y traernos aquí, pasando por los Cárpatos y el Alto Tatra. Dicho así parece algo terrible, pero en realidad fue un viaje delicioso. Era verano, hacía sol, conocían a todo el mundo, tenían amigos en todas partes. Nunca vi a mi madre tan feliz.
—Sí. —Reynolds desvió la conversación—. Conozco el resto. El Conde escamotea al desgraciado que va a caer en manos del verdugo y Jansci le hace salir del país. Sólo en Inglaterra he hablado con docenas de personas que consiguieron escapar gracias a Jansci. Lo más extraño es que ninguna de ellas aborrece a los rusos. Todos quieren la paz. Jansci les convence a todos para que prediquen por la paz. ¡Trató incluso de convencerme a mí!
—Es un hombre maravilloso —dijo ella suavemente. Permanecieron uno o dos minutos sin hablar. Luego, dijo, sorprendiéndole—: No es usted casado, ¿verdad, Mr. Reynolds?
—¿Qué dice?
El brusco cambio de tema desconcertó a Reynolds.
—No tiene usted esposa, ni novia, ni nada. Y por favor, no me diga: «No, y no se moleste en solicitar la vacante», porque eso sería cruel, rudo y mezquino, y no creo que sea usted ninguna de estas cosas.
—¡Pero si no he abierto la boca! —protestó Reynolds—. En cuanto a su pregunta, ya la contestó usted misma. Las mujeres y mi clase de vida no concuerdan. Eso salta a la vista.
—Sí, y también que esta noche desvió usted la conversación dos o tres veces, en momentos… difíciles. Los monstruos inhumanos no se preocupan por esas cosas. Siento mucho habérselo llamado, pero estoy contenta de haberme dado cuenta de mi error antes que Jansci y el Conde. No sabe lo que es la vida con esos dos. Siempre tienen razón, y yo siempre estoy equivocada. Pero, por una vez, yo soy quien tiene razón.
—No sé de qué está hablando… —empezó a decir Reynolds cortésmente.
—¿No le gustaría verles la cara cuando les diga que esta noche Mr. Reynolds me tuvo abrazada durante diez minutos? —Su voz continuaba serena, pero se adivinaba el esfuerzo que tenía que hacer por contener la risa—. Me rodeó los hombros con su brazo cuando creyó que lloraba, y era verdad —admitió—. La piel de lobo se le está deshilachando, Mr. Reynolds.
—¡Caramba! —exclamó Reynolds, perplejo. Entonces se dio cuenta de que tenía a la muchacha cogida por los hombros, y sintió que su cabello le rozaba el dorso de la mano. Murmuró una frase de disculpa, y ya iba a retirar el brazo, cuando se quedó inmóvil. Luego, pegando los labios al oído de la muchacha, susurró—: Tenemos compañía, Julia.
Miró por el rabillo del ojo, y su mirada le confirmó lo que su finísimo oído le había advertido. Había dejado de nevar y pudo ver con claridad que tres hombres avanzaban sigilosamente hacia ellos. Les hubiera descubierto veinte metros más lejos, si no se hubiese distraído momentáneamente. Por segunda vez, Julia se equivocó acerca de los policías, y ahora no sería posible eludirlos. Aquel sigiloso avance daba a entender que habían descubierto su presencia en la caseta.
Reynolds no vaciló ni un momento. Rodeó la cintura de la muchacha con el otro brazo, se inclinó y la besó. Al principio, como por instinto, ella trató de rechazarle y de volver la cara. Tenía el cuerpo rígido. Pero pronto dejó de oponer resistencia, y Reynolds se dio cuenta de que había comprendido. La muchacha era lista, digna hija de su padre. Ella le puso la mano en el cuello.
Pasaron diez segundos, veinte… Los policías (y Reynolds encontraba cada vez más difícil concentrar sus pensamientos en los policías) no se daban ninguna prisa, pero no importaba demasiado. Y Reynolds hubiera jurado que empezaba a aumentar la presión de aquella mano en su cuello, cuando se encendió una potente linterna y una voz jovial dijo:
—Caramba, Stefan. Diga lo que diga la gente, la nueva generación no tiene nada de malo. Aquí los tienes, con una temperatura de cero grados, como si estuvieran en las playas de Balaton, en plena ola de calor. Bueno, bueno, no tan de prisa, jovencito. —Una manaza salió de detrás de la linterna y empujó a Reynolds, que trataba de ponerse en pie, haciéndole caer de nuevo al suelo—. ¿Qué hacen aquí? ¿No saben que este lugar está prohibido por la noche?
—Ya lo sé —murmuró Reynolds, entre asustado y cohibido—. Lo siento. No teníamos otro sitio donde refugiarnos.
—¡Tonterías! —exclamó el del alegre vozarrón—. Cuando yo tenía su edad, amiguito, durante el invierno no había nada mejor que los reservados de «El Ángel Blanco». A un par de manzanas de aquí.
—Estábamos en «El Ángel Blanco»… —empezó.
—Su documentación —exigió otra voz. Era una vocecilla fría, dura y antipática—. ¿La lleva encima?
—Claro que sí.
El dueño de aquella voz era un personaje totalmente distinto. Reynolds metió la mano en el interior de la americana, y sus dedos se cerraron alrededor de la culata de su pistola, cuando el primer policía volvió a hablar.
—No seas tonto, Stefan. Lees demasiadas novelas policíacas. ¿Le has tomado por algún espía enviado por Occidente para descubrir la colaboración que podría conseguir de las señoras de Budapest para un futuro levantamiento? —Soltó una carcajada, y se golpeó el muslo, muy divertido. Luego se enderezó, lentamente—. Además, se ve que ha nacido en Budapest. ¿Dijo «El Ángel Blanco»? —Su voz cambió ligeramente—. Salgan de ahí los dos.
Se levantaron, envarados por el frío, y la linterna brilló tan cerca de la cara de Reynolds, que éste apretó los párpados.
—Es él —dijo alegremente el policía—. El del bofetón. Mira, todavía tiene los cinco dedos marcados en la mejilla. No es extraño que no haya querido volver allá. Lo que me sorprende es que no le dislocara la mandíbula. —Enfocó a Julia, que entornó los ojos, deslumbrada—. Tiene aspecto de pegar fuerte, y complexión de boxeador. —Sin hacer caso de la ofendida exclamación de la muchacha, se volvió hacia Reynolds y prosiguió, agitando el dedo en señal de advertencia, con la solemnidad del actor que disfruta con su papel—: Mucho cuidado, joven. Bonita, pero… ya verá. Si a los veinte está ya tan llenita, ¿cómo estará a los cuarenta? ¡Tendría que ver a mi mujer! —Se echó a reír nuevamente, y agitó una mano en señal de despedida—. Vamos, marchaos, hijos míos. La próxima vez, al calabozo.
Cinco minutos después, se despedían, al otro lado del puente. Empezaba a nevar nuevamente. Reynolds consultó su reloj luminoso.
—Son poco más de las nueve. Dentro de tres horas estaré allí.
—Le esperaremos. Entretanto yo les contaré con todo detalle que casi le disloqué la mandíbula y que el monstruo frío y calculador me abrazó y me estuvo besando durante un minuto sin pararse a respirar.
—¡Treinta segundos! —protestó Reynolds.
—Por lo menos, minuto y medio. Y no les diré por qué. Tengo ganas de ver la cara que ponen.
—Estoy en sus manos —sonrió Reynolds—. Pero no olvide decirles cómo será cuando llegue a los cuarenta.
—No lo olvidaré —prometió. Estaba cerca de él, y Reynolds pudo ver que los ojos le brillaban de malicia—. Después de lo que ha pasado entre nosotros —continuó ella en tono solemne—, esto representa menos que un apretón de manos. —Se empinó sobre las puntas de los pies, le rozó la mejilla con los labios y desapareció apresuradamente en la oscuridad. Reynolds permaneció sin moverse durante casi un minuto, acariciándose la mejilla y mirando en la dirección en que había desaparecido la muchacha. Luego, masculló algo entre dientes, y giró sobre sus talones, agachando la cabeza contra la nieve, y con el sombrero echado sobre los ojos.
* * *
Cuando Reynolds llegó, sin ser visto, a su habitación del hotel, por la escalerilla de incendios, eran las diez menos veinte. Estaba transido de frío y muerto de hambre. Hizo girar la llave de la calefacción, comprobó que durante su ausencia no hubiera entrado nadie, y llamó al gerente por teléfono. No había ningún recado para él. Estaría encantado de subirle la cena, a pesar de la hora; el «chef» se iba ya a la cama, pero tendría sumo gusto en demostrar al señor Rakosi lo que podía hacerse a modo de cena improvisada. Reynolds, con sequedad, le dijo que lo que importaba era la rapidez, y que las obras de arte culinarias podrían esperar a otro día.
Poco después de las once, después de despachar una opípara cena y casi toda una botella de Soproni, se encontraba ya dispuesto a marcharse. Todavía faltaba casi una hora para la cita, pero el trayecto que no tardó más que seis o siete minutos en recorrer en el Mercedes del Conde, le resultaría mucho más largo a pie, máxime teniendo en cuenta que, para mayor seguridad, tendría que dar algún rodeo. Se cambió la húmeda camisa, la corbata y los calcetines, dobló las prendas y las guardó cuidadosamente, pues en aquel momento no sabía que nunca más volvería a ver aquella habitación ni lo que en ella había. Encajó la llave en la cerradura y salió a la escalerilla de incendios. Al llegar a la calle, oyó sonar insistentemente un teléfono a lo lejos, pero no hizo caso. Aquel timbre podía salir de un centenar de habitaciones.
Cuando llegó a la calle de Jansci, eran poco más de las doce. A pesar del paso ligero que había llevado, estaba helado, aunque satisfecho, pues estaba seguro de que no le habían seguido. Si el Conde tuviera un poco de aquel magnífico barack…
La calle estaba desierta, y la puerta del garaje, abierta, según lo convenido. Entró sin detenerse y se dirigió, confiadamente, hacia el corredor. No había dado ni cuatro pasos en el garaje, cuando se encendió la luz y las puertas metálicas se cerraron con estrépito detrás de él.
Reynolds se quedó inmóvil, con las manos separadas del cuerpo. Luego, miró lentamente alrededor. En cada rincón del garaje había un sonriente AVO apuntándole con una metralleta, con sus inconfundibles gorros puntiagudos y largos capotes. Imposible equivocarse cuando se trataba de los auténticos, se dijo Reynolds. La brutalidad y el sadismo de la chusma que automáticamente se abre camino hacia la Policía Secreta en todos los países comunistas del mundo los retrata.
Pero fue el quinto hombre, el que estaba junto a la puerta del pasillo, el que retuvo su atención. Tenía cara de judío, morena, delgada e inteligente. Adelantándose dos pasos y haciendo una leve inclinación dijo, irónicamente:
—Si no me equivoco, tengo el honor de dirigirme al capitán Michael Reynolds, del Servicio Secreto Británico. Es usted muy puntual, y se lo agradecemos sinceramente. A los de la AVO no nos gusta esperar