Capítulo IV

Con la inevitable boquilla entre los dientes y el inevitable cigarrillo ruso bien encendido, el Conde apoyó un codo en el timbre y no lo levantó hasta que un hombrecillo, en mangas de camisa, sin afeitar y restregándose los ojos de sueño, salió precipitadamente del cuchitril situado detrás del pupitre de recepción del hotel. El conde le miró con desaprobación.

—Los porteros de noche deben dormir durante el día —dijo fríamente—. Llame al gerente, rápido.

—¿El gerente? ¿A estas horas? —El portero miró con insolencia el reloj que colgaba sobre su cabeza, luego su mirada se posó en el Conde, vestido ahora con traje gris e impermeable «raglan» del mismo tono, y, sin disimular su impaciencia, dijo—: El gerente está durmiendo. Vuelvan por la mañana.

Se oyó un ruido de ropa rasgada y un jadeo de dolor. El Conde le había cogido por la pechera de la camisa, atrayéndolo hacia sí, mientras, con la otra mano, ponía un carnet a pocos centímetros de los asombrados ojos del portero. Tras un momento de silencio, el Conde lo arrojó despreciativamente contra el casillero de la correspondencia, al que el hombre se aferró, tratando de conservar el equilibrio.

—Perdón, camarada, perdón. —El portero se pasó la lengua por sus resecos labios—. Yo… yo no sabía…

—¿Quién querías que viniese, a estas horas de la noche? —preguntó el Conde con suavidad.

—¡Nadie, camarada, nadie! Absolutamente nadie. Lo único es que… como estuvisteis aquí hace escasamente veinte minutos…

—¿Yo estuve aquí? —preguntó el Conde, levantando una ceja.

—No, claro que no. Tú, no. Tus hombres, quiero decir. Vinieron…

—Lo sé, lo sé. Los envié yo mismo. —El Conde hizo un gesto de hastío con la mano y el portero cruzó el vestíbulo a toda prisa. Reynolds se levantó del banco que ocupara hasta entonces, junto a la pared, y se acercó al conde.

—Magnífica exhibición —murmuró—. Hasta a mí logró asustarme.

—Es la práctica —dijo el Conde, con modestia—. Me ayuda a conservar mi reputación, y no les hace ningún daño permanente, a pesar de lo triste que resulta oírse llamar «camarada» por semejante pedazo de bruto… ¿Oyó lo que dijo?

—Sí. No pierden el tiempo, ¿eh?

—A su manera, son competentes, aunque no muy imaginativos. Antes de que sea de día habrán registrado todos los hoteles de la ciudad. Es una posibilidad muy remota, pero no pueden permitirse el lujo de descuidarla. Aquí estará ahora tres veces más seguro que en casa de Jansci.

Reynolds asintió en silencio. Apenas había transcurrido media hora desde que Jansci accediera a ayudarle. Jansci y el Conde se habían mostrado de acuerdo en que debería salir de allí inmediatamente: quedarse podía resultar peligroso. Además, de la falta de espacio, el lugar tenía otros inconvenientes: era solitario y apartado, y las entradas y salidas de un forastero, a cualquier hora del día o de la noche, llamarían forzosamente la atención. La casa estaba demasiado lejos del centro de la ciudad, de los lujosos hoteles de Pest donde sin duda se alojaría Jennings. Y, lo que era peor de todo, carecía de teléfono.

Era, también, peligroso porque Jansci estaba cada día más seguro de que la casa estaba vigilada. Durante los últimos dos días, tanto Sandor como Imre habían visto a dos individuos que, unas veces solos y otras, juntos, paseaban lentamente por la acera del otro lado de la calle. Era poco probable que se tratara de policías, pero era menos probable todavía que se tratara de inocentes transeúntes. Como cualquier otra ciudad de un estado policíaco, Budapest contaba con centenares de soplones profesionales. Probablemente, aquellos dos individuos sólo querían confirmar sus sospechas y reunir pruebas antes de ir a la policía a cobrar su dinero de sangre. A Reynolds le sorprendió la indiferencia con que Jansci hablaba de semejante peligro, pero después, mientras atravesaban en el Mercedes las nevadas calles de Budapest, el Conde le explicó que la necesidad de mudarse de escondite a causa de las sospechas del vecindario era algo que casi había pasado a formar parte de la rutina. Además, Jansci poseía una especie de sexto sentido para determinar el momento de levantar el campo que, hasta entonces, nunca les había fallado. Aquello resultaba un fastidio, sí, pero no un grave inconveniente. Tenían media docena de escondites y su cuartel general, situado en el campo, era conocido sólo de Jansci, de Julia y de él mismo.

Los pensamientos de Reynolds fueron interrumpidos por el ruido de una puerta que acababa de abrirse al otro extremo del vestíbulo. Por ella salió apresuradamente un hombre, arreglándose el cuello de la americana que acababa de ponerse sobre una arrugada camisa. Los hierros que llevaba en los tacones producían un repiqueteo casi cómico, por lo apresurado, sobre el pavimento. Su rostro, delgado, con unas gafas cabalgando en la nariz, reflejaba temor y ansiedad.

—Mil perdones, camarada, mil perdones. —Se retorcía las manos de angustia—. Este pedazo de asno… —empezó a decir mirando al portero con rabia.

—¿Eres el gerente? —le interrumpió el Conde, secamente.

—Sí, sí, desde luego.

—Entonces dile al asno que se vaya. Tengo que hablar contigo a solas.

Esperó hasta que el portero hubo salido. Entonces sacó su pitillera de oro, escogió con cuidado un cigarrillo, lo examinó con atención, lo insertó en la boquilla, buscó parsimoniosamente la caja de cerillas y, después de sacar una cerilla, encendió, por fin el cigarrillo. Bonita puesta en escena, se dijo Reynolds imparcialmente. El gerente, que salió ya asustado, estaba ahora a un paso del histerismo.

—¿Qué ocurre, camarada, qué es lo que está mal? —En sus esfuerzos por conservar la voz firme, empezó gritando excesivamente, para acabar en un murmullo—. Si puedo ayudar a la AVO, sea como sea, yo te aseguro…

—Hablarás sólo cuando yo te pregunte —dijo el Conde sin levantar siquiera la voz, pero el gerente se encogió a ojos vistas y apretó los labios, aterrado—. ¿Hablaste con mis hombres hace un rato?

—Sí, sí, ahora mismo. No había tenido tiempo ni de volver a dormirme…

—Limítate a contestar a mis preguntas —repitió el Conde, suavemente—. Espero no tener que volver a repetírtelo… Te preguntaron si había llegado algún nuevo cliente, repasaron el libro de entradas, y registraron las habitaciones. Te dieron también una descripción mecanografiada del hombre que andan buscando…

—Aquí la tengo, camarada. —El gerente se golpeó el bolsillo interior de la americana.

—Y te ordenaron que llamaras inmediatamente por teléfono si aparecía por aquí alguien que tuviera algún parecido con esa descripción.

El gerente asintió.

—Olvídalo todo —ordenó el Conde—. Las cosas van muy de prisa. Tenemos fundadas sospechas de que nuestro hombre viene hacia aquí y de que su enlace se hospeda ya en este hotel o llegará a él dentro de las próximas veinticuatro horas. —El Conde lanzó una bocanada de humo y miró con atención a su interlocutor—. Sabemos positivamente que ésta es la cuarta vez en tres meses que albergas en tu hotel a enemigos del Estado.

—¿Aquí? ¿En este hotel? —El gerente palideció—. Por Dios te juro, camarada…

—¿Dios? —El Conde arrugó la frente—. ¿Qué Dios?

La cara del gerente ya no estaba blanca, se había puesto del color de la ceniza. Los buenos comunistas nunca cometían semejantes deslices. Reynolds sintió pena por aquel pobre hombre, pero comprendía lo que se proponía el Conde: aterrorizarlo para hacer que le obedeciera sin la más leve protesta. Y ya lo había conseguido.

—Se me escapó, camarada. —Al gerente le temblaban las manos y las rodillas—. Te lo aseguro, camarada.

—Deja que sea yo quien te asegure a ti —la voz del Conde no era más que un susurro— que la próxima vez que tropieces nos ocuparemos de reeducarte un poco para eliminar esos sentimientos burgueses de que das prueba, y esa predisposición para dar asilo a gentes que sólo persiguen apuñalar por la espalda a nuestra madre patria. —El gerente abrió la boca para protestar, pero de su garganta no salió ni un sonido, y el Conde prosiguió, amenazador—. Mis instrucciones deben ser obedecidas, y obedecidas implícitamente. Se te considerará directo responsable de cualquier fracaso, por inevitable que sea… O esto, amigo, o el Canal del mar Negro.

—¡Haré todo lo que mandes, todo! —El gerente estaba lastimosamente aterrado, y tenía que aferrarse al pupitre para no caer—. Te lo juro, camarada.

—Es tu última oportunidad. —El Conde señaló a Reynolds con un movimiento de cabeza—. Es uno de mis hombres. Lo bastante parecido al espía que buscamos en estatura y rasgos generales. Además, le hemos disfrazado un poco. Si se sitúa en un rincón del salón poco iluminado, el enlace quizá le confunda y entonces, ya es nuestro. El enlace nos lo dirá todo. No hay quien resista a la AVO. Entonces cogeremos también al espía.

Reynolds miró al Conde, admirado. Sólo los años de adiestramiento le permitían conservarse impasible, mientras se preguntaba si la desfachatez de aquel hombre tendría algún límite. Pero el mismo Reynolds sabía que en la audacia y en la insolencia estaban sus mejores posibilidades de éxito.

—Aunque nada de esto te importa —siguió diciendo el conde—. Tus instrucciones son éstas: Darás una habitación a mi amigo, al que llamaremos señor Rakosi, la mejor habitación que tengas, con baño, salida de incendios, aparato de radio de onda corta, teléfono, despertador y un duplicado de todas las llaves maestras del hotel, y no permitirás que nadie se acerque a él, mientras él no te autorice. Nada de telefonistas a la escucha. Como puedes suponer, tenemos medios para descubrir cuando está intervenida una línea. No se acercarán a él ni camareros, ni mozos de piso, ni electricistas, ni fontaneros ni operarios de ninguna clase. Las comidas se las servirás tú mismo. A menos que el señor Rakosi decida aparecer, no existe. Nadie debe saber que existe. Ni siquiera tú le has visto. Ni a él ni a mí. ¿Está claro?

—Sí, desde luego, desde luego. —El gerente se aferraba frenéticamente a aquella última oportunidad—. Todo se hará exactamente como ordenes, camarada. Te doy mi palabra.

—Aún puedes vivir lo suficiente para explotar a unos cuantos miles de clientes —dijo el Conde desdeñosamente—. Advierte al bruto del portero que no diga una palabra, y enséñanos inmediatamente la habitación.

* * *

Cinco minutos después, estaban solos. La habitación de Reynolds no era muy grande, pero sí confortable y bien amueblada. Tenía radio y teléfono y una salida de incendios en el contiguo cuarto de baño. El Conde miró a su alrededor aprobadoramente.

—Aquí estará usted bien, por dos o tres días, por lo menos. Más, no. Sería peligroso. El gerente no hablará, pero siempre puede salir algún idiota o algún delator…

—¿Y después?

—Tendrá que convertirse en otra persona. Ahora me voy a la cama. Por la mañana, a primera hora, iré a ver a un amigo mío que está especializado en estas cosas. —El Conde se pasó la mano por la áspera y azulada mejilla—. Creo que lo mejor será un alemán, a poder ser del Ruhr… Dortmund, Essen o sus alrededores. Más convincente que su austríaco, se lo aseguro. El contrabando entre el Este y el Oeste ha llegado a adquirir tales proporciones que las transacciones se llevan a cabo entre los mismos industriales. Los intermediarios suizos y austríacos que solían canalizar las operaciones han perdido mucho terreno. Ahora escasean y, por lo tanto, resultan sospechosos. Puede ser suministrador de productos de aluminio y cobre. Le prestaré un libro que trate del asunto.

—… que son, desde luego, productos prohibidos.

—Naturalmente, amigo. Hay centenares de productos prohibidos, absolutamente proscritos por los gobiernos de Occidente, que entran a espuertas en los países del telón de acero. Es imposible calcular el valor de ese contrabando… Cien millones de libras… doscientos, nadie puede saberlo.

—¡Caramba! —Reynolds estaba asombrado, pero se rehízo rápidamente—. Y yo voy a contribuir a ese alud con mi aportación.

—Será la cosa más fácil del mundo. Usted envía la mercancía a Hamburgo o a cualquier otro puerto libre, con manifiestos y etiquetas falsos. Estos se cambian en la factoría y la mercancía es embarcada en un buque ruso. O, más fácil todavía, los manda a Francia, los desembala, los vuelve a embalar y los manda a Checoslovaquia. Según el Convenio de 1921, las mercancías pueden ser enviadas desde los países A a los países C, a través de un país B, sin estar sometidas a inspección aduanera. Sencillo, ¿no?

—Muy sencillo —admitió Reynolds—. Los gobiernos occidentales tratarán por todos los medios de poner coto…

—¡Los gobiernos! —rio el Conde—. Amigo Reynolds, cuando la economía de un país va en auge, el gobierno adolece de una acusada e incurable miopía. Hace poco, un ciudadano alemán, un líder socialista llamado, según creo, Wehner, eso es, Herbert Wehner, envió al Gobierno de Bonn una lista de seiscientas firmas, seiscientas, que tomaban parte muy activa en el contrabando.

—¿Y cuál fue el resultado?

—Seiscientos informadores, de seiscientas fábricas, en la calle —dijo el Conde lacónicamente—. Eso dijo Wehner, y él debía saberlo. Los negocios son los negocios y los beneficios son los beneficios, en todo el mundo. Los comunistas le recibirán con los brazos abiertos, con tal que les traiga lo que necesitan. Yo me ocuparé de ello. Será usted representante, socio o apoderado de alguna importante firma siderúrgica del Ruhr.

—¿Una firma real?

—Naturalmente. No podemos correr ningún riesgo. Y lo que esa firma no sepa, no le hará ningún daño. —El Conde extrajo del bolsillo una petaca de metal—. ¿Quiere un trago?

—No, muchas gracias.

Aquella noche, Reynolds le había visto consumir las tres cuartas partes de una botella de coñac; pero sus efectos, por lo menos en apariencia, no podían ser más insignificantes. Aquel hombre poseía una resistencia fenomenal. En realidad, se dijo Reynolds, aquel personaje era fenomenal en muchos aspectos, y enigmático también. De ordinario se mostraba como un humorista frío, de ingenio agudo y sarcástico. El rostro del Conde, en sus raros momentos de reposo, tenía una reserva que contrastaba violentamente con su modo de ser. Aunque tal vez fuera aquella reserva la que reflejara en realidad su modo de ser.

—Tanto mejor. —El Conde entró en el baño a buscar un vaso, se sirvió una buena dosis de coñac y se la bebió de un trago—. Es una medida puramente medicinal. Y cuanto menos beba usted, más bebo yo, y cuanto menos beba yo, mejor para mi salud. Como le digo, lo primero que haré por la mañana, será buscarle una identidad. Luego iré a Andrassy Ut para averiguar donde se hospedan los delegados rusos de la conferencia. Seguramente en el Hotel Tres Coronas. Todo el personal es agente de la AVO. Aunque también pueden ir a otro. —Sacó un lápiz y papel y escribió durante unos momentos—. Aquí están los nombres y direcciones de unos cuantos hoteles. Tienen que estar forzosamente en uno de ellos. Los he clasificado, con una letra, de la A a la H. Cuando le llame por teléfono, la inicial del nombre que utilice para dirigirme a usted corresponderá a la del hotel. ¿Comprendido?

Reynolds asintió.

—También procuraré enterarme del número de la habitación de Jennings. Se lo daré invertido en forma de precios de exportación. —El Conde se guardó la botella y se levantó—. Y eso es todo lo que puedo hacer por usted, Mr. Reynolds. El resto depende de usted. No me es posible acercarme al hotel donde se encuentra Jennings porque allí estarán mis hombres vigilando. Además, estaré de guardia desde mediodía hasta las diez de la noche. Y aunque pudiera acercarme a Jennings sería inútil. En seguida advertiría que soy un extranjero y sospecharía. Además, usted es el único que conoce a su esposa, y puede esgrimir todos los argumentos que hacen al caso.

—Ya ha hecho usted más que suficiente —dijo Reynolds—. Sigo vivo, ¿no? ¿De modo que tengo que quedarme en la habitación hasta que reciba noticias suyas?

—Exactamente. Bueno, ahora a dormir un poco, y vuelta al uniforme y a los aires aterradores. —El Conde sonrió torciendo la boca—. No puede imaginarse lo que es sentirse adorado por todos. Au revoir.

Cuando el Conde se marchó, Reynolds no perdió el tiempo. Se sentía horriblemente cansado. Cerró la puerta, dejando la llave de forma que no pudieran hacerla caer desde el exterior, arrimó el respaldo de una silla debajo del picaporte, para mayor seguridad, cerró las ventanas del baño y de la habitación, y llenó de vasos y otros objetos rompibles los alféizares, alarma infalible contra los intrusos, puso la pistola debajo de la almohada, se desnudó y se metió en la cama, con una sensación de profundo agradecimiento.

Durante uno o dos minutos solamente, pensó en lo sucedido durante las últimas horas. Pensó en el apacible y paciente Jansci, en aquel Jansci cuyo rostro y filosofía contrastaban de forma tan acusada con su pasado, lleno de hechos de una violencia inverosímil, en el Conde, su no menos enigmático amigo, en la hija de Jansci, de la que sólo, recordaba los ojos azules y el cabello rubio, en Sandor, tan apacible como su jefe, y en Imre, el de los ojos inquietos.

Trató de pensar en el día siguiente, mejor dicho en aquel mismo día, en las posibilidades que tenía de llegar hasta el profesor, en la mejor manera de encauzar la entrevista; pero estaba demasiado fatigado, sus pensamientos eran como las imágenes de un calidoscopio, sin contorno ni ilación, e incluso aquellas imágenes se fueron borrando hasta disolverse rápidamente en la nada cuando el sueño le invadió.

* * *

El estridente timbre del despertador le sobresaltó cuatro horas después. Se despertó con la desagradable sensación del que ha dormido sólo a medias, pero se despejó inmediatamente y paró el despertador antes de que hubiera sonado más de un par de segundos. Pidió café, se puso la bata, encendió un cigarrillo, salió a la puerta a coger la cafetera, la volvió a cerrar, y se puso los auriculares.

La clave que debía anunciar la feliz llegada de Brian a Suecia debía consistir en un error del locutor que diría: «… esta noche, perdón; quise decir: mañana noche…», pero en aquel programa de la BBC no figuraba tal error, y Reynolds se quitó los auriculares, sin experimentar ninguna desilusión. En realidad, no esperaba oírlo todavía, pero no se podía pasar por alto ni siquiera la más remota posibilidad. Acabó de tomar el café y volvió a dormirse a los pocos minutos.

Cuando se despertó de nuevo, se sentía ya completamente descansado. Era poco más de la una. Se lavó, se afeitó, pidió el almuerzo, se vistió y descorrió las cortinas de la ventana. Hacía tanto frío en el exterior que los cristales estaban cubiertos de una espesa capa de hielo, y tuvo que abrir la ventana para ver qué tiempo hacía. El viento era suave, pero le atravesó la fina tela de la camisa como un cuchillo. Un tiempo ideal para un agente secreto; siempre, claro está, que consiguiera no morirse de frío. De un cielo plomizo se desprendían unos copos de nieve grandes y perezosos. Reynolds se estremeció y cerró rápidamente la ventana, en el momento en que alguien llamaba a la puerta.

Abrió y entró el gerente, con una bandeja en la que se veían unas fuentes cubiertas. Si al gerente le molestaba realizar un trabajo que sin duda consideraba indigno de él, no lo demostraba: al contrario, no podía ser más obsequioso, y como prueba de su simpatía, allí estaba la botella de Aszu Imperial, un Tokay suave y dorado que se cotizaba a precio de oro. Reynolds se abstuvo de darle las gracias. La AVO no acostumbraba hacerlo. Le despidió con un ademán. Pero el gerente metió la mano en un bolsillo y sacó un sobre en blanco por ambas caras.

—Me han entregado esto para usted Mr. Rakosi.

—¿Para mí? —La voz de Reynolds era dura, pero no denotaba ansiedad. Tan sólo el Conde y sus amigos conocían su nombre—. ¿Cuándo llegó?

—No hará más de cinco minutos.

—¡Cinco minutos! —Reynolds le miró fríamente y bajó la voz, de forma teatral: en su país aquellas modulaciones melodramáticas sólo hubieran servido para ponerle en ridículo, pero empezaba a darse cuenta de que en aquella tierra dominada por el terror eran consideradas como lo más natural del mundo—. Entonces, ¿por qué no me ha sido entregada hace cinco minutos?

—Perdón, camarada. —La voz del gerente volvía a temblar—. Es que… el almuerzo estaba casi listo y yo pensé…

—No se le pide que piense. La próxima vez que venga un mensaje para mí, deberá serme entregado en el acto. ¿Quién lo trajo?

—Una muchacha… una joven.

—¿Cómo era?

—Difícil de decir. Nunca supe describir a las personas. —Dudó unos momentos—. Verá, llevaba un impermeable con cinturón y capucha. No era muy alta, más bien baja, pero de buena presencia. Los zapatos…

—La cara, idiota… ¿Cómo tenía el cabello?

—La capucha le cubría la cabeza. Los ojos eran azules, muy azules. —El gerente hizo hincapié en aquel dato, pero luego enmudeció—. Lo siento camarada…

Reynolds lo despidió con un gesto. Había oído bastante, y la descripción se adaptaba lo suficiente a la hija de Jansci. Su primera reacción fue de irritación, cosa que no dejó de sorprenderle, porque la dejaran arriesgarse. Pero inmediatamente se dio cuenta de que era injusto. Hubiera sido muy peligroso para Jansci dejarse ver por la calle, pues su rostro era muy conocido, y Sandor e Imre, personajes destacados del levantamiento de octubre, hubieran podido ser reconocidos por muchos; pero una muchacha no suscitaría ni sospechas ni comentarios, y si más tarde, se hacían averiguaciones, la descripción del gerente podría adaptarse a millares de muchachas.

Abrió el sobre. El mensaje era breve y estaba escrito en caracteres de imprenta. Decía: «No venga esta noche a casa. Nos encontraremos en “El Ángel Blanco”, entre ocho y nueve», y estaba firmado con una J. Era de Julia, desde luego, no de Jansci. Si Jansci no se arriesgaba a salir a la calle, con mayor motivo evitaría entrar en un café lleno de gente. No podía imaginar cuál sería en motivo para aquella alteración de los planes. Habían quedado en que, después de ir a ver a Jennings, se encontrarían todos en casa de Jansci. Tal vez estuviera vigilada, aunque también cabía otra media docena de explicaciones. Como era característico en él, Reynolds no perdió el tiempo en cavilaciones. Las conjeturas no le conducirían a ninguna parte, y a su debido tiempo la muchacha le sacaría de dudas. Quemó la carta y el sobre en el lavabo, hizo desaparecer las cenizas por el desagüe, y la emprendió con una suculenta comida.

Iban transcurriendo las horas. Las dos, las tres, las cuatro… y Reynolds seguía sin noticias del Conde. O tenía dificultad en conseguir la información, o, lo que era más probable, no encontraba oportunidad de transmitírsela. Reynolds sentía crecer su ansiedad, mientras paseaba por la habitación, deteniéndose, de vez en cuando, junto a la ventana para ver la nieve silenciosamente, más densa que nunca, sobre las calles y sobre las casas que ya empezaban a envolverse en la oscuridad. Si tenía que encontrar al profesor, hablar con él, convencerle para que emprendiera la marcha hacia la frontera austríaca y estar en el café de «El Ángel Blanco», cuya dirección había buscado en el listín de teléfonos, antes de las nueve, el tiempo empezaba a apremiar.

Dieron las cinco. Las cinco y media… A las seis menos veinte, sonó el teléfono con estridencia. Reynolds llegó hasta él en dos zancadas y levantó el auricular.

—¿Mr. Buhl? ¿Mr. Johann Buhl?

El Conde hablaba en voz baja y apresurada, pero su acento era inconfundible.

—Buhl al habla.

—Bien. Tengo excelentes noticias para usted, Mr. Buhl. Esta tarde estuve en el ministerio, y se han mostrado muy interesados en la oferta de su firma, especialmente en el aluminio ondulado. Quieren hablar con usted inmediatamente, si es que acepta su precio tope: noventa y cinco.

—Creo que a mi firma le parecerá bien.

—Entonces harán tratos. Hablaremos después de cenar. ¿Podrá estar allí a las seis y media?

—Desde luego. Tercer piso, ¿verdad?

—Segundo. Hasta las seis y media, pues.

Se oyó un chasquido, y Reynolds colgó también su teléfono. El Conde parecía tener prisa y temer que le estuvieran escuchando, pero consiguió darle toda la información. B, de Buhl, significaba el Hotel Tres Coronas, aquél cuyo personal estaba compuesto exclusivamente por miembros de la AVO. Era una lástima. Todo resultaría muchísimo más peligroso; pero, por lo menos, sabía a qué atenerse. Todos estarían contra él. Habitación 59, segundo piso, y el profesor cenaba a las seis y media, hora en que su habitación estaría vacía, con toda seguridad. Reynolds consultó su reloj y no perdió más tiempo. Se puso la trinchera, se caló el sombrero, ajustó un silenciador a su pistola automática y se la echó al bolsillo de la derecha. Se puso la linterna y dos cargas para la pistola en un bolsillo interior de la americana. Entonces llamó a la centralita, dijo al gerente que no se le molestara por ningún pretexto durante las cuatro horas siguientes; nada de visitas, ni llamadas, ni recados ni comidas. Dejó la llave en la cerradura, la luz encendida para despistar a los curiosos que se sintieran impulsados a mirar por el ojo de la cerradura, abrió la ventana del cuarto de baño y se marchó por la salida de incendios.

La noche era glacial. Los pies se hundían hasta el tobillo en la nieve suave y blanda. Antes de recorrer dos manzanas, tenía el abrigo y el sombrero casi tan blancos como el pavimento. Pero el frío y la nieve le favorecían. El frío desanimaría incluso al más celoso policía de rondar por las calles, y la nieve, además de envolverle en una capa de anonimato, amortiguaba todos los ruidos, reduciendo sus pisadas a un levísimo murmullo. Noche de cazadores, pensó Reynolds, sombrío.

Llegó al Tres Coronas en menos de diez minutos. Incluso en medio de aquella oscuridad y a pesar de la copiosa nevada, encontró el camino con la misma facilidad que si hubiera vivido siempre en Budapest. Disimuladamente, desde una distancia prudencial, inspeccionó el lugar.

Era un hotel grande, que ocupaba toda la manzana. La entrada, de dobles puertas vidrieras, con una puerta giratoria detrás del vestíbulo, estaba bañada en una brillante luz fluorescente. Dos porteros uniformados, que golpeaban el suelo con los pies y movían los brazos para combatir el frío, guardaban la entrada. Reynolds advirtió que ambos iban armados de revólver y porra. Se dijo que aquellos dos tenían tanto de porteros como él. Eran miembros regulares de la AVO. Esto estaba claro: por aquella puerta no podía entrar. Todas estas averiguaciones las hizo Reynolds por el rabillo del ojo, mientras pasaba a toda prisa por la acera de enfrente, con la cabeza inclinaba contra la nieve, como un honrado ciudadano que se dirige a su casa, a disfrutar del calor de su chimenea. En cuanto salió de su campo visual, se desvió de su camino y realizó una rápida inspección de las fachadas laterales del Tres Coronas. No ofrecían más posibilidades que la principal. Todas las ventanas de la planta baja estaban protegidas por barrotes, y las del primer piso resultaban tan inaccesibles como si hubiesen estado en la luna. Sólo quedaba, pues, la parte trasera del edificio.

La entrada de servicio consistía en un profundo arco practicado en el centro de la fachada, lo bastante alto y ancho para permitir el paso de los camiones de reparto. Por el arco, Reynolds pudo ver un patio cubierto de nieve. El hotel estaba construido alrededor de un patio. Al fondo, se veía una puerta. En el patio había un par de automóviles aparcados. Encima de la puerta del fondo, ardía una bombilla, y de la mayoría de las ventanas de la planta baja y del primer piso se escapaba la luz. En conjunto, la iluminación no era muy intensa, pero sí lo bastante para permitirle descubrir la silueta angulosa de las escalerillas de incendio que subían en zig-zag hasta perderse en la oscuridad.

Reynolds fue hasta la esquina, echó una rápida ojeada a su alrededor, cruzó la calle con paso rápido y retrocedió hasta la entrada, manteniéndose pegado a la pared del hotel. Al llegar junto al arco, aflojó el paso, se detuvo, se bajó el ala del sombrero y se asomó con precaución.

En el primer momento, no pudo ver nada, pues sus ojos, habituados a la oscuridad, quedaron momentáneamente cegados por el resplandor de una potente linterna. Reynolds se dijo que había sido descubierto. Había ya empuñado la pistola, cuando la luz se apartó de él y continuó paseándose por el interior del patio.

Sus pupilas se volvieron a dilatar lentamente, y Reynolds vio lo que había ocurrido. Un hombre, un soldado, con la carabina al hombro, hacía la ronda del patio, y la linterna iluminó, por un segundo, la cara de Reynolds. Pero era evidente que el hombre no seguía la luz con la mirada ni había advertido la presencia de Reynolds.

Reynolds se metió en el arco, dio tres pasos en silencio y se volvió a parar. El soldado se alejaba, camino de la fachada del fondo. Entonces Reynolds vio claramente lo que hacía. Examinaba las escaleras de incendio, proyectando la luz de la linterna sobre el último tramo de cada una, para comprobar que no había pisadas en la nieve. Reynolds se preguntó irónicamente si aquella precaución tenía por objeto impedir la entrada de personas extrañas o la salida de clientes. Lo más probable era esto último. Por lo que el Conde había dicho, sabía que unos cuantos invitados a la próxima conferencia hubieran renunciado a ella con gusto a cambio de un visado para Occidente. Precaución estúpida, se dijo Reynolds, máxime tomándola tan a la descarada. Cualquier persona medianamente ágil, advertida por el resplandor de la linterna, podría subir o bajar el primer tramo de la escalerilla de incendios sin poner los pies en los peldaños.

Ahora, se dijo Reynolds, ahora es mi oportunidad. El soldado estaba debajo de la lámpara de la puerta del fondo y, por lo tanto, a la máxima distancia. No tenía ningún objeto esperar a que diera otra vuelta. Sin hacer el menor ruido, moviéndose como una sombra en medio de aquella noche blanca, Reynolds cruzó el porche. A duras penas consiguió contener una exclamación. Se detuvo bruscamente y se pegó a la pared, apoyando con fuerza las piernas, el cuerpo, los brazos y las palmas de las manos a la piedra fría y mojada. El ala del sombrero quedó aplastada entre su cabeza y el porche. El corazón le latía fuertemente y despacio, haciéndole daño.

«Idiota», se dijo Reynolds, «majadero, colegial. Poco ha faltado para que te descubrieran. De no haber sido por la providencial colilla que, después de describir un arco luminoso, se había ido a apagar a medio metro escaso de tus pies, te hubieran cogido. Hubiera debido suponerlo, hubiera debido imaginar que la AVO era lo bastante inteligente como para no ponerles las cosas tan sencillas a los que quisieran entrar o salir».

La garita estaba a escasos centímetros del arco, y el centinela, con medio cuerpo fuera, a menos de medio metro del lugar donde se encontraba Reynolds. Reynolds le oía respirar lenta y acompasadamente, y golpear el suelo de madera con los pies, produciendo un ruido que se le antojó ensordecedor.

Reynolds sabía que disponía de pocos segundos, media docena a lo sumo. Por poco que el centinela volviera la cabeza hacia la derecha, estaba perdido. Y aunque no se volviera, su compañero, a la sazón a pocos metros de distancia, acabaría por iluminarle con la linterna. Tres salidas, se dijo Reynolds, pensando con rapidez, no hay más que tres salidas. Podía dar media vuelta y echar a correr, y no le sería difícil escapar en la oscuridad, al amparo de la nieve, pero entonces reforzarían de tal modo la guardia que se perdería toda posibilidad de hablar con el viejo Jennings. Podía matar a los dos hombres, jamás dudó de su habilidad para hacerlo, y los hubiera despachado sin titubear, de haber sido necesario, pero entonces sería preciso hacer desaparecer sus cadáveres y si se daba la alarma mientras estaba en el Tres Coronas, no saldría de allí con vida. La única salida practicable era la tercera, y no había tiempo para seguir pensando.

Sacó la pistola, sujetó firmemente el cañón del arma con ambas manos y apoyó el dorso de la derecha en la pared lateral del arco, con toda su fuerza, para conseguir la máxima precisión en el disparo. El bulto del silenciador hacía difícil apuntar, los remolinos de nieve obstaculizaban todavía más el disparo, pero no había más remedio que arriesgarse. El de la linterna estaría ya a menos de cuatro metros de distancia, y el centinela carraspeaba para hacer una observación a su compañero, cuando Reynolds oprimió el gatillo lentamente.

El leve chasquido del silenciador al ahogar el escape de los gases se perdió en el estallido producido por la bombilla al saltar en pedazos y estrellarse contra la pared antes de caer, sin ruido, sobre el blando almohadón de la nieve. El sonido del silenciador debió llegar a los oídos del centinela una fracción de segundo antes que el estallido de la lámpara, pero el oído humano es incapaz de registrar tan pequeña diferencia de tiempo, y sólo captó el sonido más audible. Inmediatamente, el centinela echó a correr hacia la puerta del fondo, seguido de cerca por el que llevaba la linterna.

Reynolds no esperó más. Cruzó por delante de la garita, torció bruscamente a la derecha, pisando las huellas que había dejado el soldado al hacer la ronda, pasó junto a la primera escalerilla de incendios, dio la vuelta y, estirando los brazos todo lo que pudo, se agarró a la barra que sujetaba la barandilla al primer rellano. Durante un momento, sintió, angustiado que sus dedos resbalaban sobre la lisa superficie de acero, apretó desesperadamente las manos, consiguió asirse con fuerza y se encaramó al rellano. Un segundo después, se encontraba de pie sobre él, sin haber pisado la nieve de los escalones ni de los tres costados exteriores del rellano.

Cinco segundos después, subiendo los peldaños de dos en dos y de lado, para que desde abajo no pudieran distinguir sus pisadas, llegó al segundo rellano, situado a la altura del primer piso. Allí se agachó, procurando que su cuerpo ocupara el menor espacio posible, para no ser visto desde abajo, pues los dos soldados volvían hacia el arco, sin prisa, hablando entre sí. Estaban convencidos, según pudo oír Reynolds, de que el cristal había estallado a causa del intenso frío de la noche, y no parecían dispuestos a darle demasiada importancia al incidente. Reynolds no se sorprendió. La bala debió rebotar en la dura pared de granito y hundirse en la nieve, donde permanecería días y días. En su lugar, él hubiera llegado a la misma conclusión. Por pura fórmula, los dos hombres dieron la vuelta a los dos automóviles y enfocaron con las linternas los primeros tramos de las escalerillas. Cuando la sucinta inspección terminó, Reynolds se encontraba ya en el rellano situado al nivel del segundo piso, junto a la puerta-ventana.

Sigilosamente, trató de abrir. Estaba cerrada. Era de esperar. Despacio, con sumo cuidado —tenía las manos insensibles por el frío, y el menor descuido podía significar su ruina— sacó la navaja, la abrió sin ruido, deslizó la hoja entre las dos puertas y tiró hacia arriba. Segundos después, estaba dentro, con el balcón cerrado de nuevo.

La habitación estaba completamente a oscuras, pero al palpar la suave superficie de baldosas, mármoles y cromados, comprendió que se encontraba en un cuarto de baño. Corrió las cortinas sin gran cuidado. No había motivo por el que no pudiera verse luz en aquella ventana. Se dirigió a tientas hacia el conmutador y encendió la luz.

El cuarto de baño era espacioso y anticuado. Tres de sus paredes estaban recubiertas con baldosas, y la cuarta, ocupada por un armario de dos cuerpos, destinado a guardar ropa blanca, pero Reynolds no se detuvo a examinarlo. Se fue directamente al lavabo, lo llenó de agua caliente y sumergió las manos en él. Aquel era un método eficaz, aunque doloroso, para restablecer la circulación en dedos helados e insensibles. Se secó los doloridos dedos, sacó la pistola, apagó la luz y sigilosamente abrió la puerta y atisbo por la rendija.

Se encontraba al final de un largo corredor, cubierto por una espesa alfombra, como correspondía a un hotel regentado por la AVO. A ambos lados del corredor se alineaban las habitaciones. En la puerta de enfrente, se veía el número 56 y, dos puertas más allá, el 57. Empezaba a brillar su buena estrella: la casualidad le había llevado directamente al ala en que se alojaba Jennings y, con toda seguridad, algunos científicos más. Pero cuando su mirada llegó al final del corredor, apretó los labios y se retiró apresuradamente, cerrando la puerta sin ruido. Era prematuro cantar victoria, se dijo, con amargura. Resultaba imposible no reconocer a aquella figura uniformada, plantada al final del corredor, con las manos a la espalda, contemplando la calle por una ventana enmarcada en hielo: resultaba imposible no reconocer a un guardia de la AVO, estuviera donde estuviera.

Reynolds se sentó en el borde de la bañera, encendió un cigarrillo y se puso a reflexionar. Tenía que darse prisa, pero no había por qué precipitarse. En aquellos momentos, la precipitación podía acarrear el fracaso.

El guardia no parecía tener intención de marcharse, y mientras siguiera allí, Reynolds no podría cruzar el pasillo en dirección a la habitación número 59. No había que pensar en atacarle por sorpresa. Les separaban cuarenta metros de corredor brillantemente iluminado: existían otros muchos medios de suicidarse, pero pocos más seguros que aquél. Sería necesario que el guardia viniera hacia él, y sin que se despertaran sus sospechas. De pronto, Reynolds sonrió, aplastó el cigarrillo y se levantó rápidamente. El Conde, pensó, hubiera aplaudido aquella idea.

Se quitó la trinchera, el sombrero, la americana, la corbata y la camisa. Lo arrojó todo a la bañera, llenó el lavabo de agua caliente y se enjabonó el rostro hasta dejarlo cubierto hasta los ojos de una espesa capa de espuma; estaba seguro de que sus señas personales obraban en poder de todos los miembros de la AVO de Budapest. Luego se secó las manos cuidadosamente, cogió la pistola con la izquierda, echó una toalla por encima y abrió la puerta. Su voz, aunque baja, se oyó con claridad en todo el corredor.

El guardia se volvió bruscamente, llevándose la mano al revólver, pero se contuvo al ver aquella inofensiva aparición en camiseta que gesticulaba furiosamente al fondo del corredor. Abrió la boca para decir algo, pero Reynolds le hizo una frenética seña para que se callara, llevándose el índice a los labios. Durante un segundo el guardián vaciló, observó los elocuentes gestos que hacía Reynolds para que se acercara y, por fin, echó a correr por el pasillo. Sobre la mullida alfombra, las suelas de goma de sus zapatos no hacían el menor ruido. Cuando llegó junto a Reynolds tenía el revólver en la mano.

—Hay un hombre en la escalera de incendios —susurró Reynolds. Simulando apretujar nerviosamente la toalla, pasó la pistola a la mano derecha, con el cañón hacia afuera—. Está intentando forzar la ventana.

—¿Está seguro? —La voz del hombre no era más que un murmullo gutural—. ¿Le ha visto?

—Sí; le he visto. —Reynolds imprimió a su voz un nervioso temblor—. Pero él no puede ver dentro de la habitación. Las cortinas están corridas.

Los oscuros ojos del policía se entornaron y sus gruesos labios se contrajeron levemente en una sonrisa feroz. Por su mente debieron cruzar inefables sueños de honores y ascensos. Fueran cuales fueran sus pensamientos, era evidente que el hombre no desconfió ni un instante. Apartando bruscamente a Reynolds de un empujón, abrió la puerta y entró en el cuarto de baño. Reynolds soltó la toalla y se fue tras él.

Lo sujetó antes de que llegara al suelo y lo acompañó suavemente. Abrir el armario, rasgar un par de sábanas, atar y amordazar al inconsciente, meterle en el armario y cerrar la puerta no le llevó más que dos minutos.

Dos minutos después, con el sombrero en la mano y la gabardina al brazo, como un cliente que volviera a su habitación, Reynolds se encontraba frente a la puerta del número 59. Tenía media docena de ganzúas y cuatro llaves maestras que le había dado el gerente de su hotel. Pero ninguna de ellas servía.

Reynolds se quedó inmóvil. Aquello era lo último que hubiera podido imaginar. Hubiera jurado que aquellas llaves le franqueaban la entrada a cualquier cuarto de hotel. Y no se atrevía a forzar la puerta. Una cerradura forzada no puede volver a cerrarse. Si algún guardián acompañaba al profesor a su habitación, como muy bien podría ocurrir, y encontraba abierta una puerta que había dejado cerrada, se despertarían sus sospechas y registraría la habitación hasta dar con él.

Reynolds se dirigió a la puerta de al lado. En aquel corredor, a cada dos puertas correspondía un número, y era lógico suponer que las puertas sin número eran las de los cuartos de baño. Los rusos daban a sus científicos el trato que en los menos realistas países de occidente se reserva a las estrellas de la pantalla, a la aristocracia o a las luminarias del gran mundo.

Como era de esperar, también aquella puerta estaba cerrada. Un corredor tan largo, en un hotel tan concurrido, no podía seguir desierto indefinidamente, y Reynolds iba probando llaves con la velocidad de un malabarista. La suerte seguía contra él. Sacó la linterna, se puso de rodillas y enfocó la rendija de la puerta. La mayoría de las puertas acostumbraban montar sobre el marco, dejando la cerradura inaccesible desde el exterior, pero aquélla, en lugar de montar, encajaba en él. Reynolds sacó de la cartera un rectángulo de celuloide de diez por cinco. En determinados países, la tenencia de semejante objeto por parte de algún ladrón conocido, bastaba para llevarle delante de un tribunal. Lo deslizó entre la puerta y el marco. Tiró del picaporte haciéndolo girar en dirección a los goznes, puso el celuloide en la cerradura, soltó el picaporte y volvió a hacerlo girar. La cerradura cedió con un fuerte chasquido, y un momento después, Reynolds estaba al otro lado de la puerta.

Aquel cuarto de baño era exactamente igual al que acababa de abandonar, excepto en la situación de las puertas. El armario estaba a la derecha, entre la puerta del pasillo y la de la habitación. Lo abrió y vio que un lado estaba dedicado a estanterías y el otro, con un espejo de cuerpo entero adosado a la puerta, estaba vacío. Allí tendría un buen escondite, aunque esperaba no tener que utilizarlo.

Se dirigió hacia la puerta del dormitorio y miró por la cerradura. La habitación estaba a oscuras. La puerta cedió y se encontró en el dormitorio. Paseó el foco de la linterna por la habitación. Estaba vacía. Se fue hacia la ventana, comprobó que los postigos y las pesadas cortinas que la cubrían no dejaran escapar ni rastro de luz, se dirigió hacia la puerta, encendió la luz y colgó el sombrero del picaporte, para tapar el ojo de la cerradura.

Reynolds sabía buscar. Sólo tardó un minuto en comprobar que no había mirillas en las paredes, y menos de veinte segundos en encontrar el inevitable micrófono detrás de la rejilla de la ventilación, encima de la ventana. Pasó luego al cuarto de baño. El examen duró sólo breves segundos. La bañera estaba empotrada. Allí no podía haber nada. Nada había tampoco detrás del lavabo ni del water, y detrás de las cortinas de la ducha, tan sólo unos grifos de metal y una piña bastante anticuada, sujeta al techo.

Volvía a correr las cortinas cuando oyó pasos en el corredor, a escasa distancia. La gruesa alfombra los había amortiguado. Corrió al dormitorio, apagó la luz —se acercaban dos personas, les oía hablar entre sí, esperaba que el sonido de sus voces ahogara el chasquido del conmutador— recogió el sombrero y se deslizó al interior del cuarto de baño. Entornó la puerta y se dispuso a mirar por la rendija. Giró una llave en la cerradura, y en la habitación entró el profesor Jennings. Y, pegado a él, un hombre corpulento, vestido de marrón. Era imposible averiguar si se trataba de algún miembro de la AVO o de un colega de Jennings. Pero una cosa era cierta: llevaba una botella en una mano y en la otra, dos copas, y se disponía a permanecer allí un buen rato.