12

SÁBADO, 6 MAÑANA - 7 MAÑANA

Cuando desperté estaba rígido, dolorido y todavía temblaba. Pero no fue el dolor ni en frío ni la fiebre lo que me despertó de aquel sueño agitado. Fue un ruido extraño, una serie de razonamientos, de crujidos metálicos, de golpes secos que hacían estremecer toda la estructura del Campari, como si chocara con un iceberg a cada paso. El balanceo acompasado e indolente del buque me hizo comprender que los estabilizadores habían dejado de funcionar. El Campari se había detenido.

—Bien, Mr. —me dijo Bullen con una voz que parecía un graznido—. Su plan le ha salido bien, condenado. Enhorabuena. El Ticonderoga está a nuestro lado.

—¿A nuestro lado?

—A nuestro lado —repitió Mac Donald—. Amarrado al costado del Campari. —¿En estas aguas?

Salté de mi cama, de una sacudida, al inclinarse los dos barcos juntos en el vacío de una ola y oí ruido metálico de las planchas al chocar los dos cascos.

—Estropeará toda la pintura. Ese hombre está loco.

—Tiene mucha prisa —repuso Mac Donald—. Puedo oír la grúa de popa. Ya ha empezado a transbordar la carga.

—¿La popa?

—Estoy seguro, señor.

—¿Estamos amarrados proa con proa y popa con popa, o en direcciones opuestas?

—No tengo idea.

Bullen y él le miraron inquisitivamente, pero había una diferencia en su curiosidad.

—¿Tiene eso alguna importancia, Mr. Cárter?

*** NO HAY *** sabía muy bien que la tenía.

—No la tiene —contesté con indiferencia—. No tiene importancia… Únicamente ciento cincuenta millones de dólares… Esa es toda la importancia.

—¿Dónde está Miss Beresford? —pregunté a Marston.

—Con, sus padres —contestó el doctor secamente—. Están haciendo las maletas. Su bondadoso amigo Carreras ha autorizado a cada pasajero a llevarse una maleta. Dice que el resto del equipaje lo recuperarán cuando alguien encuentre el Campari después que él lo haya abandonado.

Esta manera de proceder era propia de Carreras. Permitía a los pasajeros que empaquetaran algunas ropas y objetos personales y les prometía la devolución del resto para eliminar incluso de la mente más suspicaz la sospecha de que sus intenciones no fuesen tan nobles y generosas como quería hacer creer.

Sonó el teléfono. Marston lo descolgó, escuchó un instante y volvió a colgar.

—El equipo de las camillas vendrá dentro de cinco minutos —anunció.

—Por favor, ayúdeme a vestirme —dije—. Mi uniforme blanco. Pantalones cortos y camisa blanca.

—¿Va usted a levantarse?

Marston estaba horrorizado.

—Voy a vestirme y a meterme en la cama otra vez —repuse—. ¿Cree usted que estoy chiflado? ¿Qué va a pensar Carreras si ve a un hombre con una fractura de fémur saltando ágilmente la barandilla del Ticonderoga?.

Me vestí, oculté el destornillador en el vendaje de mi pierna y volví a meterme en la cama.

Acababa de acostarme cuando aparecieron los camilleros y con mucho cuidado nos pusieron a los tres colocados en las camillas envueltos en mantas. En seguida los seis hombres cogieron las camillas y echaron a andar.

Fuimos transportados directamente por la popa, a lo largo del pasillo de la cubierta principal, a la cubierta posterior. Nos acercamos al extremo del pasillo y vi la luz del gris y frío amanecer. Mis músculos se tensaron involuntariamente. El Ticonderoga aparecería a nuestra vista en unos segundos, a lo largo de nuestro estribor, y pensé que tal vez no me atrevería a mirarlo. ¿Estaríamos amarrados proa con proa o popa con popa? ¿Habría acertado yo o no había acertado? Al fin salimos a la cubierta posterior. Haciendo un esfuerzo miré… ¡Había acertado! ¡Proa con proa y popa con popa! Desde mi escasa elevación en la camilla no podía ver mucho, pero aquello sí pude verlo: proa con proa y popa con popa. Aquello significaba que la grúa de popa del Campari estaba descargando la cubierta de popa del Ticonderoga. Volví a mirar para comprobarlo otra vez.

No había error. Proa con proa, popa con popa. Me sentí como meciéndome en millones de dólares…

¡Cien millones de dólares…!

El Ticonderoga, un gran buque de carga de color azul obscuro con una chimenea roja, era casi del mismo tamaño que el Campari. Sus cubiertas posteriores se elevaban casi a la misma altura sobre el agua, lo que facilitaba el transbordo de pasajeros y carga. Pude contar hasta ocho cajas transbordadas ya a la cubierta de popa del Campari. Faltaban doce todavía.

El transbordo de la carga humana se había llevado a cabo aún más rápidamente. Todos los pasajeros y la mitad de la tripulación estaban de pie en la cubierta posterior del Ticonderoga sin moverse. Únicamente de vez en cuando se cogían unos a otros para prevenirse contra los bandazos del buque. Su inmovilidad era mantenida por un par de metralletas que dos individuos barbudos con uniformes verdes sostenían entre sus manos con la indudable decisión de matar reflejada en el brillo acerado de sus ojos. Un tercer hombre, también armado, vigilaba a dos marineros del Ticonderoga apostados en la barandilla inferior para ayudar a las personas que saltaban de la popa del Campari a la popa del Ticonderoga. Otros dos marineros del Ticonderoga, igualmente vigilados, se dedicaban a sujetar eslingas a las cajas que todavía tenían que ser transbordadas. Desde donde yo estaba pude ver otros cuatro hombres armados, aunque debía de haber muchos más, patrullando por las cubiertas del Ticonderoga y otros cuatro en la cubierta posterior del Campari. A pesar de que casi todos vestían un uniforme parecido, de color verde, no me parecieron soldados. Daban la impresión de ser unos criminales peligrosos con armas en la mano, hombres con su manera de ser reflejada en sus rostros, que expresaban brutalidad y depravación. Aunque quizá se quedó un poco corto en su apreciación estética, no cabe duda que Carreras seleccionó bien a sus secuaces.

El cielo estaba lleno de nubarrones grisáceos que se extendían difuminándose en un horizonte gris. El viento del Oeste era fuerte, pero la lluvia casi había cesado. No era más que una ligera llovizna que, más que verse, se sentía. La visibilidad era escasa, pero no tanto que impidiera ver que no había ningún otro barco en las proximidades. Y la pantalla del radar estaría, desde luego, funcionando sin interrupción. Aparentemente, la visibilidad no había sido lo suficiente buena para que Carreras se diera cuenta de las tres cuerdas atadas a la base del pasamanos de la barandilla en el lado de babor. Desde donde yo estaba tendido, podía verlas claramente. Me parecían tan gruesas como los cables del puente de Brooklyn. Me costó trabajo apartar la vista de aquellas cuerdas.

Pero Carreras apenas tenía tiempo para mirar a su alrededor. Se había hecho cargo personalmente del transbordo de las cajas dando prisa a sus hombres y a los del Ticonderoga, gritándoles, animándoles, dirigiéndolos con mucha energía e imprimiéndoles una actividad que contrastaba extraordinariamente con su calma habitual, con su actitud fría y desapasionada. Quería acabar el transbordo antes de que otro buque apareciera en el horizonte. Pero no era esto sólo. Entonces me di cuenta de la causa que le hacía apresurarse de aquel modo. Miré mi reloj. Eran las seis y diez de la mañana.

¡Las seis y diez! Según había podido colegir de los planes de Carreras, el fin de la operación debía producirse a lo sumo a las cinco y media. Comprobé otra vez el reloj. No había error: las seis y diez. Carreras quería estar muy lejos cuando estallara el «Torcedor». El Campari estaría a salvo de la onda explosiva y de la lluvia radiactiva, pero sólo Dios sabía qué clase de olas gigantes originaría la explosión de aquel ingenio debajo del agua. Y el «Torcedor» debía estallar a las siete. Únicamente quedaban cincuenta minutos. Su prisa estaba, pues, justificada. Me pregunté por qué se habría retrasado tanto. Tal vez el Ticonderoga había llegado más tarde de lo previsto o habían tardado más tiempo del calculado para hacer la maniobra de colocarse un barco junto al otro. De todos modos, todo esto ya no importaba.

A una seña de Carreras empezaron a transbordar las camillas. Yo fui el primero. No me preocupé mucho por las perspectivas del breve viaje. Me convertiría en una mancha roja extendida sobre un par de metros cuadrados de metal si uno de los camilleros resbalaba al balancearse juntos los dos barcos: Por lo visto, los marineros pensaban lo mismo de ello y no resbalaban. Momentos después, las otras dos camillas habían sido transbordadas felizmente.

Fuimos depositados en el suelo, en la cubierta posterior, junto a nuestros pasajeros y nuestra tripulación. Agrupados a un lado, con un centinela vigilándonos, había unos oficiales y unos doce individuos de la tripulación del Ticonderoga. Uno de ellos, alto, delgado, de unos cincuenta años de edad, con los cuatro galones dorados de capitán en la bocamanga y llevando en la mano un impreso de telegrama, estaba hablando con Mellroy, nuestro jefe de máquinas, y con Cummings. Mellroy, haciendo caso omiso del fusil del centinela, lo atrajo hacia donde habíamos sido depositados nosotros.

—¡Gracias a Dios que todavía viven ustedes! —dijo Mellroy con gran tranquilidad—. La última vez que los vi no hubiera dado un penique por ninguno de los tres. Este es el capitán Brace, del Ticonderoga. Capitán Brace, el capitán Bullen y el primer oficial Cárter.

—Encantado de conocerlo, señor —murmuró Bullen—. Dejaremos aparte a Mr. Cárter, Mr. Mellroy. Me propongo presentar unos cargos contra él por prestar ayuda indebida y colaboración voluntaria a ese condenado pirata.

Considerando que había salvado su vida al no permitir al doctor Marston que le operara, debía haberse mostrado más agradecido.

—¿Johnny Cárter?

Mellroy parecía no dar crédito a las palabras del capitán.

—¡Es imposible! —murmuró.

—Se lo demostraré— dijo Bullen ceñudamente. Miró al capitán Brace.

—Conociendo la clase de carga que llevaba, yo esperaba que usted hubiera intentado huir cuando lo detuvieron. Pero usted no lo sabía. Usted contestó un S.O.S., ¿no es eso? Avería en las máquinas… Le dijeron que algunas planchas se habían desprendido al atravesar el huracán, que empezábamos a hundirnos, que vinieran a transbordarnos… ¿Es eso, capitán?

—Yo podía haberme desviado antes o maniobrar para huir al ser detenido —dijo Brace con dureza. Después, con repentina curiosidad, preguntó—: ¿Cómo sabía usted eso?

—Porque oí que nuestro primer oficial aconsejaba a Carreras que esto era lo que le daría mejor resultado. Ya está contestada parte de su pregunta, Mellroy.

Me miró con desprecio y se volvió hacia Mellroy.

—Haga que me pongan más cerca de aquel mamparo. No me siento bien aquí.

Le dirigí una mirada irritada, pero él la ignoró. Empujaron su camilla hacia donde él había dicho y me quedé solo frente al grupo. Permanecí allí tendido tres minutos observando el transbordo de la carga. Una caja por minuto a pesar de que la manilla que mantenía unidas las popas de los dos barcos se rompió y tuvo que ser remplazada. Diez minutos a lo sumo, y todo quedaría listo.

Una mano se posó en mi hombro y me volví. Julius Beresford estaba en cuclillas a mi lado.

—Nunca creí que volvería a verle, Mr. Cárter —dijo cándidamente—. ¿Cómo se siente?

—Mejor de lo que parece —contesté exagerando un poco.

—¿Y por qué le han dejado solo aquí? —Esto es lo que llaman «ser enviado a Coventry». El capitán Bullen está convencido de que he prestado ayuda voluntaria y colaboración injustificable, o como lo llamen en terminología legal, a Carreras. No está satisfecho de mí.

—¡Qué tontería! —protestó—. Me ha visto ayudando a Carreras. —No se preocupe de lo que haya visto. No ha visto ni ha oído lo que creyó que estaba viendo y oyendo. Yo he cometido tantos errores como cualquier otro, tal vez más, pero nunca me he equivocado al juzgar a los hombres… Lo que me hace recordar, hijo mío, lo que me recuerda… No puedo expresarle lo satisfecho que estoy y qué placer experimento. Apenas hay tiempo ni lugar para ello, pero, de todos modos, reciba mi más calurosa felicitación. Mi esposa siente exactamente lo mismo, se lo aseguro.

Prestarle atención me ocupaba todo el tiempo. Una de las cajas se balanceaba peligrosamente en las eslingas y si se caía se estrellaría en la cubierta y se abriría bruscamente descubriendo su contenido, lo cual reduciría tal vez nuestro futuro. No era en mis pensamientos donde quería refugiarme. Sería mejor distraerse en algo, como, por ejemplo, concentrarse en lo que Julius Beresford, estaba diciendo. —Perdone— dije.

—El empleo en mi puerto petrolero de Escocia —repuso medio impaciente, medio sonriendo—. Me alegra la idea de que usted va a aceptarlo. Pero me alegra aún mucho más lo de usted y Susan. Toda su vida se ha visto perseguida, como usted puede suponer, por legiones de cazadores de dotes, pero siempre le había advertido que el día que encontrara un hombre que no diera un comino por su dinero, aunque ese hombre fuera un vagabundo, yo no me opondría a sus deseos. Y usted no es un vagabundo…

¿El puerto petrolero…? ¿Susan y yo…? Le hice una mueca.

—Mire, señor…

—Podía habérmelo imaginado… Debí habérmelo imaginado…

Su sonrisa estaba a punto de convertirse en una carcajada.

—Mi hija es así. Ni siquiera se ha preocupado de decírselo a usted. Ya verá cuando mi esposa se entere.

—¿Cuándo se lo ha dicho a usted? —pregunté procurando dar a mis palabras un tono respetuoso—. La última vez que la he visto, que habrá sido a eso de las dos de esta madrugada, hubiera dicho que eso sería lo último que pudiera ocurrírsele.

—Me lo dijo ayer por la tarde.

Se lo había dicho antes de hacerme a mí la proposición del empleo.

—Pero volverá a la carga, hijo mío… Volverá a la carga…

—¡No volveré! —gritó Susan.

No sé cuánto tiempo llevaba allí. Pero estaba, y con una voz detonante y mirándome con unos ojos que eran el complemento de la tormenta, repitió:

—¡Nunca volveré a hablar de ese asunto! He debido estar loca. Estoy avergonzada de mí misma, incluso de haber pensado en ello. Yo lo oí, papá. Yo estaba allí la noche pasada, con los otros, en la enfermería, cuando le dijo a Carreras cuál era el mejor medio de detener al Ticonderoga

El sonido agudo y penetrante de un silbido puso un final misericordioso a la historia de la cobardía de Cárter. Unos hombres armados, con camisas verdes, empezaron a aparecer por diversas partes del Ticonderoga. Del puente y de la sala de máquinas, donde habían estado de guardia durante el transbordo, que ya habían terminado. Dos de aquellos hombres armados iban vestidos con uniformes azules de la marina mercante. Tal vez eran los oficiales de radio que Carreras había introducido en el Ticonderoga..

Miré mi reloj. Las seis y veinticinco. Carreras estaba cortando fino.

En aquel momento el propio Carreras acababa de saltar a la cubierta posterior del Ticonderoga. Dijo algo al capitán Brace. No pude oír de qué se trataba, pero pude ver su rostro retorcerse en un gesto de reluctancia. Disponía el transbordo de los ataúdes. En su camino de vuelta hacia la barandilla se detuvo junto a mí.

—Ya ve que Miguel Carreras cumple su palabra. Todo el mundo ha sido transbordado felizmente. Consultó su reloj.

—Todavía necesito un lugarteniente. —Adiós, Carreras.

Hizo un gesto con la cabeza, volvió sobre sus talones y se marchó mientras sus hombres transbordaban los ataúdes a la cubierta de popa del Ticonderoga. Los manejaban con mucho cuidado, con una delicadeza que revelaba hasta qué punto les preocupaba su contenido. Los ataúdes no eran identificables inmediatamente como tales, pues en un gesto final de actor consumado, hasta el último detalle de su papel, Carreras los había cubierto con banderas de barras y estrellas. Conociendo a Carreras, no era difícil adivinar que las había traído consigo desde su punto de partida, en el Caribe.

El capitán Brace se agachó, levantó una punta de la bandera del ataúd más próximo a él y miró a la placa de bronce que tenía grabado el nombre del senador Moskins. Oí una exclamación ahogada y vi a Susan Beresford llevarse la mano a la boca abierta mientras miraba asustada al ataúd. Recordé que debía hallarse todavía bajo la impresión de que el «Torcedor» estaba allí dentro, extendí el brazo y le cogí una mano.

—¡No se mueva! —susurré enérgicamente—. ¡Por lo que más quiera, cállese!

Me oyó. Se mantuvo en silencio. Su padre también me había oído y también se quedó mudo, lo que debió suponer un esfuerzo por su parte al verme sujetar a su hija. Pero la habilidad de mantener cerradas y controladas las expresiones y las emociones debe de figurar en él plan de entrenamiento para un aspirante a multimillonario.

El último de los hombres de Carreras se había ido y Carreras con él. No perdió un minuto en desearnos buen viaje ni nada por el estilo. Había ordenado soltar las cuerdas y desapareció rápidamente hacia el puente. Unos instantes más tarde, el Campari estaba en marcha, y con su popa abigarrada de cajas empezaba a describir un arco para dirigirse hacia el Este.

—Bien —dijo Bullen rompiendo el tenso silencio—. ¡Ahí va el asesino con mi barco…! ¡Maldito sea!

—No irá muy lejos —dije—. Sólo unas pocas millas. Capitán Brace, le aconsejo…

—Prescindiremos de sus consejos, Mr. Cárter.

La voz del capitán Bullen era como el chillido de una rata atrapada y sus ojos azules se mostraban fríos, sumamente fríos.

—Esto es urgente, señor. Es imperativo que él capitán Brace…

—Le he dado una orden terminante, Mr. Cárter.

Usted obedecerá…

—¿Quiere hacer el favor de callarse, capitán Bullen?

—Creo que será mejor que lo escuche, señor —se apresuró a indicar el sobrecargo, con expresión grave—. Mr. Cárter no estuvo inactivo la noche pasada, a menos que me equivoque. —Gracias, sobrecargo.

Me volví de nuevo al capitán Brace y continué imperioso:

—Telefonee al oficial de guardia. Gire 180 grados al oeste del Campari, a toda máquina, más velocidad de emergencia. Ahora mismo, capitán Brace.

La solemnidad de mi voz se impuso. Aquel hombre que acababa de perder ciento cincuenta millones de dólares en barras reaccionó con sorprendente rapidez y muy bien ante el hombre que parecía uno de los causantes de aquella pérdida. Dio unas instrucciones a un oficial subalterno y se volvió hacia mí con una mirada fría e inquisitiva.

—¿Sus razones, señor?

—En la bodega número cuatro del Campari, Carreras transporta una bomba atómica armada, con su mecanismo de percusión en marcha. Es el «Torcedor», el nuevo proyectil robado a los americanos hace una semana o cosa así.

Una mirada a los rostros tensos e incrédulos de los oyentes me bastó para percatarme de que se daban cuenta de que yo les estaba diciendo la verdad. Pero también se veía que les costaba mucho creerlo.

—El «Torcedor»…

—¿Una bomba atómica?

La voz de Brace era áspera y demasiado chillona.

—¿Qué estupidez es ésa?

—¿Quiere escucharme? ¿Estoy diciendo la verdad, Miss Beresford?

—Sí, está diciendo la verdad.

Su voz era insegura. Sus ojos verdes no se apartaban de aquel ataúd.

—Yo lo vi, capitán, pero…

—La bomba está armada —afirmé—. Estallará antes de veinticinco minutos. Carreras lo sabe, pero cree que el «Torcedor» está aquí, a bordo del Ticonderoga. Por esto hemos de huir de prisa en dirección contraria. Carreras no sabe que el Campari volará dentro de unos minutos…

—Pero está aquí —dijo Susan violentamente—. ¡Está aquí! ¡Usted sabe que está en ese ataúd…! —Usted está equivocada, Miss Beresford— le contesté.

El Ticonderoga estaba ya tomando velocidad. El rapidísimo movimiento de sus hélices hacía vibrar las planchas de la cubierta. Yo estaba seguro de que Carreras tendría sus gemelos enfocados a nuestra cubierta posterior mientras le fuera posible. Por esto permanecí quieto donde estaba hasta que transcurrieron unos veinte o treinta segundos más. Entretanto, los circunstantes, aterrorizados, miraban como hipnotizados los ataúdes cubiertos con las banderas. Entonces, la popa del Ticonderoga había girado en redondo hacia el Este y ya no podían vernos desde el Campari. Tiré las mantas de la camilla y me quité los vendajes y las tablillas de la pierna, sacando el oculto destornillador antes de ponerme de pie. El efecto que aquello produjo entre los pasajeros y la tripulación que habían creído implícitamente que el primer oficial Cárter tenía una fractura múltiple en el fémur, fue de sorpresa y confusión. Pero yo no tenía tiempo de considerar efectos. Me incliné ante el ataúd más próximo y separé la bandera que lo cubría.

—Mr. Cárter —dijo el capitán Brace, que estaba a mi lado—, ¿qué demonios está haciendo? Por muy criminal que sea Carreras, el cadáver del senador Hoskins…

—¡Bah! —exclamé.

Con el mango del destornillador, di tres golpes secos sobre la tapa del ataúd. Oyéronse en respuesta otros tres golpes del interior. Miré a mi alrededor el círculo cada vez más estrecho de espectadores. Debiera haber habido allí, en aquellos instantes, una cámara para recoger aquellas expresiones para la posteridad.

—¡Extraordinario poder de recuperación el de estos senadores americanos! —dije al capitán Brace—. No se les puede tener tendidos. Ahora verá usted.

En dos minutos levanté la tapa del ataúd. Para desmontar tapas de ataúd, como en todas las demás cosas, la práctica nos convierte en expertos.

El doctor Slingsby Caroline estaba tan pálido como cualquier cadáver. No podía reprochárselo. Debe haber una gran cantidad de experiencias calculadas para conducir a un hombre al borde de la locura, pero tenerlo metido en un ataúd cerrado durante cinco horas, es el colmo del refinamiento. El doctor Caroline no estaba todavía al borde de la locura, pero estaba ya acercándose a ella y a punto de asfixiarse cuando abrí la tapa. Temblaba como un muelle roto, tenía los ojos desmesuradamente abiertos y casi no podía hablar. Aquellos golpes sobre la tapa del ataúd debieron de sonar en sus oídos como la música más dulce que habían oído en su vida.

Dejé que lo auxiliaran los demás y me dirigí al próximo ataúd.

La tapa de éste estaba muy apretada o yo había llegado a un grado sumo de debilidad, pues me costaba mucho sacar los tornillos. Entonces, un corpulento marinero del Ticonderoga me cogió el destornillador de las manos. No sentí aquella intrusión. Miré mi reloj. Las siete menos veinte.

—¿Y ahora, Mr. Cárter?

Era el capitán Brace. Su rostro expresaba claramente que su cerebro había llegado a los límites de su facultad analítica. Era lógico.

—Explosivo convencional, con un mecanismo de relojería. Creo que estaba concebido para hacer explotar el «Torcedor» por simpatía, en el caso de que el mecanismo de relojería o de percusión de aquel artefacto no funcionara. Aunque, francamente, no lo sé con seguridad. El caso es que este explosivo podría hundir por sí solo el Ticonderoga..

—Podríamos… podríamos tirarlo por la borda —dijo, nervioso.

—No sería seguro, señor. Está a punto de estallar y el choque con el agua podría ser suficiente para disparar el mecanismo de percusión. La explosión produciría en su barco un agujero del tamaño de una bodega… Ordene a alguien que desmonte la tapa del tercer ataúd.

Consulté otra vez mí reloj. Las siete menos cuarto. El Campari ya no era más que una pequeña mancha obscura en el claro horizonte, hacia el Este, a seis o siete millas de distancia. Una apreciable distancia, pero no tanto como fuera de desear.

La tapa del segundo ataúd ya estaba desmontada. Retiré las mantas que cubrían el artefacto, localicé el detonador y los dos delgados cables que conducían al fulminante interior y con el máximo cuidado corté uno de los cables y después el otro con una navaja. Para más seguridad tiré por la borda el detonador y el fulminante. Dos minutos más tarde, había desarmado la bomba del tercer ataúd, dejándola inofensiva. Miré a mi alrededor… Si todas aquellas personas de la cubierta posterior tuvieran algún sentido, habrían huido. Pero nadie se había movido un centímetro.

—Mr. Cárter —dijo Bullen lentamente, sin mirarme—. Estoy pensando que quizá nos deba usted una pequeña explicación. Este asunto del doctor Caroline, los ataúdes, las sustituciones…

Expliqué brevemente todo lo que había hecho. Todos los pasajeros y tripulantes se habían agolpado a nuestro alrededor. Al fin, dijo:

—Creo que yo también le debo a usted algunas disculpas…

Dijo esto contrito, pero sin el menor vestigio de admiración.

—Pero no puedo dejar de pensar en el «Torcedor»…, en el «Torcedor» y en el Campari. Era un buen barco. Ya sé que Carreras es un canalla, un pirata, un asesino, pero… ¿era absolutamente necesario condenarlos a todos a una muerte segura? ¿Son cuarenta vidas cuyo fin ha decretado usted?

—Si no lo hubiera hecho así, Carreras había decretado el fin de ciento cincuenta —intervino Julius Beresford con tono sombrío—. Y lo hubiera hecho sin la menor vacilación si no hubiese sido por Mr. Cárter.

—No había manera de evitarlo —dije a Bullen—. El «Torcedor» estaba armado y Carreras tenía la llave. El único modo de inutilizar la bomba era pedirle a Carreras que la abriera. Si le hubiéramos obligado a hacerlo antes de marcharse de aquí, tal vez la hubiera desarmado, pero entonces habría hecho matar a todos los hombres y mujeres del Ticonderoga. Puede usted apostar que las últimas instrucciones del Generalísimo fueron que no quedara una sola persona viva que pudiese hablar del asunto.

—Todavía no es demasiado tarde —insistió Bullen.

Carreras le importaba un comino, pero quería recuperar el Campari.

—Puesto que ya estamos lejos del alcance de Carreras y no podrá abordarnos ni aun en el caso de que nos persiguiera, y podernos incluso escabullirnos de cualquier proyectil…

—Un momento, señor —interrumpí—. ¿Cómo lo avisamos?

—¡Por radio, hombre, por radio! Todavía quedan seis minutos. Envíele un mensaje…

—Los transmisores del Ticonderoga están inutilizados —dije, abrumado—. Están destrozados sin posibilidad de reparación.

—¡Qué! —Brace me agarró por el brazo—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Utilice su cabeza —dije en un arrebato de ira—. Los dos falsos operadores tenían órdenes de destruirlos antes de marcharse. ¿Cree usted que Carreras podía permitir que usted lanzase un S.O.S. sobre todo el Atlántico en cuanto él volviera la espalda?

—No se me había ocurrido.

Brace movió la cabeza y habló a un joven oficial.

—Al teléfono… Compruébelo.

El oficial volvió a los treinta segundos con una grave expresión.

—Tiene razón, señor. No contestad.

—Carreras ha sido su propio verdugo —murmuré.

Dos segundos después, cinco minutos antes de lo calculado, el Campari voló, se atomizó, quedó borrado del mapa. Debía de encontrarse por lo menos a trece millas de nosotros. El casco estaba casi oculto en la línea del horizonte. Toda la estructura de las instalaciones del Ticonderoga se alzaba directamente en nuestra línea de visualidad, pero, a pesar de ello, el azulado resplandor que emergió violentamente hirió nuestros ojos con la fuerza de doce soles brillando en pleno día e iluminó el Ticonderoga con una luz blanca cegadora. Casi inmediatamente se proyectaron unas sombras más negras que la noche, como si un gigantesco proyector se hubiera encendido y se hubiera apagado en seguida. La intensa blancura y el deslumbramiento solamente duraron una fracción de segundo, aunque la impresión dejada en las retinas se prolongó muchísimo más tiempo y fue remplazada por una recta columna de brillantísimo fuego rojo que se elevó hasta parecer que alcanzaba las nubes. Y a continuación de todo esto, como un cortejo de prodigios, se elevó también lentamente de la superficie del mar una enorme columna de agua en ebullición, como un descomunal surtidor, y volvió a caer al mar con increíble lentitud. Las partículas que quedaran del volatizado Campari se elevarían seguramente en aquella tremenda tromba marina. Las partículas del Campari y de Carreras.

Desde el comienzo hasta el fin, aquélla tromba debió de durar un minuto. Unos segundos después de haberse desvanecido y de haberse aclarado el horizonte, se percibió aquel terrible trueno seguido de la amenazadora onda explosiva, seguida a distancia, como el grueso de un ejército arrollador detrás de sus vanguardias, por una ola gigantesca que se deslizaba por la superficie del mar, en un círculo concéntrico al corazón de aquella gran columna de fuego.

De nuevo se produjo el silencio. Un silencio profundo, un silencio de muerte…

—Bien, doctor Caroline —dije como quien reanuda una conversación—, al menos tiene usted la satisfacción de saber que ese aparato funciona perfectamente.

No aceptó el diálogo que yo le ofrecía. Nadie pareció haber oído mis palabras. Todos esperaban la ola. Pero no llegó ninguna ola gigantesca. A dos o tres millas de la explosión, quedó diluida, engullida por el mar, como el agua de una cascada, y en su lugar llegó hasta nosotros un movimiento brusco, como el de la marejadilla, que se deslizaba rápido hacia el Este y que sacudió al Ticonderoga en un movimiento de vaivén media docena de veces.

El capitán Brace fue el primero en recobrarse del miedo terrible que todos acababan de sentir.

—Eso es todo lo que queda, capitán Bullen. Humo. Todo convertido en humo. Su barco y ciento cincuenta millones de dólares oro.

—Sólo el barco, capitán Brace —dije—. Sólo el barco. Y por lo que se refiere a los veinte generadores que se han volatizado, estoy seguro de que el Gobierno de los Estados Unidos indemnizará gustosamente de su pérdida a la Harmsflorth & Holden Electrical Engineering Company.

Sonrió ligeramente. Dios sabe que no podía tener ganas de sonreír.

—No había generadores en esas cajas, Mr. Cárter. Oro en barras para el fuerte Knox… ¿Cómo ese demonio de Carreras…?

—¿Usted sabía que iba oro en esas cajas? —pregunté.

—Desde luego, lo sabía. Y más aún. Sabía que las llevábamos en la cubierta. Pero había habido un error al marcar las cajas. Con tanto secreto, supuse que una mano no sabía lo que hacía la otra. De acuerdo con las instrucciones que me dieron, las cajas del oro eran las veinte que estaban en la cubierta superior de la proa, pero un informe del Almirantazgo la otra noche me informó del error sufrido. Es decir, informó a esos radiotelegrafistas traidores, pues no me comunicaron ese informe, desde luego. Debieron radiarlo inmediatamente a Carreras y la primera cosa que hicieron cuando él sujetó su popa a la nuestra fue entregarle por escrito la confirmación. Y Carreras me lo dio después como un recuerdo.

Sacó de uno de sus bolsillos el impreso.

—¿Quiere verlo?

—No hay necesidad —dije—. Puedo decirle palabra por palabra el texto de ese cable: Alta prioridad. Urgente. Repito. Inmediata atención capitán Fort Ticonderoga. Grave error en manifiesto carga. Carga especial no. Repito. No en proa. No en veinte cajas marcadas turbinas Nashville Tennesse en cubierta proa, sino, repito, sino en veinte cajas cubierta popa marcadas generadores Oak Ridge Tennesse indicaciones está usted entrando huracán esencial asegurar carga popa en seguida de la oficina del Ministerio de Transportes del vicealmirante Richard Hodson, director naval de Operaciones.

El capitán Bruce se quedó mirándome.

—¿Cómo lo conoce usted?

—Miguel Carreras también tenía unas instrucciones en su camarote —contestó—. Eran iguales que las suyas. Yo las vi. Ese mensaje no se puso en Londres. Lo puse yo. Lo envié desde la cabina de la radio del Campari, a las dos de esta madrugada.

Se hizo un gran silencio, desde luego lógico y natural. Fue Susan Beresford quien lo rompió. Se acercó a la camilla de Bullen, lo miró y dijo:

—Capitán Bullen, creo que usted y lo debemos presentarle a Mr. Cárter algunas disculpas.

—Creo que sí, Miss Beresford… Creí que sí.

Intentó articular algunas disculpas, pero no salieron de su boca. Finalmente dijo:

—Me ha dicho que me callara. ¡A mi! ¡A su capitán! ¿Usted lo ha oído?

—Eso no es nada —repuso Susan—. Usted no es más que su capitán. A mí también me ha dicho que me callara y soy su prometida. Nos casaremos el mes que viene.

—¿Su prometida? ¿Se casarán el mes que viene?

A pesar del dolor que sentía, Bullen se incorporó apoyándose en un codo, nos miró sorprendido a Susan y a mí y volvió a echarse en la camilla.

—¡Bien…! ¿Seré estúpido? Esta es la primera vez que oigo hablar de esto…

—También es la primera vez que lo oye Mr. Cárter —admitió Susan—. Pero lo está oyendo ahora.