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SÁBADO, 1 MADRUGADA - 2,15 MADRUGADA

La debilidad de mi pierna, una debilidad que era casi una parálisis, me obligó a sentarme en el soporte de la escalera y tuve que apoyarme en este soporte para no caer redondo al suelo. Miré fijamente el «Torcedor» y durante un buen rato estuve contemplándolo con ira. Después, cada vez agitado, volví la mirada hacia el doctor Caroline.

—¿Quiere repetir eso?

Lo repitió:

—Lo lamento terriblemente, pero es así. El «Torcedor» no puede ser desarmado sin ella llave. Y Carreras la tiene en su poder.

Examiné todas las soluciones del problema y acabé convenciéndome de que eran imposibles. Ya sabía lo que tenía que hacer, lo único que se podía hacer. Dije, cansado:

—¿Sabe usted, doctor Caroline, que acaba de condenar a cuarenta personas a una muerte segura?

—¿Yo he hecho eso?

—Bueno, usted no… Carreras. Cuando se guardó esa llave se estaba condenando a sí mismo y a todos sus hombres, tan ciertamente como el hombre que da vuelta al conmutador de la silla eléctrica. Pero ¿por qué me preocupo, de todos modos? La muerte es el único remedio contra las calamidades como Carreras y las personas que se asocian con él. En cuanto a Lord Dexter, está ya metido en el asunto, aunque siempre puede volver a construir otro Campari.

—¿De qué está usted hablando, Mr. Cárter? —preguntó el doctor Caroline.

Había mucho miedo en su expresión cuando me miró.

—¿Se siente usted bien, Mr. Cárter?

—Desde luego, me siento perfectamente —dije con rabia—. Todo el mundo hace siempre las mismas estúpidas preguntas.

Me incliné, cogí el ovillo de cordel y la pequeña polea que había traído del almacén de sobrecargo y me puse trabajosamente de pie.

—Vamos, doctor, écheme una mano.

—¿Que le eche una mano? ¿En qué?

Sabía perfectamente a qué me refería, pero el terror que sentía le impedía reconocerlo.

—El «Torcedor», desde luego —dije impaciente—. Quiero llevarlo a babor.

—¿Está usted loco? —bisbiseó—. ¿Está loco? ¿No ha oído usted lo que le he dicho? ¿Va usted a sacarlo de ese ataúd con eso? Un pequeño descuido…, el más ligero golpe…

—¿Me va a ayudar usted?

Caroline movió la cabeza, se estremeció y se volvió de espaldas.

Enganché la polea a uno de los peldaños de la escalera, a la altura de mi cabeza; tiré del bloque más bajo hasta que quedó colgando justamente encima del «Torcedor» y pasé el anillo de cuerda alrededor de la cola del ingenio. Estaba agachado muy bajo cuando oí detrás de mí unas rápidas zancadas y unos brazos se cerraron alrededor de mi cuerpo. En aquellos brazos se concentraba toda la fuerza que imprimen el terror y la desesperación. Intenté libertarme de aquel angustioso abrazo, pero fue como si intentara romper un cerco de acero. Probé de aplastarle el pie de una patada, pero lo único que conseguí fue hacerme daño en el talón. Me había olvidado de que no llevaba zapatos.

—¡Déjeme! —dije rabiosamente—. ¿Qué demonios está usted haciendo?

—¡No voy a permitir que haga esa locura! ¡No se lo permitiré!

Su voz era ronca y realmente desesperada.

—¡No consentiré que nos mate a todos!

Hay personas con las cuales no se puede discutir y que en determinadas ocasiones pierden la cabeza. El doctor Caroline era una de esas personas. DI media vuelta, me lancé hacia atrás con toda la fuerza de mi pierna sana y le oí proferir un grito ahogado al chocar de espaldas contra el costado del barco. Aflojó momentáneamente su abrazo, hice una rápida contorsión y me vi libre. Recogí del suelo mi barra de hierro y se la mostré a la luz de la linterna.

—No quiero utilizar esto —le dije con calma—. Pero la próxima vez lo haré, se lo prometo. ¿Puede usted dejar de temblar y comprender que lo que estoy tratando de hacer es salvar nuestras vidas? ¿No se da usted cuenta de que en cualquier momento puede pasar alguien por ahí arriba, ver la lona suelta y querer ver qué pasa?

Caroline se quedó inmóvil, apoyado contra la pared y mirando al suelo con aire pensativo. No dijo nada. Me volví, me puse la linterna entre los dientes, coloqué el anillo de cuerda hacia el borde del ataúd y me encorvé para intentar levantar la cola del «Torcedor». Pesaba una tonelada. Al menos para mí, pues entre unas cosas y otras yo no me encontraba en condiciones normales. Conseguí alzarla unos centímetros y ya no veía la manera de mantenerla así un par segundos, cuando oí dar pasos a mis espaldas. Me abracé con fuerza al «Torcedor» esperando la próxima embestida. Me relajé lentamente a medida que el doctor Caroline se acercaba. Se inclinó un poco y deslizó el anillo hasta el centro del proyectil. Ninguno de los dos dijimos una palabra.

Tiré de la cuerda de la polea hasta que estuvo tenso. Entonces el doctor dijo:

—No lo conseguiremos… Esta cuerda es muy delgada…

—Sostiene media tonelada.

Tiré más de la cuerda y la cola empezó a elevarse. El anillo no estaba en el centro. La bajé de nuevo, ajusté el anillo y esta vez, al tirar de la polea, el «Torcedor» se elevó a lo largo de toda su longitud. Cuando estaba suspendido unos diez centímetros sobre su lecho de mantas y algodones, ajusté el freno automático. Tuve que secarme la frente otra vez.

Sin duda alguna hacía más calor que nunca en aquella bodega.

—¿Cómo se las va a arreglar para trasladarlo hasta el otro lado?

La voz de Caroline ya no temblaba. Era, modulada y sin inflexión, la voz de un hombre resignado a lo inevitable.

—Lo trasladaremos los dos. Creo que podremos lograrlo.

—¿Llevarlo entre los dos? —dijo gravemente—. ¿Ya sabe que pesa ciento veinte quilos?

—Ya lo sé —repuse con voz firme.

—Usted tiene una pierna herida… Mi corazón no está bien. El barco se balancea y ese aluminio pulimentado es resbaladizo como un espejo. Uno de los dos puede dar un resbalón, caerse, soltarse… Tal vez los dos… Caería irremediablemente.

—Espere aquí —dije.

Tomé la linterna, crucé a babor, cogí un par de lonas de detrás del soporte de la escalera y las arrastré por el suelo.

—Lo colocaremos sobre estas lonas y lo llevaremos arrastrando.

—¿Arrastrarlo por el suelo? ¿Usted sabe lo que dice?

Caroline no estaba tan resignado como yo había creído. Me miró, después miró el «Torcedor», volvió a mirarme a mí y dijo con un acento de convicción inconmovible:

—¡Usted está loco!

—¡Por Dios! ¿No puede hacer algo más práctico que protestar?

Cogí otra vez la cuerda de la polea, solté el freno y comencé a tirar. Caroline sujetó el «Torcedor» con las manos procurando que la «nariz» del mismo no chocara contra el soporte de la escalera ni lo rozara.

—Suba al soporte y manténgalo desde ahí —dije—. Después vuélvase de espaldas a la escalera.

Hizo un gesto afirmativo de la cabeza y vi su cara tensa y grave a la pálida luz de la linterna. Apoyó la espalda en la escalera, sujetó el «Torcedor» con el anillo de cuerda y levantó una pierna para salvar el soporte, pero en aquel momento, se tambaleó, impulsado por una sacudida del barco y el peso del proyectil se abalanzó sobre él. Tropezó con la parte superior del soporte y la fuerza del aparato combinada con la de la sacudida del barco lo empujó fuera de su centro de gravedad. Entonces perdió el equilibrio y profiriendo un fuerte grito cayó del soporte al suelo de la bodega.

Lo había previsto. Estaba seguro de que aquello sucedería. Ciegamente cogí el freno automático de la polea, solté el soporte para sujetar al oscilante proyectil lanzándome entre él y la escalera y dejé caer la linterna, al extender las dos manos hacia la «nariz» del ingenio para evitar que se estrellase contra la escalera. En aquella repentina e impenetrable obscuridad, no alcancé al «Torcedor»…, pero él me alcanzó a mí. Me dio de lleno en el pecho, con una fuerza que me paralizó la respiración haciéndome abrir la boca enormemente. Entonces me abracé al proyectil como si fuera a partirlo en dos…

—¡La linterna! —grité.

De todos modos, en aquellos instantes no parecía tener importancia que bajase la voz.

—¡Busque la linterna!

—Mi tobillo…

—¡Al diablo con su tobillo! ¡Busqué la linterna!

Le oí dar algunos gruñidos y vi que se estaba subiendo al soporte. Lo oí otra vez al tiempo que sus manos iban palpando el suelo de acero. Después no se oyó nada.

—¿La ha encontrado?

El Campari había iniciado el movimiento de vuelta y yo luchaba para mantener mi equilibrio.

—La he encontrado.

—Enciéndala, pues…

—No puedo. Se ha roto.

No nos faltaba más que aquello.

—Sujete el extremo de ese condenado artefacto… Estoy resbalando.

Precipité mi esfuerzo. Entonces el doctor Caroline me preguntó:

—¿Tiene usted cerillas?

—¿Cerillas?

Aquella pregunta me pareció una ironía inhumana. Si no hubiese sido por el «Torcedor», aquello hubiera tenido gracia.

—¡Cerillas! ¿Después de haber sido remolcado casi por debajo del agua durante cinco minutos por el Campari?.

—No había pensado en ello —repuso gravemente Caroline.

Unos instantes de silencio y prosiguió:

—Yo tengo un encendedor.

—¡Dios salve a América! —murmuré—. ¡Enciéndalo, hombre, enciéndalo!

Se oyó el ruido del rascador y surgió un tenue resplandor de un amarillo pálido de una triste llamita que iluminó tímidamente una pequeña porción de aquel rincón de la obscura bodega.

—El bloque y la polea… De prisa… —Esperé hasta que los hubo alcanzado.— Sujete la cuerda, manténgala bien tensa, suelte el freno y baje lentamente. Yo lo iré guiando hasta que esté colocado encima de las lonas.

Di un paso fuera del soporte sosteniendo una gran parte del peso del proyectil sobre mí. Ya estaba a menos de medio metro de las lonas cuando oí un chasquido en el freno automático y de repente sentí un peso enorme en la espalda. La polea había quedado completamente suelta y los ciento veinte quilos del «Torcedor» descansaban en mis brazos… El Campari parecía, en su incesante balanceo, alejarse de mí y yo no podía seguir sujetando el proyectil. Sabía que no podría… Mi espalda parecía haberse rajado. Me tambaleé y acabé desplomándome con el «Torcedor» encima. Abrazado desesperadamente a él, caímos pesadamente sobre las lonas con un golpe que hizo temblar la bodega.

Solté el artefacto y me puse de pie. El doctor Caroline, con la trémula llama del encendedor al nivel de sus ojos, estaba petrificado, mirando con enormes pupilas al reluciente proyectil, como un espíritu en tránsito… Su cara era como una máscara helada, reflejo de las terribles emociones que había experimentado y que nunca había conocido antes. Por fin logró articular unas palabras:

—¡Quince segundos! —gritó roncamente—. Quince segundos para estallar…

Se lanzó hacia la escalera, pero no había llegado más que al segundo peldaño que yo le estrechaba entre mis brazos impidiendo que se alejara. Caroline luchó violentamente, desesperadamente, con terrible angustia durante unos instantes. Después se relajó.

—¿A qué distancia piensa usted llegar en quince segundos? —dije.

No sé por qué dije aquello. Simplemente, me di cuenta de haberlo dicho. Sólo tenía ojos y cerebro para el proyectil que estaba sobre las lonas y mi cara probablemente reflejaría todas las emociones que había registrado el rostro de Caroline. *** NO HAY *** también estaba mirando. Aquello era una cosa sin sentido, pero, por el momento, los dos nos hallábamos totalmente inconscientes. Mirábamos el «Torcedor» para ver qué iba a suceder, como si pudiéramos ver algo. Ni los ojos, ni los oídos ni el cerebro tendrían la más ligera posibilidad de registrar nada antes de que aquel cegador fogonazo nuclear nos aniquilara, nos volatizara y borrara al Campari del mundo. Transcurrieron diez segundos…, doce…, quince…, veinte… Medio minuto. Relajé mis doloridos pulmones, pues no había entrado ellos ni una partícula de aire en aquel espacio de tiempo, y solté la escalera que tenía fuertemente cogida.

—Bien —dije—. ¿Hasta dónde hubiera ido? El doctor Caroline bajó lentamente los dos peldaños, apartó su mirada del proyectil, me miró fijamente unos instantes e, incomprensiblemente, sonrió:

—¿Sabe usted, Mr. Cárter, que no se me había ocurrido esa idea?

Su voz era firme y su sonrisa no era la sonrisa de un demente. El doctor Caroline había sabido que iba a morir y no había muerto, y nada podría ya nunca ser peor que aquello. Había descubierto que no se sobrevive caminando por el valle del miedo. En alguna parte se encuentra el fondo y entonces se empieza a subir otra vez.

—Sujete usted primero la cuerda de la polea y suelte después el freno automático —le dije en tono de reproche—. Recuérdelo para la próxima vez.

Hay cosas de las cuales resulta imposible hacer una apología. *** NO HAY *** ni siquiera lo intentó.

En tono lastimero dijo:

—Me temo que nunca seré un buen marinero. Pero, al menos, ahora sabemos que el muelle de retención no es tan frágil como habíamos temido.

Sonrió tímidamente y añadió:

—Mr. Cárter, creo que me fumaré un cigarrillo.

—Yo creo que también.

Después de aquello, fue fácil…, bueno, relativamente fácil. Seguimos tratando al «Torcedor» con el máximo respeto, pues si hubiera chocado con algún otro objeto o contra alguna esquina podría en verdad haber estallado, pero ya no con un respeto exagerado. Lo arrastramos sobre las lonas hasta el otro lado de la bodega. Trasladamos la polea a la escalera correspondiente en la parte de babor, sacamos del ataúd unas lonas y unas mantas para hacerle al «Torcedor» un lecho mullido entre el soporte de la escalera y el costado del barco elevamos al «Torcedor» a través de soporte sin ninguna de las acrobacias que habíamos realizado en el último intento, lo bajamos colocándolo en posición, quitamos las mantas de encima y lo cubrimos completamente con las lonas con que lo habíamos arrastrado por el suelo de la bodega.

—¿Estará aquí seguro? —inquirió el doctor Caroline.

Parecía haber vuelto a lo que yo había imaginado tendría que ser su comportamiento normal con excepción de la respiración alterada y el frío sudor de su cara y su frente.

—Nunca lo verán. Ni siquiera pensarán en mirar aquí, ¿por qué iban a pensar?

—¿Qué se propone hacer ahora?

—Marcharme lo más de prisa posible. Ya he tentado demasiado mi suerte. Pero el ataúd debe pesar como si tuviera el «Torcedor» dentro. Después hemos de poner los tornillos y la tapa en su sitio…

—¿Y dónde iremos?

—Usted se quedará aquí.

Le expliqué el porqué debía quedarse y no le gustó mucho mi explicación. Volví a explicárselo diciéndole claramente, a fin de que lo comprendiera sin lugar a dudas, que la única posibilidad que tenía de vivir dependía de encontrar en aquella bodega un escondrijo seguro, pero aún siguió sin gustarle la idea. Pero vio que aquello era lo más sensato y el temor de una muerte segura neutralizó el comprensible y casi histérico temor que mi sugerencia le había originado. Y después de aquellos quince horribles segundos esperando la explosión del «Torcedor», nada podría parecer tan terrorífico.

Cinco minutos después atornillé la tapa del ataúd por última vez, me eché el destornillador al bolsillo y salí de la bodega.

El viento había amainado un poco; la lluvia, indudablemente, era más fuerte y torrencial que antes, pues, incluso en la profunda obscuridad de la noche, podía ver alrededor de mis pies cubiertos con medias, una mancha blanquecina al chapotear en la cubierta de acero y rebotar contra mis tobillos las gruesas gotas de agua azotadas por el viento.

Me dirigí despacio hacia la proa. Ya no había prisa y ahora que lo peor ya estaba hecho no tenía ninguna intención de destruirlo todo, de destruirnos a todos nosotros, por un apresuramiento injustificado. Yo era una sombra negra conjugándose perfectamente con la negrura de la noche y ningún fantasma se movió nunca tan silenciosamente como yo. Una vez pasaron junto a mí dos individuos patrullando en dirección a la popa y poco después pasé por el lado de otra pareja que estaban a sotavento de la cubierta de los camarotes «A» y que, en un desesperado intento de defenderse contra la fría lluvia, se habían pegado materialmente el uno al otro.

Ninguno de aquellos hombres me vio. Ni siquiera sospecharon mi presencia. Me movía como un felino suave, silenciosamente, sin apresurarme. El perro nunca coge a la liebre, pues la comida es menos importante que la vida.

No tenía modo de calcular el tiempo pero debieron de pasar por lo menos veinte minutos antes de que me encontrara una vez más ante la puerta de la cabina de la radio. Los sucesos de los tres últimos días, desde el primero hasta el último, estaban en relación en mayor o menor escala con aquella cabina, y todo parecía indicar que iba a ser también el escenario donde yo jugaría la última carta que me quedaba.

El candado estaba pasado por las argollas y cerrado con llave. Aquello demostraba que no había nadie dentro. Me fui al refugio que ofrecía el bote más próximo y me puse a vigilar. El hecho de que no hubiera nadie dentro no quería decir que no fuera a ir alguien. Toni Carreras había dicho que los cómplices del Ticonderoga daban noticias del rumbo y la posición cada hora. Carlos, el hombre que yo había matado, debía de haber estado esperando aquella información y si había de recibirse otro mensaje, no cabía duda que Carreras enviaría otro operador para interceptarlo. En esta penúltima fase de la aventura no podía dejar nada al azar. Yo también me encontraba en la última fase del juego. No podía exponerme a que se presentara el operador de radio y me encontrase sentado ante el transmisor.

La lluvia martilleaba incesantemente mi arqueada espalda. No podía empaparme más de lo que ya estaba, pero sí podía enfriarme todavía más. Me quedé helado, casi congelado, y durante quince minutos estuve temblando sin cesar. Dos veces vi acercarse a los individuos que recorrían la cubierta y las dos veces llegué a convencerme de que me encontrarían. Tan violento era mi temblor que me vi obligado a morderme la manga para evitar que me delatase el incesante castañeteo de los dientes. Pero las dos veces los patrulleros pasaron sin sospechar absolutamente nada.

Mi temblor aumentaba por momentos. ¿Vendría de una vez aquel condenado operador de radio? ¿O me había supervalorado a mí mismo imaginándome unas reacciones que a mí me parecían lógicas, pero que no lo eran ni poco ni mucho? Tal vez el operador de radio no vendría por allí.

Estaba acurrucado junto al rollo de un salvavidas y me puse en pie, irresoluto. ¿Cuánto tiempo debería esperar allí hasta convencerme de que el operador no iba a venir? ¿Acaso no se recibiría información hasta una hora más tarde? ¿Podía arriesgarme a penetrar en la cabina de radio con el peligro de ser descubierto, o sería mejor esperar una hora o dos, antes de decidirme, después de lo cual, casi con toda seguridad sería demasiado tarde? Era mejor optar por la posibilidad de un fracaso que por la seguridad de fracasar. Desde que había dejado la bodega número cuatro, la única vida que se perdería por mis errores sería la mía.

Decidido a jugarme el todo por el todo, avancé silenciosamente tres pasos, pero tuve que detenerme. El radiotelegrafista había llegado. Retrocedí procurando que no me viera.

El «clic» de la llave girando en el candado, el tenue crujido de la puerta, el sonido metálico al cerrarse y el ligero resplandor detrás de la cortina de la ventana se sucedieron en unos instantes. El operador se preparaba para recibir el parte de los amigos de Carreras. No estaría mucho tiempo, seguramente el preciso para captar los últimos detalles del rumbo y la velocidad del Ticonderoga. Pensé que a menos que el tiempo fuese radicalmente distinto hacía el Nordeste, era muy poco probable que el Ticonderoga pudiese fijar su posición aquella noche. El radiotelegrafista iría a llevarle el parte a Carreras al puente. Carreras debía de estar allí todavía, pues hubiera sido totalmente contrario a su manera de ser no estar, aquellas últimas horas, en el puente dirigiendo personalmente la operación. Podía imaginármelo recibiendo la hoja de papel con las cifras de los últimos detalles de la marcha de Ticonderoga sonriendo con fría satisfacción y haciendo sus cálculos en la carta.

Mis pensamientos se paralizaron de pronto como fulminados por un rayo. Tuve la sensación de que en mi interior todo había dejado de funcionar: el corazón, los pulmones, el cerebro y todos mis órganos sensitivos. Sentí lo mismo que había sentido en aquellos quince segundos de angustia durante los cuales el doctor Caroline y yo esperábamos la explosión del «Torcedor». Experimenté aquella sensación porque bruscamente, como un relámpago, había irrumpido en mí una idea que debía de habérseme ocurrido media hora antes si no hubiera estado tan ocupado en lamentarme de mis propias miserias.

Eran muchas las cualidades que Carreras aún no había demostrado poseer, pero, desde luego, había probado que era un hombre perseverante, prudente y metódico, y nunca había considerado definitiva la resolución de los problemas de su carta de navegación, sin consultar antes a su experto navegante el primer oficial Cárter.

Mi cerebro parecía un torbellino, pero no encontraba una solución. En algunas ocasiones Carreras había tardado unas horas antes de venir a consultarme para sus comprobaciones, pero esta noche seguramente no esperaría porque el tiempo apremiaba. No tardaríamos más de tres horas en encontrarnos con el Ticonderoga y, por lo tanto, querría hacer inmediatamente una comprobación. Despertar a un hombre enfermo a aquella hora de la noche no sería un obstáculo para él. Nada era tan seguro como que a los diez o quince minutos de haber recibido el mensaje iría a la enfermería. Y encontraría la puerta cerrada por dentro. Y descubriría que su navegante no estaba. Y sorprendería a Mac Donald con una pistola en la mano. Mac Donald no tenía más que una automática y Carreras contaba con cuarenta individuos con ametralladoras. Una lucha en la enfermería no podía tener más que un final. Y sería un final rápido, seguro, definitivo.

En mi imaginación podía ver la enfermería sumida en un caos espantoso y oír el tronar ensordecer de unas docenas de metralletas mientras las vidas de Mac Donald, Susan, Bullen y Marston caían segadas como la mies bajo la hoz. Deseché ese pensamiento; lo expulsé de mi mente. Aquello sería la derrota.

Cuando el radiotelegrafista saliera de la cabina y yo penetrase en ella sin ser visto para transmitir el mensaje, ¿cuánto tiempo me quedaría para volver a la enfermería? Diez minutos, no más de diez minutos… Mejor dicho, siete u ocho minutos para encaminarme directamente hacia babor, atarme a una de las cuerdas que dejé en el barraganete de la barandilla, coger la cuerda de seguridad, tirar de ella dando la señal al sobrecargo, descolgarme otra vez hasta el agua y volver a la enfermería exponiéndome de nuevo a ahogarme al ser remolcado por el Campari. ¿Diez minutos? ¿Ocho? Todo aquello no podría hacerlo ni en el doble de ese tiempo. Si mi viaje desde la enfermería a la cubierta de popa pasando por el agua y siguiendo la dirección del buque había sido una auténtica agonía, el viaje de vuelta a la enfermería contra la corriente sería mucho peor. ¿Ocho minutos? Las posibilidades de no volver nunca eran infinitas.

¿Y si fuese el operador de radio el que no volviera? Podía matarlo cuando saliera de la cabina. Era necesario intentar algo, encontrar alguna posibilidad de éxito. Incluso con las patrullas vigilando por allí. Así, Carreras no recibiría el mensaje. Pero estaría esperándolo. ¡Oh, sí, estaría esperándolo…! Estaría ansioso por hacer aquella última comprobación y si no llegaba en unos minutos, enviaría a alguien a averiguar qué pasaba. Y si el enviado encontraba muerto al operador, o no lo encontraba, la rabia y el furor de Carreras alcanzarían su grado máximo y sentiría un frenético deseo de venganza. En el acto se encenderían todas las luces del barco, las patrullas correrían de un lado para otro, registrarían todos los rincones, llegarían también a la enfermería y Mac Donald estaría aún allí… con su pistola.

Había una posibilidad. Era una posibilidad que daba poco margen a la esperanza, y además con la agravante de que me vería obligado a dejar atadas a la barandilla aquellas tres cuerdas acusatorias. Pero me permitiría hacerme, por lo menos, la ilusión de que tal vez saliera bien.

Me agaché tanteando el rollo de cuerda de salvavidas y lo corté con la navaja. Hice un nudo en uno de los extremos y me lo pasé por la cintura y me arrollé el resto del cordel, unos veinte metros, también a la cintura. Busqué por los bolsillos y encontré la llave de la cabina de radio que le había cogido a Carlos después de matarlo. Y seguí esperando en la obscuridad, bajo la lluvia.

Pasó un minuto poco más o menos y apareció el radiotelegrafista.

Cerró la puerta tras él y se encaminó hacia la escalera que conducía al puente. Treinta segundos después, yo estaba sentado en la silla que acababa de quedar vacante, esperando la seña de llamada del Ticonderoga..

No me preocupé de ocultar mi presencia allí apagando la luz. Aquello sólo hubiera levantado sospechas rápidamente en cualquier patrulla que pasara por allí y oyese el sonido del transmisor saliendo de una cabina de radio a obscuras.

Dos veces pulsé la señal de llamada del Ticonderoga y a la segunda obtuve la contestación de que estaban a la escucha. Uno de los operadores de radio del Ticonderoga, secuaz de Carreras, mantenía en verdad una guardia eficiente. Yo no esperaba otra cosa, desde luego.

Fue un mensaje breve, apresurado, con estas palabras de introducción:

Absoluta prioridad urgente inmediata. Repito inmediata atención capitán Fort Ticonderoga.

Envié el mensaje y me tomé la libertad de firmarlo:

Oficina del Ministerio de Transportes puño y letra vicealmirante Richard Hodson Director naval de operaciones.

Apagué la luz, abrí la puerta y asomé cautelosamente la cabeza. Ningún escucha curioso. Ninguno a la vista. Salí, cerré el candado y tiré la llave por la borda.

Treinta segundos después me encontraba a babor de la cubierta de los botes calculando cuidadosamente lo mejor que podía en aquella obscuridad y con aquella ventosa lluvia, la distancia que había desde donde yo estaba hasta la cubierta inferior. Me pareció diez metros. Y la distancia de la cubierta inferior a la ventana que había sobre mi cama era poco más o menos la misma. Si no me equivocaba, debía de encontrarme ahora directamente encima de aquella ventana. La enfermería estaba tres cubiertas más abajo. Si no estaba en lo cierto… Bueno, sería mejor no equivocarse.

Comprobé el nudo de la cintura. Pasé el otro extremo por el brazo de un gaviete y dejé colgar libremente la cuerda por el costado del barco. Ya me disponía a deslizarme cuando alguien la cogió y la dejó tensa.

Me invadió el pánico, pero el instinto de conservación todavía operaba independientemente de mi cerebro. Pasé un brazo por el gaviete y lo cerré con la muñeca de la otra mano. El que quisiera arrastrarme por la borda tendría que arrastrar también aquel gaviete y el bote salvavidas. Pero mientras continuase aquella presión sobre la cuerda, yo no podría escapar, no podría soltar siquiera una mano para deshacer el nudo de la cintura o coger mi navaja.

La presión cesó. Me erguí para soltar el nudo y volví a encorvarme al notar que tiraban otra vez de la cuerda. Pero no eran unos tirones seguidos sino más bien intermitentes. Cuatro tirones en rápida sucesión. Si ya no hubiera sentido una debilidad extrema, aquello hubiera sido un alivio. Cuatro tirones. La señal establecida con Mac Donald para indicar que estaba ya de vuelta. Estaba seguro de que Archie Mac Donald habría estado vigilando desde que salí de la enfermería. Debió de haber visto la cuerda o tal vez la presintió deslizándose más abajo de la ventana y pensó que no podía ser nadie más que yo. Me descolgué por aquella cuerda como un hombre renacido y sentí que una mano poderosa me sujetaba por el tobillo. Cinco segundos después ya me encontraba en la enfermería.

—¡Las cuerdas! —indiqué a Mac Donald.

Y empecé a desatarme la que tenía alrededor de la cintura.

—¡Las dos cuerdas del somier! Quítelas y tírelas por la ventana…

Momentos después, la última de las tres cuerdas había desaparecido y yo estaba cerrando la ventana, corriendo las cortinas y ordenando en voz baja que encendieran las luces.

La habitación se iluminó. Mac Donald y Bullen estaban como los había dejado y me miraban inexpresivamente; Mac Donald porque sabía que mi vuelta significaba alguna posibilidad de éxito y no quería demostrar su satisfacción y Bullen porque yo le había dicho que me proponía tomar el puente por la fuerza y estaba convencido de que mi modo de volver quería decir que había fracasado y no quería apenarme más. Susan y Marston estaban junto a la puerta del dispensario, totalmente vestidos y sin hacer nada para ocultar su pesar por el fracaso. No era momentos para saludos.

—Susan, pon al máximo los radiadores. Este lugar parece un frigorífico después de haber estado esta ventana abierta tanto tiempo. Carreras estará aquí de un momento a otro y es lo primero que notará. Dadme más toallas. Doctor, eche una mano para ayudar a Mac Donald a meterse en cama… ¡Actividad, hombre, actividad! ¿Y por qué usted y Susan no se han puesto sus prendas para dormir? Si Carreras los ve así…

—Hemos estado esperando que llamara a la puerta con una pistola —me recordó Mac Donald—. Usted está rígido, helado, amoratado, temblando como si estuviese en un bloque de hielo.

—Esta es la sensación que tengo.

Echamos a Mac Donald sobre su cama, no muy suavemente, y lo tapamos con sábanas y mantas. Yo me desprendí apresuradamente de mis ropas y empecé a secarme con las toallas. A pesar de las violentas fricciones a que me sometí, no dejé de temblar.

—La llave —dijo Mac Donald bruscamente—. La llave de la puerta de la enfermería.

—¡Oh, Dios mío…! Me había olvidado de ese detalle. Susan, por favor, abre la puerta. Y en seguida, a la cama. ¡Rápido! Y usted, doctor…

Cogí la llave, abrí la ventana por detrás de la cortina y la tiré. La ropa que había llevado puesta, los calcetines y las toallas empapadas siguieron el mismo camino. Antes saqué del bolsillo de la americana la navaja de Mac Donald y el destornillador. Me sequé los cabellos y me peiné lo mejor que pude, como me parecía que debía estar después de permanecer unas horas durmiendo en la cama. Ayudé al doctor Marston a cambiarme rápidamente la pomada de la cabeza y a vendarme las tablillas de la pierna con vendajes nuevos. Apagamos las luces y la enfermería se sumió otra vez en la obscuridad.

—¿Hemos olvidado algo? —pregunté—. ¿Algo que pueda indicar que he estado fuera?

—Nada. Me parece que nada… —repuso el sobrecargo.

—¿Los radiadores? —pregunté—. ¿Están abiertos? Está helando.

—Eso no es frío, hijo mío —dijo Bullen en un ronco susurro—. Es usted que se está helando. Marston, ¿no tiene algo para hacerle reaccionar?

—Bolsas de agua caliente —contestó Marston—. Aquí hay dos.

Al momento me las puso en las manos, en la obscuridad.

—Las tenía preparadas para usted. Supuse que el agua del mar y la lluvia no serían nada bueno para su fiebre. Y aquí hay un vaso para mostrar a Carreras unas gotas de coñac en el fondo y convencerle de lo enfermo que se encuentra usted.

—Podría usted haberlo llenado, doctor —me lamente.

—Está lleno.

Lo vacié de un trago. No hay duda de que aquel brandy tenía cualidades caloríficas, pues parecía quemarme la garganta en su camino hasta el estómago. Pero el efecto que me causó fue hacerme sentir en todo mi cuerpo más frío que antes.

Entonces se oyó la voz de Mac Donald, apresurada y siseante:

—Alguien viene…

Tuve tiempo para depositar a tientas el vaso vacío en la mesita dé noche, pero no lo tuve para nada más, ni siquiera para deslizarme debajo de las sábanas en una postura cómoda.

La puerta se abrió y se encendió la luz. Carreras, con la inevitable carta debajo del brazo, cruzó la enfermería hacia mi cama. Como de costumbre, tenía muy controlada la expresión de su rostro y sus emociones. Indudablemente algo debía de bullirle en el cerebro y, sobre todo, el recuerdo de su hijo muerto. Pero no dejaba entrever la más mínima señal de la terrible lucha que se desarrollaba en su interior.

Se detuvo a un metro de mi cama y me dirigió una mirada incisiva.

—¿No duerme, Cárter? —dijo lentamente—. Ni siquiera está acostado.

Cogió el vaso de la mesita de noche, lo olió y lo volvió a dejar en su sitio.

—Coñac… Y usted está temblando, Cárter. ¿Por qué? ¡Conteste!

—Estoy asustado —repuse irónicamente—. Cada vez que lo veo a usted me asusto…

—¿Mr. Carreras?

El doctor Marston apareció por la puerta del dispensario, envuelto en una manta, con su magnífica cabellera blanca revuelta y restregándose los ojos para ahuyentar el sueño.

—¡Esto es ultrajante y cruel! ¡No hay derecho a molestar a este muchacho enfermo de cuidado, a estas horas de la noche! Le ruego que lo deje en paz… en seguida.

Carreras lo miró de la cabeza a los pies y le dijo fríamente:

—¡Cállese!

—¡No me callaré! —gritó el doctor Marston.

Pensé que era un gran artista y que la «Metro» le ofrecería un buen contrato cualquier día.

—Yo soy médico, sé cual es mi deber como médico y diré todo lo que como médico tengo que decir.

No había cerca una mesa, pues la hubiera aplastado de un puñetazo. Pero aun sin la mesa era la suya una actuación impresionante. No cabía duda que Carreras se estaba tragando la píldora ante la ira profesional de Marston.

—El primer oficial Cárter está muy enfermo —tronó Marston—. No he tenido los elementos necesarios para tratar una fractura de fémur y el resultado era inevitable. ¡Pulmonía, señor, pulmonía! Tiene en los dos pulmones una compresión tan acentuada que no puede estar tendido. Apenas puede respirar… 41 grados de fiebre, 130 pulsaciones, una fiebre altísima y un temblor convulsivo. He procurado hacerlo reaccionar con bolsas de agua caliente, lo he atiborrado de drogas, específicos, aspirinas, coñac…, y todo inútil. La fiebre no baja. Tan pronto está ardiendo como una hoguera como lo encuentro empapado de sudor.

Estuvo acertado acerca de lo del sudor, pues yo podía ver cómo se filtraba el agua del mar de los empapados vendajes a través del colchón.

—¡Por Dios, Carreras! —siguió diciendo Marston—. ¿No ve cómo está? ¡Déjelo!

—No lo necesito más que un momento, doctor —dijo Carreras, como disculpándose. Cualquier leve sospecha que pudiera haber apuntado en la mente de Carreras había sido totalmente desvanecida por el doctor Marston.

—Me doy cuenta de que Mr. Cárter no se encuentra bien. Pero esto no le causará ninguna molestia.

Antes de que me los ofreciera, alargué la mano para coger el lápiz y la carta. Con el constante temblor y el entumecimiento que parecía extenderse de mi pierna herida a todo el cuerpo, los cálculos me llevaron más tiempo que el de costumbre, pero no fueron difíciles. Miré al reloj de la enfermería y dije:

—Usted debiera estar en posición un poco antes de las cuatro de la madrugada.

—No podemos dejar de establecer contacto, ¿no le parece, Cárter?

No estaba tan confiado y despreocupado como parecía.

—¿Incluso en la obscuridad?

—Si funciona el radar, no veo por qué no ha de poder ser.

Silbé algo más al respirar para que no se le olvidara lo enfermo que me encontraba y, luego, proseguí:

—¿Cómo se propone hacer que se detenga el Ticonderoga?.

Yo deseaba tanto como él que se estableciera aquel contacto y se llevara a cabo el transbordo tan rápidamente como fuera posible. El «Torcedor» de la bodega debía explotar a las siete de la mañana.

Y a aquella hora yo quería encontrarme tan lejos de él como nos permitieran las máquinas del Ticonderoga..

—Un proyectil por encima de las cubiertas y una señal para que se detengan. Y si eso no basta, un proyectil contra el puente.

—Realmente me sorprende usted, Carreras —dije hablando despacio.

—¿Qué le sorprende?

Carreras enarcó las cejas imperceptiblemente.

—¿Qué quiere decir?

—No comprendo cómo un hombre que ha corrido tantos peligros, que ha sufrido tantas contrariedades y que lo ha planeado todo tan bien, lo eche a rodar todo en una poco inteligente acción final.

Intentó hablar, pero hice un ademán imponiéndole silencio y proseguí:

—Yo estoy tan interesado como usted en que el fort Ticonderoga sea detenido. No me interesa el oro. Pero es preciso que el capitán Bullen, el sobrecargo y yo podamos ingresar en un buen hospital, deseo ver a toda la tripulación y a los pasajeros transbordados con segunda. No quisiera que ni un solo miembro de la tripulación del Ticonderoga fuese muerto. Y finalmente…

—Siga —dijo Carreras.

—Bien. Usted quiere que eso sea a las cinco. En estas condiciones atmosféricas, a las cinco habrá poca luz, pero la suficiente para que el capitán del Ticonderoga pueda ver al Campari. Cuando vea a otro barco dirigirse hacia él, con toda la inmensidad del Atlántico a su disposición para pasarlo, sospechará inmediatamente. Después de todo, él sabe que transporta una enorme fortuna en oro. A media luz, con muy poca visibilidad, lloviendo torrencialmente, el barco balanceándose, subiendo y bajando las cubiertas sobre las olas y con una tripulación desentrenada seguramente en el manejo de la artillería naval, las posibilidades de alcanzar con un disparo un blanco tan pequeño y movible son muy escasas. Ni siquiera ese cañón de disparar salvas que me dijeron ha montado usted en la popa, le va a servir de mucho…

—Nadie puede llamar cañón de salvas a ese de la popa, Mr. Cárter.

A pesar de su mirada imperturbable, comprendí que mis palabras lo afectaban.

—Casi equivale a un «3.7».

—¿Y qué? Tendrá que hacerlo girar en redondo para utilizarlo y mientras se coloca en posición, el Ticonderoga se habrá alejado. Es casi seguro que perderá usted contacto con él. Al segundo disparo, las planchas de las cubiertas sobre las que están los cañones quedarán retorcidas y saltarán. Entonces ¿cómo se propone detenerlo? Usted no puede hacer parar un barco de carga de 14.000 toneladas por el simple expediente de enseñar unos cuantos fusiles ametralladores desde la cubierta…

—No sucederá así. En todas las cosas hay siempre un elemento de incertidumbre. Pero nosotros no fallaremos.

—No hay necesidad de elemento alguno de incertidumbre.

—¿De veras? ¿Cómo lo haría usted?

—¡Me parece que ya es bastante!

Era el capitán Bullen, con toda su autoridad de comodoro de la «Blue Mail» en el tono de su voz.

—Colaborar bajo presión en las cartas de navegación es una cosa, pero coadyuvar voluntariamente a los planes criminales de unos piratas es otra muy distinta. ¿No ha ido usted demasiado lejos, Mr. Cárter?

—¡No, señor! —protesté—. No habré ido lo suficientemente lejos hasta que todos nosotros hayamos recorrido todo el camino que nos separa del hospital de la Armada en Hampton Roads. La cosa es muy sencilla, Mr. Carreras. Cuando aparezca el buque a unas millas en la pantalla de radar, usted empieza a disparar cohetes de señales. Al mismo tiempo haga que sus cómplices del Ticonderoga le lleven un mensaje al capitán en el que se hayan recogido las llamadas de socorro del Campari. Cuando esté más cerca, le transmite otro mensaje diciéndole que al atravesar el huracán se abrieron algunas planchas de la sala de máquinas y que las bombas del Campari no bastan para neutralizar la vía de agua, que estamos empezando a hundimos y que por ello desea transbordar los pasajeros y la tripulación.

Sonreí con mi imperceptible y cínica sonrisa.

—La última parte es cierta, de todos modos. Cuando el Ticonderoga se haya detenido al costado del Campari, usted descubre las lonas, aparecen los cañones… Bueno, ya no podrá huir… ni se atreverá a intentarlo.

Carreras me miró sin verme e hizo un gesto con la cabeza.

—Supongo que es inútil pedirle que acepte ser mi lugarteniente…

—Sólo deseo verme en seguridad a bordo del Ticonderoga, Carreras. Esa es la única compensación que pido por mis servicios.

—Así se hará —repuso mirando su reloj—. Antes de tres horas, seis hombres de su tripulación vendrán con camillas para transportar al capitán, al sobrecargo y a usted al Ticonderoga..

Se marchó. Miré a mi alrededor por toda la sala.

Estaban todos allí: Bullen y Mac Donald en sus camas y Susan y Marston junto a la puerta del dispensario. Todas las miradas convergían en mí y la expresión de todos los rostros era muy particular.

El silencio se prolongó un tiempo innecesariamente largo. Después Bullen habló lentamente, con voz ronca:

—Carreras ha cometido un acto de piratería y está a punto de cometer otro. Con su conducta se declara enemigo de la reina y de nuestro país. Usted será acusado de ayudar al enemigo, de colaborar con él y de ser responsable directamente de la pérdida de ciento cincuenta millones de dólares en oro en barras. Yo tomaré declaración de los testigos presenciales tan pronto como nos encontremos a bordo del Ticonderoga..

No podía culpar al viejo, que aún creía en la promesa de Carreras acerca de nuestra seguridad. Pero aún no había llegado el momento de aclarar las cosas.

—¡Oh, eso es un poco duro…! Ayudar, colaborar, alentar, complicidad… ¿No le parece un poco duro? De todos modos, las razones que le he expuesto a…

—¿Por qué lo ha hecho? —interrumpió Susan, con un tono apenado—. Sí, ¿por qué lo ha hecho? ¡Ayudar a ese hombre para salvar su vida!

Tampoco era el momento de sacarla de su error. Ni ella ni Bullen eran lo suficientemente actores para haber podido desempeñar su papel de haber sabido la verdad.

—Eso también es un poco duro —protesté—. Sólo hace unas horas, era usted la persona más aguda proyectando planes para salir del Campari. Y ahora que…

—¡Yo no quería hacerlo de este modo! No he sabido hasta este momento que había una buena posibilidad de huir del Ticonderoga..

—Nunca lo hubiera creído, John —dijo gravemente el doctor Marston—. Nunca lo hubiera creído…

—Para ustedes es muy cómodo hablar —dije—. Todos ustedes tienen familia. Yo sólo me tengo a mí mismo. ¿Pueden ustedes reprocharme que quiera salvar lo único que tengo?

Ninguno comprendió este razonamiento lógico. Los miré uno a uno y volví la vista. Susan, Marston y Bullen no se preocupaban de ocultar lo que sentían. Y entonces, Mac Donald se volvió también, pero con el ojo izquierdo me hizo un guiño expresivo.

Me estiré la cama y me propuse dormir. Nadie me preguntó cómo me las había arreglado aquella noche.