El viento del Norte soplaba sin cesar, y la noche era glacial. Nada se movía sobre la nieve. Bajo las rutilantes estrellas se extendía la llanura helada, vacía y desolada, hasta desaparecer en un horizonte desdibujado. Sobre todas las cosas se cernía un silencio de muerte.
Pero Reynolds sabía que aquella vaciedad era una ilusión. Igual que el silencio y que la desolación. Sólo la nieve era real, la nieve y aquel frío glacial que lo envolvía de pies a cabeza en una manta de hielo y le hacía tiritar violentamente, como presa de la fiebre. Quizás aquella sensación de sueño que empezaba a apoderarse de él fuera también una ilusión; pero Reynolds sabía que no lo era, sabía que era algo real, y sabía lo que significaba. Haciendo un esfuerzo desesperado, trató de no pensar en el frío ni en la nieve ni en el sueño, y de concentrarse en el problema de la subsistencia.
Lenta, penosamente, procurando evitar el menor ruido o movimiento innecesario, deslizó una mano helada al interior de su trinchera, sacó un pañuelo, hizo una bola con él y se lo metió en la boca. El pañuelo impediría que su aliento se condensara y amortiguaría el castañeteo de sus dientes. Luego, dando media vuelta en la profunda cuneta, llena de nieve, donde había ido a caer, alargó una mano amoratada por el frío y, centímetro a centímetro, fue atrayendo hacia sí el sombrero, que se le había caído al saltar. Con toda la meticulosidad que le permitían sus dedos, casi insensibles, cubrió de nieve la copa y el ala, y se lo caló bien, para ocultar la mancha negra que ponía su cabeza en el paisaje nevado. Luego, con movimientos casi grotescos, por lo lentos, se fue incorporando para mirar por encima de la cuneta.
A pesar del temblor que le dominaba, su cuerpo estaba tenso como la cuerda de un arco. Con una sensación de aguda alerta, esperó oír el grito que significaría que le habían descubierto, o un disparo, o un impacto en su cabeza, que le sumiría en el olvido. Pero no oyó nada. A la primera ojeada, pudo darse cuenta de que no había nadie por los alrededores.
Con la misma lentitud, fue izándose hasta quedar arrodillado en la cuneta. Poco a poco, su respiración iba normalizándose. Seguía temblando de frío, pero ya no se daba cuenta, y la somnolencia se había desvanecido por completo. Volvió a pasear la mirada por el horizonte, esta vez con lentitud, escrutando, con sus ojos oscuros, el terreno palmo a palmo; pero el resultado fue el mismo. No se veía a nadie. No se veía nada más que las estrellas que refulgían en un cielo como el terciopelo y la llanura blanca y uniforme, salpicada de grupos de árboles, que se extendía a ambos lados de la carretera. La nieve de la carretera estaba surcada y endurecida por las ruedas de los camiones.
Reynolds volvió a echarse en el hueco que su cuerpo había dejado en la nieve de la cuneta. Necesitaba tiempo. Tiempo para recobrar el aliento. Jadeaba penosamente. Sus pulmones le exigían aire, aire y más aire. Apenas habían transcurrido diez minutos desde que el camión en el que viajaba clandestinamente fuera detenido por la policía, y desde que, después de la breve pelea a culatazos sostenida con los dos sorprendidos policías que habían ido a registrar el vehículo, emprendiera aquella carrera al sprint hasta el bosquecillo junto al que ahora se encontraba, en el límite de sus fuerzas. Necesitaba tiempo para descubrir por qué la policía había abandonado la caza con tanta facilidad, debían saber que él tenía que seguir por la carretera: salir de ella y meterse en los campos cubiertos de nieve virgen equivalía no sólo a caminar con lentitud sino a dejar claras huellas de su paso. Y, sobre todo, necesitaba tiempo para pensar, para planear lo que debía hacer ahora.
Era característico en Michael Reynolds no perder tiempo en lamentarse ni en pensar lo que habría ocurrido de escoger otro camino. Había sido instruido en una escuela muy dura y amarga, en la que no se permitían recriminaciones por lo que era ya irremediable, post mortems inútiles, llantos por la leche derramada ni especulaciones negativas que pudieran ocasionar una pérdida de facultades. No invirtió más de cinco segundos en pasar revista a lo que había hecho durante las últimas doce horas, y luego desechó aquellos pensamientos. Hubiera vuelto a hacer exactamente lo mismo. Tenía plena confianza en el informador de Viena que le había hecho desistir de llegar a Budapest en avión. Durante la quincena anterior al Congreso Científico Internacional la vigilancia de los aeropuertos no podía ser más rigurosa. Lo mismo sucedía en las principales estaciones de ferrocarril y en los expresos internacionales. Así pues, sólo podría llegar hasta la capital por carretera. Primero debía cruzar la frontera clandestinamente, lo que no constituía ninguna hazaña, contando, como él contaba, con buena ayuda, y luego, colocarse en algún camión que se dirigiera hacia el Este. El enlace de Viena le advirtió de que la carretera estaría cortada a la entrada de Budapest, y Reynolds estaba preparado: lo que ni él ni su enlace sabían era que la carretera estuviera bloqueada al este de Komaron, a unos cincuenta kilómetros de la capital. Era un imprevisto, algo que podía ocurrirle a cualquiera, y le había ocurrido a él. Reynolds se encogió mentalmente de hombros, y el pasado dejó de existir.
Era también típico en Reynolds —para ser más exactos, era típico en la rigurosa disciplina mental que se le había inculcado durante su largo y penoso adiestramiento— proyectar todos sus pensamientos hacia el futuro, sobre una línea de conducta encaminada exclusivamente a conseguir un objetivo determinado. El ropaje emocional que habitualmente envuelve al pensamiento: el deseo del éxito o el temor al fracaso, era algo que no contaba para él. Tendido en la nieve helada, sopesaba sus posibilidades con desapasionamiento y despego.
«La misión, la misión y nada más que la misión —repetía el coronel una, dos y mil veces—. El éxito o el fracaso de lo que se te ha encomendado, por importante que sea para los demás, a ti no debe importarte un ápice. Para ti, Reynolds, las consecuencias no existen, y nunca debes permitir que existan. Por dos razones: pensar en ellas te desequilibra y empaña tu clarividencia, y cada segundo que inviertas en esos pensamientos negativos es un segundo que debería ser invertido en pensar en la forma de realizar tu misión».
La misión, siempre la misión. A pesar suyo, Reynolds no pudo reprimir una mueca, mientras, tendido en la nieve, esperaba que su respiración recobrara su ritmo normal. Nunca existió más que una posibilidad entre ciento, y ahora las posibilidades en contra alcanzaban una cifra astronómica. Pero la misión seguía ante él: Jennings y su preciosa sabiduría debían ser encontrados y sacados del país, y eso era lo único que importaba. Pero si Reynolds fracasaba, fracasaba, y terminado. Incluso podía fracasar esta noche, antes de que transcurrieran veinticuatro horas desde que iniciara el trabajo, después de dieciocho meses de severo y riguroso entrenamiento, encaminado exclusivamente al cumplimiento de la misión; pero eso no importaba.
Reynolds estaba en buena forma física. Todos los especialistas del coronel lo estaban, y su respiración recobró pronto el ritmo normal. En cuanto a los policías que cortaban la carretera…, serían una media docena —antes de doblar aquella curva providencial, Reynolds vio salir de la barraca a algunos hombres—, no le quedaba más alternativa que arriesgarse: no podía hacer nada más. Tal vez sólo buscaran contrabando y no les interesaran los polizones despavoridos, aunque lo más seguro era que a causa de los dos policías que había dejado tendidos en la nieve se tomaran por él un interés más personal. En cuanto al futuro inmediato, no podía quedarse allí indefinidamente, a riesgo de morir de frío o ser descubierto por algún conductor.
Tendría que dirigirse a Budapest a pie, por lo menos durante la primera parte del viaje. Marchar a campo traviesa tres o cuatro millas y luego volver a la carretera. Era lo menos que necesitaba para esquivar a los policías antes de arriesgarse a subir a otro vehículo. La carretera describía una curva hacia la izquierda, en dirección al Este, antes de llegar al puesto de policía. Lo más sencillo sería atajar en línea recta; pero de aquel lado estaba el Danubio, y Reynolds temía encontrarse atrapado en una franja de tierra estrecha, entre el río y la carretera. Lo más seguro sería rodear la curva por el exterior, a una distancia prudencial. En una noche tan clara como aquélla, una distancia prudencial sería una distancia bastante considerable. El rodeo le llevaría varias horas.
Le volvían a castañetear los dientes —se había sacado el pañuelo de la boca para poder respirar mejor—, estaba transido de frío, no sentía las manos ni los pies ni experimentaba ninguna sensación. Trabajosamente, se puso en pie y empezó a sacudirse el hielo que cubría sus ropas, mientras miraba carretera abajo, en dirección al lugar en el que estaban los policías. Un segundo después, volvía a estar echado en la cuneta. El corazón le latía con violencia. Con la mano derecha, trataba desesperadamente de sacar el revólver del bolsillo de la trinchera, donde lo guardara después de su lucha con los policías.
Ahora comprendía por qué los hombres no se precipitaron en su persecución; podían permitirse el lujo de darle ventaja. Lo que no podía comprender era su propia majadería al suponer que lo único que podría delatar su presencia era el movimiento o el ruido. Había olvidado que existía el sentido del olfato; había olvidado que existían perros. Y la estampa del perro que olfateaba la carretera a la cabeza del grupo era inconfundible, incluso en aquella semioscuridad. Por poca luz que hubiera, no podía dejar de reconocer a un sabueso.
Al grito de uno de los hombres que se aproximaban, siguió un excitado murmullo de voces. Reynolds volvió a ponerse en pie y en tres zancadas penetró en el bosquecillo situado a su espalda; fue un incauto al suponer que no le descubrirían, en medio de la blancura que le rodeaba. *** NO HAY ***, a su vez, vio que el grupo estaba compuesto por cuatro hombres, cada uno con un perro sujeto por una correa. Los otros tres perros no eran sabuesos, estaba seguro.
Se acurrucó detrás del tronco de un árbol, sacó la pistola del bolsillo y la contempló. Era una pistola automática 6.35 de fabricación belga, primorosamente acabada, de gran precisión, con la que, con diez tiros, hacía diez impactos en un blanco más pequeño que una mano, a veinte pasos de distancia. Esta noche, sin embargo, sabía que le costaría hacer blanco en un hombre aunque estuviera a diez pasos, pues las manos le temblaban y apenas conseguía que sus dedos le obedecieran. Instintivamente, inspeccionó la boca del arma, y sus labios se crisparon: incluso a la débil claridad de las estrellas pudo ver que estaba obstruida por grasa helada y nieve.
Se quitó el sombrero, lo sujetó por el ala a la altura del hombro y lo hizo asomar por un lado del árbol. Esperó un par de segundos, luego, agachándose todo lo que pudo, se arriesgó a echar una ojeada a los que se acercaban. Los hombres estaban ya a menos de cincuenta pasos, andaban hombro con hombro y en línea recta hacia él, siguiendo a los perros que no cesaban de tirar de la correa. Reynolds se puso en pie, sacó un cortaplumas del bolsillo interior y con rapidez, aunque sin apresuramiento, empezó a sacar la grasa congelada que obstruía el cañón de la pistola. Pero sus manos no le obedecían y el cortaplumas resbaló entre los dedos y fue a hundirse en la nieve. Reynolds comprendió que sería inútil tratar de encontrarlo. Era ya demasiado tarde para intentar nada.
Oía el crujido que producían las botas claveteadas sobre la helada superficie de la nieve. Treinta pasos, tal vez menos. Deslizó un dedo blanco y amoratado detrás del gatillo, apoyó la muñeca contra la dura corteza del árbol, preparándose a abrazar el tronco. Tendría que apretar el árbol con fuerza para contrarrestar el temblor de la mano. Con la izquierda, sacó del cinturón su navaja automática. El revólver era para los hombres, la navaja, para los perros. Las fuerzas estaban equilibradas, pues los policías avanzaban hacia él hombro con hombro, apoyando el fusil en el antebrazo. Eran unos novatos sin adiestramiento, que no sabían nada de la guerra ni de la muerte. Mejor dicho, las fuerzas hubieran estado equilibradas si el revólver hubiera estado en condiciones. El primer disparo podría desobstruir el cañón, pero también podría volarle la mano. Estaba, pues, en inferioridad de condiciones. Aunque, en una misión como aquélla, lo estaría siempre; la misión justificaba correr toda clase de riesgos, excepto los suicidas. El resorte de la navaja dio un chasquido y la hoja se abrió. El acero azul brilló ominosamente a la luz de las estrellas. Reynolds rodeó el tronco del árbol con el brazo y apuntó con la automática al policía que venía en cabeza. Ya iba a apretar el gatillo cuando la mano que oprimía el revólver empezó a temblar convulsivamente. Un segundo después, Reynolds estaba nuevamente detrás del árbol, con la boca seca. Acababa de reconocer a los otros tres perros.
Reynolds podía hacer frente a policías rurales, fueran cuales fueran sus armas, lo mismo que a los sabuesos, y con buenas posibilidades de éxito; pero únicamente un loco se arriesgaría a enfrentarse a tres Dobermann Pinchers, los perros de presa más crueles y feroces del mundo. El Dobermann es veloz como un lobo, fuerte como un alsaciano y no se arredra por nada. Tan sólo la muerte puede contenerle. Reynolds no dudó ni un momento. El riesgo que se disponía a correr no era ya un riesgo sino una forma infalible de suicidarse. La misión era lo único que importaba.
Mientras siguiera vivo, aunque estuviera prisionero, quedaba esperanza: con la garganta destrozada por un Dobermann Pincher, nunca encontraría a Jennings y ni él ni ninguno de sus secretos volverían a Inglaterra.
Reynolds apoyó la punta de la navaja en el tronco del árbol, dobló la hoja de su vaina, la colocó sobre su cabeza y se encasquetó el sombrero. Luego, tiró la pistola a los pies de los sorprendidos policías y salió a la carretera, con las manos en alto.
* * *
Veinte minutos después llegaban al puesto de policía. Tanto el arresto como el largo y frío trayecto se llevaron a cabo sin incidentes. Reynolds esperaba que le trataran sin miramientos, incluso que le propinaran algún que otro culatazo o puntapié; pero los policías se mostraron correctos, casi corteses, y sin animosidad; ni siquiera el de la mandíbula amoratada que, por efecto del culatazo de Reynolds, se iba hinchando por momentos. Aparte de registrarle someramente, en busca de nuevas armas, no le molestaron lo más mínimo. Ni le hicieron preguntas, ni le pidieron la documentación. Tanta reserva y corrección le hacían sentirse intranquilo; aquello no era lo que uno esperaba encontrar en un estado policíaco.
El camión en el que Reynolds se ocultara seguía allí. El conductor discutía y gesticulaba con ambas manos, tratando de convencer de su inocencia a dos policías. Reynolds se dijo que sin duda sospecharían que existía complicidad entre los dos. Se detuvo y fue a decir algo, para eximir al conductor de toda culpa, pero no tuvo ocasión de hacerlo. Dos de los policías, en los que la proximidad de sus superiores despertó repentina oficiosidad, le cogieron por los brazos y le hicieron entrar en la barraca.
Esta constaba de una sola pieza cuadrada y mal hecha, llena de grietas cubiertas con periódicos mojados, y amueblada con sencillez: una estufa de leña con el tubo asomando por un agujero del techo, un teléfono, dos sillas y una mesa pequeña y muy deteriorada. Detrás de la masa se hallaba el oficial, un hombrecillo rechoncho e insignificante, de cara colorada. Trataba de dar a sus ojillos de cerdo una mirada viva y penetrante, pero sólo lo conseguía a medias; su aire de autoridad parecía prestado. Una menudencia, juzgó Reynolds. Tal vez, en determinadas circunstancias, como las presentes, una menudencia peligrosa, pero, a pesar de todo, susceptible de deshincharse como un globo al recibir el menor pinchazo. Unos toques de bravuconería no estarían de más.
Reynolds se desasió de los hombres que le sujetaban, se plantó en dos zancadas ante la mesa y descargó sobre el tablero un puñetazo tan fuerte que el teléfono hizo un ruido de campanillas.
—¿Es usted el oficial que manda aquí? —preguntó bruscamente.
El de detrás de la mesa parpadeó, alarmado, y fue a levantar las manos en instintivo movimiento de defensa, pero se sobrepuso y contuvo el movimiento, no sin comprender que sus hombres lo habrían advertido, y su cara se puso aún más colorada.
—Sí, lo soy —gritó sin poder controlar la voz. Luego, más sereno, añadió—: ¿Qué se ha creído?
—Entonces, ¿qué diablo pretende usted con este atropello? —preguntó Reynolds. Sacó el pasaporte y los documentos de identidad de la cartera y los tiró sobre la mesa—. ¡Vamos, examínelos! Compruebe la fotografía y las huellas dactilares. ¡De prisa! Es tarde, y no puedo pasarme la noche discutiendo con usted. Venga, dese prisa.
Si semejante despliegue de confianza e indignación no hubiera impresionado al hombrecillo, éste no hubiera sido humano, y, como humano, lo era. Despacio y de mala gana, alargó la mano y cogió los documentos.
—Johann Buhl —leyó en voz alta—. Nacido en Linz, en 1923. Residente en Viena, comerciante. Importación y exportación de maquinaria.
—Y en el país por expresa invitación de su ministerio de Economía —añadió Reynolds con suavidad. La carta que depositó sobre la mesa estaba escrita en papel con membrete del ministerio y el sobre lucía el matasellos de Budapest, con fecha de cuatro días antes. Con ademán indolente, Reynolds alargó una pierna, atrajo una silla hacia sí, se sentó y encendió un cigarrillo. Cigarrillo, pitillera y encendedor fabricados en Austria. Tanta confianza no podía menos de ser auténtica—. Me pregunto lo que dirán sus superiores de Budapest acerca de su trabajo de esta noche —murmuró—. No creo que aumente mucho sus posibilidades para el ascenso.
—En nuestro país, el exceso de celo no constituye ningún delito. —El oficial había logrado dominar su voz, pero sus manos, blancas y rollizas, temblaban ligeramente mientras volvía a meter la carta en el sobre y reunía la documentación para devolvérsela a Reynolds. Cruzó las manos sobre la mesa, las contempló un momento, y preguntó a Reynolds, arrugando la frente—: ¿Por qué escapó corriendo?
—¡Cielos! —Reynolds sacudió la cabeza con gesto de desesperación. Hacía rato que aguardaba la pregunta, y estaba preparando—. ¿Qué haría usted, si una pareja de asesinos, armados de fusiles, se le abalanzaran en la oscuridad? ¿Iba a dejar que acabaran conmigo?
—Eran policías… Pudo usted…
—Sí; son policías —interrumpió Reynolds airadamente—, ahora me doy cuenta. Pero dentro del camión no se veía absolutamente nada. —Estaba sentado, con las piernas extendidas, tranquilo y sosegado en apariencia, pero su pensamiento galopaba. Tenía que poner fin rápidamente a la entrevista. Aquel hombre de detrás de la mesa sería, por lo menos, teniente de policía o su equivalente. No podía ser tan estúpido como parecía. En cualquier momento, podía hacerle una pregunta comprometedora. Reynolds se dijo que tenía que ser audaz. Sin asomo de hostilidad en la voz, prosiguió—: Bueno, vamos a olvidarnos de todo esto. No creo que sea culpa suya. Ustedes estaban cumpliendo con su deber, por desagradables que las consecuencias de su exceso de celo puedan resultar para usted. Hagamos un trato: usted me facilita transporte hasta Budapest y yo prometo olvidarlo todo. No hay razón para que todo esto llegue a oídos de sus superiores.
—Muchas gracias. Es usted muy amable. —La reacción del policía fue menos entusiástica de lo que esperaba Reynolds. Hasta le pareció percibir un deje de sequedad en su voz—. Dígame, Buhl, ¿qué hacía usted en el camión? No se puede decir que sea éste un método de transporte adecuado para un comerciante de su importancia. Y ni siquiera le pidió permiso al conductor.
—Lo más probable es que se hubiera negado a dejarme subir. Llevaba un letrero prohibiéndole admitir a pasajeros. —En el cerebro de Reynolds empezó a repicar una campanita que le advertía del peligro—. Tenía prisa por llegar.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué subí al camión? —Reynolds sonrió con tristeza—. Sus carreteras son traidoras. Una grieta en el hielo, un hoyo, y el eje delantero de mi Borgward que se rompe.
—¿Vino usted en automóvil? Pero un comerciante que tiene prisa por llegar…
—Ya sé, ya sé. —Reynolds volvía a hablar con impaciencia—. Toma el avión. Pero yo traía 250 kilos de maquinaria en el pesebrón y en la maleta del automóvil; nadie intentará subir a un avión con tanta carga. —Irritado, aplastó el cigarrillo—. Este interrogatorio es ridículo. He demostrado mi buena fe, y tengo mucha prisa. ¿Qué me dice del transporte que le he pedido?
—Dos preguntas más, y podrá marcharse —prometió el oficial. Estaba ahora cómodamente recostado en su silla, con las manos cruzadas sobre el pecho. La intranquilidad de Reynolds iba en aumento—. ¿Viene directamente de Viena? ¿Por la carretera principal?
—Naturalmente. ¿Cómo iba a venir, si no?
—¿Salió de allí por la mañana?
—No sea tonto. —Viena estaba a menos de 150 kilómetros del lugar en donde se encontraban—. Salí por la tarde.
—¿A qué hora cruzó la frontera? ¿A las cuatro? ¿A las cinco?
—Más tarde. Eran exactamente las seis y diez cuando pasé ante su puesto fronterizo.
—¿Podría jurarlo?
—Si es necesario, sí.
El ligero movimiento de cabeza y la rápida mirada del oficial cogieron a Reynolds desprevenido y, antes de que pudiera moverse, tres pares de manos la agarraron por detrás, le hicieron ponerse en pie y le colocaron unas brillantes esposas de acero.
—¿Qué diablos significa esto? —A pesar del susto, consiguió imprimir a su voz un inimitable tono de furia contenida.
—Significa que todo embustero que quiera salir con bien debe estar seguro de su juego. —El policía quería hablar con naturalidad, pero en su voz vibraba una nota de triunfo—. Tengo que darle una noticia, Buhl, si es así como se llama, cosa que no he creído ni por un momento. Hace veinticuatro horas que la frontera austríaca está cerrada. ¿Conque las seis y diez? —Sonriendo ampliamente, alargó el brazo y descolgó el teléfono—. Voy a procurarle transporte hasta Budapest, insolente impostor, en una furgoneta de la policía. Hacía tiempo que no cogíamos a ningún espía occidental. Estoy seguro de que mandarán el transporte encantados.
Se interrumpió bruscamente, frunció el entrecejo, golpeó furioso la horquilla del teléfono, escuchó unos segundos, masculló algo entre dientes y colgó el aparato de repente.
—¡Otra vez estropeado! Este maldito artefacto está siempre estropeado. —No podía ocultar su desilusión. Transmitir semejante noticia personalmente hubiera supuesto para él un triunfo profesional. Hizo una seña a uno de sus hombres.
—¿Dónde se encuentra el teléfono más próximo?
—En el pueblo. A tres kilómetros.
—Dirígete hacia allí lo más aprisa que puedas. —Garrapateó furiosamente unas palabras en una hoja de papel—. Aquí tienes el número y el recado. No te olvides de decir que es de mi parte. Date prisa.
El hombre dobló el mensaje, lo metió en el bolsillo, se abrochó el capote hasta la barbilla y se marchó. A través de la puerta, Reynolds pudo ver, durante un momento, que en el breve lapso transcurrido desde su captura el cielo se había cubierto de nubes, y empezaban a caer lentamente pesados copos de nieve. Tiritó involuntariamente y se volvió hacia el oficial.
—Temo que esto le va a costar caro —dijo lentamente—. Comete usted un grave error.
—La persistencia es una virtud admirable, pero el hombre listo sabe hasta donde puede llegar. —El gordito se estaba divirtiendo—. Mi único error fue creer una sola palabra de cuanto dijo. —Consultó su reloj—. Dentro de hora y media, dos horas tal vez, con la carretera nevada, tendremos aquí a su… transporte. Vamos a aprovechar el tiempo. Informes, por favor. Empezaremos con su nombre. El verdadero, si no le importa.
—Ya lo sabe. Le mostré mis documentos. —Sin que le invitaran a hacerlo, Reynolds volvió a sentarse, palpándose las esposas con disimulo. Eran fuertes y muy ajustadas. No había nada que hacer por este lado. Incluso con las manos atadas, podía haber despachado al hombrecillo (la navaja seguía debajo del sombrero) pero era inútil pensar en ello, mientras tuviera detrás a tres policías armados—. Esa información y esos documentos son auténticos. No voy a mentir, con el único objeto de complacerle.
—Nadie le pide que mienta sino, simplemente, que refresque la memoria. Quizá necesite que le ayuden. —Echó la silla hacia atrás, y se levantó trabajosamente. De pie parecía más bajo y más gordo que sentado. Dio la vuelta a la mesa—. Su nombre, por favor.
—Ya le dije… —Reynolds lanzó un gruñido de dolor cuando una mano llena de anillos le golpeó el rostro por dos veces, primero con el dorso y luego con la palma. Sacudió la cabeza para despejarse, levantó las manos y se limpió la sangre que asomaba por la comisura de sus labios. Su rostro seguía inexpresivo.
—Recapacite, le conviene. —El hombrecillo estaba radiante—. Me parece vislumbrar un atisbo de prudencia. Venga, dejémonos de tonterías.
Reynolds le llamó algo imposible de imprimir. Al rostro del policía subió una oleada de sangre, como si se hubiera encendido desde dentro. Se acercó al prisionero y volvió a descargar la mano de los anillos con toda su fuerza; luego, cayó hacia atrás, yendo a parar encima de la mesa, jadeando y vomitando de angustia, impulsado por un violento puntapié de Reynolds. Durante varios segundos, el hombre quedó en el lugar en que había caído, gimiendo y luchando por recobrar el aliento, medio echado y medio arrodillado contra la mesa, mientras sus subordinados seguían inmóviles, estupefactos ante la increíble escena que presenciaban. En aquel preciso instante, se abrió violentamente la puerta y un soplo de viento helado entró en la barraca.
Reynolds se volvió. En el marco de la puerta se recortaba la figura de un hombre de ojos azul claro, que observaba el interior de la pieza, sin que se le escapara ningún detalle. Era un hombre delgado, de anchos hombros y tan alto que su cabeza, cubierta de espeso cabello castaño, casi rozaba el dintel de la puerta. Llevaba trinchera militar, de un tinte verdoso, cubierta de un fino polvillo de nieve, el cuello subido y el cinturón abrochado. La prenda le llegaba hasta el borde de sus relucientes botas altas. El rostro era digno marco de aquellos ojos: las cejas eran espesas, las aletas de la nariz temblaban furiosamente sobre un recortado bigote, la boca era de labios finos; todo, en suma, contribuía a prestar al duro y atractivo semblante el aire indefinible de autoridad del que está acostumbrado a ser obedecido sin discusión.
Le bastaron dos segundos para terminar el examen —dos segundos serían siempre suficientes para aquel hombre, se dijo Reynolds—. No puso cara de asombro, ni se le ocurrió preguntar: «¿Qué pasa aquí?», ni «¿Qué diablos significa esto?» Entró en la barraca, sacó el pulgar de la correa que sujetaba el revólver a su costado izquierdo, se agachó y levantó al oficial, indiferente a su palidez y a su angustioso jadeo.
—¡Idiota! —Su voz corría parejas con su estampa. Fría, indiferente, casi sin inflexiones—. La próxima vez que interrogues a alguien, quédate lejos del alcance de sus pies. —Con un movimiento de cabeza, señaló a Reynolds—. ¿Quién es, qué le estabas preguntando, y por qué?
El policía miró a Reynolds con rencor, envió dos bocanadas de aire a sus atormentados pulmones y murmuró roncamente, con la garganta congestionada:
—Se llama Johann Buhl y es comerciante de Viena, pero no lo creo. Es un espía. Un asqueroso espía fascista. —Escupió con rabia—. Un asqueroso espía fascista.
—Naturalmente. —El hombre alto sonrió con frialdad—. Todos los espías son asquerosos fascistas. Pero no me interesan tus opiniones, sino los hechos. Primero, ¿de dónde sacaste su nombre?
—Me lo dijo él, y me enseñó documentos. Falsos, desde luego.
—Dámelos.
El oficial señaló la mesa. Ya estaba casi en pie.
—Están ahí.
—Dámelos. —La orden, en tono e inflexión de voz, era calcada de la primera. El oficial alargó el brazo precipitadamente, hizo una mueca de dolor y le tendió los papeles.
—Excelentes. Sí, excelentes. —El recién llegado los examinó con ágiles dedos—. Incluso podrían pasar por auténticos. Pero no lo son. Es nuestro hombre. No cabe duda.
Reynolds tuvo que hacer un gran esfuerzo para relajar los puños. Aquel hombre era infinitamente peligroso, más peligroso que toda una división de estúpidos chapuceros como el policía. No había ni que pensar en engañarle. Sería perder el tiempo.
—¿Vuestro hombre? —El policía estaba desconcertado—. ¿Qué quieres decir?
—Soy yo quien pregunta, amiguito. Dices que es un espía. ¿Por qué?
—Asegura haber cruzado la frontera esta tarde. —El hombrecillo estaba ya casi repuesto—. La frontera está cerrada.
—Lo sé, desde luego. —El desconocido se apoyó en la pared, escogió un cigarrillo ruso de una pitillera de oro. (Nada de chapados ni cromados para los de arriba, pensó Reynolds, sombrío) y miró a Reynolds pensativo. Fue el policía el que, por fin, rompió el silencio. Veinte o treinta segundos le habían bastado para coordinar sus ideas y recobrar parte de su aplomo.
—¿Por qué tengo que acatar tus órdenes? —estalló, con arrogancia—. En mi vida te había visto. Soy yo quien manda aquí. ¿Quién diablos eres tú?
Transcurrieron tal vez diez segundos, diez segundos que el recién llegado invirtió en examinar atentamente la cara y las ropas de Reynolds, antes de volverse hacia el pequeño policía con expresión de hastío. Su mirada era fría e indiferente. En su rostro no se advertía ningún cambio, pero el policía pareció encogerse dentro del uniforme y retrocedió hasta chocar con el canto de la mesa.
—Tengo también mis momentos de generosidad. Olvidaremos lo que has dicho y cómo lo has dicho. —Señaló a Reynolds con un movimiento de cabeza y su voz se endureció casi imperceptiblemente—: A ese hombre le sangra la boca. ¿Es que opuso resistencia?
—Se negaba a contestar a mis preguntas y…
—¿A ti quién te ha autorizado a interrogar o a maltratar a un detenido? —Su voz cortaba como un látigo—. ¡Pedazo de asno! Podrías haber causado un daño irreparable. Propásate una vez más y ya me ocuparé yo personalmente de que descanses de tus fatigosos quehaceres en algún lugar de la costa. Constanta, para empezar.
El policía se pasó la lengua por sus resecos labios. A sus ojos asomó una mirada de terror. Constanta, la región de los campos de trabajos forzados entre el Danubio y el mar Negro, era un lugar temido en todo Centroeuropa. Muchos eran los que habían ido allá, pero ninguno regresó.
—Yo… pensé…
—Deja que piensen los que puedan realizar semejantes hazañas. —Señaló a Reynolds con el pulgar—. Que lo lleven a mi automóvil. ¿Lo habrás registrado, por supuesto?
—¡Por supuesto! —El policía casi temblaba, en su afán por complacer—. Y a conciencia, te lo aseguro.
—Semejante afirmación en boca de un individuo como tú hace imprescindible un nuevo registro —dijo el hombre alto con sequedad. Miró a Reynolds levantando ligeramente una ceja—. ¿Hemos de vernos reducidos usted y yo a la indignidad de un nuevo registro?
—Bajo mi sombrero, hay una navaja.
—Gracias. —El desconocido levantó el sombrero, cogió la navaja, volvió a ponerle el sombrero, oprimió el resorte, examinó la hoja con atención, volvió a cerrar la navaja, se la echó al bolsillo de la gabardina y miró al pálido policía.
—No veo por qué no habías de alcanzar la cúspide en tu profesión. —Miró el reloj, de oro, como la pitillera—. Vamos, en marcha. Veo que tienes teléfono. Ponme con Andrassy Ut. ¡De prisa!
¡Andrassy Ut! A pesar de sospechar ya cuál era la identidad de aquel hombre, Reynolds no pudo reprimir una contracción de sus facciones, al ver confirmadas sus sospechas. Era el Cuartel General de la temible AVO, la policía secreta húngara, considerada la más cruel, implacable y competente detrás del Telón de Acero. Andrassy Ut era el último lugar de la tierra al que Reynolds deseaba ir.
—¡Ah! Veo que el nombre le es familiar —sonrió el desconocido—. No es ése buen augurio para usted, Mr. Buhl, ni para su «buena fe»; Andrassy Ut no es nombre que pueda conocer cualquier comerciante occidental. —Se volvió hacia el policía—. Bueno, ¿qué es lo que estás murmurando ahora?
—El… el teléfono. —La voz del policía volvía a ser chillona. El hombre estaba aterrado—. No funciona.
—Era de esperar. Eficiencia sin tacha. Que los dioses protejan a nuestro desventurado país. —Sacó una cartera del bolsillo y se la enseñó al policía—. ¿Suficiente autoridad para llevarme a tu prisionero?
—Desde luego, coronel, desde luego —contestó el policía atropelladamente—. A tus órdenes, coronel.
—Bien —cerrando la cartera con rápido movimiento, el desconocido se volvió hacia Reynolds con irónica reverencia—. Permita que me presente: coronel Szendrô. Mi cuartel general es la Policía Política de Hungría. A sus órdenes, Mr. Buhl. Mi automóvil está a su disposición. Saldremos inmediatamente hacia Budapest. Hace varias semanas que mis colegas y yo le aguardamos, y deseamos tratar de ciertos asuntos con usted.