Capítulo II

Afuera, la oscuridad era total, pero la luz que salía por la puerta abierta y por la ventana de la barraca daba suficiente visibilidad. El automóvil del coronel Szendrô estaba estacionado al otro lado de la carretera. Era un Mercedes negro, con el volante a la izquierda, cubierto ya de una espesa capa de nieve, excepto el capó, en donde el calor del motor la derretía a medida que iba cayendo. El coronel se detuvo un minuto para ordenar a los policías que pusieran en libertad al conductor del camión, y registraron la caja del vehículo, en busca de los efectos personales de Buhl. Casi inmediatamente, encontraron el maletín, al que unieron su pistola. Szendrô abrió entonces la portezuela de la derecha e invitó a subir a Reynolds.

Reynolds hubiera asegurado que no existía hombre capaz de conducir un coche y conservarle a él prisionero más de cincuenta kilómetros. Pero ya antes de arrancar comprendió que estaba equivocado. Mientras un policía le encañonaba con un fusil, Szendrô se metió en el coche por el otro lado, abrió el cofre de los guantes, sacó dos trozos de cadena y dejó el cofre abierto.

—Este es un automóvil algo especial, amigo Buhl —dijo el coronel a modo de excusa—. Pero, compréndalo, tengo que dar a mis pasajeros una sensación de… ejem… seguridad. —Abrió rápidamente una de las esposas, pasó por el aro el eslabón final de una de las cadenas, volvió a cerrarla, pasó la cadena por un aro o un eje situado en el fondo del cofrecillo y lo ató a la otra esposa. Luego, pasó la otra cadena alrededor de las piernas de Reynolds, encima de las rodillas y, después de cerrar la portezuela, la ató con un pequeño candado al brazo del asiento. Dio un paso atrás, para estudiar su obra.

—Satisfactorio, creo yo. Está cómodo y tiene cierta libertad de movimientos, aunque no la suficiente para alcanzarme. Tampoco le será fácil saltar del coche. En primer lugar, la portezuela de ese lado no tiene palanca. —Hablaba con ligereza, casi bromeando, pero Reynolds estaba seguro de que no bromeaba—. Evítese también la molestia de comprobar la resistencia de la cadena. Resiste a una tracción de hasta una tonelada. El brazo del asiento está reforzado y el aro de dentro del cofre, soldado al chasis… Bien, ¿qué diablos quieres tú ahora?

—Olvidé decirle, coronel, que envié recado a nuestro cuartel de Budapest para que mandaran un coche a recoger a este hombre.

La voz del policía sonaba atiplada por efecto del nerviosismo.

—¿Cuándo fue eso?

La voz de Szendrô era dura.

—Hará unos diez o quince minutos.

—¡Idiota! Debiste decírmelo inmediatamente. Ahora ya es demasiado tarde. De todos modos, no se habrá perdido nada, tal vez al contrario. Si los de Budapest tienen la cabeza tan turbia como tú, cosa que me cuesta trabajo creer, el aire de la noche tal vez les aclare las ideas.

El coronel Szendrô cerró la portezuela violentamente, encendió la luz situada sobre el parabrisas para poder vigilar a su prisionero sin dificultad, y tomó la dirección de Budapest. El Mercedes iba equipado con neumáticos especiales para la nieve y, a pesar de la capa de hielo que cubría la carretera, Szendrô llevaba una buena media. Conducía con la soltura de un experto del volante, clavando a menudo sus fríos ojos azules en el prisionero.

Reynolds permanecía inmóvil, con la mirada fija en la carretera. A pesar de la advertencia del coronel, había ya probado la resistencia de las cadenas; el coronel no había exagerado. Ahora obligaba a su cerebro a pensar fríamente, con claridad y tan constructivamente como le fuera posible. Su situación era poco menos que desesperada, y lo sería del todo en cuanto llegaran a Budapest. A veces ocurrían milagros, pero sólo cierta clase de milagros. Nadie escapó jamás del Cuartel General de la AVO ni de las cámaras de tortura de la calle Stalin. Una vez allí, estaría perdido: si había de escapar, tendría que ser del automóvil, dentro de la hora siguiente.

En la puerta no había manivela para subir el cristal. El coronel, con gran previsión, había suprimido todas esas tentaciones. Y ni siquiera con la ventana abierta hubiera podido llegar a coger el picaporte del exterior. Con las manos no llegaba al volante. Ya había calculado el radio de la cadena. Sus dedos hubieran quedado por lo menos a cinco centímetros del volante. Podía mover las piernas, pero no levantarlas hasta el parabrisas para hacer saltar el cristal y provocar un despiste del automóvil. Podía apoyar los pies en el salpicadero e intentar hacer saltar el asiento hacia atrás. En otro coche, tal vez lo hubiera conseguido, pero en aquél todo parecía demasiado sólido. Y si fracasaba —que era lo más seguro— todo lo que conseguiría es que el coronel le propinara un buen golpe en la cabeza, que le dejaría inconsciente hasta llegar a Andrassy Ut. Y Reynolds se esforzaba por no pensar en lo que ocurriría cuando llegaran allí. El aniquilamiento total.

En los bolsillos… ¿llevaba algo en los bolsillos que poder utilizar? Algo lo bastante duro que arrojar a la cabeza de Szendrô para hacerle perder el control del coche y provocar un accidente. A Reynolds no se le escapaba que también él podría resultar herido, a pesar de hallarse preparado; pero valía la pena intentarlo. Sabía exactamente dónde estaba la llave de las esposas.

Pero al hacer mentalmente inventario del contenido de sus bolsillos, Reynolds tuvo que desechar la idea. Lo más contundente era un puñado de calderilla. Los zapatos… ¿le sería posible sacarse un zapato y tirárselo a Szendrô a la cara antes de que el coronel pudiera darse cuenta de lo que hacía? Pero al momento vio que la idea era descabellada. Con las muñecas esposadas, el único camino para llegar disimuladamente a los zapatos era pasando las manos por entre las piernas. Pero tenía las rodillas fuertemente atadas… Otra idea, desesperada pero con una remota posibilidad de éxito, acababa de ocurrírsele cuando el coronel habló por primera vez desde que, quince minutos antes, salieran de la barraca de la policía.

—Es usted un hombre peligroso, Mr. Buhl —comentó—. «Piensas demasiado, Casio». Shakespeare, ¿no?

Reynolds no contestó. En cada palabra de aquel hombre podía haber una trampa.

—El más peligroso de cuantos he llevado en este coche. Y los ha habido temerarios, créame. —Szendrô prosiguió, pensativo—: A pesar de que sabe donde nos dirigimos, no parece importarle. Es imposible que esté tan tranquilo como aparenta.

Reynolds siguió sin contestar. El plan podía dar resultado… Las posibilidades de éxito justificaban el intento.

—El silencio no ayuda a la cordialidad —observó el coronel Szendrô. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla por el hueco de ventilación. Reynolds tensó los músculos ligeramente. Aquélla era la oportunidad que necesitaba. Szendrô seguía diciendo—: ¿Va usted cómodo?

—Sí. —Reynolds empleó el mismo tono afable y cortés que su acompañante—. Pero, si a usted no le importa, desearía también un cigarrillo.

—Pues no faltaba más. —Szendrô era todo hospitalidad—. Hay que obsequiar a los invitados… En el departamento de los guantes encontrará media docena de cigarrillos sueltos. Son de marca barata, pero los que se encuentran en su caso no acostumbran a ser demasiado exigentes en esas cosas. Un cigarrillo, sea cual sea la marca y calidad, es un gran consuelo en momentos de tensión.

—Gracias. —Reynolds señaló con un movimiento de cabeza un accesorio colocado sobre el salpicadero, frente a su asiento—. El encendedor, ¿no?

—Utilícelo. Está a su disposición.

Reynolds alargó las manos, oprimió el encendedor unos segundos y lo levantó. La punta brilló un momento a la débil claridad de la lámpara. Antes de que pudiera arrimarlo al cigarrillo, se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Reynolds se agachó a recogerlo, pero a pocos centímetros del suelo la cadena se tensó y no pudo alcanzarlo. Lanzó una imprecación entre dientes.

Szendrô se echó a reír. Reynolds se incorporó y le miró. En el rostro del coronel no había malicia, sino una mezcla de diversión y admiración, en la que predominaba la admiración.

—Muy astuto, Mr. Buhl. Ya dije que era usted un hombre peligroso, y ahora estoy más convencido que nunca. —Dio una fuerte chupada al cigarrillo—. Ahora se nos ofrecen tres alternativas, ninguna de las cuales tiene para mí el menor atractivo.

—No sé de qué me habla.

—¡Magnífico, una vez más! —Szendrô sonreía ampliamente—. Ese tono de asombro no podía estar mejor disimulado. Tenemos tres alternativas, como le digo. Primera: Me agacho cortésmente a recoger el encendedor y entonces usted procura machacarme la cabeza con las esposas. Lo más seguro es que me dejara sin sentido. Y, aunque sin aparentarlo, se fijó bien donde guardé la llave de las esposas. —Reynolds le miró simulando gran desconcierto, pero al mismo tiempo comprendió que estaba perdido—. Segunda: Le arrojo una caja de cerillas. Usted enciende una, arrima la llama a las restantes y me arroja la caja a la cara. El coche se estrella y quién sabe lo que puede ocurrir. O, por último, opto por ofrecerle fuego. Entonces me hace usted una llave de judo con los dedos, me rompe un par de falanges, luego me inutiliza una muñeca, y la llave a su disposición. Voy a tener que vigilarle, Mr. Buhl.

—Está diciendo tonterías —dijo Reynolds con aspereza.

—Tal vez, tal vez. Acostumbro pecar de suspicaz, pero sigo vivo. —Arrojó una cerilla al regazo de Reynolds—. Por lo tanto, ahí va una sola cerilla. Enciéndala rascando la bisagra del estuche de los guantes.

Reynolds fumó en silencio. No se daba por vencido, no podía darse por vencido, aunque estaba seguro de que el hombre sentado al volante sabía todos los trucos, y muchos más, cuya existencia ni sospechaba Reynolds. Se le ocurrieron media docena de planes fantásticos, cada uno más desesperado y con menos probabilidades de éxito que el anterior. Terminaba ya su segundo cigarrillo, encendido con la colilla del primero, cuando Szendrô puso la tercera marcha, examinó la carretera, dio un frenazo y torció por un sendero. Medio minuto después, detuvo el coche en un recodo del sendero, situado a menos de veinte metros de la carretera, pero oculto casi por completo a la vista de posibles conductores por una maraña de arbustos cubiertos de nieve. Szendrô apagó los faros y las luces de posición, bajó la ventanilla, a pesar del frío, y se volvió hacia Reynolds. La lámpara situada encima del parabrisas seguía encendida.

Ya está, pensó Reynolds, sombrío. Aún faltan treinta millas para llegar a Budapest, pero Szendrô no puede aguantar ya más. Reynolds no alimentaba ninguna ilusión ni ninguna esperanza. Se le había dejado examinar los archivos secretos en los que se reseñaban las actividades de la Policía Política húngara en el año transcurrido desde el sangriento levantamiento de octubre de 1956. Las atrocidades allí consignadas causaban espanto; se hacía difícil creer que los miembros de la AVO, mejor dicho, de la AVH, como se les llamaba ahora, fueran seres humanos. Dondequiera que fueran llevaban consigo el terror y la destrucción, la muerte en vida y la muerte absoluta, la muerte lenta de los ancianos en los campos de deportados y de los jóvenes en los campos de trabajo, la muerte rápida de los condenados sumarísimamente y la muerte horrible de los que sucumbían bajo las más abominables torturas concebidas por la insania que anida en el corazón de los degenerados que se alistan en la policía política de los regímenes dictatoriales de cualquier país del mundo. Y no había policía secreta que pudiera compararse a la AVO de Hungría en crueldad de métodos. Tenía a la población inmovilizada por el terror. Durante la segunda Guerra Mundial aprendió mucho de la Gestapo de Hitler y, después, de la NKVD rusa, que le ayudó a refinar sus métodos. Pero ahora los discípulos habían superado a los maestros desarrollando técnicas más depuradas para martirizar la carne de la víctima y métodos más eficaces para aterrorizar al pueblo, que los otros no hubieran podido ni soñar.

Pero el coronel Szendrô estaba todavía en la fase oral. Se volvió en su asiento, cogió el maletín de Reynolds y trató de abrirlo. Estaba cerrado.

—La llave —pidió—. Y no me diga que no la tiene o que se ha perdido. Me figuro que tanto usted como yo hemos salido ya del jardín de infancia.

Reynolds se dijo que tenía razón.

—En el bolsillo interior de la americana.

—Démela. Y también su documentación.

—No alcanzo.

—Permítame.

Reynolds hizo una mueca al sentir el cañón del revólver de Szendrô entre los dientes, y sintió que, con habilidad de carterista, el coronel le extraía los documentos del bolsillo. Al momento, Szendrô estaba de nuevo en su lado del automóvil, con la maleta abierta. Sin detenerse a pensarlo, rasgó el forro, sacó un delgado pliego de documentos y los cotejó con los que Reynolds llevaba en el bolsillo.

—Bien, bien, bien, Mr. Buhl. Interesante, muy interesante. Como un camaleón, cambia de identidad en un abrir y cerrar de ojos. Nombre, lugar de nacimiento, profesión, hasta nacionalidad. Notable transformación. —Examinó los dos juegos de documentos, uno en cada mano—. ¿Cuál de ellos es el auténtico? ¿O son los dos falsos?

—La documentación austríaca está falsificada —gruñó Reynolds. Por primera vez dejó de hablar en alemán. Se expresaba en correcto húngaro—. Recibí la noticia de que mi madre, que vivía en Viena desde hacía muchos años, estaba moribunda. Tuve que procurármelos a la fuerza.

—Ah, desde luego. Y ¿cómo está su madre?

—Murió. —Reynolds se santiguó—. En el periódico del martes puede ver la esquela. María Rakosi.

—Ahora es cuando tendría que asombrarme, si fuera susceptible al asombro. —Szendrô hablaba también en húngaro, pero su acento no era de Budapest, Reynolds estaba seguro. Después de meses y meses de arduo estudio de los más recientes modismos e inflexiones empleados en Budapest, con un antiguo profesor de lenguas centroeuropeas de la Universidad de Budapest podía darse cuenta. Szendrô estaba diciendo en aquel momento—: Toda una tragedia. Me descubro en señal de pésame. Metafóricamente hablando, desde luego. De modo que dice usted que se llama Lajos Rakosi. Un nombre conocido en verdad.

—Y corriente. Y auténtico. Encontrará mi nombre, fecha de nacimiento, dirección, fecha de mi matrimonio y todas mis señas personales en el registro. Además…

—Basta, basta. —Szendrô levantó una mano en señal de protesta—. No lo dudo. No dudo que podría mostrarme hasta el pupitre en que se sentó cuando iba a la escuela y en el que grabó sus iniciales, y presentarme a la que fue su compañera predilecta, a la que solía llevarle los libros camino de su casa. Nada de eso me impresionaría lo más mínimo. Lo que me impresiona es la extraordinaria minuciosidad de todos ustedes, tanto la suya como la de sus superiores. La forma en que le han adiestrado es realmente digna de admiración. Nunca vi nada igual.

—Todo esto es un enigma para mí, coronel Szendrô. No soy más que un ciudadano de Budapest. Y puedo probarlo. De acuerdo en que mi documentación austríaca está falsificada. Pero mi madre se moría, y yo estaba dispuesto a correr el riesgo. Y no he cometido delito alguno contra nuestro país. Puede usted comprobarlo. Si lo hubiera deseado, hubiera podido escapar a Occidente. Pero no lo hice. Mi país es mi país, y Budapest es mí hogar. Por eso volví.

—Una ligera corrección —murmuró Szendrô—: Usted no vuelve a Budapest; usted va a Budapest, y sin duda por primera vez en su vida. —Miró a Reynolds de frente. Súbitamente, cambió de expresión y gritó—: ¡Detrás de usted!

Reynolds volvió la cabeza una décima de segundo antes de advertir que Szendrô había gritado en inglés. Y ni en sus ojos ni en su voz se apreció lo que se proponía hacer. Reynolds se volvió lentamente, casi con aburrimiento.

—Un truco de colegial. Hablo inglés, sí. —Ahora se expresaba en este idioma—. ¿Por qué iba a negarlo? Querido coronel, si fuera usted de Budapest, que no lo es, sabría que hay en la ciudad más de cincuenta mil personas que hablan inglés. ¿Por qué ha de ser motivo de sospecha una cosa tan corriente?

—¡Por todos los dioses! —Szendrô se golpeó el muslo con la mano—. ¡Magnífico! ¡Realmente, magnífico! Despierta usted mi envidia profesional. Hacer que un inglés, o un americano —inglés, el acento americano es imposible de disfrazar— hable húngaro con acento de Budapest con la perfección con que usted lo habla no es poco. Pero hacer que un inglés hable inglés con acento de Budapest, eso sí que es soberbio.

—No hay nada de soberbio en ello —gritó Reynolds, al borde de la desesperación—. Soy húngaro.

—Temo que no sea cierto. —Szendrô movió negativamente la cabeza—. Sus jefes le adiestraron bien, le adiestraron magníficamente. Mr. Buhl, es usted una mina para cualquier organización de espionaje del mundo. Pero hay algo que no le enseñaron, algo que no podían enseñarle, porque no saben lo que es: la mentalidad del pueblo. Vamos a hablar con franqueza, como dos personas, como dos personas inteligentes, sin los alardes de patriotismo que se suelen emplear para hablar al —¡ah!— proletariado. En resumen, la mentalidad de los sojuzgados, de los vencidos, de los dominados por el terror, de los que ocultan la cabeza entre los hombros, temiendo que en cualquier momento les señale el dedo de la muerte. —Reynolds le miraba asombrado: aquel hombre debía estar muy seguro de su terreno. Pero Szendrô prosiguió, sin hacer caso de su mirada—: Mr. Buhl, he visto a muchos camino del tormento y de la muerte, como ahora le veo a usted. La mayoría van paralizados por el terror, otros, sollozando y algunos, temblando de furor. A usted no puedo encasillarle en ninguno de estos tres grupos. Y es que, como le digo, hay cosas que sus jefes no pueden saber. Usted es un hombre frío y calculador. Durante todo el camino no ha hecho más que trazar planes, confiando en que sus extraordinarias dotes le han de permitir sacar el mayor partido posible de la oportunidad más insignificante, y se mantiene en constante alerta, esperando que surja esa oportunidad. Si hubiera sido usted menos inteligente, no se hubiera traicionado con tanta facilidad…

Se interrumpió bruscamente. Apagó la luz, subió el cristal de la ventanilla y con un gesto rápido arrancó a Reynolds el cigarrillo de la boca y lo aplastó con el pie. No habló ni se movió hasta que el automóvil que se acercaba, una sombra apenas perceptible detrás de unos focos cegadores, se desvaneció sin ruido sobre la nevada carretera, en dirección al Oeste. Tan pronto dejaron de verle y oírle, Szendrô volvió a salir a la carretera y siguió viaje, llevando a una velocidad rayana en la imprudencia, dado el estado del piso, mientras la nieve seguía cayendo con lentitud.

* * *

Transcurrió más de hora y media antes de que llegaran a Budapest —viaje lento y pesado que normalmente hubieran podido hacer en la mitad del tiempo—. Pero la nieve, cada vez más densa, entorpecía el avance, y en ocasiones les obligaba a llevar paso de procesión, mientras los limpiaparabrisas iban acumulando la nieve a cada lado de su carrera y, a cada viaje, su recorrido era más corto, hasta que quedaban clavados. Szendrô tuvo que bajar del coche para limpiar el parabrisas más de una docena de veces.

Además, a escasos kilómetros de la ciudad, Szendrô volvió a dejar la carretera principal y tomó por una red de carreteras estrechas y sinuosas, en muchos tramos, cubiertas de una suave capa de nieve que no dejaba adivinar dónde terminaba la carretera y dónde empezaba la cuneta, era el suyo el primer coche en circular por allí desde que empezara a nevar. Pero, a pesar de la atención que Szendrô dedicaba a la carretera, no dejaba de dirigir rápidas miradas al prisionero; la vigilancia de aquel hombre era casi sobrehumana.

Reynolds se preguntaba por qué habrían dejado la carretera principal y por qué se habrían detenido en el sendero. Era evidente que, entonces, Szendrô se ocultó para no cruzarse con el coche de la policía que, a toda velocidad, se dirigía a Komaron, y ahora trataba de eludir el puesto de vigilancia situado a la entrada de Budapest, de cuya existencia Reynolds fuera ya advertido en Viena. ¿Cuál sería la razón? Reynolds no perdió tiempo tratando de resolver el problema. Tenía otras cosas en que pensar. A lo sumo, le quedaban diez minutos.

En aquel momento, atravesaban las tortuosas calles de Buda, bordeadas de señoriales mansiones, y las empinadas avenidas residenciales que descendían hacia el Danubio. La nevada amainaba. Volviéndose en su asiento, Reynolds divisó el promontorio coronado de rocas de Gellert Hill, con su afilada cumbre limpia de nieve, la mole del Hotel St. Gellert y, al acercarse al puente Ferenc Josef, el monte St. Gellert, desde el cual en tiempos pretéritos un obispo, que había provocado la ira de sus enemigos, fue arrojado al Danubio, metido en un barril lleno de clavos. Desgraciados aficionados, pensó Reynolds con amargura. El buen obispo no debió tardar en morir más de un par de minutos. En Andrassy Ut, por el contrario, las cosas estarían mejor dispuestas.

Cruzaron el Danubio y enfilaron el Corso, en otro tiempo elegante avenida, llena de terrazas de cafés, situada en la orilla de Pest. Pero ahora estaba oscura y triste, tan desierta como la mayor parte de las calles de la ciudad. Tenía un aspecto ajado y anacrónico. Parecía el fantasma de los tiempos felices, que habían quedado atrás. Era difícil, era imposible, imaginar que tan sólo dos décadas antes el lugar hervía de animación, lleno de gente que paseaba feliz y despreocupada, convencida de que nada había de cambiar. Era imposible imaginar, ni remotamente, lo que fue el Budapest de ayer. La más hermosa y feliz de las ciudades. Una ciudad que poseía algo que Viena nunca llegó a tener. La ciudad que tantísimos extranjeros, de todas las nacionalidades, iban a visitar proponiéndose pasar en ella un par de días, y que ya no les dejaba regresar a su país. Pero todo aquello había pasado, y no quedaba de ello ni casi el recuerdo.

Reynolds nunca, hasta entonces, había estado en Budapest pero lo conocía como pocos de sus ciudadanos llegarían nunca a conocerlo. En la orilla occidental del Danubio, el Palacio Real, el Bastión de Fisher, de estilo gótico-mudéjar y la iglesia de la Coronación no eran sino sombras desdibujadas por la oscuridad y la nieve, pero Reynolds sabía exactamente dónde estaban y cómo eran, como si hubiera vivido toda su vida en la ciudad. Ahora, a la derecha, estaba el magnífico Parlamento de los magiares, el Parlamento, con su plaza trágica, regada con la sangre de un millar de húngaros aplastados en la Revolución de Octubre por los tanques y el fuego de las ametralladoras pesadas de la AVO colocadas en el mismo techo del Parlamento.

Todo era real, todos los edificios, todas las calles estaban donde debían estar, en el preciso lugar donde le habían dicho que los hallaría, pero Reynolds no podía sustraerse a una sensación de irrealidad que iba creciendo por momentos, como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otra persona, y él no fuera más que un simple espectador. Era hombre carente de imaginación, al que un riguroso adiestramiento le había enseñado a someter todas sus emociones a las exigencias de la razón y del intelecto, y ahora no podía explicarse lo que ocurría en su cerebro. Tal vez fuera el perfecto conocimiento de la derrota, el convencimiento de que el viejo Jennings nunca volvería a Inglaterra. O tal vez fuera el frío, el cansancio o la desesperanza, o los remolinos de nieve que lo envolvían todo. Pero no, él sabía que no era nada de esto. Era otra cosa.

Dejaron el río y enfilaron el amplio bulevar bordeado de árboles, conocido por el nombre de Andrassy Ut. Andrassy Ut, la calle de los dulces recuerdos. Allí estaba el Teatro Real de la Opera. Por ella se llegaba al Jardín Zoológico, a la Feria de Atracciones y al Parque de la Ciudad. Andrassy Ut estaba en el recuerdo de decenas de millares de ciudadanos como parte integrante de noches y días felices. Ningún lugar del mundo tenía mayor encanto para un húngaro. Pero todo aquello había pasado. Nunca volvería a ser lo mismo, pasara lo que pasara, ni aunque volvieran los tiempos de paz, de independencia y de libertad. Porque Andrassy Ut significaba ahora la represión y el terror, los golpes en la puerta de madrugada y los camiones pardos que se te llevaban, los campos de prisioneros, las deportaciones, las cámaras de tormento y la bendición de la muerte. Andrassy Ut significaba tan sólo cuartel general de la AVO.

Y, no obstante, aquella sensación de irrealidad y lejanía persistía. Reynolds sabía donde estaba, sabía que había llegado su hora, empezaba a comprender lo que Szendrô quiso decir al referirse a la mentalidad de un pueblo que vive bajo el terror y la constante amenaza de muerte, y sabía también que nadie que hubiera llevado aquel camino que ahora llevaba él había vuelto a ser el mismo. Casi con indiferencia, con un interés casi científico, se preguntaba cuánto iba a durar en la cámara del tormento, qué diabólicas innovaciones en los sistemas para destruir al hombre le aguardaban.

El Mercedes iba perdiendo velocidad. Sus pesados neumáticos hacían crujir la nieve helada que cubría la calle, y Reynolds, a pesar suyo, a pesar del estoicismo de años de servicio, a pesar de la coraza de indiferencia con que trataba de protegerse, sintió que, por primera vez, le atenazaba el miedo, miedo en la boca, dejándosela reseca, miedo en el corazón, que empezaba a golpear furiosamente dentro de su pecho, miedo en el estómago, como si se hubiera tragado algo sólido y cortante. Pero en su expresión no se advirtió el menor cambio. Sabía que el coronel le observaba con atención, sabía que si fuera lo que quería aparentar, un inocente ciudadano de Budapest, el miedo le asomaría a la cara, pero no podía hacerlo, no porque fuera incapaz de fingir miedo, sino porque conocía la relación entre el cerebro y la expresión facial: demostrar miedo no significaba necesariamente que uno estuviera asustado; pero demostrar miedo cuando uno estaba asustado y trataba desesperadamente de combatirlo, sería fatal… El coronel Szendrô parecía leer sus pensamientos.

—No tengo ya ninguna sospecha, Mr. Buhl; sólo certidumbre. Usted sabe dónde nos encontramos, por supuesto.

—Naturalmente. —La voz de Reynolds era firme—. He paseado por aquí millares de veces.

—Usted no ha paseado por aquí en su vida, pero dudo mucho que ni siquiera el jefe topógrafo de la ciudad pudiera dibujar un plano de Budapest tan correcto como el que dibujaría usted. —Szendrô detuvo el coche—. ¿Reconoce algún lugar?

—Su cuartel general —dijo Reynolds señalando con la cabeza un edificio situado a unos cincuenta pasos, al otro lado de la calle.

—Exactamente, Mr. Buhl. Este es el lugar en que debería desmayarse, ser víctima de un ataque de nervios o quedar paralizado por el terror. Eso les pasa a todos. Pero a usted, no. Tal vez sea porque carece en absoluto de miedo, característica admirable, aunque no envidiable, y que ya no se da en nuestro país, o quizá, característica admirable y envidiable; está asustado pero sabe disimularlo perfectamente. En uno u otro caso, amigo mío, está usted condenado. No es de los nuestros. Quizás no sea un asqueroso espía fascista, como dijo nuestro amigo, el policía, pero no cabe duda de que es un espía. —Miró el reloj y clavó los ojos en Reynolds con una extraña fijeza—. Es medianoche, la hora en que operamos mejor. Y, para usted, nuestros mejores tratos y nuestros mejores servicios: un cuartito a prueba de sonido, en los subterráneos de Budapest; en toda Hungría, únicamente tres oficiales de la AVO conocen su existencia.

Miró fijamente a Reynolds durante varios segundos más y puso el coche en marcha. En vez de detenerse frente al edificio de la AVO, viró hacia la izquierda, bajó por una callejuela oscura, y paró el coche el tiempo indispensable para vendar los ojos a Reynolds. Diez minutos más tarde, después de dar varias vueltas, que desorientaron a Reynolds por completo, pues, como él sabía bien, no era otro su propósito, el automóvil saltó pesadamente una o dos veces, bajó por una rampa muy pronunciada y se detuvo en un lugar cerrado, Reynolds percibía el resonar del motor en las paredes. Luego, en el mismo instante en que paró el motor, oyó que una puerta metálica se cerraba pesadamente tras ellos.

Segundos después, se abrió la portezuela del lado de Reynolds. Unas manos desataron las cadenas y volvieron a cerrar las esposas. Luego, las mismas manos le sacaron del coche y le quitaron el pañuelo que le cubría los ojos.

Reynolds parpadeó. Estaban en un garaje amplio, sin ventanas y con las puertas cerradas. Del techo colgaba una bombilla que, al reflejarse sobre las blancas paredes le deslumbró momentáneamente. Al otro extremo del garaje, cerca de donde él se encontraba, había una puerta entreabierta que conducía a un corredor encalado y brillantemente iluminado. Se dijo con amargura que la cal era, por lo visto, un auxiliar inseparable de las modernas cámaras de tortura.

Entre Reynolds y la puerta, sujetándole todavía por el brazo, estaba el hombre que había desatado las cadenas. Reynolds lo contempló largo rato. Con aquel hombre, la AVO podía prescindir de cualquier instrumento de tortura —aquellas enormes manos podían descuartizar a cualquiera, sin ningún esfuerzo—. Tendría la estatura de Reynolds, pero su aspecto era casi cuadrado. Los hombros que coronaban el tonel de su tórax, eran los más anchos que Reynolds viera en su vida. Aquel hombre pesaba por lo menos ciento veinte kilos. Era feo, de nariz aplastada, pero su rostro no era el de un depravado ni el de un ser bestial, era de un feo más bien simpático. Pero Reynolds no se dejó engañar. En aquella profesión, los rostros no tenían ningún significado: el ser más cruel que conociera en su vida, un espía alemán que había perdido la cuenta de los hombres que había asesinado, tenía cara de colegial.

El coronel Szendrô cerró la portezuela y dio la vuelta al coche hasta situarse junto a Reynolds.

—Un invitado, Sandor —dijo al hombre, señalando a Reynolds con un movimiento de cabeza—. Un pajarito que va a cantarnos una canción antes de que se haga de día. ¿Está acostado el jefe?

—Te espera en el despacho.

La voz de aquel hombre era, lógicamente, grave y cavernosa.

—Excelente. Vuelvo al instante. Vigila a nuestro amigo muy de cerca. Me parece que es muy peligroso.

—Lo vigilaré —prometió Sandor, complaciente.

Cuando Szendrô, con el maletín y los documentos de Reynolds en la mano hubo desaparecido, se apoyó perezosamente en la encalada pared, con sus macizos brazos cruzados sobre el pecho. Inmediatamente, tuvo que incorporarse de nuevo para acercarse a Reynolds.

—¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

—No es nada. —La voz de Reynolds era ronca, su respiración, jadeante y entrecortada. Se tambaleaba sobre sus pies. Se llevó las manos a la nuca, haciendo una mueca—. Es la cabeza, me duele aquí.

Sandor dio otro paso y luego se lanzó rápidamente a sujetar a Reynolds que, con los ojos en blanco, iba a caer. Podía hacerse daño, podía incluso matarse si daba con la cabeza en el suelo de cemento.

Reynolds golpeó a Sandor como nunca golpeara a nadie en su vida. Volviendo el cuerpo de izquierda a derecha, descargó con las manos sujetas por las esposas, con toda la fuerza de sus musculosos brazos, un terrible golpe en la nuca de Sandor. Le pareció que golpeaba el tronco de un árbol y creyó haberse fracturado los meñiques.

Era un golpe de judo, un mortífero golpe de judo. Para muchos hubiera sido mortal de necesidad y, a los demás, los hubiera dejado inconscientes durante horas. Por lo menos, a los hombres que conocía Reynolds. Sandor se limitó a lanzar un gruñido, sacudido ligeramente la cabeza para despejarse y continuó acercándose a Reynolds, manteniéndose a un lado para neutralizar cualquier intento de Reynolds para utilizar las rodillas o los pies y comprimiéndole sin compasión contra el costado del Mercedes.

Reynolds no podía moverse. No hubiera podido resistir aunque se lo hubiera propuesto, pero ni pensó en ello, tal era su asombro al comprobar que aquel hombre no sólo había sobrevivido al golpe, sino que se había quedado como si tal cosa. Sandor se apoyaba con todo su peso, aplastándole contra el Mercedes. Bajó las manos, cogió a Reynolds por los antebrazos y empezó a apretar. No se leía ninguna animosidad en el rostro del coloso, sus ojos seguían vacíos de expresión mientras miraba a Reynolds sin pestañear desde una distancia inferior a diez centímetros. Se limitaba a quedarse allí y apretar.

Reynolds apretó los dientes y los labios hasta que le dolieron los maxilares, para no proferir un grito de angustia. Le parecía que sus brazos estaban cogidos en unas tenazas gigantescas. Sintió que la sangre le huía del rostro y que un sudor frío le inundaba la frente, mientras aquellas manos le trituraban los huesos de los brazos. Le latían las sienes y las paredes del garaje temblaban ante su vista cuando Sandor le soltó, retrocedió unos pasos y empezó a acariciarse la nuca.

—La próxima vez, apretaré más arriba —dijo suavemente—. Justo donde usted me golpeó. Y déjese de tonterías. Los dos nos hicimos daño, y para nada.

Transcurrieron cinco minutos, cinco minutos durante los cuales el agudo dolor de los brazos fue disminuyendo, cinco minutos durante los cuales Sandor le estuvo vigilando sin pestañear. Luego, se abrió bruscamente la puerta y apareció en ella un muchacho muy joven, casi un adolescente, que se quedó mirando fijamente a Reynolds. Estaba delgado y demacrado. El cabello le caía rebelde sobre la frente. Sus ojos, nerviosos e inquietos, eran casi tan oscuros como su cabello. Señaló atrás con el pulgar.

—El jefe quiere verle, Sandor. Tráelo, por favor.

Sandor condujo a Reynolds por un estrecho pasillo, le hizo subir una empinada escalera que conducía a otro corredor y le introdujo de un empujón por la primera de varias puertas que comunicaban con este segundo corredor. Reynolds entró dando un traspiés, recobró el equilibrio y miró a su alrededor.

Estaban en una habitación espaciosa, con las paredes recubiertas de madera. Sobre el gastado linóleo del suelo, delante de una mesa de escritorio situada al fondo de la pieza, había una alfombra bastante deteriorada. La habitación estaba brillantemente iluminada por una lámpara que colgaba del techo y por un potente aplique mural, de brazo flexible, colocado detrás de la mesa que, en aquel momento, tenía la pantalla dirigida hacia abajo e iluminaba profusamente la superficie de la mesa en la que se veía su revólver, un revoltijo de las ropas que minutos antes estaban cuidadosamente dobladas en el maletín, y lo que quedaba del maletín en sí. El forro estaba hecho jirones, la cremallera había sido arrancada, el asa de cuero, abierta, y los cuatro tachones del fondo del maletín, deshechos con ayuda de unas tenazas. Reynolds reconoció en el trabajo la mano de un experto.

El coronel Szendrô estaba de pie detrás de la mesa, inclinado hacia el hombre que ocupaba el sillón. El rostro de este último quedaba en la sombra, pero sus dos manos, que sujetaban los documentos de Reynolds, recibían de lleno la cruel luz del foco. Eran unas manos horribles. Reynolds nunca había visto nada que se les pudiera comparar, ni remotamente, ni nunca creyó posible que unas manos tan mutiladas pudieran seguir siendo utilizadas. Los pulgares estaban aplastados y retorcidos, las yemas de los dedos y las uñas se confundían en una masa informe, a la izquierda le faltaba el meñique y una falange del anular y el dorso de ambas manos estaba cubierto de feas cicatrices que rodeaban sendos cardenales entre los tendones del medio y del anular. Reynolds contempló, fascinado, aquellos cardenales y no pudo reprimir un escalofrío. Había visto aquellas marcas en otra ocasión, en un cadáver: eran las marcas de la crucifixión. Con repugnancia, Reynolds se dijo que, antes que vivir con semejantes manos, se las hubiera hecho amputar. Se preguntó qué clase de hombre sería el dueño de aquellas manos, que ni siquiera se molestaba en ocultarlas en unos guantes. Le asaltó el deseo irresistible de ver el rostro de aquel hombre, pero Sandor se había detenido a varios pasos de la mesa, y la sombra que proyectaba la pantalla se lo impedía.

Las manos se movieron, accionando con los documentos de Reynolds, y el hombre empezó a hablar. Su voz era tranquila, bien modulada, casi amistosa.

—Estos documentos son muy interesantes. Constituyen una obra maestra del arte de la falsificación. Le ruego tenga la bondad de decirnos cuál es su verdadero nombre. —Se interrumpió para mirar a Sandor, que seguía acariciándose la nuca—. ¿Qué ha pasado, Sandor?

—Me pegó —explicó Sandor, en tono de disculpa—. Sabe cómo hay que pegar y dónde hay que pegar. Y pega fuerte.

—Es un hombre peligroso —dijo Szendrô—. Ya te lo advertí.

—Sí; y astuto como el mismo diablo —se lamentó Sandor—. Simuló desmayarse.

—Hacerte daño a ti es toda una hazaña, y pegarte, un acto de desesperación —dijo el hombre de detrás de la mesa con aspereza—. Pero no debes lamentarte, Sandor. El que ve cerca a la muerte procura vender cara su vida. Bien. Mr. Buhl, su nombre, por favor.

—Ya se lo dije al coronel Szendrô —repuso Reynolds—. Rakosi, Lajos Rakosi. Podría inventar una docena de nombres, todos distintos, con la esperanza de ahorrarme sufrimientos innecesarios, pero no probar mi derecho a ninguno de ellos. Puedo demostrar mi derecho a mi propio nombre, Rakosi.

—Es usted muy valiente, Mr. Buhl. —El hombre meneó la cabeza negativamente—. Pero pronto se dará cuenta de que en esta casa, el valor no tiene ninguna utilidad. Apóyese en él y verá cómo se hace polvo bajo su peso. Sólo la verdad puede ayudarle. ¿Su nombre, por favor?

Reynolds hizo una pausa, antes de responder. Se sentía fascinado y perplejo, pero asustado, no. Aquellas manos le fascinaban. No podía apartar los ojos de ellas. Ahora distinguía un tatuaje en la muñeca, a aquella distancia, parecía un 2, pero no estaba seguro. Estaba perplejo porque todo aquello no se ajustaba a la idea que él se había formado de la AVO, ni a lo que le habían contado de ella. En su actitud hacia él, advertía una rara reserva, una fría cortesía. Quizá sólo fuera que el gato quería jugar con el ratón. Quizá pretendieran minar su resistencia, para cogerle de improviso. Y no hubiera sabido decir por qué disminuía su miedo. Sería cosa del subconsciente, pues no sabía explicárselo.

—Estamos esperando, Mr. Buhl. —Reynolds no advirtió el más leve acento de impaciencia en aquellas palabras.

—Únicamente puedo decirles la verdad. Y ya lo hice.

—Está bien. Desnúdese.

—¡No! —Reynolds lanzó una rápida mirada a su alrededor, pero Sandor se interponía entre él y la puerta. Volvió a mirar a la mesa. El coronel Szendrô había sacado el revólver—. No lo haré aunque me maten.

—No sea tonto —dijo Szendrô con hastío—. Tengo un revólver en la mano, y Sandor puede hacerlo a la fuerza, si es preciso. Sandor desnuda a la gente de forma espectacular, aunque no muy delicada, rasgando americanas y camisas por la espalda. Le resultará mucho más cómodo hacerlo usted mismo.

Reynolds lo hizo él mismo. Le abrieron las esposas y, en menos de un minuto, sus ropas estuvieron amontonadas a sus pies, y él se quedó tiritando, con los antebrazos llenos de cardenales donde las manos de Sandor le habían atenazado.

—Trae esa ropa, Sandor —ordenó el hombre desde su sillón. Luego miró a Reynolds—. Detrás de usted, en el banco, hay una manta.

Reynolds se quedó asombrado. ¿De modo que no querían más que su ropa? Sin duda buscaban alguna etiqueta comprometedora. Aquello era sorprendente, pero más sorprendente todavía resultaba el ofrecimiento de la manta, en una noche tan fría como aquélla. Pero en aquel momento, contuvo el aliento, olvidándose por completo de ambas cosas. Y es que el hombre acababa de levantarse y, cojeando levemente, daba la vuelta a la mesa, para examinar las ropas.

Reynolds era buen conocedor de los rostros, expresiones y caracteres de la gente. A menudo cometía errores, pero no errores de bulto. Y estaba seguro de que ahora no se equivocaba. El rostro estaba por fin perfectamente iluminado, y era un rostro que contrastaba violentamente con aquellas manos. Era un rostro fatigado, de hombre maduro, enmarcado en una espesa cabellera blanca como la nieve, un rostro maravillosamente cincelado por la experiencia y por el dolor, en el que se reflejaba más bondad, más comprensión y más tolerancia que en el semblante de ninguno de los hombres que Reynolds había conocido hasta entonces. Era el rostro de un hombre que había pasado por todo y que, no obstante, conservaba un corazón de niño.

Reynolds se sentó lentamente en el banco, envolviéndose maquinalmente en la vieja manta. Hacía esfuerzos para pensar con lucidez y ordenar las ideas que acudían en tropel a su cerebro. Pero no había pasado del primer problema —qué hacía un hombre como aquél en la diabólica organización de la AVO—, cuando recibió su cuarta y última sorpresa y, casi inmediatamente después, todos aquellos enigmas quedaron aclarados.

La puerta situada junto a Reynolds se abrió y una muchacha entró en la habitación. Reynolds sabía que la AVO empleaba a mujeres, no sólo en cuerpos auxiliares, sino para llevar a cabo las más refinadas crueldades; pero ni haciendo un alarde de imaginación hubiera podido Reynolds incluirla en aquella categoría. Era poco menos que de mediana estatura. Con una mano, se sujetaba la bata a su esbelta cintura y con la otra, se restregaba los ojos azules, cargados de sueño. Su rostro era juvenil, fresco e inocente y en él no se veía ni asomo de maldad. Su cabello, del color del trigo maduro, le colgaba en desorden sobre los hombros. Tenía la voz enronquecida por el sueño, pero suave y bien timbrada, a pesar de que habló con cierta aspereza.

—¿Por qué estáis todavía levantados? Es más de la una, y yo quisiera que me dejarais dormir. —De pronto, reparó en el revoltijo de ropas que había sobre la mesa, dio media vuelta y se encontró a Reynolds, envuelto en la vieja manta. Sus ojos se dilataron y retrocedió involuntariamente, ciñéndose la bata más estrechamente—. ¿Qué es eso, Jansci? ¿Quién diablos es este hombre?