Hacia la media tarde Petersen y Crni entraron en el salón provistos de varias metralletas y pistolas.
—Material de reemplazo. Ivan nos quitó el nuestro, de modo que es justo que él lo reemplace. Partiremos dentro de poco. Ivan, Edvard y Sava vendrán con nosotros. —Miró entonces su reloj—. ¿Veinte minutos, digamos? Quiero pasar por ese tramo tan desagradable de la garganta del Neretva con luz de día, pero llegar a nuestro punto de destino cuando oscurezca, por las razones de siempre.
—No veo con alegría este viaje —comentó Sarina.
—No tema nada. No voy a conducir. Lo hará Sava. Es camionero en la vida civil.
—¿Adónde? —preguntó Harrison.
—¡Ah! Lo olvidé. Un nuevo amigo para ti, Jamie, pero muy antiguo nuestro. El propietario del hotel Eden en Mostar, un tal Josip Pijade.
—Ciudadano confiable y sólido —comentó Lorraine.
—Ciudadano muy confiable y sólido. Te veo un aire lejano, George, ¿en qué piensas?
—En venado.
En efecto, fue venado. Josip y Marija se habían superado a sí mismos para lograr algo al parecer imposible, un venado que era aun más sabroso que el de la última vez. George se superó como correspondía, pero no logró lo imposible: en la mitad de su tercera porción enorme de venado debió darse por vencido. Aquella noche, en contraste con la última ocasión, el sueño de todos no se vio interrumpido por visitantes inesperados. El desayuno fue una comida servida bastante tarde y sin la mayor prisa.
—Me gustaría haberte tenido en este maldito monte Prenj durante los últimos dos meses —dijo Harrison a Josip después de la comida—. Pero valió la pena esperar. Quisiera que alguien me diese destino aquí por el resto de la guerra. —Harrison dirigió su atención a Petersen—. ¿Se nos permite conocer nuestros planes, o mejor dicho, tus planes… para el día de hoy?
—Desde luego. Se relacionan principalmente, aunque no del todo, con una persona, Cipriano, su arresto e interrogatorio. El asunto Bihaé puede considerarse como algo virtualmente terminado. Como sabes, no conseguimos establecer contacto ayer, pero Ivan y yo tuvimos más suerte esta madrugada. Recordarás que la recepción siempre es mejor durante la noche. Aparecieron con no menos de dieciséis sospechosos entre los Cetniks pasados a las filas de los guerrilleros, pero no puede haber más de dos, o a lo sumo tres. Mandamos un mensaje cifrado a determinada hora y en una determinada longitud de onda y se tomará nota en cuanto a quiénes de los dieciséis estuvieron ausentes a esa hora. Desde luego no se detendrá a nadie hasta haber tendido la trampa para los otros dos o tres. Rutina. Dejémoslo. —Que las palabras eran equivalentes a una sentencia de muerte era obvio para todos, salvo, al parecer, para Petersen.
—Cipriano —dijo Giacomo—, ¿sigue en Imotski?
—Sí. Tenemos dos hombres allí ejerciendo una vigilancia de veinticuatro horas. Estamos en contacto por radio. Hablé con ellos por última vez hace una hora. Cipriano está levantado y en actividad, pero no muestra signos por ahora de pensar partir. Está rodeado de un buen séquito. —Petersen miró a Alex—. Quizá te interese oír la descripción de uno de sus miembros.
—¿Alessandro? —preguntó Alex con aire esperanzado.
—En persona.
—Ah. —Por un instante Alex reflejó una expresión tan próxima a la sonrisa de alegría como él era capaz de desplegar.
—Además, estoy casi seguro de que Carlos debe de haber encontrado un soplete en alguna parte. Sin duda no sabemos por dónde saltará la liebre, hay varias rutas diferentes que puede tomar desde Imotski, pero nos lo dirán tan pronto como lo sepan. Podría, claro, tomar un camino secundario a Ploée y conseguir que Carlos lo lleve de vuelta a Italia, esto, si el Colombo está en condiciones de navegar, pero lo creo muy poco probable.
Creo que se dirigirá al aeródromo militar en las a afueras de la ciudad y tomará el camino más rápido
Ivan y yo iremos al aeropuerto a controlar.
—¿Controlar qué? —preguntó—. Si hay transporte aéreo esperándolo.
—¿No estará vigilado el aeropuerto?
—Somos dos oficiales italianos de ascenderme a coronel y probablemente tendré mayor rango que nadie allí. Entraremos sin más ni más y preguntaremos.
—No será necesario, Peter —dijo Josip Pijade—.
Mi primo, que tiene un garage junto al aeropuerto, trabaja allí parte del tiempo en reparaciones y mantenimiento. Desgraciadamente, no con aviones, sino en la planta, pues de hacerlo, la fuerza aérea italiana estaría sufriendo serios accidentes. No tengo más que levantar el teléfono.
—Gracias, Josip.
Josip se retiró.
—¿Otro ciudadano confiable y sólido? —preguntó Lorraine.
—Hay muchísimos en Yugoslavia.
Josip volvió a los dos minutos.
—Hay un avión italiano esperando. Y está reservado para el mayor Cipriano.
—Gracias. —Petersen señaló el pequeño transmisor receptor sobre la mesa—. Lo llevaré. Llamen si tienen noticias de Imotski. Estamos casi seguros de la ruta que seguirá Cipriano a la ciudad, de modo que Ivan y yo iremos a elegir un lugar para la emboscada. ¿Podemos llevarnos tu auto, Josip?
—Llévame a mí también. Conozco un lugar perfecto.
—¿Podemos ir a la ciudad? —preguntó Sarina.
—Creo que sí. No los necesitaré hasta que anochezca. La única atención que podrían atraer se expresaría en silbidos de admiración de esa licenciosa soldadesca italiana. —Petersen miró a Giacomo—. Yo me sentiría más feliz si las acompañases.
—Ningún sacrificio es demasiado grande —dijo Giacomo.
Sarina sonrió. —¿Necesitamos protección?
—Sólo de la soldadesca licenciosa.
El llamado se produjo, como era casi inevitable, cuando estaban a mitad del almuerzo. Marija llegó y les dijo:
—Acaban de salir. Se dirigen a Posusje.
—El camino de Mostar. Con permiso —dijo Petersen, y se levantó, seguido por Crni, Alex y Edvard.
—Me gustaría ir con ustedes —dijo George—. Pero todo el mundo sabe que no soy hombre de acción.
—Lo que quiere decir —dijo Petersen con frialdad— es que sus mandíbulas ni siquiera han pasado más allá de segunda velocidad y apenas ha tocado su primer litro de cerveza.
—Tendrán cuidado, ¿no? —dijo Sarina.
Con una sonrisa, Petersen se volvió hacia Giacomo.
—¿Vienes?
—Por cierto que no. Allá hay una taberna muy grande. La soldadesca licenciosa podría llegar en cualquier momento.
—Aquí tiene su respuesta en cuanto a tener cuidado, Sarina. Si Giacomo creyese que hay la menor posibilidad de acribillar a balazos a un italiano, sería el primero en saltar dentro del camión. Sabe que no hay esperanzas. Pero gracias, de todos modos.
Alex, con un pañuelo blanco en la mano, estaba en un montículo sobre un prado agreste frente al camino bordeado de árboles que llevaba a la carretera principal entre Listica y Mostar. En el camino mismo, con el motor en marcha, Petersen esperaba sentado en el camión del ejército italiano estacionado a sólo pocos pasos del acceso a la carretera.
Alex levantó el pañuelo blanco muy alto sobre cabeza. Petersen puso primera y esperó con el embrague apretado y el acelerador apretado a medias. Alex bajó bruscamente el pañuelo y al liberarse el embrague el camión avanzó a toda marcha. Tres segundos más tarde Petersen apretó el freno hasta el fondo y el camión se detuvo abruptamente a lo ancho de la carretera principal.
El automóvil del comando italiano, que afortunadamente para sus ocupantes, viajaba a sólo una velocidad moderada no tuvo la menor posibilidad de hacer otra cosa: aun mientras apretaba el freno, el conductor debió comprender que sus alternativas no eran en verdad muchas. Podía permanecer en la carretera y chocar de frente contra el costado del camión o bien virar hacia la derecha donde estaba Alex. Un viraje hacia la izquierda lo habría lanzado contra los árboles que bordeaban el camino secundario. Con gran prudencia, optó por la segunda dirección. Los neumáticos trabados chirriaron en el asfalto, el vehículo atravesó un cerco bajo de madera y entró en el prado sobre dos ruedas. Después de avanzar unos metros así durante unos segundos se detuvo y volcó sobre el lado izquierdo. Las ruedas siguieron girando lentamente en el aire.
En pocos segundos las culatas de rifle habían destrozado las ventanas de la derecha del automóvil, pero no se mostraba excesiva prisa: los cinco ocupantes, ilesos, salvo por algunos cortes en la cara, estaban demasiado atontados como para reconocer la presencia de sus agresores y, mucho menos, para ofrecer resistencia. Cuando recobraron parcialmente la conciencia de lo que pasaba, les bastó ver el caño de las cuatro metralletas a pocos centímetros de sus cabezas para que cualquier intento de resistencia resultase algo demasiado ridículo como para contemplarlo siquiera.
Cuando Petersen y Crni volvieron al hotel encontraron a George y a sus compañeros, algo inevitable en el caso de George, en el bar. También era inevitable que George presidiese la sesión detrás del mostrador.
—Buenas tardes, señores. —George estaba afable como nunca.
—¿Terminaron de almorzar, entonces? —preguntó Petersen.
—Y no estuvo nada mal. Nada mal. ¿Qué toman? ¿Cerveza?
—Cerveza, sí.
—¿No piensa preguntarle qué sucedió? —preguntó Sarina, indignada.
—Ah. ¿Mataron a Alex y a Edvard en lo mejor de la vida?
—Están en el camión y el camión está en la playa de estacionamiento.
—Es lo que me gusta. La solicitud. Asegurarse de que los prisioneros no se hagan mal. ¿Cuándo piensas hacerlos entrar?
—Cuando haya oscurecido. No puedo hacerlos desfilar por las calles en pleno día, maniatados y amordazados, ¿no?
—Tienes razón. —George bostezó, se deslizó de su banqueta y anunció—: Siesta.
—Lo sé —dijo Petersen con aire comprensivo—. Este ir y venir, ir y venir todo el tiempo: cualquiera se cansa.
George se retiró en un silencio lleno de dignidad.
Sarina dijo:
—No le gustan mucho las felicitaciones ¿eh?
—Postergó su siesta. Eso indica que está profundamente conmovido.
—De modo que apresó al mayor Cipriano. ¿Qué opina, Lorraine?
—Supongo que debería estar llorando de alegría. Me alegro. Me alegro muchísimo. Pero yo sabía que lo apresaría. No lo dudé ni por un instante. ¿Y tú?
—No. Me irrita bastante.
—«Souvent femme varíe» —dijo Petersen con tono melancólico—. Josip, ¿quieres enviar a alguien con la camioneta del hotel a recoger el equipaje de los prisioneros y llevarlo arriba? No, arriba, no. En realidad mejor que lo revise aquí. —Petersen se dirigió a Sarina—. Y usted, calle —le dijo.
—¡No dije nada!
—Estaba por decirme que eso era algo para lo cual yo servía muy bien. Revisar equipaje ajeno, quiero decir.
Trajeron a los cinco prisioneros por la puerta de los fondos tan pronto como hubo oscurecido lo suficiente. Las puertas del hotel se clausuraron. Cipriano, Alessandro y los otros tres ocuparon asientos y se les quitaron las mordazas. Se mantuvieron, en cambio, sus muñecas atadas a la espalda. El mayor Cipriano, habitualmente tranquilo y civilizado, había sufrido una transformación radical. Los ojos le brillaban y todo su rostro expresaba furia.
—¿Qué significa esto… este ultraje detestable, Petersen? ¿Se ha vuelto loco? ¿Loco de remate? ¡Desáteme inmediatamente! ¡ Soy un oficial, un oficial italiano, un oficial aliado!
—Usted es un asesino, Cipriano. Su rango y su nacionalidad no tienen importancia. No cuando uno asesina en masa.
—¡Desáteme! ¡Está loco! Por Dios, Petersen, será lo último que haga en mi vida, pero…
—¿No pensó que ha hecho ya lo último que habrá de hacer en su vida?
Cipriano se quedó mirando a Petersen. Su incomprensión era total. En aquel momento reparó por primera vez en Josip.
—¡Pijade! ¡Pijade! Usted… usted es parte de este ultraje monstruoso. —Cipriano era tan incapaz de razonar que se había puesto a luchar inútilmente contra sus ataduras—. ¡Por Dios, Pijade, me pagará por esta traición!
—Traición. —Petersen rió sardónicamente—. Hable de traición mientras pueda, Cipriano, porque morirá por ella. Pijade pagará, ¿eh? ¿Cómo, Cipriano? —Petersen bajó mucho la voz—. ¿Con sus maldiciones eternas desde el fondo del infierno, donde con seguridad se encontrará antes de esta medianoche?
—Están todos locos —susurró Cipriano. El enojo había desaparecido de su rostro. De pronto advertía que estaba en un peligro mortal.
Petersen prosiguió con el mismo tono suave. —Por su culpa centenares de mis camaradas están hoy muertos.
—¡Está loco! —Cipriano dijo esto casi a gritos—. Tiene que estar loco. En toda mi vida no toqué jamás a un Cetnik.
—No soy un Cetnik. Soy guerrillero.
—¡Guerrillero! —Cipriano hablaba otra vez en un ronco susurro. ¡Guerrilleros! El coronel Lunz lo sospechaba… debí haberlo escuchado…— Cipriano se interrumpió y luego habló con tono más firme.
—En toda mi vida jamás hice daño a ningún guerrillero.
—Entre —dijo Petersen.
Entró Lorraine.
—¿Sigue negando, Cipriano, que usted planeó la muerte de centenares de mis camaradas guerrilleros? Lorraine me lo dijo todo, Cipriano, todo. —Petersen sacó de su chaquetilla una libretita negra—. Este es el libro de claves de Lorraine. Escrito por usted, con su puño y letra. O tal vez no reconozca su propia escritura, Cipriano. Estoy seguro de que nunca pensó que firmaría su propia sentencia de muerte con su puño y letra. Lo encuentro irónico, Cipriano. Espero que usted también. Pero la ironía no les devolverá la vida a esos centenares de muertos, ¿no? Aun cuando el último de sus espías haya sido apresado y ejecutado para el fin de semana, esos otros hombres seguirán estando muertos, ¿no, Cipriano? ¿Dónde está el chico, el hijito de Lorraine? ¿Dónde está Mario, Cipriano?
Cipriano dejó escapar un sonido gutural áspero e ininteligible y luchó por ponerse de pie. Giacomo miró a Peter, interpretó correctamente su gesto y con evidente satisfacción golpeó a Cipriano con bastante violencia en el estómago. Cipriano volvió a caer en su asiento y unos sonidos roncos, como de arcadas, brotaron de lo hondo de su garganta.
—¿George? —dijo Petersen.
George apareció desde atrás del mostrador con dos trozos de cuerda en la mano. Atravesando el salón, dejó caer un trozo en el suelo y con el otro aseguró firmemente a Cipriano a su silla. Luego recogió el otro, que tenía ya un nudo corredizo y, pasándolo por sobre la cabeza de Alessandro, lo inmovilizó como el pavo tradicional, antes de que el hombre se diese cuenta de lo que pasaba.
—Cipriano no va a decírmelo porque Cipriano sabe que de todas formas va a morir. Pero usted me dirá donde está el chico, ¿no, Alessandro?
Alessandro escupió en el suelo.
—¡Qué horror! —murmuró Peter suspirando—. Estos hábitos repugnantes son difíciles erradicar, ¿no? —Extendiendo una mano detrás del bar, retiró la caja de metal con jeringas y droga tomadas a Alessandro a bordo del Colombo—. Alex —dijo.
Alex sacó su cuchillo, afilado como una navaja, y rasgó la manga izquierda de Alessandro desde el hombro hasta el punto en que la cuerda lo inmovilizaba a nivel del codo.
—¡No! —La voz de Alessandro fue un alarido de terror puro—. ¡No! ¡No!
Cipriano se inclinó hacia adelante y luchó con sus ataduras, el rostro congestionado y de tono purpúreo, mientras trataba de pronunciar palabras por la garganta todavía contraída. Giacomo volvió a golpearlo para asegurar su silencio.
—Temo haberlo cortado un poquito —se disculpó
Alex. No exageraba: el brazo de Alessandro mostraba realmente un profundo corte.
—No importa. —Petersen levantó una jeringa y eligió una ampolla, aparentemente al azar—. Así nos ahorramos el trabajo de buscarle una vena.
—¡Ploée! —susurró Alessandro. Tenía la voz casi estrangulada de terror. Su respiración era agitada.
—Ploée. ¡Puedo llevarlos!! ¡Fra Spalato! ¡Lo juro! ¡Los llevaré!
Petersen volvió a guardar la jeringa y las ampollas en la caja y la cerró. Dijo entonces a las muchachas: —Me temo que Alessandro sufría de una desventaja psicológica. Pero la verdad es que jamás llegué a tocarlo, ¿no?
Las muchachas lo miraron atónitas y luego cambiaron miradas entre ellas. Como obedeciendo a la misma señal telepática, ambas se estremecieron.
Cuando vendaron el brazo de Alessandro y Cipriano se recobró, se prepararon para partir. Al acercarse Alex a él con una mordaza, Cipriano miró a Petersen con ojos desencajados y le dijo:
—¿Por qué no me mata aquí? ¿Es difícil deshacerse del cadáver? Pero en el Adriático no hay problema ¿no? Bastan unas cuantas cadenas pesadas.
—Nadie piensa deshacerse de usted, Cipriano. Por lo menos, en forma permanente. Nunca tuvimos intención de matarlo. Sabía que Alessandro se derrumbaría pero no quería malgastar mucho tiempo en él. Es un poco pragmático, nuestro Alessandro, y no tenía la intención de sacrificar su vida por un hombre casi muerto ya.
»Tenemos todos los justificativos morales para matarlo, pero ninguno legal. Todo el tiempo se ejecuta a espías, pero a los jefes de espionaje, nunca. Así lo establece la Convención, usted está condenado a sobrevivir vilmente. Prisionero de guerra, por el tiempo que dure ésta. A la inteligencia británica le encantará charlar un poco con usted.
Cipriano no tenía nada que decir, lo cual era tal vez comprensible. Cuando la salvación llega en el hallar momento en que está por caer la guillotina, cuesta mucho comentario adecuado.
Petersen se volvió hacia su prima mientras amordazaban a Cipriano.
—Marija, quiero que me hagas un favor. ¿Podrías cuidar a un niñito por uno o dos días?
—¡Mario! —exclamó Lorraine—. ¡Se refiere a Mario!
—¿De qué otro chico podría estar hablando? ¿Quieres, Marija?
—Pero ¡Peter! —La voz de Marija tenía un tono de reproche.
—Así, nos separamos una vez más —dijo Josip con tristeza—. ¿Cuándo volveremos a encontrarnos?
—A la hora de la cena. George piensa volver para comer el cuarto posterior de venado que no pudo terminar anoche. Y yo también.
Edvard detuvo el camión a varios centenares de metros de la entrada a los muelles. Alex y Sava bajaron por la parte de atrás seguidos por un Alessandro sin ataduras ni mordaza. Estaban en la calle principal y había bastante gente. Los tres hombres se volvieron sin prisa aparente y tomaron una calle lateral sin iluminación. Crni, sentado adelante con Petersen, preguntó:
—¿Cree que habrá dificultades en el portón de control?
—No más que las habituales. Los guardias son viejos, incapaces, desprovistos del menor interés por todo esto y, además, susceptibles a la autoridad arrogante y airada. Me refiero a la nuestra.
—El automóvil de comando de Cipriano tiene que haber sido encontrado hace tiempo ya. La gente encargada de esperarlo en el aeropuerto debe de estar preguntándose dónde está.
—Si lo encontrase un yugoslavo, se habría ganado el día y pasado sin detenerse. Si lo esperaban o no en el aeropuerto, no lo sé… Cipriano parece ser un hombre imprevisible que hace en general lo que quiere. Aun cuando se haya admitido para esta hora que realmente desapareció, ¿dónde comenzarán a buscar? Ploée es un lugar tan poco probable como cualquier otro.
Estaba en lo cierto. El centinela ni siquiera se molestó en salir de su casilla. Más allá del portón los muelles estaban desiertos, terminado ya el día, y la temperatura glacial no era propicia para que la gente saliese a caminar durante la noche. Pero a pesar de ello, Petersen indicó a Edvard que se detuviese a unos doscientos metros de donde estaba amarrado el Colombo, bajó, y acercándose a la parte posterior del camión llamó a Lorraine y la ayudó a bajar.
—¿Ve esa luz? Es el Colombo. Vaya a decirle a Carlos que apague las luces de la planchada.
—Muy bien. —Lorraine cubrió corriendo unos pocos metros y luego se detuvo bruscamente cuando Petersen le dijo:
—Camine, payaso. Nadie corre jamás en Ploée.
Tres minutos más tarde estaban apagadas las luces de la planchada. Dos minutos después los prisioneros habían embarcado sin ser vistos por la planchada a oscuras y el camión había desaparecido. Las luces volvieron a encenderse.
Carlos estaba sentado en su asiento habitual en su camarote, con su mano izquierda sana entre las de Lorraine. La expresión de su rostro no era tanto de desconcierto como de sorpresa.
—Veamos si comprendí bien todo, o si por el contrario estoy soñando despierto —dijo—. ¿Piensa encerrarme junto con mi tripulación, desaparecer con Lorraine y Mario, tomar prisioneros a Cipriano y sus hombres a bordo y robarme mi barco?
—No podría haberlo expresado con mayor concisión yo mismo. Salvo, desde luego, que yo no utilizaría la palabra «desaparecer». Sólo, claro, con su consentimiento. La decisión depende enteramente de usted. Y de Lorraine también. Pero creo que Lorraine ha decidido ya.
—Así es. —No había vacilación en su tono.
—Me expulsarán de la Armada —dijo Carlos con aire melancólico—. No, no me expulsarán, me someterán a una corte marcial y me ejecutarán.
—No le pasará nada. No hay la menor probabilidad. George y yo lo hemos analizado una y otra vez.
—Mi tripulación hablará y…
—¿Hablar? ¿Hablar de qué? Están sentados en la cantina con metralletas que les apuntan a la cabeza. Si usted tuviese el caño de una metralleta tan cerca de la cabeza, ¿tendría la menor duda de que se apoderaron de su barco por la fuerza?
—Cipriano…
—Cipriano, nada. Aunque sobreviva a su cautiverio, cosa que probablemente sucederá, ya que los británicos no matan a sus prisioneros, no puede hacer nada. No hay manera de que su propia versión y la de su tripulación, versión que va a ser la oficial, sea desvirtuada. Y Cipriano jamás osaría efectuar un cargo personal contra usted. Para cuando se firme el armisticio usted podrá invocar el testimonio de varios ciudadanos sólidos y confiables de Yugoslavia, que declararán que Cipriano secuestró a su hijo. La pena en Italia por secuestro es prisión perpetua.
—Veamos, Carlos. —Dijo Lorraine, impaciente—. Nunca sueles titubear. No hay otra manera. —Suavemente le tocó el mentón para que la mirase—. Nos devolvieron a Mario.
—Es verdad, es verdad. —Carlos le sonrió—. Eso es todo lo que te importa, ¿eh?
—Todo, no. —Lorraine sonrió a su vez—. Tú también has vuelto. Eso tiene algo de importancia. ¿Qué alternativa hay, Carlos? Peter no desea matar a Cipriano y si Cipriano queda libre nuestra vida terminó. Hay que detenerlo en un lugar seguro y esto significa en manos de los británicos, y la única forma de lograr esto es llevarlo allá en este barco. Peter no comete errores.
—Debo corregir —dijo Sarina con voz suave—. Peter nunca comete errores.
—«Souvent femme varíe» —comentó Peter.
—Cállese, ¿quiere?
—Si me encierran —dijo Carlos— ¿cuándo me…nos liberarán a mis hombres y a mí?
—Mañana. Un mensaje telefónico anónimo.
—¿Y Lorraine y Mario permanecerán con sus amigos?
—Sólo unos pocos días. Hasta que obtengamos nuevos documentos de identidad para ellos. George es muy amigo del maestro de los falsificadores en los Balcanes. Pensamos en Lorraine Tremino. En estos tiempos difíciles no creo que tendría dificultad en establecer la existencia real de una antigua unidad familiar. ¿Certificado de matrimonio, George?
George bajó su jarro.
—Para mi amigo —dijo—, eso no es nada. ¿Venecia? ¿Roma? ¿Pescara? ¿Cowes? Lo que quieran. Veremos con qué formularios cuenta.
Se abrió la puerta y entró Alex seguido inmediatamente por Sava. Alex llevaba a un niñito de pelo rizado de la mano. El niño miró a todos, sin saber qué hacer, y al ver a Carlos corrió hacia él con los brazos abiertos Carlos lo levantó y lo sentó en sus rodillas. Abrazado a su cuello, Mario miró con aire incierto a Lorraine.
—No es más que un niño —la consoló George—. Para un niño de esta edad, Lorraine, seis meses es mucho tiempo. Ya recordará.
Harrison tosió.
—¿Y debo yo acompañar a Giacomo en este peligroso viaje, en esta cita con la eternidad?
—Tú decides, Jamie, pero Giacomo tiene que contar con alguien. Además, sabes tan bien como yo que los Alpes de Iliria no son tu patria y que no hay ya aquí ninguna función útil que puedas cumplir. Lo que es más importante, como oficial británico en actividad darás credibilidad, total credibilidad, a la historia de Giacomo, aparte de convencer a los británicos del verdadero estado de cosas, frente al cual tienes una posición tan clara.
—Iré —dijo Harrison—, con una sonrisa ambigua en el rostro, pero iré.
—La sonrisa se te borrará cuando la Marina Real aparezca a recibirte en un veloz guardacostas. Nos comunicaremos por radio con El Cairo. No tengo su señal de llamado, pero usted, sí, ¿no, Sarina?
—Sí.
—Y como apoyo final, te daremos una carta explicando con el mayor detalle la situación. ¿Tiene una máquina de escribir, Carlos?
—Al lado. —Carlos pasó a Mario a los brazos de Lorraine. El niño, si bien no se resistió, tenía una expresión de recelo aún.
—Esta carta irá firmada por el general de división y por mí. ¿Sabe escribir a máquina, Sarina?
—Por supuesto.
—Por supuesto. Como si fuese la cosa más natural del mundo. Pues yo no sé. Por lo menos, debería mostrarse satisfecha de haber descubierto una falla en mi coraza. Vamos.
Carlos dijo entonces:
—No me gusta señalarlo, Peter, pero creo que ha pasado por alto una cosa. Hay una gran distancia al sur de Italia, donde imagino que tendrá lugar esta cita.
—¿Están limpias las líneas diesel? ¿Tiene los tanques llenos?
—Sí. No me refiero a eso. Sí, estoy seguro de que Giacomo es capaz de navegar por el sol y la brújula, pero cuando hay una cita, hay que desplegar cierta precisión. Latitud esto, longitud esto otro…
Sí, ¿no? Pero hay cosas que usted ignora de Giacomo.
Carlos sonrió.
—Estoy seguro. ¿Cuáles?
—¿Tiene usted un certificado de capitán de ultramar?
—No. —Carlos volvió a sonreír—. No me lo diga. Giacomo lo tiene.
En el diminuto camarote contiguo Petersen preguntó a Sarina:
—A usted le gustaba El Cairo, ¿no?
—Sí. —Repuso ella con aire perplejo—. Sí, mucho. —La perplejidad dio ahora lugar a la suspicacia—. ¿Por qué?
—Las muchachas aristocráticas como usted no sirven para esta clase de vida. Todo ese frío y esa nieve y esas montañas. Además, sufre de vértigo.
—Yo voy con usted.
Petersen la miró largo rato y por fin sonrió. —Guerrillera, ¿eh?
—Voy con usted.
—Y Michael también.-Voy con usted, pero en otra calidad. Petersen reflexionó.
—Si es necesario decir cosas como ésa, creo que en realidad yo debería…
—Hablas tanto que tendría que esperar el resto de mi vida.
Petersen sonrió y acarició el pelo rojizo. —Sobre esta carta…
—Romance —dijo ella—. La vida está repleta de romance.
—Hay una cosita que no advertiste, Peter —dijo Harrison.
—Peter nunca deja de advertir nada.
Peter levantó los ojos después de mirar a Sarina para observar:
—Souvent…
—Por favor.
—Giacomo y yo estaremos solos —dijo Harrison—. Tenemos que dormir. Hay que vigilar a cuatro hombres peligrosos. ¿Cómo podremos…?
—¿Alex?
—Sí, mayor.
—La sala de máquinas.
—¡Ah! —una de sus raras sonrisas se dibujó en los labios de Alex—. El soplete de oxiacetileno.