—¡Jansci! —Sin darse cuenta de lo que hacía, Michael Reynolds se puso en pie de un salto. Por primera vez desde que cayera en manos de los húngaros, perdió la calma y dejó de aparentar indiferencia. En sus ojos volvía a brillar una esperanza, que creía ya perdida para siempre. Dio dos pasos hacia la muchacha, agarrando la manta, que casi resbaló al suelo—. ¿Jansci? —preguntó.
—¿Qué le pasa? ¿Qué quiere? —Ella retrocedió al ver avanzar a Reynolds, y se detuvo junto a la mole protectora de Sandor. Miró, pensativa, a Reynolds y el temor se borró de sus facciones—. Sí, Jansci, eso fue lo que dije.
—Jansci.
Reynolds repitió la palabra lentamente, con incredulidad, saboreando cada sílaba, como si le costara trabajo creer en su buena suerte. Cruzó la habitación, debatiéndose entre la duda y la esperanza, y se detuvo frente al hombre de las manos mutiladas.
—¿Se llama usted Jansci? —le preguntó lentamente, sin acabar de creerlo.
—Me llamo Jansci —asintió, sosegado y vigilante.
—Uno cuatro uno cuatro uno ocho dos. —Reynolds le miró sin pestañear, escrutando su rostro, en busca de una reacción—. ¿No es eso?
—¿El qué, Mr. Buhl?
—Si es usted Jansci, el número es uno cuatro uno cuatro uno ocho dos —repitió Reynolds. Suavemente, sin encontrar resistencia, le cogió la mano izquierda, levantó el puño y miró el tatuaje de la muñeca. 1414182. El número parecía recién tatuado.
Reynolds se sentó en el borde de la mesa, distinguió un paquete de cigarrillos y cogió uno. Szendrô encendió una cerilla y le ofreció fuego. Reynolds se lo agradeció con un movimiento de cabeza. No estaba seguro de haber podido encender el cigarrillo por sí mismo, le temblaban las manos incontrolablemente. El chisporroteo de la cerilla se oyó con extraña fuerza en medio del silencio de la habitación. Fue Jansci quien, finalmente, lo rompió.
—Parece usted saber ciertas cosas acerca de mí —dijo con suavidad.
—Sé muchas más. —El temblor de Reynolds se iba extinguiendo, y volvía a sobreponerse, por lo menos en apariencia. Paseó la mirada por la habitación. Allí estaban Szendrô, Sandor, la muchacha y el joven de mirada inquieta, desconcertados unos y con cara de enterados otros—. ¿Son amigos suyos? ¿Saben quién es usted? ¿Quién es usted en realidad?
—Sí. Puede hablar con libertad.
—Jansci es seudónimo de Illyurin. —Reynolds parecía repetir una lección de memoria, y en realidad eso era lo que estaba haciendo—. Comandante general Alexia Illyurin. Nació en Kalinovka, Ucrania, el 18 de octubre de 1904. Contrajo matrimonio el 18 de junio de 1931. Nombre de la esposa, Catherine. Nombre de la hija, Julia. —Reynolds miró a la muchacha—. Esta debe ser Julia. Parece tener la edad precisa. El coronel Mackintosh dice que le gustaría recobrar sus botas. No se quiere decir con eso.
Es un viejo chiste. —Jansci volvió a sentarse detrás de la mesa, y se recostó, sonriendo, en su sillón—. Bien, bien. Mi viejo amigo Peter Mackintosh sigue vivo. Indestructible. Siempre lo fue. Usted trabaja, sin duda, para él, Mr…
—Reynolds, Michael Reynolds. Efectivamente, trabajo para él.
—Descríbamelo. —La voz de Jansci se endureció casi imperceptiblemente—. ¿Qué cara tiene, cómo viste, cuál es su historia, de qué familia procede? Todo.
Reynolds obedeció. Estuvo hablando durante cinco minutos sin interrupción. Por fin, Jansci levantó una mano.
—Basta. Debe conocerle. Debe trabajar para él. Sin duda es la persona que dice ser. Pero el coronel Mackintosh se arriesgó, se arriesgó mucho. No es propio de él.
—¿Quiere decir que si yo era apresado y se me obligaba a hablar estaría usted perdido?
—Es usted muy listo, muchacho.
—El coronel Mackintosh no se arriesgó lo más mínimo —dijo Reynolds suavemente—. Lo único que yo sabía era su nombre y su número. No tenía la menor idea de dónde vivía ni qué aspecto tenía. Ni siquiera mencionó las cicatrices de sus manos. Me hubieran permitido identificarle al momento.
—¿Y cómo esperaba, entonces, ponerse en contacto conmigo?
—Traía la dirección de un café. —Reynolds lo mencionó—. Según el coronel Mackintosh, es el punto de reunión de los descontentos. Yo debía concurrir a él todas las noches y sentarme en la misma mesa, hasta que alguien me recogiera.
—¿Sin nada que le identificara?
La pregunta de Szendrô estaba más en el modo en que arqueó una ceja que en el tono que empleó.
—Claro que sí. La corbata.
El coronel Szendrô miró la chillona corbata color magenta tirada sobre la mesa, hizo una mueca, asintió y volvió la cabeza, sin pronunciar palabra. Reynolds empezó a irritarse.
—¿Por qué me lo preguntan, si ya lo saben?
—No quisimos ofenderle. —Jansci contestó por Szendrô—. La sospecha es nuestra única garantía de subsistencia, Mr. Reynolds. Sospechamos de todo el mundo. Todo el que respira, todo el que se mueve, hora tras hora y minuto tras minuto. Y, como puede ver, seguimos viviendo. Nos dijeron que nos pusiéramos en contacto con usted en el café, pero la petición era anónima, y provenía de Viena. No se mencionaba al coronel Mackintosh. Qué viejo zorro… Y, después de encontrarle en el café, ¿qué?
—Me dijeron que se me conduciría hasta usted, Hridas o Rata Blanca.
—Así hemos ahorrado tiempo —murmuró Jansci—. Pero, por desgracia, no hubiera encontrado ya ni a Hridas ni a Rata Blanca.
—¿Es que no están ya en Budapest?
—Rata Blanca está en Siberia. Nunca volveremos a verle. Hridas murió hace tres semanas, a dos kilómetros escasos de aquí, en las cámaras de tormento de la AVO. Aprovechando un momentáneo descuido de sus verdugos, se apoderó de un revólver y se disparó un tiro en la boca. Estuvo contento de morir.
—¿Cómo lo saben?
—El coronel Szendrô, el hombre a quien usted conoce con el nombre de coronel Szendrô, estaba allí. Le vio morir. Fue el revólver de Szendrô el que utilizó.
Reynolds aplastó cuidadosamente el cigarrillo en un cenicero. Miró a Jansci, luego a Szendrô y luego otra vez a Jansci. Su rostro seguía vacío de expresión.
—Hace dieciocho meses que Szendrô es miembro de la AVO —dijo Jansci, suavemente—. Uno de sus más competentes y respetados oficiales. Cuando, misteriosamente, las cosas salen mal, cuando algún perseguido consigue escapar, nadie se enfurece más que Szendrô, nadie hostiga más a sus hombres, hasta que caen literalmente rendidos de fatiga. Sus discursos a los nuevos reclutas han sido recogidos en un libro. Es conocido con el sobrenombre de «El Verdugo». Su jefe, Furmint, no acierta a explicarse el odio patológico de Szendrô por sus compatriotas, pero suele decir que es el único miembro insustituible de toda la Policía Política de Budapest. Cien… tal vez doscientos húngaros que siguen vivos, aquí o en Occidente, deben la vida al coronel Szendrô.
Reynolds clavó los ojos en Szendrô, examinando los rasgos de aquel hombre como si lo viera por primera vez. Se preguntó qué clase de hombre sería aquél, que vivía rodeado de semejantes peligros, sin saber si se le vigilaba, se sospechaba de él o si alguien le traicionaría, sin saber si el siguiente en caer en manos del verdugo sería él. Reynolds se dio cuenta inmediatamente de que aquel hombre era realmente como Jansci le describía. Dejando aparte otras consideraciones, tenía que ser así, o de lo contrario, estaría en aquellos momentos aullando en las cámaras de tortura de los sótanos de la calle Stalin.
—Debe ser como usted dice, general Illyurin —murmuró Reynolds—. Se expone a riesgos increíbles.
—Jansci, si no le importa. Siempre Jansci. El general Illyurin murió.
—Perdón… ¿Y qué me dice de esta noche?
—¿Se refiere usted a su… arresto por parte de nuestro amigo?
—Sí.
—Muy sencillo. El tiene acceso a casi todos los archivos secretos. También es informado de las operaciones que se realizan en Budapest y en el Oeste de Hungría. Sabía que las carreteras estaban cortadas y la frontera cerrada. Y sabía que usted estaba en camino.
—Pero no sería a mí al que buscaban. No podían saber…
—No se haga ilusiones, amigo Reynolds. —Szendrô insertó cuidadosamente otro cigarrillo ruso en su boquilla. Reynolds se enteraría más tarde de que fumaba cien de aquellos cigarrillos al día. Encendió una cerilla y continuó—: No existen casualidades tan grandes. No estaban buscándole a usted. No buscaban a nadie en particular. Sólo paraban a los camiones para apoderarse de las grandes cantidades de ferrovolframio que entran clandestinamente en el país.
—Creí que les encantaría hacerse con todo el ferrovolframio que pudieran, entrara como entrara —murmuró Reynolds.
—Y así es, amigo mío. No obstante, las cosas deben ser canalizadas debidamente. Hay que respetar ciertas disposiciones. Para serle franco, algunos de los principales funcionarios del Partido y algunos de los más respetados miembros del Gobierno se han visto privados últimamente de su tajada habitual. Un estado de cosas intolerable.
—Inaudito —convino Reynolds—. Se imponía tomar medidas.
—Exactamente —Szendrô sonrió ampliamente. Era la primera vez que Reynolds le veía sonreír de aquel modo. Su impecable dentadura y el brillo de sus ojos transformaron repentinamente su altivo semblante—. Desgraciadamente, en tales ocasiones suele caer en las redes algún pez distinto del que andamos buscando.
—Como yo, por ejemplo.
—Como usted, por ejemplo. Por consiguiente, acostumbro rondar por los alrededores de determinados puestos de policía. La vigilancia resulta casi siempre estéril. Usted no es más que el quinto que rescato a la policía en un año. Por desgracia, será también el último. En las otras ocasiones, advertí a los patanes que suelen vigilar esos puestos que sería mejor que olvidaran que me habían visto, tanto a mí como al prisionero. Esta noche, como usted sabe, habían informado al Cuartel General, y todos los puestos de carretera recibirán órdenes de desconfiar en lo sucesivo de un individuo que se hace pasar por miembro de la AVO.
Reynolds le miró con ojos muy abiertos.
—¡Pero, hombre de Dios! ¡Si le han visto! Por lo menos cinco de ellos. Sus señas personales estarán en Budapest antes…
—¡Bah! —dijo Szendrô sacudiendo la ceniza de su cigarrillo—. ¿Y de qué les va a servir a esos idiotas? Además, yo no soy ningún impostor sino un auténtico AVO. ¿Es que lo dudó usted?
—No, no lo dudé —aseguró Reynolds, con vehemencia. Szendrô levantó una pierna enfundada en impecable pantalón y se sentó sobre la mesa, sonriendo.
—Ya lo ve. A propósito, Mr. Reynolds, le ruego me disculpe por mi inquietante conducta durante el viaje de esta noche. Hasta llegar a Budapest sólo me interesaba descubrir si era usted realmente el agente extranjero que estábamos esperando, o si debía dejarle en la primera esquina, con la recomendación de que desapareciera. Pero al llegar al centro de la ciudad, se me ocurrió una tercera posibilidad, mucho más inquietante.
—¿Cuándo nos paramos en Andrassy Ut? —Reynolds movió afirmativamente la cabeza—. Me miró usted de un modo muy extraño, por no decir otra cosa.
—Lo sé. Pensé que quizá fuera un miembro de la AVO puesto deliberadamente en mi camino y que, por consiguiente, no tenía por qué temer una visita a Andrassy Ut. Confieso que debí pensar antes en ello. Sin embargo, cuando le dije que me proponía llevarle a un subterráneo secreto, debía usted haberse dado cuenta de que yo había descubierto su identidad y que, por lo tanto, no podía dejarle escapar con vida, por lo que hubiera debido ponerse a gritar con todas sus fuerzas. Pero no dijo nada. Y entonces vi que no era ningún cebo… Jansci, ¿me perdonas unos minutos? Ya sabes por qué.
—Desde luego. Pero date prisa. Mr. Reynolds no habrá venido desde Inglaterra para tirar piedrecitas al Danubio. Tiene mucho que contarnos.
—Sí; pero a usted solo —dijo Reynolds—. El coronel Mackintosh insistió en ello.
—El coronel Szendrô es mi brazo derecho, Mr. Reynolds.
—Muy bien. Pero nadie más.
Szendrô se inclinó y salió de la habitación. Jansci se volvió hacia su hija.
—Trae una botella de vino, Julia. ¿Queda algo de Villányi Furmint?
—Voy a ver. —La muchacha dio media vuelta para salir de la habitación, pero Jansci la detuvo—. Aguarda un momento, nena. Mr. Reynolds, ¿cuándo comió usted por última vez?
—Esta mañana, a las diez.
—Debe estar desfallecido. ¿Julia?
—Veré lo que encuentro, Jansci.
—Gracias. Pero ante todo el vino. Imre —dijo Jans, dirigiéndose al muchacho que paseaba, inquieto, por la habitación—, date una vuelta por la azotea. Comprueba que todo esté tranquilo. Sandor, la matrícula del coche. Quémala y coloca otra nueva.
—¿Quemarla? —preguntó Reynolds cuando el hombre hubo salido de la habitación—. ¿Cómo es posible?
—Tenemos un gran surtido de matrículas —dijo Jansci sonriendo—. De madera contrachapeada. Arden de modo formidable… Ah, ¿encontraste Villányi?
—La última botella. —La muchacha se había peinado y miraba a Reynolds con curiosidad—. ¿Podrá esperar veinte minutos, Mr. Reynolds?
—Si no hay más remedio… —dijo él sonriendo—. Me costará trabajo.
—Iré lo más aprisa que pueda —prometió ella.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras la muchacha, Jansci rompió el precinto de la botella y escanció el helado vino en las copas.
—A su salud, Mr. Reynolds. Y por el éxito.
—Gracias. —Reynolds bebió lentamente, saboreando el vino con deleite. La boca le abrasaba. Señaló con un movimiento de cabeza el único adorno de la sobria y lúgubre habitación, una fotografía en marco de plata, colocada sobre la mesa de Jansci—. Preciosa fotografía de su hija. Tienen buenos fotógrafos en Hungría.
—La saqué yo mismo —sonrió Jansci—. ¿Cree que está favorecida? Vamos, deme su opinión sincera. Me gusta comprobar las dotes de observación de la gente.
Reynolds le miró ligeramente sorprendido. Luego, bebió un sorbo de vino y contempló la fotografía en silencio. Estudió el rubio y ondulado cabello, la frente tersa y alta, las largas pestañas, los pómulos ligeramente prominentes, como en todos los rostros eslavos, la boca grande y sonriente, la barbilla redonda y la fina columna del cuello. Un rostro notable, pensó, lleno de carácter, animado y rebosante de alegría de vivir. Un rostro de los que no se olvidan…
—¿Bien, Mr. Reynolds? —acució Jansci suavemente.
—Le hace justicia —admitió Reynolds. Dudó unos instantes, temeroso de pecar de presunción, miró a Jansci e instintivamente comprendió que sería inútil tratar de disimular—. Incluso podría decirse que está favorecida.
—¿Sí?
—Sí. La configuración de los huesos, la forma de las facciones, incluso la sonrisa, es igual. Pero en el retrato hay algo más, más madurez, más comprensión. Dentro de dos o quizá de tres años, será verdaderamente su hija: aquí parece haber prefigurado esas cualidades. No sé como lo habrá conseguido.
—Muy sencillo: esta fotografía no es de Julia, sino de mi esposa.
—¡Su esposa! ¡Qué parecido tan extraordinario, Santo Dios! —Reynolds repasó mentalmente sus anteriores palabras, temiendo haber incurrido en alguna indiscreción. Decidió que, afortunadamente, no era así—. ¿Se encuentra aquí en la actualidad?
—No, no se encuentra aquí. —Jansci apoyó la copa sobre la mesa y empezó a hacerla girar entre sus dedos—. Por desgracia, no sabemos dónde se encuentra.
—Lo lamento.
Fue lo único que a Reynolds se le ocurrió decir.
—No me interprete mal —dijo Jansci suavemente—. Sabemos lo que le ocurrió, por desgracia. Los camiones pardos. ¿Sabe usted lo que eso significa?
—Sí; la policía secreta.
—Sí. —Jansci movió pesadamente la cabeza—. Los mismos que llevaron a la esclavitud y a la muerte a un millón de personas en Polonia, a otras tantas en Rumanía y a medio millón en Bulgaria. Los mismos que aniquilaron a la clase media de los Países Bálticos, y que se llevaron a cien mil húngaros. Esos mismos camiones se llevaron también a Catherine. ¿Qué representa una persona más entre tantos millones que sufren y mueren?
—¿Ocurrió en el verano del 51? —fue todo lo que Reynolds supo decir: en aquel año tuvieron lugar las deportaciones en masa de Budapest.
—Entonces no vivíamos aquí. De eso hace sólo dos años y medio: no llevábamos ni un mes en la ciudad. Julia, gracias a Dios, estaba en el campo, en casa de unos amigos. Yo había salido alrededor de medianoche y cuando, después de irme yo, Catherine fue a hacerse una taza de café, se dio cuenta de que habían cortado el gas. No sabía lo que aquello significaba. De modo que se la pudieron llevar.
—¿El gas?
—¿No comprende? Esta es una grieta de su armadura que la AVO no tardaría mucho en descubrir, Mr. Reynolds. En Budapest todos saben lo que eso significa. La AVO acostumbraba cortar el gas de los bloques de viviendas en donde piensa distribuir avisos de deportación: una almohada en el horno de la cocina es bastante confortable. Y no se sufre. Suprimieron la venta de venenos en las farmacias. Incluso trataron de prohibir la venta de cuchillas de afeitar. Sin embargo, les resultó difícil impedir que la gente se tirara por las azoteas.
—¿Y no recibió ningún aviso?
—Ninguno. Le entregaron la papeleta azul. Cinco minutos para hacer la maleta. Luego, al camión, y después, a los vagones de ganado.
—Pero quizá siga viva. ¿No ha tenido noticias?
—Ninguna. No perdemos la esperanza de que siga con vida, pero fueron tantos los que murieron en aquellos camiones, asfixiados o congelados… Y el trabajo en los campos, en las fábricas y en las minas es brutal, capaz de terminar con una persona sana. Y ella acababa de salir del hospital, después de una operación de pulmón, muy delicada. Estaba tuberculosa. Ni siquiera había iniciado la convalecencia.
Reynolds lanzó una imprecación entre dientes. A menudo, se leían o se escuchaban historias como aquélla, y no las desechaba con indiferencia, casi con crueldad. ¡Qué distinta reacción provocaba la realidad!
—Y ¿no la ha buscado? ¿No ha buscado a su esposa? —preguntó ásperamente, sin poder dominarse.
—La he buscado. Pero no he podido hallarla.
Reynolds sintió que le invadía una oleada de enojo. Jansci parecía tomarlo muy a la ligera. Demostraba demasiada calma, demasiada indiferencia.
—La AVO tiene que saber donde se encuentra —insistió Reynolds—. Tienen listas, archivos… El coronel Szendrô…
—Hay ciertos archivos a los que ni siquiera él tiene acceso —le atajó Jansci. Y añadió sonriendo—: Además, su grado equivale tan sólo al de comandante. El ascenso se lo concedió él mismo, y sólo por esta noche. Y tampoco el nombre es auténtico… Me parece que ahí viene.
Pero fue el muchacho de cabello negro el que se asomó a la puerta, informó que todo estaba tranquilo y desapareció. Pero aquellos breves momentos bastaron a Reynolds para advertir el pronunciado tic nervioso de su mejilla izquierda. Jansci debió notar la expresión de Reynolds, pues dijo, en tono de disculpa:
—¡Pobre Imre! No fue siempre así, Mr. Reynolds, tan inquieto y nervioso.
—¡Nervioso! No debiera decirlo, pero puesto que mi seguridad personal y el éxito de mis planes entran en juego, no tengo más remedio: es un neurótico de primer grado. —Reynolds miró fijamente a Jansci pero éste no perdió su apacible compostura—. ¡Un hombre así en una organización como ésta! Decir que constituye un peligro en potencia es no decir nada.
—Lo sé. No crea que no lo sé —suspiró Jansci—. Pero hubiera tenido que verle hace dos años, Mr. Reynolds, cuando luchaba en Castle Hill, al Norte del Gellert, contra los tanques rusos. En todo su cuerpo no había un solo nervio. No había quien se pudiera comparar a Imre cuando se trataba de regar las curvas de la carretera con jabón líquido… y las empinadas cuestas de la colina se encargaban del resto, por lo que a los tanques se refería, o de levantar adoquines, llenar los huecos de gasolina y prenderle fuego al paso de algún tanque. Pero su temeridad la llevó demasiado lejos, y una noche, un tanque pesado T-54, con toda su tripulación muerta en su interior, se precipitó colina abajo y le aprisionó contra el muro de una casa. Allí se pasó treinta y seis horas, hasta que le descubrieron, y durante este tiempo el tanque fue bombardeado dos veces por los rusos, que no querían que sus propios tanques fueran utilizados contra ellos.
—¡Treinta y seis horas! —exclamó Reynolds—. ¿Cómo pudo resistirlo?
—Y salió sin un arañazo. Fue Sandor quien le sacó. Así se conocieron. Cogió una barra de hierro y derribó el muro de la casa desde el interior. Yo le vi hacerlo. Manejaba trozos de pared de cien kilos como si fueran adoquines. Le llevamos a una casa cercana, le dejamos allí y cuando volvimos a buscarle, la casa era un montón de escombros. Unos sublevados se habían refugiado en ella y un comandante de tanques mogol pulverizó la planta baja y toda la casa se derrumbó. Pero volvimos a rescatarle, también sin un rasguño. Estuvo muy enfermo durante meses, pero ahora ya está mejor.
—¿Usted y Sandor lucharon en el alzamiento?
—Sandor, sí. Era electricista en la fábrica de acero Dunapentele, y utilizó sus conocimientos con gran provecho. Verle manejar cables de alta tensión con unas simples tenazas de madera daba escalofríos, Mr. Reynolds.
—¿Contra los tanques…?
—Descargas eléctricas —completó Jansci—. Así suprimió a la dotación de tres tanques, y tengo entendido que inutilizó a muchos más en Csepel. Mató a un soldado de infantería, le quitó el lanzallamas, roció el interior del tanque por la mirilla del conductor y arrojó un cóctel Molotov (simples botellas de gasolina, con pedazos de algodón encendido en el gollete) por la escotilla cuando la abrieron para respirar. Luego cerró la escotilla y se sentó encima. Y cuando Sandor cierra una escotilla y se sienta encima, la escotilla permanece cerrada.
—Me lo imagino —dijo Reynolds secamente. Casi maquinalmente se acarició los doloridos brazos. Entonces se le ocurrió preguntar—: Sandor luchó. ¿Y usted?
—Yo no hice nada. —Jansci extendió sus desfiguradas manos con las palmas hacia arriba, y Reynolds pudo ver que las marcas de la crucifixión las atravesaban de parte a parte—. Absolutamente nada. Al contrario, procuré impedirlo.
Reynolds le miró en silencio, tratando de leer la expresión de aquellos marchitos ojos grises. Finalmente, dijo:
—Lo siento, pero no le creo.
—Pues tiene que creerme.
En la habitación se hizo un silencio largo y frío. Reynolds oía ruido de platos en una lejana cocina, en la que la muchacha le preparaba la cena. Por fin, miró a Jansci de frente.
—¿Dejó que los demás lucharan por usted? —No hizo ningún esfuerzo por disimular la decepción ni la hostilidad en su voz—. Y ¿por qué? ¿Por qué no les ayudó? ¿Por qué no hizo algo?
—¿Por qué? Le diré por qué. —Jansci sonrió débilmente, y levantó la mano hasta rozar su cabello—. No soy tan viejo como mis canas indican, hijo mío, pero sí demasiado viejo para gestas suicidas. Las dejo para los niños de este mundo, para los atolondrados, para los irreflexivos, para los románticos que no se paran a calcular el precio; para los poetas y para los soñadores; para los que se miran en un pasado caballeresco, en un mundo que ya no existe, y para los que creen vislumbrar un mañana venturoso. Pero yo tan sólo puedo ver el presente. —Se encogió de hombros—. La Carga de la Brigada Ligera… El padre de mi padre tomó parte en ella. ¿Recuerda usted la Carga de la Brigada Ligera y la célebre glosa de aquella Carga: «Fue algo soberbio, pero no fue guerra»? Eso fue nuestra Revolución de Octubre.
—Hermosas frases —dijo Reynolds con frialdad—. Hermosas de verdad. Sin duda hubieran servido de gran consuelo a cualquier muchacho húngaro ensartado en una bayoneta rusa.
—También soy demasiado viejo para considerarme ofendido —dijo Jansci tristemente—, demasiado viejo para creer en la violencia, excepto como último recurso, cuando ya no queda ninguna esperanza, e incluso entonces es una puerta que conduce a la desesperación. Además, Mr. Reynolds, además de la inutilidad de la violencia, ¿qué derecho tengo yo a quitarle la vida a nadie? Todos somos hijos de nuestro Padre, y no puedo menos de pensar que el fratricidio ha de repugnar a Dios.
—Habla usted como un pacifista —dijo Reynolds ásperamente—. Como un pacifista que se deja pisotear en el barro, con su mujer y con sus hijos.
—No tanto, Mr. Reynolds, no tanto —dijo Jansci—. No soy como quisiera ser, ni mucho menos. El que ponga la mano en mi Julia es hombre muerto.
Por un momento, Reynolds creyó ver en los ojos de aquel hombre un destello que le hizo recordar lo que el coronel Mackintosh le había contado sobre aquel fantástico personaje que tenía delante, y se sintió más confuso que nunca.
—Pero dijo usted que…
—Me limitaba a explicarle por qué no tomé parte en el levantamiento. —Jansci volvía a ser la mansedumbre personificada—. Además, el momento no podía ser menos propicio. Y yo no aborrezco a los rusos.
—No olvide que yo soy ruso. Ucraniano, sí, pero ruso, pese a lo que digan muchos de mis paisanos.
—¡Ama a los rusos! ¿Hasta el ruso es su hermano? —Por más cortesía que echara a sus palabras, Reynolds no podía disimular su incredulidad—. ¿Después de lo que les hicieron, a usted y a su familia?
—Soy un monstruo, y soy reo de condena. El amor hacia nuestros enemigos debe quedar enterrado entre las páginas de la Biblia, y únicamente los locos pueden tener el valor, la arrogancia o la estupidez de poner en práctica sus principios. Es cosa de locos, pero si no salen esos locos, nos llegará irremisiblemente nuestro Armagedón[1]. —Jansci cambió de tono—. Me gusta el ruso, Mr. Reynolds. Es simpático y alegre, y no hay en el mundo persona más jovial. Pero es joven, muy joven, casi un niño. Y, como los niños, tiene sus caprichos, es arbitrario, primitivo y un poco cruel. Como los niños, es ingrato e insensible al sufrimiento ajeno. Pero, a pesar de su juventud, es un enamorado de la poesía, de la música y de la danza, de los cantares y de los cuentos populares. Comparado con él, el occidental medio es un ser carente de vida cultural.
—Es también cruel, bárbaro y brutal, y la vida humana no le importa un ardite.
—¿Quién podría negarlo? Pero no olvide que también Occidente era así cuando políticamente era tan joven como son ahora los rusos. Son retrasados, primitivos y se dejan convencer con facilidad. Odian y temen a Occidente porque se les dice que deben odiar y temer a Occidente. Pero también vuestras democracias pueden actuar de igual forma.
—¡Válgame el cielo! —Reynolds aplastó el cigarrillo con brusquedad—. Pretende insinuar que…
—No sea inocente, hijo mío, y escúcheme. —La sonrisa de Jansci restaba ofensa a sus palabras—. Lo único que quiero decir es que las actitudes disparatadas y apasionadas se dan tanto en Oriente como en Occidente. Véase, por ejemplo, la actitud de su país para con Rusia durante el curso de los últimos veinte años. Al estallar la guerra, la popularidad de Rusia era grande. Luego, al firmarse el pacto entre Moscú y Berlín, estaban ustedes a punto de enviar a Finlandia a un ejército de 50.000 hombres contra los rusos. Luego vino el ataque de Hitler contra Rusia, y vuestros periódicos se llenaron de elogios para el «bueno de Joe», y todo el mundo adoraba al mujik. Ahora la rueda ha vuelto a girar, y el holocausto final sólo aguarda el primer gesto de pánico o de irreflexión. ¡Quién sabe! Dentro de cinco años tal vez haya vuelto a cambiar todo. Sois unos veletas, igual que los rusos, pero no culpo al pueblo. No son las veletas las que giran, sino el viento.
—¿Culpa a nuestros gobiernos?
—A vuestros gobiernos —asintió Jansci— y, por supuesto, a la prensa, que influye en el modo de pensar de las gentes, pero ante todo, a los gobiernos.
—En Occidente hay malos gobiernos. A menudo, gobiernos pésimos —dijo Reynolds lentamente—. Tropiezan, se equivocan, toman decisiones estúpidas, tienen su proporción de oportunistas, egoístas y de hombres que sólo buscan el poder. Pero todo eso es porque son humanos. Sus intenciones son buenas. Trabajan con ahínco para conseguir el bien, y ni un niño los temería. —Miró fijamente a Jansci—. Acaba de decir que en los últimos años los líderes rusos han enviado a millones de seres a la cárcel, a la esclavitud y a la muerte. Si, como usted afirma, los pueblos son iguales, ¿por qué son tan distintos los gobiernos? El comunismo es el único responsable.
—El comunismo ya no existe —dijo Jansci moviendo negativamente la cabeza—. El comunismo ha dejado definitivamente de existir. En la actualidad, no es más que un mito, un santo y seña del que los realistas cínicos y crueles del Kremlin abusan para disculpar y justificar las atrocidades que exige su política. Unos cuantos elementos de la vieja guardia que siguen en el poder alimentan quizá el sueño del comunismo mundial, pero ya son pocos. Sólo la guerra total podría ayudarles a conseguir su propósito, y esos mismos realistas del Kremlin se dan cuenta de que una política que lleva en sí la semilla de su propia destrucción carece de sentido y de futuro. En el fondo son hombres de negocios, Mr. Reynolds, y no es forma de administrar un negocio colocar una bomba de relojería debajo de la propia fábrica.
—¿Quiere usted decir que sus atrocidades, sus deportaciones y asesinatos en masa no llevan en sí el sello de la conquista mundial?
Reynolds levantó algo las cejas, con escepticismo.
—Exactamente.
—Entonces, ¿qué diablos les mueve a cometer tales atropellos?
—El miedo, Mr. Reynolds. Un miedo irracional, que no experimenta ningún otro gobierno en la actualidad. Tienen miedo porque les resulta imposible recuperar el terreno que han perdido en la carrera por la conquista del mundo. Las concesiones de Malenkof en 1953, el famoso discurso de desestalinización pronunciado por Kruschef en 1956 y la descentralización de la industria son contrarios a las ideas comunistas de infalibilidad de su doctrina y centralización del control, pero no tuvieron más remedio que hacer esas concesiones, en interés del buen funcionamiento del sistema y de la productividad… y el pueblo ha olfateado la libertad. Tienen miedo porque su policía secreta ha dado un serio traspiés. Beria ha muerto. La NKVD no despierta en Rusia el temor que produce aquí la AVO. En cuanto a la confianza en el poder de la autoridad y el temor al castigo, han sido destruidos. Hasta aquí, el temor que les inspira su propio pueblo. Pero ese temor no es nada comparado con el que sienten hacia el mundo exterior. Antes de morir, Stalin dijo: «¿Qué ocurrirá cuando yo falte? Vosotros estáis ciegos, como gatos recién nacidos, y Rusia será destruida porque no sabéis reconocer a sus enemigos». De modo que sólo se sienten seguros considerando enemigos a todos los demás países, en especial a los de Occidente. Temen a Occidente y, según su punto de vista, sus temores están justificados. Temen a Occidente porque lo ven como un mundo hostil, que sólo aguarda su oportunidad. ¿Qué terror no sería el suyo, Mr. Reynolds, si estuviera rodeado, como lo está Rusia, de bases armadas de proyectiles nucleares, en Inglaterra, en Europa, en el Norte de África, en Oriente Medio y en el Japón? ¿Qué terror no sería el suyo si, cada vez que hace crisis la tensión mundial, aparecieran misteriosamente escuadrillas de bombarderos extranjeros en los límites exteriores de sus pantallas de radar? ¿O si supiera usted, sin lugar a duda, que en cualquier momento del día o de la noche, de 500 a 1000 bombarderos de la Strategic Air Command, cada uno con su correspondiente bomba de hidrógeno, evolucionan por la estratosfera, en espera de la señal para caer sobre Rusia y destruirla? Tendría usted que hacer una buena provisión de cohetes y depositar en ellos una buena dosis de confianza para olvidarse de esas mil bombas ya en el aire. Y con que un cinco por ciento alcanzaran su objetivo, habría bastante. ¿Cómo se sentiría Inglaterra si Rusia enviara armas a Irlanda del Sur? ¿O los americanos, si un portaaviones ruso, cargado de bombas de hidrógeno, patrullara indefinidamente en aguas del Golfo de Méjico? Trate de imaginarse todo eso, Mr. Reynolds, y podrá empezar a imaginarse —sólo empezar, pues la imaginación no puede ser más que una sombra de la realidad— lo que sienten los rusos. Ni terminan aquí sus temores. Tienen miedo de la gente que trata de interpretarlo todo a la luz de su propia cultura y cree que todas las personas son iguales, en todas las latitudes. Esta es una creencia muy generalizada, pero estúpida y peligrosa. La diferencia entre el modo de ser y la cultura occidentales y el modo de ser y la cultura eslavos es inmensa, y, por desgracia, pocos son los que lo comprenden. Finalmente, y esto es quizá lo más importante, tienen miedo de la infiltración de las ideas occidentales en su país, y por eso los países satélites les son tan útiles, como cordón sanitario, como fuerza aislante de las perniciosas influencias capitalistas. Y por eso un levantamiento en cualquiera de los países satélites, como el que se produjo en octubre del 56, saca a la superficie lo que los dirigentes rusos tienen de peor. Reaccionaron con tan increíble violencia porque en el levantamiento de Budapest vieron la realización de sus tres mayores pesadillas: que todo su sistema de satélites se convirtiera en humo y ellos se quedaran para siempre sin su cordón sanitario, que el menor éxito que pudiera conseguir Hungría desencadenara una revuelta similar en Rusia y, lo que es peor, una conflagración en gran escala, del Báltico al mar Negro, y diera excusa a los americanos para dar suelta al Strategic Air Command y a los portaaviones de la Sexta Flota. Ya sé que es una idea descabellada, pero no estamos barajando hechos reales, sino lo que los rusos creen amenazas reales.
Jansci vació su copa y miró, burlón, a Reynolds.
—Espero que empiece a comprender por qué no apoyé ni intervine en el levantamiento de octubre. Sin duda verá por qué había que aplastar la revuelta sin reparar en medios. Y cuanto mayor fuera el alzamiento, tanto más cruel debía ser la represión, para que no se rompiera el cordón, para intimidar a los demás satélites, o a aquellos que dentro de su propia casa, alimentaran sentimientos parecidos. ¿Se convence de que la sublevación estaba condenada de antemano? Sus únicos efectos fueron la consolidación de los rusos en los otros países satélites, la muerte o mutilación de incontables millares de húngaros, la destrucción total o parcial de más de 20.000 casas, la inflación, la escasez de alimentos y un golpe casi mortal a la economía del país. Nunca debió ocurrir. Claro que la cólera y la desesperación son ciegas. La cólera provocada por la injusticia puede ser un sentimiento sublime, pero su aniquilamiento tiene sus… inconvenientes.
Reynolds no dijo nada. No se le ocurrió qué decir. En la habitación se hizo un largo silencio. Largo, pero no frío. Sólo se oía el rasguear de los cordones de los zapatos de Reynolds, que, mientras hablaba Jansci, había vuelto a vestirse. Jansci se levantó, apagó la luz, apartó la cortina de la única ventana de la habitación, miró al exterior y volvió a encender la luz. Aquello, según Reynolds pudo comprobar, no significaba nada, era un gesto maquinal, una preocupación rutinaria de un hombre que había logrado sobrevivir gracias a no descuidar la más insignificante precaución. Reynolds volvió a guardar sus documentos en la cartera y la pistola en la funda colgada de su hombro.
Se oyó un golpecito en la puerta, y entró Julia. Tenía el rostro encendido por el calor del fogón, y traía una bandeja con un cuenco de sopa, un humeante plato de estofado y otra botella de vino.
—Aquí tiene, Mr. Reynolds, dos de nuestros platos nacionales, sopa gulyás y tokány. Temo que, para su paladar, habrá demasiada páprika en la sopa y demasiado ajo en el tokány, pero es así como nos gusta a nosotros. —Sonrió, con expresión de disculpa—. Son sobras, todo lo que me ha sido posible reunir, a estas horas, con tantas prisas.
—Huele maravillosamente —le aseguró Reynolds—. Lo único que lamento es ocasionarle tantas molestias, a estas horas de la noche.
—Estoy acostumbrada —dijo ella ásperamente—. Siempre suele haber media docena de personas a las que hay que alimentar alrededor de las cuatro de la madrugada. Los invitados de mi padre se rigen por un horario poco corriente.
—Es cierto —sonrió Jansci—. Ahora tú, a la cama. Es muy tarde.
—Me gustaría quedarme un ratito, Jansci.
—No lo dudo. —Los marchitos ojos de Jansci brillaron de malicia—. Comparado con la mayoría de nuestros invitados, Mr. Reynolds es realmente guapo. Bien lavado, peinado y rasurado estaría casi presentable.
—Sabes perfectamente que eso no es justo, padre. —La muchacha se defendía bien, pensó Reynolds, pero el color de sus mejillas se había acentuado—. No debías haberlo dicho.
—No es justo y no debía haberlo dicho —repitió Jansci. Se volvió hacia Reynolds—. Julia sueña con el mundo situado al otro lado de la frontera austríaca, y se pasaría horas enteras oyendo hablar de él. Pero hay cosas que no debe saber, cosas que sería peligroso para ella incluso sospechar. Acuéstate ya, Julia.
—Está bien. —La muchacha se levantó, obediente, pero con desgana, besó a Jansci en la mejilla, sonrió a Reynolds y salió de la habitación. Reynolds se volvió hacia Jansci cuando éste rompía el precinto de la segunda botella.
—¿No le preocupa lo que pueda ocurrirle a ella?
—Bien sabe Dios que sí —dijo Jansci con sencillez—. Esta no es vida para ella, ni para ninguna muchacha. Si me cogen a mí, la cogen también a ella, esto es seguro.
—¿No podría hacerla salir del país?
—¡Le desafío a que lo intente! Yo podría hacerle cruzar la frontera mañana mismo, y sin la menor dificultad o peligro. Como usted sabe, ésta es mi especialidad. Pero ella no quiere. Es una hija obediente y respetuosa, como habrá podido observar, pero hasta donde ella quiere. Pasado ese límite, es terca como una mula. Conoce el peligro, pero se queda. Dice que no se irá hasta que encontremos a su madre, y puedan irse juntas. Pero aún entonces…
Se interrumpió bruscamente al abrirse la puerta y entrar por ella un desconocido. Reynolds se revolvió poniéndose en pie de un salto, con movimiento felino. Antes de que el desconocido diera un solo paso en la habitación, estaba encañonado por la pistola de Reynolds. El chasquido del seguro ahogó el roce de las patas de la silla sobre el linóleo. Reynolds miró al hombre sin que se le escapara ni uno solo de sus rasgos, ni su espeso cabello negro, peinado hacia atrás, ni su rostro aguileño de nariz fina y frente alta, que delataba en él al inconfundible aristócrata polaco. Reynolds se sobresaltó levemente cuando Jansci, alargando el brazo, desvió suavemente el cañón del arma.
—Szendrô tenía razón —murmuró, pensativo—. Es usted peligroso, muy peligroso. Se mueve como la serpiente cuando ataca. Pero éste es un amigo, un buen amigo. Mr. Reynolds, le presento al conde…
Reynolds guardó la pistola, cruzó la habitación y tendió la mano.
—Encantado —murmuró—. ¿El conde qué?
—El Conde, a secas —dijo el recién llegado. Y Reynolds le volvió a mirar fijamente. Aquella voz…
—¡Coronel Szendrô!
—El mismo —contestó el Conde y, al pronunciar estas palabras, su voz cambió tan radicalmente como su aspecto—. En honor a la verdad, y aunque me esté mal el decirlo, pocos son los que se me pueden comparar en el arte del disfraz y de la imitación. Lo que ahora tiene delante, Mr. Reynolds, soy yo, poco más o menos. Luego, una cicatriz aquí, otra allá, y así es como me ve la AVO. Tal vez comprenda ahora por qué no me importó demasiado que me reconocieran esta noche.
Reynolds asintió lentamente.
—Lo comprendo. Y… ¿vive usted aquí, con Jansci? ¿No resulta peligroso?
—Me hospedo en uno de los mejores hoteles de Budapest, como corresponde a un hombre de mi categoría, naturalmente. Pero, siendo soltero, tengo derecho a mis… digamos, diversiones. Mis ausencias no suscitan comentarios… Siento haber tardado tanto, Jansci.
—No tiene importancia. Mr. Reynolds y yo hemos tenido una interesante conversación.
—Acerca de los rusos, por supuesto.
—Por supuesto.
—Y Mr. Reynolds abogará, sin duda, para la conversión mediante el aniquilamiento.
—Por ahí, por ahí —sonrió Jansci—. Y no hace mucho que tú opinabas igual.
—Pero todos nos hacemos viejos. —El Conde cruzó la habitación en dirección a una alacena empotrada en la pared, de la que sacó una botella oscura, se sirvió medio vaso de líquido y se volvió hacia Reynolds—. Barack, licor de albaricoque, que dirían ustedes. Es horrible. Evítelo como la peste. Confección casera. —Reynolds vio con asombro que vaciaba el vaso de un trago y lo volvía a llenar—. ¿Todavía no han abordado el orden del día?
—Ahora mismo. —Reynolds apartó su plato y bebió otra copa de vino—. Habrán oído hablar del profesor Harold Jennings, ¿verdad?
—Desde luego. ¿Y quién no? —dijo Jansci entornando los ojos.
—Exactamente. Entonces sabrán como es… Un anciano de más de setenta años, buena persona, pero inocentón y un poco chocho. La típica estampa del sabio distraído, en todo excepto en un aspecto: su cerebro es una máquina electrónica. Es la autoridad más respetable del mundo en matemáticas de balística y cohetes dirigidos.
—Por lo cual los rusos le convencieron para que se fuera con ellos —murmuró el Conde.
—Nada de eso —sonrió Reynolds—. Así lo cree el mundo, pero el mundo está equivocado.
—¿Está seguro? —dijo Jansci inclinándose hacia delante.
—Completamente. Oigan esto. Cuando se produjo la defección de otros científicos británicos, el viejo Jennings salió calurosamente, aunque con imprudencia, en su defensa. Condenó rotundamente lo que él llama nacionalismo trasnochado, y dijo que todos tenemos derecho a actuar conforme a los dictados de nuestra conciencia e ideales. Como esperábamos, los rusos le visitaron casi inmediatamente. Él los mandó a paseo diciéndoles que su nacionalismo no era mejor que los demás y que sólo habló en general.
—¿Cómo pueden estar seguros de esto?
—Estamos seguros. La conversación fue grabada en cinta magnetofónica. La casa estaba llena de micrófonos. Pero no lo divulgamos. Y después de haberse pasado a los rusos, hubiera sido demasiado tarde. Nadie nos hubiera creído.
—Evidentemente —murmuró Jansci—. Y entonces, dejaron de vigilarle.
—Sí —admitió Reynolds—. Pero de todos modos, mantener la vigilancia no hubiera servido de nada. No vigilábamos al que había que vigilar. A los dos meses escasos de la conversación, Mrs. Jennings y su hijo de dieciséis años (el profesor se casó siendo ya viejo) se fueron de vacaciones a Suiza. Jennings debía haberles acompañado, pero a última hora le retuvieron asuntos de importancia, por lo que les dejó marchar solos, con la intención de reunirse con ellos, dos o tres días después, en su hotel de Zurich. Cuando llegó allí, su esposa y su hijo habían desaparecido.
—Víctimas de un rapto, por supuesto —dijo Jansci lentamente—. La frontera entre Austria y Suiza no ofrece ningún riesgo para hombres decididos. Pero lo más seguro es que se los llevaran en alguna barca, de noche.
—Eso creemos nosotros —dijo Reynolds—, por el lago de Constanza. Lo cierto es que a los pocos minutos de llegar al hotel, Jennings fue abordado por un individuo que le dijo lo que les ocurriría a Mrs. Jennings y al muchacho si el profesor no le acompañaba inmediatamente al otro lado del telón de acero. Jennings es un viejo chocho, pero no es ningún idiota. Se dio cuenta de que aquella gente no bromeaba, por lo que les siguió inmediatamente.
—Y ahora, por supuesto, ustedes quieren hacerle volver.
—Le necesitamos. Por eso estoy aquí.
Jansci sonrió débilmente.
—Me gustaría saber cómo se propone rescatarle, Mr. Reynolds. Y no sólo a él, sino también a su esposa y a su hijo, pues sin ellos, no conseguirían nada. Tres personas, Mr. Reynolds, un anciano, una mujer y un muchacho, un viaje de más de mil kilómetros hasta Moscú, por la estepa nevada…
—Tres personas, no, Jansci; sólo una: el profesor. Y no tengo que ir a buscarle a Moscú. Está a menos de dos kilómetros de esta casa, en Budapest.
Jansci no hizo ningún esfuerzo en ocultar su asombro.
—¿Aquí? ¿Está seguro, Mr. Reynolds?
—El coronel Mackintosh lo está.
—Entonces, no cabe duda, tiene que estar aquí. —Jansci se volvió hacia el Conde—. ¿Sabías algo?
—Ni una palabra. En nuestra oficina nadie lo sabe, puedo jurarlo.
—Todo el mundo lo sabrá la semana próxima. —La voz de Reynolds era suave, pero firme—. El lunes, cuando se inaugure el Congreso Científico Internacional, el primer trabajo será leído por el profesor Jennings. Será el mayor triunfo conseguido por los comunistas desde hace años.
—Ya entiendo, ya entiendo. —Jansci tamborileó con los dedos sobre la mesa, luego levantó bruscamente la cabeza—. ¿Dijo usted que sólo quiere llevarse al profesor Jennings?
Reynolds asintió.
—¡Sólo al profesor! —exclamó Jansci mirándole con ojos muy abiertos—. Pero es que no se imagina lo que les ocurrirá a su esposa y a su hijo, Mr. Reynolds. Si espera usted que le ayudemos a…
—Mrs. Jennings está ya en Londres. —Reynolds levantó una mano para contener las preguntas—. Cayó gravemente enferma hará cosa de diez semanas, y Jennings quiso que fuera llevada a la Clínica de Londres. Obligó a los comunistas a acceder a su petición. No se puede torturar ni someter a un lavado de cerebro a un hombre del calibre del profesor sin destruir su capacidad para el trabajo, y él se negó rotundamente a continuar su labor hasta que ellos accedieran a su demanda.
—Debe ser todo un hombre —dijo el Conde, moviendo la cabeza con admiración.
—Una verdadera furia, cuando algo le contraría —sonrió Reynolds—. Pero no fue ninguna hazaña. Los rusos tenían todos los triunfos en la mano. No iban a perder nada. Conservaban en su poder a Jennings y al muchacho y sabían que la señora Jennings volvería. Además, exigieron que todo se hiciera dentro del más absoluto secreto. En Inglaterra, no hay ni media docena de personas que sepan que Mrs. Jennings está allí. Ni siquiera el cirujano que realizó las dos delicadas intervenciones.
—¿Con éxito?
—Con absoluto éxito. Puede decirse que está casi curada.
—El viejo estará satisfecho —murmuró Jansci—, su mujer volverá pronto a Rusia.
—Su mujer no volverá jamás a Rusia —dijo Reynolds bruscamente—. Y Jennings no tiene por qué estar satisfecho. Sigue creyéndola gravísima, y está convencido de que apenas hay esperanza. Lo cree así porque nosotros se lo hemos hecho creer.
—¿Qué? —Jansci se levantó de un salto y su mirada se endureció—. ¡Santo Dios! ¡Pero eso es inhumano! ¡Decirle al viejo que su mujer está muriéndose!
—En Inglaterra se le necesita desesperadamente. Nuestros científicos están atascados desde hace más de dos meses, y están seguros de que Jennings es el único hombre capaz de darles la salida que necesitan.
—Y se sirve de este abominable engaño…
—Es asunto de vida o muerte, Jansci —interrumpió Reynolds—. Tal vez suponga la vida o la muerte para millones de seres. Hay que recobrar a Jennings, y nos serviremos de cualquier medio para lograrlo.
—¿Y cree usted que esto es de buena ética, Mr. Reynolds, cree que hay algo que pueda justificar…?
—Lo que yo crea no importa en absoluto —dijo Reynolds con indiferencia—. No soy quien para juzgar los pros y los contras. Lo único que sé es que se me ha encomendado una misión, y he de hacer cuanto pueda por cumplirla.
—Es hombre implacable y peligroso —murmuró el Conde—. Ya te lo dije. Es un asesino, pero un asesino al servicio de la Ley.
—Sí. —Reynolds seguía impasible—. Y además, otra cosa. Como tantos otros cerebros privilegiados, Jennings es crédulo e incauto en cosas que no son su especialidad. Mrs. Jennings nos ha informado de que los rusos han asegurado a su marido que el proyecto en el que se encuentra trabajando será empleado exclusivamente para fines pacíficos. Y Jennings se lo ha creído. Es un pacifista de corazón y…
—Los mejores hombres de ciencia son pacifistas de corazón. —Jansci había vuelto a sentarse, pero su mirada seguía siendo hostil—. En todas partes, los mejores son pacifistas de corazón.
—No lo discuto. Lo único que quiero decir es que Jennings preferiría trabajar para los rusos si creía que trabajaba para la paz, a trabajar para su país, si creía que lo hacía para la guerra. Y esto le hace más difícil de manejar y nos obliga a coaccionarle.
—Lo que pueda ocurrirle a su hijo es, desde luego, algo que a nadie le interesa —dijo el Conde, con un gesto de displicencia—. Cuando entran en juego intereses tan enormes.
—Brian, su hijo, pasó el día de ayer en Poznan —interrumpió Reynolds—, visitando una exposición para organizaciones juveniles. Dos hombres le siguieron desde por la mañana. Mañana a mediodía, es decir, hoy, estará en Stettin. Veinticuatro horas después, estará en Suecia.
—Ah, ya. Pero menosprecia usted la vigilancia de los rusos. —El Conde le miró, pensativo, por encima del borde del vaso—. Los agentes fallan, a veces.
—Estos dos no han fallado nunca. Son los mejores de Europa. Brian Jennings estará en Suecia mañana. La contraseña la dará la BBC de Londres en su emisión para Europa. Hasta entonces no nos llevaremos a Jennings.
—Ya entiendo —asintió el Conde—. Puede que, al fin y al cabo, les quede todavía algo de humanidad.
—¡Humanidad! —La voz de Jansci era fría, casi despreciativa—. Otra palanca para presionar sobre el pobre hombre. Los jefes de Reynolds saben bien que si dejaran morir al muchacho en Rusia, el viejo Jennings nunca volvería a trabajar para ellos.
El Conde encendió otro de sus cigarrillos rusos.
—Tal vez seamos demasiado severos. Quizá, en este caso, el interés y la caridad vayan de la mano. Digo «quizá». ¿Qué ocurriría si, a pesar de todo, Jennings se negara a volver?
—Tendrá que volver, le guste o no.
—¡Formidable! ¡Sencillamente formidable! —sonrió el Conde—. Me parece estar viendo la caricatura en «Pravda». El doctor Jennings cruzando la frontera arrastrado por los talones por el amigo Reynolds y este comentario: «Agente británico libera a científico occidental». ¿Se lo imagina, Mr. Reynolds?
Reynolds se encogió de hombros y no contestó. Se daba perfecta cuenta de que durante los últimos cinco minutos la atmósfera había cambiado. Percibía claramente la corriente de hostilidad que se había desencadenado contra él. Pero no tenía más remedio que contárselo todo a Jansci. El coronel Mackintosh había insistido muy especialmente en aquel punto, y si Jansci tenía que ayudarle, era indispensable que estuviera enterado de todo. La oferta de ayuda, si se llegaba a formular, estaba en el fiel de la balanza, y Reynolds sabía que sin ella podía haberse ahorrado el viaje. Durante dos minutos, nadie pronunció una sola palabra. Luego, Jansci y el Conde intercambiaron una mirada y un movimiento de cabeza casi imperceptible.
—Si todos sus compatriotas fueran como usted, Mr. Reynolds, yo no movería un dedo por ayudarle. Los indiferentes, los fríos y los que carecen de sentimientos, para los que el bien y el mal, la justicia y la injusticia son objetos de interés puramente académico, son tan culpables, por su indiferencia, como los bárbaros asesinos de los que le hablaba hace un momento. Pero sé que no son todos iguales. Y tampoco le ayudaría para permitir a sus científicos seguir inventando ingenios de guerra. Pero el coronel Mackintosh era, y es, amigo mío, y además considero inhumano que, sea cual sea la causa, un pobre viejo muera en un país extranjero, entre gente extraña, lejos de su familia y de los que ama. Si está dentro de nuestras posibilidades, procuraremos, con la ayuda de Dios, que el viejo vuelva a su patria sano y salvo.