Capítulo 8

A las O9:00 del día siguiente Jablanica tenía el aspecto de una tarjeta postal de Navidad, hasta tal punto que resultaba irreal, increíble en su belleza. Había dejado de nevar, no había ya nubes, el sol brillaba en un cielo despejado de color azul pálido y el aire, en las pendientes apacibles, donde los árboles se inclinaban bajo el peso de la nieve, era transparente, limpio y sumamente frío. Para completar la ilusión sólo habría hecho falta el tintineo de campanillas de trineos. Sin embargo, el lema de paz en la tierra y buena voluntad para todos los hombres eran las últimas consideraciones en la mente de los que se reunieron en torno de la mesa del desayuno.

Petersen, con el mentón apoyado en la mano y el café cada vez más frío delante de sí, estaba obviamente ensimismado. Harrison, que mostraba poquísimos efectos de la gran cantidad de vino que había hallado necesario consumir para ahogar su pena y encarar una vez más la realidad, dijo:

—Te pago por lo que piensas, viejo.

—¿Lo que pienso? No vale más que la gente en quien pienso. Aunque debo apresurarme a añadir que no incluyo en estos pensamientos a nadie de los que están sentados a esta mesa.

—No sólo tienes aspecto pensativo —prosiguió Harrison— sino que además advierto una leve disminución en la habitual efervescencia matutina, en esa alegría desbordante. ¿Te costó trabajo dormirte? ¿El cambio de cama, quizá?

—Como duermo en camas diferentes prácticamente todas las noches de mi vida, eso no podría ser nunca un factor, pues, de serlo, a esta altura estaría muerto. El hecho es que estuve levantado casi toda la noche, con George, o bien con Ivan, en el cuarto de radio. Tú no pudiste haber oído nada pero hubo una larga y violenta tormenta de truenos durante la noche. Por eso tenemos cielo despejado esta mañana y tanto la transmisión como la recepción fueron casi imposibles.

—Ah, ahora se explica. ¿Sería indiscreto preguntarte con quién estaban hablando durante esa larga vigilia nocturna?

—No, no. No hay secretos, no hay secretos. —La expresión de incredulidad de Harrison fue sólo fugaz, y no hizo ningún comentario—. Desde luego tuvimos que establecer contacto con nuestros cuarteles generales en Bihaé y avisarles acerca del ataque que se prepara. Esto sólo requirió cerca de dos horas.

—Debió utilizar mi radio —dijo Michael—. Tiene un alcance notable.

—La usamos. No resultó mejor que las otras. —Ah. Entonces quizá debieron usarme a mí. Después de todo, conozco bien ese equipo.

—Claro que sí. Pero lo que pasa es que nuestra gente de Bihac no conoce la clave navajo, la única que conoce usted.

Michael lo miró con la boca entreabierta.

—¿Cómo diablos lo sabía usted? Quiero decir, no tengo libros de claves. —Golpeándose la cabeza, añadió—: Lo llevo todo aquí.

—Mandó un mensaje después de que el coronel Lunz y yo hablamos con usted. Es posible que sea un buen operador de radio, Michael, pero en otros sentidos, no habría que permitirle salir sin una niñera.

—No olvide que también yo estaba allí —dijo Sarina

—Dos niñeras. Apuesto a que ni siquiera verificaron que el cuarto no tuviese un micrófono escondido.

—¡Mi Dios! —Michael miró a su hermana—. ¡Micrófono! ¿Tú… cómo podía usted saber que íbamos a quedarnos?…

—Podría haber tenido un micrófono. No lo tenía. George escuchaba desde el balcón.

—¡George!

—Hablaron en lenguaje común. George dijo que no era ningún idioma europeo que él conociese. Usted tuvo un instructor norteamericano. Los norteamericanos actúan siempre bajo la suposición de que no es posible descifrar el navajo.

—Ahora me dices tú algo —dijo George. No parecía estar irritado en lo más mínimo.

—Perdón. Ocupado. Lo olvidé.

—Las condiciones de experto en espionaje de Petersen sólo son igualadas por las de experto en claves. Las dos van juntas. Inventa claves todo el tiempo. Las descifra, además. Recuerden lo que dijo que los alemanes habían descifrado la clave de los Cetniks en dos oportunidades. Ellos, no. Petersen les dio la información. Aunque ellos no lo saben. No hay nada como propagar la disensión entre aliados.

—¿Cómo sabes que los alemanes no captaron y descifraron tu transmisión de anoche? —preguntó Harrison.

—Imposible. Sólo dos personas conocen mis claves, yo y el receptor. Nunca uso la misma dos veces. No es posible descifrar una clave en una sola transmisión.

—Perfecto. Pero… no quiero ser negativo, viejo… ¿Será esta información de alguna utilidad para los guerrilleros? ¿No se enterarán los alemanes de que te secuestraron o desapareciste o lo que sea, y pasarán este mensaje? Si lo hacen, sin duda cambiarían su plan de ataque.

—¿Crees que no he considerado tal cosa, Jamie? Sencillamente, no has comenzado siquiera a conocer los Balcanes. ¿Cómo podrías conocerlos después de menos de dos meses? ¿Qué sabes de la tortuosidad, los complots, las rivalidades, los celos, los intereses personales, la exclusiva preocupación por el propio poder, las desconfianzas, la obsesión por el provecho individual, el vasto abismo entre la mente occidental y la bizantina? No creo que exista la probabilidad más remota de que los alemanes descubran nada.

»Piensa. ¿Quién sabe que tengo los planes en mi poder? En cuanto al coronel se refiere, existen sólo dos planes, él tiene los dos y yo nunca vi una copia. ¿Por qué habría de suponer que la vi? Metrovic le habrá dado el nombre de Cipriano, pero apuesto a que el coronel nunca oyó hablar de él, y aun si oyó hablar de él, ¿qué va a decirle? Aun cuando le dijese algo, Cipriano es demasiado inteligente para creer que se trataba de la división Murge. Una unidad de comando como la de Ivan nunca revela su verdadera identidad. Además, aparte del hecho de que el orgullo del coronel le impediría, probablemente, decir a nadie que se han quebrado sus defensas, podría ser lo suficientemente maquiavélico como para desear que tomen por sorpresa a los alemanes, no, desde luego, para que sean vencidos, sino para que sufran más bajas. Sin duda quiere ver destruidos a los guerrilleros, pero cuando ocurra, si acaso ocurre, quiere que los alemanes abandonen el país. Básicamente, los dos son sus enemigos naturales.

»Y aunque los alemanes se enteren finalmente, ¿qué pasa? Es demasiado tarde para cambiar de planes y, de todos modos, no hay otros planes que puedan formular. No hay alternativa.

—Tengo que mostrarme de acuerdo contigo —dijo Harrison—. Avanzarán según lo planeado. Estar sobre aviso, cabe entender, es estar sobre las armas. Buen trabajo el de esta noche, ¿no?

—No tuvo gran importancia. Sin duda se habrían enterado de cualquier manera. Tenemos un número considerable de contactos confiables en todo el país. En sectores bajo el control de los alemanes, los italianos, los Cetniks y los Ustasa, o sea la mayor parte del país, existen ciudadanos respetables y sólidos, o por lo menos así los consideran los alemanes, los italianos, los Cetniks y los Ustasa, que, mientras colaboran celosamente con el enemigo, nos envían informes regulares y actualizados sobre los últimos movimientos de tropas enemigas. En otros términos, son espías para los guerrilleros. Sus informes están lejos de ser completos, pero son suficientes para proporcionar a Tito y a su estado mayor buenos indicios de las intenciones del enemigo.

—Supongo que esto sucede en todas las guerras —dijo Harrison—. Pero no sabía que los guerrilleros tenían espías en el campo enemigo.

—Los tuvimos desde el comienzo mismo. De otro modo, no podríamos haber sobrevivido. Anoche lo que nos llevó la mayor parte del tiempo fue la comprobación perturbadora, lo sospechamos por primera vez hace unas diez semanas, de que el enemigo tiene espías en nuestro campo. Y más perturbador aún fue comprobar que tenían espías en el cuartel de estado mayor de los guerrilleros. En retrospectiva, fue una ingenuidad de parte nuestra, en el sentido de que debimos haber sospechado semejante posibilidad y adoptado precauciones hace mucho tiempo. Pero debemos ser justos con nosotros mismos, por otra parte, y decir que no mostramos excesiva confianza, sino que teníamos la idea optimista de que cada guerrillero era un ferviente patriota. Algunos, me temo, son menos fervientes que otros. Esto, y no actuar como mensajeros del general von Lohr es lo que ha venido ocupándonos a George, a Alex y a mi en Italia durante las últimas dos semanas. Era una cuestión de tan vital importancia, que George se sintió lo bastante incentivado como para apartarse de sus confortables refugios de Bihac y el Monte Prenj. Esos espías en nuestro campo se habían convertido en una amenaza importante para nuestra seguridad. Estábamos tratando de descubrir la conexión italiana.

»Que había y que hay una conexión italiana es un hecho indudable. No es alemana, no es Cetnik, no es Ustasa. Es específicamente italiana, pues ha sido la división Murge italiana, de tropas de montaña de primera calidad, la que ha estado causando dificultades en los últimos meses. Nuestros guerrilleros son tan buenos y probablemente mejores como tropas de montaña, pero la división Murge ha matado a centenares de ellos en los últimos meses. Nunca en lucha abierta. Invariablemente se trató de incidentes aislados, únicos. Una patrulla, un movimiento localizado de tropas, un traslado de heridos a un sector supuestamente más seguro, un grupo de reconocimiento detrás de las líneas enemigas… Se llegó a un punto en que ninguno de estos grupos era inmune a un ataque relámpago por parte de las unidades Murge que al parecer siempre sabían exactamente dónde atacar, cuándo atacar, cómo atacar…; hasta parecían conocer el número y composición de las tropas guerrilleras que debían atacar, y hasta el número aproximado de los grupos mismos. Nuestros movimientos de guerrilleros en pequeña escala estaban siendo sumamente obstaculizados, casi paralizados, y la supervivencia de un ejército de guerrilleros depende casi en forma exclusiva de la movilidad, flexibilidad y reconocimiento a larga distancia.

»Los miembros de la división Murge recibían sin duda información precisa y anticipada de nuestros movimientos. La información tenía que provenir de una persona o personas en las inmediaciones de nuestro cuartel general. Estos mensajes secretos, que provocaron la muerte de centenares de hombres, no eran, desde luego, redactados por escrito, dirigidos al enemigo o despachados desde el buzón más próximo. Eran enviados por radio.

Petersen se interrumpió para ordenar sus pensamientos. Sus ojos vagaban, sin ver, según parecía, alrededor de la mesa. Vio que Lorraine estaba anormalmente pálida. Sarina tenía las manos entrelazadas. Aparentó no advertir nada.

—Continuaré yo por unos momentos —dijo George—. En este punto deben comprender que Peter ha sido vencido por su natural modestia. Peter no podía creer que los traidores pudiesen ser guerrilleros de larga actuación. Tampoco podía creerlo yo. Peter sugirió que verificásemos las fechas aproximadas de las primeras transmisiones, las fechas de los primeros ataques por sorpresa de las unidades Murge frente a la fecha de arribo de los últimos reclutas entre los guerrilleros. Así lo hicimos, y comprobamos que esto coincidía con el arribo de un número inusitadamente alto de ex Cetniks. Con toda frecuencia los Cetniks desertan para unirse a nosotros y es totalmente imposible efectuar un control de las credenciales y de la buena fe de todos ellos, o de una fracción.

»Peter y algunos de sus hombres controlaron a un número reducido de ellos y encontraron a dos que tenían acceso a transmisores de largo alcance ocultos en un bosque, sobre una ladera. No quisieron hablar y nosotros no utilizamos la tortura. Se los ejecutó. Desde entonces el número de ataques por sorpresa de la Murge disminuyó rápidamente, pero seguían produciéndose en forma esporádica. Lo cual podía significar que había aún traidores entre nosotros.

George se sirvió generosamente un vaso de cerveza. No era más que la hora del desayuno, pero George afirmaba ser alérgico tanto al té como al café.

—Fuimos pues a Italia, los tres. ¿Por qué? Porque somos, o éramos, oficiales de inteligencia Cetniks y naturalmente teníamos relación con nuestra contraparte italiana. ¿Por qué? Porque estábamos convencidos de que los mensajes se pasaban a través de la inteligencia italiana. ¿Por qué? Porque la división combatiente carece de los medios, la capacidad, la organización y el dinero necesarios para montar semejante operativo. En cambio el servicio de inteligencia italiana cuenta con todos estos medios en abundancia.

—Entre este aluvión de «porqués», George, ¿por qué el dinero? —preguntó Harrison.

—Es como dijo Peter —dijo George con tristeza—. Usted no tiene la mentalidad balcánica. Hablando de ello, sospecho que no tiene tampoco la mentalidad universal. Los agentes Cetniks, como todos los agentes y dobles agentes del mundo, no son motivados exclusiva-mente por el altruismo, el patriotismo ni las convicciones políticas. Los pequeños engranajes de su mente sólo marchan con eficiencia bajo la influencia del lubricante universal: el dinero. Se les paga bastante bien y si lo consideramos con frialdad, lo merecen. Vea usted lo que les ocurrió a esos dos infortunados desenmascarados por Peter.

Petersen se levantó, se acercó a la ventana y permaneció allí, contemplando el plácido valle que caía en pendiente desde el chalé. Parecía haber perdido todo interés en la conversación.

—En conjunto —comentó Harrison—, ha sido un buen trabajo el de esta noche.

—Y eso no fue todo —señaló George—. Localizamos a Cipriano.

—¡Cipriano!

—El mismo. ¡Lorraine, querida! Qué pálida está. ¿No se siente bien?

—Me siento… me siento un poco mareada.

—Marraschino —dijo George sin vacilar—. ¡Sava!

—Esta palabra se dirigió a uno de los soldados de Crni, que se levantó, y se aproximó a la alacena de bebidas.

—Así es, así es. El buen mayor en persona.

—¿Pero cómo…?

—Tenemos nuestros sistemitas —dijo George, muy ufano—. Tenemos, como le dijo Peter, nuestros ciudadanos confiables y sólidos en todas partes. De paso, puede olvidar ahora todo lo que le dijo Peter de Cipriano como colaborador estrecho de los guerrilleros. Me temo que haya calumniado groseramente al pobre hombre, pero en aquel momento consideró prudente desviar las sospechas que pudiesen haber estado abrigando los mayores Metrovic y Rankovic de él mismo a alguien ausente. Y era oportuno para el caso que Cipriano estuviese ausente. Nuestro Peter es un actor consumado, ¿no?

—Es un consumado mentiroso —declaró Sarina.

—¡Callar! ¡Otra vez el orgullo herido! Estamos enojados porque a usted también la engañó. De todos modos, Cipriano está en Imotski, sin duda encerrado con el comandante de brigada Murge allí, y trama nuevos planes diabólicos contra los pobres guerrilleros. No tendría que necesitar explicarle nada de esto. Usted recordará que Peter dijo en el monte Prenj que quería llegar hasta el hombre de enlace. —Cipriano— porque estaba ayudando y apoyando a los guerrilleros. Lo que quiso decir fue que quería llegar al hombre de enlace porque era enemigo mortal de los guerrilleros, pero no podía decirlo, no en presencia de Metrovic y Rankovic. Vamos, vamos, hijos, me desilusionan. Tuvieron toda la noche para llegar a una solución tan sencilla y tan obvia como ésa.

George bostezó detrás de una manaza.

—Perdonen. Ahora que desayuné y estoy más en paz conmigo mismo, pienso retirarme a descansar un poquito durante unas dos o tres horas. No nos moveremos hasta la tarde como muy temprano. Esperamos una comunicación urgente de Bihac, pero llevará algún tiempo reunir y coordinar la información que necesitamos.

Entretanto, ¿cómo piensan ustedes pasar la mañana?

—George levantó la voz. —Peter, esta gente tiene libertad de ir y venir a donde quiera, afuera, adentro, ¿no?

—Por supuesto.

El capitán Crni sonrió y dijo:

—¿Puedo proponerles que se pongan los abrigos para que yo los lleve a recorrer nuestra pequeña ciudad? No hay mucho que mostrar, de modo que la marcha será corta y no los cansará. Aparte del hecho de que hace una hermosa mañana, conozco el lugar donde se encuentra el mejor café de Bosnia. Mucho mejor que esa horrorosa poción que acaban de beber aquí.

—Así, siempre es posible vigilarnos, ¿no? —dijo Sarina.

El capitán Crni le hizo una elegante reverencia.

—Siempre sería un placer vigilarla a usted y a la señorita Chamberlain. Si por el contrario, desean salir solas y presentarse ante el comando italiano más próximo, informando que nosotros los guerrilleros tenemos ciertos planes en cuanto a cierto mayor de su servicio de inteligencia, tienen entera libertad de hacerlo. Hasta ese punto, señorita von Karajan, confiamos en ustedes.

—Discúlpeme, por favor. —Sarina extendió una mano impulsivamente y la apoyó en el antebrazo a Crni.

—¡Qué mal hice en decir eso! Dos o tres días en este país y me encuentro desconfiando de todos, inclusive de mí misma. —Sarina sonrió—. Además, usted es el único que sabe dónde está ese café.

Partieron sin Giacomo, que había decidido no ir, pocos minutos después. Petersen dijo con aire fatigado:

—No confía en nadie. Dios sabe que no cabe culparla. George, soy un mentiroso y un hipócrita. Aun cuando no digo nada, soy mentiroso e hipócrita.

—Sé lo que quieres decir, Peter. A veces una vocecita llega a mi conciencia. No imagino cómo hace para encontrarla, y dice ni más ni menos la misma cosa. El toque de clarín del deber hace sonar a veces un son bastante desafinado. ¡ Sava!

—¡ General!

—Vaya a la ventana del cuarto del frente y vigile la carretera. Si vuelven inesperadamente estaré arriba. Le haré saber cuándo puede dejar de vigilar. No será más de unos pocos minutos.

Después del almuerzo, Petersen, con un aspecto descansado pues había dormido cuatro horas, se acercó al banco donde estaban sentadas Sarina y Lorraine junto a la ventana y les dijo:

—Lorraine, le ruego que no empiece a preocuparse, porque no tiene motivo. George y yo querríamos hablar con usted.

Lorraine se mordió el labio.

—Lo sabía. ¿Puede… puede venir Sarina?

—Cómo no. —Petersen miró a Sarina—. Siempre, por supuesto que no empiece, Sarina, a decir «¡Ah!» y «¡Oh!» y «¡Monstruo!» y a apretar los puños. ¿Me lo promete?

—Prometido.

Petersen las llevó a un cuarto del piso alto, donde estaba instalado George con un gran jarro delante y un cajón lleno, seguramente para una emergencia, en el suelo junto a sí.

—¡George! —dijo Petersen.

George hizo un gesto negativo.

—No pensarás interponerte entre un hombre y su sed.

—Yo habría dicho que la saciaste bastante durante el almuerzo.

—Se trata de una cerveza de sobremesa —dijo George con dignidad—. Les ruego que comiencen.

—La cosa será breve e indolora —dijo Petersen a Lorraine—. No soy dentista y usted no tiene necesidad de decir mentiras. Como habrá adivinado, lo sabemos todo. Puedo prometerle, cosa que George corroborará, que no la espera ni la venganza ni el castigo. Usted es una víctima y no una criminal y actuó bajo presiones insoportables. Además, ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Todas las transmisiones estaban no solamente en clave, sino en una clave yugoslava, y usted no comprende una palabra de serbocroata. La palabra de George, como es lógico, tiene un peso enorme en los consejos de guerra, un peso casi total en casos como éste y también me escuchan a mí un poco. No les pasará nada a usted, a Carlos ni a Mario.

—¿También sabe lo de nuestro hijo? —preguntó Lorraine con gran serenidad.

—Sí. ¿Cuándo lo secuestraron?

—Hace seis meses.

—¿No tiene idea de dónde lo tienen?

—No. Sí, vagamente. —Lorraine no estaba ya serena—. Sé que es en este país. El mayor Cipriano quería sacarlo de Italia. No sé por qué.

—Lo comprendo bien. Hay ciertas cosas que ni siquiera Cipriano puede hacer en Italia. ¿Cómo sabe que está en este país?

—Dejaron que Carlos lo viera dos veces. Dos veces, cuando dije que no trabajaría ya para ellos porque estaba segura de que había muerto. Pero no sé dónde está.

—Ah. Comprendo. No tiene importancia.

—¡No tiene importancia! —Lorraine, perdida ya toda la calma, tenía los ojos llenos de lágrimas. George se apartó de la boca el cigarro maloliente.

—Lo que quiere decir Peter es que Cipriano va a decírselo.

—Cipriano va a decírmelo… —Lorraine se interrumpió e hizo un gesto de asentimiento, en medio de un estremecimiento involuntario.

—Tenemos sus libros de claves, Lorraine. Revisamos su cuarto cuando salió esta mañana.

—¿Le revisaron el cuarto? —repitió Sarina, indignada—. ¿Con qué derecho…?

Petersen se levantó y abrió la puerta.

—Fuera —ordenó a Sarina.

—Perdón. Lo olvidé. Yo…

—Me lo prometió.

—¿Nunca da a nadie una segunda oportunidad? Petersen no repuso. Cerró la puerta, se sentó y dijo:

—Los fondos falsos de las mochilas son hoy algo sumamente pasado de moda. Pero claro es que ni usted ni Cipriano soñaron nunca que llegarían a caer bajo sospecha. No hay nombres en sus libros, pero no nos hacen falta. Hay números de claves, señales de llamada y horas de llamada. Nos llevará muy poco tiempo atraparlos.

—¿Y luego?

George apartó otra vez su cigarro.

—No haga preguntas tontas —dijo.

—Dígame, Lorraine. ¿Usted no tenía idea de por qué la mandaron al monte Prenj? Sí, sabía lo que tenía que hacer, pero no por qué. Bien, Cipriano sabía que usted conocía a Jamie Harrison y que él confiaba enteramente en usted, después de todo, había sido su secretaria de confianza, de manera que él nunca sospecharía que usted fuese capaz de traicionarlo: de, transferir mensajes de nuestros recalcitrantes amigos cetniks en Bihaé a él en Roma, o dondequiera, mensajes que luego podía retransmitir al regimiento Murge. Pero la verdadera razón, sin duda, es que nosotros habíamos destruido dos transmisores de largo alcance, los únicos que tenían. Con los transmisores de corto alcance sus contactos en Roma podían ser sólo esporádicos en el mejor de los casos. Pero el monte Prenj queda a sólo doscientos kilómetros de Bihaé. Un trasmisor que no pueda llegar hasta allá tendría que ser de muy corto alcance. —Petersen calló para reflexionar un poco—. Bien, eso es todo. No, una cosa más. —Sonrió—. Sí, una cosa más. Puramente personal, ¿dónde conoció a Carlos?

—En la isla de Wight, donde nací. Hacía carreras de yate en Cowes.

—Claro, claro. Me dijo que a menudo navegaba allá antes de la guerra. Bien, espero que vuelvan a hacerlo terminada la guerra.

—¿Carlos… Carlos saldrá bien de esto, mayor Petersen?

—Si es capaz de llamar George a un general de división, bien puede dirigirse a un mayor como yo, como Peter. ¿Por qué no? Está fuera de sospecha. Tanto bajo la ley militar como la civil italiana no ha cometido ningún delito, ni apoyado o ayudado a nadie. Con un poco de suerte, podríamos verlo más tarde, mañana.

—¿A quién? ¿A Carlos? —La cara de Lorraine se iluminó.

Petersen miró a Sarina.

—Sí, tenía razón —dijo—. No hay duda. —No aclaró sobre qué punto había tenido razón Sarina—. Sí, Carlos, no ha participado en tareas de apoyo ni ayuda, pero mañana lo hará.

Lorraine no pareció oírlo, o bien si lo oyó, estaba pensando en otra cosa.

—¿Está todavía en Ploée?

—Sí.

—¿No ha vuelto a Italia?

—Desgraciadamente, no. Algún ciudadano descontento echó azúcar en su combustible diesel.

Lorraine lo miró durante un buen rato, antes de sonreír poco a poco.

—¿No habrá sido uno de esos ciudadanos confiables y sólidos de los que habla siempre?

Petersen le devolvió la sonrisa.

—No puedo hacerme responsable de los actos de ciudadanos confiables y sólidos —dijo.

Al pie de la escalera Sarina tomó a Peter del brazo.

—Gracias —dijo—. Muchas gracias. Fue muy amable.

Petersen la miró, sorprendido.

—¿Qué otra cosa esperaba que hiciera?

—Nada, supongo. Pero fue magnífico. Especialmente lo de Carlos.

—¿Hoy no soy un ogro? ¿Un monstruo?

Con una sonrisa en los labios, Sarina agitó la cabeza.

—¿Y mañana? ¿Cuando tenga que descubrir dónde está el chico? ¿Comprende a qué me refiero?

Sarina dejó de sonreír.

Petersen movió la cabeza tristemente.

—Souvent femme varíe, bien fol est qui s’y fie.

—Y eso, ¿qué quiere decir?

—Lo tomé de George. Algo que dijo Francisco I, grabándolo con un diamante en un vidrio del castillo de Chambord. «La mujer, a menudo cambia, y es muy tonto quien confía en ella».

—¡Qué va! —dijo ella, pero había vuelto a sonreír.